A finales de septiembre, después de un viaje eterno y agotador, Francesca, llegó a Riad. De Ginebra había partido en tren rumbo a Francfort, donde se embarcó en un avión que aterrizó tras diez horas de viaje en Jeddah, la segunda ciudad del reino saudí. Allí debió permanecer un buen rato a causa de una demora en el vuelo, intimidada por los hombres con tocados que la miraban con cara de pocos amigos. Su avión dejó Jeddah y en dos horas arribó a la capital.
Al entrar en las instalaciones del aeropuerto y sentirse realmente en tierra árabe, experimentó una emoción, mezcla de inseguridad ante lo desconocido y de curiosidad por lo novedoso, que le provocó un vuelco en el estómago. «¿Cómo he venido a terminar yo en Arabia?», se preguntó, y no supo si reír o gritar. Miró a su alrededor y le costó creer que la civilización árabe hubiese sido brillante en la antigüedad. Poco quedaba de su antigua gloria.
Tomó la maleta y siguió al resto del pasaje, pues no había carteles indicadores. Una sala espaciosa se abrió frente a ella y la gente se dispersó lentamente, en silencio. Quedó sola, a la espera.
—¿Señorita De Gecco?
La voz suave llegó desde atrás. Dio media vuelta y se topó con un par de ojos oscuros que la escrutaban de arriba abajo. Ella había elegido con cuidado su vestimenta que, sin embargo, parecía no bastarle a aquel hombre envuelto en una túnica de algodón blanco, con la cabeza cubierta por un paño de tela del mismo tono, ajustado con un grueso cordón. De rostro enjuto y moreno, encontró dificultad en calcularle la edad, pero decidió que rondaría los cuarenta.
—Sí, yo soy Francesca De Gecco —aseguró, y estiró la mano.
El árabe, en cambio, se llevó la suya al corazón, luego a los labios, a la frente y, extendiéndola hacia delante, terminó con una leve inclinación. Francesca recordó, entonces, el ancestral saludo de los beduinos que aún constituían gran parte de la población peninsular, hombres sin gobierno ni legislación, hijos de las eternas arenas, que temen a Alá y a su profeta Mahoma, que sólo respetan la autoridad del jefe de la tribu y a las leyes del desierto, que, con sus inclemencias, les marca la ruta a seguir estación tras estación en un peregrinaje sin descanso. Aún en el siglo XX seguían formando parte del invariable paisaje con sus caravanas de hombres, mujeres, niños, camellos y bultos.
—Siento que su vuelo se haya retrasado —dijo el hombre en un francés mal pronunciado, pero de impecable gramática—. Debe de estar cansada. Mi nombre es Malik bin Kalem Mubarak. Desde ahora, su chófer y servidor. —Tomó el equipaje de Francesca y agregó—: Debemos pasar por la oficina de acreditaciones. Serán sólo unos minutos.
En la oficina, tres hombres vestidos con camisa y pantalón caqui y el ineludible tocado de paño, conversaban animosamente en árabe. Se callaron de inmediato al reparar en Francesca. Malik tomó la palabra y uno de los árabes le respondió de mala manera; polemizaron y Francesca temió que hubiese algún problema con su admisión.
—Señorita —dijo Malik—, desean revisar su equipaje. No logro hacerles entender que usted es miembro de la embajada. Es que aún no está lista la documentación. Sólo será una revisión de rutina.
Francesca depositó el bolso de mano sobre la mesa y Malik hizo lo propio con la maleta. Dos guardias se encargaron de revisarlos; el que parecía el jefe se concentró en el pasaporte. Revolvían la ropa sin consideraciones y se reían de los perfumes, las cremas y demás efectos. Francesca se esforzó por mantener la calma y no provocar una escena el primer día en Arabia. El que revisaba la maleta tomó el libro de pintura clásica, regalo de despedida de Marina, lo hojeó rápidamente y habló con dureza a Malik, mientras sacudía el libro en el aire.
—Señorita —volvió a decir Malik—, no podrá entrar en la ciudad con este libro. Es a causa de las imágenes humanas que contiene. El Sagrado Corán lo prohíbe.
«Empezamos bien», ironizó Francesca, y apretó los puños para no arrancarle el libro de las manos. «¡Retrógrados!».
—¿Es absolutamente necesario? —preguntó, de mal modo.
—El Corán lo prohíbe, señorita —insistió Malik.
