Cujo también dormía.
Estaba tendido en la franja de hierba que había junto al porche, con el hocico herido apoyado sobre las patas delanteras. Sus sueños eran confusos y lunáticos. Era el crepúsculo y el cielo se había oscurecido a causa de los murciélagos de enrojecidos ojos que estaban volando en círculo. Saltaba una y otra vez hacia ellos y, cada vez que saltaba, conseguía abatir uno, agarrando con sus dientes una crispada ala correosa. Pero los murciélagos seguían mordiéndole el tierno rostro con sus afilados dientecillos de rata. De allí procedía el dolor. De allí procedía todo el daño. Pero él los iba a matar a todos. Los iba a…
Se despertó de repente, levantando la cabeza de las patas e inclinándola a un lado.
Se estaba acercando un automóvil.
Para sus oídos infernalmente sensibles, el rumor del vehículo que se estaba acercando resultaba temible e insoportable; era el rumor de algún enorme insecto que iba a picarle y llenarle de veneno.
Se levantó dificultosamente entre gemidos. Parecía que tuviera las articulaciones llenas de vidrio desmenuzado. Contempló el automóvil detenido. Pudo ver en su interior el inmóvil perfil de la cabeza de la MUJER. Antes, Cujo había podido mirar directamente a través del cristal y verla, pero la MUJER le había hecho al cristal algo que dificultaba la visión. No importaba lo que le hiciera a las ventanillas. No podía salir. Y el NIÑO tampoco.
El zumbido estaba ahora más cerca. El automóvil estaba ascendiendo por la colina, pero… ¿era un automóvil? ¿O una abeja o avispa gigante que venía para comérselo, para picarle, para agravar su dolor?
Sería mejor esperar a ver.
Cujo se tendió bajo el porche donde a menudo había pasado los calurosos días del verano en otros tiempos. Estaba lleno de hojas de otoño caídas y llevadas por el viento como otros años, unas hojas de las que emanaba un aroma que a él le había parecido increíblemente dulce y agradable en aquellos años. Ahora el aroma le parecía inmenso y empalagoso, asfixiante y casi insoportable. Rugió al percibir aquel aroma y empezó a babear nuevamente espuma. Si un perro hubiera podido matar un olor, Cujo hubiera matado aquel olor.
El zumbido estaba ahora muy cerca. Entonces vio un automóvil que enfilaba el camino particular. Un automóvil con los costados pintados de azul y una capota de color blanco y luces encima.
Lo que menos esperaba ver George Bannerman al penetrar en el patio de Joe Camber era el Pinto perteneciente a la mujer desaparecida. No era un estúpido y, aunque se hubiera impacientado con la lógica puntillosa de Andy Masen (había tenido que habérselas con el horror de Frank Dodd y sabía que a veces la lógica no existía), llegaba a sus firmes conclusiones más o menos de la misma manera, si bien a un nivel más subconsciente. Y estaba de acuerdo con la opinión de Masen en el sentido de que era altamente improbable que la señora Trenton y su hijo estuvieran allí. Sin embargo, el automóvil estaba allí.
Bannerman tomó el micrófono colgado bajo el tablero de instrumentos y después decidió echar primero un vistazo al vehículo. Desde el lugar en el que se encontraba, directamente detrás del Pinto, era imposible ver si había alguien dentro. Los respaldos de los asientos eran excesivamente altos y tanto Tad como Donna estaban durmiendo acurrucados.
Bannerman descendió de su automóvil y cerró de golpe la portezuela a su espalda. Antes de avanzar dos pasos, vio que toda la ventanilla del asiento del conductor era una combada masa de cristal hecho añicos. El corazón empezó a latirle con más fuerza y su mano se acercó a la culata del revólver especial de la policía del calibre 38.
Cujo contempló al HOMBRE del automóvil azul con odio creciente. Era este HOMBRE el causante de su dolor, estaba seguro. El HOMBRE había sido el causante del dolor de sus articulaciones y del intenso y pulsante dolor de cabeza; el HOMBRE tenía la culpa de que las viejas hojas que había bajo el porche olieran ahora a podrido; el HOMBRE tenía la culpa de que no pudiera contemplar el agua sin gemir y retroceder y desear matarla a pesar de su intensa sed.
