Marchaban a paso regular sobre las monturas bajo un sol agobiante que se recrudecía conforme se alejaban del mar y se internaban en la península. Kamal y Mauricio encabezaban la comitiva. Francesca los observaba conversar amena y confidencialmente. Se cuidó de acercárseles, convencida de que rompería la armonía.
Méchin cabalgaba rezagado detrás de los jóvenes, que no reparaban en que los años no pasaban en vano y que el parisino ya no estaba para esos zarándeos. Pero cabalgar hasta el campamento del jeque cada temporada era un rito que ni los achaques de Méchin impedirían. Por eso, el francés se enjugaba el sudor de la frente, se abanicaba con su sombrero safari y consultaba el horizonte con sus binoculares cada vez más frecuentemente, pero no se quejaba. Francesca colocaba a Nelly cerca del caballo de Jacques y procuraba animarlo; le alcanzaba la cantimplora y le preguntaba acerca de los abuelos de Kamal y de la tribu.
Los sirvientes cerraban la marcha, algunos a caballo, otros, en cambio, guiaban camellos abarrotados de equipaje y, aunque a Francesca le resultaban criaturas imponentes y atractivas, se mantenía a distancia, alertada por Sara, que le había dicho que se trataba de bestias imprevisibles, llenas de mañas, proclives a escupir y echar tarascones.
Malik cabalgaba junto al grupo de sirvientes. Francesca sentía su mirada en la nuca, como el aliento acezante de un animal peligroso. Se habían cruzado en escasas ocasiones en la finca de Kamal, gracias a que él estaba totalmente entregado a complacer los requerimientos del embajador; sin embargo, esas pocas veces le habían bastado para confirmar la índole de los sentimientos que el chófer albergaba hacia ella. Malik exteriorizaba su naturaleza con descaro cuando la miraba fijamente y una corriente de odio la sacudía. Se preguntó si sabría de su relación con Al-Saud. Miró hacia atrás y lo encontró conversando animadamente con Abenabó y Káder, y ya no le quedaron dudas de que, si no estaba al tanto, pronto lo estaría.
—¿Falta mucho? —preguntó, para quitarse a Malik de la cabeza.
—Una hora, más o menos —respondió Jacques—. Hace años que hago este recorrido, querida, pero es la primera vez que me canso tanto.
—Yo también estoy cansada y desearía llegar pronto —admitió Francesca—. Me contó el señor Al-Saud que su abuela es parisina.
—Exactamente. Los D’Albigny son de la crema y nata de París. Debió provocar un escándalo que Juliette desposase a Harum. Tengo entendido que estaba medio comprometida con un miembro de la alta sociedad parisina. Pero cuando a Juliette se le pone algo en la cabeza no hay quien la haga cambiar de parecer. Te agradará la abuela de Kamal, y tú a ella —acotó Méchin, y por primera vez en mucho tiempo Francesca notó que volvía a ser el mismo Jacques Méchin de antes.
Se dibujó una línea negra en el horizonte, y Francesca creyó que se trataba de otro espejismo. No obstante, a medida que avanzaban, la línea cobraba realismo y cuerpo. Finalmente, se convirtió en una algarada que se aproximaba a todo galope. Los jinetes blandían sus armas sobre sus cabezas y vocalizaban sonidos monocordes y agudos. A Francesca se le heló la sangre. Sus compañeros, en cambio, sonrieron.
—No temas —dijo Jacques—. Es la comitiva de recepción que nos envía el jeque.
Kamal y Mauricio apuraron a sus caballos, y Méchin y Francesca los imitaron. Minutos después, se produjo el encuentro. Kamal saltó de Pegasus, y dos beduinos, a los que sólo se les veían los ojos, lo recibieron en un abrazo. Con habilidad, se despojaron del tocado y exhibieron sus rostros curtidos por la arena y el hálito candente del desierto.
—Son los tíos de Kamal —explicó Méchin a Francesca—. El de la derecha se llama Aarut; el otro, Zelim.
—¿Y el jeque Al-Kassib?
—El jeque nunca forma parte de la comitiva de recepción. Él nos espera en su tienda, en el oasis, como indica el protocolo beduino.
Jacques le ofreció ayuda para descender, y juntos se acercaron a saludar. Kamal lanzó un rápido vistazo a Mauricio, que presentó a Francesca como su asistente, lo que la desanimó ostensiblemente; por más que buscó con la mirada a Kamal, no logró atraer su atención, tan enfrascado estaba con sus tíos. Montaron nuevamente y se pusieron en marcha. Hasta Méchin se unió al grupo de Kamal, Mauricio y los beduinos, y quedó sola en medio del resto de la comitiva. Se sentía incómoda y marginada, acechada por varios pares de ojos que la estudiaban con la minuciosidad de un médico.
Las primeras copas de palmeras emergieron del mar de dunas y se adentraron en el oasis, donde una actividad frenética de hombres y mujeres se sumaba al verdor y a la frescura del aire para convertir ese refugio en un espacio encantado. La única tienda completamente blanca descollaba también por la imponencia de su tamaño. A la entrada se apostaban dos hombres corpulentos con cimitarras sujetas al cinto y los brazos cruzados a la altura del pecho. Saludaron reverentemente cuando el príncipe Al-Saud entró en la tienda del jeque.
Francesca quedó sorprendida: jamás imaginó que una burda y rústica tienda encerrase lujo discreto y armonía de tonalidades. La envolvió el aroma de las esencias que se quemaban en hornillos de cobre, al tiempo que sus ojos se recreaban con el brillo de los narguiles de oro, el raso de los almohadones, los rojos, azules y dorados de las alfombras y las piezas de arte dispuestas sobre una mesa taraceada con marfil.
Kamal le rozó la mano con disimulo al avanzar para saludar a su abuelo. El joven y el viejo se estrecharon en un abrazo. Se hablaron con efusividad en árabe, sin reparar en una anciana que contemplaba la escena tras unos cortinados.
—¿Es que acaso has olvidado a esta pobre vieja, Kamal? —preguntó, en perfecto francés.
—Abuela —murmuró Al-Saud, y caminó hacia ella—. Estás hermosa, como siempre.
Los saludos continuaron y nuevamente Mauricio presentó a Francesca como su asistente personal. Dos muchachas acomodaron sobre una mesa que ocupaba el centro de la tienda bebidas frutales y labán. Momentos después, la tranquilidad y mansedumbre de aquella gente volvían a reinar y, mientras bebían, conversaban acerca de caballos.
—Hombres malvados —dijo Juliette, mirando en torno—. Han sometido a esta pobre jovencita al tórrido desierto gran parte del día y aún la mantienen aquí, escuchando necedades. Ven, querida —indicó a Francesca, y se puso de pie—. Te acompañaré a la tienda que preparé para ti.
