Capítulo Cuatro

En medio de su dolor, Francesca le confesó a su madre que estaba enamorada del joven Martínez Olazábal. Le detalló la primera noche, la noche en que Aldo la sorprendió en la piscina, y también las que siguieron; le refirió las tardes que compartieron y las promesas de amor que intercambiaron. Antonina escuchó serenamente, sin atisbos de asombro ni de condena, y le permitió desahogarse y quedar exánime en sus brazos. Pasaron unos minutos silenciosos, Antonina la mecía en su regazo y le besaba la cabeza.

—Él me dijo que me amaba —repitió Francesca— y yo le creí porque parecía sincero.

Antonina le tomó el rostro por el mentón mientras le secaba las mejillas con un pañuelo. No fue dura al decir:

—No debiste fijarte en el joven Aldo, figliola. No debiste responder a sus insinuaciones. Ya sabes cómo son estas gentes. ¿Es que la historia de Rosalía no te resulta suficiente?

—Yo soy distinta a Rosalía —replicó Francesca, con enojo.

—Claro que lo sos —admitió Antonina—. Gracias a tu tío Fredo, has recibido una excelente educación. Sin embargo, para ellos siempre serás la hija de la cocinera. La señora Celia jamás admitirá que su primogénito se case con una mujer a quien considera muy por debajo. Les hará la vida imposible, utilizará todas las artimañas que conoce, y jamás lo permitirá.

—Yo sé que él me quiere, mamma, lo sé, lo siento aquí —dijo, y se llevó la mano al corazón.

—Probablemente el joven Aldo está perdidamente enamorado de vos, pero siempre ha dicho y hecho lo que su madre le ha indicado. Le teme hasta el punto, ya ves, de casarse con quien ella ha elegido para él. No te ilusiones, Francesca —suplicó Antonina—, el joven Aldo se ha comprometido con la señorita Dolores y se casarán en breve. Te pido que te mantengas lejos de él y que evites problemas.

Más tarde, Francesca llevó a Sofía a la buhardilla y, con la vista nublada pese a que se había propuesto no llorar, se lo contó todo sobre su romance con Aldo. Sofía, afectada en un primer momento, salió rápidamente en defensa de su hermano al asegurar que, sin duda, ese matrimonio era obra de su madre y de la señora Carmen, pues ella no veía enamorado a Aldo, ya que su hermano trataba con frialdad a su prometida y, en los últimos días en el campo, incluso con desprecio.

—Entonces —dedujo Francesca—, sólo puedo pensar que Aldo es un cobarde que se deja dominar por dos arpías y que no es capaz de luchar por lo que ama. ¡Oh! ¡Soy una idiota por creer que alguna vez me amó! Para él sólo fui un juego para amenizar sus aburridos días en el campo. ¡Pero yo sí lo amo con todo mi corazón!

Sofía sintió como un golpe el recuerdo de Nando y de su bebé; abrazó a Francesca y cada una lloró sus penas.

Esa noche, Francesca llevó un vaso con leche y vainillas a su habitación para no compartir la mesa con los demás sirvientes que sólo abrían la boca para referirse a la boda del joven Aldo. Se puso el camisón y, sentada en su cama, comió y bebió mientras leía. A pesar de que el libro era interesante, su cabeza se hallaba en otro sitio, a varios kilómetros, en la piscina de Arroyo Seco, donde todo había comenzado. Por fin, dejó el libro a un lado y permitió que los recuerdos la inundaran y le arrancaran suspiros y tímidas sonrisas. No le hacía bien recordar cuando debía olvidar, borrar a Aldo Martínez Olazábal de su mente y de su corazón, dejar de amarlo, odiarlo si fuera posible, o simplemente ignorarlo. Pero sabía que no lo lograría fácilmente, incluso sospechaba que, por el momento, se trataba de una empresa inútil.

Un golpeteo en el postigo de la ventana la sobresaltó. Debía de tratarse de Sofía, que solía invitarla a recorrer el parque de noche para hallar la serenidad que no encontraba dentro del palacio. Abrió los postigos de par en par y la sonrisa se desvaneció en sus labios: frente a ella, Aldo, que la contemplaba con creciente intensidad. Amagó con cerrar la ventana, pero Aldo puso la mano y volvió a abrirla casi violentamente.