En lo hondo de su agotado pecho empezó a surgir un gruñido mientras sus patas se doblaban bajo su cuerpo. Podía percibir el olor del HOMBRE, su aceite de sudor y excitación, la compacta carne pegada a los huesos. El gruñido se intensificó y se elevó hasta convertirse en un enorme y desgarrador grito de furia. Saltó desde el porche y se abalanzó contra aquel HOMBRE horrible que le había causado el dolor.
En el primer momento crucial, Bannerman ni siquiera pudo oír el débil gruñido de Cujo. Se había acercado al Pinto lo suficiente como para ver una masa de cabello apoyada contra la ventanilla del asiento del conductor. Su primer pensamiento fue que la mujer había muerto de un disparo, pero, ¿dónde estaba el orificio de la bala? Parecía que hubieran golpeado el cristal, no que hubieran disparado.
Entonces vio que la cabeza de la mujer se movía. No mucho —sólo ligeramente—, pero se había movido. La mujer estaba viva. Se adelantó… y fue entonces cuando oyó el rugido de Cujo, seguido por una descarga de furiosos ladridos. Su primer pensamiento
(¿Rusty?)
fue el de su setter irlandés, pero hacía cuatro años que había enterrado a Rusty, no mucho después del asunto de Frank Dodd. Y Rusty jamás había ladrado de aquella manera y, durante un segundo momento crucial, Bannerman se quedó paralizado, presa de un terrible horror atávico.
Después se volvió, desenfundando el arma, sólo pudo ver la borrosa imagen de un perro —un perro increíblemente grande—, saltando en el aire para abalanzarse contra él. Le alcanzó a la altura del pecho, empujándole contra la portezuela posterior del Pinto. Lanzó un gemido. Su mano derecha estaba levantada y su muñeca se golpeó con fuerza contra el reborde cromado de la portezuela. El revólver se le escapó volando. Empezó a dar vueltas sobre la capota del automóvil, y fue a parar a la maleza, del otro lado del vado.
El perro le estaba mordiendo y, al ver las primeras flores ensangrentadas abriéndose en la pechera de su camisa azul claro, Bannerman lo comprendió todo de repente. Habían venido aquí, el automóvil se había averiado… y el perro estaba aquí. El perro no figuraba en el detallado análisis de Masen.
Bannerman luchó a ciegas, tratando de colocar las manos bajo el hocico del perro para levantarlo y apartarlo de su vientre. Súbitamente, experimentó un profundo y entorpecedor dolor. Tenía la camisa hecha jirones. La sangre le estaba bajando por los pantalones como un río. Empujó hacia delante y el perro le empujó hacia atrás con aterradora fuerza, le empujó contra el Pinto con un golpe tan fuerte que el pequeño vehículo se balanceó sobre la suspensión.
Se sorprendió a sí mismo tratando de recordar si él y su mujer habían hecho el amor la noche anterior.
Menuda cosa estoy pensando. Menuda…
El perro volvió a atacarle. Bannerman intentó esquivarle, pero el perro se adelantó a su acción, le estaba sonriendo y, de repente, él experimentó un dolor más intenso que el que jamás hubiera experimentado en su vida. Le dejó galvanizado. Gritando, colocó de nuevo ambas manos bajo el hocico del perro y lo levantó. Por un instante, contemplando aquellos oscuros ojos enloquecidos, una especie de angustioso horror se apoderó de él y pensó: Hola, Frank. Eres tú, ¿verdad? ¿Hacía demasiado calor en el infierno?
Pero entonces Cujo empezó a morderle los dedos, desgarrándoselos y reventándolos. Bannerman se olvidó de Frank Dodd. Se olvidó de todo menos de salvar su vida. Trató de levantar una rodilla para colocarla entre su cuerpo y el del perro, pero se dio cuenta de que no podía. Al intentar levantar la rodilla, el dolor que sentía en el bajo vientre se convirtió en una espantosa agonía.