La piel tan diáfana de Juliette, lo delicado de sus facciones y el andar garboso de su cuerpo menudo, que una túnica de gasa celeste ayudaba a realzar, la asemejaban más a un hada de cuento que a una mujer de carne y hueso, y obligaban a Francesca a volver la vista hacia ella una y otra vez. «Salvo por la elegancia», se dijo, «no hay nada de esta mujer en la señora Fadila», y pensó también que, de joven, debió de haber sido una beldad.
—Por aquí, Francesca —la invitó la anciana, al tiempo que descorría las telas de la entrada a una tienda—. Ya han dejado tu equipaje en la alcoba. —Y señaló otro cortinado que dividía la carpa en dos—. He hecho preparar la tina con agua caliente para que tomes un baño. Seguramente, querrás hacerlo antes de la cena.
—Es usted muy amable, señora. No debería haberse tomado tantas molestias.
Francesca sonrió, y Juliette se quedó mirándola. Por un segundo vio su propio reflejo cincuenta años atrás, cuando, joven y hermosa, llena de pasión por la vida y segura de sí, lo había arriesgado todo por amor.
Zobeida, la beduina que atendería a Francesca durante su estancia, se deslizó sigilosamente en la tienda, cargada de toallas, frascos de perfumes, afeites, esencias y óleos.
—Querida —habló Juliette—, te dejo con Zobeida. Ella te dará lo que desees. Nos veremos en la cena. —Y se marchó.
Francesca permaneció inmutable en el centro de la tienda contemplando los detalles que la rodeaban, percibiendo también los ruidos del exterior —los sonidos de la lengua árabe, el relincho de los caballos, los balidos de las ovejas— y se sintió una intrusa. «¿Qué hago yo en este oasis del desierto, conviviendo con una tribu beduina? ¿Cómo llegué hasta aquí?». Resbaló por un túnel de recuerdos y, pese a que las imágenes se agolpaban desordenadamente, veía con claridad los rostros. «Nada es casualidad», le había dicho su tío Fredo en una ocasión. «Cada uno de nosotros es parte minúscula de un plan enorme e infinito, donde nuestras líneas se cruzan o no según la voluntad del Arquitecto que lo ha trazado». Había tenido que recorrer tanto para encontrar el verdadero amor, había sufrido tanto también. En medio de un lugar tan apartado y ajeno a todo cuanto le resultaba familiar, se preguntó si realmente ése era su destino. Susurró el nombre de Aldo, y la embargó la nostalgia de ese amor de verano tranquilo y previsible, nostalgia de aquel hombre de su mundo, que manejaba los mismos códigos y principios. A ella, en ocasiones, la asustaba la hombría estrepitosa y contundente del árabe que la había escamoteado del lugar al que pertenecía y que la había convertido en su mujer sin siquiera preguntárselo.
Zobeida la tomó por el antebrazo y, como no hablaba una palabra de francés, se deshizo en gestos para indicarle que pasase a la habitación contigua donde la esperaba una tina de cobre rebosante de agua caliente, cuyo vapor inundaba la estancia con el perfume de las sales y de los aceites. A un lado, se destacaba un catre con un colchón alto cubierto de pétalos de rosas y de jazmines. El detalle la tomó por sorpresa.
—Muchas gracias —dijo a la sirvienta, que le devolvió una sonrisa.
Zobeida apoyó sobre un pequeño mueble lo que aún sostenía en brazos y se acercó a Francesca para quitarle la casaca. La obligó a sentarse sobre el catre e hizo otro tanto con las botas de montar, las medias y los pantalones. Le masajeó los pies con una destreza y habilidad que la adormilaron. Zobeida terminó de desnudarla y la condujo a la tina, donde Francesca se sumergió por completo, enervada por la calidez del agua.
La beduina le frotó el cuerpo con jabón de madreselva, practicando un masaje enérgico que le estimuló la circulación y le enrojeció la piel; comenzó por las manos, los dedos, luego el antebrazo, el brazo y el hombro. A pesar de ser intenso, el masaje le resultaba placentero y la aletargaba. Prosiguió con los pies, las piernas, el vientre y los pechos, para liberar luego sus dedos en la cabeza de Francesca. El aroma del aceite con que le frotó las puntas del pelo ganó al de la lavanda y la madreselva. Lo hacía todo en silencio, sólo se escuchaba su respiración serena, que le rozaba la piel húmeda, y los sonidos externos que se confundían con la calma. Salió de la tina soñolienta, y Zobeida la guió hasta el catre, donde se quedó dormida envuelta en una toalla.
Al despertarse una hora más tarde, Zobeida ya había extendido a los pies de la cama un vestido con una nota de la señora D’Albigny que decía: «Es para ti. Me gustaría que lo llevaras esta noche». El festín de esencias y aromas continuaba impregnando el ambiente, fresco pese al agobiante sol. Se levantó animada y Zobeida se dedicó a acicalarla para la cena. Le frotó las manos con una mezcla de glicerina y jugo de limón, que las volvió suaves y de una blancura impoluta; la perfumó con agua de jazmín y la maquilló apenas, cuidando de destacar sus lanceolados ojos negros. De un brasero, tomó madera de sándalo chamuscada, que colocó sobre un plato, e indicó a Francesca que levantara los brazos para pasar el fragante y espeso humo cerca de sus axilas. El vestido, de seda blanca con encaje de Bruselas en torno al escote, le sentaba maravillosamente; caía acampanado hasta la mitad de las pantorrillas, dejando sus hombros y brazos al descubierto. Decidió llevar los zapatos de cabritilla que Kamal le había comprado en Jeddah. Zobeida le recogió el cabello y, con una tijera caliente, marcó pequeños bucles que le enmarcaban el rostro y acentuaban la tonalidad alabastrina de su piel.
Jacques Méchin pasó a buscarla y juntos llegaron a lo del jeque Harum Al-Kassib. Se produjo un silencio entre los convidados que la perturbó. La contemplaban detenidamente, en tanto ella buscaba con desesperación a Kamal, enfrascado en una conversación en el otro extremo de la tienda.
—¡Bendito sea Alá, clemente y todopoderoso, que ha guiado hasta mi tienda a la mujer más hermosa del desierto! —se extasió el jeque Harum, y de inmediato aclaró a su esposa—: A excepción de ti, Scheherezade, por supuesto.
Kamal interrumpió su charla y contempló extasiado a Francesca, poseído una vez más por el hechizo de su belleza. El jeque presentó a la joven al resto de los invitados, jefes subalternos de su tribu, y a continuación manifestó con histrionismo que moría de hambre. Ofreció el brazo a Francesca y la invitó a sentarse a su diestra en una mesa baja y atochada de manjares. El resto se acomodó libremente, y Kamal ocupó el lugar a la izquierda de su abuelo, frente a Francesca. La notó incómoda y nerviosa.