—Déjame entrar —ordenó de mal modo.

—Esta es su casa, usted puede entrar si quiere —replicó Francesca—, pero antes de que lo haga, yo voy a salir.

—Francesca, por favor —dijo Aldo, con menos prepotencia—, tenemos que hablar.

—Nada tenemos que decirnos, señor. Entre usted y yo todo ha terminado.

—¡Carajo, Francesca! —estalló Aldo, y descargó el puño sobre el postigo—. No seas tan orgullosa. Déjame que te explique. Voy a entrar —amenazó Aldo, y se trepó al alféizar para saltar dentro.

—Está bien, está bien —concedió Francesca—, yo saldré, pero, por favor, no entres.

Francesca se echó encima el salto de cama y se calzó las pantuflas. Subió a la cama y luego se paró sobre el alféizar, desde donde rechazó la ayuda que Aldo le ofreció al tenderle los brazos. Se recogió la bata y el camisón y, de un brinco, cayó sobre el césped. Se acomodó el cabello y se ajustó el cinto de la bata.

—¡Oh, Francesca, mi amor! —dijo Aldo, y la empujó contra la pared.

La besó apasionadamente, sin darle tiempo a reaccionar, mientras deslizaba las manos dentro del salto de cama y le apretaba la cintura. Francesca gimió de placer y se abandonó al beso como si las cavilaciones negras de momentos atrás no hubiesen tenido lugar. Había añorado tanto el cuerpo de Aldo, sus labios sobre los de ella, sus palabras ardorosas susurradas al oído y sus promesas de amor, que la decepción y la furia se disolvieron sin esfuerzo.

Aldo se arrodilló frente a Francesca y la obligó a hacer lo mismo. La tumbó delicadamente sobre el césped y se recostó sobre ella. Como en trance, la muchacha seguía a pie juntillas las indicaciones que las manos de Aldo le impartían. La sensación resultaba tan placentera y cautivante que le había aflojado los músculos y la dominaba a su antojo. Francesca sólo podía pensar: «Aldo sigue amándome como en Arroyo Seco, sigue amándome a pesar de que va a casarse con Dolores».

La frase se repitió en su mente con la intensidad de un alarido y la sacudió del éxtasis con el efecto arrollador de un balde de agua sobre quien duerme plácidamente. Comenzó a tomar desesperadas bocanadas de aire y a zarandear los brazos para quitárselo de encima. Ajeno al cambio operado en Francesca, Aldo siguió besándola y tocándola, hechizado por una pasión que no había experimentado con otra mujer.

—¡Basta! ¡Déjame! ¡Basta!

Aldo se apartó apenas y la contempló con perplejidad. Francesca aprovechó para moverse debajo de él y ponerse de pie.

—¿Qué te has propuesto? —lo increpó, mientras se cubría—. ¿Tomarme aquí, en el jardín, como si yo fuera una cualquiera?

—Francesca, por favor —suplicó Aldo, e intentó aferrarla por el brazo, pero la muchacha se apartó con displicencia.

—No vuelvas a tocarme. No vuelvas a intentarlo. Ya no tenés derecho siquiera de mirarme. Lo nuestro acabó esta tarde cuando me enteré de que ibas a casarte con Dolores Sánchez Azúa.

—Yo no la quiero. Yo estoy loco por vos, Francesca. Loco por vos —repitió—. Quiero hacerte el amor para demostrártelo. Aquí, ahora mismo.

Francesca lanzó un bufido y se apartó en dirección a la ventana. Antes de que pudiera trepar al alféizar, Aldo la tomó por la cintura y la obligó a volverse hacia él. Por un instante, la ira de Francesca cedió al descubrir en la claridad celeste de los ojos de Aldo que no le mentía, que sí la amaba. Parecía triste y desesperado.

—Aldo —dijo, con paciencia—, no hagas esto más difícil. Déjame volver a mi dormitorio. Vas a casarte con otra mujer.

—Pero yo te amo a vos, Francesca. ¡Con locura! —exclamó y, aferrándola por la nuca, volvió a besarla.

Francesca lo dejó hacer y no opuso resistencia, se mantuvo quieta y fría. Aldo se apartó de ella y la interrogó con la mirada.

—¿Qué pasa? ¿Acaso ya no me querés?

