Francesca aceptó la propuesta de Marina y, antes de regresar a Córdoba, pasó unos días en Ginebra. Le haría bien la compañía de Marina, siempre conseguía levantarle el ánimo.
En efecto, le hizo bien, incluso cuando se desahogó con ella y le contó su amarga experiencia. Lloró entre sus brazos como no había podido hacerlo después de que Al-Saud la dejó. De todos modos, su alma continuó hecha pedazos. La aterraba pensar que en el futuro Kamal Al-Saud constituiría sólo un recuerdo, un nombre, una imagen que con el tiempo se desvanecería. No se resignaba. Le daba miedo volver a la rutina, le daba miedo sufrir. Se preguntaba cómo sobrellevaría la cotidianeidad y el aburrimiento cuando la vida junto a él le había parecido una eterna aventura. Cómo no verlo en cada hombre. Cómo no sentir sus besos en los de otros. Buscaría el aroma de su perfume y el sonido de su voz entre la multitud, viviría pendiente del timbre del teléfono y de la llegada del cartero. Pensaría en él día y noche, moriría de amor. «Nadie muere de amor», le había asegurado Kamal, pero ella bien sabía que ese dolor ensordecedor terminaría por matarla.
—Imagino que es muy triste esto que está pasándote —reconoció Marina—, pero al menos tú tienes la dicha de haber amado y de haber sido amada. Yo, en cambio, no sé qué es el amor.
Esas palabras sonaron en su cabeza durante días y, en cierto modo, lograron alejarla del estado de desesperación en el que había caído. Sólo quedaba la tristeza, que olvidaba de tanto en tanto con alguna ocurrencia de su amiga. Una tarde, mientras saboreaban un helado a orillas del lago Leman, Marina le preguntó si aún sentía algo por Aldo Martínez Olazábal y, aunque se tomó un tiempo para contestar, nunca existió viso de duda: no lo amaba.
—Después de haber conocido a Kamal Al-Saud, temo que no volveré a enamorarme de otro hombre.
—¿Y qué sucedería si, al regresar a Córdoba, Aldo quisiera volver a intentarlo contigo?
—Ni aunque Aldo enviudase volvería con él —respondió Francesca—. Y no lo digo por despecho o rabia; lo digo, simplemente, porque mi corazón pertenece a Kamal. Engañaría a cualquier otro hombre si decidiera comenzar una relación en este momento.
Tres semanas más tarde, Francesca aún se encontraba en Ginebra y con pocas ganas de regresar a Córdoba a pesar de los ruegos de su madre. Las vacaciones de Marina terminaban, y no tenía sentido permanecer allí.
Se despertaría temprano, tomaría una ducha, desayunaría y partiría junto a su tío hacia el periódico. Después de todo, retomar su vida en Córdoba no había resultado tan difícil como había esperado. El cariño de sus amigos, pero en especial el de su madre y el de su tío Fredo, habían operado maravillas en su alma herida. Sólo a Fredo le había confesado lo del secuestro y habían acordado que jamás se lo referirían a Antonina. Sofía se desilusionó al saber que el romance entre su amiga y el príncipe saudí había quedado en la nada, pero admitió que estaba feliz por tenerla otra vez cerca.
Francesca no regresó al palacio Martínez Olazábal, no lo habría hecho aunque Aldo y su esposa no hubieran vivido allí. Para ella, esa etapa de su vida había quedado atrás. Era tiempo de alentar la idea de la independencia, y había comenzado por buscar un apartamento que alquilar.
—No estoy de acuerdo en que alquiles —opinó Fredo, mientras caminaban hacia el periódico como cada mañana—. Es dinero echado al cesto de la basura. Sabés que mi casa es tu casa y que podés quedarte allí todo el tiempo que desees. Además, el día que muera, ese departamento será tuyo. A tu madre no le gustará en absoluto la idea de que te marches a vivir sola. La escandalizarás.
—No lograrás convencerme con esos argumentos —aseguró Francesca—. Hace tiempo que le perdí el miedo a mi madre. Estoy viviendo con vos hasta conseguir algo decente para mudarme. No quiero entrometerme en tu intimidad, tío. No me convencerás. En poco tiempo me mudaré.
—Si estás tan decidida —retomó Fredo—, entonces ¿por qué no buscas un departamento para comprar?
—Porque no tengo el dinero suficiente para hacerlo.
—Yo te lo daré.
—No puedo aceptar.
—¿Por qué no podés aceptar? —se fastidió Fredo—. Voy a darte ese dinero porque sos lo más importante para mí. Deseo que tengas lo mejor, Francesca. No me niegues ese placer.