Juliette ordenó que se sirviera, y, luego de una circunspección inicial, los comensales no mostraron templanza y saborearon sin remilgos los distintos platos y bebidas. Se conocían de años, conversaban afablemente y recontaban viejas anécdotas, que los hacían reír a carcajadas. Mauricio ostentaba una sonrisa continua, como si por fin hubiese encontrado aquello que lo hacía feliz, y Méchin se mostraba más dicharachero que de costumbre, alentado por el jeque, que hacía rato había perdido las formas y buenas costumbres, y vociferaba, entre bocado y bocado, sus ideas y opiniones. Kamal sonreía con las ocurrencias de su abuelo, comía y hablaba poco.
La algarabía y amistad de esas personas acentuaba la soledad y nostalgia de Francesca. Se sentía una extraña, ni siquiera entendía la lengua en la que hablaban. Deseaba que la cena terminase y regresar a la tienda.
—Nadie vuelva a hablar en árabe —ordenó Juliette—. En ese caso nuestra invitada queda fuera de las conversaciones.
—Discúlpenos, señorita —se lamentó el jeque, y le besó la mano—. Hemos sido unos maleducados.
Francesca levantó la vista y se topó con Kamal, que la observaba fijamente; la inexpresividad de su rostro la atormentó. Comenzaba a molestarla el laconismo trapense de su amante; le resultaba difícil acceder a su alma cuando generalmente se mostraba reservado y serio. Le sostuvo la mirada y no se molestó en ocultar el resentimiento por no haber sido presentada como su futura esposa. Una sonrisa, un gesto de amor, eso era lo que le pedía para estar bien.
—Tu madre —empezó el jeque, dirigiéndose a su nieto— no ha querido venir al oasis para no encontrarse contigo. Dice que está furiosa y que no desea verte.
Francesca se alarmó; Dubois y Méchin intercambiaron miradas de consternación.
—¿Otro lío de faldas? —insistió el jeque Harum, y carcajeó.
—Ya conoces a tu hija, abuelo —habló Kamal—. Imposible conformarla.
—¿Cómo se encuentra Faisal? —preguntó Juliette deprisa—. Hace tiempo que no sabemos de él.
La mención del hermano de Kamal dio origen a nuevas polémicas. Discutieron el resto de la noche acerca del gobierno, del petróleo y de la situación de los beduinos.
Kamal arrojó certeramente una piedra a los cascos de los caballos para distraer al guardia que se mantenía estoico cerca de la tienda de Francesca. Al ver que el hombre se alejaba atraído por los relinchos, entró precipitadamente y, gracias a la luz que trasparentaba los cortinados, descubrió la silueta oscura de Francesca sentada en el borde de la cama y la de Zobeida, que le cepillaba el pelo. Corrió la tela que los separaba y las sobresaltó.
—Nos asustaste —le reprochó Francesca.
Kamal se dirigió a la doméstica en árabe, que, sin mirarlo, dejó el cepillo sobre el mueble y se marchó.
—¿Qué quieres?
—¿Qué quiero? —se sorprendió Kamal—. Hacerte el amor, eso es lo que quiero.
—Se nota —dijo, y le miró la entrepierna.
Kamal la tomó por los hombros y la levantó del catre.
—Déjame —se quejó Francesca.
—¿Qué te pasa?
—Quiero estar sola.
—Pero yo quiero estar contigo.
—¿Así será siempre? —preguntó ella, mordaz—. ¿Cuando su alteza me desee deberé caer rendida a sus pies y mientras su alteza no me desee deberé mantenerme apartada, sola y triste?
—¿Por qué me hablas así?
—Estoy cansada, déjame sola, quiero dormir.
—¡No te dejaré! —se ofuscó Kamal, y la asustó—. ¡Dime qué sucede!
Volvió a aferrarla por los hombros y la sacudió levemente. Se miraron de hito en hito. Por fin, Francesca suavizó el gesto al ver el desconcierto pintado en el semblante del árabe.
—¿Por qué no le dijiste a tus abuelos que soy tu prometida?
—Tontita —se serenó Kamal—, tanto lío por eso. —Y la abrazó.
—Para mí es importante. Tengo la impresión de que no cuento para ti, que no piensas en mí sino cuando me buscas de noche. El resto del tiempo no existo.
—No digas eso —imploró Al-Saud, y la tristeza de su voz terminó por ablandarla—. Ya te he dicho que eres lo único que cuenta en mi vida. Cuando no estoy contigo te pienso tanto que creo que puedes sentirme. Cuando no estás conmigo muero de celos de aquellos que sí lo están, de aquellos que te ven sonreír, que huelen tu perfume, que se atreven a desear tu belleza, que es toda mía. Esta noche te habría llevado lejos de la tienda de mi abuelo para no compartirte con nadie, y si no mencioné mi decisión de casarme contigo fue para que te dejaran tranquila. Tú no los conoces; se habrían puesto insoportables, te habrían preguntado y estudiado como en interrogatorio policial. Además, quiero que primero te conozcan para, luego, con calma, comunicarles acerca de nuestra boda.
—¡Oh, Kamal! —sollozó Francesca, y se aferró a su cintura—. Me confundes. ¿Por qué eres así, lacónico y reservado? ¿Por qué no hablas conmigo? Me cuesta llegar a tu esencia cuando te mantienes tan callado y alejado.
—Perdóname, mi amor, es una costumbre inveterada en mí. No me gusta que los demás conozcan mis pensamientos ni que sepan de mí. Por eso, en parte, no dije nada acerca de lo nuestro; tú eres lo más importante en mi vida y siento que, si te comparto, te expongo y no estoy dispuesto a arriesgarte. ¡Pero contigo cambiaré, lo prometo! Me abriré a ti como un libro para que leas en él y sacies tu curiosidad.
—No se trata de curiosidad. Se trata de saber acerca del hombre con el cual he decidido unirme para siempre. Te amo como nunca pensé amar a un hombre, pero sé tan poco de ti que a veces me asusto y me pregunto a quién estoy entregándome. En ocasiones pienso que esto es un error.
—¡No! —se desesperó él—. ¡No vuelvas a decir eso! Esto no es un error. Sólo di que me amas. Dilo de nuevo, repítelo.
—Te amo, Kamal. Eres el amor de mi vida.
—¡Francesca! —susurró, y la besó en los labios.
