Capítulo Ocho

El reloj de pared del dormitorio de Francesca marcaba las once de la noche. El cansancio y la nostalgia comenzaban a jugarle una mala pasada; siempre le sucedía cuando llegaba la noche. Sacudió la cabeza y se esforzó por sonreír y no pensar. Contestaría la carta de Marina y, agotada, se iría a la cama.

Le escribió a su amiga asegurándole que aún no la había raptado ninguna caravana de beduinos y que no había perdido la virginidad en ningún oasis. Le gustaba Marina. Siempre contenta y optimista, tenía el don de arrasar con el abatimiento. Terminó la carta pidiéndole que le contestara pronto porque la hacía reír.

Ya en cama, releyó el informe sobre Jeddah que entregaría a su jefe a primera hora. Al rato, apagó la luz, rezó brevemente y se dispuso a dormir. «Jamás pensé que una argentina fuera más hermosa que las mujeres de mi pueblo». La voz del árabe que había conocido esa mañana la desveló por completo. Se reprochó la falta de tacto y cortesía: debió presentarse, debió decir algo, buenos días quizá, o disculparse por haber entrado sin llamar. Se había quedado muda, observándolo avanzar hacia ella y, luego, frente a frente, se dejó dominar por esa extraña sensación de miedo y ansiedad. Sí, miedo. ¿Acaso no se trataba de un árabe, un hombre brutal, de hábitos salvajes y retrógrados, un ser primitivo despojado de toda consideración hacia la mujer, considerada poco menos que un animal? «Jamás salgas de la embajada sin la abaaya», le había advertido Sara. La mutawa, como se llamaba la policía religiosa, famosa por su rigidez y crueldad, la aporrearía duramente sólo con ver que llevase descubiertos los tobillos.

En cuanto al árabe, también había experimentado una clara ansiedad. Aunque no, seguramente se trataba del mismo miedo; el golpeteo del corazón y el cosquilleo en el estómago eran producto del susto, de la sorpresa. Ninguna ansiedad. Aunque debía admitir que, pese a la túnica y al tocado, lo había encontrado atractivo, dueño de una belleza exótica que la había impresionado; por cierto, un estilo completamente distinto al de Aldo.

Una semana más tarde, a principios de noviembre, el calor parecía de verano. «¿Nunca hace frío aquí?», se fastidió. En el estudio del embajador, sin embargo, se estaba a gusto; durante las horas de sol más agobiante mantenían los postigos cerrados y, en el crepúsculo, los abrían de par en par, permitiendo que la brisa de la tarde llevase dentro la frescura del parque. Ese día, en especial, le interesaban los detalles en el despacho de Dubois: había conseguido flores que perfumaban y coloreaban el ambiente, algo apagado a causa del tradicional verde musgo de los sillones y el beige del cortinado; Sara se había esmerado con el pulido del parqué y de la platería; y Yamile terminaba de colocar sobre la mesa bocaditos y bebidas frescas para los invitados del embajador. «Es una excelente oportunidad de negocios para la Argentina», le había comentado Mauricio al referirse a la reunión de esa tarde. Varios empresarios de Jeddah de visita en la capital, interesados en ampliar las fronteras de sus negocios, habían aceptado la invitación del joven y flamante embajador argentino.

Kasem, en su rol de mayordomo, hizo entrar en el despacho de Mauricio a tres hombres, uno evidentemente árabe, a pesar de su traje occidental, y dos ingleses. Francesca les dio la bienvenida, los invitó a sentarse y les ofreció de beber. Acto seguido, comunicó que el embajador no tardaría en llegar y les entregó un informe sobre las ventajas de invertir en la Argentina que, sugirió, podían hojear mientras lo aguardaban. Apareció Dubois, elegantemente vestido y perfumado, e indicó a Francesca que se retirase. Encontró a Sara en el corredor que recogía pedazos de loza del suelo y lloriqueaba silenciosamente.

—¿Qué pasó? ¿Te lastimaste? —preguntó Francesca alarmada, y se puso en cuclillas. Tomó las manos nudosas y llenas de callos de la argelina, y comprobó que no se hubiese cortado.

—¿Habrá escuchado el embajador que se me cayó la bandeja con las tazas del café? —se angustió Sara—. Tropecé con el borde de la alfombra y, como una estúpida, dejé caer la bandeja. ¡Qué inútil!