—Está bien —dijo ella con simpleza, y entrelazó su brazo al de su tío.
Se esforzaba por mantener el ánimo en alto y mirar la vida con nuevos ojos; a menudo se decía que era de necios vivir para recordar y una energía pasajera le insuflaba ganas de pensar en el futuro; hasta que cualquier insignificancia la hacía volver al pasado y la abismaba en su dolor. La consolaba la idea de que el tiempo curaría la herida. Pero el tiempo transcurría lentamente y a ella un minuto le parecía una hora, y cada segundo lo dedicaba a él. En ocasiones, la pena daba paso a la rabia y al resentimiento, y lo habría abofeteado de tenerlo enfrente. Para ella, su abandono no tenía otra explicación: era el precio que pagaba por el trono de Arabia; no existía razón para engañarse, siempre lo había sabido: Kamal Al-Saud amaba, por encima de todo, a su pueblo. Invariablemente la rabia terminaba por ceder, entonces el recuerdo de sus besos ardientes y el frenesí de sus manos desvergonzadas le confundían los sentimientos y las sensaciones, y se rebullía en la cama sin conciliar el sueño.
Se sentía a gusto en el periódico y disfrutaba de su trabajo. La promesa de su tío seguía en pie y pronto publicaría su primer artículo. Fredo le había pedido que desarrollara una columna sobre la OPEP y hacía días que se dedicaba a investigar y a escribir a máquina. Cerca del mediodía, recordó que almorzaría con Sofía en Dixie, un lugar de moda donde servían además buena comida. Se puso el abrigo y corrió por el bulevar Chacabuco pues estaba llegando tarde.
—Discúlpame —dijo, casi sin aliento—. Siento llegar tarde.
—No te preocupes. Hace poco que llegué —argumentó Sofía—. Pidamos pronto que estoy famélica.
Sofía indicó al mozo los platos y las bebidas con la jovialidad y el entusiasmo que la habían caracterizado antes de su trágico embarazo. Francesca la contemplaba con una sonrisa en los labios, feliz de verla tan recuperada. Sofía era su esperanza. En un acto impensado, le tomó la mano a través de la mesa y se la apretó. Sofía la miró con desconcierto y le devolvió una sonrisa.
—Te veo feliz —manifestó Francesca—. Y me hace feliz —agregó.
—Estoy feliz —aseguró Sofía—. He vuelto a verme con Nando. —Francesca se quedó mirándola—. ¡Ha vuelto por mí! —exclamó con acento medido; se le habían llenado los ojos de lágrimas y le temblaban los labios—. Me ha dicho que aún me ama, que no puede vivir sin mí. Que trató de hacerlo, pero que no lo consiguió. ¡Oh, Francesca, soy tan feliz!
Poco comieron. A Sofía se le había anudado el estómago a causa de la emoción; a Francesca, en cambio, se le había anudado a causa de la tristeza. Nando demostraba ser mucho más hombre que Kamal. Regresaba a una ciudad que tan vilmente lo había tratado en busca de la mujer que amaba, consciente de los escollos que tendría que sortear, pues no era poco enemistarse con los Martínez Olazábal. Por fin, Francesca expresó:
—Estoy feliz por vos, muy feliz —remarcó—. Sofi, contás con toda mi ayuda. Si no supe ayudarte aquella vez, en este momento haré todo lo que esté a mi alcance para que concreten su amor. Todo —dijo, y volvió a apretarle la mano.
—Por lo pronto diré que esta noche la pasaré contigo en lo de Fredo.
—Está bien-dijo Francesca, y no pudo evitar la envidia que la embargó. Ella también deseaba pasar la noche en los brazos de su amante.
—¿Puedo sentarme?
Sofía y Francesca levantaron la vista y se encontraron con Aldo. De pie, junto a la mesa, aguardaba una respuesta. Sus ojos no se apartaban de Francesca. Ella también le sostuvo la mirada y lo estudió detenidamente sin darse cuenta. Descubrió una resolución en su actitud que la sorprendió; lo encontró atractivo, bien vestido, el pelo prolijamente peinado; en su cercanía, la alcanzó el mismo perfume a lavanda que había usado en tiempos de Arroyo Seco. Ese Aldo en nada se parecía a la imagen alcoholizada y melancólica descrita por Sofía en sus cartas. Francesca se puso de pie resueltamente y sacó de su bolso algunos billetes que dejó sobre la mesa.
—Nos vemos esta noche en lo de mi tío Fredo —dijo, mientras se colocaba el abrigo.
—Francesca, por favor —suplicó Aldo—. No te vayas aún. Necesito hablar contigo.
