Un nauseabundo olor a aceite rancio y a goma quemada le inundaban la nariz y le recrudecían el mareo. Sentía las manos entumecidas y las muñecas doloridas. Tenía las piernas recogidas y pegadas al estómago, ateridas y yertas. Trató de moverlas, y un dolor agudo la surcó desde la punta del pie hasta la ingle. La abrumadora oscuridad de la habitación le impedía ver dónde se hallaba. En la cama evidentemente no; tal vez se había caído al suelo. La pluma, las gotas de tinta, el déshabillé manchado. Los difuminados recuerdos centelleaban en medio de la confusión. Trató de levantarse, pero no consiguió separar las manos ni las piernas y, al tratar de articularlas, sólo consiguió una nueva oleada de dolor. Se mecía acompasadamente; por momentos se detenía para retomar un segundo después con un movimiento brusco.
Francesca, atada de pies y manos, con los ojos vendados, se hallaba en el piso de la parte trasera de un jeep viejo y sucio, camino al lugar donde sus captores habían decidido mantenerla prisionera. Sólo advertía la sequedad en la garganta, el martirio en tobillos y muñecas y el calor agobiante. Gotas de sudor le recorrían el pecho y se le perdían en el vientre, pero ella no las notaba y, sumida en una telaraña de imágenes, seguía creyendo que aún estaba en la embajada. «Tengo mucha sed», pensó, e intentó alcanzar un vaso con agua que Sara le dejaba cada noche en la mesa de luz. Le vino a la mente Antonina y la discusión telefónica de esa tarde.
—Mamma… —pronunció en voz alta, y tembló a causa del dolor de garganta que le significó el esfuerzo.
—Está despertando —dijo una voz en árabe.
—Aplícale la dosis —ordenó otra más intimidante.
—Ya está muy drogada. No podría matar ni a una mosca.
—Haz lo que te digo.
El hombre sentado al lado del conductor tomó una jeringa de una cajita metálica, le quitó el capuchón plateado e inyectó en el antebrazo a Francesca, que, al cabo de unos minutos, volvió a sumergirse en un mundo ininteligible de sueños extraños.
Camino a la embajada, entre Jacques y Mauricio expusieron a Kamal los confusos hechos que llevaban a pensar que Francesca había sido secuestrada.
—Esta mañana —expresó Dubois—, Sara, el ama de llaves, notó su ausencia y fue a su dormitorio, donde encontró la cama tendida y la luz del tocador encendida. Le resultó extraño y comenzó a buscarla por la casa, de donde nadie la había visto salir. Kasem, uno de los chóferes, aseguró que él se había levantado muy temprano y que Francesca no había aparecido por la cocina o la zona de servicio.
—¿Y el tal Malik? —interrumpió Kamal—. ¿Que ha pasado con él?
—Ahí, creemos, está el meollo del asunto —manifestó Méchin— pues Malik tampoco aparece y nadie lo ha visto salir de la embajada. De hecho, el automóvil que tiene asignado está en el garaje como de costumbre.
—Además —retomó Dubois—, lo que contó Sara es más que sospechoso. Ayer Francesca, tras una discusión telefónica con su madre, se pasó la tarde llorando. Después, al saber de tu regreso, se alteró sobremanera y no conseguía dormir. Ella le ofreció una manzanilla para tranquilizarla y, al llegar a la cocina, se encontró con Malik, a quien asegura haber notado inusualmente nervioso. Mientras Sara preparaba el té —prosiguió Mauricio—, Malik le aseguró que la llamaban y ella, durante algunos minutos, se ausentó de la cocina para atender una llamada que no existía. Al regresar, Malik ya no estaba. No notó nada extraño. Terminó de preparar el té y lo llevó a la recámara de Francesca. Esa fue la última vez que la vio. Tu tío Abdullah mandó analizar los restos de la camomila, pues suponemos que Malik vertió algún somnífero para sacar a Francesca de la embajada.
—Creemos que la sacó por la parte trasera —apuntó Dubois—. El guardia confesó que durmió gran parte de la noche, cosa inusual en él, pues es uno de los mejores que tenemos. Estamos casi seguros que él también fue narcotizado, pues bebió un café que Malik le llevó hasta la garita con la excusa de un poco de conversación y compañía.
—Pues bien, no hay dudas: Malik la entregó —dictaminó Kamal—. Mauricio, de inmediato, llévame a la oficina de mi tío Abdullah.
—Ahora nos dirigimos a la embajada —intervino Méchin—, ahí nos esperan tu asistente, Ahmed Yamani, y tu tío Abdullah, que ya ha tomado cartas en el asunto y está realizando algunas investigaciones.
En la embajada encontraron a Abdullah Al-Saud, jefe de los servicios secretos de Arabia, impartiendo órdenes a dos especialistas que atiborraban de cables y aparatos el despacho de Mauricio Dubois. Ahmed Yamani interrogaba por enésima vez a Sara, quien, pese a la abaaya, dejaba entrever su desconsuelo y miedo.
—Fue él, señor —aseguró la argelina—, fue Malik. Es un hombre raro y nunca vio con buenos ojos a Francesca. Fue él, él la secuestró.
—Está bien, Sara, vaya.
La argelina intentó decir algo, pero se arrepintió y guardó silencio. Kamal, aún de pie en la entrada, la siguió con la vista hasta que la mujer se perdió en un recodo del pasillo. Volvió la mirada al interior del despacho y observó a su tío, enfrascado en las directivas que impartía para conectar la grabadora al teléfono; a Yamani, que miraba con fijeza el piso y se acariciaba el mentón; a Méchin, que conversaba con Dubois, pálido y descompuesto. Se preguntó por dónde comenzar. ¿O sólo restaba afrontar una agónica espera en tanto los secuestradores se ponían en contacto?
—Despide a tus hombres, tío —ordenó Kamal en francés, y Abdullah indicó a los técnicos que dejaran la oficina.
Kamal cerró la puerta tras los especialistas y avanzó hacia el centro del salón. El resto lo miraba con fijeza y, aunque esperaban una palabra suya, cuando por fin habló, la voz de trueno que inundó la habitación les conmocionó los ánimos crispados.
—¿Se informó a Saud de esto? —inquirió Kamal.
