La noche siguiente —a pesar de las quejas de su madre—, Francesca volvió a la piscina. Aquélla era una aventura que repetía año tras año desde su niñez, que había comenzado como un desafío a la autoridad de la señora Celia y que ahora la atraía por el encanto de las noches y la paz que hallaba. Antes de tomar su baño, dispensó unos minutos para admirar el reflejo de la luna sobre el agua, que la teñía de un gris plateado. Miríadas de luciérnagas se encendían entre los setos, algo a lo que estaba acostumbrada, pero que siempre le resultaba mágico. El croar lejano de las ranas se confundía con el gorjeo de las lechuzas; también los sapos revelaban su presencia y se atrevían a acercase a la piscina y, aunque Francesca les tenía aprensión, no los molestaba; don Cívico le había explicado lo útiles que eran para el control de plagas.
El agua se había templado durante la jornada calurosa, y la encontró agradable. Caminó desde la parte baja hasta sumergirse por completo en la profunda, donde permaneció quieta y con los ojos cerrados; emergió agitada, la cabeza le retumbaba y necesitó segundos para volver a percibir los sonidos nocturnos. Nadó de un extremo al otro, a veces de espaldas para admirar el cielo que se le presentaba como una cúpula gigante y oscura. Cruzó la piscina bajo el agua una vez más y, al emerger cerca de las escalerillas, dos pies la aguardaban. Recorrió la figura que se proyectaba frente ella, y sus ojos se toparon con los del señor Aldo. La respiración fatigosa por el esfuerzo y el corazón palpitante jugaron en su contra y no pudo hablar.
—Hola —saludó Aldo, y Francesca no discernió si lo hacía con sarcasmo o con amabilidad.
—¿Qué hace aquí? —inquirió ella, y la pregunta sonó más impertinente de lo que habría deseado.
—¿No te parece que soy yo quien debería preguntarte eso?
—Permiso —dijo Francesca, y salió de la piscina.
Aldo la siguió con la mirada mientras ella caminaba en busca de la bata. De cerca, le pareció más hermosa aún. Francesca se cubrió, se calzó a medias las zapatillas y se dirigió hacia el parque. Aldo le salió al cruce antes de que alcanzara las escaleras.
—¿Adonde vas? —dijo.
—Mire, señor —empezó Francesca—, quizá esto sirva para que, de una vez y por todas, su madre despida a la mía y yo pueda llevármela lejos de su familia.
—¿De qué estás hablando?
Francesca relajó el ceño y Aldo le sonrió con evidente simpatía.
—¿Pensabas que iba a decírselo a mi madre? Te equivocás… ¿Francesca, verdad? Así te llamás, ¿no es cierto?
—Francesca De Gecco, señor.
—Yo soy Aldo, el hermano de Sofía.
—Lo sé.
—Sí, claro.
—Buenas noches —saludó Francesca, e intentó sortearlo.
—¡Esperá! —prorrumpió él, y la tomó por el brazo—. ¿Por qué te vas?
—Esto ha sido una imprudencia, señor. Prometo que no volverá a repetirse. En realidad, es usted muy amable al no delatarme con la señora Celia. No volveré a usar la piscina, se lo aseguro. Buenas noches. —Intentó zafarse, pero Aldo la retuvo con tozudez.
—Podés usar la piscina todas las noches, es más, me gustaría que siguieras viniendo. Parecés disfrutarla mucho, te estuve observando.
—¿Se burla de mí, señor?
—¡No! ¿Cómo se te ocurre? —Luego, con menos bríos, Aldo añadió—: Me pregunto cómo deben de haberte tratado en mi casa para que tomes una muestra de cortesía como un insulto.
—Soy la hija de la cocinera, señor. He recibido el trato que corresponde. Ahora, le suplico, déjeme ir, mi madre debe de estar preocupada.
—¿Volverás mañana?
—Ya le dije que no.