Terminó por ceder, y vio cómo su hermoso libro terminaba en el fondo de un cajón. Los guardias le devolvieron sus revueltas pertenencias y Malik le indicó la salida sin mirarla. En el camino hacia la embajada, Francesca, cómodamente ubicada en la parte trasera del Mercedes Benz que los llevaba, se concentró en el paisaje y pensó que viajaba por el túnel del tiempo.
Riad era, sin lugar a dudas, una ciudad perdida en el tiempo. Sus calles, la mayoría de ripio o toscos adoquines, laberínticas y angostas, corrían a través de edificaciones sobrias, sin lujo, viejas aunque bien mantenidas, de fachadas grises o rojizas, eternamente envueltas en una nube de polvo de la cual parecían no poder librarse. «¡Qué oscuras deben de ser por dentro!», se dijo al observar que sólo tenían dos o tres ventanas pequeñas protegidas por rejas que parecían de filigrana. Cada tanto, una imponente mezquita alteraba el monótono paisaje urbanístico.
Malik no hablaba. Molesto por lo del libro con figuras humanas, se preguntaba qué necesidad había de contratar a una mujer como asistente del embajador. Ciertamente, no le gustaban «los infieles», hombres o mujeres por igual, pero habría preferido a uno de su sexo y no a una joven llena de bríos, con la impudicia y el descaro de Occidente pintados en el rostro. Le parecía un sacrilegio que personas de otras religiones se atrevieran a entrar en la tierra donde había nacido el profeta Mahoma.
El paisaje cambió al ingresar en el barrio diplomático. Las construcciones sobrias y orientales dieron lugar a pequeños palacetes y mansiones al mejor estilo parisino, rodeadas por parques y limitadas por rejas.
—Hemos llegado —anunció Malik.
El automóvil cruzó el portón y se adentró en un parque bien cuidado, aunque pobre en plantas y flores. Palmeras datileras flanqueaban el camino hasta el pórtico y constituían el mayor atractivo. Malik le abrió la puerta y la ayudó a descender Se aproximó una mujer menuda con sonrisa agradable que la desembarazó del bolso de mano.
—Bienvenida, señorita —dijo en francés, y sonrió amistosamente—. Mi nombre es Sara. Yo me encargo de las cuestiones domésticas de la embajada.
Malik pasó con la maleta y Sara indicó a Francesca el camino de la entrada.
—Es un gusto tenerla aquí entre nosotros —prosiguió—. Estoy feliz de que otra mujer forme parte de la embajada, porque salvo Yamile, la cocinera, y yo, el resto son hombres. Somos pocos en realidad.
Sara le produjo una buena impresión.
—Debe de estar agotada —dijo, mientras la acompañaba escaleras arriba—. Es un viaje interminable. A este lado está su dormitorio; espero que sea de su agrado.
—Seguro lo será-dijo Francesca.
—El señor embajador —continuó Sara, y abrió una puerta—, pase, por favor, éste es su dormitorio. El señor embajador estuvo esperándola, pero, como usted se retrasó, no pudo aguardarla y partió a un compromiso.
—En Jeddah hubo una demora —explicó Francesca.
—Sí, sí, entiendo. En este país siempre hay demoras —acotó Sara, e hizo un gesto de resignación—. En fin, el señor embajador dejó dicho que la verá esta noche, a su regreso. Antes de su siesta, ¿no le sentaría bien un baño?
—Sí, me complacería mucho.
Después de bañarse, se tendió en la cama, fijó la vista en el cielo raso y volvió a preguntarse: «¿Cómo diantres llegué aquí?».
Mauricio Dubois, el embajador argentino en Arabia Saudí, no tenía más de treinta y cinco años. Alto y delgado, la figura un tanto desgarbada, poseía, en cambio, las maneras de un caballero, un tono suave de voz que siempre serenaba a Francesca, y la mirada franca de un hombre bondadoso.
A diferencia del cónsul, rara vez había que recordarle sus compromisos u obligaciones, conocía a la perfección los asuntos de la embajada y le gustaba preocuparse por el bienestar de sus empleados. Con el tiempo, Francesca llegó a admirarlo con la misma devoción que a Fredo. Le gustaba su personalidad tranquila y conciliadora; sus modos serenos, aunque firmes, cuando marcaba un error; la paciencia al enseñar y los tiempos que se tomaba para meditar. De cultura vasta, nunca alardeaba de ella y parecía apenarse cuando Francesca se lo mencionaba.