¿Qué me ha hecho aquí abajo? Oh, Dios mío, ¿qué me ha hecho? Vicky, Vicky…
Entonces se abrió la portezuela del lado del conductor del Pinto. Era la mujer. Había contemplado el retrato familiar que Steve Kemp había pisoteado y había visto a una bonita mujer muy bien peinada, de esas que miras dos veces por la calle, haciendo alguna conjetura mientras la miras por segunda vez. Cuando veías a una mujer así, pensabas en lo afortunado que era el marido de tenerla en su cama.
Esta mujer era una ruina. El perro también la había atacado. Tenía el vientre manchado de sangre seca. Le habían arrancado de un mordisco una pernera de los vaqueros y se podía ver un vendaje empapado de sangre justo por encima de la rodilla. Sin embargo, lo peor era su cara; era como una espantosa manzana asada al horno. Tenía la frente llena de ampollas y con la piel levantada. Sus labios estaban agrietados y supuraban. Sus ojos estaban hundidos en unas profundas bolsas de carne de color púrpura.
El perro se apartó de Bannerman en un santiamén y avanzó hacia la mujer con las patas rígidas y gruñendo. Ella se introdujo de nuevo en el automóvil y cerró la portezuela de golpe.
(el coche-patrulla tengo que avisar tengo que avisar de lo que ocurre)
Se volvió y echó a correr hacia el vehículo. El perro le persiguió, pero él ganó la carrera. Cerró la portezuela, tomó el micrófono y solicitó ayuda, clave 3, oficial necesita asistencia. Vino la ayuda. Dispararon contra el perro. Les salvaron a todos.
Todo eso ocurrió en apenas tres segundos y sólo en la mente de George Bannerman. Mientras se volvía para regresar a su automóvil de policía, sus piernas se doblaron y le hicieron caer sobre el vado.
(oh, Vicky, ¿qué me ha hecho aquí abajo?)
Todo el mundo era un sol deslumbrador. Le resultaba difícil ver algo. Bannerman se agitó, apoyó las manos sobre la grava y, al final, consiguió levantarse sobre las rodillas. Bajó la mirada y vio una gruesa cuerda gris de intestino colgándole de la camisa hecha jirones. Los pantalones estaban empapados de sangre hasta las rodillas.
Suficiente. El perro ya le había hecho suficiente allí abajo.
Sostente las tripas, Bannerman. Si te mueres, te mueres. Pero no antes de llegar a este maldito micrófono y dar aviso. Sostente las tripas y levántate sobre tus enormes pies planos…
(el niño, Jesús, su niño, ¿está el niño allí dentro?)
Eso le hizo pensar en su hija Katrina que iba a empezar séptimo grado ese año. Le estaban saliendo los pechos ahora. Se estaba convirtiendo en toda una señorita. Clases de piano. Quería un caballo. Había habido un día en que, si hubiera recorrido sola el camino desde la escuela hasta la biblioteca, Dodd la hubiera pillado a ella en lugar de Mary Kate Hendrasen. En que…
(mueve el trasero)
Bannerman consiguió levantarse. Todo era luz de sol y claridad y todas sus entrañas parecían querer escapar por el agujero que el perro le había abierto. El automóvil. La radio de la policía. A su espalda, el perro estaba distraído; se estaba arrojando furiosamente una y otra vez contra la combada portezuela del lado del conductor del Pinto, ladrando y rugiendo.
Bannerman avanzó tambaleándose hacia el automóvil. Tenía el rostro tan blanco como la pasta de empanada. Sus labios eran de un gris azulado. Era el perro más enorme que jamás hubiera visto, y le había destripado. Destripado, por Dios bendito, y, ¿por qué hacía tanto calor y era todo tan brillante?
Los intestinos le estaban resbalando por entre los dedos.
Extendió la mano hacia la portezuela del vehículo. Podía oír la radio de debajo del tablero de instrumentos, chirriando su mensaje. Hubiera tenido que avisar primero. Es el procedimiento que hay que seguir. Con el procedimiento no se discute, pero, si yo lo hubiera creído así, jamás hubiera podido llamar a Smith en el caso Dodd. Vicky, Katrina, lo siento…
El niño. Tenía que solicitar ayuda para el niño.
Estuvo a punto de caer y se agarró al borde de la portezuela para no perder el equilibrio.