Terminaron sobre el catre en una lucha desesperada por quitarse la bata, el camisón, los pantalones y las botas de montar. Hicieron el amor con desesperación, apremiados por el deseo que les quemaba el cuerpo. Francesca le jadeaba al oído; su aliento cálido y el aroma de su piel, mezcla de sudor, sándalo y jazmín, le llegaban como oleadas cuando acometía entre sus piernas, y lo excitaban hasta el punto de olvidar la sutileza de las paredes y de gemir como animal herido. Francesca le pasaba las manos por la espalda, le alcanzaba las nalgas y se las apretaba para tenerlo muy dentro, el cuerpo vibrante de Kamal confundido con el suyo, como si fueran una sola cosa. Aquella impudicia desvergonzada de su amante, que le había arrebatado la inocencia y que ahora la volvía lasciva y lujuriosa, finalmente la liberaba, pues, como nunca, se sentía osada y segura, sin miedos ni dudas, capaz de enfrentar al más bragado; la redimía también del peso del pudor que, evaporado con la sangre virginal, le había revelado el paraíso a manos de un hombre que le decía: «Mira, ésta eres tú, esta mujer a la que yo deseo tanto». Kamal era la referencia de su propia feminidad.
Ese momento, después del acto sexual, cuando acercaba el cuerpo de Francesca al suyo, donde el febril deseo se había trocado en saciedad y paz, le marcaba una diferencia abismal con cuanto había experimentado, porque, a pesar de haberla poseído, aún continuaba necesitándola desesperadamente.
—Tu madre está enojada contigo a causa de mí, ¿verdad?
—Sí.
—¿No me quiere como esposa para ti porque soy católica?
—Quiere a alguna jovencita de la alta sociedad de Riad.
—¿La alta sociedad de Riad? —habló Francesca, con displicencia—. Ya veo que a mí me persiguen las altas sociedades —satirizó.
Kamal sabía a qué se refería, pero no hizo ningún comentario. El gesto, sin embargo, se le ensombreció de celos pues Francesca había aludido a su antiguo amor pese a estar entre sus brazos.
—¿Quién es Faisal?
—Mi hermano.
—¿Hermano o medio hermano?
—Medio hermano; mi única hermana es Fátima. Pero no hay diferencias para mí. Faisal es además un gran amigo. Te gustará su esposa Zora, es una mujer maravillosa. Es la directora del primer colegio para niñas que se fundó en el reino. Ella y Faisal lo fundaron. Le preguntaré a Zora si puede enseñarte el árabe.
Se quedó pensando en eso de aprender árabe. Se manejaba tan bien con el francés que nunca lo había necesitado. Se preguntó qué otras cosas debería aprender para pertenecer al mundo de Al-Saud. ¿Memorizar el Corán y repetir las sunnas como el Padrenuestro? ¿Orar cinco veces al día con la cara pegada al suelo y practicar las abluciones de rigor? ¿Vivir entre las paredes de un harén y llevar la abaaya cada vez que traspusiera la puerta? ¿Ayunar en el mes de Ramadán? Levantó la vista en busca del rostro de Kamal para serenarse.
—Con tu hermano Saud no te llevas tan bien, ¿verdad?
—¿Por qué lo dices?
—La noche que me lo presentaste en la embajada de Francia noté cierta tensión entre ustedes.
—Me molestó que te mirara el escote —interpuso Kamal.
—Parecía algo más que celos por una mirada indiscreta. En realidad, parecía un resentimiento de años.
—No estamos muy de acuerdo en algunas cuestiones de política y administración del reino; eso nos ha distanciado un poco, pero sigue siendo hijo de mi padre y yo lo respeto como rey.
—¿Por qué esperaste tantos meses para confesarme que habías sido tú el que me trajo a Arabia?
—Haces demasiadas preguntas —se quejó Al-Saud.
—Dijiste que te abrirías como un libro —redarguyó Francesca.
—Es cierto. —Y luego de un silencio, habló—: Existían circunstancias que me llevaron a aplazar lo nuestro. En primer lugar, la animosidad que experimentabas por nosotros.
—No es verdad —mintió.
—Sí, es verdad, y no te culpo. Viviste experiencias que sólo empeoraron tu imagen un poco maltrecha de los árabes. Lo del libro de arte, por ejemplo, cuando llegaste a Riad.
—Debí imaginarme que habías sido tú el que me lo devolvió.
—Después, lo de la mutawa en el zoco. ¿Qué habrías dicho si esa tarde, en tu recámara, con el pie levantado y vendado a causa del golpe, te hubiese dicho que ya eras mía?
—Te habría mandado a freír espárragos —admitió Francesca, y rió.
—Además, de improviso me surgieron varios viajes de negocios y no me detenía mucho en Riad. Los asuntos de Mauricio en Jeddah vinieron como anillo al dedo. Hablando de viajes, mañana acompañaré a mi abuelo a Jeddah.
—¿Puedo ir contigo?
—No, no puedes. Mi abuelo no lo consentiría. Vamos a Jeddah a vender lana y caballos, y dirá que una mujer en la comitiva traerá mala suerte a los negocios. Es casi un rito para él que yo lo acompaño todos los años a vender sus productos. Irán también Mauricio y Jacques.
—¿Regresarán por la tarde?
—Regresaremos en tres días.
—¡Tres días! ¡Tres días aquí sola! Tres días sin ti. ¿Por qué me haces esto? —agregó, apagada.
—Estarás con mi abuela; verás que no tendrás tiempo para pensar en mí.
Kamal regresó al cuarto día con Rex inquieto trotando a la par de Pegasus. La comitiva —hombres, caballos y dromedarios atiborrados de bultos— prosiguió hacia el redil. Kamal, por su parte, entregó los corceles a un palafrenero y se evadió a la tienda de su abuela, que leía una carta. La anciana se corrió los lentes a la punta de la nariz y le sonrió con complicidad.
—No está aquí lo que buscas —dijo.
—A ti te buscaba —replicó Kamal; se sentó a su lado y la abrazó.
—Está en su tienda, descansando —indicó Juliette.
—Tenías que adivinarlo, ¿verdad?
—Si no la hubieses tomado para ti, habría pensado que tengo un nieto ciego o idiota. Esa muchacha es como la luz, cálida y brillante. Elegiste bien, hijo mío. Y haz oídos sordos a las fatuidades de tu madre.
Se conmovió con las palabras de su abuela y permaneció en silencio. Juliette le acariciaba la mejilla y lo contemplaba serenamente, y le hacía acordar a cuando era niño y pasaba los veranos en el oasis.
—Está descansando en su tienda —volvió a decir Juliette—. Hoy no se ha sentido bien. ¡Tranquilo, no es nada! —Lo tomó por la muñeca y lo obligó a sentarse nuevamente—. Debe de ser el calor; no está acostumbrada.
De hecho, Francesca no se había sentido bien ninguno de los cuatro días de ausencia de Kamal. En un primer momento el cansancio y un fuerte dolor de cabeza se confundieron con la desazón y la tristeza, y no les destinó mayor importancia. Esa tarde, sin embargo, después de almorzar frugalmente, debió recostarse porque, según Juliette, tenía la presión baja.