—Te asombras porque yo sé mucho de los árabes, pero date un tiempo y llegarás a saber tanto como yo.
—Lo dudo, señor —replicaba Francesca.
El día que se conocieron, aunque Dubois trató de ocultarlo, Francesca se dio cuenta de que se hallaba sorprendido, molesto, quizá, por su juventud.
—¿Cuál es tu edad? —preguntó, mientras hojeaba los antecedentes.
—Veintiuno, señor —dijo Francesca, sin visos de cobardía.
Mauricio levantó la vista y la contempló seriamente. Expresó que no había tenido tiempo de leer con detenimiento su currículo a causa de los incontables compromisos durante las primeras semanas en Riad; aclaró, no obstante, que estaba al corriente de sus talentos.
—Yo te habría necesitado aquí en agosto —prosiguió el embajador—, pero hubo una demora. En tu lugar iban a enviar a otra persona, y en el último momento, no sé por qué, te designaron. Sé que estabas trabajando en el consulado de Ginebra. Espero que el cambio no te haya disgustado. Pese a las grandes diferencias que tienen con nosotros, los árabes son una civilización fascinante que te agradará conocer.
«Sí, claro», pensó con ironía al recordar el episodio con su libro de arte clásico. Estuvo a punto de mencionárselo, pero optó por callar, inclinada a pensar que el embajador lo tomaría como una torpeza de su parte. Le extendió, en cambio, una carta de recomendación del cónsul.
—«La señorita De Gecco —leyó Dubois en voz alta— es capaz e inteligente. Conoce su trabajo a la perfección y rara vez es necesario recordarle alguna situación o responsabilidad». Veo que tu ex jefe te tiene en gran estima; supongo que debe de lamentar la pérdida. Pues bien, lo siento por él, pero yo estoy complacido de que te nos hayas unido. Debes saber que, salvo el personal de servicio, que es árabe, tú, el encargado de los asuntos financieros, el agregado militar y yo constituimos toda la embajada. No voy a mentirte, Francesca, tu trabajo no será fácil ni liviano. No sólo te desempeñarás como mi asistente privada, sino que, en más de una oportunidad, harás las veces de secretaria de ambos delegados. Sin excluir, obviamente, que la responsabilidad de los asuntos protocolares y de ceremonial recaerán en ti, esto es, organizar veladas, reuniones, indicarme las visitas que hay que devolver y cómo se supone que debo actuar. Espero no haberte abrumado ni atemorizado.
—En absoluto —respondió Francesca, y el embajador la miró con complacencia.
Semanas más tarde, Francesca tenía la sensación de haber trabajado junto a Mauricio Dubois durante mucho tiempo. La certeza de que su jefe también se encontraba a gusto con ella la tranquilizaba como nada, pues, aunque paciente y de buenos modos, era exigente y detallista; daba las órdenes con minuciosidad, repetía los conceptos y no se enfadaba si se le preguntaba cinco veces lo mismo, sin embargo, a la hora de evaluar los resultados pretendía que fueran óptimos.
«La reunión con el cónsul de Francia, el almuerzo en el Ministerio del Petróleo, atender la correspondencia atrasada… ¡Dios mío!», exclamó Francesca, «tendrá que dividirse en dos para cumplir con todo». Trató de reacomodar la agenda y distribuir las actividades en el resto de la semana, a sabiendas de que los días siguientes se encontraban tan recargados como ese lunes.
A ella misma la esperaba una jornada dura. La ayuda de Sara, Yamile —la cocinera—, y Kasem —el chófer del embajador—, le resultaban inestimables. Había congeniado desde un principio con los tres: Sara, dulce y serena, le recordaba a su madre; Yamile, una joven algo distraída y atolondrada, pero voluntariosa y dispuesta, la divertía con sus ocurrencias; y el viejo Kasem, bonachón y complaciente, no parecía árabe a su juicio. Albergaba otros sentimientos por Malik; le molestaba su mirada taimada y su mal gesto, como si continuamente le reprochase algo, y prefería arreglárselas sin él. Sus palabras en el aeropuerto: «Mi nombre es Malik bin Kalem Mubarak. Desde ahora, su chófer y servidor», obviamente, habían sido un formalismo. Lo de chófer, Francesca lo había revocado de facto. Evitaba salir, obligada como estaba a envolverse en la calurosa y negra abaaya, el manto negro con el que las árabes se envuelven de la cabeza a los pies. Si no le quedaba alternativa, optaba por dirigirse a Kasem. Con el tiempo, Malik se ocupó de trámites y encargos del embajador o de los agregados con quienes parecía trabajar más a gusto, y pasaba gran parte del día fuera de la embajada. Francesca lo habría hecho poner de patitas en la calle de no saber que se trataba de un recomendado de la Casa Al-Saud, la dinastía que reinaba en Arabia desde 1932.
