Capítulo Tres

Aquella tarde de enero de 1961, Alfredo Visconti terminó de dictar la carta a Nora, su secretaria, y le indicó que podía retirarse. La mujer lo contempló brevemente, tomó las notas y se marchó. Alfredo se estiró en la butaca y puso los pies sobre el escritorio. Pensó en los sucesos del país, que conocía al dedillo y de los cuales se había convertido en cronista muchos años atrás.

En esa instancia, como director de El Principal, el diario de mayor tirada de la provincia de Córdoba, conocía sus posibilidades, que sobrepasaban los lindes de una simple crónica, para formar opinión y comunicar ideologías. Entre sus colegas, no sólo de Córdoba sino de Buenos Aires y países limítrofes, Alfredo gozaba de respeto y admiración fundados en su inteligencia y sagacidad, y también en sus valiosos contactos y fuentes que habían demostrado su peso en varias ocasiones, como aquella vez en el 51 cuando realizó algunos llamados telefónicos a La Prensa, el periódico porteño más hostil al régimen peronista, para advertirles que se gestaba una represalia feroz contra ellos.

—¿De que hablas, Fredo? —había inquirido, casi con sorna, Gonzalo Paz, el director.

—Paren la mano —había aconsejado él—, los peronistas no se están con vueltas. Ellos manejan otros códigos, Gonzalo. Eva los tiene marcados y no descansará hasta aplastarlos, literalmente hablando. Lo sé de buena fuente, créeme.

Semanas más tarde, entrado el mes de marzo, el histórico edificio de La Prensa sobre la avenida de Mayo ardió desde los sótanos repletos de papel y elementos inflamables. Completamente destruido, el tradicional periódico de los Paz, la aristocrática familia porteña que, según Eva Duarte, encarnaba a la oligarquía vendepatria, detuvo sus rotativas y cerró sus puertas. Un mes más tarde, le asestaron el golpe de gracia a través de una ley por la cual fue expropiado.

Alfredo giró la butaca y clavó la vista en un óleo colgado detrás de su escritorio: la Villa Visconti, en la región del Valle d’Aosta, al norte de Italia, a un paso de Francia y de Suiza. Esa villa conservaba los mejores recuerdos de su infancia y primera juventud. La belleza del paisaje realzaba la imponencia del palacete que por generaciones había pertenecido a los Visconti, de las familias más arraigadas de la zona. La mano maestra del pintor había plasmado en el lienzo la majestuosidad de los Alpes en contraste con el límpido cielo y el verde esmeralda que circundaba la casa paterna.

Suspiró. La manera en que su padre, Giovanni Visconti, lo había perdido todo, incluso el honor, constituía su más doloroso recuerdo, que pese a los años, no lograba olvidar ni perdonar. Después de la muerte de su esposa, a la que Alfredo apenas recordaba, Giovanni, presa de la desesperación, cayó bajo el influjo de la bebida y, tiempo más tarde, del juego. Dilapidó la fortuna sin consideración por sus hijos ni por su apellido. Los amigos de la familia comenzaron a excluirlos de las tertulias, se cruzaban de acera y los miraban de reojo.

En la ruina, devastado moralmente, Giovanni se suicidó. Sus hijos, Alfredo y Pietro, dos jovenzuelos asustados e inexpertos, liquidaron lo que quedaba de la fortuna y huyeron de la ciudad, agraviados injustamente. En Génova se embarcaron en el Stella del mare y abandonaron Italia con alivio. Alfredo llegó a la Argentina a los veinticuatro años y se asentó en Córdoba. Pietro, más propenso al ruido y a la grandiosidad, prefirió Buenos Aires, donde murió tres años más tarde a causa de una extraña infección en la garganta. La muerte de su hermano golpeó duramente a Alfredo, que no se habría sobrepuesto de no existir para esa época la pequeña Francesca.

Conoció al siciliano Vincenzo De Gecco en la cubierta del Stella del mare y sorprendido por su sensatez y prudencia, se sintió atraído también por la fuerza y el empeño con los que pensaba hacer frente al mundo, muy adverso en ese momento. Al igual que él, Vincenzo había huido de su pueblo natal, Santo Stefano di Camastra, un villorrio al norte de la isla, a orillas del mar Tirreno, donde sólo se esperaba de él que se dedicara a la pesca. Entre otros conflictos, la familia no aceptaba a su prometida, Antonina D’Angelo, oriunda de un pueblo cercano enemistado ancestralmente con Santo Stefano. La joven de diecinueve años, huérfana, criada por una vieja tía, no dudó en escapar a Palermo aquella noche con su amado, desde donde marcharon hacia Génova tras contraer matrimonio. Allí se embarcaron en la primera nave que los llevase a la Argentina, de la cual tanto habían escuchado.