—Te lo ordeno —bromeó Aldo, y sonrió ante el gesto de Francesca—. Regresá mañana, nadie lo sabrá y podrás usar la piscina el tiempo que desees, te lo aseguro.
Francesca sintió que la presión en su brazo cedía, mientras Aldo le indicaba con un gesto galante el camino hacia el parque. Al llegar al dormitorio, su madre la recibió preocupada y volvió a sermonearla por su temeridad.
—¿Por qué tardaste tanto? —quiso saber, a punto de perder los estribos.
—El agua estaba deliciosa, y nadé un poco más, eso es todo —mintió.
Al día siguiente el anhelo por regresar a la piscina no tenía nada que ver con el agua cálida ni con el encanto de la noche y, pese a que trataba de combatir el deseo, rogaba que el señor Aldo apareciera nuevamente.
Ayudó a su madre a servir la cena en la antesala sin atreverse a espiar el comedor, aunque, atenta a las voces, descubrió que Aldo apenas si lanzaba monosílabos. Luego, en la galería, la familia jugó a la canasta y tardó más de lo usual en retirarse a dormir. La última luz de la casa grande se apagó y Francesca emprendió su carrera hacia la piscina.
Aldo ya se encontraba allí, incluso había tomado un baño y, recostado sobre la laja, con las manos bajo la cabeza, contemplaba el firmamento. Se puso de pie de un brinco al escucharla y salió a recibirla con una sonrisa.
—La idea de los baños de luna me sedujo —comentó, para romper el hielo—. ¿No te importa que haya venido?
—Pero, señor, ¿qué dice? Si la piscina es suya.
—No me llamés señor, me hacés sentir viejo. Llamame Aldo.
—De seguro sólo puedo llamarlo por su nombre de pila si estamos solos —espetó Francesca, con una ironía que lamentó de inmediato.
—Me apena el rencor que sentís por los míos; sé que mi madre puede ser muy dura si se lo propone.
No volvieron a hablar por un buen rato. Cada uno se mantuvo aparte, como si se hallaran en absoluta soledad, aunque la presencia del otro, rotunda como la de la luna llena en el cielo, los puso nerviosos e incómodos. Aldo habló primero, comentó algo sobre la belleza de los árboles, y Francesca asintió con la cabeza. La cortedad de su respuesta la obligó a pensar en un comentario; explicó, entonces, que esos eucaliptos habían sido plantados hacía casi cien años por el primer dueño de Arroyo Seco, un tal Pedro de Ávila. Aldo le confesó que poco sabía de la historia de su propia estancia; entonces, Francesca le refirió lo que don Cívico le había contado.
Volvieron a encontrarse noche tras noche. La incomodidad del primer momento se diluía y una confianza de viejos amigos tomaba su lugar. Las charlas se prolongaban hasta muy entrada la madrugada y, si bien ninguno lo admitía abiertamente, les costaba una inmensidad despedirse. Habrían deseado perpetuar la noche, que el sol nunca volviese a salir, que no existiera nada, excepto ellos, la piscina y la oscuridad que los ocultaba de aquellos que jamás aprobarían su amistad.
Francesca notó que Aldo era un joven triste y, cuando se animó a mencionárselo, lo tomó por sorpresa, pues, según dijo, nunca se había detenido a pensar en ello. Admitió una personalidad melancólica y más bien solitaria, que justificó como herencia de familia.
—Pues yo estaría muy triste si mi madre fuera como la suya —aseguró Francesca, sin visos de insolencia.
Aldo se quedó atónito y, en vez de ofenderse, soltó una corta carcajada que Francesca interpretó como el desacuerdo a su afirmación. Sin embargo, el muchacho terminó por reconocer que su madre era frívola y desapegada.
—En cambio, tu madre —continuó— es una mujer maravillosa. Al menos, así lo cree Sofía, que la quiere muchísimo. Te envidio —concedió, finalmente.