Y entonces oyó que el perro se le acercaba y empezó de nuevo a lanzar gritos. Trató de darse prisa. Si pudiera cerrar la portezuela… oh, Dios mío, si pudiera cerrar la portezuela antes de que el perro le pillara otra vez… oh, Dios mío…
(oh DIOS MÍO)
Tad estaba volviendo a gritar, chillando y arañándose el rostro, moviendo la cabeza de un lado para otro mientras Cujo golpeaba la portezuela y la hacía vibrar.
—¡Tad, no hagas eso! ¡No… cariño, por favor, no!
—Quiero a papá… quiero a papá… quiero a papá…
De repente, cesó todo.
Apretando a Tad contra su pecho, Donna volvió la cabeza justo a tiempo para ver cómo Cujo atacaba al hombre mientras éste trataba de subir a su automóvil. La fuerza del perro obligó al hombre a soltar la portezuela que estaba asiendo con la mano.
Después ya no pudo mirar. Pensó que ojalá pudiera bloquear también en cierto modo su oído para no oír los sonidos de Cujo, acabando con quienquiera que hubiera sido aquel hombre.
Se escondió, pensó histéricamente. Oyó que se acercaba el automóvil y se escondió.
La puerta del porche. Ahora era el momento de dirigirse a la puerta del porche mientras Cujo estuviera… ocupado.
Posó la mano en el tirador de la portezuela, dio un tirón y empujó. No ocurrió nada. La portezuela no se podía abrir. Al final, Cujo había combado el marco lo suficiente como para bloquearla.
—Tad —murmuró febrilmente—. Tad, cambia de sitio conmigo, rápido. ¿Tad? ¿Tad?
Tad estaba temblando de arriba abajo. Estaba de nuevo con los ojos en blanco.
—Patos —dijo él con voz gutural—. Voy a ver los patos. Las Palabras del Monstruo. Papá. Ah… aaah… aaaaaah…
Estaba sufriendo una nueva convulsión. Dejó caer débilmente los brazos. Ella empezó a sacudirle, llamándole por su nombre una y otra vez, tratando de mantenerle la boca abierta, tratando de mantenerle abiertas las vías respiratorias. Se notaba en la cabeza un monstruoso zumbido y empezó a temer que fuera a desmayarse. Aquello era el infierno, estaban en el infierno. El sol matinal penetraba en el interior del vehículo, creando el efecto de invernadero, seco y despiadado.
Por fin, Tad se tranquilizó. Sus ojos se habían cerrado de nuevo. Su respiración era muy rápida y superficial. Al aplicar los dedos a su muñeca, Donna le encontró un pulso acelerado, débil, flojo e irregular. Miró al exterior. Cujo tenía al hombre agarrado por un brazo y lo estaba sacudiendo como hace un cachorrillo con un juguete de trapo. De vez en cuando, pisoteaba el cuerpo inerte. La sangre… había mucha sangre.
Como si fuera consciente de que estaba siendo observado, Cujo levantó los ojos, con el hocico chorreando. La miró con una expresión (¿podía tener expresión un perro?, se preguntó ella con angustia) que parecía denotar a un tiempo severidad y compasión… y, una vez más, Donna tuvo la sensación que ambos habían llegado a conocerse íntimamente y que no podría haber descanso ni término para ninguno de los dos hasta que hubieran explorado aquella terrible relación y hubieran llegado a una conclusión definitiva.
El perro estaba arrojándose de nuevo sobre la camisa azul y los pantalones caqui manchados de sangre del hombre. La cabeza del muerto colgaba del cuello. Ella apartó la mirada, notando una ardiente acidez en el estómago vacío. La pierna desgarrada le dolía y le pulsaba. Se le había vuelto a abrir una vez más la herida.
Tad… ¿cómo estaba ahora?
Está terriblemente mal, le contestó inexorablemente su cerebro. ¿Y qué vas a hacer? Tú eres su madre, ¿qué vas a hacer?
¿Qué podía hacer? ¿Le sería útil a Tad que ella descendiera del vehículo y el perro la matara?