Alfredo estaba seguro de que Vincenzo jamás había completado su educación; sin embargo, demostraba avidez por el conocimiento y devoraba cuanto libro caía en sus manos. Vincenzo se aferró a Fredo, como lo apodó, al descubrir en él al hombre culto y refinado que le habría gustado ser. Tiempo después, ya instalados en Córdoba, se hermanaron en el dolor del desarraigo y en la añoranza de la patria.

Alfredo no conoció a la esposa de su amigo sino hasta varios días después; el primer tiempo de navegación, la joven permaneció en el camarote atacada de náuseas y mareos que la mantenían postrada en la litera, a dieta de té y galletas marineras.

—El movimiento del barco y su embarazo no le dan respiro —explicó Vincenzo.

En una siesta, Alfredo salió a cubierta para aprovechar la soledad del momento. Caminaba con la vista perdida en el horizonte y la mente llena de cuestionamientos, y allí la vio, de perfil, levemente reclinada sobre la barandilla, con una palidez en el rostro que se acentuaba por el carmesí de sus labios y el negro de sus cejas. La delicadeza de los rasgos armonizaba con el resto del cuerpo, menudo y bien formado. Decidido a conocerla, dio unos pasos, pero se detuvo súbitamente al ver a Vincenzo que se le acercaba y la tomaba por la cintura. La jovencita se dio la vuelta y le echó los brazos al cuello.

Alfredo dejó la butaca con una exclamación de hastío y caminó en círculos. ¡Ah, cómo amaba a Antonina! Más de veinte años no habían podido con ese amor que lo había atormentado doblemente, por la traición que encarnaba y por la indiferencia de Antonina, que sólo tenía ojos para su esposo. Ni siquiera después de la muerte de Vincenzo, seis años más tarde de la llegada a Córdoba, Alfredo se atrevió a confesarle la pasión que lo consumía, pues resultaba evidente que la desaparición de Vincenzo no había borrado la adoración que Antonina sentía por él.

Le pareció escuchar la voz de Francesca en la antesala. Sacudió la cabeza, desilusionado: la confundía con la de otra persona, aún faltaban días para su regreso del campo. «Francesca», dijo para sí, «¿qué sería de mi vida sin tu cariño?». Había permanecido en Córdoba por ella, pese a saber que el dinero y el poder del país se hallaban en Buenos Aires. Pietro, bien asentado en la gran capital, lo instaba a mudarse con él. Habría sido sensato aceptar la propuesta de su hermano y ahorrarse años de martirio voluntario cerca de una mujer a la que amaba desesperadamente y de la cual sólo obtenía amistad. Pero Francesca, que llegó a este mundo para iluminarle la oscuridad y arrancarle una sonrisa cada vez que se lo proponía, se convirtió en su razón de vivir. Desde la primera vez que la tuvo entre sus brazos, un lazo fuerte como el de la sangre los unió, y harto de mendigar cariño y nunca obtenerlo, a Fredo le complació que la relación con su ahijada fuera recíprocamente intensa; sabía que, frente a las pérdidas de los seres queridos y a las adversidades del destino, los dos se habían buscado con el mismo ahínco.

Francesca saludó a Nora, secretaria y amante de su tío desde algún tiempo. Un pañuelo de seda y, días después, un par de aretes en el departamento de Fredo le recordaron que se los había visto a Nora en la oficina. Y, si bien con su tío platicaba libremente y sin tapujos, no pudo mencionárselo, avergonzada y celosa como estaba. En un principio canalizó la rabia hacia Nora, que, de hecho, le parecía una joven bonita, inteligente y simpática. La saludaba adustamente, no le pasaba los mensajes y le escondía papeles y expedientes. Hasta que encontró a Nora llorando a mares en el baño del periódico. La secretaria le contó que había perdido un documento importantísimo que el señor Visconti le reclamaba desde la mañana.

—¡Yo lo dejé en el archivero ayer antes de irme! —exclamó—. Si no aparece ese papel, me va a matar, perderé mi empleo.