—No tenemos nada que decirnos —expresó ella, con dominio.
—Francesca, por favor —terció Sofía.
—Al menos —sugirió Aldo— deja que te acompañe hasta el periódico.
Volvieron a mirarse fijamente. Francesca no quería dar la impresión de albergar por el un mal sentimiento; hacía tiempo que lo había perdonado. Quizá no se trataba de perdón sino de olvido e indiferencia. Asintió y partieron juntos. Durante el primer tramo no hablaron. Francesca se sentía incómoda porque no tenía nada que decir. Aldo, en cambio, parecía complacido de tenerla cerca. Sus ojos la contemplaban de soslayo y reprimía las ganas de cogerle la mano. Finalmente, habló:
—Estás más hermosa que nunca.
—Gracias.
—¿Hace ya dos meses que regresaste, verdad?
—Sí, ya casi dos meses.
—¿Y por qué lo hiciste? —quiso saber Aldo, y Francesca lo miró por primera vez—. Me refiero a por qué regresaste. ¿No te gustaba tu trabajo en la embajada?
—Al contrario, me gustaba mucho.
—¿Entonces?
—Debí hacerlo. Dadas las circunstancias, fue lo más conveniente.
—¿Circunstancias? —repitió Aldo, pero Francesca se mantuvo callada—. ¿Qué clase de circunstancias? —insistió—. ¿Haberte enredado con un príncipe de la dinastía de Arabia, por ejemplo?
—No exactamente —replicó ella, y un acento duro le dominó la voz al expresar—: No por haberme enredado con un príncipe de la dinastía Al-Saud sino por haberme enamorado perdidamente de él.
Caminaron en silencio las últimas cuadras. Casi al llegar al edificio del periódico, Aldo se atrevió a manifestar:
—A mí no me importa.
—¿Qué no te importa?
—A mí no me importa que hayas amado a otro.
Se detuvieron a la entrada de El Principal. Francesca quería despedirse rápidamente y desembarazarse de Aldo, pero él seguía allí, frente a ella, mirándola con una ternura que no se animó a lastimar.
—Debo regresar a la oficina —dijo.
—Sí, sí, claro —aceptó él.
Francesca extendió la mano para despedirlo, pero Aldo la envolvió con sus brazos y le susurró cerca del oído:
—Aún sigo amándote. Nunca pude olvidarte. Aún sigo amándote locamente.
—Aldo, soltame.
—Perdón —dijo él, y se apartó.
Francesca quiso entrar en el edificio, pero él la retuvo por la muñeca.
—No te dejaré ir hasta que prometas que cenarás conmigo esta noche.
—No puedo. Tu hermana viene a dormir a casa de mi tío Fredo esta noche.
—Mañana por la noche entonces.
—Mañana por la noche estará bien —dijo, y entró.
Al día siguiente, apenas Francesca llegó a la oficina, sonó el teléfono. Nora, la secretaria de Fredo, tapó el auricular con una mano y susurró con una mueca de desconcierto:
—Es Aldo Martínez Olazábal.
Francesca dejó su escritorio y atendió el llamado.
—Hola.
—Hola —respondió él; se notaba en el timbre de su voz que estaba nervioso—. Disculpa que te moleste tan temprano en tu trabajo.
—Está bien, no te preocupes.
—Ayer nos despedimos tan rápidamente que no tuve tiempo de decirte que te pasaré a buscar por lo de tu tío a las ocho de la noche. Ya reservé para comer en Luciana, un restaurante de pastas que está en el Cerro de las Rosas. ¿Te parece bien?
—Sí, muy bien. A las ocho estaré lista. Nos vemos —y colgó.
Nora la miró con ojos inquisidores y Francesca se sacudió de hombros.
—No es lo que crees —advirtió.
—No sé qué creer —confesó la secretaria.
—Si no lo enfrento y le aclaro de una vez y por todas cómo es la situación, nunca me dejará en paz.
—En eso tenés razón —admitió Nora, y volvió a su trabajo.
En realidad, a Francesca la movía el resentimiento. Ella pensaba: «Si Al-Saud pudo deshacerse de mí tan fácilmente y olvidarme como si yo fuera un trasto, yo también podré hacerlo». Aldo Martínez Olazábal se presentaba como el medio más oportuno para conseguirlo. Le importaba un comino que fuera casado y que hubiera decidido pavonearse con ella en Luciana como si se tratara de su prometida. Ella quería probarse, tantearse, ¿hasta dónde llegaría? El rencor la volvía descarada y, sobre todo, desaprensiva. Había encontrado a Aldo mejor de lo esperado. Por cierto, muy distinto en su estilo al de Al-Saud, tan rotundamente hombre. Aldo conservaba un vestigio adolescente; sus facciones eran aún juveniles y sus ojos de mirada tierna le daban la pauta que, a diferencia de su relación con Kamal, ella sería la dominante y Aldo, el dominado.
