Francesca se llevó las manos al cuello, al mismo lugar donde hacía rato Al-Saud le había pasado los labios. «Aldo jamás me besó así», pensó con los ojos cerrados y la respiración fatigosa. Aquel contacto, entre rabioso y romántico, la había anonadado. Procuró enfurecerse y encontrar salvaje y de dudoso buen gusto esa muestra de machismo. Su enojo no duró mucho tiempo y, a medida que se relajaba, sentía un cosquilleo en la boca del estómago.
Dudó si ir a cenar, pero la idea de mostrarse indiferente y dueña de sí la instó a bajar. En la sala, pese a que ya se encontraban todos, sólo lo vio a él. Vestía pantalones beige, camisa celeste claro y llevaba la cabeza descubierta. Pocas veces le había visto el cabello, castaño oscuro y rizado. «¡Qué hermoso es!», se dijo.
Méchin le ofreció el brazo para pasar al comedor. Entre galanterías y comentarios banales, el francés consiguió distraerla y tranquilizarla. Mauricio la contemplaba con extrañeza y, cada tanto, lanzaba vistazos a Kamal, que los devolvía con flemático gesto. Valerie se mostraba más insinuante y provocativa que de costumbre, tanto que el profesor Le Bon carraspeó repetidas veces y retomó una y otra vez los detalles de su visita a Jordania. A Valerie parecían no afectarle las admoniciones de su padre y, sentada junto a Kamal, continuó rozándolo por casualidad, encontrando su mano con la de él en la fuente de los niños envueltos y subiendo y bajando las largas pestañas cuando sus miradas se cruzaban. Al-Saud, ajeno a los avances de Valerie Le Bon, comía y escuchaba. Cuando sus ojos tropezaban con los de Francesca, la contemplaba con seriedad hasta que ella desviaba la mirada.
—¡Qué bello país es Jordania! —aseguró por enésima vez el profesor Le Bon.
—Jordania es un invento de los ingleses —habló Kamal por primera vez en la noche—. Debería ser parte de Arabia. Es un país sin historia ni antepasados, un verdadero engendro.
—Sin embargo —objetó Gustav Le Bon—, el rey Hussein se muestra orgulloso de su estirpe y de su reino.
—Todo se lo debe a Lawrence, que le sacudió de encima a los otomanos —aseguró Méchin.
—¿Qué Lawrence? —preguntó Barrenechea, el agregado militar.
—Jacques se refiere a Thomas Edward Lawrence —intervino Dubois—, más conocido como Lawrence de Arabia.
—Siempre ha sido política de los ingleses desmembrar las zonas de su interés —opinó Francesca, y se asustó al ver que era la única que tenía la palabra y que todas las miradas se posaban en ella.
—¿A qué se refiere? —se interesó Kamal.
—Supongo que se trata del viejo aforismo «divide y reinarás».
—Oh, Francesca, siempre hablando de política —se quejó Valerie—. ¿Es que no tienes un tema más divertido?
—¿De qué debería hablar, entonces? —preguntó mordazmente—. ¿Del último grito de la moda en París o del peinado que la princesa Grace llevó en la última cena de la Cruz Roja?
Se hizo un silencio que el profesor Le Bon rompió segundos más tarde:
—Deberías ser una mujer más informada y culta, Valerie, tal y como lo es Francesca. Así podríamos conversar sobre temas interesantes durante nuestros largos viajes. Yo no me aburriría tanto de ese modo.
—Pero yo sí —se encaprichó Valerie.
Después de la cena, Méchin mantuvo con Kamal unas palabras en privado.
—Sabes que siempre voy al grano —le recordó, una vez cerrada la puerta del estudio.
Kamal tomó asiento y comenzó a juguetear con su rosario de cuentas.
—Habla, pues —concedió.
—¿Qué te has propuesto con la secretaria de Mauricio?
Kamal conocía a Méchin desde que tenía uso de razón. Había sido el mejor amigo de su padre y, por esto, Abdul Aziz lo había nombrado su tutor mientras duraban los estudios en el extranjero. Kamal lo respetaba porque, aunque lleno de los defectos de un típico parisino, demostraba inteligencia y mesura; lo quería además, pues sabía que, para Jacques Méchin, él era el hijo que nunca había tenido.
—¿Por qué me preguntas? —dijo con tono indolente, y encendió un cigarrillo.
—Kamal, te conozco como nadie; podrás engañar a cualquiera, pero no a mí.
—No es mi intención engañar a nadie.
—No emplees conmigo tus juegos de palabras ni apliques tus silencios desconcertantes. Vi ese cruce de miradas entre ella y tú durante la cena. Hasta Valerie Le Bon lo notó. Sé que la deseas y que te has propuesto hacerla tuya. —Kamal lo miraba y fumaba—. ¿Eres consciente de que Mauricio está enamorado de ella?
—¿Te lo ha dicho él?