Francesca corrió a su escritorio, tomó el mentado documento del cajón y lo devolvió al archivero, disimulándolo entre otros papeles. Apareció Nora con la nariz enrojecida y los ojos hinchados. Por iniciativa de Francesca, vaciaron cajas, cajones, estantes y carpetas hasta dar con el documento. Nora experimentó una alegría y alivio inefables; se abrazó a Francesca, que, tiesa, le aseguraba que no había hecho nada del otro mundo, sólo volver a revisar con cuidado y tranquilidad.

—Ahora sé por qué tu tío te quiere tanto —afirmó la secretaria, en un rapto de sinceridad.

«Después de todo, tío Fredo tiene derecho a enamorarse», aceptó Francesca a regañadientes, con los celos aún a cuestas. Cambió su actitud con Nora: la saludaba con cortesía e, incluso, en ocasiones, le daba charla. Sin embargo y pese al esfuerzo que hacía por tomarle cariño, no veía feliz a Fredo, sus ojos continuaban tristes y su andar, cansado.

Entró en el despacho de su tío sin llamar. Sorprendido y feliz, Fredo la envolvió en su pecho y le besó varias veces la coronilla. Hacía tiempo que había descubierto que el rostro de su tío se iluminaba al verla y que el tono de su voz, usualmente monocorde y apagado, se le aclaraba. También lo había notado en presencia de su madre.

—¡Qué sorpresa! —repitió el hombre por enésima vez—. ¡Faltaban tantos días para que regresaras!

—Ni tantos, tío. Sólo una semana.

—Para mí, demasiado. ¿Por qué volviste antes? ¿Ya te aburrieron tus amigos del campo?

—No, ni en mil años —aseguró—. Como siempre, la señora Celia arruinándolo todo. No sé qué nueva chifladura se le cruzó por la cabeza, pero esta mañana, tempranísimo, nos dijo que nos volviéramos a Córdoba.

—Ah, entonces tu mamá también regresó —expresó Fredo.

—Sí, ella también —afirmó Francesca, y agregó—: ¡Estoy tan desilusionada! No pude despedirme de Jacinta ni de Cívico. Espero que Sofía les explique lo que sucedió, si no, se ofenderán. Y tampoco me despedí de Rex. ¡Ay, tío, qué desilusión!

Aunque por un instante la asaltó el deseo de hablarle de Aldo, se detuvo y guardó silencio.

Aldo se vistió de mal humor. Eran las ocho de la mañana y apenas había conciliado el sueño tres horas atrás después de haber dado vueltas en la cama con el cuerpo aún excitado por el recuerdo de Francesca. La deseaba, la amaba.

El rostro de Dolores se le apareció como un relámpago y arrojó lejos una bota. «¡Jamás debí tocarle un pelo!», exclamó, para sus adentros. ¿Cómo haría para romper el compromiso después de haberla llevado a la cama, a ella, una joven tan aferrada a sus creencias? Sería un escándalo familiar. Sus padres, en especial su madre, querían emparentarse con los Sánchez Azúa, pues según decían, las dos fortunas unidas constituirían una de las más poderosas del país. No resultaría fácil romper con la heredera y casarse con la hija de la cocinera.

En medio del dilema, Aldo recordó que Celia había mandado por él. Terminó de vestirse y salió del dormitorio. Lo inquietaba la idea de una reunión a solas con ella. Desde niño, su madre lo había atemorizado; ahora, veintiocho años después, se avergonzaba al reconocer que seguía albergando el mismo sentimiento cobarde. La mirada de Celia poseía el talento de amedrentarlo como pocas cosas en el mundo; el rictus de su boca, entre despectivo y amargo, le ponía la mente en blanco. Recordaba con honda tristeza haber preferido el pupilaje de La Salle a convivir con ella. «Pues yo estaría muy triste si mi madre fuera como la suya». La sinceridad inocente y sin malicia de Francesca le arrancó una sonrisa. «Es cierto», pensó Aldo, «pero ahora que te tengo, nada me importa, excepto que seas mía». Llamó a la puerta.

—Hoy quiero que lleves a Dolores y a su madre a conocer Alta Gracia —ordenó Celia, apenas su hijo entró en el dormitorio—. Pasan la noche en el Sierras, se divierten en el casino y regresan mañana.

Aldo la miró estupefacto. ¿Desde cuándo su madre decidía acerca de sus actividades? Dispuesto a replicar, avanzó unos pasos. Celia arremetió nuevamente y lo paró en seco.

—La tenés abandonada a Dolores. Carmen me lo hizo notar ayer, muy consternada.

—No creo que ni usted ni la señora Carmen deban inmiscuirse en mis asuntos con Dolores. Ambos somos mayores de edad y sabemos lo que queremos.