—No te preocupes, yo me haré cargo de esto. Mejor, trae tazas nuevas. El embajador debe de estar esperando el café.

Sara se puso de pie, aún nerviosa y sollozando, y marchó a la cocina. Francesca volvió a acuclillarse para recoger el estropicio de tazas y platos.

—¿Necesita ayuda, señorita?

Una figura alta se plantó frente a Francesca: era el «amigo mío» de Mauricio otra vez. La contemplaba y sonreía, y a Francesca la irritó no saber si lo hacía de manera burlona o amistosa. Aunque él le extendía la mano, ella se puso de pie sin aceptar su ayuda. Ruborizada, simuló acomodarse la falda y la chaqueta para no mirarlo de frente: no la vería avergonzada y mortificada, ¡no, señor! Dio un respiro profundo y, con más dominio, se atrevió a levantar la vista: el hombre continuaba mirándola con desparpajo y esa maldita sonrisa marrullera. Ya le demostraría ella que no era como las mujeres de su pueblo. Sería mordaz e insolente con el tal «amigo mío», poco le importaba; después de todo, se trataba de un bárbaro, de un salvaje, un hombre incivilizado y libidinoso que aprobaba la poligamia. Que Mauricio la pusiese por ello de patitas en la calle no se le cruzó por la mente en ese instante de pura rabia.

—¿Es una impresión equivocada la que tengo o usted está empecinado en matarme de un infarto?

Kamal prorrumpió en una carcajada y Francesca se desconcertó.

—¡Cállese! —ordenó de mal modo—. Hay una reunión importante a metros de aquí. Mi jefe me llamará la atención por su culpa.

El árabe se despidió con una inclinación de cabeza y siguió su camino. Dos nubios, altos y fornidos, lo siguieron a unos pasos. Francesca no atinó a avisarle que no podía entrar en el despacho del embajador, pero al escuchar la voz de Mauricio que decía: «¡Por fin llegas, Kamal!», comprendió que lo aguardaban. Se cerró la puerta y los nubios se ubicaron a ambos lados, firmes como columnas.

¿Kamal? ¿Así lo había llamado Dubois? Kamal.

Mauricio regresó a su oficina luego de despedir a los empresarios de Jeddah. Allí lo aguardaba Kamal.

—¿Otra taza de café? —ofreció Mauricio.

—No, gracias. Disculpa que haya llegado tarde a la reunión.

—Sé que estás muy ocupado y te agradezco que hayas venido. Tu presencia fue para estos hombres una garantía en sus futuras operaciones con empresas de mi país.

—Espero haber sido de utilidad.

—Sí, por supuesto —respondió Mauricio vagamente, y se lo quedó mirando—. ¿Te pasa algo?

—¿Tienes tiempo? Necesito hablar contigo.

—Sí, claro. Tomemos asiento.

—No, salgamos al parque, necesito aire fresco.

Resultaba probable que su hermano Saud, conociendo la estrecha amistad que lo unía a Dubois, hubiese plagado la embajada de micrófonos. Sólo hallaría seguridad en un lugar abierto. Ante una seña de Kamal, los nubios, que habían amagado con seguirlo, volvieron a estaquearse a ambos lados de la puerta.

En el jardín, caminaron un buen trecho en silencio; Kamal fumaba y Mauricio aguardaba con paciencia. Quería a Kamal como a un hermano; lo admiraba también por su osadía e inteligencia. Sin embargo, era la completa ausencia de vanidad lo que más respetaba de él. «Es un absoluto inconsciente de sí mismo», solía pensar al verlo actuar. Desde su infancia, en el internado de Londres, lo habían atraído las maneras tranquilas, los movimientos lentos y la voz reposada de ese niño árabe que, bajo la sombra de un roble, le hablaba del desierto, de las noches en el oasis, de las aventuras a caballo y de las batallas que su padre había librado para conquistar el reino. En su alborotada mente de diez años, Mauricio mezclaba a Simbad el marino con el rey Abdul Aziz, a Alí Baba y las alfombras voladoras con los caballos del profeta Mahoma. No se apartaba de su amigo, persuadido de que en él residían la seguridad y la diversión. Los veranos en el palacio de Riad o en las tiendas del abuelo de Kamal, el jeque Harum Al-Kassib, lo habían salvado de la irremediable tristeza en la que habría caído en Buenos Aires al regresar al seno de una familia donde sólo hallaría tíos y primos a los cuales prácticamente no conocía. Sin duda, la prematura muerte de sus padres habría sido muy dura de sobrellevar si Fadila y el rey Abdul Aziz no lo hubiesen acogido como a un hijo.

