Capítulo Nueve

Francesca repasó con la mirada el comedor donde esa noche cenarían los amigos del embajador. La mesa de caoba, con manteles individuales de hilo blanco, candelabros de plata y un arreglo floral, descollaba en el centro. Lamentó la falta de flores, sólo una docena de rosas blancas sobre el trinchero del vestíbulo y jazmines en la mesa; le habría gustado colmar los floreros de la sala y del comedor, pero resultaba difícil conseguirlas en esa zona tan desértica.

Con el ánimo caído y la voluntad quebrada, subió los escalones lentamente, sin importarle que los invitados estuvieran a punto de llegar y que no se encontraba lista para recibirlos. Pensó en excusarse, dolor de cabeza o de estómago, cualquier cosa antes que soportar una velada con desconocidos, árabes algunos de ellos, cuando sólo deseaba echarse en la cama y dormir. Sí, dormir, cerrar los ojos y olvidar que su vida se había trastornado por completo. Sin embargo, al llegar a su dormitorio, se aprestó a tomar un baño y a cambiarse: no podía desairar tan descortésmente al embajador.

Se acercó a la mesa de noche y tomó por enésima vez la carta de Sofía recibida esa mañana.

«En su desesperación, Aldo violentó la cerradura de mi secreter y leyó tu correspondencia, las primeras cartas que me enviaste desde Ginebra hasta la última ya en Riad. Lo siento, lo siento mucho. Esto es un infierno, Francesca. Aldo deambula por la casa como loco, buscándote. Ha empezado a beber y llega tarde todas las noches, borracho como una cuba. Dolores se atrincheró en la habitación de huéspedes y casi no le dirige la palabra. A veces los escucho reñir duramente. ¿Qué será de mi pobre hermano? Ahora que sabe dónde te encuentras, ha dicho que te buscará así tenga que viajar al Polo Norte».

Pese a que era una suerte que su jefe no hubiese vuelto a mencionarle el expediente de Aldo, la carcomía la curiosidad. ¿Qué habría sido de esa carpeta? Por más que la buscó en el despacho del embajador no logró dar con ella. ¿Quién se haría cargo del trámite? Posiblemente Malik. Agotada de conjeturar, devolvió la carta de Sofía a la mesa de noche. ¿Emborracharse? ¿Eso era lo mejor que podía hacer Aldo? «¿Es que jamás tomará el toro por las astas?», se preguntó, y una mezcla de lástima y rabia le confundieron el corazón. La imagen de aquel muchacho romántico y dulce que la había colmado de besos y promesas a orillas de la piscina se desvanecía en el pasado y, como si hubiese muerto prematuramente, Francesca vivía con sumo dolor la pérdida. El relato descarnado de ese otro Aldo, lloroso y borracho, no pertenecía a aquellos recuerdos, es más, los manchaba y denigraba.

La convicción de que debía mostrarse alegre y a gusto en la reunión del embajador la ayudó a cambiar el gesto. El vestido de satén marfil que llevaba le recordó a Marina y a la tarde en que lo compraron en una liquidación. «Pareces una sirena», le había confesado la joven sin atisbo de envidia, admirada por la figura de Francesca. Se recogió el cabello en un rodete a la altura de la nuca para lucir el escote y, pese a que no le gustaban los adornos ni las alhajas, decidió llevar los aros de perlas que Fredo le había regalado cuando cumplió quince años. Apenas se maquilló: rimel, rubor y brillo en los labios, aunque se perfumó generosamente con su Diorissimo, pues le fascinaba la estela de jazmines que la envolvía. Se contempló en el espejo, satisfecha.

—¿Puedo pasar? —preguntó Sara, apenas asomada a la puerta.

Francesca se puso de pie y le hizo una seña. La mujer entró y, al verla, levantó desmesuradamente los párpados arrugados.

—Estás simplemente perfecta —dijo.

—Gracias, Sara.

—Pregunta el señor embajador si puedes bajar, los invitados están al llegar.

En el comedor, Kasem, elegante en su uniforme de gala, encendía las velas de los candelabros, mientras Yamile colocaba cestas de filigrana con pan de pita y bizcochos. Desde el tocadiscos de la sala principal, la alcanzó la magnífica voz de Edith Piaf, que la transportó al departamento de Fredo donde, gracias a un fonógrafo viejísimo, habían escuchado una y otra vez La vie en rose y Non, je ne regrette rien.

Mauricio, apoyado en el quicio de la puertaventana, atrapado por el encantamiento de la noche, recordaba otras veladas en el desierto, cuando Kamal y él, dos mocosos de doce años, se escabullían del oasis donde acampaba la tribu del jeque Al-Kassib y recorrían un buen trecho hasta dominar el paisaje desde lo alto de una duna. El infinito manto dorado que los había cegado en sus cabalgatas diurnas ahora se revelaba como un mar oscuro de olas plateadas y estáticas. Se sentaban sobre un tapete y, mientras engullían dátiles y nueces hasta empacharse, se contaban historias de ánimas y caballos alados.

—¿Me llamaba, señor?

Mauricio quedó aturdido ante esa joven alta y delgada, en satén marfil, que lo observaba, expectante. «La querrá para él», se dijo con desánimo. «Lo sé, lo conozco».

—Sí —Dubois tosió, y se acercó—. Ya están al llegar. —En ese instante lo interrumpió el sonido de un motor.

Kasem salió de la mansión y aguardó en el pórtico a los primeros invitados. Ayudó a descender del automóvil a un cincuentón regordete y bajito, de espeso mostacho y nariz prominente, y a una muchacha muy atractiva en un espléndido traje de tafetán de seda roja con estola de plumas blancas y guantes largos. Francesca se miró el vestido de liquidación y le pareció un harapo.

—¡Mauricio! —exclamó el hombre, y se precipitó en el vestíbulo—. ¡Tanto tiempo!

Se confundieron en un abrazo al tiempo que expresaban la mutua satisfacción del reencuentro y lo bien que les había sentado el tiempo. Francesca, retirada detrás de su jefe, se aproximó a la muchacha y la invitó a pasar. Mauricio tomó conciencia de su falta de cortesía y se excusó en la emoción de ver nuevamente después de tantos años a su profesor dilecto de La Sorbona, Gustav Le Bon. El nombre le resultó conocido a Francesca, que, de inmediato, fue introducida por el embajador.

—Doctor Le Bon, le presento a mi asistente, la señorita Francesca De Gecco.

—Encantado, señorita De Gecco. Estoy seguro de que usted debe de ser una joven muy inteligente y capaz si se encuentra trabajando junto a mi discípulo. Y muy paciente —agregó con una sonrisa—. Ésta es mi hija, Valerie. —Y rodeó a la muchacha por la cintura—. ¿Te acuerdas, Mauricio, de la pequeña Valerie? Pues bien, hela aquí, toda una mujer.

—El profesor no miente —convino Dubois—. Aquella adolescente que entraba corriendo en el estudio de su padre, con los cabellos alborotados y las manos llenas de dulces, es ahora una mujer con todas las letras. Bienvenida —añadió.

Valerie hizo un gesto de complacencia y le tendió la mano, que Dubois apretó ligeramente. Saludó a Francesca, sin ahorrarse un vistazo al vestido. Kasem recibió la estola, la cartera y las chaquetas de los recién llegados, y Mauricio les pidió que se acomodaran en la sala, a la espera del resto. Yamile ofreció jugos, aperitivos sin alcohol y canapés. El doctor Le Bon comía sin solemnidades y se relamía con el jugo de naranjas. A Francesca le resultó una persona tan encantadora como engreída y antipática su hija Valerie.