—Todavía no —respondió Abdullah—. Tu hermano no se encuentra en Riad; partió ayer a Grecia donde pasará unos días en su palacio de la isla del mar Egeo.
—Bien —dijo Kamal, en tono bajo y duro—. ¿Y el ministro Tariki?
—Hace dos días partió a Ginebra, por asuntos de la OPEP.
—Mejor así —aseguró—. Que no se informe de esto a nadie hasta que yo lo autorice. Y tú, Mauricio, ¿diste parte a las autoridades argentinas?
—No, aún no.
—Perfecto. Y no lo harás por el momento.
—No puedo, Kamal —se opuso Dubois—. Debo hacerlo, debo dar aviso —agregó, con gesto pusilánime—. El secuestro de un miembro de la embajada es un hecho de extrema gravedad. El canciller no debe permanecer ajeno a esto. ¿Qué sucedería si Francesca…? ¡Esto es gravísimo! —prorrumpió, y todos pensaron que perdería el control.
Kamal se acercó a su amigo con presteza y le puso una mano sobre el hombro.
—La encontraré, Mauricio, te lo prometo. Nadie me arrebatará a Francesca, te lo aseguro. Ni a ella, ni al hijo mío que lleva en el vientre.
—¿El hijo que lleva en el vientre? —acertó a repetir Méchin.
—Francesca está embarazada. Y como que Alá es mi Dios, los recuperaré. Pero necesito tiempo, Mauricio; te pido setenta y dos horas. No des aún aviso a la Cancillería de tu país. Te juro que la encontraré. Si hacemos pública su desaparición, quizá la maten. Debemos manejarnos con cautela y, por sobre todo, con extrema reserva.
Se produjo un silencio mientras aguardaban la respuesta de Dubois, que sólo asintió con la cabeza para, de inmediato, echarse en el sofá y cubrirse el rostro con las manos. Ahmed Yamani le acercó una taza de café y se sentó a su lado. Méchin, en cambio, se alejó en dirección a la ventana, donde se quedó meditabundo con la vista fija en el parque de la embajada, seguro de que la decisión de Mauricio era errónea. Kamal, que no reparó en el derrumbe de su amigo ni en la palmaria disconformidad de Méchin, se encaminó al escritorio y tomó una fotografía de Malik.
—Tío —dijo—, quiero conocer los antecedentes de este hombre.
—Antes de que llegaras, hice una llamada a un contacto en la CIA, pues quiero confirmar algunas sospechas. Prometió llamarme en breve. Por ahora te puedo adelantar que, según nuestros archivos, Malik bin Kalem Mubarak no es justamente un ángel: de ideas extremistas hasta la demencia, durante la década pasada mantuvo contacto con la secta terrorista Yihad. He dado orden de captura contra él. También he dispuesto el cierre de los aeropuertos y del puerto de Jeddah. En las carreteras y en las fronteras, mis agentes están controlando cuanto vehículo transita.
—¿Crees que ya la hayan sacado del país? —habló Méchin.
—No lo sé. La verdad es que han tenido tiempo suficiente para hacerlo, si, como creemos, fue secuestrada entre las once y la una de la mañana. Además, es sabido que por el norte, en la frontera con Irak y Jordania, hay grandes extensiones de desierto que nadie controla. Por allí podrían huir de Arabia sin ser vistos ni dejar rastro.
—Eso es imposible —intervino Ahmed Yamani—. Ni los beduinos se aventuran en esa región. Es casi tan inhóspita como el desierto Rub Al Khali, prácticamente inaccesible para el hombre. Morirían en el intento.
—Es cierto —acordó Abdullah—, pero hay quienes lo han logrado.
El jeep alcanzó el norte del reino saudí alrededor del mediodía, cuando el sol calcinante y el viento voraz, en complicidad con la arena, tornaban casi imposible la vida. El-Haddar y Abdel, los fieles guardaespaldas del rey Saud, se embozaron cuidadosamente y descendieron del vehículo.
—Dijeron que vendrían a buscarnos a las doce —se quejó Abdel, a quien, desde un principio, el encargo no le había gustado en absoluto.
—Aún no son las doce —argumentó El-Haddar—. Vamos, volvamos al auto, casi no puedo respirar con esta ventisca.
—¿Y si no vienen a buscarnos? —se inquietó Abdel—. Moriremos como ratas asadas, no tenemos suficiente combustible para alcanzar ninguna población.
—¡Cállate, pájaro de mal agüero! —se enfureció El-Haddar—. Tienen que venir a buscarnos: nosotros tenemos la mercancía que les interesa.
—Te equivocas —aseguró Abdel—: la muchacha ya no les interesa. Lo único que querían era que desapareciera para poder reclamar el rescate. Si de todas formas van a matarla, ¿qué mejor que librarse de ella sin tener que tomarse la molestia de tocarle un pelo?
El-Haddar aceptó lo acertado de la teoría de su compañero, pero se cuidó de manifestárselo y refunfuñó como solía hacer cuando ya no deseaba escucharlo. Abdel, más cauto y reflexivo, en ocasiones se tornaba una molestia, siempre con escrúpulos y miramientos; no obstante, El-Haddar lo respetaba como hombre y lo quería como amigo. Se conocían desde la adolescencia, cuando juntos habían prestado servicios en el ejército del rey Abdul Aziz. Tiempo después, el arrojo y la lealtad los posicionaron en un lugar de privilegio, y se convirtieron en los hombres de confianza del amo y señor de Arabia Saudí. Antes de morir, Abdul Aziz los había mandado llamar a Taif, donde les hizo jurar que serían tan fieles a su hijo Saud como lo habían sido con él.
—Saud no tiene las condiciones de un buen rey —les había confesado, ya postrado en su lecho de muerte—. Ustedes, junto a mí, han aprendido el modo en que debe actuar un rey. Serán para mi hijo los visires más importantes en tanto lo guiarán de acuerdo a mis cánones y costumbres. Le serán fieles y colaborarán con él en todo aquello que sirva para preservarlo en el trono y salvar la grandeza y gloria de Arabia. ¡Alá todopoderoso sea loado! —exclamó, antes de despedirlos.
