Capítulo Diez

Reclinada sobre una columna de mármol, Francesca contemplaba el salón de la embajada francesa. Le llamaron la atención los deliciosos frescos rococó del cielo raso, las molduras doradas a la hoja, las tres arañas de imponente tamaño y las altas contraventanas con pesadas cortinas de terciopelo que, abiertas de par en par, daban paso a la frescura del sereno. En un rincón, la larga mesa descollaba pictórica de manjares: faisanes asados, un pavo relleno, ensaladas, caviar, centolla, langostinos y gran diversidad de salsas. Los camareros, a pesar de la presencia de algunos árabes, ofrecían copas de champán. Decenas de parejas bailaban en el centro del salón circundadas por grupos que, en animada conversación, disfrutaban los platos y bebían. La fiesta de fin de año organizada por el embajador francés era un éxito.

Francesca, sin embargo, se encontraba a disgusto. Se preguntó para qué la habría invitado Mauricio si no cesaba de discutir sobre política con unos diplomáticos europeos. Le pareció una descortesía que la dejase sola. Ya había saludado a Le Bon, a su hija Valerie, espléndida en un traje lame plateado, a Méchin, que le elogió el deslucido vestido de graduación, regalo de tío Fredo, y a Ahmed Yamani, el joven amigo del príncipe Kamal que había asistido a la cena en la embajada argentina tiempo atrás. Nadie mencionaba a Al-Saud y ella se abstenía de preguntar. No había vuelto a saber de él desde el incidente en el zoco dos semanas atrás. Quizá había regresado a Europa o a los Estados Unidos, siempre ocupado con sus asuntos. ¿Cómo se atrevía a pensar que un hombre como él, príncipe de la dinastía dueña de gran parte del petróleo del mundo, abrumado por problemas complejos, que frecuentaba los salones europeos más conspicuos y selectos, iba a pensar en una simple secretaria de embajada que no sabía siquiera cómo conducirse en el zoco de Riad?

Valerie y su padre se excusaron para saludar a unos conocidos, Yamani se unió a un grupo de franceses y la dejaron a solas con Jacques Méchin, que de inmediato le solicitó la siguiente pieza. Francesca se levantó apenas el vestido y le dejó ver que aún llevaba vendado el pie.

—¡Oh, cierto! Discúlpeme, señorita, me había olvidado de su pie. Venga, sentémonos allí, tendremos una vista fantástica de la pista de baile. ¿Le duele? —preguntó, una vez ubicados en el sofá.

—No, ya casi no siento dolor, pero prefiero no abusar. El doctor Al-Zaki me ha dicho que, por precaución, debo llevar la venda unos días más. Pero ya casi no renqueo.

Méchin permaneció callado, y Francesca intuyó que deseaba referirse a lo del zoco, pero que se reprimía de hacerlo, quizá para no expresar lo que en realidad opinaba de algunas prácticas árabes.

—¿Por qué vive en Arabia, señor Méchin?

—Porque amo esta tierra —suspiró Méchin—. Cuando llegué, era un estudiante de arqueología, miembro de un grupo de investigación que intentaba seguir la ruta de las Cruzadas. Al llegar a orillas del mar Rojo, tuvimos problemas: nos robaron gran parte del equipo y destruyeron los dos jeeps, único medio de transporte con el que contábamos. Una tribu de beduinos nos ayudó. Vivimos con ellos algunas semanas: nos mostraron el desierto, sus mejores oasis, nos deleitamos con sus comidas. En fin, conocimos en detalle sus costumbres y religión. El grupo de investigación regresó a París y yo decidí quedarme algún tiempo. Nunca más regresé. Conocí a Abdul Aziz en Taif, una de las ciudades más bellas de Arabia. Ahí me convertí al islamismo y forjé la amistad más sincera y duradera de mi vida. No volví a separarme de Abdul Aziz. Al poco tiempo fundó el reino y me nombró su visir. Ahí llega Kamal —dijo de pronto, y el corazón de Francesca dio un vuelco.

Lo buscó entre la gente que circundaba la mesa, pero Méchin se lo señaló a unos pasos: invitaba a bailar a Valerie Le Bon. Caminaron de la mano hacia la pista, donde Kamal aferró la cintura de Valerie y ésta pasó su brazo por el cuello del árabe. Se advertía que pasaban un momento muy grato por la sonrisa que ocupaba el rostro de Al-Saud y lo locuaz que se mostraba. Valerie, por su parte, lucía complacida de tener esos fuertes brazos alrededor.

—Pensé que Kamal no vendría —comentó Méchin—. Acaba de llegar de Kuwait. Jalifa Al-Sabah lo invitó a pasar unos días en su palacio a orillas del golfo. Los Al-Sabah son la dinastía reinante de Kuwait, muy amigos de los Al-Saud.

—Me disculpa, señor Méchin, necesito ir un momento al tocador.