El policía. Alguien había enviado al policía hasta aquí arriba. Y, cuando vieran que no regresaba…
—Por favor —dijo con voz chirriante—. Pronto, por favor.
Ahora eran las ocho en punto y fuera la temperatura era todavía relativamente moderada: 23 grados. Al mediodía, la temperatura en el aeropuerto de Portland sería de 38 grados, un nuevo récord para aquella fecha.
Townsend y Andy Masen llegaron al cuartel de la Policía del Estado de Scarborough a las ocho y media. Masen le cedió la iniciativa a Townsend. Aquella era su jurisdicción, no la de Masen, y Andy no había oído nada que le hubiera molestado.
El oficial de guardia les dijo que Steve Kemp estaba regresando a Maine. No había habido ningún problema a este respecto, pero Kemp seguía sin querer hablar. La furgoneta había sido sometida a un minucioso examen por parte de los técnicos de laboratorio y los expertos legales de Massachusetts. No se había descubierto nada susceptible de indicar que una mujer y un niño hubieran sido retenidos en la parte de atrás, pero habían encontrado una preciosa farmacia en el hueco de la rueda de la furgoneta: marihuana, un poco de cocaína en un frasco de Anacin, tres dosis de nitrato de amilo y dos vertiginosas combinaciones del tipo conocido con la denominación de Bellezas Negras. Ello les ofrecía una buena razón para detener de momento al señor Kemp.
—Este Pinto —le dijo Andy a Townsend, trayendo para ambos sendas tazas de café—. ¿Dónde está el maldito Pinto de la mujer?
Townsend sacudió la cabeza.
—¿Ha comunicado Bannerman alguna noticia?
—No.
—Bueno, pues échele un grito. Dígale que le quiero aquí cuando traigan a Kemp. Es su jurisdicción y supongo que el oficial que le interrogue tiene que ser él. Técnicamente, por lo menos.
Townsend regresó a los cinco minutos, con expresión desconcertada.
—No puedo establecer contacto con él, señor Masen. El oficial de comunicaciones ha intentado llamarle y dice que no debe estar en el vehículo.
—Jesús, probablemente habrá bajado a tomarse un café en el Coly Córner. Bueno, que se vaya a la mierda. Él ya está fuera del asunto —Andy Masen encendió un nuevo Pall Malí, tosió y después miró a Townsend sonriendo—. ¿Cree que podremos manejar a este Kemp sin él?
—Oh, creo que podremos arreglárnoslas —contestó Townsend, devolviéndole la sonrisa.
Masen asintió con la cabeza.
—Este asunto está empezando a adquirir un mal cariz, señor Townsend. Muy malo.
—No es bueno.
—Estoy empezando a preguntarme si este Kemp no los habrá enterrado en la cuneta de algún camino rural entre Castle Rock y Twickenham —Masen volvió a esbozar una sonrisa—. Pero le cascaremos, Townsend. Ya he cascado nueces duras en otras ocasiones.
—Sí, señor —dijo Townsend, respetuosamente.
Creía que Masen había hecho lo que decía.
—Le cascaremos aunque tengamos que permanecer con él en este despacho, sudando durante dos días.
Townsend salía aproximadamente cada quince minutos para tratar de establecer contacto con George Bannerman. Conocía a Bannerman muy superficialmente, pero le tenía en mucho mejor concepto que Masen y pensaba que Bannerman tenía que ser advertido de que Andy Masen estaba tratando de buscarle las cosquillas. Al no haber conseguido establecer todavía contacto con Bannerman a las diez en punto, empezó a preocuparse. También empezó a preguntarse si convendría mencionarle a Masen el continuado silencio de Bannerman o si sería mejor callarse.
Roger Breakstone llegó a Nueva York a las 8,49 de la mañana en el enlace del Este, tomó un taxi para dirigirse a la ciudad y llegó al Biltmore poco antes de las 9,30.
—¿La reserva era para dos? —preguntó el recepcionista.
—Mi acompañante ha tenido que regresar a casa por un asunto urgente.
—Lo siento —dijo el recepcionista con indiferencia, entregándole a Roger un impreso para que lo rellenara.