—Permiso, señorita, ¿puedo pasar?
—Sí, Sara, entra.
—Acaba de llegar esto para usted —indicó, y le extendió un paquete.
—Por favor, Sara —pidió Francesca, mientras tomaba el envoltorio—, llámame por mi nombre y tutéame. Trabajaremos juntas durante largo tiempo y se me hace más fácil si dejamos los formalismos de lado.
Sara levantó la vista y le respondió con una sonrisa infantil que contrastó en medio de ese rostro arrugado y curtido por el tiempo.
—¿Cómo es que Kasem, Yamile y tú habláis tan bien el francés?
—Kasem y yo somos argelinos. Nuestra patria es una colonia francesa desde 1847. En 1954, tras la primera insurrección contra la dominación francesa, la situación política y social se volvió compleja y peligrosa para Kasem. Kasem es mi compañero —explicó la mujer—. Debimos escapar de Argelia; la policía francesa lo perseguía y… en fin, yo tenía familiares en Arabia y decidimos cobijarnos aquí. En cuanto a Yamile, trabajó durante muchos años para la esposa del embajador belga; ahí aprendió el francés, aunque a balbucearlo, como usted… digo, como habrás notado.
Francesca se deshizo del envoltorio y descubrió que se trataba de su libro de arte clásico. En vano buscó una esquela.
—¡Qué extraño! —comentó en voz alta—. Me incautaron este libro cuando llegué a Riad porque contenía figuras humanas y ahora me lo devuelven.
—Quizá el señor embajador presentó una queja.
—Imposible —aseveró Francesca—. No le comenté nada al embajador sobre este inconveniente.
Con el tiempo, Francesca llegó a manejar las riendas de la embajada y rara vez se le escapaba detalle. Segura y satisfecha de su trabajo, comenzaba a experimentar la misma sensación que en Ginebra, aquella que le había permitido soñar con un poco de paz y dicha. Sin embargo, había momentos en los que se desmoronaba en la silla de su habitación. Reprimía el llanto y se instaba a sobreponerse. Después de todo, pese al desengaño, la vida no había sido tan dura con ella: ¿acaso se le había ocurrido alguna vez la posibilidad de salir de Córdoba para vivir en una ciudad como Ginebra, departiendo en fiestas de embajadas y consulados, en medio de funcionarios importantes y personas interesantes? ¿Qué tenían de malo algunos años en Arabia, un país misterioso y fascinante, casi una leyenda? La complacía trabajar junto a Dubois, de quien aprendía algo nuevo cada día. Se sentía a gusto con Sara y Kasem. No podía quejarse. Había sufrido, sí, pero, ¿y quién no? ¿No había sufrido su madre al quedar viuda? ¿Y Fredo, con el suicidio del padre y la muerte de Pietro, su hermano? ¿Y Sofía? ¿Dejaría que la vida transcurriera en la monótona melancolía en la que había quedado inmersa su amiga? ¿Viviría atada al pasado, suspirando y apretando los labios para no llorar? Se avergonzó. ¿Cómo podía comparar su tristeza con la angustia de quien ha perdido un hijo? El padecimiento de Sofía no tenía nada que ver con el desencanto de un amor precipitado de unas cuantas noches de verano.
Dejó la silla, se acomodó la falda y abandonó su dormitorio. El informe acerca de Jeddah, primer encargo de Dubois de esa índole, la entusiasmaba y le recordaba a sus días en El Principal cuando investigaba para algún artículo y, zambullida en las bibliotecas, mientras se llenaba las manos de polvo con libros viejos y poco consultados, descubría hechos e historias increíbles. En Arabia, sin embargo, la búsqueda de información se volvía pesada y dificultosa. La falta de bibliotecas y museos se sumaba a la reticencia de los árabes a revelar ciertas cuestiones del país. Recomendada por Mauricio, en el Ministerio de Economía y Finanzas la recibió un funcionario, ostensiblemente molesto por tratar con una mujer, que le facilitó poca información, unos cuantos folletos anticuados y el nombre de un libro que, por estar en árabe, ni se molestó en buscar. Más allá de estos reveses, el informe acerca de Jeddah, aunque se tratara de un avance, debía estar listo a la mañana siguiente.