Méchin la acompañó hasta el inicio del corredor y retornó a la fiesta, donde se unió a Dubois y a Le Bon. En el baño, Francesca se refrescó la cara y se acomodó el cabello. Regresó al salón más compuesta, aunque el humo de los cigarrillos, el murmullo incansable y la felicidad que todos parecían experimentar la obligaron a buscar alivio en la terraza. Se evadió por una puertaventana y pronto alcanzó la balaustrada, donde apoyó los codos y se cubrió el rostro. «Mejor así, que baile con Valerie», se dijo, y llevó la vista al cielo, despejado y rebosante de estrellas, que le quitó de la cabeza a Kamal Al-Saud y a Valerie Le Bon. Permaneció como petrificada, con la mirada perdida en la noche, sin noción del tiempo ni de la algarabía que se filtraba por la puertaventana.

—Es una hermosa noche —habló alguien detrás de ella y, aunque se estremeció, de inmediato reconoció la voz de Al-Saud.

—En mi vida había visto una igual —aseguró ella, sin volverse.

Kamal se acercó a la balaustrada y, como un manto, la envolvió su perfume. Apoyó las manos sobre el pretil, y Francesca las observó de soslayo: vigorosas y oscuras, con los dedos largos, las uñas prolijas, aquellas manos reflejaban belleza y potencia en armonía; llevaba un Rolex de oro y un discreto cbevalière en el meñique izquierdo.

—Llegué hace un rato y estuve buscándola por todas partes —comentó Kamal.

—¿Ah, sí? —respondió Francesca, con la vista en la oscuridad del parque.

—Parece enojada esta noche —aseguró Kamal, y sesgó los labios—. Creo que prefiere estar sola, mejor vuelvo a la fiesta. Disculpe por haber interrumpido su tranquilidad.

Francesca se volvió, arrepentida.

—Lo siento, alteza. He sido una maleducada si con mi comportamiento le he hecho creer que su compañía no me es grata.

Lo miró a los ojos y el mundo se calló: sólo tenía conciencia de sí y del príncipe que la observaba con fijeza, sin pestañar. En torno a ellos se generó un vacío abrumador y sugerente: la mirada dominante de él la hipnotizaba y, aunque pugnaba por tomar el control otra vez, paradójicamente una fuerza en su interior la asía al encantamiento, desbaratando los motivos que la llevaban a detestar a los árabes. Una sonrisa de Al-Saud la devolvió a la realidad. Avergonzada, prosiguió:

—Le pido que se quede y que me dé la oportunidad de agradecerle todo lo que hizo por mí aquel día en el zoco.

—No tiene nada que agradecerme, señorita. Lamento no haber estado allí un minuto antes para evitar que sucediera. Sin embargo, permítame decirle que el agente de la mutawa que la golpeó ya ha sido relegado de su puesto.

El tiempo pasado y la turbadora sensación de ese momento le habían suavizado el corazón, y, por más que intentó alegrarse con la noticia, no halló la rabia ni el odio de antes.

—Créame, alteza, lamento que ese hombre haya perdido su trabajo. Estoy segura de que sólo cumplía con su deber. Como ya admití una vez, lo repito ahora: fui una imprudente al salir con una abaaya que no me cubría por completo las piernas.

—La creo —aseguró Kamal—. No obstante, estoy convencido de que el agente debió comportarse con más cautela antes de proceder. Si la hubiese interrogado, usted habría tenido oportunidad de explicarle que era extranjera. Eso la habría eximido del castigo.

—¿Quiere decir que, si se hubiese tratado de una mujer árabe, el golpe habría sido justo?

—Las mujeres de mi pueblo conocen sus deberes. Me resulta imposible pensar que una de ellas hubiese cometido la imprudencia de salir mal cubierta.

Francesca se contuvo de replicar, Kamal Al-Saud ya había soportado con estoicismo y buena educación demasiadas impertinencias de su parte; callaría y se tragaría la sarta de argumentos que le habría dicho sin reflexionar.

—Sí, claro —aceptó complaciente.

Kamal lanzó una corta carcajada.

—Sé muy bien que piensa que lo que acabo de decir es una estupidez. Pero le agradezco la tregua: en verdad, esta noche no tengo ganas de litigar con usted, sino de pasar un momento agradable.

Se puso roja como la grana, vulnerable nuevamente ante la destreza y seguridad de ese hombre. Le sonrió sin tapujos después de ese instante de ofuscación, convencida de que cualquier argumento, por falso, resultaría inútil y volvería a colocarla en el papel de una chiquilla inmadura.

—Su sonrisa es hermosa —dijo Kamal, repentinamente serio, y enseguida, preguntó—: ¿Bailaría conmigo el resto de la noche?

Francesca se reprochó haber recurrido a la excusa del pie con Jacques Méchin; en ese momento, y aunque hubiese estado enyesada, habría aceptado bailar con Al-Saud.

—Lo lamento, alteza, pero el doctor Al-Zaki me dijo ayer que aún debía manejarme con cuidado y evitar esforzar el pie.

Kamal frunció el entrecejo, y Francesca temió haberlo contrariado con su negativa. La agotaba conversar con ese hombre.

—Entonces —habló Kamal—, no debería estar tanto tiempo de pie. Vamos al jardín y sentémonos en ese banco.

