Capítulo Cinco

Aldo y Dolores pasaban la noche en el Sussex, el hotel de lujo de la ciudad. La familia Martínez Olazábal aún dormía después de la fiesta. La servidumbre, al mando de Janet, ponía orden en el baqueteado salón. Una puerta se abrió en la planta alta y llamó la atención de las criadas: era el señor Esteban. Se notaba a la legua que había pasado la noche en el diván del estudio.

Esteban, con el chaqué arrugado, la espalda dolorida y mal sabor de boca, necesitaba un baño. Después, se vistió con ropas cómodas y bajó a desayunar. Rosalía lo esperaba en el comedor con el café como a él le gustaba y las tarteletas de manzana, sus preferidas. Le deseó buenos días sin mirarlo y, tras servirlo, se marchó. Tuvo que apretar los puños para vencer el deseo de abrazarla y besarla; el resto del servicio doméstico pululaba por doquier y no podía arriesgarse. ¿Y si de una vez y por todas se arriesgaba? ¿Y si dejaba de ser un cobarde?

Lo golpeó el semblante marcado por el dolor de la mujer que amaba y, al desprenderse de la venda de egoísmo que lo había cegado durante años, comprendió el martirio que Rosalía soportaba día tras día, sin reclamos ni quejas, sin celos ni escándalos, con una sonrisa, siempre dispuesta. La había humillado de todas las formas posibles. «Rosalía, amor mío, ¿podrás perdonarme algún día?», y enseguida agregó: «Francesca no merece esto». Dejó el comedor y se topó con Aldo, que salía del vestíbulo.

—Buen día, papá —saludó, sin mirarlo a los ojos.

—Buen día, hijo. ¿Y Dolores?

—Todavía duerme en el hotel. Vine a buscar unas cosas. —Aldo hizo ademán de subir las escaleras, pero regresó—. Papá, quería decirle que he decidido asentarme en Córdoba. Después de la luna de miel, Dolores y yo vendremos a vivir a esta casa.

—No creo que a Dolores le agrade la idea —sugirió Esteban—. Está muy arraigada en Buenos Aires, y Córdoba le parecerá una aldea.

—Yo soy su esposo ahora, yo decido. Tanto quería casarse, bueno, ahora que se atenga a las consecuencias.

—Pensé que eras feliz casándote con Dolores. Si hubiera sabido que entre Francesca y vos…

Aldo levantó la mano y lo mandó callar. Subió rápidamente los peldaños y se encerró en su dormitorio.

Esteban Martínez Olazábal llamó a la puerta de Alfredo. Este lo invitó a pasar y le ofreció un whisky que Esteban aceptó de buen grado. Se conocían desde hacía muchos años y con el tiempo habían llegado a ser buenos amigos. A Esteban le gustaba visitar el apartamento de Fredo en la avenida Olmos, un lugar caótico, con libros, papeles y carpetas por doquier, paredes abarrotadas de cuadros, muebles antiguos, piezas de arte y un espeso aroma a tabaco holandés en cada habitación. Sí, le gustaba ese cubil, le gustaba la calidez acogedora que no encontraba en los salones del palacio Martínez Olazábal.

Alfredo le señaló el sofá, le alcanzó el vaso y se sentó frente a él.

—¿Francesca está aquí? —se interesó Esteban.

—No. Fue a misa.

Sobrevino un silencio incómodo. En un momento, sus miradas se encontraron y se estudiaron detenidamente, tratando de descifrar el pensamiento del otro, buscando, asimismo, las palabras correctas para abordar tan espinoso tema. Alfredo se puso de pie y caminó hacia la ventana.

—Quiero que sepas —dijo de espaldas— que si no le llené la cara de golpes a tu hijo fue por los ruegos de Antonina, que no quería problemas. Yo de buena gana lo habría hecho.

—Quizá habría sido lo más justo —aceptó Esteban—. De todos modos, yo soy el menos indicado para juzgar a Aldo, y vos bien sabes por qué te lo digo. Más allá de eso —retomó Esteban—, estoy aquí por Francesca. Lo de ella y Aldo es imposible.

—¿Porque es la hija de la cocinera?

—¡Fredo, por Dios! ¿Acaso no me conocés?

Alfredo bajó la vista y volvió al sofá, donde se repantigó con el gesto vencido.

—Perdóname, Esteban, es que Francesca sufre tanto que… Yo la adoro como a una hija, y siempre hice lo imposible para ahorrarle sufrimientos. No admito que venga un desalmado y la destroce como lo ha hecho tu hijo. Simplemente, no puedo soportarlo. Ella es una muchacha sensible e inocente, y sufre mucho.