Años más tarde, en La Sorbona, mientras él y los demás compañeros, alborotados en una revolución de hormonas e ideas liberales, se creían capaces de dominar el mundo y conquistar a cualquier mujer, Kamal, tras pasar horas en la biblioteca, se encerraba en su habitación y, absorto como ahora en esa caminata, meditaba.

—¿En qué piensas tanto? —le preguntó en una ocasión Mauricio, molesto porque no se unía a una de sus salidas nocturnas.

—Trato de entender a los occidentales —respondió antes de volver a su hermetismo.

Al llegar a la terraza, los atrajo el tintineo de los hielos en la jarra con limonada que Sara se disponía a servirles. Pese al escaso verdor, el parque ofrecía un agradable espectáculo. Se sentaron a beber.

—Vadana, la mujer de Saud —habló Kamal, de repente—, fue a visitar a mi madre esta mañana. Como imaginarás, el encuentro no fue ni amistoso ni tranquilo.

—¿Estabas presente? —se inquietó Mauricio.

—No, Fátima me lo contó. Entre otras cosas, Vadana le reclamó a mi madre que la familia está traicionando a su esposo, que él es el rey elegido por mi padre para sucederlo; en definitiva, dijo que estamos traicionando la memoria y las decisiones de mi padre.

—La familia volvió a pedirte que tomes las riendas —aventuró Mauricio.

Kamal asintió, dejó el vaso sobre la mesa y se relajó en la silla.

—Llegué tarde a tu reunión porque estuve en otro de los conciliábulos que organizan mis tíos Abdullah y Fahd. La situación es compleja: Arabia es fuertemente deficitaria. Sí, ésa es la realidad —añadió para asombro de Mauricio—. Después de la crisis del 58 logramos sortear el temporal, pero las cosas no quedaron solucionadas. Luego, como sabes, dimití del cargo de primer ministro y me alejé todo este tiempo. Mi hermano Faisal dice que si no me hubiese ido, Saud jamás habría hecho las locuras que hizo, en especial, la creación de la OPEP.

—La OPEP ha sido cosa de Tariki —comentó Dubois, en referencia al ministro más importante del reino— y Saud se dejó arrastrar, como siempre.

—La creación de la OPEP no es una idea desacertada.

—Pensé que te había molestado sobremanera.

—Estoy convencido de que aún no es el momento para enfrentarnos tan abiertamente a Occidente. El poder de las compañías petroleras continúa siendo fuerte; no contamos con recursos financieros y no tendremos acceso al crédito. Somos dueños de litros y litros de petróleo que, en sí, no servirían de nada si no encontrásemos compradores. Además, no sé cómo reaccionarán los otros países exportadores, si se nos unirán o seguirán vendiéndole a las compañías. Irán es el segundo productor y, después de que los norteamericanos fueron a buscar a Reza Pahlevi al exilio en Roma y lo restituyeron al trono, no me quedan dudas de que lado elegirá en la contienda, a menos que sea un suicida. En resumen, desafiar a Occidente por medio de la OPEP nos llevará a la quiebra.

—Como diría Jacques, una quijotada.

Kamal asintió. Mauricio le conocía esa mirada. Sabía que, sin escrúpulos, pese a sus modos serenos y voz modulada, estaba diseñando con la precisión de una máquina el plan para lanzarse sobre su víctima y despedazarla antes de que ésta pudiese destruir lo más importante para él: Arabia.

—¿Aceptarás nuevamente ser el primer ministro?

—Sólo si me dan absoluto control sobre los ministerios más importantes, en especial el de Hacienda y el de Petróleo. Quiero ser amo y señor para no tener que considerar los asuntos fundamentales con mi hermano. Decido yo y no se discute —apostilló, sin levantar el tono.