—No, sabes que es muy reservado. Pero hasta un ciego lo vería. Es otro hombre desde que está con la muchacha. El reino de tu padre —retomó Méchin— está atravesando la peor crisis desde su fundación. Tu hermano Faisal ya maneja el monto del déficit de este año y asegura que se ha incrementado alarmantemente respecto a la misma medición del año pasado. Te esperan para que tomes las riendas. La situación interna de la familia es tensa, peligrosa, me atrevería a decir. Saud no permitirá que lo marginen. Tus tíos y Faisal, a pesar de todo, están dispuestos a hacerlo a un lado y ponerte al frente. Pues bien, ¿en medio de esta tormenta se te ocurre venir a Jeddah para seducir a la secretaria de Mauricio? Deja en paz a esa pobre criatura; es inocente y tierna como una gacela. La harás desdichada si, en estas circunstancias, la relacionas contigo.
Francesca pasó la mañana y las primeras horas de la tarde trabajando con su jefe, empeñado en el análisis de un acuerdo luego de la reunión con los italianos, y en el control de la documentación que enviaría a Riad con el agregado militar, que regresaba al día siguiente. Las horas junto Mauricio se hicieron eternas, inquieta y mal dormida como estaba. Además, lo encontró serio y distante, enojado quizá, lo que la angustió sobremanera y, segura de que el enfado se debía a la pequeña escena con Valerie Le Bon deseó no haber abierto la boca.
No era ella misma, una mezcla de sensaciones la confundía. Saldría a cabalgar. Cabalgar siempre la había apaciguado. Encargó a una sirvienta avisar a Khalid que montaría a Nelly, la yegua que Al-Saud había dispuesto para ella. Se vistió con el traje de amazona y se peinó con una cola. Miró el reloj: las cuatro y media de la tarde. A esa misma hora, el día anterior recorría las caballerizas junto a Kamal, arrullada por su voz, atraída por su personalidad, impresionada por su belleza física. Luego el beso, el beso que aún le ardía en los labios y en el cuello. Dejó la habitación. Entró campante en la sala y, al toparse con Al-Saud y Valerie que se besaban sobre los almohadones, sintió un golpe en el pecho.
—Disculpen —dijo, y se apresuró a salir.
El empleado de la cuadra que sujetaba a Nelly se desconcertó cuando Francesca le arrancó la fusta, montó la yegua de un salto y la azuzó de tal modo que el animal se encabritó antes de empezar a correr. Kamal encontró al muchacho que aún contemplaba atónito a Francesca y a la yegua, y le ordenó:
—¡Prepárame a Pegasus!
Francesca fustigaba a Nelly, que galopaba con las orejas bajas. Inclinada sobre el lomo, se dejaba aturdir por el viento, por el ruido de los cascos y la respiración acelerada del animal, desbocado para ese momento. Sabía que no podría detenerlo y lo dejó galopar. Francesca apretaba los ojos y la imagen de Valerie tomada al cuello de Al-Saud le arrancaba lágrimas de coraje que se le escurrían por las sienes. Azotó nuevamente a Nelly descargando sobre la yegua la furia y la frustración.
Pegasus era el caballo más veloz de la cuadra. No pasó mucho hasta que Kamal divisó a Francesca, que ya había abandonado los lindes de la finca y en medio de dunas se dirigía hacia el mar. Notó que las fuerzas de la yegua mermaban y que el trecho que los separaba se acortaba rápidamente.
—¡Francesca, detente! —gritó—. ¡Detente, maldita sea!
Francesca miró hacia atrás: Al-Saud se encontraba más cerca de lo que pensaba, hasta podía distinguir con claridad la rabia que lo dominaba. Golpeó con saña las ancas de Nelly y le gritó para soliviantarla, pero prevaleció la rapidez de Pegasus; poco después avistó por el rabillo del ojo el hocico del semental. El mutismo en el que se mantenía Al-Saud la atemorizó y no tuvo el valor de mirarlo nuevamente. Aunque consciente de que pronto la alcanzaría, siguió cabalgando para demostrarle que no le obedecería. Kamal colocó a Pegasus cerca de Nelly, se puso de pie sobre los estribos e, inclinándose hacia Francesca, la arrancó de la montura y la sentó delante de él. Francesca no tuvo noción de lo sucedido hasta segundos después cuando, al sentir los brazos de acero que la rodeaban, luchó con bríos e intentó tirarse del caballo, que, sacudido por los bruscos movimientos, se encabritó y comenzó a dar coces y resoplidos. Kamal logró sujetarla antes de que tocara el suelo y manejó al enfurecido Pegasus sólo con la presión de las rodillas.
—¡Quédate quieta o te doy una tunda! —amenazó.
Francesca giró dispuesta a golpearlo, pero la fuerza primitiva que destellaba en los ojos del árabe la obligó a estarse quieta. Ni siquiera se animó a pedirle que aflojara la presión de los brazos; callada e inmóvil, padeció el dolor punzante en las ijadas, masticando la rabia y soportando la humillación de saberse sojuzgada.