—Me enteré de la relación que existía entre Francesca y Aldo anoche. Créeme, si lo hubiera sabido antes habría hecho algo por ellos, pero ahora es demasiado tarde. Aldo está casado.

—Con una de su nivel —machacó Fredo.

—¿Pensás que después de convivir tantos años con tu sobrina no soy capaz de reconocer que es una chica fuera de serie, inteligentísima, de una personalidad avasalladora y de un candor adorable? Mis hijas no tienen nada que hacer a su lado, por más apellidos y blasones que ostenten. Además, en el último tiempo se ha abierto como una flor. Estoy seguro de que no le faltará un hombre que la ame y que quiera casarse con ella. Mientras tanto, tengo que sacarla de mi casa, donde sólo conseguirá humillarse. Esta mañana Aldo me comunicó su intención de asentarse definitivamente en Córdoba, hasta me dijo que quiere vivir en casa. No hace falta que te explique con qué intenciones. Me dolería ver a Francesca convertida en otra Rosalía. Ella no merece ese destino.

—Francesca no lo consentiría.

—Yo no estaría tan seguro.

—¡No te permito! —se ofendió Alfredo—. Francesca es una joven respetable, con principios.

—Ya lo creo, pero también es una mujer enamorada. Y el amor, amigo mío… En fin, no hay principios que puedan contra él.

Alfredo aceptó tácitamente aquellas palabras; él sabía del amor.

—¿Por qué Aldo dejó a Francesca? —quiso saber Fredo.

—El matrimonio de Aldo y Dolores se decidió en Arroyo Seco, mientras yo me encontraba en la ciudad. No es por defenderlo, pero sé que mi hijo se casó con Dolores a causa de la presión que recibió por parte de mi mujer y de Carmen, la madre de Dolores.

—¡Oh, no me vengas con eso! —se exasperó Fredo—. Tu hijo está lo suficientemente crecidito para decidir sobre su vida. La Edad Media ya pasó hace mucho, amigo mío.

Esteban lo miró con resignación, pues aunque tratara de justificarlo, no cabía duda de que Aldo se había comportado como un inmaduro. Como un cobarde.

—Probablemente, presintiendo que Aldo quería terminar con ella, Dolores le confesó a su madre que había mantenido relaciones con él. Puedes imaginarte, si conoces un poco lo pacatas que son nuestras mujeres, el escándalo que vino a continuación. Celia y Carmen no cejaron hasta que Aldo fijó fecha. En cierta forma, todo se hizo para salvar el honor de Dolores.

—Si crees que el honor mal entendido de una jovencita hipócrita vale la felicidad de tu hijo, allá vos. Me importan un rábano tu hijo y el honor de nadie, sólo quiero preservar a mi Francesca de más sufrimientos.

—Y por eso estoy aquí.

—Te escucho —accedió Fredo.

—Creo que lo mejor será alejar a Francesca de Córdoba. Espera, déjame terminar. Conozco a mi hijo, Aldo no la dejará en paz, te lo aseguro. Para ella también resultará una buena alternativa alejarse para olvidar. Anoche estuve pensando en una solución y recordé que mantienes estrechos contactos con la Cancillería de la Nación.

—El canciller y yo somos grandes amigos —aceptó Fredo, que olfateaba la propuesta de Martínez Olazábal.

—Francesca es una jovencita más que preparada, habla francés e italiano a la perfección…

—E inglés —añadió Fredo.

—No sabía —se sorprendió Esteban—. Con más razón, creo que puede desempeñar una valiosa labor en cualquier embajada argentina.

«¿Enviar a Francesca al extranjero? ¿Separarme de ella por culpa de un niñito de mamá que no tiene las pelotas bien puestas?». Sin embargo, los temores de Martínez Olazábal no resultaban desatinados ni infundados. Conocía la apasionada naturaleza de su ahijada y su capacidad de entrega absoluta, y debía aceptar que la posibilidad de que se convirtiese en la manceba del patrón no era tan remota. Por otro lado, si Francesca, a fuerza de voluntad, luchase contra el asedio de Aldo y contra sus propios sentimientos, transformaría su vida en un infierno.

—Yo, por mi parte —prosiguió Esteban—, haré uso de los contactos a mi alcance para conseguir una plaza para Francesca en alguna embajada o consulado. Pero será tu amistad con el canciller la mejor carta que tendremos para jugar.

—Déjame pensarlo —pidió Fredo, y se puso de pie para despedir a Esteban.

—No tenemos mucho tiempo —manifestó Martínez Olazábal en la puerta—. Dolores y Aldo parten esta tarde para Río de Janeiro, donde permanecerán un mes. Sin embargo, y en vista de cómo están las cosas, creo que los tendremos de vuelta mucho antes.