—Sabes que eso desembocaría, tarde o temprano, en el pedido de abdicación de Saud.

Kamal lo contempló con una seriedad que, pese a la confianza, incomodó a Mauricio, pues no supo distinguir si le había molestado con el comentario o si simplemente reflexionaba acerca de él.

—Aun con sus desaciertos —retomó Kamal— hay quienes apoyan a Saud. Dentro de la familia hay un grupo influenciado por los ulemas y doctores de la fe que me quiere lejos del poder. Dicen que estoy hecho «a la moda occidental», que después de tantos años en Inglaterra y en Francia ya no queda en mí nada del espíritu árabe que mi padre me inculcó.

—Quien dice eso no te conoce en absoluto —aseguró Mauricio, irritado—. Cierto que te has educado en los mejores colegios y universidades occidentales, pero eso no ha hecho más que exacerbar el amor por tu pueblo, como si, por conocer tanto la idiosincrasia de los occidentales, hubieras elegido ser árabe en un acto libre e inteligente. Quien no lo vea, es un necio.

—Me tiene sin cuidado lo que piensen de mí. Sólo me preocupa en la medida que signifique una traba para acceder al poder cuanto antes y evitar el desastre. Te he quitado demasiado tiempo —dijo a continuación—. Además, debo reunirme con tío Abdullah y llegaré tarde si no me marcho ahora.

Dejó la silla y se encaminó hacia su Rolls Royce, aparcado a unos metros. Los nubios salieron de la embajada, cruzaron el parque y subieron al automóvil, donde Kamal los aguardaba en el asiento trasero. En tanto el coche se alejaba por el camino de las palmeras, Kamal volvió la mirada hacia la terraza y allí la vio: Francesca se acercaba a su jefe con papeles en la mano, Mauricio le decía algo y ella sonreía halagada.

«Se puede atar a los árabes a una idea como con una correa. Se les podría arrastrar a los cuatro extremos del mundo. Su espíritu es extraño y sombrío, tan propenso al abatimiento como a la exaltación, pero más ardiente y más febril que en cualquier otra persona. Un pueblo tan inestable como el agua, pero, precisamente como el agua, seguro de la victoria final. Desde la aurora de la vida, sus olas rompen una tras otra. Todas ellas han caído. Pero llegará un día en que una ola parecida rodará sobre el lugar donde el mundo material habrá dejado de existir y el espíritu de Dios se cernirá entonces sobre el rostro de estas aguas… Arabia».

Francesca cerró Los siete pilares de la Sabiduría, de Thomas Edward Lawrence, y reflexionó sobre el texto que acababa de leer. «Con este libro», le había dicho Mauricio, «lograrás comprender, en parte, la esencia de esta gente que tantos sentimientos encontrados provoca en Occidente».

«Ningún sentimiento encontrado», pensó Francesca. «Simplemente se trata de un pueblo atrasado que no quiere avanzar», aunque se cuidó bien de no dárselo a entender a su jefe, que tanta pasión sentía por ellos.

«Pues bien», dijo tras meditar las palabras de Lawrence, «los árabes son como niños. Niños que se exaltan y se abaten con la misma intensidad, niños que pueden ser conducidos como a la escuela, niños que, por un absurdo de la Naturaleza, tienen en sus manos la base de la riqueza del mundo industrial».

Esta última deducción la preocupó. La creación de la OPEP no parecía juego de niños, más bien, se asimilaba a una estratégica jugada de ajedrez, arriesgada —desde luego—, pero buen reflejo de la valentía y de la conciencia que de ellos mismos tienen.

«¿Qué será de los árabes después de la creación del cártel?», se preguntaba Fredo en su última carta. Según su parecer, las compañías petroleras crearían un frente común y los destrozarían con impunidad. «Naturalmente, la situación es injusta: las compañías se apoderaron del petróleo y jamás se les ocurrió compensar mejor a los países productores, ni tienen intenciones de hacerlo, te lo aseguro. Si le echas una mirada a las estadísticas de consumo, el despilfarro del petróleo a causa del bajo precio puede acarrear una gravísima situación a largo plazo. Pero ¿quién piensa en ese futuro lejano cuando en el presente recogen los dólares con palas?».

