La última tarde de abril Francesca la pasó llorando después de hablar por teléfono con su madre. Antonina le espetó las palabras como si quisiera que la atravesaran. Entre otras expresiones, manifestó que la idea de que su única hija se uniera en matrimonio a un musulmán le revolvía las tripas. Antonina terminó por soltar el auricular y Fredo lo tomó en el aire.
—Tu madre está muy enojada ahora, pero verás que con el tiempo se acostumbrará a la idea. Yo la convenceré.
Francesca sabía que no sería así: Antonina jamás aceptaría a un islámico por yerno. «¿Por qué tanto problema? ¿Qué interesa la religión si nuestro amor es verdadero y puro?». A nadie parecía importarle lo que para ella resultaba esencial, ni a su familia ni a la de Kamal. Siguió llorando, y en las lágrimas se confundieron el dolor por la hostilidad de su madre y la angustia por la ausencia de Kamal, que le había prometido un viaje de días que terminó por convertirse en uno de semanas. Se preguntó si siempre sería igual, si se pasaría la vida esperándolo. Al rato llamó Sofía, enterada de la boda por Fredo. «Llámala», le había dicho, «le va a hacer bien». Escuchar la voz de su amiga después de tanto tiempo le levantó el ánimo. Sofía no mencionó a Aldo, en parte por prudencia, en parte porque el tema de la boda de su amiga con un príncipe saudí le resultaba más interesante que la lúgubre existencia de su hermano y, en su ansiedad por conocer los pormenores, casi no daba tiempo a contestar.
Tras el período en Ginebra, enredado en cuestiones de la OPEP y del petróleo, Al-Saud viajó a París, donde asuntos de sus empresas particulares lo reclamaban urgentemente. Con anhelo adolescente, esperaba la hora del día para comunicarse con Francesca y preguntarle por su hijo. Inusualmente locuaz, le recontaba lo que le había comprado al bebé: alguna prenda del ajuar, la cuna y el moisés también, y juguetes, tantos que ya no sabía dónde ponerlos, y un cochecito para llevarlo de paseo, y una cadena y una medalla de oro iguales a las que su padre le había regalado a él cuando nació, un andador para cuando comenzara a dar los primeros pasitos. Francesca escuchaba el listado interminable con paciencia, luego preguntaba: «¿Cuándo regresas?» y Kamal le respondía invariablemente: «Dentro de poco». Esa tarde, sin embargo, Kamal llamó para decirle que volvía al día siguiente.
Por la noche, cerca de las diez, se sentó a responder la carta de Marina donde le confirmaba lo de su boda y lo del embarazo. Sara entró en la recámara con su habitual sigilo y paso cansino, y le apoyó la mano sobre el vientre.
—¿Cómo te sientes? —susurró, para no alterar la paz reinante.
—Mejor ahora que Kamal regresa. Aunque estoy tan ansiosa que no pegaré un ojo en toda la noche.
—Eso no es bueno para el bebé —dictaminó la argelina—. Te prepararé una manzanilla para relajarte.
Sara marchó hacia la cocina y, al entrar, se topó con Malik sentado a la mesa. Lo miró de reojo y pasó a su lado sin hablarle. Ella sabía que Malik, como fanático de los preceptos wahabitas, llevaba una existencia de asceta: abominaba el lujo y los excesos, comía frugalmente, no fumaba, no bebía, no apostaba, odiaba la música y la danza, cumplía a rajatabla las cinco oraciones diarias y el mes de Ramadán, peregrinaba seguido a La Meca y resultaba común encontrarlo en su dormitorio meditando de rodillas sobre el suelo en actitud de faquir. Hacía manifiesto que aborrecía todo aquello que provenía de Occidente, en especial a las mujeres, a quienes llamaba «concubinas del demonio», impertinentes con aires de libertad, tentadoras con sus cuerpos casi desnudos, llamativas con sus rostros excesivamente maquillados, embriagadoras con los vahos agobiantes de sus perfumes, e irreverentes al desplegar esa voluptuosidad para caminar y hablar.
—Buenas noches, Sara —dijo, con inusual buen humor, aunque no pasó inadvertido a la argelina que se hallaba inquieto—. ¿Qué haces?