Ellos mantenían la promesa hecha casi diez años atrás, pese a que nunca había resultado empresa fácil. Saud era un hombre caprichoso e irritable, con más vicios que virtudes, preocupado por su calidad y estilo de vida, alejado de las necesidades del pueblo. Las consecuencias de su gestión se hallaban a la vista: desde hacía tiempo, problemas de toda índole acuciaban al reino, en especial los de origen económico, raíz de los demás. Al igual que la familia, Abdel y El-Haddar sabían que era a Kamal a quien Abdul Aziz habría cedido el trono. Sin embargo, la juventud del predilecto y el respeto a la Shariyá, la ley que asegura el trono al primogénito, habían empujado a Abdul Aziz a declarar a Saud su sucesor.
Abdel y El-Haddar habían llegado a querer y a respetar a Kamal Al-Saud tanto como a su padre. Desde pequeño, el príncipe había demostrado una naturaleza benévola y un espíritu de hierro y, aunque alejado del reino muchos años a causa de su educación en Europa, nunca olvidó sus raíces ni a su pueblo. Era un hombre al que se respetaba y admiraba con facilidad, reconocido por todos como el verdadero heredero de los atributos y cualidades del padre, poseedor de su tenacidad e inteligencia, del mismo gesto serio y reservado, de la sonrisa retaceada, del tono bajo de voz y de ese aire de orgullo carente de vanidad. La familia en pleno lo veneraba; su hermano Saud, en cambio, experimentaba por él un resentimiento tan acendrado que se justificaba simplemente con la envidia y los celos. De todos modos, Kamal se había equivocado al comprometerse con una occidental; peor aún, se había metido en un gran lío al hacerle un hijo. ¿Estaría realmente embarazada? Lucía tan delgada que resultaba difícil de creer. ¿Malik no se equivocaría en ese punto? Aunque se había mostrado convincente al informárselos. De todos modos, debían salvar al príncipe Kamal del influjo diabólico de esa mujer y al mismo tiempo preservar el buen nombre de los Al-Saud. Abdel, no obstante, dirigió su mirada una vez más a Francesca y la encontró muy distinta a la imagen de mujer libidinosa y viciosa que les habían pintado. Por el contrario, se admiró de su belleza angelical y apacible y, en especial, de la blancura y tersura de su piel, a la cual no pudo resistirse, y le tocó la mejilla.
—Está ardiendo en fiebre —dijo, asustado.
—¿Y qué importa? —replicó El-Haddar, sin apartar la vista del horizonte—. ¡Escucha! —exclamó a continuación y, a poco, divisaron una avioneta—. Son ellos.
La avioneta aterrizó minutos más tarde. Descendieron dos hombres y, con pocas palabras y gestos imperturbables, dispusieron el traspaso de Francesca. Uno de ellos la tomó en brazos y la colocó en la cabina; el otro entregó un bidón de combustible a El-Haddar que lo echó en el tanque con la ayuda de un embudo. La avioneta puso en marcha sus hélices al tiempo que El-Haddar arrancaba el jeep y emprendía el regreso.
Durante los primeros kilómetros, Abdel se mantuvo taciturno y callado pensando en la muchacha argentina. Recordó su figura laxa que pendía en la espalda de ese oso y se compadeció. «¡Qué hermosa es!», pensó. «Como una hurí», se dijo embelesado, y comprendió el sortilegio que había encantado al príncipe Kamal. No lograba quitarse de la mente sus facciones tan blancas y su cabello tan renegrido y espeso. «¿Qué hago aquí?», se preguntó con amargura al verse en ese jeep, en medio del desierto. En una fracción de segundo, una tormenta de ideas lo confundió: la promesa hecha al gran Abdul Aziz, la fidelidad que le debía al rey Saud, el porvenir de su amada Arabia, la admiración y respeto que sentía por el príncipe Kamal y el rostro angelical de la muchacha que, según decían, sería su perdición.
Kamal apretó la mandíbula para sofocar el temblor que le recorrió el cuerpo. Lo aturdía pensar que Francesca se encontraba en manos de insensibles delincuentes, no soportaba la idea de que la tocaran, menos aún de que la dañaran. «Francesca mía», farfulló entre dientes. Sus gritos imaginarios le arrancaron lágrimas de rabia e impotencia; se sintió mareado, la respiración se le fatigó y buscó apoyo en la pared.
—Vamos —lo alentó Jacques Méchin, y le palmeó el hombro—. Verás que la recuperaremos sana y salva, a ella y a tu hijo.
Kamal, abismado en la mirada paternal de Méchin, se dijo que habría preferido encontrar en los ojos grises del francés el reproche que merecía, porque quién, si no él, debía cargar con la culpa de esa desgracia. Repasó las caras de los hombres que lo circundaban: la de su tío Abdullah, que se empeñaba en llamadas telefónicas sin mayores resultados; la de su amigo de la infancia, Mauricio Dubois, que continuaba desmadejado en el sofá; la de su fiel asistente, Ahmed Yamani, que interrogaba a Kasem; por último, volvió a la de su tutor, su maestro, el amigo de su padre, Jacques Méchin, y recordó, en una fracción de segundo, los argumentos que todos y cada uno de ellos habían esgrimido para que terminara su relación con Francesca De Gecco.
Se escuchó el timbre del teléfono y Kamal se abalanzó. Era el doctor Al-Zaki, médico de la familia, al cual se le habían confiado los restos de manzanilla y de café para que identificara en el laboratorio de su clínica la presencia de alguna droga somnífera.
—Comuníqueme a mí los resultados del análisis —ordenó Kamal, y el doctor Al-Zaki habló sin hesitar.
—Hemos hallado el mismo potente somnífero tanto en la manzanilla como en el café. Se trata de una droga no utilizada en Arabia, aunque resulta posible encontrarla en Europa, donde su administración es estrictamente controlada a causa de su potente capacidad narcótica y sus consecuencias colaterales.
—¿Podría suministrarse a una mujer embarazada?
—Definitivamente no.
Kamal colgó el teléfono y permaneció con la vista perdida durante algunos segundos.
—Al-Zaki encontró el mismo somnífero tanto en el té de Francesca como en el café que bebió el guardia —informó—. Un somnífero que es imposible obtener en Arabia.