Se tendió en la cama agotada de dar vueltas a tanto problema. ¿Quién se haría cargo de la situación? La impotencia ganó su corazón, y, como si fuese su entera responsabilidad, la abrumaron las desgracias que, de Norte a Sur y de Este a Oeste, plagaban el mundo. Ni siquiera había sabido ayudar a Sofía y a su bebé. Quizá, si hubiese sido más astuta y osada, en esos días ya tendría un ahijado de cuatro años.

En definitiva, ¿quién era ella sino una mera secretaria que ponía flores en el despacho de su jefe y sonreía a sus invitados? Le pareció tan poco para ella, que había nacido para algo grande. Su tío siempre se lo decía. «Llegarás a ser una gran mujer». Simples ilusiones de Fredo que la quería tanto.

¿Qué hacía por el momento? Nada, llorar el amor perdido de un pobre estúpido. Al referirse a Aldo de esa manera, el alma le dio un respingo: jamás lo había juzgado así; cierto que en otras oportunidades lo había llamado cobarde, pero lo había hecho con ternura y compasión, perdonándolo en el fondo. Sin embargo, ese «pobre estúpido» había surgido tan espontánea y sinceramente que la culpa ganó el espacio de las desgracias del mundo, y se sintió peor.

Tomó la carta de su madre y se puso a leer.

Córdoba, 14 de noviembre de 1961

Cara figlia:

Como explicarte cuánto te extraño. Bueno, ya lo sabes pues te lo digo en cada carta que te escribo. Saberte tan lejos me ha hecho regresar a los años de tu infancia y recordar lo felices que éramos los tres. Sos tan inteligente e independiente como tu padre; sin duda, sos su fiel reflejo, hijita. Y eso debe llenarte de orgullo porque tu padre fue uno de los hombres más nobles que conocí y debo agradecer al cielo por haber sido su mujer. Tengo tantos deseos de verte, de tocarte, de acurrucarte y hacerte dormir como cuando niña.

Espero que realmente estés tan bien como dices en tus cartas. Me alegra mucho que tu jefe sea tan bueno. Sofía, aquí a mi lado, me pide que te mande un saludo y promete escribirte pronto. Ahora que no estás, me he convertido en su confidente. ¡Lo único que me faltaba! No, no me molesta. Realmente, adoro a esta chica y, si no fuera por ella, no sé qué haría en esta enorme mansión donde todo es dolor y tristeza.

Tu tío Fredo viene a visitarme casi a diario, a pesar de que está muy ocupado con los asuntos del periódico. Desde que te fuiste dice que perdió a su mano derecha. Eso me llena de orgullo.

Figliola, cuídate mucho y aprende a ser feliz en cualquier lugar donde Dios te haya puesto.

Tua mamma, che ti ama.

P.D. Aquí te envío una fotografía de Rex junto a Cívico que Sofía tomó para vos semanas atrás en Arroyo Seco.

Francesca acarició la foto y decidió comprar un marco para colocarla sobre la mesa de noche. «Ni una palabra de Aldo», pensó. Parecía que ambas, Sofía y Antonina, se habían confabulado para no mencionárselo. Ella tampoco preguntaba.

Se aproximó a la ventana, donde las cortinas de voile se agitaban al son de una suave y fresca brisa. En el cielo, la anonadaron las estrellas y la luna llena. Debía admitir la belleza de las noches en Riad, ni las de Arroyo Seco eran comparables. Volvió a recostarse, el cansancio la vencía.