Sara le echó otro vistazo receloso antes de contestarle.
—Preparo un té para Francesca.
Malik se puso de pie y caminó sin rumbo por la cocina. Se estregaba las manos y se mordía el labio inferior. Detuvo repentinamente su andar y permaneció quieto como estatua cuando escuchó el borboteo del líquido en la taza.
—Te está llamando Kasem —le dijo a Sara de manera enérgica—. Anda, Sara, ve, te llama Kasem —acució Malik, y la mujer dejó la cocina.
—Alá sea bendito por esta oportunidad —exclamó el hombre entre dientes, al tiempo que tomaba del bolsillo una ampolla color caramelo. La tarde entera había elucubrado una idea y en ese momento, que todo parecía en vano, la ocasión se presentaba ante él. Rompió por el cuello la botellita de vidrio, vació el contenido en el té de camomila y lo revolvió. Juntó los restos de la ampolla, los guardó nuevamente en el bolsillo y echó un vistazo a su alrededor antes de abandonar la cocina por la puerta trasera.
Sara, desconcertada al ver que nada quería Kasem de ella, se detuvo a la entrada al comprobar que Malik había desaparecido.
—Hombre idiota —masculló la mujer, y volvió a la manzanilla, que azucaró antes de llevársela a Francesca—. Bébelo todo, querida; te hará dormir.
Francesca terminó la carta de Marina y, mientras aguardaba que la camomila se entibiara, se desvistió y se puso el camisón y el déshabillé. Volvió al tocador, donde comenzó una misiva para su madre. «Si supieras lo feliz que soy…» escribió en la primera línea, y sorbió un trago de té que sabía más amargo que de costumbre. «Tal vez Sara dejó reposar las hebras demasiado tiempo», supuso, y continuó escribiendo y bebiendo.
Las letras comenzaron a desdibujarse ante sus ojos. Se dio cuenta de que hacía un esfuerzo para no bajar los párpados. Los brazos le pesaron y, como sin vida, cayeron a los costados de su cuerpo. Un cosquilleo le recorrió las piernas hasta la punta de los dedos, y supo que no habría podido ponerse de pie. Trató de dominar aquel sopor que la gobernaba, pero tenía los músculos desmadejados y el entendimiento agotado. Su mano dejó escapar la pluma, que, al dar contra el suelo, esparció gruesas gotas azules. Miró el ruedo del déshabillé, salpicado con tinta, y se inclinó para limpiarlo. Como si tuviera voluntad propia, su cabeza se echó hacia delante y arrastró a Francesca, que cayó torpemente al suelo. Tuvo la impresión de que la tragaba una garganta sin fin. Allí tendida, comenzó a sollozar, un gemido seco, casi inaudible. Experimentó una angustiante soledad antes de desvanecerse.
Malik entró en la recámara de Francesca minutos después; se había movido con cautela por la embajada, completamente a oscuras y silencioso, guiado por la seguridad que le daba conocer con precisión la cantidad de pasos a recorrer y la ubicación de los muebles. Hacía días que practicaba caminar a ciegas por el largo corredor que unía la zona de servicio con las habitaciones.
En el dormitorio encontró la cama aún tendida, el velador encendido y ningún rastro de Francesca. Avanzó sigilosamente hasta hallarla inconsciente en el suelo; la movió con el pie y comprobó que dormía un sueño profundo del cual regresaría en varias horas. La cargó como un saco y se aventuró en el corredor; ya había decidido que si escuchaba voces o ruidos, la abandonaría ahí mismo y desaparecería.
Alcanzó la puerta trasera, la que daba al patio de servicio y, antes de salir, se percató de que el guardia también durmiera. Cruzó con precaución el parque, pues si bien no corría riesgos en ese sector, la entrada principal se hallaba custodiada por Káder, el guardaespaldas de Al-Saud. A media cuadra divisó el Mercedes Benz que, le habían indicado, encontraría estacionado. Desde el interior del automóvil, alguien abrió el maletero y bajó apenas la ventanilla del lado del conductor.