Al sonido de otro coche, Mauricio se dirigió al vestíbulo. Francesca, que respondía a una pregunta de Le Bon, lo siguió momentos después para encontrarlo rodeado por tres hombres, dos de elegante esmoquin y uno con el tradicional tocado y la chilaba. Uno de los invitados de esmoquin, el más alto, reparó en ella y se le acercó. Francesca lo observó con detenimiento y descubrió que se trataba del tal Kamal. Sin el atuendo típico, no lo había reconocido.

—Francesca —empezó Mauricio—, quiero presentarte a mi mejor amigo, Kamal Al-Saud, príncipe de Arabia, hijo del gran rey Abdul Aziz.

A medida que el embajador agregaba títulos y talentos a ese hombre, Francesca se desazonaba. Pues bien, un príncipe de la dinastía reinante. «Tierra, trágame», suplicó. En tanto que las maneras impropias y las impertinencias dirigidas al «hijo del gran rey Abdul Aziz» le volvían a la mente, presentía el final de su corta carrera diplomática. La Cancillería había sido especialmente insistente en conferir el trato adecuado a los miembros de la familia Al-Saud siguiendo a pie juntillas el complicado protocolo del país. «Ahora sí que me bota de Arabia; presentará una queja por la forma en que lo traté. Fui una maleducada. ¡Le dije que se callara! ¡Oh, Dios bendito, no puede estar sucediéndome esto!», concluyó, con el ánimo descompuesto.

Como si no le sucediera a ella, se miró la mano mientras el árabe se la tomaba y apenas la rozaba con los labios. Luego, la dejó in albis al decirle:

—Es un placer conocerla… Apropiadamente.

Superado ese confuso lapso inicial, Francesca se encontró frente a los otros dos invitados. Dubois se los presentó y ella no hizo ningún esfuerzo por retener los nombres. Kamal Al-Saud, ése era el único nombre que le retumbaba en la mente.

Se armó un jaleo de saludos y abrazos en la sala. El profesor Le Bon bromeó con Kamal y con el otro hombre de esmoquin a quien llamó Jacques. El de atuendo árabe, un muchacho de unos treinta años, esmirriado y tímido, con anteojitos que le conferían una marcada veta intelectual, saludó con respeto a Le Bon y le confesó que desde hacía tiempo deseaba conocerlo, Kamal le había hablado mucho acerca de él. Valerie conocía a Kamal y al tal Jacques; los saludó con familiaridad y recibió encantada los cumplidos por su belleza y elegancia. A Francesca, su comportamiento le resultó chocante.

Kasem le consultó sobre las ubicaciones en la mesa y Francesca se apartó con gusto a darle instrucciones; necesitaba un instante para acomodar las ideas y aplacar la alteración. Confundida en medio de tantos desconocidos, intimidada por la altanería de Valerie y especialmente avergonzada por su comportamiento con el príncipe Kamal, permaneció apartada aun cuando Kasem ya había recibido sus indicaciones y regresado a la cocina.

Mauricio Dubois invitó a pasar al comedor. Jacques apoyó una mano sobre el hombro de Le Bon y marcharon riendo a carcajadas. Valerie aceptó de mala gana el brazo del muchacho árabe, al tiempo que lanzaba vistazos desesperados a Kamal, que aún conversaba en la sala con Dubois.

—Francesca, vamos a la mesa —indicó Mauricio, y no le quedó otra opción que unirse a su jefe y al príncipe.

—Te dije que se trataba de una cena fuera de protocolo —comentó Mauricio a Kamal—. No era necesario que vinieras de esmoquin.

—Pensé que este atuendo tan occidental quitaría lo salvaje de mi apariencia y no provocaría infartos a nadie —adujo el árabe, y Francesca experimentó un calor que le arrebató las mejillas. Bajó la vista y pensó que no podría volver a levantarla durante el resto de la velada.

—De ninguna manera —se opuso Valerie, que había escuchado el comentario—. Creo que el atuendo de los árabes es mucho más sugerente y seductor que los aburridos trajes occidentales.

Kamal le sonrió e inclinó la cabeza. La furia unida a un incompresible sentimiento de rivalidad abrumaron a Francesca. Contrariada, se sentó a la izquierda de Mauricio, frente a Kamal, que charlaba muy a gusto con Valerie. La joven comentó que estaba aprendiendo el árabe, y Kamal prosiguió la conversación en su lengua madre. Valerie intentaba responderle y él la ayudaba y corregía.

Francesca hizo sonar la campanilla, y Sara y Yamile se personaron con bandejas y fuentes. Kasem servía bebidas sin alcohol, en respeto a las estrictas normas del Corán. Comían y bebían a gusto; Yamile había resultado una excelente cocinera, experta en los platos autóctonos. Más tranquila al ver que la cena marchaba según sus planes, Francesca trató de relajarse y de unirse a la conversación, pero la rotunda presencia de Al-Saud frente a ella la mantenía en vilo y la obligaba a desviar la vista para no enfrentarlo.

Kamal escuchaba, comía y observaba. Le gustaba el perfume de Francesca que llegaba como oleadas hasta él; le gustaba su cabello y la forma en que lo había peinado; le gustaban sus enormes ojos negros y sus pequeños labios carnosos y brillantes; su carita redonda, sus manos delicadas y la blancura incandescente de su piel que reverberaba en contraste con sus cejas y su pelo. «Es una niña, tiene apenas veintiún años». ¡Ah, pero cómo le gustaba esa niña de apenas veintiún años! Quizá Mauricio tenía razón y debía dejarla en paz. ¿O Mauricio la quería para él? Lo miró de soslayo y comprobó que la contemplaba con embeleso. ¿Reñiría con Mauricio después de tantos años y por una mujer, por una niña en realidad?

La deseaba y siempre tomaba lo que deseaba, sin miramientos, sin juzgar sus veleidades: lo conseguía y basta. Seguro que él para ella era un viejo, pero tampoco le importaba. Valerie, sin duda, con sus casi treinta años y su palmaria frivolidad, encarnaba el tipo de mujer perfecta para una conquista fácil y pasajera; además, se mostraba dispuesta y no había cesado de provocarlo. No obstante, era a la niña a quien quería.

—¿Hace mucho que no visita París, señor Méchin? —preguntó Valerie al que llamaban Jacques.

—Visité a mi hermana y a mis sobrinos en julio, pero no por mucho tiempo. Kamal y yo debíamos viajar a otras ciudades y sólo permanecimos dos semanas. Le aseguro que, después de tantos años de ausencia, la encontré más linda que nunca. ¿Usted conoce París, señorita? —preguntó a Francesca, y la tomó por sorpresa.

—Sólo de pasada hacia Ginebra —respondió, con bastante aplomo—. Pero quienes tuvieron la suerte de conocerla me han dicho que es de las ciudades más hermosas del mundo.

—Justamente —comentó Valerie—, la que está de moda es Ginebra.

—¡Ah —exclamó Dubois—, Francesca la conoce bien!

Kamal endureció el gesto y frunció el entrecejo: sólo él, que conocía tanto a Mauricio, advirtió, en contraste con su habitual ánimo apocado y tranquilo, el comportamiento de un adolescente enamorado.

—¿Es así? —se interesó Jacques Méchin.

—Antes de venir a Riad, trabajé cinco meses en el consulado argentino de esa ciudad. Sí, podría decir que la conozco bastante bien. Incluso…

—Usted debe de conocerla también —interrumpió Valerie, para dirigirse a Kamal—. Por lo de la OPEP, digo.