—Aldo, no fui yo quien terminó con nuestra relación —expresó Francesca, con ecuanimidad—. Fuiste vos cuando decidiste casarte con otra.

—Que yo vaya a casarme con otra no significa que nuestra relación tenga que terminar.

—¿Qué estás insinuando? —increpó Francesca.

—Alejarte de mi vida es imposible. Ya sé que no puedo vivir sin vos. Todos esos días en Arroyo Seco lejos de vos me hicieron comprender que sos vital para mí. —Hizo una pausa en la que tomó coraje para proponerle—: Te compraré un apartamento, lo pondré a tu nombre. Irás a vivir allí con tu madre, te pasaré una mensualidad, no les faltará nada…

Francesca le cruzó el rostro de una bofetada. Aldo se cubrió la mejilla con la mano y no volvió a levantar la vista.

—¡Cobarde! ¡Poco hombre! ¿Cómo te atreves a tratarme como a una mujerzuela? ¿Quién crees que soy? Que sea la hija de la cocinera no te da derecho a insultarme.

—No quise insultarte —musitó Aldo—. Perdóname. Te ruego que me perdones.

—Me doy cuenta de que no vales nada, Aldo Martínez Olazábal. Fuiste sólo una ilusión. Anda, cásate con la ricachona de Dolores aunque no la quieras. Anda, corre y hacele caso a tu madre. ¡Poco hombre! —remató.

—No me digas eso —suplicó Aldo—. Por favor, no lo soporto. Me lastimas como nada. Yo te amo a vos pero tengo que casarme con Dolores. Debo casarme con Dolores. Ella y yo… En fin, yo la convencí y ella… ella se me entregó. Yo fui su primer y único hombre…

—No quiero escuchar esto —dijo Francesca, severamente—. No me importan tus asuntos con esa mujer. Si tenés que casarte con ella, hacelo, pero no vuelvas a molestarme. Vos y yo hemos terminado.

Aldo amagó con tomarla del antebrazo, pero una mirada furibunda de Francesca lo dejó quieto en su sitio. La vio trepar al alféizar con agilidad y saltar dentro de su dormitorio. Se miraron fijamente antes de que Francesca cerrara los postigos con un fuerte golpe.

Con el correr de los días, Francesca fue endureciéndose y, sin remedio, llegó a experimentar un resentimiento tal por los Martínez Olazábal que les deseó toda clase de tormentos y males. Los evitaba, dejaba la mansión temprano por la mañana y no regresaba hasta bien entrada la noche, y, aunque habría preferido mudarse a casa de su tío, sólo pernoctaba en el apartamento de la avenida Olmos contadas veces para no interferir en la relación con Nora. Se había dado cuenta de que, si bien Fredo no la amaba, Nora estaba perdida por él y, solidaria con la joven secretaria, Francesca volvía al «infierno», como llamaba al palacio.

En un intento por arreglar el embrollo, Sofía propuso a Francesca hablar con Aldo. Su hermano y ella siempre habían sido confidentes, sabía que la escucharía y que no le negaría una aclaración a semejante desaire.

—Te prohíbo siquiera que menciones mi nombre a tu hermano —ordenó Francesca, y Sofía se impresionó ante la dureza de su amiga—. Yo no seré una de la alta sociedad cordobesa, pero tengo mi orgullo.

Sin embargo, pese a la furia y al resentimiento, Francesca moría de amor por Aldo. No podía quitarse de la cabeza las noches en la piscina, noches fascinantes, llenas de promesas y besos candentes; jamás olvidaría los paseos a caballo que siempre terminaban en un picnic a la sombra de un árbol. Guardaría esos momentos como tesoros, aunque la lastimaran. «El amor», se repetía a diario, «puede llevarte a las nubes y dejarte suspendida en el aire cálido del verano, mientras un coro entona las más bellas canciones, o puede arrojarte sin piedad al foso más profundo, oscuro y sórdido».

Alfredo sospechaba que Francesca tenía problemas, pues la notaba dispersa y seria. Su rostro macilento y ojeroso, el andar cansado y la voz taciturna confirmaban a gritos la presunción. Nora lo puso en la pista al sugerirle que, quizá, se trataba de un asunto del corazón.

—Si esta vez Francesca no te ha contado lo que le sucede es porque, seguramente, se trata de algún muchacho. Tendrá vergüenza de decírtelo —concluyó Nora.