De regreso, agotado por la discusión con Visconti, Esteban encontró a Celia en su despacho atareada con unos papeles.

—¿Qué hacés? —preguntó de mal modo, pues no le gustaba que usaran su escritorio.

Celia levantó la vista y dudó. Luego dijo:

—Preparo la liquidación de Antonina.

Esteban se quitó el sombrero, lo colgó en el perchero y, ceñudo, se aproximó al escritorio.

—¿Qué liquidación de Antonina? ¿Acaso no le pagaste con el resto de los empleados?

—Me refiero a la liquidación final —explicó Celia, y midió la reacción de su esposo—. Quiero que ella y su hija dejen hoy mismo esta casa —agregó.

Esteban la observó serenamente, sin revelar emoción alguna. Convencida de que la noticia tenía sin cuidado a su esposo, Celia enumeró una serie de calumnias contra Antonina: la llamó sucia y chismosa y dejó sobrevolando la duda al mencionar la desaparición de un camafeo. Animada por la aprobación tácita de Esteban, que continuaba mirándola impasiblemente, arremetió contra Francesca, «una jovencita demasiado independiente e irreverente, un terrible ejemplo para Sofía, que hace todo cuanto ella le dice».

—Y no tengas dudas de que aquel asuntito —dijo, en referencia al embarazo de su hija— ha sido culpa de los malos consejos de esa chirusa sin principios ni moral. Por otra parte…

—¡Basta! —ordenó Esteban, y golpeó el escritorio.

Celia dio un respingo y se llevó la mano al corazón, y, aunque intentó retomar la palabra, su esposo le lanzó un vistazo furibundo que la acalló.

—¿Desde cuándo sabes lo de Aldo y Francesca? —la sorprendió Esteban.

—¿Lo de quién?

Esteban la tomó por el brazo y la obligó a ponerse de pie.

—No me tomes por estúpido, Celia. Hace treinta años que nos conocemos; sabes que no tengo un pelo de tonto y yo conozco bien la clase de prejuicios y estupideces que guían tus actos. Ahora vas a decirme desde cuándo sabes lo de mi hijo con Francesca.

—Insisto, no sé de qué… ¡Esteban, por amor de Dios! —se quejó, cuando su esposo la zarandeó como una muñeca de trapo.

—¡No se te ocurra invocar a Dios en esta contienda! ¿Desde cuándo?

Celia se tomó unos segundos para valorar la situación: a esa altura, poco importaba si Esteban lo sabía o no, después de todo, Aldo y Dolores se habían casado.

—Lo supe en Arroyo Seco —aceptó.

—Eres una mala mujer —masculló Martínez Olazábal, y Celia sintió un escalofrío—. Sabiendo que él estaba enamorado de otra, ¿cómo pudiste aceptar que se casara con Dolores? ¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó luego.

—¿Cómo se te ocurre que iba a permitir que mi hijo, un Martínez Olazábal Pizarro y Pinto, se uniera a la hija de mi cocinera, una siciliana ignorante y sin pasado? Tendría que haber abandonado el país para ocultar la vergüenza.

—¿Qué corre por tus venas, Celia?

—Además, no sólo se trataba del asunto con la chirusa ésa, también estaba el tema de que entre Aldo y Dolores… Bueno, lo que ya te conté.

—Que Aldo y Dolores hayan tenido relaciones sexuales —remarcó Esteban— te vino como anillo al dedo.

—¡Qué decís! —se escandalizó—. ¿Cómo se te ocurre que me complace semejante cosa? Pobre Doloritas, no podía permitir que Aldo, después de mancillarla, la dejase de lado.

—¡Ah, porque seguro que mi hijo la forzó a hacerlo! Podríamos decir que se trató casi de una violación.

—¡Esteban, por favor!

—Si Dolores aceptó acostarse con Aldo debió pensar en las consecuencias. Ya es hora de que las mujeres de este país se hagan cargo de sus actos. Quieren libertad y reconocimiento, ¡pues bien! Lo tendrán y, junto con eso, deberán asumir también las responsabilidades. Ya no serán más las pobrecillas del cuento. En realidad, vos, Celia, hace tiempo que dejaste de serlo. Ni Antonina ni su hija se irán de mi casa. ¡Aquí mando yo, carajo!

—No puedo permitir que esas mujeres sigan bajo mi techo. ¡Las quiero fuera esta misma tarde!