Para Abdullah, la existencia de aquel narcótico era la confirmación que esperaba: Francesca había sido secuestrada, pues si bien desde un principio se inclinaba por esa posibilidad, en ningún momento había abandonado la idea de una posible fuga voluntaria. La muchacha, arrepentida de la relación con Kamal, podría haber preferido huir a enfrentarlo.
Kasem llamó a la puerta y entregó un télex a Abdullah, que le dio un rápido vistazo antes de hablar.
—Es la información que esperaba de mi contacto en la CIA, y confirma algunos de los datos que ya manejábamos: «Kateb bin Salmún, alias Malik bin Kalem Mubarak, nacido en Yanbú Al Bahr en marzo de 1919, hijo de alfareros, fanáticos practicantes de las dogmas wahabitas, participó activamente en la secta terrorista bajo el mando del extremista Abu Bark, cuyo verdadero nombre aún no se ha podido identificar. Después de la desintegración de este grupo islámico extremista, no se ha vuelto a saber de la mayoría de sus componentes».
—¡Un hombre con esos antecedentes trabajando en mi embajada! —se alarmó Dubois.
—¿Cómo entró a formar parte de la nómina de personal? —quiso saber Yamani.
—Pues llegó con una carta de recomendación del secretario privado del rey Saud —expresó.
Dubois buscó la mirada de Al-Saud y lo encontró ensimismado en el télex, aparentemente ajeno a cuanto se decía. El resto, en cambio, se mostró sorprendido por la revelación. Se preguntó si acaso sospechaban del propio rey Saud. Ciertamente la armonía y la afabilidad no habían caracterizado la relación entre él y Kamal, pero suponer que Saud ensuciaría su reputación, poniendo en riesgo todo cuanto poseía, para hacer daño a la amante de su hermano le resultaba imposible.
—¿Quién es ese tal Abu Bark? ¿Quién se hace llamar con el nombre del suegro del Profeta? —preguntó Yamani, demasiado joven para conocerlo.
Abdullah tomó la palabra y expuso los datos más relevantes del temido grupo extremista Yihad, comandado por Abu Bark, que aseguraba descender del propio Mahoma.
—Que Abu Bark es el hombre más buscado por la CIA, el MI5 británico, el SDECE francés y el Mosad no es ninguna novedad —dijo—. Según sabemos —añadió—, es un fanático, sumamente inteligente y audaz. A fines de la década de 1950 se pensaba que Abu Bark había muerto, pero meses atrás, el MI5 lo ubicó en un suburbio de El Cairo, donde habitaba con un grupo de hombres en un viejo casón. Cuando allanaron el casón, no encontraron a nadie, excepto una fortuna en armamento. Se supone que fueron advertidos en el último momento del asalto emprendido entre las fuerzas policiales egipcias y la Inteligencia Británica; en caso contrario, habrían podido abandonar el escondite llevándose consigo aquella cantidad de armas y municiones por valor de varios millones de dólares.
—Está completamente loco —aportó Jacques Méchin—. Asegura que habla con el ángel Gabriel, quien le dice lo que tiene que hacer para preservar al Islam en el mundo. Su objetivo es acabar con Occidente, en especial con los judíos.
—¿Y ustedes piensan que ese tipo es quien retiene a Francesca? —preguntó Dubois.
—Alá, en su infinita bondad, no lo permita, Mauricio —deseó Abdullah—. El sujeto es un demente. Ya le han adjudicado varios atentados y, en caso de secuestros, las víctimas nunca regresaron con vida, aun habiendo pagado el rescate.
Tres horas más tarde del despegue, después de sobrevolar una distancia que sólo reveló dunas y peñascos, la avioneta aterrizó en un paraje desolado. El acompañante del piloto, un hombre fornido, completamente calvo, de mirada aviesa y entrecejo siempre fruncido, tomó a Francesca, la acomodó sobre sus hombros y abandonó la cabina. Lo siguió otro hombre de aspecto menos amenazante si no se lo miraba fijamente a los ojos, pues, al hacerlo, se descubría que allí se concentraba toda la maldad de la que era capaz.
El piloto puso en marcha la avioneta y despegó un momento después. Los dos terroristas, con Francesca a cuestas, emprendieron la marcha en medio de ese mar de arena. Tras una elevada duna plagada de maleza y superada con dificultad, encontraron una extensión que rompía la uniformidad del desierto gracias a unas imponentes cadenas de riscos de notable belleza, cuyos estratos de piedra caliza variaban del amarillo pálido al rojo intenso. Caminaron en dirección a las estribaciones siguiendo el curso de un uadi. Debieron escalar algunos metros entre peñascos de piedra abrupta que lastimaba los pies, protegidos sólo por sandalias de cuero. El que cargaba a Francesca, a pesar de su tamaño y el peso adicional, trepaba con la agilidad de una cabra y pronto alcanzó una hendidura mimetizada en la roca; el otro lo siguió prestamente. Se trataba de un sitio oscuro y húmedo a causa del uadi, que se abría paso entre las rocas y cruzaba al otro lado. Después de algunos metros recorridos casi a ciegas, las paredes escarpadas comenzaban a separarse en lo alto, el aire se tornaba respirable, el piso se volvía mórbido gracias a la arena y una tenue luminosidad indicaba la existencia de una salida. Finalmente, después de una pronunciada curva y a través de una grieta angosta en la roca, se recibía el primer vistazo de algo maravilloso e increíble: la fachada de un templo magnífico esculpida en la ladera de la montaña, increíblemente bien preservada más allá del tiempo y de la erosión. Resultaban sorprendentes las columnas de fuste liso, los capiteles de hojas de palmeras, los frontispicios embellecidos con bajorrelieves y esculturas. Se trataba de la legendaria Petra, misteriosa ciudad de piedra oculta entre unos riscos al sudoeste de Jordania, una gema de roca caliza construida en medio de la soledad aplastante de las arenas del desierto, cuyos magníficos templos y palacios colmados de tesoros no podían compararse a los de ningún otro reino. La antigua civilización árabe de los nabateos, a la cual se referían en la antigüedad como «la predilecta de Alá», había diseñado y esculpido con maestría incomparable fachadas ricamente ornamentadas con columnas, frontispicios y esculturas siglos antes del nacimiento del profeta Mahoma.
Por fin, emergieron del túnel y el resto de la ciudad se presentó ante los ojos desorbitados del hombre menudo; el otro caminaba con la vista fija en el suelo, concentrado en el esfuerzo pues la faena comenzaba a pesarle.