Kamal recogió las riendas de Nelly, que había terminado unos metros más allá, y emprendió la vuelta. Muy agitado en un principio, consiguió regularizar el pulso y calmarse. Con un movimiento torpe, acercó aún más a Francesca y se complació al notar que le obedecía y acomodaba la espalda contra su pecho. Cabalgaron en silencio hasta la casa, demasiado enojados para hablar; luego, los aletargó el trote acompasado de Pegasus y el contacto cálido de sus cuerpos.
Al llegar, Kamal aflojó su abrazo y la ayudó a descender.
—¡Mírame! —ordenó en un susurro e, inclinándose en la montura, le levantó el rostro por el mentón—. Estás loca si piensas que, después de todo lo que hice para tenerte, voy a dejar que te me escapes por el arrebato de una descocada. Hablaremos más tarde. Ahora ve y descansa.
Picó espuelas y llevó a Pegasus y a Nelly a las caballerizas.
Llamaron a la puerta de su dormitorio. La asaltó una agitación incontrolable. Abrió: era Sadún. El amo Kamal la mandaba llamar. Terminó de peinarse y bajó, dispuesta a acabar con aquella absurda situación.
El mayordomo le indicó que entrase en el estudio. Al-Saud, de pie frente al escritorio, contemplaba unas fotografías. No la miraba, no le hablaba, como si continuase solo, como si ella jamás hubiese entrado. Francesca, que había bajado para endilgarle una invectiva, se quedó quieta, observándolo, apaciguada por los movimientos lentos y la paz del árabe.
Se había bañado y afeitado; aún tenía los rizos húmedos y el aire olía a su loción almizcleña. «¡Qué hombre tan extraño!», pensó. Era inexpugnable y enigmático, pero, ¡qué abierto se había mostrado el día anterior mientras la estrechaba entre sus brazos y la besaba!
Kamal se movió hacia ella y Francesca se apartó.
—No muerdo —dijo Al-Saud, y le extendió las fotografías.
Fotografías de ella y de Marina haciendo compras en Ginebra, de ella camino al consulado, de ella sobre el barco que navegaba por el lago Leman, de ella junto a su jefe en algún cóctel o recepción, de ella a la entrada de su casa.
—¿Cómo las obtuvo? —preguntó, y la voz le salió en un hilo.
—Las mandé sacar. Te hice seguir durante algunas semanas.
Francesca lo miraba a él y a las fotos, a las fotos y a él, y no daba crédito de cuanto veía y escuchaba.
—Tu nombre completo es Francesca María De Gecco. Naciste el 19 de febrero de 1940, en Córdoba, Argentina. Tu padre, Vincenzo De Gecco, murió cuando eras apenas una niña de seis años y tu madre, Antonina D’Angelo, debió emplearse como sirvienta en la mansión de una familia acomodada, los Martínez Olazábal.
—¿Por qué? —susurró Francesca—. ¿Para qué?
—Porque una noche, en Ginebra, te vi y te deseé. Te quería aquí conmigo, en mi tierra, entre los míos, y aquí te traje.
Francesca negaba con la cabeza y balbuceaba en castellano. Había sido él. El extraño e inopinado traslado a Riad era obra suya. Pensó en la esposa del cónsul y soltó una risa que se mezcló con el llanto, el miedo y la furia. Al-Saud intentó tocarla y ella lo repelió con aversión.
—No se atreva —bramó—. ¿Quién demonios se cree que es? ¿Quién demonios se cree que es para decidir sobre mi destino, para sacarme de Ginebra y traerme a este condenado país de salvajes e incivilizados? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué daño le he hecho?
Kamal amagó acercársele nuevamente, y Francesca se le abalanzó y le asestó golpes en el pecho. Fue un forcejeo mudo hasta que Al-Saud la doblegó. Sin posibilidad de moverse, presa de la ira, Francesca terminó llorando en sus brazos. Se separó de él lentamente y lo miró con desconcierto.
—¿Por qué me trajo aquí? —insistió—. ¿Por qué me sacó de Ginebra?
—Porque te quiero para mí.
Francesca le dio la espalda y se llevó las manos al rostro, confundida, superada por la realidad que, de un golpe, le habían soltado en la cara. Pensaba rápido, en muchas cosas, y nada claro afloraba. Kamal la tomó por los hombros y volvió a sobresaltarse.
—No me temas —suplicó.
Sí, le temía. A su magnetismo, a su poder, a todo eso le temía. Él era un árabe, hombre duro, caprichoso y tiránico; y, a pesar de todo, ¡cómo lo deseaba! ¡Cómo anhelaba que volviera a besarla y que su ardor la hiciera sentir viva!
—Esto es una locura —pensó en voz alta.
—¡Sí, una locura! —repitió él, y la obligó a volverse—. Yo me vuelvo loco cuando te veo, cuando escucho tu voz, cuando huelo tu perfume, cuando te toco, como ahora. Me vuelvo loco de pasión y de deseo. ¡Bésame! —ordenó y, sujetándola por el rostro, buscó sus labios y se internó en su boca.