Celia levantó una ceja y sonrió sarcásticamente.

—Así que vos sabes lo querés, ¿verdad? ¿Y qué quieres? ¿Embarazar a la hija de la cocinera y tener un bastardo de ella?

Aldo se sintió enfermo y no supo replicar. El miedo atávico que se esparció como veneno en su cuerpo lo dejó inerme y anuló el coraje que había experimentado antes de entrar en la habitación.

—El jueguito con la chirusita terminó y quiero que mañana mismo, cuando regreses de Alta Gracia, anuncies la boda con Dolores; a más tardar, para el mes que viene.

—¿Y quién carajo se cree usted para decirme con quién tengo que casarme? —reaccionó Aldo.

Con una velocidad impensable en una mujer de su edad, Celia estuvo sobre su hijo y lo abofeteó. Aldo se echó en una silla y, con la cabeza entre las manos, intentó calmarse.

—Mire, mamá —empezó, al fin—, no voy a pretender que usted me entienda; no lo hizo cuando era un niño, menos ahora que soy un hombre. Pero quiero que sepa que amo a Francesca y que estoy dispuesto a casarme con ella si me acepta.

—¿Casarte con ella? ¿Un Martínez Olazábal con la hija de unos inmigrantes incultos y burdos? ¡La hija de la cocinera! ¡Nunca si yo puedo impedirlo!

—¿Y cómo va a impedírmelo? Ya no soy aquel chiquillo muerto de miedo al que usted dominaba a su antojo. Soy un hombre y haré lo que me venga en gana. Me casaré con Francesca y basta.

—¿Un hombre? —porfió Celia—. ¿Un hombre que no trabaja y que vive de la mensualidad que le dan sus padres? ¿Eso es un hombre para vos? Porque ni se te ocurra que seguirás recibiendo un centavo de mi bolsillo si te unís a esa mujerzuela.

—¡No la llame así! ¡No se lo permito!

—No seas tonto, Aldo —intentó Celia, en un tono amigable—. Si lo que querías con Francesca era un poco de diversión fácil, está bien, lo comprendo.

—No sabe lo que dice. Entre Francesca y yo jamás pasó nada. Ella es una dama.

Celia no ocultó su asombro; después de todo, si no había habido sexo, la relación se presentaba seria y comprometida.

—Mejor —expresó, refugiada en su sarcasmo—, al menos no tendremos que soportar el chantaje por un bastardo.

Aldo optó por abandonar la habitación: una insolencia más y no respondía de sí. Antes de cruzar el dintel, las palabras de Celia lo alcanzaron como un latigazo.

—Te casas con Dolores o te despides de vivir con los lujos y las larguezas a las que estás acostumbrado.

—No me importa —aseguró Aldo, de espaldas.

—Ya veremos si no te importa trabajar como un esclavo dando clases en la universidad con un sueldo de hambre. Porque con la carrera que elegiste, Filosofía —acotó con displicencia—, no podrás hacer otra cosa. Se te acabarán los viajes a Europa, ser miembro del Jockey, los trajes de Londres y los zapatos italianos. Alquilarás un cuartucho de dos por dos y comerás puchero a diario. Eso sí, junto a tu adorada Francesca.

Aldo salió dando un portazo.

Al morir Vincenzo, Alfredo propuso a Antonina mantenerla, a ella y a la niña, pero la joven viuda se ofendió y amenazó con romper la amistad si volvía a mencionarlo. Fredo ofreció entonces asistencia económica sólo para Francesca, y adujo que, después de todo, se trataba de su ahijada. Finalmente, tras mucho discutir, Alfredo consiguió que Antonina le permitiera pagar la educación de la niña.

Desde los primeros años, Francesca recibió el estímulo de su tío y tomó pasión por la lectura y todo tipo de manifestación artística. Amante de los grandes de la literatura, Fredo surtió la biblioteca de su ahijada con Shakespeare, Cervantes, Dante, Goethe y otros; Francesca, por su parte, tomó afición a las hermanas Brönte y Jane Austen, y lamentaba que hubieran muerto tan jóvenes y que su obra no fuera más extensa. Orgullo y prejuicio, que había leído tres veces, una de ellas en inglés con la ayuda de Miss Duffy, y Jane Eyre, con el fascinante Edward Rochester como enigmático galán, eran de sus tesoros más preciados.