La tomó del brazo y la ayudó a descender las escalinatas de la terraza. Francesca se sentía ridícula: en realidad, habría podido correr escaleras abajo sin problemas; en cambio, debía fingir cierto malestar en el tobillo para justificar tanta caballerosidad por parte del príncipe. La tomaba y la guiaba con suavidad y premura como si en cualquier momento fuese a romperse en mil pedazos. Le gustaba sentirlo cerca; su cuerpo fuerte y viril le rozaba la espalda y un escalofrío le recorría la columna vertebral. Habría podido caminar junto a él durante horas, sin cansarse ni aburrirse, consciente sólo de su contacto, embargada por el aroma del tabaco y el de su perfume almizcleño.

Le surgieron dudas, después de todo, ¿qué sabía de Al-Saud? Que se trataba de un príncipe, íntimo amigo de su jefe, que viajaba a menudo y que se había educado en los mejores colegios y universidades europeos. ¿Cuántas esposas tendría? Sabía que una se llamaba Fátima. Se había operado una inflexión en el tono de su voz cuando se refirió a ella el día del percance en el zoco; había sonreído y cambiado el gesto adusto por uno dulce y complaciente que no le conocía. Debía de amarla mucho. Se sentaron. Francesca se había desanimado por completo.

—Esta mañana —empezó Kamal, una vez sentados—, apenas regresé de Kuwait, visité al doctor Al-Zaki. Me dijo que su pie se encontraba en perfectas condiciones y que no quedaría ninguna secuela que lamentar.

—Con usted ha sido más flexible que conmigo. Aún me obliga a usar la venda y a hacerme fricciones todas las noches. ¿Hay algún enfermo en su familia? Me refiero, como estuvo con el doctor esta mañana.

—No, ningún enfermo; por voluntad de Alá, todos gozan de excelente salud. Visité al doctor Al-Zaki para preguntarle por usted. Quería asegurarme de que todo marcha bien.

—Ah.

De todos modos no debía ilusionarse: Al-Saud, movido por la culpa y la amistad con Dubois, se preocupaba como lo habría hecho cualquier persona educada y diplomática.

—No tuve oportunidad de agradecerle el ramo de camelias que me envió —dijo, con inseguridad—. A pesar de que había oído hablar acerca de esas flores, nunca había tenido una entre mis manos. Es la flor más perfecta y hermosa que haya visto.

—Quise que fueran camelias —habló Al-Saud— porque me recuerdan a la blancura de su piel. —Le tomó la mano y se la contempló sin premura ni ansiedad—. Mi piel parece más oscura en contraste con la suya —dijo por fin, y la soltó suavemente—. Apuesto a que nunca vio una luna como ésta —añadió repentinamente animado.

—En Arabia, la luna parece estar más cerca de la Tierra —admitió Francesca.

—Es muy importante para nosotros, los beduinos. Su luz nos guía en el desierto.

—¿Por qué cada vez que habla de los beduinos, alteza, lo hace en primera persona?

—Porque yo soy un beduino, mi padre lo era, al igual que mi abuelo y toda mi ascendencia. Durante siglos, hemos vivido en el desierto y lo conocemos como nadie. Nosotros aceptamos sus inclemencias y aprendimos a convivir con ellas. Durante mucho tiempo el desierto nos sirvió de muralla natural para evitar a nuestros invasores y lo respetamos, casi le diría, lo idolatramos por eso.

—De todas formas, ya no es un beduino en el estricto sentido de la palabra; me refiero, usted no es nómada y no vive en tiendas.

—En algunas épocas del año, sí, vivo en tiendas y vago por el desierto. —Kamal rió ante la expresión de Francesca—. No puede creer que a mitad del siglo XX aún exista esa forma de vida tan antigua e incivilizada, ¿verdad?

—Si debo ser sincera, me cuesta creerlo.

—De todos modos, ser beduino es mucho más que vivir en carpas y deambular por el desierto. Los beduinos somos personas que debemos lidiar con la zona más hostil del planeta; aprendemos a sobrevivir a sus sequías, a sus vientos y a sus incontables peligros. ¿Sabía que el desierto de Rub Al-Khali es el más inhóspito de la Tierra? Ocupa la región sudeste de mi país. Nadie se aventura en él, sólo nosotros y lo hacemos con mucho respeto, sin sobrepasar los límites que nos impone. El beduino es valiente por naturaleza, debe serlo, si no perece; y sabio también, pues, a diferencia de los occidentales, venera y entiende a la Naturaleza, no encuentra en ella a un enemigo al cual hay que vencer y doblegar. Y pese a la hostilidad de la que es objeto, defiende su tierra porque es lo único que Alá le dio, además de los caballos.

Hablaba con pasión, aunque sin levantar el tono de voz, ni gesticular ni sacudir las manos. Lo hacía con firmeza y convencimiento, desprovisto de vanas vehemencias y fanatismos. La conmovía escucharlo, era difícil sustraerse a su energía y ardor; inexplicablemente, la enorgullecían. Lo admiraba por profesar tanto amor por su tierra, por conocerla cabalmente y por preferirla a pesar de haber vivido en los lugares más hermosos de Europa. Cayó en la cuenta de que ella no sentía ese apego por Córdoba, ni por Sicilia, de la que su madre le hablaba tanto. Sólo en Fredo había encontrado pasión similar cuando le platicaba acerca del Valle d’Aosta y de la Villa Visconti.

—Lo admiro —confesó Francesca.

—¿Por qué? —se sorprendió Al-Saud.