—¡No hablemos de la OPEP! —pidió Le Bon—. Estoy muy disgustado con esa idea de tu hermano, Kamal.

—El ministro Tariki tiene más que ver en esto que el propio Saud —habló Ahmed, el joven de aspecto intelectual.

—Pero Tariki jamás lo habría logrado sin el acuerdo de Saud —replicó Le Bon—. A pesar de su preponderancia en el gobierno, es un ministro, y Saud, el rey. Venezuela también se muestra muy complacida con esta idea del cártel. —Y sacudió la cabeza en manifiesta reprobación al añadir—: Pérez Alfonso dijo que la OPEP será el instrumento más poderoso que se haya puesto jamás al servicio del Tercer Mundo. Con arrojo de suicida, declaró a la prensa unos meses atrás que con la OPEP plantarán cara a Occidente hasta el fin. ¿Está loco? ¿Qué se propone, que las compañías lo destrocen?

—La idea del embargo también es un desatino —comentó Jacques Méchin—. El mundo occidental puede prescindir de los pozos de Arabia y de Venezuela porque sabe que cuenta con dos aliados que le seguirán enviando barcos repletos de petróleo: Irán y Libia.

—¿Libia? —se sorprendió Le Bon.

—El año pasado —tomó la palabra Ahmed— los prospectores de la British Petroleum descubrieron campos petrolíferos de un hidrocarburo de la más alta calidad, comparable al nuestro. El rey Idris, ancestral aliado inglés, no se uniría al embargo así traicionase a todos sus hermanos árabes.

—¿Cuáles serán las consecuencias si la OPEP sigue presionando? —quiso saber Dubois.

—Las compañías, aunque no oficialmente, también actúan como un cártel —explicó Ahmed—. Y si tenemos en cuenta lo dicho anteriormente, corremos el riesgo de encontrarnos, de un día para el otro, sin compañía alguna en nuestro territorio. Nos exponemos al cierre de los pozos, al paro de las instalaciones de bombeo y refinamiento, al cierre de las redes de distribución y transporte. En fin, nos quedaríamos con una estructura silenciosa y vacía, y, lo que es peor aún, sin el dinero, que, poco o mucho, recibimos actualmente en concepto de canon. Y nosotros no contamos ni con la tecnología ni con los procedimientos para poner nuevamente en marcha las refinerías.

—Si bien en la actualidad no se cuenta con las condiciones adecuadas —habló Francesca, y los hombres giraron sus cabezas—, la creación de la OPEP, tarde o temprano, habría tenido que producirse. Basta con observar las estadísticas para darse cuenta de ello.

Se hizo el silencio en el comedor, y Francesca pensó que los invitados se le echarían encima, tan fijamente la observaban. Enfrentó a Kamal, serio e inmutable; ella interpretó que lo había fastidiado y prosiguió.

—En 1914 la cantidad de carburante consumido era de 6 millones de toneladas. El año pasado se estimó en 300 millones y la perspectiva para 1975 es de 500 millones. Y si se tiene en cuenta que el petróleo es un bien escaso y limitado, sin la creación de la OPEP, más allá de toda la conmoción política que ha provocado, se seguiría derrochando a dos dólares el barril hasta la catástrofe, hasta que no quedase una gota en todo el planeta. Por supuesto que para los países productores la creación de este cártel persigue un interés económico más que de otro tipo; no obstante, no deja de ser beneficioso para la humanidad, que cada día depende en mayor medida del petróleo.

El silencio volvió a reinar. Francesca tomó su copa y, como si todo dependiera de la actitud del príncipe saudí, lo contempló sobre el borde mientras sorbía un trago de champán. Íntimamente, deseaba haberlo importunado con lo que, de seguro, juzgaría una insolencia de su parte. Después de todo, ella no era más que una mujer, un ser inferior, útil para procrear y satisfacer sexualmente al hombre, que debía mantener la boca cerrada y hablar sólo si se le dirigía la palabra.

—No sabía que estuvieras tan informada —atinó a comentar Mauricio, y quebró la incómoda pausa.

—Lo que la señorita De Gecco dice —habló Kamal por primera vez— es tan cierto como que Alá existe. Sin embargo, y como ella también señaló, aún no se han dado las condiciones para actuar.

—Algún día —retomó Francesca, y buscó los ojos de Kamal— llegará ese momento, y los pueblos árabes deberán discernirlo para no perder su única oportunidad.

—Lo haremos —afirmó Kamal—, no tenga duda.

—Me pregunto —insistió Francesca— si la pasión y el entusiasmo de su pueblo, que en la antigüedad lo catapultaron a la gloria, producirán el mismo efecto en este mundo actual, frío y racional. Temo que los centros de poder conocen esta característica de los árabes y hacen uso de ella para mantenerlos, subrepticiamente, bajo control.

—Oriente lucha con armas completamente distintas a las de Occidente, pero lucha al fin, y es de temer, pues vence o muere en el intento. Los occidentales no comprenden esto y están inadvertidos; eso juega a nuestro favor.

El resto seguía con atención el intercambio sutilmente áspero entre el príncipe y la secretaria, que se medía de igual a igual en un combate que ninguno en la mesa se habría atrevido a entablar con Kamal Al-Saud.

—Resulta evidente que has leído mucho sobre estas cuestiones —terció Dubois—. Si hubiera sabido que manejas tan bien los problemas de Medio Oriente te habría consultado más de una de mis decisiones.

Los demás rieron, a excepción de Kamal, que continuó comiendo. Al verlo serio y callado, Francesca se arrepintió de su insolencia. Aún no terminaba de comprender por qué se había mostrado dura, hasta maleducada; lo había agraviado con elegancia al tratar a su pueblo de apasionado y entusiasta cuando, en realidad, sólo un idiota habría ignorado que quería significar exaltado y fanático. Ciertamente, no había podido controlarse, las palabras brotaron con facilidad y, alentada por la animosidad que le provocaban los árabes, descargó su furia en él.

—¿Qué has leído? —insistió Mauricio, que no salía de su asombro.

—Tengo que confesar que, en las largas conversaciones epistolares que sostengo con mi tío Alfredo, hemos tocado muchas veces este tema. Además de recomendarme una infinidad de libros, me ha explicado toda esta cuestión del petróleo y también me ha dado su opinión al respecto.

—El tío de Francesca —explicó Dubois—, Alfredo Visconti, es un conocido periodista y escritor argentino. Dirige un periódico en Córdoba, una de las ciudades más importantes de la Argentina, y tiene columnas en dos de los diarios de mayor tirada de Buenos Aires.

—Hermano de su madre, supongo —se interesó Jacques Méchin.

—En realidad no existe lazo sanguíneo. Es mi padrino de bautismo, y para nosotros, los sicilianos, eso es muy importante.

—¿Pero usted no es argentina? —preguntó Le Bon.

—Yo sí, pero mis padres son sicilianos.

—En la antigüedad, mi pueblo ocupó la isla de Sicilia durante ocho siglos —acotó Ahmed.

—Y dejaron huellas imborrables —aseguró Le Bon—. En mi libro La civilización de los árabes dedico buena parte a esta cuestión.

Pues bien, de ahí le sonaba el nombre. Gustav Le Bon, autor de La civilización de los árabes, el libro que había leído en Ginebra.

—Es un libro excelente —aseguró Francesca—. Muy ameno, además.

—¿Lo leyó usted? —se envaneció el francés.