—Tengo entendido —dijo— que este lugar es tan viejo como el tiempo. ¿Qué es eso? —preguntó, al tiempo que señalaba la construcción más imponente.
—Lo llaman Khazneh —respondió el corpulento—. Es el antiguo templo de los nabateos, donde, se supone, protegían sus tesoros. Más allá, hacia la izquierda, está el anfiteatro.
—¿Y esos nichos en las paredes? —siguió indagando, ante la visión de cientos de huecos que tachonaban las laderas circundantes.
—Son tumbas. Petra es, sobre todo, un gran cementerio —dijo, y avanzó hacia el Khazneh—. ¡Vamos! —ordenó, desde la entrada del templo.
El interior del Khazneh, tan desprovisto de ornamentación como abarrotada se hallaba la fachada, impresionaba igualmente debido a la extrema minuciosidad con la cual había sido horadado el corazón de la montaña para abrir una inmensa sala cuadrada de más de cincuenta metros de altura, la cual habría sido fácilmente escalable debido a las salientes. Cerca de una de las aristas interiores, el gigante metió la mano en un hueco y accionó un mecanismo. Una piedra angosta, de escasa altura, se corrió hacia la derecha y reveló un pasadizo por donde se evadieron.
Teas empotradas en los orificios de las paredes conferían una tonalidad alazana al corredor, un aspecto fantasmagórico también en el juego de luces y sombras. El camino se bifurcaba continuamente y el gigante tomaba por una u otra senda sin dudar. El suelo, hasta ese momento blando gracias a la arena, se tornó pedregoso y les anticipó que se avecinaba un cambio. Metros después, el pasadizo terminó en una escalera angosta y vertiginosa, tallada en la misma roca. Cada hombre arrancó una antorcha de la pared y guió los pasos sobre los escalones desparejos. El más corpulento bajó rápidamente los últimos peldaños y abrió una puerta de madera por donde filtró la luz de la estancia contigua. Inclinaron la cabeza para no chocar con el marco superior de medio punto y entraron en un recinto abovedado que distribuía cuatro pasadizos tan oscuros e insondables como el que acababan de atravesar.
—Por aquí —indicó el gigante, y se evadieron por una entrada donde no tardaron en cruzarse con otros hombres que ostentaban sus metralletas y cuchillos sin comedimientos. Allí abajo encontraron tanta vida y movimiento como soledad y silencio en el exterior.
A ese punto, cualquiera habría perdido el sentido de la orientación. Aquel laberinto, que se abría paso a través de la roca hasta adentrarse en el corazón de la montaña, resultaba un escondite infranqueable para el hombre más buscado por los gobiernos occidentales.
—Pasa —indicó el gigante, y señaló una de las puertas apostadas al costado del corredor—. El jefe te está esperando. Yo llevaré a la mujer a una celda.
La recámara tenía las paredes cubiertas con lienzos de coloridos admirables y el suelo, con alfombras de lana de cabra cachemira. Apoltronado en medio de cojines, con el tubo del narguile entre los labios, se hallaba Abu Bark, un hombre de aspecto inofensivo, cuyo rostro, cubierto por una lánguida y descuidada barba negra, acentuaba su aire de inocencia gracias a un par de lentes que le empequeñecían aún más los ojos.
—Señor —dijo el recién llegado, y se inclinó con respeto.
Hacía meses que no se veían. Después de la redada en El Cairo, habían decidido separarse para dificultar el rastreo.
—Llegas tarde, Bandar. ¿Dónde está Yaman?
—Fue a dejar a la mujer en una celda.
Abu Bark sonrió satisfecho y volvió a succionar el narguile. El más famoso Abu Bark de la historia islámica era el suegro y amigo íntimo de Mahoma, que a la muerte del Profeta en el año 632 se convirtió en el primer califa árabe al recibir la misión de continuar su obra. Por eso, aquel extraño hombre recostado entre finos almohadones, cuyo verdadero nombre nadie conocía a ciencia cierta, había adoptado por seudónimo Abu Bark, convencido de ser parte de la dinastía de Mahoma y responsable de un legado especial: preservar al Islam del mismo modo que lo había hecho aquel primer caudillo mahometano. Aseguraba que a la edad de veinte años Mahoma y el arcángel Gabriel se le habían presentado para encomendarle que resguardara al Islam del demonio que lo acechaba: Occidente. «¿Y quién es Occidente, mi Señor?», había preguntado el joven Abu Bark. «Los sionistas», había sido la respuesta del Profeta.
En 1948 había iniciado su Yihad, su Guerra Santa, en la que Israel, el joven estado creado por el establishment de Occidente, representaba el objetivo último en su sed de destrucción. Para ello, las armas se convertían en un tesoro preciado. Desde la bomba de Hiroshima, la tecnología avanzaba a pasos agigantados y podían conseguirse verdaderos prodigios de la armamentística. Pero eran necesarias toneladas de dinero y, si bien él contaba con el apoyo económico de algunas multinacionales del petróleo, interesadas en mantener distraídos y sojuzgados a los pueblos árabes con desgastantes luchas intestinas mientras ellos saqueaban el petróleo a dos dólares el barril, la celada que le habían tendido en El Cairo y por la cual había perdido un arsenal valorado en 20 millones de dólares, lo había dejado casi en la bancarrota. La posibilidad de pedir un suculento rescate por la amante de uno de los hombres más ricos del mundo era algo que Abu Bark no dejaría escapar. Además, siendo una occidental, él mismo se daría el gusto de estrangularla.
—Este lugar es perfecto —comentó Bandar—. Mucho mejor que el de El Cairo. —Abu Bark no hizo comentario alguno y Bandar prosiguió—: La mujer está muy drogada. Temo que muera de sobredosis antes de hacer la primera llamada a la embajada argentina.
—Manden despertarla un poco antes de la llamada. Tenemos métodos eficaces para ello. ¿Se confirmó la información del embarazo?
—Sí, Malik la confirmó. Fadhir estuvo con él en Riad.
—Está bien, mañana estableceremos el primer contacto con el príncipe Al-Saud.
—¿El príncipe Al-Saud? ¿Cuál de ellos?