«Aldo, ¿dónde estás? Vamos a la piscina». Aldo no aparecía y la negrura de la noche comenzaba a asustarla. Caminaba con el cuerpo en tensión para evitar cualquier ruido que despertase a la señora Celia. Se acercó a los arbustos que rodeaban la piscina y volvió a llamarlo, sin resultados. En la lejanía, bajo la luz de la luna, divisó a Rex y lo llamó desesperadamente; tenía la espantosa sensación de que ese caballo era lo único que le quedaba en el mundo. El purasangre dejó de ramonear y levantó la cabeza, la miró y se marchó a todo galope. Siguió el vacío, una completa y total desconexión con el mundo real, mientras flotaba en una oscuridad apabullante. Pese a que buscaba asirse a algo firme, pese a que trataba de apoyar los pies en el suelo, continuaba volando sin rumbo en medio de una negrura que no le permitía siquiera verse la mano. «¡Rex, no te vayas, no me dejes aquí sola!». Comenzó a sollozar al tiempo que recorría un paraje tenebroso, plagado de ramas espinosas que le laceraban brazos y piernas. El dolor la doblegaba, pero seguía, estimulada por la corazonada de que al final del bosque encontraría a Aldo. «Aldo, no estoy bromeando, quiero verte». A duras penas, reconoció el jardín del palacio Martínez Olazábal donde las cuidadas plantas de Ponce se habían convertido en maleza. «Vamos, Aldo, no me dejes, no me abandones, tengo miedo». A través de la espesura, lo divisó en el salón principal bailando con Dolores. Reían y se susurraban. La joven lucía muy hermosa y la satisfacción de su gesto añadía brillo a sus ojos azules. Francesca cayó de rodillas y se cubrió el rostro anegado de lágrimas. «¿Necesita ayuda, señorita?», preguntó alguien por detrás. Al volverse, aterida de miedo, una túnica gigantesca la envolvió y le quitó el aire.

Se despertó sobresaltada y no concilio el sueño nuevamente.

—Es poco ético. No haré lo que me pides. Mejor, quítatela de la cabeza —sugirió Mauricio—. No me mires así, ésa fue mi última palabra, y ni con tu paciencia de beduino ni tu diplomacia árabe lograrás que tuerza mi parecer.

Kamal encendió un cigarrillo y echó una espesa bocanada de humo, a través de la cual Mauricio vislumbró un par de ojos que lo escrutaban con frialdad.

—Es una niña, tiene apenas veintiún años —alegó Dubois—. No puedo ponerla a merced de un Don Juan como tú. No es como las mujeres a las que estás acostumbrado. ¿Qué pasó con la italiana que conociste en Saint-Tropez?

Kamal apenas sesgó los labios y Dubois bufó.

—¿Para qué quieres que te presente a Francesca?

—Eso es asunto mío —replicó Kamal—. ¿Me vas a poner en la incómoda situación de recordarte los favores que me debes en esta materia?

—No es necesario. Sin embargo, insisto: no veo la conveniencia de que te relaciones con mi secretaria. Ella es…

—Sí, ya sé. Es una niña, yo soy un Don Juan y debería volver con la italiana de Saint-Tropez. Pero ahora lo que quiero es conocer a tu secretaria. Si no me la presentas, buscaré la forma de acercarme a ella. Sabes que lo conseguiré.

Esa tarde, Mauricio convocó a Francesca en su despacho. Con naturalidad, mientras la cabellera le flotaba sobre los hombros y su silueta se movía con gracia, la muchacha entró en la oficina y le sonrió. Mauricio contuvo un suspiro y lamentó la promesa hecha a Kamal. Ciertamente, se había fijado en su secretaria, con su frescura juvenil y la indiscutible belleza de sus facciones. No obstante, pese a su vitalidad, algo en ella impulsaba a protegerla, a resguardarla del mundo, como si se tratase de una criatura frágil y vulnerable. ¿Qué estaba sucediéndole? Se puso de pie y disimuló la inquietud buscando un libro en la biblioteca.

—Francesca —dijo, sin volverse—, necesito que organices una cena aquí, en la embajada. Como vendrán algunos árabes, será dentro de dos jueves; ya sabes, el jueves equivale a nuestro sábado en Arabia.

—¿Cuántas personas, señor? —preguntó Francesca, que ya apuntaba en su libreta.

Mauricio no contestó de inmediato y se quedó mirándola. «Es un desatino», se dijo.

—¿Sucede algo, señor?

—No, en absoluto. ¿Qué habías preguntado? Cuántos invitados. Bien… Veamos… Seremos siete en total, incluyéndote a ti.

—¿A mí? —se sorprendió Francesca.

—Quisiera que te unieras a la cena, claro, si te agrada la idea. Se trata de una reunión fuera de protocolo, algunos amigos a los que he deseado invitar desde que llegué a Riad y que, por una u otra razón, no lo he hecho. ¿Vendrás?

—Sí, por supuesto que sí. Muchas gracias, señor. Será un honor.

—Bien.