La noche antes de la partida se había dormido entre los brazos de Kamal, pero a la mañana siguiente despertó sola, con el borboteo del agua que Zobeida vertía en la bañera. Desayunó con Juliette, que la invitó a cabalgar hasta la hora del almuerzo. Abenabó y Káder las acompañaron. Al llegar al uadi, el arroyo que se forma en la época de lluvias y que semanas más tarde se evapora sin dejar rastro, bajaron de los caballos y se sentaron a la orilla, protegidas por la sombra de una palmera que rebosaba de dátiles.
—Mi nieto está enamorado de ti, Francesca —expresó Juliette, y la buscó con la mirada—. Lo conozco como si lo hubiese parido y puedo asegurarte que no es el mismo. Sé que es por ti —manifestó, y se cuidó de comentar que Zobeida había confirmado sus sospechas al referirle la entrada sigilosa de Kamal en su tienda la noche anterior—. Aunque trata de disimular, te contempla con una ternura de la que no lo creí capaz. Mi muchacho te quiere verdaderamente. ¿Por qué esas lágrimas?
Francesca se pasó el dorso de la mano por los carrillos y procuró sonreír. Se sentía tensa. Era la primera vez que hablaba de su relación con Al-Saud, y no había esperado que fuese con la abuela, a pesar de su actitud amistosa y comprensiva.
—Vamos, Francesca, no es para que te pongas así.
—Discúlpeme, señora. Yo también estoy enamorada de él, pero creo que no será posible. Cuando estoy a su lado, me hace sentir segura, que todo saldrá bien y que nada podrá separarnos. Pero luego, miro a mi alrededor y veo que todo es tan distinto a mí, a mi educación, la gente es diferente, piensan diferente y yo no sé qué pensar. Estoy confundida, no de su amor o del mío, sino de lo que tendremos que enfrentar.
—Sé exactamente cómo te sientes, sé lo que estás sufriendo; tu alma se hace trizas pensando que no podrás estar con el hombre que amas. Pero también te digo que por Kamal corre sangre noble, fuerte y valiente. Es el hombre, y no lo digo porque sea mi nieto sino porque es la verdad, más inteligente, hábil y decidido que conocí. Él debería ser el rey.
—Justamente por eso temo que no podremos estar juntos. Él pertenece a su pueblo, al reino. Conozco sus responsabilidades y obligaciones. Él no es un hombre cualquiera que puede decidir sobre su vida personal; en su caso, las consecuencias cuentan. Kamal es parte de la realeza de este país, jamás le permitirán casarse con una occidental.
—Lo que dices es cierto, no puedo negarte esa realidad. Pero mi nieto está orgulloso de ti y siente que contigo puede conquistar el mundo. No permitas que un puñado de viejos anquilosados arruine el amor que sienten el uno por el otro.
Juliette la animó con historias y secretos de la infancia y adolescencia de Kamal que le revelaron una faceta de él que no conocía y, aunque habían pasado años, Juliette insistía en que su nieto todavía conservaba un espíritu sensible y romántico que ocultaba para no sufrir. «No es fácil el destino que le tocó a mi muchacho», repetía la anciana con frecuencia, pero Francesca no se animaba a preguntar de qué destino hablaba.
Si bien se mantuvo entretenida junto a la señora D’Albigny, no dejaba de añorarlo con una intensidad que la desconcertaba. Su ausencia se volvía insoportable por momentos, y la necesidad de su cuerpo, de su voz, de su desenfreno en la cama, de su dulzura después, la desvelaban y conciliaba el sueño con dificultad. La mañana del cuarto día, cuando Zobeida entró en la tienda para ayudarla con el baño y le informó que el jeque y su caravana aún no habían llegado, Francesca se desanimó ostensiblemente, tanto que Juliette, al verla macilenta y alicaída, le aconsejó una siesta después del almuerzo y de un fuerte té muy azucarado.
Kamal la encontró dormida. Acercó un taburete a la cabecera del catre y se quedó mirándola. Dormía profundamente, sin hacer ruido, ni la respiración se le escuchaba. Lo asustó la palidez de sus mejillas y lo estático de la posición; acercó el rostro para cerciorarse que respiraba y, al rozarle los labios con el tocado, Francesca comenzó a rebullirse.
—Despierta con calma —le dijo Kamal al oído, y le besó la mejilla cálida de sueño.
—¿Eres tú realmente o estoy soñando?
—Acabo de llegar.
Francesca se aferró a su cuello y le besó las mejillas, los ojos, la boca, la frente, mientras le repetía que lo había echado de menos, que no volviera a dejarla sola, que lo necesitaba.
—¿Por qué tanta desesperación? —atinó a preguntar Kamal—. Mi abuela me dijo que lo pasaron muy bien juntas.
—Sí, sí, tu abuela es muy buena, pero yo no puedo vivir sin ti.
Al-Saud la separó un poco y le tomó el rostro con las manos; la miró fijamente, ostentando ese gesto inextricable que Francesca nunca acertaba a descifrar.
—¿Es cierto eso que dices? ¿Que no puedes vivir sin mí?
—Sí, es cierto. Eres todo para mí. Te has convertido en la razón de mi vida. —Y como Kamal siguiera mirándola con extrañeza, preguntó—: ¿Dudas de lo que estoy diciéndote?
—No, jamás. Es que he deseado tanto que lo dijeras. Temí… Después de todo, fui yo quien te arrancó de los tuyos y te trajo hasta aquí. No, no dudo de ti. Me perteneces, en cuerpo y alma; puedo sentir tu entrega cada vez que te poseo. No, jamás dudaría de ti —aseguró, y preguntó deprisa—: ¿Cómo te sientes? Mi abuela me ha dicho que hoy no estuviste bien.
—Ahora que estás de nuevo junto a mí, me siento magníficamente.
Kamal le sonrió y la besó en los labios. Con cierta urgencia, le ordenó:
—Ponte el traje para montar y acompáñame fuera que tengo una sorpresa para ti.
En un corral más pequeño colindante con el redil principal, un palafrenero cepillaba las ancas de Rex, mientras otro le colocaba una montura nueva de reluciente cuero negro con el nombre Francesca Al-Saud grabado en oro.
—¿Dónde está mi sorpresa? —preguntó, y Kamal le señaló el caballo.
A la visión del animal, Francesca detuvo la marcha.
—Se parece a Rex.
—Es Rex. Se lo compré a Martínez Olazábal para ti.
Francesca alternó sus ojos desorbitados entre Al-Saud y el caballo hasta que corrió al potrero y se le abrazó al cuello. Los palafreneros se alejaron a una señal de Kamal. Francesca le besó la testuz y le dijo que lo quería, que lo había extrañado, que le había hecho falta. La presencia de Rex en esa tierra tan lejana significaba recuperar parte de aquello que había dejado atrás y que ya no volvería a tener; se aferraba al semental como si, con ese abrazo, abrazara también a su madre, a Fredo, a Sofía, y como si, en su olor penetrante, revivieran los olores del campo, de la ciudad, de la cocina de la mansión, del jardín de Ponce, del departamento de su tío; porque Rex pertenecía a aquel mundo y en él había un poquito de cada cosa. Sintió añoranza, nostalgia, y, cuando comenzaba a dolerle el corazón a causa de tantos recuerdos dichosos, volvió la mirada hacia Kamal y lo encontró apostado en la cerca. Él se acercó a paso tranquilo. Le sonreía con dulzura.