La novedad de Francesca enamorada lo fastidió y la refutó de mal modo.

—Tu ahijada es una jovencita muy hermosa, con una personalidad cautivadora, ¿por qué no pensar que un hombre se haya enamorado de ella? No tienes idea de la cantidad de muchachos en el periódico que desean invitarla a salir.

Fredo dejó la cama refunfuñando y se encerró en el baño, convencido de que despediría a todo aquel que osara insinuarse a su pequeña. El espejo le devolvió el semblante de un hombre que, por viejo y lastimado, se había vuelto absurdo e insensato. ¿Sería tan egoísta de no desear para Francesca aquello por lo que él daría la vida? Regresó a la cama, donde Nora lo envolvió con sus brazos.

Tras aceptar su incapacidad para hablar abiertamente con Francesca, Alfredo se encaminó a lo de Martínez Olazábal decidido a transmitir a Antonina su preocupación. No se veían desde la fiesta de Año Nuevo y el reencuentro los afectó a ambos por igual. Incómodos como adolescentes, balbuceaban formalismos y sorbían nerviosos el jugo. Fredo preguntó por los días en Arroyo Seco y, después de un «Muy lindos, gracias» de Antonina, manifestó que, según él, no lo habían sido para Francesca. A continuación, detalló minuciosamente los cambios en su ahijada y, sin demoras, remató con un «¿Usted sabe algo, Antonina?».

La mujer admitió que las presunciones eran ciertas: su hija no se encontraba bien, en realidad, sufría muchísimo.

—El niño Aldo la enamoró en la estancia y ahora va a casarse con la señorita Dolores.

Antonina detuvo a Fredo cuando se disponía a buscar a «ese bastardo» por toda la casa para romperle la cara a golpes, y lo obligó a sentarse nuevamente. Le tomó la mano y Alfredo, en medio de su turbación, sintió un escalofrío en la espalda.

—Alfredo, no se inquiete. Francesca es una chica fuerte, lo superará. Lo de su amor por el joven Aldo es un imposible. ¿Usted cree que la señora Celia los habría dejado en paz alguna vez?

—¡Alguien tiene que pedirle cuentas a ese hijo de…! Yo soy casi el padre de Francesca, a mí me debe una explicación.

—Deje las cosas como están —insistió Antonina.

—¿Usted cree…? En fin… Bueno, que… Entre ellos…

Antonina bajó la vista y negó con la cabeza, y Alfredo soltó un suspiro.

La ceremonia religiosa se llevó a cabo en una habitación de la planta baja del palacio Martínez Olazábal y fue el mismo obispo de Córdoba quien la ofició. La fiesta se desarrolló en el gran salón y ocupó otros lugares aledaños, atestados igualmente de mesas y gente. Celia echó un vistazo a su alrededor: las tres arañas de cristal regaban de luz las boiseries doradas; las mesas, dispuestas incluso en el jardín de invierno, con manteles blancos de hilo, vajilla inglesa y cubiertos de plata, se habían ganado el beneplácito de la propia Carmen; a través de las puertaventanas, se vislumbraba el parque, donde sus famosos rosales descollaban entre las fuentes y las estatuas; los invitados, de etiqueta los hombres, de largo las mujeres, lucían complacidos con sus copas llenas de champán y los bocados de centollo y caviar.

—¡Qué hermosa pareja hacen! —comentó Celia a su consuegra y a su hija Enriqueta, y las obligó a mirar hacia el centro del salón, donde Aldo y su esposa saludaban a los invitados—. Jamás habría consentido que Aldo desposara a otra. Dolores es la mujer perfecta para él.

—¿No les parece que está más hermosa que nunca esta noche? —preguntó retóricamente la madre de la novia. Ambas mujeres dijeron que sí.

Aldo dejó a Dolores en compañía de unos parientes. La cantidad de gente lo sofocaba y el alcohol, que comenzaba a subírsele a la cabeza, lo abrumaba, pues había empezado a beber temprano ese día. Buscó el fresco del jardín sorteando saludos y cumplidos. Alcanzó la balaustrada de la terraza, donde se aflojó la corbata y encendió un cigarrillo. La belleza del parque y el aroma del rocío lo transportaron a otras noches donde la felicidad le había pertenecido. Se llevó la mano a la frente y apretó los ojos, tratando de olvidar. Buscó apoyo en la baranda, agobiado de pronto, pues la vida se le presentaba como una larga condena inapelable, días eternos de desdicha ensombrecían el futuro y no encontraba el valor para enfrentarlos. «Habría sido más fácil si no la hubiese conocido», se dijo. Como quien nace ciego o en cautiverio, aún caminaría en la oscuridad o viviría en la ignorancia del esclavo sin penas ni reproches, ajeno a los sentimientos que ahora lo atormentaban despierto o dormido.