—Por amar tanto a su país y a su gente. Yo no experimento esa pasión por nada, y, al compararme con usted, siento que he perdido el tiempo con estupideces, que no he concentrado mis fuerzas en nada especial.

—No voy a creerle —replicó Kamal—. Una mujer como usted difícilmente se ha concentrado en estupideces. ¿Qué hay con su familia? ¿Acaso no siente gran afecto por ellos? Me di cuenta de que adora al caballo de la fotografía, se le iluminaron los ojos cuando hablamos de él aquel día.

—Sí, es cierto, Rex es especial para mí.

—Lo echa de menos, ¿verdad?

—Sí, lo extraño muchísimo. Pero en la vida no siempre podemos tener todo lo que deseamos.

—Eso no es cierto —aseveró Al-Saud—. Podemos tener todo lo que deseamos, si lo deseamos de corazón, sin atisbo de dudas, ni prejuicios.

—Y si no somos cobardes —completó Francesca, con abatimiento.

—Usted no tiene una gota de cobarde. Eso es algo que me dicen sus ojos.

Kamal tomó un cigarrillo y, al fruncir el gesto para encenderlo, Francesca pensó que se trataba del hombre más apuesto que había conocido. Su hombría la perturbaba. Se encontraban tan cerca uno del otro que podía escuchar su respiración acompasada y apreciar con más detenimiento la hermosura de sus facciones, en especial la tersura de su piel y la belleza de sus ojos verdes, oscurecidos por la noche.

Escucharon pasos sobre el pavimento y se dieron la vuelta. Surgió una túnica blanca de entre las penumbras, que se aproximó sin prisa, escoltada por otras dos, que detuvieron el avance a distancia prudente. Kamal se puso de pie y se dirigió en árabe al inoportuno. Bajo el tocado, Francesca distinguió a un hombre de no más de cincuenta años, más bajo que Al-Saud y con incipiente panza. No le gustó la manera en que le clavaba la vista ni la sonrisa artera que le otorgaba un aspecto ordinario y lascivo.

—Señorita De Gecco —dijo Kamal—, le presento a mi hermano, el rey Saud Al-Saud.

Tras un instante de estupor, Francesca dijo que se trataba de un honor e hizo una reverencia.

—Señorita De Gecco —repitió Saud—, la famosa secretaria de Mauricio.

—¿Famosa, majestad? —se extrañó Francesca.

—Supe lo de su lamentable encuentro con la mutawa en el zoco —aclaró el rey, evidenciando que nada que ocurriese en su reino le era ajeno.

Se sonrojó y bajó la vista, mientras farfullaba una disculpa. Kamal tomó la palabra y se dirigió a su hermano en árabe, usaba un tono frío y había endurecido el semblante. No le resultó difícil a Francesca comprender que la relación entre ellos no se desarrollaba en buenos términos. Saud también lo miraba con animosidad y, cada tanto, lanzaba cortas carcajadas forzadas, como menospreciando lo que Kamal decía.

—Me despido, señorita-dijo Saud, y ejecutó el saludo oriental.

—Ha sido un placer, majestad.

—El placer ha sido mío, se lo aseguro. Como de costumbre, mi hermano tiene el mejor gusto para elegir la compañía.

El rey volvió a la fiesta con sus guardaespaldas custodiándolo de cerca. Allí se despidió del embajador francés y demás invitados.

—Debe de ser un gran honor para el embajador francés que el rey de Arabia haya concurrido a su fiesta —comentó Francesca, muy sorprendida.

—Sí, un gran honor —masculló Kamal, y no mencionó los favores políticos y económicos que Saud pensaba mendigar al gobierno francés para salvar la crisis—. Volvamos a la fiesta —dijo, a continuación.

El resto de la velada, Al-Saud se mantuvo frío y distante; volvió a bailar con Valerie y conversó con un grupo de árabes. No la miró ni le dirigió la palabra y, al cabo de una hora, se marchó con su amigo Ahmed Yamani sin saludarla.

El rey Saud subió al Rolls Royce que lo aguardaba a la entrada de la embajada de Francia y ordenó al chófer que lo condujera a su casa. Tariki, el ministro más importante de su gobierno, se encontraba sentado a su lado y lo miraba de reojo. Le conocía ese gesto de profundo disgusto.

—Te has topado con Kamal, ¿verdad? —sugirió el ministro.

—No me topé —aclaró Saud—, lo busqué adrede. Estaba con la secretaria de Dubois, ésa de la que nos habló Malik.

—¿La que tuvo el problema con la mutawa?

Saud asintió y no volvió a hablar. Se sumergió, en cambio, en una tormenta de planes e ideas que tenían una sola finalidad: quitar del medio a Kamal. Sabía a ciencia cierta que la familia le había pedido que se hiciera cargo del gobierno, como en el 58, y sabía también que, si Kamal no había aceptado aún se debía únicamente a que exigía el control total y absoluto de los resortes más importantes del país. Si la situación adquiría ese tenor, la figura del rey pronto se convertiría en una marioneta, en una simple cuestión protocolar. De allí a que le solicitaran la dimisión bastaba un paso.

—¿Francesca De Gecco, no? —dijo repentinamente Saud.

—¿Cómo?

—Me refiero a la secretaria de Dubois. Se llama Francesca De Gecco, ¿verdad?