—Feliz cumpleaños, amor mío.
—Te acordaste —apenas musitó ella, emocionada.
Se internaron en el oasis que recorrían juntos por primera vez, y detuvieron los caballos al notar el silencio cómplice del desierto que ya había ahogado los sonidos del campamento. Hicieron el amor contra el tronco áspero de una palmera: Kamal la levantó rápidamente y Francesca le atenazó la cintura. Solos, en medio del oasis, lejos de todo y de todos, no se reprimieron y, mientras el orgasmo les anegaba los sentidos y les entumecía el cuerpo, bramaron sin templanza, consumidos por ese fuego voraz que sólo apagaban en el otro. Kamal se mantuvo quieto, disfrutando las últimas corrientes de aquel río de sensualidad que fluía desde Francesca y que lo trastornaba. Aún la sostenía en el aire, la espalda contra la palmera y las piernas a horcajadas alrededor de él, cuando le confesó, jadeante:
—Alá me ampare porque estoy perdido a causa de ti. Me he vuelto loco por tu culpa y ya nada me importa excepto tenerte.
La bajó con cuidado y apoyó la frente sobre el tronco, por encima de la cabeza de ella, en un intento por normalizar la respiración. Se subieron los pantalones y se acomodaron las camisas en silencio.
—Aún no te he dado las gracias por Rex —dijo Francesca, y lo retuvo por la muñeca—. Para mí, es como si, con un toque de magia, hubieras hecho aparecer uno de los recuerdos más hermosos que dejé en la Argentina.
—Habría otros —objetó Kamal— que, con un toque de magia, me gustaría hacer desaparecer de tu mente.
—Ya lo has hecho hace tiempo.
Cabalgaron un trecho sin hablar, cada uno abstraído en sus propias cuestiones.
—¿Cómo compraste a Rex? —preguntó Francesca finalmente—. ¿No me dirás que viajaste a la Argentina?
—Sabes que mi negocio principal es la compra y venta de caballos; estoy habituado a adquirir y vender ejemplares en cualquier parte del mundo. Al ver la fotografía de Rex sobre tu mesa de noche, de inmediato hablé con mi agente en París y le ordené que lo comprara. Él viajó a Córdoba y cerró el trato con Martínez Olazábal. En un principio, encontró algo de resistencia por parte del capataz del campo.
—¡Don Cívico! —recordó Francesca—. Debe de estar muriéndose de la angustia. Apenas llegue a Riad le escribiré para explicarle. ¡No podrá creerlo! Kamal, no tienes idea lo feliz que me has hecho. Por fin, Rex es mío y no tendré que ocultarme para montarlo.
Hasta el campamento, Francesca le recontó las peripecias vividas junto a su caballo, y Kamal llegó de muy buen talante.
Esa noche, después del viaje desde Jeddah, el jeque y los miembros de su comitiva cenaron con frugalidad e intercambiaron pocas palabras. Se marcharon a dormir sin hacer sobremesa ni fumar bucólicamente el narguile. Al-Saud acompañó a Francesca hasta su tienda. Se quedaron sentados bajo el toldo de la entrada contemplando el cielo estrellado. Francesca se aletargó entre los brazos de Kamal, arrullada por su voz; él le contaba de leyendas de caballos alados, alfombras voladoras y genios embotellados. Cuando se quedó profundamente dormida, Al-Saud la cargó en brazos y la llevó al catre, donde Zobeida la esperaba para desnudarla y arroparla entre las fragantes sábanas.
Al día siguiente, Kamal pasó la mañana y las primeras horas de la tarde practicando cetrería con su abuelo, arte que dominaba con destreza desde la adolescencia. Esa noche, recuperados por completo del viaje a Jeddah, la tribu quería festejar, eufórica por el éxito de la venta de la lana y de los afamados caballos Al-Kassib. También rendirían homenaje al nieto del jeque y príncipe heredero, que pronto desposaría a la mujer blanca que había llegado con él; también creían que, como de costumbre, Kamal les había traído buena fortuna en los negocios de Jeddah.
Durante la cabalgata a esa ciudad, Kamal había hallado el momento para comunicar a su abuelo y a sus tíos la noticia de su compromiso con Francesca. Jacques y Mauricio escucharon en silencio y no hicieron comentarios, a pesar de que con ellos jamás había compartido sus serias intenciones.
El jeque y sus hijos se sorprendieron sinceramente y después se preocuparon, en especial por tratarse de una joven occidental y cristiana, una compañera tan poco propicia para el futuro rey de Arabia Saudí. De todos modos, no mencionaron sus recelos y lo felicitaron con efusividad, asegurándole que ni las huríes en el Paraíso eran tan bellas como Francesca. De regreso en el oasis, la noticia de la boda corrió como reguero de pólvora entre los miembros de la tribu, y una alegría general se apoderó de todas las tiendas.
Terminada la cena, el jeque, su familia e invitados salieron de la tienda para recibir los honores. En el centro del campamento ardía una enorme fogata, y los beduinos, junto a sus mujeres e hijos, se acomodaban alrededor, en medio de una algazara que se acalló súbitamente a la vista del amo. Un hombre dio un paso al frente e indicó al jeque y a Kamal las ubicaciones principales, y pidió a Juliette, Mauricio, Jacques y los hijos del jeque que se acomodaran cerca. Luego, dirigiéndose al público, presentó el espectáculo.
Francesca, que era a quien desposaría el venerado príncipe, no suscitaba mayores pasiones entre los del pueblo, y quedó relegada detrás de un grupo de ancianas que zascandileaban todas al mismo tiempo y gesticulaban de tal modo que le tapaban la escasa visión del espectáculo, una típica danza beduina. Diez hombres, ataviados con coloridas prendas de satén, formaron una hilera en el centro del improvisado escenario. Al sonido de la música, resonancias acompasadas y lamentosas, monocordes y disonantes, que resultaron desagradables a Francesca, los bailarines giraron sobre sí coordinadamente, quedando hombro con hombro, y comenzaron a blandir sus cimitarras en varias direcciones con extrema precisión. Francesca contenía el aliento a la idea de que alguno le arrancase de cuajo la cabeza a su compañero. Mientras el resto continuaba con las riesgosas maromas y los sonidos lánguidos se repetían, un bailarín abandonó la fila y recitó versos en honor del jeque y del príncipe saudí.
—Ésta es una de las danzas más antiguas de Arabia; se llama Ardha —susurró Jacques Méchin a Francesca.
—Es muy interesante —mintió la joven.