—Kamal Al-Saud —replicó Abu Bark.
—¿Qué tiene que ver el príncipe Kamal en todo esto? ¿No deberíamos pedir rescate a la embajada?
—Bandar —dijo Abu Bark, con acento benevolente—, quien pague el rescate me tiene sin cuidado. El dinero puede salir de la fortuna incalculable del príncipe Al-Saud o del Estado argentino; a mí me sirven cualquiera de los dos. Lo único que debe quedar claro es que será el príncipe Kamal Al-Saud quien lo entregue en el lugar y en el momento en que nosotros indiquemos.
—La orden es matar al príncipe Kamal —dedujo Bandar, y Abu Bark asintió—. ¿Por qué?
—El rey Saud necesita hacerlo a un lado sin levantar sospechas.
—Entiendo. Un secuestro con pedido de rescate pudo haber sido planeado por delincuentes comunes, y no existirá razón para que se sospechen motivos políticos —añadió Bandar, y su jefe asintió.
—Durante el pago del rescate —retomó Abu Bark— algo no sale como lo previsto y la muerte del príncipe es la lamentable consecuencia. El rey Saud lo hace para conservar el trono. Yo, en cambio, lo hago por dinero y para liberar al mundo islámico de un traidor. Sí, un traidor —reiteró, y abandonó el gesto apacible—: El príncipe Kamal está en conversaciones con Estados Unidos para llevar adelante su proyecto de gobierno. Y, ¿quiénes son los Estados Unidos sino la cuna misma del sionismo? Debes saber, Bandar: la ciudad más densamente poblada de judíos en el mundo es Nueva York. No permitiré que esos bastardos penetren en la casa Al-Saud. Y lograré terminar con esa afición estúpida que el pueblo siente por ese traidor, pues para la Historia el príncipe Kamal se habrá inmolado inútilmente por su amante cristiana, sin pensar en Arabia ni en sus deberes para con el Islam. ¡Es la voluntad de Alá! Ahora vete, Bandar, y déjame solo.
Francesca despertó con dificultad, los párpados le pesaban y un sopor incontrolable le gobernaba el cuerpo, en especial la cabeza, que parecía hundirse en el colchón. Le entraron náuseas y comenzó a hacer arcadas. Tanteó en busca de la lámpara, pero, aunque se estiraba, no lograba alcanzar el interruptor. La cama solía ser mullida y fragrante; ahora, en cambio, le dolía la espalda y un olor hediondo la sofocaba. «Por suerte es una pesadilla», pensó, confortada con la idea de que vería a Kamal al día siguiente. «Es una pesadilla», repitió, aunque la sed que le volvía pastosa la boca resultaba tan real como irreal aquel mal sueño.
—Sara —susurró, pero el esfuerzo le arrancó lágrimas de dolor, tan seca y lastimada tenía la garganta—. Agua —insistió, con un hilo de voz.
«Esto no es una pesadilla», se dijo, y el pánico le golpeó el pecho. Se incorporó lentamente, cada movimiento acentuaba las náuseas y el dolor de cabeza. Se sentó en el borde de aquello que definitivamente no era su cama sino una especie de catre maloliente y duro. En la pared opuesta distinguió una abertura por donde filtraba luz. El deseo de respirar una bocanada de aire fresco la ayudó a ponerse de pie y guió sus pasos inseguros. Debía llegar hasta allí, debía pedir ayuda, necesitaba beber un vaso de agua.
La abertura, un ventanuco parte de una puerta de madera, le reveló, a través de sus barrotes de hierro, un sitio sórdido y lóbrego, cavernoso e increíble, un lugar quimérico, escenario ideal para cuentos de dragones, fantasmas y duendes. «Me estoy volviendo loca», aseguró, aferrada a las rejas del ventanuco para no caer.
—¡Auxilio! —gritó, y su voz se repitió como eco en los túneles del laberinto.
Apareció un árabe, alto y robusto, de labios gruesos y ojos saltones. Llevaba un alfanje en el cinto y una ametralladora corta en bandolera sobre el pecho. Acercó la cara al ventanuco y le habló de mal modo.
—Agua, por favor —pidió ella, pero sólo obtuvo gritos y amenazas en aquella lengua cacofónica y dura—. ¿Dónde estoy? ¡Por favor, dígame dónde estoy!
El árabe asestó un puntapié a la puerta y Francesca cayó al suelo, donde perdió el conocimiento segundos después.
Kamal se desesperaba ante el transcurso irremediable de las horas. Perdería la cordura si no hacía algo. No soportaba la idea de sentarse en el cómodo sofá cuando Francesca podía estar sufriendo todo tipo de maltratos y carencias. No comía ni bebía, seguro de que ella tampoco lo hacía. No fumaba, como castigo. Sí, castigo, porque él era el culpable de aquella desgracia, él que la había expuesto a los odios, celos e intereses de su familia, a la atávica incomprensión e intolerancia entre cristianos e islámicos, a prejuicios religiosos y raciales. Él, que no había escuchado a ninguno de sus amigos cuando le advirtieron el peligro que la acechaba. Él, que la había deseado con egoísmo, y que en su ansiedad por poseerla, quizá se convertiría en el principal culpable de su muerte. ¡Su pequeña y dulce Francesca no moriría! No ella, tan ajena a los intereses económicos, a los prejuicios, al odio. ¿Qué sabía ella del odio si era apenas una niña? No la había protegido suficientemente; debió haberla llevado consigo, jamás debió dejarla en Arabia. Pensó en su hijo, el hijo de él y de Francesca, el fruto de un amor inmenso. «Alá, que en tu inconmensurable omnipotencia todo lo puedes, no permitas que muera, no ella, la madre de mi primogénito. Tómame a mí a cambio. ¡Oh, gran Alá! Yo soy el verdadero culpable. Castígame a mí, no a ellos», rezó silenciosamente.
—¡Ya es de noche! —explotó, y asestó un golpe sobre el escritorio—. ¡Han pasado casi veinticuatro horas y todavía nada!
—Cálmate —le pidió Abdullah—. Hacemos todo lo posible. Están rastrillando el país de norte a sur, de este a oeste.
Alguien llamó a la puerta, un hombre de la Secretaría de Inteligencia que traía la noticia de la captura de Malik bin Kalem Mubarak.