A juicio de Francesca, Dubois se encontraba intranquilo, agitado. Revolvía los legajos y las carpetas como si no pudiese dejar quietas las manos, se ponía y se quitaba los lentes, aunque no leyese nada.

—¿Busca algo, señor?

—Sí, en realidad, sí. Un expediente que llegó hoy de Buenos Aires con un pedido de tramitación de visado para ingresar en Arabia. La carpeta es de color verde… Aquí está —y se la entregó a su secretaria.

—¿Este trámite no debería presentarse en la embajada árabe en Buenos Aires? —se intrigó Francesca.

—Sí, en caso de que la hubiera, pero los Al-Saud no han constituido sede en nuestro país. Supongo que lo harán pronto. En el ínterin, nosotros nos encargamos de los visados. Debes saber que las exigencias para ingresar en Arabia son muchas y severas. Hazte cargo, por favor. Ya te indicaré dónde presentar los papeles y con quién hablar.

Francesca abrió la carpeta. «Nombre y apellido del solicitante: Aldo Martínez Olazábal». El color se le borró de las mejillas y necesitó apoyarse en el escritorio.

—¡Francesca! —saltó Dubois—. ¿Qué te pasa? ¡Estás blanca como el papel! ¡Sara! ¿Qué sientes? ¡Sara! ¿No irás a desmayarte, verdad?

Tenía la mente en blanco y no reaccionaba ante las preguntas de su jefe. Sara se presentó en el despacho y corrió por sales y alcohol. Francesca, más repuesta, se excusaba y aseveraba que sólo se trataba de una lipotimia a causa del calor. «Si no hace tanto calor», pensó Mauricio, y siguió haciéndole aire con unos papeles.

Las sales y el algodón con perfume la ayudaron y minutos después se encontraba recostada en su cama, loca de amargura y ansiedad. «Aldo», se lamentaba, «¿por qué no me dejas en paz?». Aunque se mordió el labio y apretó los ojos, las lágrimas brotaron sin remedio y se largó a llorar. Sara entró en el dormitorio con un caldo y se asustó al verla en ese estado. Francesca se echó en sus brazos y se desahogó contándole la verdad.

—¿Quién pudo haberle dicho a ese muchacho dónde estás? —se interesó la argelina.

—Sofía, su hermana —aseguró Francesca—. Debe de haberla convencido. Ella siente debilidad por Aldo.

—Debe de amarte mucho ese hombre —concluyó Sara, y se mantuvo cavilosa luego—. Pero es casado —dijo— y no debes volver a verlo. La desgracia y la vergüenza se cernirían sobre ti. Altera los trámites y dile al señor embajador que los árabes rechazaron el pedido de visado. Es dificilísimo entrar en Arabia, te lo aseguro, no le resultará extraño al embajador.

Francesca se sintió incapaz de manipular los papeles. Si Mauricio se daba cuenta de la jugarreta, tendría que renunciar. Dejaría que el trámite siguiera su rumbo.

Horas más tarde, mientras la embajada dormía y Mauricio aún trabajaba en su despacho, el timbre del teléfono quebró la quietud.

—Ah, Kamal, eres tú.

—Me dijeron que me buscabas.

—Sí, se trata de… Bueno, de mi secretaria.

—¿Qué le sucede? —preguntó Kamal con un acento alterado que Dubois no le conocía.

—Nada grave, pero creo que no eres el único interesado en conquistarla.

—Explícate.

—Hoy le entregué un expediente con un pedido de visado de un tal… Sí, aquí lo apunté. Aldo Martínez Olazábal. Cuando Francesca abrió la carpeta sufrió una fuerte impresión. Se puso blanca y debimos reanimarla con sales y alcohol. Ella me aseguró que se trataba de una simple bajada de tensión, pero a mí me pareció que había algo en el expediente que la había intranquilizado. Leí atentamente los antecedentes del solicitante. Se trata de un tipo de veintinueve años, de Córdoba. Francesca también es de Córdoba, y estoy casi seguro de que lo conoce. Aquí hay gato encerrado. ¿Sabes qué? Apostaría a que ese hombre viene a buscarla.

Se hizo un silencio en la línea y Mauricio pensó que la comunicación se había cortado.

—Mañana a primera hora —habló Kamal, repentinamente— envíame ese expediente. Yo me haré cargo.