Prosiguió una disquisición acerca de libros, escritores y estilos que continuó en la sala mientras se servía el café. Valerie, hastiada de una conversación en la cual no participaba, se propuso cautivar al atractivo príncipe que, desde el fuego cruzado con la secretaria, no había abierto la boca. Se sentó a su lado en el sillón de tres cuerpos y cruzó las piernas sugerentemente. Francesca los miró de soslayo y se ubicó junto a Jacques Méchin que sostenía con tenacidad, pese al desacuerdo de Le Bon, la primacía de Marlowe sobre Shakespeare.

Con un movimiento rápido que desconcertó a Valerie, Kamal dejó el sillón y se aproximó a la contraventana, donde encendió un cigarrillo y fumó con la vista fija en el cielo estrellado. «Una niña», se dijo, y sonrió. Se volvió a mirarla: nada evidenciaba sus veintiún años, ni su cuerpo, ni sus maneras, ni su inteligencia; su carita, quizá, tan delicada y pequeña.

—¿Hace tiempo que vive en Arabia? —preguntó Francesca a Méchin.

—Tanto que ya no me siento francés. Llegué a Arabia cuando aún ni siquiera era Arabia, sino un grupo de tribus que erraban por el desierto y que, con frecuencia, se enfrentaban en cruentas batallas para delimitar los territorios.

La voz de Méchin la aletargó y los relatos de beduinos, guerras, caravanas y jeques le resultaron cautivadores e increíbles, tanto más cuando, acontecidos en ese mismo siglo, parecían historias extractadas de Las mil y una noches. Debía admitir que los árabes eran enigmáticos y fascinantes. Un poco brutales, un poco genios, pletóricos de vida y pasión, orgullosos como pocos, aunque no vanidosos; seguros de sí y aferrados a su tradición. Inconscientemente, se volvió hacia Kamal, que desde hacía rato la contemplaba con fijeza, y le sostuvo la mirada. «Es la primera vez que le veo el pelo», notó, y se detuvo en sus rizos castaños. «¿Cuántas mujeres tendrá en su harén?». Volvió a darle la espalda y simuló prestar atención a Méchin y a Le Bon.

—Señorita De Gecco —escuchó decir a Kamal, sigilosamente apostado detrás de ella—. Cuando habló de la pasión y el entusiasmo de mi pueblo, ¿a qué se refería exactamente?

Bien, ahora pagaría su cinismo e insolencia. Había jugado con fuego y se había quemado; un hombre mucho mayor que ella, a leguas se notaba, inteligente y sagaz, no dejaría pasar su impertinencia sin una justa y reconfortante venganza.

—Bueno… Yo… —balbuceó.

—No permitiré que retomen esa aburrida conversación acerca de petróleo, cárteles y esas cosas que una mujer no entiende.

Por primera vez en la noche, Francesca agradeció la intervención de la hija de Le Bon. Valerie se puso de pie, se acercó a Kamal y lo tomó del brazo, procurando que sus abultados pechos lo rozasen.

—Por favor, Kamal, no siga usted hablando de política. Mejor, cuénteme de sus caballos. Mi padre me ha dicho que son de los mejores del mundo.

Se apoltronaron en el sillón nuevamente y conversaron con afabilidad. La reunión prosiguió sin contratiempos: Francesca simulaba interés en las disquisiciones de Méchin y Le Bon, mientras Kamal interesaba a Valerie con los relatos de sus purasangres.

Pese a las quejas de su hija, Gustav Le Bon fue el primero en despedirse. De regreso en la sala, Francesca ofreció otra ronda de café y baklava, que Ahmed, Jacques y Mauricio aceptaron de buen grado. Kamal, en silencio, se apartó del grupo y curioseó los discos. Resultaba una buena oportunidad para acercársele y mostrar educación y cortesía.

—¿Desea otra taza de café, alteza? —preguntó Francesca.

—No, gracias —dijo Kamal secamente.

Francesca lanzó un suspiro, desanimada. Se disponía a marchar hacia la cocina cuando Kamal volteó con rapidez y la aferró por la muñeca. Francesca lanzó un vistazo desesperado al grupo en la sala, que seguía enfrascado en su charla, sin percatarse de la escena.

—Me marcho —dijo Kamal.

Su voz, tan baja como de costumbre, revelaba una excitación que Francesca interpretó como una amenaza. Además, había algo en sus ojos, un brillo que la dejó sin aliento. Le diría que era una boba sin educación, una malcriada sin conciencia que lo había ofendido y humillado frente a sus amigos y una dama. Le diría, por fin, que no merecía pisar suelo árabe.

Al-Saud, en cambio, le besó la muñeca sobre las venas. Si le hubiese propinado un golpe no la habría sorprendido tanto. Pero un beso, un beso en la muñeca, un beso dado con los ojos cerrados, prolongado hasta sentir su respiración caliente sobre la piel, jamás lo habría esperado. Kamal le soltó el brazo y pasó a su lado como si se tratara de un mueble. Lo escuchó decir que se marchaba, algo acerca de tíos y conciliábulos que no llegó a comprender y, antes de que su jefe la reclamara, se escabulló hacia la cocina.

Los días siguientes a la cena, Francesca vivió, a causa de una u otra razón, en absoluto desasosiego.

Por un lado, deseaba volver a ver a Kamal Al-Saud; la intensidad de su anhelo la avergonzaba y la enfurecía. No olvidaba las horas pasadas frente a él en la mesa, como tampoco su inexplicable actitud cuando los demás no los miraban: ese beso en la muñeca que le había tocado el alma. «Quiere jugar con vos», se decía. Pronto entendió que ese beso había constituido la mejor venganza a todas sus majaderías. Él sabía que ella no podría olvidarlo, que sentiría su respiración sobre la piel durante días. Se lo merecía: se había enfrentado con estúpida vanidad a un león y, si bien el león le permitió retozar a gusto, en el momento final asestó el zarpazo y la dejó en vilo, sin posibilidad de réplica. Con ese beso había delimitado su territorio y, sin palabras, le había dicho: «Aquí mando yo».

No obstante, resultaba evidente que no se encontraba tan enojado: los días pasaban y ella seguía en Arabia. La mañana siguiente a la cena, Francesca tembló en cada ocasión que su jefe la mandó a llamar; de pie frente a la puerta del despacho, con el puño a unos centímetros, pensaba: «Ahora me echa». Sin embargo, Mauricio le hablaba de trabajo y le consultaba la agenda; sólo en una oportunidad le mencionó la cena de la noche anterior y lo hizo para felicitarla. Francesca farfulló un gracias y se apresuró a cambiar de tema.

Eliminada la presunción de que la despedirían, no se explicaba, entonces, por qué el príncipe Kamal retornaba a su mente con una incómoda asiduidad.

Aldo y su idea de viajar a Arabia Saudí completaban sus preocupaciones. La habría tranquilizado saber quién se encargaba del trámite del visado. Debía de ser Malik. Pero la relación con Malik iba de mal en peor; inexplicablemente, el árabe le había tomado una animosidad que ella creía no merecer, pues el único error posible a los ojos de ese hombre lo constituía su condición de mujer. Prácticamente no le dirigía la palabra, apenas la saludaba y, cuando se cruzaban en el corredor, la miraba de soslayo, con displicencia.