El amor por la ópera y por Beethoven nació en ella con naturalidad y Alfredo, feliz de encontrar una discípula siempre pronta a escuchar sus explicaciones acerca de cavatinas, allegros, sopranos, tenores y directores, no dudó en transmitirle cuanto conocía. Solían concurrir a las veladas del Teatro San Martín con la esperanza, siempre pospuesta, de una memorable visita al Colón, que, según Fredo, tenía la mejor acústica del mundo. Francesca, fascinada con eso de «la mejor acústica del mundo», esperaba una ópera en la capital desde hacía años, pero su madre se mostraba renuente a dejarla partir.

La elección del colegio al que asistiría su ahijada no presentó mayores dilemas: simplemente optó por el mejor, el Sagrado Corazón, gestionado por unas monjas francesas conocidas por su espíritu estricto. En realidad, para Fredo poco contaban las cuestiones religiosas o protocolares que, por cierto, Francesca asimiló en sus doce años de educación. Le importaba más bien el aprendizaje del francés, que la niña terminó por manejar con una fluidez increíble. Miss Duffy, la institutriz de las Martínez Olazábal, había aceptado darle clases de inglés en sus horas libres por una suma irrisoria. «Le acepto el dinero, señor Visconti», le había dicho la irlandesa, «porque, de seguro, Antonina se opondrá a que lo haga gratis. Pero sepa que he tomado tanto cariño a esta chiquilla que, de buen grado, lo haría por nada». Con su madre, Francesca hablaba el siciliano, dialecto cerrado, difícil de pronunciar y de entender, pero que le sirvió de base para aprender el italiano que Fredo se encargó de enseñarle.

Alfredo contempló a Francesca empeñada en la corrección de un artículo, y pensó, henchido de orgullo, que era su obra maestra. «La siento carne de mi carne, sangre de mi sangre», caviló.

—Pensaba que estabas en la reunión con el jefe de redacción —comentó la muchacha al levantar la vista y encontrárselo.

—Acabo de llegar —aseguró Fredo— y te miraba, tan concentrada en tu trabajo, que pensé que mereces la tarde libre.

Francesca aceptó; la noche anterior no había pegado ojo y tenía sueño. Casi a finales de febrero —hacía un mes que su madre y ella habían dejado Arroyo Seco— aún seguía sin noticias de Aldo. La carcomían la ansiedad por saber y el deseo de verlo. Le costaba dormirse, no tenía apetito y debía hacer grandes esfuerzos para concentrarse en la oficina. Por Rosalía, sabía que Aldo, Dolores y la señora Carmen continuaban en la estancia y que no hablaban de regresar a Buenos Aires. Por un lado, eso la tranquilizaba, él aún estaba cerca; sin embargo, la presencia siempre amenazante de Dolores la inquietaba sobremanera.

Las oficinas de El Principal, sobre el bulevar Chacabuco, quedaban a pocas cuadras del palacio Martínez Olazábal, que era como los cordobeses llamaban a aquella imponente mansión estilo francés. Frente a la Plaza España, en el corazón del barrio Nueva Córdoba, la edificación, que ocupaba una pequeña manzana, se erguía en medio de un parque ornado con fuentes y estatuas de mármol, circundado por una reja de hierro forjado de tres metros de alto que el abuelo de Esteban había hecho traer de Francia.

Como miembro de la servidumbre, Francesca tenía vedado el acceso al palacio por el portón principal sobre la avenida Hipólito Irigoyen; en cambio, debía usar «el de los plebeyos», como lo llamaba irónicamente, que se abría sobre el bulevar Chacabuco. Cruzó Derqui y, a media cuadra del ingreso, la sorprendió un automóvil deportivo rojo que salía de la mansión haciendo chirriar las gomas sobre la vereda. El corazón le dio un vuelco al reconocer a Aldo al volante. Corrió el último trecho.

—¡Aldo! —lo llamó, pero el automóvil no se detuvo.

Francesca lo siguió con la mirada hasta que Ponce, el jardinero, se acercó y le dijo que su madre la esperaba dentro. Caminó hasta la cocina, donde Janet, la vieja ama de llaves, daba órdenes a diestro y siniestro, alborotando al resto de la servidumbre. Rosalía murmuraba con Antonina y reía, mientras Timoteo, el chófer, comentaba lo que «sería el acontecimiento social del año».

—¿Qué pasa, Timoteo? ¿Por qué tanto alboroto? —se interesó Francesca.

Al escucharla, Janet le preguntó, con su habitual mueca de superioridad:

—¿No te has enterado? En tres semanas la mansión estará de fiesta: el niño Aldo contraerá matrimonio con la señorita Sánchez Azúa.