—Supongo que te habrás llevado una gran sorpresa al ver a tu caballo aquí.
—¡Oh, Jacques! Usted no podría imaginarlo.
Méchin rió, estimulado por la alegría de Francesca y el brillo de sus ojos negros. La encontró más hermosa que nunca, con el cabello espeso y oscuro que le llegaba hasta la cintura y el rosado del vestido que le sentaba de maravilla. «Quién tuviera treinta años menos», se lamentó, y al mirarla con más detenimiento, como tratando de descubrir el sortilegio que había embrujado al intelectual y parco Mauricio y que había conquistado el infranqueable corazón de Kamal, concluyó que todo se reducía a esa extraña mezcla de inocencia y voluptuosidad, a la absoluta inconsciencia de sí misma, a la sencillez de su espíritu cuando, en realidad, se esperaba hallar, dentro de ese cuerpo mundano y apetecible, una mujer voraz y avezada. La deseó como hacía tiempo no deseaba a una mujer, y de inmediato se sintió vil y traidor.
—Kamal no podría haber elegido mejor —expresó, para alejar la tentación.
Francesca lo miró complacida y le agradeció. Por primera vez desde el inicio de su relación con Al-Saud, el gesto de Méchin volvía a ser aquel sincero y amistoso, desprovisto de los subterfugios en los que había caído últimamente.
—Son jóvenes y están llenos de valor —continuó el francés, hablando más para sí—. Salvarán los obstáculos, lo sé.
—¿Qué obstáculos, Jacques?
El tono aniñado de la joven lo llenó de piedad y pensó que Francesca era como una oveja entre lobos. También pensó en Kamal que, siendo un lobo, debería proteger a su oveja para que no la despedazaran. «La despedazarán», vaticinó, y un escalofrío le erizó la piel.
—Francesca, eres una joven inteligente y perspicaz, y decirte que todo será fácil entre tú y Kamal sería como insultar tu inteligencia. —Hizo una pausa para encender la pipa en busca de una excusa para ordenar sus pensamientos—. Los árabes son personas maravillosas; gentiles, generosos, confiables, son los buenos y leales amigos que cualquiera podría desear, pero también son impulsivos, aguerridos e inflexibles. Sus creencias religiosas son más importantes para ellos que su propia vida y, créeme, Francesca, están dispuestos a morir por defenderlas. Protegen a los suyos como fieras y rara vez permiten a alguien inmiscuirse en sus asuntos. Kamal es uno de ellos. Eso sí, uno especial. Él ha tenido la posibilidad de conocer el mundo y otras formas de pensamiento. Por sus venas corre sangre occidental, lo que le significó una ventana por la cual asomarse para conocer otra parte de sus ancestros. Está lleno de un aire renovador que podría llevar a Arabia a ocupar el lugar de los países más potentes del mundo. Sé que él puede lograrlo. Tiene el valor y la sabiduría para hacerlo. Pero en su camino encontrará enemigos que tratarán de socavar todo lo que él consiga. —Calló por un instante, y su mirada se enterneció—. Y tú, sin duda, eres de sus logros más grandes y valiosos. Eres la que eligió como mujer.
Francesca quedó sin habla, un tanto embarullada. Por un lado, el discurso había sonado alarmante, por otro, le había resultado un panegírico al amor. Se limitó a agradecer, y no deseó ahondar algunos de los conceptos por temor a la realidad que encerraban. De todos modos, bien sabía ella que en Riad nadie la quería.
Los aplausos llegaron a sus oídos indicando que el Ardba había finalizado. El presentador despidió a los bailarines y anunció el próximo número. Kamal y el resto de los homenajeados parecían disfrutarlo, especialmente Dubois que, con una excitación inusual, conversaba con Juliette y el jeque, aplaudía y reía de cualquier cosa. Francesca no encontraba estimulante el espectáculo en absoluto y decidió, en vistas de que regresaban a la ciudad a primera hora de la mañana siguiente, retirarse e intentar dormir pese al bullicio.
En la soledad de la tienda, halló la quietud que ansiaba. Estaba rendida y debía de tener la presión baja de nuevo. Se puso el camisón y la bata. Resignada a la ausencia de Zobeida, que participaba del festejo, volvió a cepillarse el pelo después de tantos días que, con extremo cuidado y delicadeza, lo había hecho la beduina. La extrañaría, sin dudas; la echaría de menos, a ella y a su silencio tranquilizador, a sus manos pletóricas de habilidad, al perfume de su piel cobriza; le faltarían también los desayunos con Juliette, las cabalgatas al corazón del oasis, las conversaciones acerca de Kamal mientras remojaban los pies en el uadi. Pensó en los días vividos en Jeddah, y la inminencia del regreso al trabajo y a la vida normal la devastó. Se había aficionado al mundo de Al-Saud y no deseaba volver a Riad, como si el regreso significara la ruptura del encanto, el despertar de un sueño placentero. Comprendió que ahora pertenecía a ese lugar.
Kamal entró en la alcoba y le rodeó la cintura por detrás. Se besaron, se acariciaron, se olieron, se desearon y, en el instante en que estaba por arrastrarla al catre, Al-Saud recordó para qué la buscaba.
—Vamos, quiero mostrarte algo.
—Deja que me cambie.
—No, ven así; estaremos solos.
Se tomaron de la mano y salieron de la tienda. Corrieron sorteando palmeras, bordeando el uadi, sintiendo el agua fresca en los pies desnudos. Los guiaba la luz de la luna, que iluminaba una franja de tierra. Se detuvieron en la cima de un médano, y Francesca se admiró ante la grandiosidad de aquel valle de arena platinada que se extendía a sus pies en una eternidad maravillosa e imponente, que suscitaba miedo y gozo, ganas de recorrerla y pánico de adentrarse en sus misterios, que le fatigaba la respiración y la obligaba a asirse con firmeza a la mano de Kamal. Permanecieron en silencio, con la vista perdida en la negrura del horizonte. Atrás había quedado el campamento envuelto en un halo de luz rojiza y sonidos melancólicos. Adelante se proyectaba la inmensidad del desierto, que ya la había cautivado. Miró a su amante para hablarle y lo encontró absorto en el paisaje nocturno.
—De veras amas esta tierra, Kamal. Lo veo en tus ojos.
—Aquí nací, aquí nacieron mis padres, esto fue lo que conocí desde que vi la luz y esto fue lo que me enseñaron a querer y a respetar. Durante los años de pupilaje en Inglaterra no existió día en que no despertara soñando con volver al desierto. Añoraba tanto a mis caballos, deseaba sentir sus cascos hundirse en la arena, montarlos hasta extenuarlos. Extrañaba mi hogar, a mi madre, a mi padre. Todo lo que había dejado aquí era lo mejor que tenía, y no deseaba más que volver.