Una semana más tarde, recibió carta de Aldo Martínez Olazábal, la primera de muchas. El nombre de Francesca, escrito con caligrafía clara y pareja, se correspondía con la imagen romántica y apasionada del Aldo que amaba tanto, opuesto a ese otro hombre medroso y alcohólico. Rasgó el sobre y, a un paso de tomar la carta, se dijo: «Si la leo, mandaré todo al demonio, regresaré a Córdoba y me entregaré a él, lo sé». La rompió y la arrojó al cesto. La tortura crecía a medida que las cartas se sucedían. Pese a su minada voluntad, Francesca se deshacía de ellas sin leerlas.

—Estás muy delgada —la reprendía Sara, y Yamile corría a traerle nueces, ricota y dátiles que sólo conseguían recrudecer su inapetencia.

A menudo recibía cartas de su madre y de su tío. En la última, Antonina parecía haber caído en la cuenta de que su hija vivía en la misma casa que el embajador, y se mostró disconforme y escandalizada. «Es inadmisible que una señorita habite bajo el mismo techo con un hombre solo», y, aunque Francesca le explicaba que en Arabia nadie habría alquilado un apartamento a una mujer y que no vivía sola sino con el resto del personal y los sirvientes, su madre no daba el brazo a torcer. Francesca le comentó que Marta, una argentina de aproximadamente cuarenta años, había comenzado a trabajar como secretaria del agregado militar y del encargado de asuntos financieros; entonces la mujer pareció tranquilizarse.

Fredo se interesaba por su bienestar y le repetía que, si no se hallaba a gusto en esa embajada, él podía hablar con su amigo el canciller y pedirle un traslado. «¿Irme de aquí?», la idea le parecía una locura. Se sentía cómoda en Riad: Mauricio la respetaba y valoraba, Sara y Kasem la cuidaban como a una hija, mientras el resto del personal, a excepción de Malik, la apreciaba y trataba con cariño. También contaban Jacques Méchin y el profesor Le Bon, que, después de la velada, habían regresado asiduamente y le hacían notar que les agradaba conversar con ella. En una de esas visitas, Méchin le comentó que había sido visir del rey Abdul Aziz y que en la actualidad se desempeñaba como asesor de Kamal.

—¿Hace muchos años que conoce al príncipe Al-Saud? —preguntó.

—Desde el día de su nacimiento —respondió Méchin—. Su padre y yo ya éramos grandes amigos para ese entonces y, cuando Kamal cumplió seis años, Abdul Aziz me encomendó la educación de su hijo.

Le Bon interrumpió a Méchin con un comentario acerca de La Sorbona e hizo perder el hilo de la conversación, y, aunque por un momento Francesca pensó en retomarlo, calló, convencida de la imprudencia. Perdida esa ocasión, no tuvo otra para indagar acerca del enigmático árabe.

Le Bon, que preparaba el segundo tomo de La civilización de los árabes, acaparaba la atención de Mauricio, y lo entretenía con interrogatorios y anotaciones; le pedía descripciones detalladas de las ciudades, oasis y desiertos que había conocido; las costumbres de los beduinos eran de su mayor interés, y la relación casi espiritual con sus caballos lo entusiasmaba especialmente. Francesca ansiaba escuchar esos diálogos, segura de que el nombre Kamal Al-Saud se deslizaba varias veces.

Una noche, mientras despedían a Méchin y a Le Bon en el vestíbulo, Mauricio preguntó cuándo regresaría Kamal de Washington. «Washington», se repitió Francesca, inexplicablemente satisfecha de saber que se encontraba fuera de Riad. Cientos de veces se había preguntado por qué no acompañaba a sus amigos en las visitas a la embajada. Inclinada a pensar que Kamal no la recordaría en absoluto o apenas como a una chiquilla insolente, se propuso olvidarlo. «¿Y ese beso?», insistía, mientras se miraba la muñeca y recordaba aquellos labios gruesos y suaves sobre sus venas.

—¿Dónde está Kasem? —preguntó Francesca, desde la puerta de la cocina.

—Salió con el embajador; dijo que volverían tarde.

—¿Y Malik?

—Aquí estoy, señorita —respondió el árabe, y se personó en la cocina.

Francesca tenía la impresión de que Malik poseía el don de la ubicuidad; un momento lo veía en el despacho del embajador, empeñado en papeles y expedientes, y al instante siguiente lo encontraba en el corredor, siempre en actitud de acecho.

—Te necesito —dijo, y se mostró segura y parca—. Debes llevarme al zoco.

El hombre inclinó la cabeza en señal de asentimiento y salió.

—¿Puedo llevar tu abaaya, Sara? La mía aún no se seca.

—Tú eres mucho más alta que yo, no te cubrirá bien las piernas.

—¡Oh, Sara, sólo será un momento! En medio del desquicio del zoco nadie verá si tengo las piernas cubiertas o si llevo minifalda.

—¿Mini qué? —preguntaron a coro Sara y Yamile.

—Minifalda, una falda que llega hasta aquí. —Y señaló su muslo.

—¡Por Alá misericordioso! —exclamó la argelina—. ¿No prefieres enviar a Yamile, incluso a mí? ¿Qué tienes que comprar?

—Debo ir yo misma. Esta mañana el embajador me pidió que comprase un obsequio para la esposa del embajador de Italia, y fue muy minucioso y detallista en cuanto a lo que quería. Debo ir yo —insistió.

Francesca se envolvió en la túnica y marchó hacia el automóvil. Al salir del barrio diplomático, la ciudad se colocó su traje oriental, rústico y pintoresco. Las mujeres, cubiertas por completo, circulaban en grupos, con la cabeza baja y las manos a la altura del rostro para sujetar la túnica, seguidas por niños y perros.

Malik detuvo el coche y dio paso a un pastor y a sus cabras; a unos metros, otro hombre luchaba con un buey empacado. En el zaguán de una casa, divisó gallinas y pavos que picoteaban entre las juntas de los adoquines, y a dos bebés, sucios, sin más ropa que los pañales, que gateaban en medio. Apartó la vista, asqueada. Arriesgándose, se descubrió el rostro para observar más claramente, entre la filigrana de una ventana, el destello de unos ojos que la contemplaban con tristeza pues brillaban de lágrimas. Malik puso en marcha el automóvil y, rápidamente, siguió calle abajo. La tristeza de ese mirar la sobrecogió. Sin duda, se trataba de la mirada de una mujer, de una mujer sufrida que anhelaba gritar a los cuatro vientos su dolor, pero que sólo podía desahogarlo a través de la intrincada reja de una diminuta ventana. ¿Sería ésa la ventana de su harén? ¿Estaría en ese instante su esposo, adorado y temido, haciéndole el amor a otra de sus mujeres? «¿Por qué no se sublevan?», bramó Francesca en su interior.

A lo lejos, en medio de una niebla de arenisca, se imponía la torre almenada del Fuerte Mismaak donde el rey Abdul Aziz había vencido al clan Raschid, su enemigo ancestral. Mauricio le había contado que ese fuerte constituía el símbolo indiscutible de la superioridad y el poderío de los hombres de la casta Al-Saud, que exaltan principalmente el amor por la tierra, las tradiciones y el arrojo, y que por ellos se disponen a perecer con orgullo y colmar así de gloria su nombre y el de sus descendientes. «Oriente lucha con armas completamente distintas a las de Occidente, pero lucha al fin, y es de temer, pues vence o muere en el intento». Recordó las palabras de Al-Saud que empezaban a cobrar sentido a medida que las piezas sueltas del rompecabezas árabe se unían y aprehendía su idiosincrasia, compleja por distinta, fascinante por apasionada y auténtica. Ese pueblo había soportado invasiones, ocupaciones, guerras y pillajes, y, con notable denuedo, había enfrentado ejércitos muchas veces superiores a los propios. ¿No eran las Cruzadas prueba suficiente de ello? Sin embargo, no olvidaría tan fácilmente la mirada triste en la ventana, que volvía a complicar el laberinto que, un segundo atrás, parecía resuelto. Lanzó un soplido y bajó la ventanilla para tomar aire fresco. «Nunca los entenderé», se rindió por fin.