Si bien Riad era la capital del reino, Jeddah, apostada a orillas del mar Rojo, se intentaba aproximar, con su moderno puerto, al mundo de Occidente. El desarrollo y la pujanza de la ciudad crecían a pasos agigantados conforme aumentaba la riqueza de la familia Al-Saud y su capacidad adquisitiva. Barcos de las más variadas nacionalidades recalaban a diario con sus toneladas de mercancías, decenas de grúas estibaban incesantemente, transacciones millonarias se llevaban a cabo en los depósitos aduaneros. Dubois sabía que las posibilidades comerciales para la Argentina se encontraban en Jeddah.
Francesca cruzó a paso veloz el corredor de la mansión que comunicaba el ala de las habitaciones con el de las oficinas, y entró en el despacho de su jefe sin advertir que había alguien en su interior. Un árabe, cómodamente sentado en el sofá, la siguió con la mirada, atraído por su cabello, largo y espeso, negro como el ala de un cuervo, brillante como pizarra al sol, que desbordaba por los hombros y la espalda hasta casi rozarle la cintura. El traje sastre azul marino se le ajustaba al cuerpo juvenil de líneas voluptuosas.
El hombre carraspeó y se puso de pie cuando la falda de Francesca trepó por sus piernas mientras intentaba alcanzar un atlas ubicado en el estante más alto de la biblioteca. El árabe, serio e imponente, avanzó en su dirección y la obligó a replegarse contra la biblioteca.
—Jamás pensé —dijo el hombre en perfecto francés— que una argentina pudiera ser más hermosa que las mujeres de mi pueblo.
La hechizó su voz gruesa y profunda, y se quedó como tonta mirándolo, sin pronunciar palabra ni exigir explicaciones, a pesar del susto que le había dado y de que la contemplaba de arriba abajo con insolencia. Cuando por fin los ojos del árabe encontraron los de ella, la sorprendieron. De un verde intenso y puro, con pestañas oscuras y pobladas, tenían vida propia, como si, no obstante la solemnidad del resto de las facciones, los ojos sonrieran constantemente.
—Inshallah! —exclamó, y efectuó el saludo oriental, la mano sobre el corazón, la boca y la frente.
Francesca salió del estupor al oír la puerta que se abría.
—¡Amigo mío! —escuchó decir a su jefe desde la entrada.
El árabe se volvió, sonrió notablemente complacido y marchó al encuentro de Mauricio. Se estrecharon en un abrazo, mientras pronunciaban acaloradas palabras en árabe. Francesca abandonó la sala sigilosamente. En el corredor permaneció quieta y apretó el atlas contra el pecho, donde el corazón le palpitaba con desenfreno. ¿Quién era ese hombre? «Amigo mío» lo había llamado el embajador, con inusual júbilo. Aunque atemorizada por su figura soberbia y gesto duro, debía admitir que su mirada la había fascinado.
—¿Qué sucede, querida? —preguntó Sara, al encontrarla en medio del pasillo, con la vista perdida—. Traes una cara…
—Estoy un poco cansada, sólo eso.
De todas formas, ¿qué podía decirle? ¿Que un árabe atractivo e insolente la había asustado en el despacho del embajador?
—¡Al fin, amigo mío! Ya estás aquí, entre nosotros, y como embajador —se complació el árabe, y palmeó a Dubois—. Las autoridades de tu país sí que enviaron a un purasangre para lidiar con los míos.
—Hay que reconocer que las intervenciones de tu tío Fahd han sido más que oficiosas en este asunto —admitió Dubois, y una sonrisa cómplice le asomó en los labios—. Su continua negativa a otorgar el placet a otros diplomáticos fue más que convincente para que el canciller argentino entendiese que deseaban a alguien en especial. Si no fuese por su insistencia, no sé quién estaría hoy aquí.
—Algún mentecato sin experiencia en las costumbres de mi pueblo —aseguró el árabe.
Un aire de orgullo colmó el gesto de Mauricio. Bien seguro estaba de sus propios talentos y cualidades, y de sus amplios conocimientos de Medio Oriente; no obstante, escuchar que Kamal bin Abdul Aziz Al-Saud, hijo del fundador de Arabia Saudí y príncipe heredero al trono lo reconociera, significaba mucho para él.