—Ponla dentro del baúl —le ordenó una voz gruesa y profunda, y Malik se apresuró a cumplir el mandato—. Ahora regresa a la embajada y actúa con normalidad.
Convencido de que participaría en el secuestro, Malik palideció. Anhelaba con fervor malsano conocer personalmente los detalles del destino atroz que aguardaba a «la puta occidental», como llamaba a Francesca desde su relación con el príncipe saudí. Bien conocía él qué clase de criatura despreciable y diabólica se escondía detrás de ese biombo de oropel. Jamás lo habían confundido sus modos de niña candida, su voz suave y su buen trato, menos aún, su apabullante hermosura. Desde el día en que la conoció, escuchó la voz de Alá que lo prevenía contra su malicia encubierta y le confiaba salvaguardar al Islam y a su gente de las artimañas de esa infiel, que llegaba con claras intenciones de desprestigiar y blasfemar, y casi lo había conseguido, y nada menos que con el dilecto del rey Abdul Aziz. Sería una satisfacción verla padecer. Por otra parte, él no era idiota y sabía que las investigaciones pronto lo apuntarían como el contacto interno que la había entregado. Imposible permanecer en la embajada.
—Me habían dicho que iría con ustedes —intentó argumentar.
—Vuelve a la embajada —repitió la voz— y mantén la boca cerrada.
—Pero…
—¡Haz lo que te ordeno!
El Mercedes Benz se puso en marcha, y Malik se quedó mirándolo en medio de la calle hasta que desapareció unas esquinas más adelante.
Mauricio Dubois, sentado junto a Méchin en la parte posterior del automóvil de la embajada, intentaba comprender de qué forma las cosas habían llegado tan lejos, a causa de qué maldito designio se habían trastornado de tal modo. No obstante, y más allá de las razones y los motivos, la realidad era única e incontrastable: Francesca había sido secuestrada, no existía duda. En ese momento, camino al aeropuerto de Riad para recibir a Kamal, se preguntaba cómo se lo diría, porque pese a los reparos del principio, ahora se encontraba seguro de que su amigo estaba perdidamente enamorado de ella. Lo culparía; después de todo, antes de partir hacia Ginebra semanas atrás le había dicho: «Cuídala, Mauricio». La culpa, la vergüenza y la incertidumbre estaban enloqueciéndolo.
—Cuéntame de nuevo cómo ocurrieron los hechos —pidió Jacques Méchin.
—No hay mucho para decir —admitió Mauricio—. Esta mañana, Sara, el ama de llaves, se percató de la ausencia de Francesca. Verificamos que no hubiese salido con Abenabó y Káder, o con Malik, el otro chófer que tenemos, pero nadie la había visto ni sabía nada de ella. Es como si se la hubiese tragado la tierra.
—¿No existe la posibilidad de que Francesca haya escapado por propia voluntad?
—Imposible —afirmó Mauricio—. Ese argumento está fuera de discusión. Francesca no abandonaría Arabia por ningún motivo, puedo asegurártelo. Como te decía, las cerraduras de las puertas no están forzadas.
Káder, al volante del vehículo, les indicó que el jet Lear de su majestad acababa de aterrizar. Méchin, Dubois y los dos guardaespaldas bajaron del coche y avanzaron en dirección del avión que maniobraba varios metros más allá. Kamal descendió y cambió unas palabras con el piloto y la azafata al final de la escalerilla; luego, buscó con la mirada su jaguar y se sorprendió al ver a Méchin y a Dubois que, escoltados por Abenabó y Káder, se aproximaban a paso rápido. El asombro dio lugar a un mal presentimiento, y se le anudó la garganta. Cubrió el trecho en dos zancadas y atinó a preguntar:
—¿Dónde está Francesca?
Sólo Jacques consiguió hablar.
—Creemos que fue secuestrada ayer por la noche.
Con la rapidez de un felino, Kamal se abalanzó sobre Abenabó y Káder, los cogió de las solapas y comenzó a insultarlos. Méchin y Dubois lograron someterlo y subirlo al coche. Mauricio tomó el lugar del conductor, arrancó haciendo chirriar las gomas y dejó a los guardaespaldas en medio de la pista en estado de conmoción.