—A pesar de ser estricta y poco complaciente, mi madre es lo que más quiero en este mundo. Cuando enviudó, yo tenía seis años. Estaba sola, en un país que no conocía, casi no hablaba castellano. No tuvo miedo y salió adelante. Claro que hubo amigos que la ayudaron. El padre Salvatore, al que mi madre conocía de Sicilia, la recomendó para el trabajo en su casa. Pero sobre todo mi tío Fredo, él fue quien más nos apoyó.
—¿Hermano de tu padre? —se interesó Aldo.
—No. En realidad, no hay lazo de sangre entre nosotros. Mis padres y tío Fredo se conocieron en el barco que los trajo de Italia. Se hicieron muy amigos, y cuando yo nací, lo nombraron mi padrino. Después de mi madre, es la persona que más quiero.
La mirada de Aldo se ensombreció con unos celos inexplicables.
Esa noche habían jugado como niños a las carreras en el agua. Más tarde, agitados y plenos de vida, sentían una felicidad novedosa que los hacía reír de tonterías, comentar nimiedades y desear ocultamente que el tiempo no pasara. Para ambos, las mañanas se habían vuelto insoportables, preludios de largas horas de espera que nunca morían.
—Estoy famélico —admitió Aldo, y se tendió al lado de Francesca—. Me contó Sofía que sabes cocinar tan bien como tu madre. Vamos a la cocina y me preparás algo, ¿qué te parece?
La idea la tomó por sorpresa. La piscina, apartada de la casa grande y oculta tras los setos, los protegía de la hostilidad externa; pensar en violar ese ámbito y adentrarse en zonas prohibidas le provocó un mal presagio.
—¿Qué te pasa? —preguntó Aldo, con ternura—. Si no tenés ganas, no vamos.
—No se trata de eso. Es que si alguien llega a vernos… Bueno, podría malinterpretarlo.
—Nadie va a vernos, todos duermen —aseguró Aldo, y le tendió la mano—. Vamos.
En la cocina, Francesca le sirvió un poco de la cena y preparó una ensalada de tomates y aceitunas que condimentó con aceite de oliva, orégano, pimienta negra y sal. Mientras lo disponía todo, la extrema atención de Aldo sobre ella la mantenía en vilo y, sin levantar la vista, prosiguió como un autómata su tarea, simulando empeño y concentración.
Aldo devoró la comida en silencio. Francesca, con un peso en el estómago, apenas se llevó dos trozos de carne a la boca; en cambio, se dedicó a contemplar al hombre que tenía enfrente, joven y hermoso, de maneras galantes, las de un caballero, se dijo. Tenía la mirada clara y los cabellos rubios, cortos y prolijos. ¿Qué estaba haciendo en la cocina con el hijo de los patrones? ¿Y cada noche en la piscina? ¿Qué esperaba? ¿Había enloquecido? Sí, se había vuelto loca, loca de amor por Aldo. «Aldo, amor mío», pensó, y dejó la mesa para que sus ojos no la delataran.
—Voy a lavar los platos. Mi madre podría sospechar —dijo, dándole la espalda.
—¿Por qué? ¿No le contaste de nuestros encuentros?
—Jamás lo aprobaría. ¿Acaso se lo contó usted a la suya?
Aldo rió por lo bajo. Apuró el último trago de vino, encendió un cigarrillo y se estiró en la silla. Fumó lentamente, saboreando el tabaco, complacido por la brisa fresca con olor a rocío que entraba por la ventana y por el simple hecho de encontrarse allí. Un impulso lo llevó a dejar la mesa y a aferrar la cintura de Francesca, que soltó lo que lavaba. Le apartó el cabello y le besó la nuca.
—Estoy loco por vos —susurró.
Francesca cerró los ojos y respiró profundamente, abrumada por el contacto íntimo, feliz por la confesión. Su cuerpo, lleno de sensaciones novedosas, la obligó a voltear, Aldo la apretó contra su pecho y la besó en los labios.
—Francesca, amor mío, decime que me amás —imploró, hundido en su cuello.