Malik detuvo el coche a pocos metros del zoco, y una decena de niños desgreñados se agolpó a la puerta, vociferando en árabe. Malik descendió del automóvil y los ahuyentó con amenazas y empujones.

—¿Qué deseaban esos niños? —preguntó Francesca, sin ocultar su enojo por la forma en que los había tratado.

—Saben que es el automóvil de una embajada y vienen a pedir dinero. Algunos se ofrecen como guías dentro del zoco.

—Me habría venido bien un guía, no sé por dónde comenzar.

—Yo lo conozco como nadie.

—Entonces, llévame a un puesto de orfebrería fina.

No se podía caminar libremente dentro del zoco. Cientos de callejas, ensombrecidas a causa de los toldos de las tiendas atestadas de gente, que pregonaba y regateaba, constituían el mercado más grande de Riad. Los olores a aguas servidas y a basura se mezclaban con los de las comidas y los de las esencias que se consumían en los pebeteros. Sacó un frasco de perfume del bolso y mojó la abaaya a la altura de la nariz. Con el estómago revuelto, avanzaba penosamente tras Malik, que se abría paso entre la multitud y caminaba a una velocidad que le costaba imitar. Subían escaleras y volvían a bajarlas, doblaban en una esquina y el mercado parecía extenderse hacia el infinito. De tanto en tanto, algún niño se colgaba de su túnica y, mientras le extendía la mano, le sonreía. Los dueños de las tiendas le salían al paso y la impelían a entrar con unas maneras que, lejos de ser descorteses, a Francesca le atemorizaba contradecir. Llamaba a Malik, que desandaba el camino y la aguardaba a la entrada, disgustado. Le resultaba difícil quitarse de encima a los vendedores y emprender el camino; a una señora, más tenaz que el resto, debió comprarle una docena de pimpollos de rosas blancas, un poco abiertos, pero naturales y fragantes al fin, que embellecerían su habitación.

—Éste es el mejor puesto de alhajas —aseguró Malik, al llegar a la zona de las joyerías—. Buenos precios y buena mercancía —espetó, y se apoyó en una columna dispuesto a aguardar.

El escaparate destellaba bajo los rayos del sol que se filtraban por los huecos del toldo. La variedad de joyas la aturdió —de oro, de plata, con incrustaciones de gemas, de ónice, esmaltadas en colores vivos, gargantillas de perlas rosadas y grises— y repasó las especificaciones de Mauricio. El dueño de la tienda se las ofrecía a manos llenas, pero Francesca no se decidía por ninguna. De un estante elevado, la atrajo un dije de oro con aguamarinas, que colocó sobre la palma de su mano y observó detenidamente. El vendedor la aturdía con su pregón, mientras agitaba las manos y le concedía sonrisas sin dientes, como si su entera felicidad dependiera de la presencia de Francesca.

Al estirarse para devolver la joya al anaquel, una puntada, que subió desde el talón hasta la cadera, le nubló el entendimiento y la arrojó al piso. La pierna le temblaba, el dolor punzante le arrancaba lágrimas y, sin sentido, se mordía los labios para no gritar. El escaso sol desapareció en un santiamén cuando un grupo la circundó y llenó el aire de olor a cuerpos sucios. Intentó llamar a Malik, pero tenía la garganta seca y sólo emitió un graznido incomprensible. «¿Dónde está Malik?», se desesperó, pero no lo reconoció entre el gentío. «Las rosas…», se lamentó al verlas pisoteadas. Los hombres gritaban y le hacían señas, pero ninguno la ayudaba. La falta de aire y el mal olor la descomponían; la puntada en la pierna iba en aumento.

Un árabe, que vociferaba sobre el resto, le arrancó la abaaya y, sujetándola por el brazo, la obligó a ponerse de pie. Francesca volvió a caer, incapaz de sostenerse. Ahora lloraba descontroladamente y llamaba a gritos a Malik, mientras el hombre insistía en levantarla a la fuerza, sin dejar de agitar una cachiporra sobre su cabeza. Los rostros comenzaron a girar, la respiración se le fatigó y un cosquilleo que le subía desde el estómago le provocó ganas de vomitar.

Repentinamente se acallaron las voces, la multitud abrió paso y alguien la levantó del piso con facilidad y la sostuvo en brazos. La luz del sol dio de lleno sobre el rostro de quien la ayudaba.

—¡Kamal, gracias a Dios! —farfulló en castellano.

Se le aferró al cuello y descansó sobre su pecho con los ojos cerrados. Escuchó la voz de Malik, la de Kamal que discutía en árabe, y la del hombre que la había amenazado con la cachiporra; el murmullo de vendedores y curiosos no cesaba.

—¡Sáqueme, por favor, de aquí! —imploró, y Kamal obedeció.

Al llegar al coche de la embajada, Malik se apresuró a abrir la puerta y Al-Saud la depositó en el asiento. Le habló de mal modo al chófer que, prestamente, se puso al volante y emprendió la marcha. Francesca se incorporó en el asiento y, por el cristal trasero, contempló a Kamal que regresaba al zoco a paso rápido.

Después de la salida del médico, Sara la ayudó a acomodarse en una butaca y le colocó el pie sobre un escabel. La hinchazón del tendón pugnaba contra la ajustada venda y dolorosos latidos se expandían por la pierna hasta la ingle. Sara le alcanzó un vaso con agua y Francesca tomó el calmante.

—Dice Malik que la mutawa te golpeó porque se te veía la mitad de las pantorrillas. Te dije que no usaras mi abaaya, que te quedaba pequeña. Ahí tienes, un buen golpe en el pie.

—¡Qué abaaya pequeña ni que ocho cuartos! —se enfureció Francesca—. Si tendrían que prenderle fuego a este país de salvajes.

—¡Shhhh…! No digas eso ni en broma —se escandalizó la argelina—. Si algún árabe llegase a escucharte, ¡sería mucho peor que un simple golpe! Te lapidarían sin compasión. No vuelvas a hablar así mientras pises suelo islámico.

El temor y la firmeza de Sara, usualmente tranquila y mesurada, la dejaron sin palabras. ¿Hasta que punto llegaba el fanatismo de ese pueblo? ¿Lapidarla por hablar mal de los árabes? La mirada triste de la ventana regresó a su mente y la embargó la compasión.

Mauricio pidió permiso y entró. De pie delante de ella, sin pronunciar palabra, con una sonrisa lastimera y la mirada suplicante, parecía implorarle perdón.

—Lamento tanto lo que te ha ocurrido —expresó—. No debí mandarte al zoco.

—Soy yo la que debe disculparse, señor. Fui una imprudente al usar la abaaya de Sara. Espero que este episodio no acarree ninguna consecuencia.

—Pienso presentar una queja —aseveró Mauricio.

—No, por favor, deje las cosas como están. ¿De qué serviría una queja? Podría traerle problemas y es lo último que deseo, de veras.

—Ya veremos —concedió Mauricio—. Cambiando de tema, dijo el doctor Al-Zaki que se trata de una tendinitis.