Como había prometido, Aldo pasó a buscarla a las ocho. No lo invitó a subir y le indicó que bajaría en breve. A Fredo no le agradaba en absoluto aquella salida.
—Espero que tu madre no se entere de que has vuelto a las andanzas con el joven Martínez Olazábal.
—No te preocupes —dijo Francesca—, nada de lo que imaginas va a ocurrir. Sólo quiero aclarar debidamente las cosas con él.
—Hacé todo lo que tengas que hacer —expresó Fredo—, sólo evita aquello que te perjudicará.
—Ah —suspiró Francesca, mientras se colocaba el abrigo—. ¿Cómo saber cuáles son las decisiones que nos benefician y cuáles las que nos perjudican?
—Todos sabemos bien diferenciar unas de otras.
—Tenés razón. La cuestión es hacerle caso a nuestro raciocinio cuando nuestro corazón nos dicta lo opuesto. Yo sabía que no debía involucrarme con Aldo y lo hice. También sabía que no debía involucrarme con Al-Saud y lo hice. En ambas ocasiones salí lastimada.
—Con más razón —insistió Fredo—. Ahora ya sabes que no siempre tenés que hacerle caso a tu corazón.
—Ah —volvió a suspirar—, es que es tan lindo, tío.
Fredo la besó en la frente, y Francesca lo abrazó. Aldo la aguardaba apoyado en su automóvil. Al verla, le dedicó una sonrisa pura, como de niño feliz, y Francesca experimentó la misma ternura y compasión que él solía despertarle en el pasado. Ella también le sonrió y le permitió que la besara en la mejilla. Aldo le entregó un ramillete de violetas.
—Una vez me dijiste que eran tus preferidas.
Francesca asintió con la mirada en las pequeñas flores, y no se atrevió a mencionarle que eso había sido antes de conocer las camelias. Colocó el ramillete en el broche que llevaba en la solapa del abrigo. El aroma resultaba muy agradable. Aldo abrió la puerta del acompañante y Francesca subió.
—El lugar que elegí para cenar va a encantarte, ya verás.
—¿No te molesta que nos vean juntos? —preguntó Francesca, con naturalidad.
—En absoluto.
No volvieron a referirse al matrimonio de Aldo, ni directa ni indirectamente. La velada transcurrió de manera placentera, como si se tratara del reencuentro de dos amigos de la infancia. Francesca le hablaba de su vida en Ginebra, de los avatares de su jefe, de la simpatía de Marina y él, de su trabajo en las estancias de los Martínez Olazábal, de la sorpresa que había significado descubrir cuánto le agradaba la vida de campo y de qué modo había mejorado la relación con su padre.
—Somos lo que nunca fuimos —explicó—: amigos.
—Me alegro —manifestó Francesca, con sinceridad; levantó la copa y pronunció—: Por tu padre.
—Por mi padre.
Aldo dejó la copa sobre la mesa y miró a Francesca con aire sombrío.
—Tengo una mala noticia que darte —dijo—. Mi padre vendió a Rex.
—Ya lo sé.
—¿Ya lo sabes? ¿Te lo dijo Sofía?
—Sofía no lo ha mencionado aún; supongo que no se atreve. Lo supe por otra fuente.
—Pagaron una fortuna por él, creo que más de lo que valía. Pero dice don Cívico que el hombre se mostraba empecinado y ofreció una suma difícil de rechazar. Yo no me enteré sino hasta que la operación se había concretado. De caso contrario, la habría impedido.
—Al-Saud lo compró para mí —expresó Francesca, muy suelta, y Aldo la miró, abiertamente confundido.
—Entiendo que Al-Saud es el príncipe que conociste en Arabia.
—Sí, es él. Envió a uno de sus agentes para tratar con tu padre la compra de Rex simplemente porque a mí me gustaba.
—Debió de amarte mucho para haber hecho algo así —admitió, con el ánimo descompuesto.
—No lo suficiente —adujo Francesca, y enseguida añadió—: ¿Pedimos la cuenta?