La impetuosidad de Kamal la estremeció y, completamente vencida, se aferró a su espalda y le devolvió beso por beso, caricia por caricia, suspiro por suspiro, en libre entrega, con la misma excitación que manaba de él y que la perdía irremediablemente. Tratar de no desearlo le pareció insensato. Su cuerpo, su sonrisa, sus modos, sus ojos que la embrujaban, aquello que había llegado a convertirse en una tortura, ahora lo gozaba sin reservas ni remordimientos, y qué magnífica sensación de plenitud y dicha. La lucha entre lo que debía hacer y lo que su corazón le pedía a gritos terminó en aquel instante y se sintió suya.
—¿Qué será de mí ahora? —se preguntó.
—Serás mía —respondió Kamal.
—Somos distintos —interpuso ella—. Nuestros mundos se han despreciado desde siempre. Nos separan siglos de odio y guerras. ¡Oh, Kamal, tengo tanto miedo! ¡Estoy segura de que esto es un error!
—¡Olvídate del mundo, de la religión, del pasado! Deja que el deseo fluya dentro de ti, que te posea, como a mí. Seremos sólo tú y yo. No temas. Yo te protegeré y no permitiré que nada ni nadie te haga daño. Di que serás mía. ¡Dilo!
—¡Sí, tuya!
Esa noche, Valerie Le Bon, tras poner el pretexto de un dolor de cabeza, no bajó a cenar y, muy temprano por la mañana, su padre y ella dejaron la finca para volver a París. Los días que siguieron, Francesca los vivió sumida en la dicha. Se despertaba con ansias, saltaba de la cama y el día le resultaba escaso para gozar la plenitud que experimentaba cuando Kamal se encontraba cerca o cuando la besaba sin moderación.
No obstante, a veces se inquietaba, la asaltaban dudas e interrogantes. En especial se preguntaba qué dirían su madre y Fredo al enterarse, qué pensarían la señora Fadila y el resto de los Al-Saud, tan aferrados a las tradiciones y al Islam. Francesca quería disfrutar de aquellas vacaciones sin preocuparse por el futuro, y se conformaba al pensar que Kamal se haría cargo de todo. Existían noches en las que se desvelaba al intuir lo que debería enfrentar al unir su vida a la de un príncipe islámico; pero a la mañana siguiente, cuando Al-Saud la recibía en el comedor para desayunar y ella veía que sus ojos brillaban de amor al verla, nada de lo que había apesadumbrado sus sueños contaba. Le bastaba escuchar su voz o verlo entrar en la sala para que los temores se desvanecieran y la felicidad le devolviera la sonrisa. Recordaba su experiencia con Aldo y le parecía adolescente e inmadura. Sólo había servido para guiarla hasta Al-Saud y, aunque procuraba no hacerlo, los comparaba, y veía en Aldo a un niño medroso, incapaz de enfrentar los prejuicios de una sociedad y de una familia convencionales.
Las horas le parecían eternas cuando Kamal se encerraba en su estudio o viajaba a Jeddah para atender sus negocios. A veces hablaba por teléfono durante más de una hora y, aunque lo hacía en árabe y en su habitual tono de voz, el gesto que le oscurecía el rostro la convencía de que en la vida de Al-Saud no todo era color de rosa. Se mostraba reticente cuando le preguntaba y era poseedor de una habilidad extraordinaria para capear los interrogatorios y pasar a otro tema. Una tarde, mientras recorrían la propiedad a caballo, intentó inducirlo a que le contara.
—¿Qué te preocupa? —la interrogó Kamal.
—Nada; quiero conocer más sobre tu vida, ya que tú pareces saberlo todo acerca de la mía.
Kamal bajó de Pegasus y, cogiéndola por la cintura, la ayudó a desmontar de Nelly. La tomó de la mano y caminaron hacia el potrero, donde los empleados vareaban y cepillaban a los caballos. Francesca no sabía si le contestaría o si se encerraría en su habitual mutismo. Un momento más tarde, Kamal se movió para mirarla.
—Habrá temas en los que nunca te daré cabida —manifestó, con sinceridad—. No porque desconfíe de ti o porque crea que no eres capaz de comprenderlos. Me fío de ti más que de mí mismo y sé que eres una mujer muy inteligente. Sin embargo, te mantendré alejada de ciertas cuestiones para protegerte.
—¿Protegerme? ¿Quieres decir que corres peligro?
—¿Quién no corre peligro? ¿Existe alguien que pueda asegurar que tiene la vida comprada?
—No me enredes con tus sentencias —se exasperó Francesca—. Sabes a qué me refiero.
—Esto es lo único que necesitas saber de mí —dijo Kamal, y, sin importarle la presencia de los empleados, la aferró por la cintura y la besó con labios enardecidos.