—¿Y la muchacha? —saltó Kamal.
—De ella nada, su majestad. Kalem Mubarak se hallaba solo. Lo interceptaron en las afueras de Al Bir, en dirección al norte.
—Eso es casi en la frontera con Jordania —acotó Méchin.
—Así es —confirmó el agente especial—. Creemos que trataba de dejar el país.
—¿Dónde lo tienen?
—En dos horas aterrizará el avión que lo trae a Riad.
—Bien —dijo Abdullah—. Avise al comandante a cargo del traslado que quiero a Kalem Mubarak en el calabozo del viejo palacio en cuanto lleguen a Riad.
El agente especial abandonó el despacho de Dubois. Había una atmósfera extraña en el ambiente, mezcla de excitación por el hallazgo de Malik y desánimo por el hecho de que Francesca no se encontrara con él. Las dudas arreciaban el interior de cada uno de ellos y precipitaban respuestas que se negaban a aceptar.
—Debo ir al palacio —anunció Abdullah—. Quiero estar presente en el interrogatorio.
—Ese hombre no dirá nada si no lo torturas —avisó Kamal—. Llevarás contigo a Abenabó y a Káder, ellos sabrán cómo hacerlo hablar.
—Creo que hablará sin necesidad de emplear esos métodos.
—¡Tortúralo! —ordenó Kamal—. No hay tiempo que perder. Mi mujer y mi hijo están en manos de algún desquiciado y no trataré al que la entregó con las maneras de un diplomático. ¡Tortúralo hasta que le quede vida, hasta que confiese dónde la tienen!
Kamal recogía agua en un jarrón y la bañaba lentamente. Francesca, sedienta, intentaba atrapar el agua que le escurría por la cara. La garganta cesaba de arder y la frescura del agua descendía por su cuerpo desnudo. Había comenzado a llover y la lluvia repiqueteaba sobre la superficie de la laguna donde se hallaban sumergidos. Kamal volvía a llenar el jarrón y le arrojaba el agua sobre la cabeza. Una y otra vez, con una frecuencia que no le daba tiempo a respirar, con una violencia que la sofocaba, con una furia que la aterrorizaba.
—¡Basta!
Su propio grito la despertó en el instante que recibía el impacto de un chorro de agua sobre el rostro. Cuando el agua dejó de escurrir, distinguió al mismo hombre que le había gritado a través de los barrotes. Intentó moverse, pero un dolor lacerante que le surcó los brazos, la paralizó. Tenía las manos atadas, y al tratar de zafarse, se lastimó las muñecas. Levantó la vista: la soga que le sujetaba las manos, asida a un aparejo colgado del techo, la obligaba a mantener los brazos hacia arriba, mientras las puntas de sus pies desnudos apenas rozaban el suelo. Las axilas le ardían, a punto de descoyuntarse; las piernas y los dedos de los pies comenzaban a hormiguear. Tomó conciencia del contacto húmedo del camisón, que se le adhería al cuerpo.
Había un grupo de hombres apostado en semicírculo en torno a ella. La miraban con frialdad, y el odio que destellaba en sus ojos le provocó un pánico atroz. Aquello no era una pesadilla.
—¿Dónde estoy? —se animó a preguntar, y enseguida recordó a su bebé. La sangre le latió en la garganta y el corazón se le desbocó en el pecho. Comenzó a llorar.
Un hombre rompió el semicírculo y avanzó hacia ella. Las lágrimas le nublaban la vista y le costaba distinguir sus facciones. Se restregó los ojos sobre la manga del camisón y columbró un rostro apacible, de gesto amable. La barba desaliñada, un par de lentes redondos de cristal y una túnica blanca le conferían la apariencia de un ser hospitalario y generoso.
—Por favor, le suplico, déjeme ir. ¿Qué hago aquí? Debe… Debe de haber un error.
—Ningún error, señorita Francesca De Gecco —habló Abu Bark en francés.
—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Quién es usted? ¿Por qué estoy aquí? —Las respuestas no llegaban y Francesca perdía la calma—. ¡Contésteme!
El hombre le asestó un golpe en la cara, y el estupor que le causó aquella reacción postergó el latido punzante que sintió después en la mandíbula. El sabor metálico de la sangre, que se le escapaba por la comisura, le provocó una arcada.
—No está en condiciones de exigir respuestas, señorita De Gecco. —La tomó por la barbilla y le acentuó el dolor—. El príncipe Kamal tiene muy buen gusto para elegir a sus mujeres. —Trató de besarla en los labios, y Francesca apartó el rostro y escupió saliva sanguinolenta a los pies de Abu Bark.
—Además de hermosa, valiente —aceptó el terrorista, y le acarició la mejilla.
—Por favor, déjeme ir, se lo suplico.
—¿Dejarla ir? —repitió Abu Bark, con una sonrisa que pronto desapareció; las cejas se le convirtieron en una sola línea y la mirada inocente se tornó escalofriante—. Ha engatusado a un príncipe de la Casa Al-Saud, lo ha embrujado con su comportamiento de puta, lo ha obligado a enemistarse con los suyos, con su propia religión y todavía me dice que la deje ir. ¡Por Alá, si lleva en su vientre un engendro demoníaco!
Le golpeó el estómago, y Francesca, impulsada por el instinto, recogió las piernas y gritó con desesperación cuando recuperó el aire.
—¡No, mi hijo no! —rogó, y el llanto entrecortado prosiguió confundido en la recitación casi autómata del Padrenuestro.
—Ese engendro que lleva en su vientre —prosiguió Abu Bark— le costará unos millones extras al principito. —Se mantuvo absorto unos segundos en los ojos atormentados de ella—. Puta barata —prorrumpió—, pagará cada uno de los pecados a los que condujo a nuestro príncipe. Que alguien la desate y la lleve a mi habitación. Pediremos el rescate ahora mismo.
Dos hombres descolgaron a Francesca y, medio desvanecida, la arrastraron por los pasadizos hasta el cuarto de Abu Bark.