Tariki lo miró confundido; ya había olvidado a Kamal, a Dubois y a su secretaria, flanqueado, como estaba, por graves problemas. La próxima reunión de la OPEP y el objetivo de fijar cupos de producción petrolera le quitaban el sueño. Consciente de que se trataba de un fin ambicioso, aún tenía dudas sobre cómo abordarlo. La definición y aplicación de una fórmula equitativa que estableciese el precio del crudo constituía otro de sus desafíos, en estrecha relación con el anterior. Más allá de las dificultades de aquella empresa, se sentía eufórico: el respaldo total y absoluto del rey de Arabia, por un lado, y el del presidente de Venezuela por el otro, le brindaban la fuerza política que su proyecto requería. Y si bien no se confiaría plenamente, pues lo sabía aliado de Occidente, la puja que, con cautela, había iniciado el sha Reza Pahlevi en busca de un mejor resarcimiento, lo animaba a pensar que, en breve, se terminaría aliando con Arabia Saudí.

Y mientras él se preocupaba por todo esto, Saud le hablaba de la secretaria de Dubois. ¿Qué demonios tenía en la cabeza? La rivalidad con su hermano Kamal comenzaba a aburrirlo. En realidad, Tariki apreciaba al príncipe, a quien conocía de pequeño. Le gustaba charlar con él, pues conocía en profundidad cuestiones de orden mundial que Saud, más interesado en gastar la fortuna, no había siquiera escuchado mencionar. Pese a que sabía que Kamal se oponía al cártel petrolero, Tariki se hallaba convencido de que trabajar con él habría sido más fácil y llevadero. Existían ocasiones en las que el peso de las decisiones lo abrumaba y no había nadie con quien compartirlo. Saud se limitaba a firmar los documentos y decretos como lo hubiese hecho un ciego.

—Es una joven hermosísima —prosiguió Saud—. Su piel parece porcelana. Kamal se veía realmente interesado en ella.

—Sabes bien que tu hermano cambia de amante como tú de automóvil. Esta será otra de sus conquistas que pronto desechará.

—Tendrías que haberla visto para convencerte: tiene el rostro de un ángel y el cuerpo de una diosa. Es irresistible. Conozco a mi hermano —insistió el rey—, sé que la secretaria de Dubois lo trae loco.

—No te engañes, Saud: tú no conoces a tu hermano en absoluto. Nadie lo conoce. Es inexpugnable como una fortaleza, jamás se sabrá lo que piensa, menos que nadie tú.

Sí, Kamal era sagaz y calculador, hablaba poco y prestaba mucha atención; en ocasiones, parecía hacerse invisible hasta que, en un punto de la polémica, vertía una reflexión que dejaba boquiabierta a la mayoría; escuchaba con paciencia y consideración y, aunque por momentos pareciera distraído, no perdía palabra ni detalle. Resultaba imposible desentrañar el significado de sus ademanes o gestos, y nunca podía saberse qué opinión le merecía una persona, un hecho o una decisión. Aunque le desesperase la envida, debía reconocerlo: Kamal era el fiel reflejo de su padre, el bravo beduino fundador del reino, el sagaz dirigente temido y respetado por las potencias mundiales y el líder adorado del pueblo.

Saud, en cambio, se sentía lejos de esa descripción: le costaba ocultar sus impulsos, le resultaba difícil concentrarse en las cuestiones de Estado y, después de ocho años de reinado, aún no lograba abarcar todo lo que se esperaba de él como rey. Los problemas llegaban a su despacho cada día y lo sofocaban. Arabia adolecía de carencias básicas de estructura que el rey Abdul Aziz no había conseguido superar antes de su muerte, entre ellas la precaria unidad política que tribus de beduinos y sectas islámicas ponían en riesgo al declararse independientes y fijar sus confines dentro del territorio del reino. La escasez de fondos, que se esfumaban tan pronto como entraban en las arcas del tesoro, constituía su mayor desazón; la innumerable familia Al-Saud, siempre sedienta de sus pensiones provenientes del petróleo, exigía cada vez mayores sumas para mantener el estatus de vida que había alcanzado y del que no quería descender. En este tema, Saud aceptaba su falta de autoridad moral para acabar con el derroche: su nivel de vida era, muy por encima, el más extravagante y costoso. Le fascinaban los automóviles ingleses (los Jaguar, los Rolls Royce y los Aston Martin), y adoraba el rugido del motor del Ferrari que acababa de comprar en Maranello. Llevaba invertida una fortuna en caballos de carreras y gastaba mucho dinero en apuestas, pese a la prohibición coránica sobre el juego de azar. Agasajaba con joyas a sus amantes occidentales, las ubicaba en los mejores barrios de París y Londres y pagaba sus cuentas sin chistar. Pasaba deliciosas vacaciones en lugares paradisíacos donde no escatimaba en gastos ni reparaba en menudencias; la última estancia en las Islas Fidji le había proporcionado tanto placer que no se arrepentía de la fabulosa suma que había dejado en hoteles, tiendas, casinos y restaurantes. En ese sentido, Kamal le llevaba la delantera: su fortuna personal no se basaba sólo en las regalías a las que tenía derecho por la explotación del petróleo; la venta de sus famosos caballos, una raza única muy demandada por su belleza estética y velocidad, había incrementado significativamente el saldo de sus cuentas bancarias en los últimos años, tanto que, si el dinero derivado del oro negro se cortaba, el príncipe podría seguir con su vida sin inmutarse. Desde luego, la herencia que recibiría una vez muerto el jeque Harum Al-Kassib, su abuelo materno, que ascendía a varios millones de dólares, contribuía a asegurarle por completo el futuro económico.