Ya en la calle, Aldo la recostó sobre el coche y la besó. Se trató de un beso tranquilo y sosegado, carente de la pasión que los había asaltado durante las tardes en Arroyo Seco, pero que de ningún modo la llevó a pensar que ese hombre no sería capaz de hacerla gozar. Le gustó la manera en que la besó; descubrió a un nuevo Aldo, seguro y confiado. Pero no pudo evitar la comparación; surgió naturalmente mientras los labios de él acariciaban los suyos y sus manos se metían bajo su abrigo y le apretaban la cintura. En ese momento, Francesca añoró los besos de Kamal, que siempre habían conseguido sorprenderla; en ocasiones lo había hecho con agresividad, en otras con pasión, a veces con mansa ternura; como en todo, él había marcado el paso y ella lo había seguido ciegamente.
—Te deseo —susurró Aldo—, quiero estar contigo.
—No estoy preparada para eso —confesó Francesca, y se separó de él.
—¿Aún piensas en ese árabe?
—No —mintió.
—¿Es que te molesta que siga casado? Quiero que sepas que anoche le dije a Dolores que quería separarme.
—No lo hagas por mí —dijo Francesca—. Creo que no volvería con vos aunque siguieras soltero.
—Aún pensás en ese hombre —insistió él, y pateó la rueda del auto.
—No se trata de él, no se trata de vos. Se trata de mí. Necesito un tiempo para mí. Aún no estoy lista para volver a entregarme a otro hombre. Sufrí demasiado, Aldo. Tenés que comprender que aún no estoy lista. No me siento segura.
Aldo apoyó su frente sobre la de Francesca y le acarició la mejilla. Segundos después, Francesca se dio cuenta de que lloraba.
—Dame una esperanza —le suplicó—. Muero de amor por vos y, cuando pienso que serías mi esposa si no hubiese sido por mi cobardía, siento deseos de pegarme un tiro.
—¡No digas eso!
—Dame una esperanza —repitió.
—Dame tiempo —pidió ella a su vez.
—Te doy mi vida.
Resultó muy conveniente que, días más tarde de la cena en Luciana, Aldo partiera a la estancia en Pergamino. Francesca culpaba a las copas de chianti y al ambiente romántico y distendido por el comportamiento de esa noche; le había dado falsas esperanzas cuando siempre había sabido que entre ella y Aldo nada volvería a ser como en Arroyo Seco. De todos modos, admitía que se había tratado de una velada agradable en la que descubrió que el amor se había convertido en un profundo cariño. La posibilidad de una amistad entre ellos no tenía por qué ser una quimera. Sofía opinaba lo contrario.
—Le pidió a Dolores la separación, a pesar de echarse a mi madre en contra. Y lo ha hecho porque vos regresaste. Él no quiere ninguna amistad con vos, Francesca. Él te quiere como su mujer.
—Eso no puede ser.
—Entonces, te ruego que seas clara con él y no lo ilusiones. Se fue a Pergamino creyendo que, a su regreso, le darás el sí.
—¿Cómo van tus cosas con Nando?
—Viento en popa.
Al menos Sofía era feliz. Quizá no debía desanimarse por completo, tal vez la vida se trataba de eso, de ciclos, algunos felices, otros amargos. Ella vivía su peor momento; ya vendría un tiempo mejor. A veces la asaltaba la urgencia de abandonar Córdoba nuevamente. Su espíritu inquieto se sentía prisionero en un sitio que no tenía mucho para brindarle. Los meses en el extranjero y las experiencias vividas la habían vuelto exigente. No se conformaba con la quietud y la vida rutinaria de Córdoba; la encontraba acotada y aburrida, colonial y austera, conservadora y cruel. Empezó a meditar seriamente en mudarse a Buenos Aires. Lo comentó con su tío Fredo.
—Creí que estabas conforme con tu trabajo en el periódico —se decepcionó—. Ahora que ya has publicado tu primer artículo y has recibido una buena crítica, pensé que querías dedicarte a esto.
—Quiero dedicarme a esto —ratificó Francesca—, sólo que no aquí. Córdoba me ahoga, tío. No me siento a gusto.
—Es por Aldo, que ha comenzado a perseguirte de nuevo, ¿verdad?
—En absoluto. Es por mí.
—No sé cómo lo tomará tu madre.
—Vos la convencés de cualquier cosa —aseguró Francesca, risueña—. Nadie tiene una ascendencia sobre ella como la que vos tenés.
—¿Qué decís? —se incomodó Fredo—. ¿Yo, una ascendencia sobre tu madre?
—Sí. ¿Acaso no te has fijado que todo lo que Alfredo dice es palabra santa? ¿No te has fijado la cara de boba que pone cuando te ve y con la cara de boba con que te escucha hablar? Yo creo que está enamorada de vos.
—¡Francesca! —se escandalizó Visconti.
—Es lo que creo.
—¿De veras te parece que ella… bueno… que tu madre se ha fijado en mí?
—Sólo un ciego no lo vería.