Kamal consultó la hora: las seis y media de la mañana. Había pasado la noche en vela en el sofá del despacho de Mauricio a la espera de la llamada pidiendo el rescate. Los especialistas que intentarían localizarlo y que grabarían la conversación, dormitaban en las sillas. Mauricio había ido a la cocina en busca de café. Jacques Méchin se hallaba desde la tarde anterior en el viejo palacio con Abdullah Al-Saud intentando sacar la verdad a Malik, sin mayores resultados. Ahmed Yamani acababa de irse: en pocas horas dejaría Riad rumbo a Ginebra, donde intentaría neutralizar el embargo petrolero propuesto por el ministro Tariki y el presidente de Venezuela, en cumplimiento del pacto sellado entre Kamal y el secretario de Estado del presidente Kennedy.
Kamal había olvidado esa importante asamblea de la OPEP. No le interesaba la OPEP ni el petróleo ni el secretario de Kennedy. ¡Qué le importaba Arabia misma cuando su Francesca se hallaba entre la vida y la muerte! Un escalofrío le recorrió la columna al barajar la posibilidad de no volver a verla. Enloquecería sin ella, su vida carecería de sentido. Aquella jovencita de veintiún años, la antítesis de cuanto había conocido y de cuanto él era, se le había metido en la sangre una noche cálida de verano y le había arrebatado la paz del espíritu. Se puso de pie violentamente y se llevó las manos a la cabeza.
Los especialistas despertaron con el sobresalto y volvieron a controlar el cableado telefónico y los aparatos. Al-Saud recorrió la habitación cabizbajo, con las manos a la espalda, mientras las cuentas de su masbaha se desgranaban frenéticamente entre sus dedos. Había subestimado la avaricia de Saud. «Y la sagacidad de Tariki», agregó, pues si, como suponía, todo aquello era obra de su hermano, el cerebro debía de ser su ministro del Petróleo, que tenía mucho que perder en caso de que Saud abdicara.
Mauricio entró en la habitación seguido de Sara, que traía una bandeja con café y medialunas. Los especialistas aceptaron gustosos la infusión espesa y aromática y engulleron de dos bocados las pastas. Dubois se acercó a Kamal y le extendió una taza.
—No, gracias —dijo, y se encaminó hacia la ventana.
—Vamos, toma el café —insistió Mauricio—. No lograrás nada actuando como un faquir. Hace un día que no comes, no bebes, no duermes. Necesitas estar despabilado y fuerte. No sabemos a qué nos enfrentamos.
Kamal tomó la taza y saboreó el primer trago, que pareció devolverle la sangre al cuerpo. Sonó el teléfono. Los especialistas encendieron la grabadora y la localizadora de llamadas, e indicaron a Mauricio y a Kamal que levantaran los tubos de los teléfonos al mismo tiempo.
—Hola —respondió Dubois—. ¿Quién habla?
—Quién habla es lo de menos —respondió una voz evidentemente distorsionada—. Este es un mensaje para el príncipe Kamal Al-Saud.
—Aquí Al-Saud. —Habló con una frialdad que no sentía.
—Tengo algo que usted está buscando, alteza.
—Quiero escucharla.
—No creo que esté en posición de exigir, alteza. Volver a ver con vida a su mujer y al hijo que lleva en el vientre le costará veinte millones de dólares, suma que usted mismo entregará cuando y donde le sea indicado. Deberá venir solo. Una persona a más de cincuenta kilómetros a la redonda y la muchacha muere.
—No moveré un dedo sin tener la certeza de que aún está con vida.
Abu Bark hizo una seña y un hombre acercó a Francesca al aparato de telecomunicación.
—Kamal… —musitó Francesca, exánime.
—¡Francesca!
—Kamal, no vengas, te matarán…
Abu Bark le asestó un golpe y ella lanzó un chillido de animal herido antes de perder la conciencia.
—¡Bastardo, hijo de puta! ¡No la toque! ¡Lo destrozaré con mis propias manos! ¡No le haga daño! ¡Bastardo!
El silencio monótono de la línea indicó que la comunicación se había interrumpido. Los especialistas detuvieron la grabación y apagaron la rastreadora. Mauricio quitó de manos de Kamal el auricular y lo colgó.
—La estaba golpeando —expresó Al-Saud fuera de sí—. La estaba golpeando, ¡la golpeaba!
—¿Qué pasó con la llamada? —se dirigió Dubois a los especialistas—. ¿Pudieron rastrearla?
—Pese a que la llamada duró lo suficiente para ser localizada, no lo logramos. Evidentemente no usaron un teléfono común. Deben de haber utilizado algún aparato especial, una tecnología avanzada que impide localizar el origen de la llamada.
—¡Maldición! —explotó Kamal, y golpeó el escritorio—. Analicen la grabación, traten de obtener algo que nos dé una pista. —Acto seguido, abandonó el despacho rápidamente.
Francesca se rebulló en el piso de la celda y abrió los ojos. Una punzada, que le recorrió la mandíbula como una descarga eléctrica, la enfrentó nuevamente a aquella verdad que su raciocinio se negaba a aceptar: la habían secuestrado para pedir un rescate a Kamal. Hizo un esfuerzo por recordar: su dormitorio en la embajada, la carta que escribía a su madre, la manzanilla, las letras que se desdibujaban, la pluma que resbaló de sus manos, el descontrol de su propio cuerpo, imágenes que no le decían nada. Minutos, días u horas después, había despertado en esa especie de cueva. Intentó incorporarse para alcanzar el catre, pero el cuerpo entumecido se lo impidió. No sentía las piernas y un doloroso hormigueo le debilitaba los brazos. Se contrajo a causa de un espasmo en la parte baja del vientre y, aunque lo masajeó, no consiguió ablandarlo.
—Hijito mío —farfulló, y las lágrimas le anegaron los ojos.
La sed continuaba atormentándola, y bebió sus propias lágrimas, que no lograron calmar la brasa ardiente que le lastimaba la garganta. La boca le sabía a sangre, un gusto metálico que le daba náuseas. Moriría, y junto a ella, su hijo. Las fuerzas la abandonaban, podía sentir el frío que la envolvía. La oscuridad la circundaba pese a la lámpara que ardía a unos metros; una oscuridad interior que le helaba el alma y le quitaba las ganas de luchar. Un destello de optimismo, sin embargo, se mantenía encendido en su interior, y Francesca trataba de aferrarse a él con desesperación. Porque jamás se rendiría; con el último aliento defendería su vida y la de su hijo. Por Kamal.