Francesca amó ese momento y lo guardó entre sus recuerdos más preciados pues, por primera vez, sentía que Kamal le abría el corazón y le mostraba su interior con desprendimiento y confianza.
—Cuando ingresé en La Sorbona —prosiguió él— me deslumbre. La magnificencia del lugar, la sabiduría de los profesores, la majestuosa biblioteca, gente de todos los rincones del mundo… En fin, pensé en no volver a Arabia. —Sonrió tristemente, y añadió—: Ni Maurice ni Jacques lo creyeron. Pero tardé cinco años en regresar. Volví en ocasión del atentado contra mi padre. Saud, mi hermano, lo protegió y fue él quien salió herido.
Después de ese comentario, Kamal se encerró en su habitual mutismo y mantuvo la vista fija en el horizonte. Segundos después, Francesca le presionó el antebrazo. Él se volvió y la miró largamente.
—¡Qué hermosa eres! —dijo por fin, y le besó los labios, el cuello, el escote.
Cayeron de rodillas al suelo, donde continuaron las caricias febriles y los gemidos contenidos. La tomó allí, sobre la arena tibia, a cielo abierto, con las estrellas y la luna llena como únicos testigos de sus jadeos y palabras de amor. Quedaron exhaustos, mudos, un poco desconcertados.
—Jamás me sentí igual —confesó él, y apoyó la cabeza sobre el pecho sibilante de ella.
Había refrescado, y Francesca tenía frío. Kamal la envolvió en su capa y la acurrucó contra su pecho. Miraron el cielo, tachonado de estrellas. Francesca no recordaba tantas, ni siquiera en Arroyo Seco. Se sintió más viva que nunca, llena de paz, y se dijo que eso era ser feliz.
—Francesca —pronunció Kamal, como arrojando la palabra al viento—. Tienes un hermoso nombre —dijo, recordando el efecto que había causado en él cuando el investigador privado que contrató en Ginebra lo mencionó por primera vez.
—Mi padre se llamaba Vincenzo Francesco. Me llamaron así por él.
—Háblame de tu padre.
Se incomodó, rara vez hablaba de Vincenzo. Con su madre habían sellado un pacto tácito y no tocaban el tema; Antonina lloriqueaba a la sola mención de su esposo y Francesca no soportaba verla sufrir. A Sofía no tenía mucho que contarle, pues poco recordaba, y Fredo parecía evitar la cuestión.
—Murió cuando yo tenía seis años —dijo, después de un rato—. Pero eso tú ya lo sabes. Recuerdo pocas cosas de él: el día del velatorio, el entierro después. Mi madre lloraba tanto. Yo me tapaba los ojos y rezaba para que las lágrimas se le acabaran, pero nunca se acababan. Hubo momentos en que odie a mi padre por hacerla llorar tanto. Lo odié también por dejarnos solas. —Tenía un nudo en la garganta, que le dolía de aguantar; tragó saliva y continuó—: Mi madre raramente habla de él; cada vez que comienza a contarme algo, llora, y yo odio que lo haga. Tengo un recuerdo de mi padre, muy lejano, casi parece un sueño, pero intuyo que fue verdad. Yo estaba en mi cuna, dormida y, al abrir los ojos, vi su rostro entre los barrotes de madera. Me contemplaba con mucha dulzura y, al ver que yo había despertado, me sonrió y me acarició la cabeza. Me pregunto cuánto tiempo habrá estado mirándome. Quizá fue un sueño y mi padre nunca me miró entre los barrotes de la cuna. Jamás lo sabré. Me quería mucho, lo sé, lo siento. Todavía recuerdo —continuó, con voz congestionada— el sonido de sus llaves cuando regresaba de trabajar. Al entrar en casa, preguntaba: «Dov’é la mia principessa?» Y yo corría hacia él. Siempre hacía lo mismo: me levantaba en brazos, me daba vueltas en el aire y me llevaba a la cocina para saludar a mi madre. ¡Oh, Kamal, cómo me gustaría que estuviera vivo y que te conociera!
Sus lágrimas mojaban el brazo desnudo del árabe, que la rodeaba y trataba de consolarla.
—¡No llores, pequeña, te lo suplico! Soy capaz de soportar cualquier cosa excepto que llores. Perdóname, no pensé que el recuerdo de tu padre te entristecería tanto. De ahora en adelante serás feliz. Nada enturbiará tus días y yo estaré siempre a tu lado para asegurarme de que sea así. ¡Oh, amor mío! No sé que decirte para que el dolor te abandone y vuelvas a sonreír.
Francesca se calmó y Al-Saud le secó las mejillas con su camisa.
—Me emocioné hablándote de mi padre, pero no creas que he sido infeliz toda mi vida a causa de su muerte —aseguró Francesca, más dueña de sí—. Tío Fredo tomó su lugar y ha sido el mejor de los padres.
—Presiento que tu tío es un gran hombre —comentó Kamal.
—Sí. Ha sufrido mucho él también. Abandonó Italia después de que su padre se suicidara al perderlo todo a causa del juego. Los Visconti pertenecían a la nobleza, ¿sabes? Eran propietarios de un castillo que les había pertenecido por siglos. Villa Visconti lo llamaban. Mi tío tiene un óleo en su oficina y nunca se cansa de contemplarlo. Se pone muy triste recordando su patria y su adorada villa. Algún día me gustaría conocerla; en realidad, me gustaría conocerla junto a él.
—¿Por qué te fuiste de Córdoba? —quiso saber Kamal tras un silencio.
—Por cobarde. Me fui para no volver a ver a Aldo Martínez Olazábal. Había prometido que nos casaríamos, pero me engañó. Su familia es de las más ricas de Córdoba, pertenece a la clase alta, lo consideran una persona muy respetable. Yo, en cambio, soy la hija de la cocinera.
La fluidez y segundad de su confesión la tomaron por sorpresa y, complacida de referirse a su pasado sin que esto le causara pena alguna, prosiguió:
—Me dejó para casarse con una de su clase. Sé que no la ama pero, en fin, ésa fue su decisión. La vida es un continuo optar. Algunas veces acertamos, otras veces nos equivocamos. Yo creo que sea cual sea la decisión, errada o acertada, debe salir del corazón, del propio convencimiento y no como consecuencia del miedo. En realidad, ahí está la verdadera valentía, ¿no te parece?
—Me parece que eres la mujer más valiente que conocí. Eres pura, transparente y estás llena de valor. Eso es lo que me lo dicen tus ojos. Jamás podrás ocultarme lo que ellos dicen, te delatan, mi vida. Tú eres la valiente, porque decidiste alejarte de ese hombre para dejar de sufrir. Huir para dejar de sufrir no es de cobardes sino de valientes. Abandonar todo lo que nos resulta familiar y conocido en busca de la paz y la armonía es una sabia decisión.
—Los días vividos junto a ti, Kamal Al-Saud, están siendo los más felices de mi existencia.