Kamal se transformaría en un hombre poderosísimo en caso de acceder al trono, y no se encontraba lejos de conseguirlo. ¿Qué sería de él si lo obligaban a abdicar? ¿Qué vendría a continuación? ¿El exilio? No soportaría la humillación, la lejanía, la falta de dinero, el deshonor. Kamal no se convertiría en rey, él se ocuparía de eso. Volvió a pensar en el destello inusual que iluminaba la mirada de su hermano mientras contemplaba a la joven argentina; aquella actitud le había revelado por primera vez los sentimientos de su corazón inextricable.

—Mi hermano Faisal —comentó Saud— organizó en su casa un conciliábulo para evaluar la situación de reino. Se reúnen mañana por la tarde.

—¿Cómo te enteraste? Supongo que no te habrán invitado —apostilló Tariki, con sarcasmo.

—Sabes que tengo espías apostados en todas partes. —Y con furia, tras golpear la ventanilla, agregó—: Esa sarta de traidores no podrá quitarme del medio como si yo no fuese nadie. Mi padre me nombró su sucesor, no me moverán del trono.

Tariki retrepó en el asiento y observó a Saud con preocupación. Lo tenía por caprichoso y banal, siempre inmerso en sus cuestiones personales que rondaban generalmente entre mujeres, caballos, coches importados y viajes. Para él, Saud Al-Saud era un ser inocuo, al que se manipulaba fácilmente mientras sus veleidades fueran satisfechas. Sin embargo, la actitud que ostentaba en ese momento, sin visos de falsedad, el semblante endurecido y las gruesas cejas unidas en una sola línea, lo pusieron alerta, pues si bien lo consideraba anodino y superficial, también estaba seguro de que se trataba de un hombre sin escrúpulos, poco inteligente, cierto, pero con el suficiente dinero e inconsciencia para llevar a cabo aquello que le permitiese lograr sus deseos. Tariki, que había luchado denodadamente para posicionar a Arabia en el lugar en que se encontraba, no estaba dispuesto a perder el terreno ganado por una vieja rencilla entre hermanos.

—¿Cómo piensas detener la presión de tu familia? —preguntó—. Sabes que en el 58 la intervención de Kamal nos salvó de la quiebra. Las condiciones de ahora no distan de las de entonces; podrías aceptar su colaboración y, de ese modo, aplacar los ánimos caldeados de tu familia.

—Nunca —aseguró—. ¿Qué puede hacer Kamal que no pueda hacer yo?

—Para empezar, deberías llevar un estricto control de gastos y distribución de pensiones. Luego, planificar el flujo de fondos en un plazo de tres años, por lo menos. Sin embargo, creo que es demasiado tarde: tu familia ha perdido la confianza en ti y, aunque demuestres buena voluntad para moderar los gastos y administrar las entradas, querrán la mano dura y la sagacidad de Kamal.

—Con asesores como tú, ¿quién necesita enemigos? —se ofendió Saud, y enseguida agregó—: Mañana pediré al ministro de Hacienda una planificación de gastos e impondré un estricto control en la distribución de los cánones. A ver si con esto calmo el nerviosismo de mis tíos.

Faltaba poco para llegar al palacio, y Tariki sabía que no se le presentaría otra oportunidad para arrancar a Saud sus verdaderas intenciones: un poco bebido —lo había visto con una copa de champán en la mano en varias ocasiones—, alterado y lleno de rabia, lograría que hablara; al día siguiente, con la mente despejada y las emociones controladas, no conseguiría una confesión.

—Tú y yo —habló Tariki— sabemos bien que un control de gastos no impedirá que intervengan tu gestión. —En la oscuridad del automóvil, buscó la mirada vidriosa del rey y advirtió que sonreía—. En realidad, tu problema es otro.

—Kamal —completó Saud—, mi único problema ha sido siempre él.

—Pues bien —continuó Tariki—, creo que sólo te queda una alternativa: aliarte con él.

—Te equivocas, todavía me queda otra posibilidad.

El automóvil traspuso el portón de la residencia de Saud y cruzó el parque antes de detenerse frente al pórtico principal. Dos guardias se aproximaron; uno abrió la puerta del Rolls Royce, mientras el otro vigilaba el entorno con un fusil en la mano. Antes de descender, Saud se volvió a su visir y le sonrió de manera irónica:

—Tú ocúpate de aumentar el precio del petróleo que yo me hago cargo del resto.

Indicó al chófer que llevara a Tariki a su residencia, no muy lejos de allí, y se despidió.