Lo tentaba la idea de correr al dormitorio de Francesca e implorarle que huyeran. Escapar era una idea recurrente desde que había dicho «sí» en el altar improvisado en el estudio de su padre, como si el rito y la posterior fiesta le hubieran otorgado la real dimensión de la obligación que acababa de echarse a los hombros. En cierto modo, hasta el último momento había mantenido la ilusión de que el embrollo con Dolores Sánchez Azúa se resolvería y que él no tendría que casarse con ella. Sonrió burlonamente y se llamó «idiota» y «cobarde». Arrojó la colilla y la pisoteó hasta deshacerla.

Caminó por el jardín y entró en la casa por la cocina, donde los mozos y las criadas no advirtieron su presencia. Se deslizó por el corredor hasta la zona de la servidumbre y abrió la puerta de la habitación de Francesca sin llamar. Estaba vacía. Regresó a la fiesta y llamó aparte a Sofía.

—Decime dónde está Francesca.

—¿Para qué? ¿Para que vayas a molestarla y angustiarla más de lo que ya has hecho? —repuso la muchacha—. No te lo diré.

—Sofía, sos mi hermana, es a mí a quien le debes lealtad. Decime dónde está. Tengo que hablar con ella, pedirle perdón.

—Ya es tarde.

Aldo la tomó por el brazo y le clavó los dedos en la carne al sacudirla levemente.

—No estoy para caprichos, Sofía. Decime dónde está o me pondré a gritar el nombre de Francesca aquí mismo, en medio del salón.

Sofía sonrió con ironía y sacudió los hombros.

—Nada me divertiría más que te pusieras a gritar en medio del salón y le arruinaras la fiesta a mamá.

La amenaza de Aldo no surtió el mismo efecto en Antonina. La mujer se puso pálida y debió apoyar en una mesa la bandeja con copas vacías.

—Señor Aldo, por favor, ¿qué dice? ¿Ponerse a llamar a mi hija en este momento? Ya no insista con ese asunto. Déjela en paz, por el bien de ella y también por el suyo. Usted acaba de casarse, ¿no querrá poner en riesgo su matrimonio con semejante locura?

—Me importa un ardite mi matrimonio. Contaré hasta cinco y si no me dice dónde está Francesca, comenzaré a gritar. Uno, dos…

—Señor Aldo, por amor de Dios, ¿ha perdido el juicio?

—Tres, cuatro…

—Está bien, está bien —claudicó Antonina.

—Y no me mienta —apremió Aldo—. Si lo hace, volveré y cumpliré mi promesa de llamar a su hija a gritos en medio del salón.

—Está en casa de su tío Fredo —confesó al cabo Antonina.

—Conozco el edificio. Una vez llevé a mi padre hasta allí. Pero no sé qué apartamento es.

—Sexto B —agregó Antonina, y se alejó en dirección a la cocina.

Aldo tomó una copa de champán y la bebió de un trago, luego otra y otra más hasta llamar la atención de su padre, que, desde el extremo opuesto del salón, lo observaba con alarma: la rapidez con la que crecía la borrachera de su hijo no se correspondía con el momento. Reconocía que había existido cierta presión por parte de Celia y de Carmen para que se adelantara la boda, especialmente después de saberse que Aldo y Dolores habían mantenido relaciones, pero, seguro de que su hijo estaba enamorado, no comprendía el gesto desesperado en su rostro. Lo llevaría a la cocina y le pediría a Rosalía una taza de café bien cargado; Esteban siguió a Aldo hasta el jardín y más allá también, cuando enfiló en dirección a la parte posterior de la casa, donde se encontraban las cocheras. Sus ojos no dieron crédito al ver que su hijo se subía rápidamente en su automóvil deportivo y abandonaba la casa a toda velocidad.