Llamaron a la puerta y Sara se apresuró a abrir. Kamal entró sin preámbulos, con un gesto ceñudo que le ocupaba por completo el rostro; ese rostro moreno y sombrío que rara vez permitía entrever lo que pensaba, en ese momento, no obstante, revelaba que Al-Saud estaba dispuesto a desgarrar en pedazos a cuantos se atravesasen en su camino, con furia, sin piedad ni miramientos. Francesca le sostuvo la mirada. No se acobardaría. Un árabe extremista y bruto no acabaría con la civilización y cultura que ella había mamado desde su primer día en el mundo. Le habría espetado unas cuantas verdades si sus ínfulas no se hubiesen desarmado cuando lo escuchó decir:

—Personalmente me encargaré de sancionar y despedir al agente de la mutawa que le ha hecho esto, señorita. Le doy mi palabra —agregó, con la mano derecha sobre el corazón.

—Un beduino nunca concede su palabra en vano —acotó Dubois, con una sonrisa.

Francesca miró a Al-Saud de hito en hito, sin remilgos ni rubores, prendada de su reciedumbre y virilidad, el enojo hecho trizas y el dolor del talón olvidado. Escuchó hablar al embajador sin comprender lo que decía, sin importarle tampoco, concentrada como estaba en ese monumento de túnicas blancas y ojos de jade que le devolvía la mirada con desparpajo.

—Gracias por enviar al doctor Al-Zaki —dijo Mauricio, y Francesca volvió a la realidad—. Como decía cuando llegaste, el doctor diagnosticó una severa inflamación en el tendón, que unos días de descanso y las medicinas bastarán para curar. Dice que es un milagro que no se le astillara algún hueso del pie con semejante golpe.

Kamal se alejó en dirección a la ventana y permaneció silencioso con la vista en el jardín. Francesca anhelaba que regresase y que le hablara, quería estar segura de que no la culpaba por la escena en el zoco, que sinceramente creía que el comportamiento del oficial de la policía religiosa había sido cruel e insensato.

—¿Cuándo regresaste de Washington? —preguntó Mauricio.

—Esta mañana.

—Fue una suerte que te hallaras en el zoco. ¿Qué hacías allí? —se extrañó Dubois.

—Antes de irme de viaje, prometí a Fátima que a mi regreso le compraría un anillo y una gargantilla. Ya la conoces, apenas me vio, no me dio tiempo ni a desempacar que me arrastró al zoco.

«¿Fátima?», se decepcionó Francesca, convencida de que, por el cambio operado en el príncipe, se trataba de su esposa favorita.

Antes de abandonar deprisa el dormitorio para atender un llamado urgente, Mauricio le pidió a Kamal que lo acompañase a su despacho, necesitaba hablar con él. Kamal asintió, pero no hizo ademán de seguirlo. En cambio, se dirigió hacia la mesa de noche, de donde tomó el retrato de Antonina y la última foto de Rex y don Cívico. Las contempló detenidamente por un buen rato. Sara, arrinconada próxima a la puerta, lo miraba con desconfianza, mientras Francesca se debatía entre hablar o mantener su actitud indiferente. «Ahora me dirá que en su país se encuentran prohibidas las representaciones con figuras humanas», se dijo. No lo toleraría: lo mandaría al demonio, a él, al Corán y al mismísimo Mahoma; debería dejar Arabia y regresar a la Argentina. Pues bien, adelante, estaba dispuesta a eso y a más si lograba deshacerse del odio que experimentaba por los de su raza.

Kamal se volvió con el portarretratos en la mano y le sonrió, y nuevamente logró desarmarla.

—La de la fotografía es su madre, ¿verdad? —Francesca asintió—. Es una hermosa mujer. Este caballo es suyo, supongo —expresó a continuación.

—Debería serlo.

—¿Cómo es eso?

—En realidad, Rex es de la hija del patrón de mi madre, pero es tan miedosa que nunca se animó a montarlo. Cuando tenía doce años, me lo apropié, es como mío. Rex y yo nos hemos entendido desde siempre; no sé cómo expresarlo y no sé si usted puede entenderme, lo que nos une se trata de algo muy fuerte, como un lazo de sangre. Es muy malo con todos, excepto conmigo y con don Cívico, el de la foto. Don Cívico dice que Rex es bueno con él porque sabe que es mi amigo. —Francesca bajó la vista y, con otra voz, agregó—: Quizá nunca más vuelva a verlo ahora que estoy tan lejos. Quizá el patrón lo venda. En fin, no quiero aburrirle con mis cosas.

—A juzgar por la fotografía —habló Kamal—, se trata de un muniqui. —Y sonrió al advertir el desconcierto de Francesca—. ¿Ha tenido durante casi diez años un muniqui y no lo sabía? Muniqui es uno de los tres tipos de caballos árabes, famosos por su velocidad. Se usan principalmente para las carreras. Los caballos árabes son los mejores del mundo, un símbolo en mi pueblo, ¿sabe? Un símbolo de fortaleza, lealtad y amistad. Los beduinos los hemos criado por siglos y hemos llevado la pureza de la raza a niveles extremos.

Kasem interrumpió a Al-Saud para comunicarle que el embajador lo aguardaba en su despacho. Kamal devolvió los retratos a la mesa de noche, saludó con la clásica venia oriental y abandonó la recámara.

—No me gusta cómo te mira ese árabe —expresó Sara—. Cuídate de los árabes, Francesca, son como cazadores, y éste, con esos ojos de tigre que tiene, te mira como si fueras una gacela. Ten cuidado, querida, si te atrapa no podrás escapar de sus garras.

Cuando Kamal entró sin llamar en el despacho, Dubois interrogaba a Malik, que no se molestaba en ocultar la satisfacción por el golpe que había recibido Francesca, pues, según insistía, «la señorita es muy desprejuiciada, a pesar de que yo le advierto que debe ir con más tiento. No olvide, señor embajador, que se le veían las pantorrillas».

—¿Dónde estaba usted cuando sucedió todo? —intervino Kamal, sin importarle desautorizar a Mauricio.

—Verá usted, alteza, pues yo… Estaba ahí, enseguida me acerqué a ayudarla.

—Eso es falso —aseguró Kamal—. Lo que a mí me atrajo hasta la señorita De Gecco fueron sus gritos desesperados llamándolo a usted. Y usted apareció después que yo.

—En realidad, alteza, yo me había alejado un momento para conversar con un amigo dueño de una tienda, a unos pasos nada más.

—¡Cómo pudo dejarla sola siquiera un instante! —se alteró Kamal, y Dubois se interpuso pues pensó que su amigo se lanzaría sobre Malik.

Al-Saud, molesto a causa de su propio exabrupto, dio media vuelta y se alejó hacia la sala contigua, donde se echó en el sofá y encendió un cigarrillo. Escuchó la voz de Mauricio que, sin mayor autoridad, pedía a Malik que no volviese a apartarse de ninguna persona de la embajada cuando salieran de sus límites. Dubois despidió al chofer y se acercó a Al-Saud.

—Por favor, Kamal, ¿qué te pasa? Jamás te vi tan alterado.

—¿Quién es ese tipo?

—Mi chófer. Malik bin Kalem Mubarak.

—¿Cómo entró a trabajar aquí?

—Es un recomendado de tu familia. Llegó con una carta muy elogiosa firmada por el secretario privado de tu hermano, el rey Saud.

Kamal se puso de pie, y su imponente figura amilanó a Mauricio, que se apresuró a explicarle que no había podido negarse a contratarlo, que no era mal empleado y que trabaja con ahínco. Al-Saud arrastró fuera a Mauricio y, en el corredor, libres de posibles micrófonos ocultos, le aseguró:

—Es un espía de Saud.