Kamal le hacía los honores de señora de la casa, y los sirvientes la atendían y obedecían con sumisión ciega y respeto, a excepción de Sadún, que la eludía y apenas la saludaba. Kamal se mostraba caballeroso y atento en presencia de Dubois y Méchin, y evitaba incomodarla con muestras de pasión. Sus acciones tenían como único objetivo complacerla y Francesca fantaseaba con que sólo ella ocupaba sus pensamientos, tan importante y deseada se sentía. Visitaban el zoco de Jeddah, donde Kamal le daba muestra de su generosidad gastando el dinero a manos llenas; cuanto más se quejaba Francesca, más gastaba él. Almorzaban en algún restaurante tradicional, y luego recorrían la ciudad. Kamal sentía afición por la parte vieja de Jeddah, notoriamente distinta a la zona moderna que evidenciaba el influjo de la arquitectura occidental. El sector viejo, que Kamal había visitado a menudo junto a su padre, se caracterizaba por calles estrechas de adoquines, construcciones de dos o tres pisos y pequeños negocios de abarrotes. Le llamaron la atención los prominentes balcones de las casas, construidos en madera de colores vistosos y completamente cerrados. Kamal los llamó moucharabiab.
—Están hechos de tal forma —explicó— que se puede ver desde el interior sin ser visto.
Esas palabras la remontaron a aquella mañana en Riad, cuando, conducida por Malik al zoco, había columbrado a través de las rejas de una ventana aquel par de ojos tristes y brillantes. ¿Sería ese su futuro al lado de un musulmán? ¿Debería mirar a través de una ventana sin ser vista? No quería pensar, se negaba a avizorar destino tan amargo cuando Kamal se mostraba liberal y flexible. Asimismo, prefería no preguntarle a causa de lo mucho que temía la respuesta; después de todo él pertenecía a ese mundo, lo respetaba y cumplía sus normas.
Una tarde, Francesca encontró a Mauricio leyendo en la sala. Lo contempló desde la puerta y se preguntó si sabría que Al-Saud había manejado su nombramiento en la embajada. Se acordó de su reacción al leer en el legajo que tenía veintiún años y las palabras que expresó a continuación: «En tu lugar iban a enviar a otra persona y, en el último momento, no sé por qué, te designaron». Todo indicaba que se hallaba al margen de las maniobras de su amigo.
Lo saludó y de inmediato Mauricio dejó el libro y se puso de pie. Su nerviosismo la sorprendió; ya no era el Mauricio Dubois de antes, el jefe aplomado a quien tanto admiraba. Conversaron de trabajo y, luego de hacer un balance de la visita a Jeddah, Dubois le confesó, en vistas de los contactos y acuerdos obtenidos, que había superado sus expectativas. Habló a continuación de que pronto deberían regresar. Habían transcurrido diez días desde la salida de Riad y los asuntos de la embajada demandaban su presencia; calculaba el retorno en un par de días.
—¿Regresar en un par de días? —dijo Kamal a modo de saludo, y palmeó a su amigo en la espalda—. Ni lo sueñes, Mauricio. Acabo de recibir noticias de mi abuelo; llegará al oasis Ramsis dentro de poco y estoy seguro de que desea verte. Después de tantos años, no puedes negarte; conoces al viejo, se sentirá defraudado si no lo visitas.
Dubois objetó y se excusó, pero Kamal rebatió cada uno de sus argumentos. Por fin, Mauricio se resignó a partir en dos días al oasis donde acamparía la tribu del jeque Al-Kassib.
—Mandé preparar los caballos —expresó Al-Saud, y miró a Francesca—. Quiero mostrarte un lugar.
Francesca, que había esperado el día entero por tener un momento a solas con él, salió deprisa a cambiarse y retornó a la sala en pocos minutos. Al-Saud, listo en su traje de montar, conversaba con Dubois y Méchin; lo hacían en voz baja y sus semblantes la preocuparon. De todos modos, de nada valía esforzarse para escuchar porque hablaban en árabe. ¿Aprendería alguna vez esa intrincable lengua de sonidos guturales y simbología confusa?
—Bien, ya estás lista —se complació Kamal—. Vamos, entonces.
Jacques y Mauricio cruzaron miradas cargadas de intención mientras Francesca y Kamal se alejaban.
—Están viviendo un sueño del que pronto deberán despertar —manifestó Méchin, y Dubois asintió.
—¿Adonde me llevas? —se inquietó Francesca, pues hacía más de una hora que la casa había quedado atrás.
—Ya verás. —Y, mirándola de soslayo, remató—: Eres impaciente como una buena occidental.
A medida que avanzaban, el dorado del desierto ganaba al verdor de las palmeras, y el terreno comenzaba a ondularse, primero en sutiles elevaciones, luego, en altas dunas. Cada tanto, un viento racheado y fresco soliviantaba el paso de los caballos, que comenzaban a trotar, y daba un respiro, pues el calor agobiaba.