—Vamos, siéntate, por favor. ¿Deseas tomar algo? —E hizo sonar una campanilla para llamar a Sara, que se personó con una bandeja y sirvió café—. Tu descortesía no tiene límites —se quejó Mauricio apenas la mujer abandonó el despacho—. Hace tiempo que estoy en Riad y hoy es la primera vez que te dignas visitarme. Ni siquiera estuviste en la ceremonia de presentación de mis cartas credenciales.
—Quédate tranquilo que no he perdido detalle de tu llegada, ni de la ceremonia ni de ninguno de tus movimientos —aseveró Kamal—. Mi hermano Faisal y mi tío me lo han contado todo, como también mi madre. Sé que la has visitado.
—La encontré muy bien. Ella fue la que me dijo que estabas fuera del país, en Francia, por tus negocios.
Kamal dejó la taza, encendió un cigarrillo y el fuerte aroma del tabaco oriental inundó la habitación. Permaneció callado, como si estuviese solo y debiera reflexionar. Mauricio no se impacientó; después de tantos años, había aprendido a respetar sus silencios, esa tranquilidad y mesura que exasperan a los occidentales.
—La verdad —dijo Kamal— es que prefiero mantenerme lejos de Riad.
—Entiendo —susurró Mauricio, y se echó sobre el respaldo—. Faisal me lo dio a entender. Las cosas entre tú y Saud siguen mal, ¿verdad?
Kamal levantó la vista y Dubois comprendió que no tocaría el tema. Resultaba duro admitir las profundas disidencias con su medio hermano Saud, rey de Arabia desde la muerte de su padre en 1953, sobre todo cuando en el Islam estaban prohibidas las disputas entre miembros de una familia. Sin embargo, las desavenencias existían y se recrudecían en tanto la conducta del rey se alejaba de los preceptos del Corán, y los Al-Saud, a coro, le rogaban a Kamal que se hiciera cargo del gobierno.
Ya en 1958, a causa de una gravísima crisis financiera producto de las extravagancias y excesos de Saud, éste se había visto forzado a admitir la intervención de Kamal, que, tras su nombramiento como primer ministro, guió el destino de Arabia con el objetivo primordial de sacarla del atolladero en que se hallaba. En esos días, la figura del rey se convirtió en un mero formalismos y el odio de Saud hacia su hermano se intensificó.
Ese odio había nacido años atrás, cuando Saud, siendo aún muy joven, debió compartir el cariño de su padre, el rey Abdul Aziz, con su nuevo hermano Kamal. Conforme crecía, el joven Kamal se granjeaba la admiración y cariño de sus tíos, hermanas y demás parientes, que comenzaron a consultarle y a participarlo de manera más frecuente en los asuntos del reino.
Dos años más tarde de su nombramiento como primer ministro, en 1960, Kamal renunció al cargo para evitar mayores disputas con su hermano. En los últimos tiempos, la relación se había tornado insostenible, raramente coincidían y cada discrepancia desataba una nueva tormenta. Kamal presentía que la furia de Saud tenía orígenes más profundos que las cuestiones de Estado, y, convencido de que no podía luchar contra ese odio atávico, terminó por apartarse, pese a las quejas y reproches de la familia, en especial los de su madre Fadila.
Mauricio carraspeó y ofreció más café. Kamal aceptó y extendió su taza.
—Y, dime —empezó Dubois, con otro tono—, ¿cómo se encuentra Ahmed?
—Bien. Estuvo conmigo en Ginebra, ya sabes, por este tema de la OPEP. Luego regresó a Boston. Tenía pendientes unos exámenes.
Mauricio se abstuvo de preguntar acerca de la OPEP y de sus consecuencias en el mundo oriental, seguro de que, al tratarse de otra invención de Saud y de su ministro Tariki, Kamal tampoco abordaría ese tema.
—¿Quién era la belleza con la que me topé antes? —se interesó Kamal, apuntando hacia la puerta.
—Mi secretaria —respondió Dubois, y lo miró seriamente—. Ni se te ocurra.
—¿Acaso ya te cautivaron esos ojos negros y la reservas para ti?
—Sabes que no mezclo trabajo con placer.
—¡Por supuesto! —repuso Kamal, y sonrió con sarcasmo.