—Sí, sí, te amo —juró ella, y volvió a sentir esos labios anhelantes sobre los suyos.
Aldo esgrimía excusas inverosímiles para ausentarse gran parte de la tarde, y a la noche culpaba al cansancio para retirarse a dormir, aunque la ansiedad que revelaban su voz y sus movimientos no se condecía con el agotamiento en el que insistía.
Dolores sospechaba que había otra. ¿Quién, allí, en medio del campo? La hija de algún peón quizá. No se preocuparía entonces; pronto la dejaría y volvería a ella. Sin embargo, la traición la mortificaba y le arrancaba lágrimas por las noches. Después de todo y tras dejar a un lado principios y creencias, se había entregado a él para satisfacerlo incluso en sus instintos más bajos. ¿Por qué buscaba en otra lo que ella ya le había dado?
A la hora de la siesta, Francesca montaba a Rex y esperaba a Aldo cerca del tanque australiano, y juntos, él sobre su alazán, recorrían lugares fascinantes por los que ella no había incursionado en veranos anteriores. Las tardes les resultaban cortas y, en el consuelo de la noche en la piscina, se despedían con esfuerzo en una tormenta de besos febriles y promesas de amor eterno.
Aldo tenía la felicidad entre las manos por primera vez. No recordaba los años de desdicha inconsciente. El desapego de su madre, la indiferencia de su padre, el pupilaje en La Salle y los días de desarraigo en París, que le habían moldeado un espíritu resentido y triste, nada de eso contaba: ahora existía Francesca, tan real como esa desdicha que había acarreado por largo tiempo sin darse cuenta. Podía aspirar a la felicidad, la vida le había levantado la condena y le extendía la mano con una oportunidad.
Por su parte, Francesca se preguntaba cómo enfrentaría a los Martínez Olazábal si ni siquiera reunía el coraje para contárselo a su madre o a Sofía. «Jamás me aceptarán», se desalentaba, a pesar del entusiasmo de Aldo. Ella siempre sería la hija de la cocinera para la señora Celia. No contarían su educación, tan esmerada como la de Sofía o la de Enriqueta, ni su cultura, adquirida tras años de lectura incansable, ni su comportamiento y maneras elegantes; en fin, no contaría aquello que valorarían si su origen fuese otro. ¿Y Aldo? ¿Qué pensaba él? Le juraba de mil maneras que la amaba sobre cualquier cosa, que nada contaba excepto ella y, pese a que se aferraba a esas palabras encendidas, su naturaleza analítica no cejaba de alertarla, en especial, por la presencia tan cercana y real de Dolores Sánchez Azúa, la prometida oficial. Aldo no la mencionaba y Francesca se mordía la lengua antes de preguntar, porque, aunque sospechaba que él no la quería, al menos no como a ella, temía descubrir que finalmente Dolores sería la señora Martínez Olazábal y ella, la Rosalía Bazán del cuento.
Todas las noches, Enriqueta se llevaba la botella de whisky de su padre al dormitorio y, prácticamente ebria, lograba dormirse. Esa noche, más sobresaltada que de costumbre a causa de otra discusión con su madre, había optado por la sala a oscuras y, echada sobre el diván, bebía a ritmo regular.
Algo andaba mal, podía sentirlo; la vida le pesaba como plomo en las espaldas y no hallaba el sentido de empezar y terminar un día. «¿Qué mueve a la gente a levantarse por las mañanas?», se preguntaba. Por un tiempo, la idea de estudiar Bellas Artes la había entusiasmado. Sin embargo, la negativa rotunda de su madre se repitió con constancia, más allá de los ruegos pacientes y mesurados o de la furia que desató como último recurso para batallar por su vocación. Pensó en fugarse y desistió más tarde, acobardada. Abandonó la lucha y optó por la sumisión antes que quedar sola en un mundo que no conocía y para el cual nadie la había preparado.