Francesca miró en torno: el silencio era sobrecogedor, la soledad, absoluta, la imponencia del desierto, atemorizante. Sin embargo, al lado de Kamal no tenía miedo, estaba a salvo, su seguridad la reconfortaba. Él cabalgaba con la cabeza en alto y la mirada atenta, como al acecho; llevaba el gesto endurecido, las mandíbulas contraídas y los músculos del antebrazo se le remarcaban al sujetar las riendas. Se detuvieron en la cima de una duna y descubrieron el mar Rojo a sus pies.
—Es la primera vez que veo el mar —confesó Francesca.
—Vamos —dijo Kamal, e incitó a Pegasus, que bajó hasta la playa.
Galoparon cerca del rompiente. El agua los salpicaba y el viento les inflaba las camisas. Francesca reía de pura dicha y Kamal la contemplaba extasiado. Más tarde, dejaron descansar a Nelly y a Pegasus. Al-Saud extendió una estera donde se recostaron para secarse. Francesca se quitó las botas, se arremangó los pantalones y corrió nuevamente al mar. Retozó con el flujo y reflujo de las olas, se mojó los pies y, buscando caracolas, se empapó los brazos y el pecho.
Kamal se apoyó sobre los codos para observarla. Parecía una niña, reía y exclamaba ante lo novedoso; lucía radiante y más hermosa que nunca. Hacia el poniente, los riscos se difuminaban tras el resplandor mortecino del sol. Lo maravilló el cielo, extrañamente rosa, violeta y naranja. Cerró los ojos y sonrió, desconcertado por el júbilo, embargado de infinita y desconocida paz, pleno de la energía que le transmitía la risa cristalina de Francesca arrastrada por el viento.
—¡Mira, Kamal! —exclamó la joven, y se acercó corriendo—. ¡Mira qué hermosas caracolas! ¡Mira esta piedra, qué suave es! —Y se la pasó por la mejilla.
—Ven —dijo Kamal, y la recostó a su lado—. Estás empapada.
Se quitó el tocado y le secó la cara, los brazos y el cuello. La camisa blanca de Francesca se adhería a su pecho y revelaba la exuberancia de sus senos y la punta endurecida de sus pezones. Se miraron. Francesca le sonrió con timidez y Kamal advirtió que perdía el control. La besó ardorosamente, devorándole los labios, buscándola con la lengua. Su boca abandonó la de ella y le recorrió las mejillas y el cuello, mientras sus manos la exploraban con una insolencia que no habían mostrado anteriormente. Francesca, que gimoteaba aferrada a su espalda, se debatía entre el deseo que gobernaba su cuerpo y el temor que le provocaba el arrebato de Al-Saud, que revelaba un desafuero ignoto para ella. Cierto que ya la había besado con osadía; sin embargo, en ese momento, se trataba de un enardecimiento que la atemorizaba, de un poder arrollador que deseaba poseerla en lo más profundo de su ser.
—Basta, no sigas. Basta —suplicó, e intentó quitárselo de encima.
Al-Saud la soltó y se incorporó, jadeante y agitado.
—Me haces perder el control —dijo, y se llevó la mano a la frente.
Kamal despertó con el sexo erecto, turbado por las escenas de un sueño lujurioso. Cogió el Rolex de la mesa de noche: la una y media de la madrugada. Dejó la cama y salió al balcón. El aire del mar le acarició el torso desnudo, y los aromas del mirto y del romero que recorrían la galería, le provocaron una sensación placentera. Se acodó sobre la balaustrada para contemplar el cielo estrellado y la luna.
Pensó en Francesca, tan cerca, a sólo unos metros, y la imaginó dormida, con el camisón enroscado en torno a la cintura y sus piernas al descubierto. Sonrió cuando la memoria arrastró hasta sus oídos su risa fresca de esa tarde en la playa. Había disfrutado del mar y del simple hecho de recoger caracolas, expandiendo como un aura esa vitalidad y juventud que él había pretendido tomar en un arrebato. La había asustado, su torpeza no tenía perdón. Se desesperaba porque la quería toda para él. Poseería a ese ser simple que era Francesca, naturalmente inclinado al bien y al amor, esa muñequita frágil y preciosa; y poseería también a ese otro ser complejo, esa mujer fatal que se revelaba sin tapujos cuando él la tomaba entre sus brazos.
A veces lo desconcertaban los celos porque nunca los había experimentado con otras mujeres. Celos de quienes ella amaba, de los destinatarios de sus sonrisas y de sus pensamientos, de los hombres que la deseaban, principalmente del tal Aldo Martínez Olazábal, que habría cruzado el mundo para buscarla si él no se lo hubiese impedido.
Asestó un golpe a la columna. Martínez Olazábal jamás volvería a acercarse a Francesca, él se encargaría de eso.
Escuchó un ruido en el extremo opuesto del balcón corrido y divisó el perfil de Francesca, de pie cerca de la baranda. La brisa le pegaba el camisón al cuerpo y marcaba el contorno de sus curvas. El cabello negro y largo le bañaba los hombros. No quería asustarla de modo que carraspeó suavemente para llamar su atención. Francesca volteó y se quedó mirándolo. Kamal avanzó, y la luna iluminó sus facciones y su torso desnudo y musculoso.