Mauricio se mostró reticente a creerle, pero los argumentos de su amigo terminaron por minar su confianza. No resultaba extraño pensar que Saud supusiera que, además de recordar los viejos tiempos en el internado de Inglaterra y los días en La Sorbona, Kamal y él intercambiarían información valiosa, útil en la lucha por conservar su tambaleante trono.

—Mi hermano tiene los días contados —susurró Kamal—, y él lo sabe. Sabe también que la familia es a mí a quien quiere en su lugar. ¿No crees que hará cualquier cosa por defender su poder? Lo conozco mejor que tú, no tiene escrúpulos, y luchará con lo que tenga a mano para defenderse. Créeme cuando te digo que Malik está aquí para espiar mis movimientos.

—Entonces, lo despediré —aseguró Mauricio, alterado—. No quiero alcahuetes en mi embajada.

—No, despedirlo sería revelar que conocemos el verdadero fin que cumple. Después de todo, si me dices que es un buen empleado, ¿qué excusa podrías esgrimir para despedirlo? Mejor deja que crea que continuamos en las nubes y usémoslo a nuestro antojo.

Mauricio quería muchísimo a Kamal y habría hecho cualquier cosa por él, pero mezclar los asuntos de la embajada con las rencillas internas de la dinastía Al-Saud no lo convencía en absoluto. De todos modos, asintió con desgana, pues tampoco se animaba a contradecirlo.

—Mantén a Francesca alejada de ese hombre —dijo Kamal, tras una pausa—. No quiero que vuelva a salir con él, ni que traten asuntos en común. Si no tienes otro chófer, te enviaré uno de mi confianza.

—Está Kasem, él es de fiar y sé que adora a Francesca.

—Bien.

Kamal volvió a ensimismarse y Mauricio esperó con recelo.

—Ya no me quedan dudas —habló, por fin—. Fue el propio Malik quien entregó a Francesca a la mutawa.

Dos días más tarde, Francesca recibió un ramo de veinticuatro camelias. En su vida había tenido una camelia entre las manos; de una blancura y belleza incomparables, la embelesaron la suavidad de los pétalos y la perfección de su forma. Recordó la novela de Alejandro Dumas y se sintió íntimamente conmovida. Abrió la esquela con manos ansiosas: «Perdón, señorita De Gecco. Kamal Al-Saud». Habría dado un brinco con el ramo en la mano y la tarjeta apretada contra el pecho si Sara no la hubiese mirado con esa mueca furiosa.

—Te lo manda el príncipe Kamal, ¿verdad?

—Sí, es para disculparse por lo de la mutawa.

—Seguro, para disculparse —repitió la argelina, con intención.

Francesca pasó por alto el comentario, no deseaba discutir, sólo admirar las flores y pensar en el hombre que se las había enviado, que, después de dos días, aún la recordaba y se preocupaba por ella.

—¿Dónde las habrá comprado? —se preguntó, cuando a ella le costaba tanto conseguir unas pocas rosas mustias y abiertas.

—Ya te lo dije —habló Sara, con solemnidad—, cuando un árabe se propone algo, lo consigue, a cualquier precio, aunque tenga que mover cielo y tierra para lograrlo. Y ese hombre te quiere para él, Francesca, lo sé.

—Sara, ¡que dices!

—No tomes a broma mis palabras —se enojó—. Este país es una tormenta en estos días y el príncipe Kamal está en el ojo del huracán. No debes acercártele, no debes hacerle caso o no sé qué podría pasarte.

Después de esas palabras agoreras, Sara abandonó el dormitorio. Francesca se sentó en el borde de la cama y miró las camelias. «¡Qué hermosas son!». Tomó el florero del chifonier, lo llenó con agua en el baño y acomodó el ramo. Le resultó duro pensar que en poco tiempo se marchitarían. ¿Cómo es que algún día, no muy lejano, debería tirarlas al cesto de la basura? «Lo bello y lo bueno es tan efímero», se dijo, y el rostro de su padre se le presentó lleno de vida, con esa sonrisa plena que parecía iluminarlo como un aura. «Dov’é la mia principessa?». Jamás olvidaría sus palabras pronunciadas cada tarde al regresar del trabajo. No importaba si jugaba con su muñeca favorita, lo abandonaba todo al sonido de «Dov’é la mia principessa?» porque sabía que su padre la hundiría en su pecho, la colmaría de besos en las mejillas y, en brazos, la llevaría hasta la cocina para saludar a su madre. Se asía con desesperación a ese recuerdo y al del mirador en el parque Sarmiento, pues no tenía otros de Vincenzo. Luego, la lenta consunción de las facciones luminosas de su padre, el llanto de su madre, el velorio, el insoportable olor a magnolias y a velas, el plañido de las vecinas, el carruaje negro y los caballos, el cementerio de tenebrosos nichos y el cortejo silencioso por las angostas callejas. Su padre se había marchitado como pronto lo harían las camelias y había dejado un vacío en su mundo. ¿Existiría algo lindo y bueno que durase para siempre? El amor de Aldo también se había esfumado y sólo quedaba una herida cicatrizada a medias, que, de tanto en tanto, dolía y supuraba.

A la mañana siguiente, un muchacho llamó a la puerta de la embajada y anunció que tenía un sobre para Francesca y, a pesar de que Kasem dijo que él lo recibiría, el jovencito insistió en que volvería cuando pudiera atenderlo personalmente la señorita De Gecco. A regañadientes, Kasem lo invitó a pasar y le pidió que aguardase. Francesca entró en el vestíbulo con el pie vendado, apoyada en el antebrazo de Sara.

—Soy Francesca De Gecco —se presentó, y Sara tradujo sus palabras al árabe—. Me dicen que tienes algo para mí.

—Sí, señorita. —Y le extendió un sobre papel madera con su nombre.

Francesca lo abrió y extrajo una carpeta verde que no tardó en reconocer como la de la visa de Aldo. Un sello grande, en tinta roja, que se destacaba en la carátula, rezaba en inglés: «Denegado».

—¿Quién te ha dado esto? —inquirió.

—Me lo dio mi jefe, señorita.

—¿Quién es tu jefe?

—Jalud bin Malsac. Trabaja en la Oficina de Migraciones, señorita.

Francesca dejó caer unas monedas en la mano del muchacho y lo despidió. Antes de entregar la carpeta al embajador, la revisó concienzudamente sin hallar razón de peso para la denegación, sólo algunas notas en árabe con el escudo de palmeras y cimitarras como membrete intercaladas entre los papeles de Aldo y, por último, una misiva en francés dirigida a Dubois y firmada por Jalud bin Malsac donde informaba que resultaba imposible permitir el ingreso al ciudadano argentino Aldo Martínez Olazábal en vistas de que el cupo de extranjeros para 1961 se encontraba cubierto. Cerró el expediente y se encaminó al despacho de Mauricio preguntándose qué sentía. Alivio, por un lado, aunque en el fondo deseaba volver a verlo, lejos de todo y de todos. Fantaseó con unos días solos en Riad, en la otra punta del planeta, sin la figura de Dolores o de la señora Celia interponiéndose como sombras, sin la angustiante culpa de amar a un hombre casado que, por otra parte, la había traicionado por cobarde. Nada de eso contaría en Riad, ni Aldo sería un cobarde ni ella una mala mujer, sino los enamorados de Arroyo Seco.

El «Denegado» en tinta roja la devolvió a la realidad.