Por eso envidiaba a Francesca, porque era libre. Desde pequeña, su desenfado y atrevimiento la habían hecho atractiva a los ojos de todos: Esteban Martínez Olazábal le dispensaba atenciones que no tenía con sus hijos; Miss Duffy, la institutriz, le enseñaba inglés y la protegía en sus travesuras; Sofía experimentaba un encandilamiento que los años no le habían quitado; y, entre todos los demás, destacaba Alfredo Visconti, el famoso tío Fredo, a quien Enriqueta amaba secretamente desde la adolescencia. Su aversión por la hija de la cocinera no la halagaba en absoluto pues resultaba estúpido engañarse: le habría gustado ser como Francesca.
Inmersa en sus cavilaciones, escanciaba el whisky sin respiro y, a medida que se repetían las copas, una somnolencia la hundía en el diván y le embotaba los sentidos. La luz de la galería se escurría por una ventana y bañaba el retrato de su padre y de su madre el día de la boda; serios y enhiestos, no se tocaban, parecían desconocidos. Enriqueta sonrió lastimosamente.
Un ruido atrajo su atención. Dejó la botella a un lado y se incorporó con dificultad. ¿Aldo? ¿Aldo levantado a esas horas, paseando por la sala? ¿Qué llevaba en la mano? ¿Una toalla? Permaneció en silencio, mortificada ante la posibilidad de que su hermano la descubriese bebiendo, pues aunque la familia conocía su debilidad, nadie la mencionaba.
Aldo abrió la contraventana con sigilo y salió. ¿Por qué volvía al jardín si acababa de entrar después de un paseo con Dolores? Le resultó extraño y decidió seguirlo. Al incorporarse comprobó que la bebida había comenzado a surtir efecto; con todo, aún podía mantenerse en pie. Desde la galería vio a su hermano perderse entre los arbustos que bordeaban la piscina. ¿Por qué iría a la piscina en la madrugada? Jamás lo había atraído, ni siquiera de niño, cuando prefería leer en el dormitorio.
Enriqueta cruzó el parque y alcanzó la escalerilla que conducía a la alberca. Al alcanzar el último escalón, levantó la vista y debió sostenerse de la baranda para no sucumbir a la conmoción: Aldo besaba apasionadamente a Francesca, que respondía con igual vehemencia. El whisky le había alterado las facultades y ahora alucinaba. Se restregó los ojos y la escena se le presentó más nítida aún. La risa pícara de Francesca le crispó los oídos y la mirada encendida de Aldo chocó con la imagen timorata y silenciosa que desde pequeña se había formado de él. El último de los Martínez Olazábal había caído bajo el hechizo de Francesca De Gecco.
Un primer impulso casi la precipita a revelar su presencia, pero, ante la maliciosa idea de dejar el asunto en manos de su madre, calló y volvió a la casa.
Los ronquidos de Celia la amilanaron y pensó en no despertarla. Luego, animada por la noticia que le traía, tomó coraje y la llamó.
—¿Qué pasa, Enriqueta? —la voz de Celia sonó dura y la joven dio un paso atrás—. ¡Apestás a alcohol! ¡Estás borracha! ¡Salí de aquí!
La mirada de Enriqueta se nubló, pero prefería morir antes que llorar frente a su madre. No se lo había permitido de niña, menos aún a los veinticuatro años.
—Tengo algo importante para contarle —manifestó, y la seguridad de su propia voz le dio ínfulas—. No se va a arrepentir de escucharme.
—¿No puede esperar hasta mañana? ¡Las cuatro y media de la madrugada! —exclamó, y soltó el despertador.
—Es algo muy importante —insistió, y el tono de intriga atrapó la curiosidad de Celia.
—Bueno, contame de una vez y dejame dormir.
Enriqueta detalló cuanto había presenciado en la piscina entre Aldo y Francesca, con pormenores que la obligaban a ocultar la vista y bajar la voz para fingir vergüenza. Su madre la instaba a proseguir con un anhelo morboso.
—Y, mamá, ¿qué vamos a hacer? —preguntó, terminada la confesión.