—¿Qué pasa? ¿No puedes dormir? —preguntó.
Francesca negó con la cabeza y se ajustó la bata en torno al cuerpo como si tuviera frío.
—Yo tampoco —agregó él.
Se aproximó lentamente, como si temiera espantarla, y le pasó el dorso de la mano por la mejilla. Ella seguía mirándolo con los ojos muy abiertos y la actitud de quien espera ser atacada. Kamal percibió su miedo, y la ternura que sintió casi lo lleva a renunciar al objetivo que se había trazado al encontrarla allí. Pero su deseo por ella era mayor aún; en realidad, era lo único que contaba desde que la había visto por primera vez en Ginebra. Ya no seguiría esperando, había hecho tanto para tenerla que resultaba una necedad no fundirse en ella y convertirse en uno solo. Hacía tiempo que pensaba en Francesca como en su mujer, pero eso ya no resultaba suficiente; quería marcarla como propia, moldearla a su gusto en la intimidad de una cama, sentirse dentro de ella, enseñarle a amar.
La abrazó fervorosamente, y Francesca lanzó un gemido angustioso. Kamal se apartó y le tomó el rostro con ambas manos.
—Francesca, amor mío —susurró, cerca de sus labios—. Debes saber que para mí eres lo más importante, lo único que cuenta. Hace tiempo, cuando te vi aquella noche en la sede de Venezuela, pensé: «Quiero que ella sea mi mujer, la compañera de mi vida», y ahora, que te tengo aquí, que he llegado a conocerte, sé que aquella decisión fue la correcta. Te amo, Francesca —y le besó suavemente los labios—. Te amo tanto.
—Kamal.
—Te necesito esta noche —expresó él, y su acento suplicante la tomó por sorpresa—. Déjame hacerte el amor.
—Tengo miedo —admitió ella segundos después.
—¿Miedo? ¿Es que aún me temes?
—Le temo a no complacerte. Yo no sé nada.
—Francesca —musitó Kamal, y sonrió con benevolencia—. Yo voy a ser tu maestro. Sólo tienes que dejarte guiar. Lo demás vendrá solo. Vamos a mi habitación —indicó y, tomándola por la cintura, la condujo dentro. Cerró la puerta y encendió el velador.
Francesca miró a su alrededor con timidez. Se trataba de una habitación amplia donde destacaba la cama de grandes dimensiones; un grupo de sillones en torno a una mesa de café completaba el mobiliario. Una ventana, que miraba a la parte trasera de la finca, tenía los postigos corridos. Hacia allí caminó Francesca como en busca de una escapatoria. Apoyó las manos sobre el alféizar y sacó la cabeza para que el aire fresco le acariciara las mejillas. Sólo pasaron unos segundos hasta sentir los brazos de Kamal cerrarse en torno a su cintura. Él se había quitado los pantalones y ella sintió su erección contra los glúteos. Comenzó a respirar profunda y aceleradamente a causa del miedo.
Kamal le descorrió el cabello y la besó en la nuca; deslizó las manos por su escote y le acarició los senos. La escuchó gemir y pegarse a su pecho, y supo que controlar la pasión que lo dominaba no sería fácil. Le quitó la bata y le descorrió las cintillas de su camisón; ambas prendas cayeron al suelo. Francesca se encontraba completamente desnuda entre sus brazos. Le acarició los hombros y notó que su piel se erizaba. La obligó a darse la vuelta, pero ella se negó a mirarlo; se cubría los pechos con las manos y mantenía la vista obstinadamente hacia abajo. Él, en cambio, la contemplaba con adoración. El silencio era absoluto, sólo lo quebraban sonidos nocturnos ya convertidos en parte de la quietud y la respiración de Francesca. Kamal le apoyó la mano abierta sobre el pecho palpitante y la sintió trepidar.
—No tengas miedo —le dijo.
—Kamal, no estoy preparada. No es tiempo aún.
Al-Saud la acalló con un beso y, luego, sin apartar la boca de sus labios, le susurró:
—Quiero estar dentro de ti. No me rechaces. —Deprisa, agregó—: ¡Libérame de esta tortura, te lo suplico!
Francesca levantó la vista y le sostuvo la mirada. Sus ojos verdes y demandantes la hipnotizaron, y la confusión se desvaneció junto con el pudor, la vergüenza y los principios que por años creyó infranqueables. Un deseo que ya no quería sofocar se desparramó por su cuerpo y la volvió libre y atrevida. Se aferró a Kamal, y el contacto de sus cuerpos desnudos la hizo jadear. Él la cargó en brazos y la llevó a la cama. Allí, perturbado, le acarició las piernas con los labios, le besó las rodillas, los muslos suaves y bien formados, se adentró en su parte más recóndita, y su lengua la hizo gritar.
Ella no había sabido hasta ese instante que una mujer podía sentir de ese modo. Sus anteriores besos y caricias y el momento compartido en la playa habían presagiado lo que vivía en ese instante; sin embargo, nada de lo vivido previamente podía comparársele.