A pesar de la temperatura elevada, enero se presentaba apacible y placentero. Las mañanas, más frescas y húmedas, mostraban un cielo límpido y azulado en el parque de la embajada, que a Francesca le agradaba recorrer antes de emprender la jornada. Solía tomar asiento en una banca y admirar las palmeras; le gustaban también el verdor de sus enormes hojas, dispuestas en roseta sobre el ápice, y el amarillo de sus flores y frutos, que colgaban en grandes racimos. Trataba de imaginarse un oasis: un vergel en medio del desierto, le había explicado Dubois, con sombra para protegerse del sol agobiante, agua fresca y cristalina de los uadis o ríos desérticos, dulces dátiles para recuperar el ánimo y otros frutos exóticos que los beduinos aprecian como gemas. De todos modos, le costaba visualizar ese pequeño paraíso en medio del hostil paraje.

También destinaba ese pequeño recreo matinal a la lectura de un libro o de la correspondencia que llegaba de la Argentina. A causa de las fiestas, que pasaron sin que ella se diera cuenta —ni siquiera había una iglesia para rezar al pie del pesebre—, recibió tarjetas y extensas cartas. Su madre le enviaba toda clase de bendiciones y deseos de prosperidad, acompañados por recomendaciones y consejos. Fredo, alejado de la religión desde hacía largo tiempo, le confesó que había acompañado a Antonina a la misa del 24 a la noche y logró sorprenderla.

Alrededor de las nueve, Francesca regresaba a la embajada donde Mauricio la esperaba en su despacho con una lista de tareas y pedidos. Disfrutaba trabajar con Dubois y no tenía dudas de que él también la valoraba como asistente. Ciertamente, habían logrado un ritmo de trabajo armonioso, sin sobresaltos ni apuros; planificaban las jornadas y rara vez se salían de lo previsto. Día a día, Francesca se afianzaba en su puesto y volvía a sentirse como en Ginebra, cuando se le consultaba la mayoría de los trámites y la vida laboral de su jefe dependía casi por entero de ella. Ya no experimentaba la sensación de desarraigo y le resultaba extraño pensar que en un tiempo se hubiese preguntado qué estaba haciendo ahí. Parecían haber pasado años desde la mañana en que Malik la recogió en el aeropuerto de Riad. Sin darse cuenta, se había habituado a escuchar cinco veces al día el llamado de los almuédanos a orar; llevaba la abaaya sin notarla; comía cordero y tomaba leche de cabra y le sabían bien; comenzaba a entender al personal de servicio cuando hablaba en árabe; las calles, plazas y edificios más importantes de la ciudad le resultaban familiares y, aunque por prudencia no lo hacía, habría podido caminar sola por el centro de Riad sin perderse; los olores y la aglomeración del zoco ya no le molestaban y había aprendido a deshacerse de los insistentes vendedores y de los niños que le daban tirones de la túnica; incluso consideraba natural la actitud displicente de Malik.

Para mediados de enero seguía sin noticias de Aldo. A decir verdad, la sorprendía su silencio. Imaginaba que la relación entre él y Dolores había mejorado, que ya no discutían, ni dormían en cuartos separados, que Aldo la llenaba de arrumacos y que esperaban un hijo. Ante esa idea, no se ponía triste aunque tampoco feliz, y era la contradicción de sus deseos lo que la inquietaba.

Enero transcurrió sin mayores novedades y febrero comenzó con buenas perspectivas. Por eso no supo si alegrarse o desanimarse cuando Dubois le comunicó que viajarían a Jeddah por cuestiones de trabajo y que se alojarían en casa del príncipe Kamal. No había vuelto a saber de él desde la fiesta en la embajada de Francia. Kamal Al-Saud era como un ladrón astuto que entraba y salía de su vida trastornándola, dejándola con el corazón palpitante de una mujer enamorada. Ella no sabía replicarle o hacerle frente. La contrariaba su actitud, esa manifiesta seducción que luego se trocaba en indiferencia. Lejos se encontraba la intención de volver a verlo: quería paz.

Decidió que resultaría más beneficioso si permanecía en Riad a cargo de los asuntos de la embajada, a lo que Dubois se opuso con una tenacidad rara en él. Finalmente, la probabilidad de una reunión con un grupo de empresarios italianos puso fin a la discusión.

—No sé una palabra de ese bendito idioma. Si logro concertar una cita con los italianos, te convertirás en pieza clave de la reunión. Además, conocerás Jeddah, la ciudad que tantos desvelos te provocó cuando investigabas para ese informe que te pedí al poco tiempo que llegaste.

Al día siguiente de la velada en la Embajada de Francia, Kamal faltó a la reunión en casa de su hermano Faisal. La inflación, el sistema monetario, la situación económica y financiera, el desempleo y la industrialización constituirían temas centrales de la agenda del conciliábulo, cuestiones de primer orden que requerían soluciones inmediatas, y que la familia esperaba recibir de él. No obstante, Kamal dejó Riad de madrugada y se dirigió a su refugio en Jeddah. Atravesó el desierto del Nedjed a gran velocidad en su Jaguar, penetró en la región del Hedjaz, donde se detuvo a orar en La Meca, atestada de peregrinos para esa época del año, y alcanzó Jeddah cuando el sol se ponía en el horizonte.

Al cruzar el portón de su finca, comenzó a hallar la serenidad que buscaba con desesperación. Por inusual, le costaba manejar ese estado de ánimo que ni siquiera conseguía definir. No se trataba de tristeza ni de alegría; tampoco se hallaba eufórico ni deprimido; lo experimentaba todo al mismo tiempo, y la confusión lo enojaba, pues por primera vez no era dueño de sí.