—Vos, nada —espetó Celia—. Ahora te das un baño para quitarte el olor a whisky y te vas a la cama a dormir un rato. Pareces un cadáver.
—Pero, mamá…
—Y más vale que mantengas la boca cerrada sobre este asunto. Si alguien se entera, será por tu boca, y te las tendrás que ver conmigo.
Enriqueta abandonó la habitación de su madre con el rostro desencajado por el llanto reprimido; en la esperanza de una palabra amable, un «gracias, hija», el desprecio de Celia la había humillado profundamente. Llegó a su dormitorio y se echó a llorar.
Celia, ajena al tormento de Enriqueta, se concentró en la revelación, peligrosa ahora que sus planes tenían sólo un nombre: Dolores Sánchez Azúa. Si Aldo fuera mujeriego, sabría que el interés por la hija de la cocinera pasaría pronto; pero conociendo la naturaleza sensible de su primogénito, lo creía capaz de enamorarse de una cualquiera y olvidar los deberes para con el apellido que portaba.
—¡Muchacho estúpido! Caíste como un idiota en las redes de esa arpía.
Una furia ciega se apoderó de ella y habría golpeado a Francesca de tenerla enfrente.
—¡Francesca, figlia, levantate! —ordenó Antonina—. Vamos, gioia mia —probó, en un tono más dulce.
Antonina sabía que su hija se había acostado entrada la madrugada. Cada noche, las escapadas se prolongaban riesgosamente. De todas formas, ¿quién podía verla a esa hora? Parecía disfrutar tanto, con una vitalidad y energía envidiables: el campo, las cabalgatas sobre Rex, las noches en la piscina. La contempló serenamente, y la lozanía y la salud de Francesca volvieron a insuflarle ganas de vivir, como siempre desde la muerte de su esposo Vincenzo.
—Por fin, ¿vas a despertarte?
—Cosa c’é, mamma? —preguntó Francesca, con impaciencia, medio dormida—. ¡Qué temprano! —se quejó, al echar un vistazo al reloj.
—La señora Celia ha decidido que vos y yo volvamos a Córdoba, hoy mismo, ahora mismo. El chofer nos está esperando en el automóvil.
Francesca se sentó en el borde de la cama, confundida.
—¿Tenemos que volver a Córdoba? ¿Por que? El verano no ha terminado aún.
—No sé, Francesca. Hace unos minutos la señora vino a decírmelo y, por lo que pude entender, vos y yo nos marchamos, el resto de la familia se queda. Paloma se hará cargo de la cocina en mi lugar.
—No quiero irme —rezongó Francesca, que de inmediato vislumbró las consecuencias de la decisión—. Todavía tengo algunos días de vacaciones antes de regresar al periódico, ¿por qué tengo que volver?
—Esto no es un hotel. Aquí es donde trabaja tu madre y vos estás aquí porque el señor Esteban lo permite con la condición de que me ayudes. Ya eres lo suficientemente grande para entenderlo.
Antonina disfrutaba el campo, pero quería volver a la ciudad y reencontrarse con sus amigos: Rosalía, Ponce, el jardinero, y Félix, el mayordomo. Además, en los últimos días, una incómoda ansiedad alteraba sus jornadas en Arroyo Seco, usualmente tranquilas y placenteras, al recordar a Fredo.
Francesca se vistió rezongando y echó su ropa dentro del bolso con rabia. La señora Celia tenía la extraña cualidad de arruinar las cosas buenas. Con lo intempestivo de la partida, no se despediría de Cívico ni de Jacinta y no volvería a montar a Rex hasta el año siguiente. La rabia cedió un instante y la tristeza le nubló la mirada al colegir que no vería a Aldo en semanas; esto en el mejor de los casos, pues si él decidía regresar a Buenos Aires sin pasar por Córdoba, no tenía idea de cuándo volvería a verlo.
Francesca se sentó en la cama y apretó las mandíbulas para no llorar.