Francesca lo dejaba hacer, sin remilgos ni falsas aprensiones, plenamente dichosa, entregada por completo, amándolo. Entre gemidos, se reía de su propia desvergüenza. Hubo un momento de dolor, agudo y lacerante, en el que Kamal se detuvo y la besó y la acarició hasta que la puntada fue disolviéndose y ella se encontró lista para seguir. Entonces, Kamal la penetró profundamente, y el grito que Francesca reprimió al morderse los labios se hizo vivo en él. Por fin, cayó sobre ella, agotado.
—Alá te ha bendecido con el don de la pasión —jadeó Kamal— y yo soy el hombre más afortunado por poseerte.
Francesca permaneció quieta, la mirada fija en el cielo raso. Kamal la recogió entre sus brazos y la pegó a su cuerpo. Le preguntó si se sentía bien, pero ella apenas asintió, demasiado conmovida para hablar, dominada por esa sensación que aún le latía entre las piernas. Apoyó la cabeza sobre el pecho de Kamal y enseguida se concentró en los latidos de su corazón, vertiginosos en un principio, pero que, con el correr de los minutos, volvían a su ritmo habitual.
—¿En qué piensas? —quiso saber, al levantar la vista y descubrirlo tan concentrado.
—En la primera vez que te vi, en la fiesta de Venezuela.
Ella trató de recordar aquel evento, en vano. Pobres imágenes venían a su mente y, en general, tenían que ver con Marina.
—¿Sabe Mauricio que tú manejaste mi traslado a Riad?
—No.
—¿Cómo lo lograste? Me refiero a lo de mi traslado.
—Ah, Francesca, con dinero lo consigues casi todo.
—¿Volviste a verme después de la fiesta de la Independencia de Venezuela?
—En varias ocasiones regresé a Ginebra sólo para verte. Iba a los mismos cócteles, reuniones o conferencias que tu jefe, y ahí te encontraba. Mientras viajaba, me enviaban tus fotografías y un informe de tus actividades. Algunas veces me paraba frente a la puerta del edificio donde vivías y esperaba que salieras.
—Yo nunca reparé en ti.
—Nunca y, aunque una vez me viste, no me miraste.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—El día del almuerzo con el gobierno cantonal de Ginebra. Yo estaba en la mesa contigua a la tuya; podía escucharte, mirarte de cerca y hasta oler tu perfume. Y habría matado al italiano que quería seducirte. Casi al final, te levantaste para ir al tocador y caminé tras de ti. Al salir, me llevaste por delante.
—¡Eras tú! ¡Si hasta recogiste mi bolso y me lo entregaste!
—Y por primera vez te toqué. Aquí —y le señaló en el brazo izquierdo.
Francesca se mantuvo silenciosa, tratando de comprender a Kamal, la magnitud de sus sentimientos y de sus pasiones. A veces, pensar en eso le daba miedo.
—¿Y por qué te fijaste en mí?
—Alá te ha hecho fascinante. Tú lo sabes.
—¿Me crees vanidosa, entonces?
—En absoluto. Pero sólo si fueras ciega no apreciarías tu propia belleza y atractivo.
—En realidad —habló Francesca con acento pícaro—, lo único que sé es que a ti nunca deben de haberte faltado mujeres hermosas. Mujeres mucho más fascinantes que yo, una simple secretaria de embajada.
—Tú no eres una simple secretaria de embajada —se molestó Kamal—. Tú eres mi mujer.
—Dímelo —insistió Francesca—, ¿qué fue lo que verdaderamente te sedujo de mí?
—Tu belleza fue lo primero que me atrajo. Luego, cuando te observé detenidamente, descubrí algo que me afectó profundamente.
—¿Qué? —se impacientó ella.
—La tristeza de tus ojos. —Francesca intentó apartarse, pero Kamal la acercó nuevamente a él—. ¡Por Alá que en mi vida había visto ojos que reflejaran tanto el alma de una persona! Dime, ¿qué preocupación te turbaba de esa manera?
—No quiero hablar de eso.
—«Eso» se llama Aldo Martínez Olazábal.
Francesca se incorporó con presteza.
—¿Cómo es que sabes de él?
—Lo sé todo acerca de ti, amor mío.
Francesca volvió a acostarse y evitó tocarlo. ¿Qué le disgustaba en realidad? ¿Aceptar que había amado a otro antes que a él o que Al-Saud supiera todo acerca de ella y ella nada acerca de él?
—¿Aún lo amas? —quiso saber Kamal, e intentó disimular los celos atroces que le endurecían la voz.
—Nunca lo amé; no como a ti.
Se colocó sobre ella y la contempló con ferocidad antes de hablar.
—Ahora tú y yo somos uno solo y jamás podrás separarte de mí.
—Te amo, Kamal Al-Saud, ¿por qué me hablas así?
—¿Dices que me amas?
—Sí.
—¡Júralo! ¡Por tu honor!
—Lo juro.