Francesca daba vueltas en la cama. Ni en un millón de años habría imaginado que su amor por Aldo terminaría de esa forma; aquello tan hermoso de Arroyo Seco se había degradado hasta el punto de hacerla sentir culpable y poca cosa; era un espejismo que sólo ella había visto. Para ese momento, Aldo y Dolores ya serían marido y mujer, y la fiesta se hallaría en su apogeo. La embargaba un pesimismo impropio de su carácter que le trastornaba las perspectivas futuras, llevándola a pensar que no sentiría dicha ni se enamoraría nuevamente. Odiaba a Aldo, no sólo porque la había lastimado, sino porque había hecho de ella una mujer resentida, incapaz de volver a sonreír.

Oyó el timbre del portero eléctrico, que resonó en la quietud de la noche. Aguardaría a que su tío Fredo se levantase y despachara al gracioso que se atrevía a bromear a esa hora. Pero pasaban los segundos sin que ningún sonido se escuchase en el dormitorio de su tío. El timbre volvió a sonar. Francesca se bajó de la cama, se calzó las pantuflas y, con la bata encima, se encaminó hacia la cocina.

—¿Quién es? —preguntó de mal talante.

—Francesca, soy yo, Aldo.

El corazón le dio un vuelco, la boca se le secó repentinamente y no logró articular palabra.

—Francesca —insistió Aldo—, abrime. Necesito hablar con vos, necesito decirte algo muy importante.

—No —dijo.

—Abrime, vengo a decirte que te amo.

—No —repitió, y colgó el auricular.

El timbre volvió a sonar, reiteradas veces. Tío Fredo apareció en la cocina.

—¿Qué pasa? —preguntó, con voz soñolienta—. ¿Quién es?

—Es Aldo Martínez Olazábal, tío. Él y yo…

—Lo sé todo. Tu madre me contó. —Fredo descolgó el auricular e indicó duramente—: Ya bajo.

Esteban Martínez Olazábal estacionó su automóvil a unos metros del de Aldo y de inmediato reconoció el edificio de Alfredo Visconti, su gran amigo.

—¿Qué diantres hace aquí? —masculló, inclinado sobre el volante para ver mejor los movimientos de su hijo. Bajó del automóvil y se aproximó con cautela.

—Francesca, soy yo, Aldo. Francesca, abrime. Necesito hablar con vos, necesito decirte algo muy importante. Abrime, vengo a decirte que te amo.

A pasos de Aldo, Esteban quedó estupefacto. La escena parecía reírse en su cara con sarcasmo: la historia se repetía como un ciclo morboso. Primero, él con Rosalía; ahora, su primogénito con la hija de la cocinera. Impotente, contemplaba el dolor de su querido Aldo, su predilecto, que, alcanzado por la cruel sentencia bíblica, pagaba con creces los pecados del padre.

—Aldo, hijo —pronunció suavemente para no sobresaltarlo, en vano, pues Aldo dio un respingo y lo miró con espanto.

—¿Qué hace aquí? ¡Váyase! ¡Déjeme en paz!

—Vamos, hijo —insistió Esteban con una dulzura que nunca había empleado con sus hijos—. Nada tenés que hacer aquí. Deja en paz a esa muchacha.

—¡No! ¡Jamás! —replicó con una furia que Esteban no le conocía—. Francesca es mía y no renunciaré a ella. ¿Entiende? Nunca renunciaré a ella.

Se abrió la puerta y apareció Alfredo Visconti. Al ver a Esteban, su gesto abandonó la mueca belicosa por una de pasmo.

—¿Qué haces aquí, Esteban?

—Sigo a mi hijo, que abandonó su fiesta de bodas intempestivamente.

—Llévalo de regreso —expresó Fredo, con dureza—. No quiero que moleste a mi sobrina. Ella ya ha sufrido demasiado a causa del irresponsable de tu hijo.

—¡Necesito verla! —insistió Aldo.

—Ella no quiere verte, Aldo —interpuso Fredo.

—Necesito hablar con ella —repitió, y sus bríos languidecieron.

—Vamos, Aldo —dijo Esteban, y lo tomó por los hombros—. Vamos.

Horas más tarde, acabada la fiesta, Esteban permanecía recostado en el diván de su estudio con un vaso de whisky en la mano. A pesar de su semblante agotado, su mente trabajaba con rapidez.