En la casa pidió que le sirvieran un café fuerte y que prepararan su caballo. Cambió la túnica por unos pantalones azul oscuro y una camisa blanca de seda, sus sandalias por largas botas y eligió un tocado más liviano, color beige. Bebió el café lentamente en la sala, mientras Sadún, el mayordomo, lo ponía al tanto de las novedades y le preguntaba por la familia, a la que había servido por más de treinta años. Minutos después, caminó hacia las caballerizas. Los palafreneros lo saludaban con una reverencia, sinceramente contentos de verlo; hacía tiempo que el amo Kamal no los visitaba.

En el ingreso al establo lo esperaba su caballo Pegasus, soberbio en su estampa de semental fuerte y arisco, elegante con la montura nueva de gamuza. Se detuvo a distancia y lo contempló con orgullo. Sus empleados habían hecho un buen trabajo, se lo notaba sano y bien cuidado. Fadhil, el encargado de las caballerizas, hombre avezado en la cría de los muniqui sabía que, para el amo, Pegasus era especial, no sólo por estar valorado en casi medio millón de dólares, sino por ser el último regalo de su padre; aunque se recibían ofertas tentadoras, el príncipe las refutaba sin considerarlas.

Cambió impresiones con Fadhil, que sostenía las riendas del inquieto corcel, y luego lo despidió. Acarició la testuz de Pegasus y le habló en árabe mientras le quitaba la montura y las bridas para revisarlo. Le sobó el lomo, sin hallar escaldaduras o heridas; le estudió las patas y las herraduras; le revisó el hocico para descartar el muermo, y le separó los belfos para ver sus dientes, blancos y fuertes. Por fin, la vivacidad y energía del caballo lo convencieron de su perfecto estado físico. Volvió a ensillarlo y lo montó. Al sentir el peso de Kamal, el caballo levantó las patas delanteras, relinchó con bríos y salió a todo galope.

Pegasus se detuvo en la cima de una duna, y Kamal le permitió descansar después de haber galopado tres cuartos de hora. Aún sentado sobre el lomo de su caballo, se abstrajo en el paisaje con la mente a varios kilómetros de allí. Lo sacó de su ensimismamiento el chillido de un halcón que sobrevolaba en círculos.

Emprendió la marcha a paso tranquilo y regular. El desierto siempre operaba maravillas en él: le concedía un respiro, le sedaba el alma y lo llevaba a reflexionar. Al mismo tiempo, y en oposición, lo colmaba de un vigor que emergía de las arenas y que le fortalecía el carácter. De todos modos, aunque más sereno, no podía quitarse de la cabeza a Francesca De Gecco.

Desde aquella noche en la sede venezolana de Ginebra, donde lo encandiló su belleza latina y lo conmovió la tristeza de sus ojos, la obsesión por poseerla le turbó el entendimiento y, cerrándose a cuanto argumento esgrimía la racionalidad, satisfizo el capricho de tenerla en sus dominios.

Deseaba observarla de cerca, conocer el sonido de su voz, el aroma de su cabello, apreciar la suavidad de sus mejillas, rodear la parte más delgada de su cintura, morderle los labios, arrancarle gemidos, desnudarla lentamente, rozarle los pezones, besarle el vientre, hacerle el amor una y otra vez hasta saciarse, como el beduino sediento que bebe del uadi y luego se echa a dormir a la sombra de las palmeras. ¿Por qué se obstinaba en esa sed lacerante que estaba enloqueciéndolo? ¿Por qué no tomaba de ella lo que deseaba? Mil excusas lo justificaban: los asiduos viajes, los problemas del reino, sus negocios, las presiones familiares. Ahora que la tenía a su alcance, ¿qué le impedía hacerla suya? Jamás otorgaba concesiones a aquello que quería poseer, no solía ser piadoso con su presa, no se detenía a pensar en los sentimientos ajenos, no atendía a pretextos y poco le interesaban las súplicas. Pero con Francesca De Gecco le ocurría lo contrario. Existía algo novedoso en ella, algo que lo cautivaba sin saber aún de qué se trataba, algo que lo sumía en una especie de sopor que le impedía actuar como de costumbre.

«Es tan joven», se repitió por enésima vez, «¿qué puede darme que yo no conozca?». Quizá se trataba de la candidez y la dulzura de sus ojos. Estaba harto de especular, de convivir con la mentira y la deshonestidad, de jugar el mismo juego sucio de los otros, de mentir para ganar, de ver caer al enemigo y disfrutar con su derrota. En medio de tanta miseria, Francesca le parecía el oasis donde yacer tranquilo y seguro. ¿Por qué no la tomaba y saciaba su sed? Temía lastimarla, ésa era la verdad. De pronto se había llenado de escrúpulos. A ella no quería hacerle daño. Y sabía que, atándola a su suerte, la condenaba. Picó espuelas y el caballo galopó velozmente hasta la casa.

Semanas más tarde supo por Méchin, con quien mantenía contacto casi a diario, que Mauricio se aprestaba a visitar Jeddah interesado en los negocios de unos empresarios italianos. De inmediato le giró un telegrama comunicándole que los esperaba en la finca, a él y a su secretaria.