—Escúchame bien, Celia, y no me hagas perder la paciencia. Si contradecís la orden que te he dado respecto de Antonina y Francesca, detrás de ellas me iré yo. Te juro que no me costará mucho: estoy harto de vos. Y ya veremos —añadió desde la puerta— qué le dirás a tus amistades cuando el chisme de que te pedí la separación se esparza como reguero de pólvora. Ahí sí que tendrás que abandonar el país —la parafraseó con sorna.

Diez días más tarde, Fredo se sorprendió cuando Francesca aceptó su propuesta sin dudarlo. Los acontecimientos se habían confabulado para que la idea de Martínez Olazábal tomara forma en pocos días; así, la posibilidad de un empleo en una embajada o consulado dejó de ser una quimera y pasó a ser una realidad.

El cónsul argentino en Ginebra acababa de sufrir un accidente automovilístico cuando regresaba de una convención en Mónaco, y si bien sólo se había quebrado un brazo, su secretaria, en cambio, había fallecido. El consulado requería de inmediato una reemplazante.

—Supongo que te sorprende este repentino ofrecimiento —señaló Fredo— cuando mi plan era que trabajaras conmigo en el diario.

—Ya sabes lo que existió entre Aldo y yo —expresó Francesca, y lo miró fijamente—. Esta propuesta tiene que ver con eso, ¿verdad?

—No quiero que sufras —esgrimió Alfredo.

—Por eso acepto.

Para Francesca, el ofrecimiento del empleo en Ginebra representaba una salvación, la oportunidad para no sufrir. Se había preguntado frecuentemente cómo sería cuando Aldo y Dolores regresaran de Río. Terminaría por ceder, lo sabía; no pasaría mucho y se convertiría en su mujer. Lo deseaba con tanto fervor que, al primer roce de manos, al primer abrazo, caería rendida en su cama. ¿Y después, qué? ¿Qué futuro le aguardaba? No mucho mejor que el de Rosalía, con seguridad. Después de todo, si Aldo no había encontrado el valor para plantarse frente a su madre y a la sociedad, y prescindir de una vida de lujos y dinero, ¿por qué suponer que tendría valor para divorciarse?

No deseaba separarse de los que amaba, pero debía hacerlo, pues no soportaría que se avergonzaran de ella. Finalmente, vivió su traslado a Ginebra como un exilio merecido por haber puesto los ojos en alguien muy por encima de ella.

Pese a la mirada brillante y a la voz congestionada, Antonina aceptó la partida de su hija con resignación, con alivio incluso, pues antes de verla convertida en la amante de un cobarde, había pensado en renunciar a seguir en el palacio Martínez Olazábal, y a su edad, con sus escasos ahorros, una decisión de esa índole le quitaba el sueño.

Sofía, por el contrario, rompió a llorar como una magdalena. Se encerró en su dormitorio y no bajó a almorzar ni a cenar. Francesca se cansó de hablarle a través de la puerta y optó por esperar hasta el día siguiente. Esa noche, al preguntar por la menor de sus hijos, Martínez Olazábal supo de inmediato la causa de su aflicción. Ante la voz imperiosa del padre, la muchacha descorrió la traba y lo dejó pasar. Durante media hora, Esteban, con una paciencia rara en él, expuso una serie de argumentos para justificar la partida de Francesca, cuidándose de no mencionar el nombre de Aldo. La increíble oportunidad que la vida le brindaba a la «pobre Francesca» constituyó su mejor argumento. Una joven más despierta y madura habría sospechado de la preocupación que el señor de la casa mostraba por el destino de la hija de la cocinera, pero Sofía, que anidaba el espíritu de una niña, no pensó en ello y, reconfortada con la promesa de que en breve viajaría a Ginebra, bajó a cenar.

A medida que transcurrían los días y que la despedida se acercaba, Francesca añadía preocupaciones a su lista; en especial la abrumaba la soledad de su madre, llena de amigos que la adoraban, por cierto, pero sin un hombre que la protegiese. Descubrió un extraño brillo en los ojos de Fredo y una mueca desconocida en sus labios cuando le pidió que se ocupara de ella, que la visitara, que la reconfortara, que le diera ánimos.

—Aunque no me lo hubieses pedido, igual lo habría hecho —aseguró Alfredo, y Francesca se quedó mirándolo.

Con tanta alharaca, no había pensado en Cívico, en Jacinta y en Rex. Quizá nunca volvería a verlos. Recordó con enfado aquel mal agüero de principios de verano: «Siempre amaré este lugar, aunque pasen años, aunque nunca más vuelva a verlo». Resultaba increíble que, en tan poco tiempo, hubiese conocido el amor y también el desengaño. La vida se le había trastornado por completo y ahora debía escapar de la casa que sentía como propia.