Mientras Roger lo hacía, el recepcionista empezó a comentar con el cajero que había conseguido billetes para el partido que iban a jugar los Yankees aquel fin de semana.
Roger se tendió en la cama de su habitación, tratando de dormir un poco, pero, a pesar de lo poco que había descansado la noche anterior, no pudo conciliar el sueño. Donna acostándose con otro hombre, Vic aguantando todo aquello —o tratando de hacerlo, por lo menos—, además de todo aquel apestoso desastre de los rojos cereales azucarados para niños. Ahora Donna y Tad habían desaparecido. Vic había desaparecido. Todo se había esfumado en cierto modo en el transcurso de esta última semana. El truco más perfecto que jamás se ha visto, zas, y todo se convierte en un enorme montón de mierda. Le dolía la cabeza. El dolor se producía en grasientas y pulsantes oleadas.
Al final, se levantó, sin querer estar solo por más tiempo con su cabeza mala y sus malos pensamientos. Pensó que podría ir a la Summers Marketing & Research de la 47 y Park para darles unos cuantos quebraderos de cabeza… al fin y al cabo, ¿para qué otra cosa les pagaba la Ad Worx?
Se detuvo en el vestíbulo para tomar una aspirina y salió a la calle. El paseo no le alivió el dolor de cabeza, pero le ofreció la oportunidad de renovar sus relaciones de odio/odio con Nueva York.
Nada de volver aquí, pensó. Prefiero trabajar repartiendo cajas de Pepsi con un camión antes que traer de nuevo a Althea y las niñas aquí.
La Summers estaba en el decimocuarto piso de un enorme rascacielos de escaso rendimiento y estúpida apariencia. El recepcionista sonrió y asintió con la cabeza cuando Roger se presentó.
—El señor Hewitt acaba de salir unos minutos. ¿Le acompaña el señor Trenton?
—No, ha tenido que volver a casa.
—Bien, tengo algo para usted. Acaba de recibirse esta mañana.
Le entregó a Roger un telegrama en sobre amarillo. Estaba dirigido a V. TRENTON/R. BREAKSTONE/AD WORX/ IMAGE-EYE STUDIOS. Rob lo había enviado a la Summers Marketing el día anterior a última hora.
Roger rasgó el sobre y vio inmediatamente que era del viejo Sharp y que el texto era bastante largo.
Ya está aquí la carta de despido, pensó, y empezó a leer el telegrama.
El teléfono despertó a Vic pocos minutos antes de las doce; de no haber sido así, era muy posible que se hubiera pasado durmiendo buena parte de la tarde. Su sueño había sido pesado y denso y se despertó con una terrible sensación de desorientación. Había vuelto a soñar lo mismo. Donna y Tad en una rocosa cueva, apenas fuera del alcance de una terrible bestia mística. Mientras extendía la mano hacia el teléfono, le pareció que la habitación daba realmente vueltas a su alrededor.
Donna y Tad, pensó. Están a salvo.
—¿Diga?
—Vic, soy Roger.
—¿Roger? —Vic se incorporó en la cama. Tenía la camisa pegada al cuerpo. La mitad de su mente estaba todavía dormida, tratando de descubrir el sentido de aquel sueño. La luz era excesivamente intensa. El calor… la temperatura era relativamente moderada cuando se había acostado. Ahora el dormitorio era un horno. ¿Qué hora era? ¿Hasta qué hora le habían dejado dormir? La casa estaba tan silenciosa. Roger, ¿qué hora es?
—¿Qué hora? —Roger hizo una pausa—. Pues, aproximadamente las doce. ¿Qué…?
—¿Las doce? Oh, Dios mío… Roger, he estado durmiendo.
—¿Qué ha ocurrido, Vic? ¿Han regresado?
—No habían regresado cuando me acosté. Este hijo de puta de Masen prometió…
—¿Quién es Masen?
—El que se encarga de la investigación. Roger, tengo que irme. Tengo que averiguar…
—Espera, hombre. Te llamo desde la Summers. Tengo que decírtelo. Se ha recibido un telegrama de Sharp desde Cleveland. Vamos a conservar la cuenta.
—¿Cómo? ¿Cómo?
Todo estaba sucediendo con demasiada rapidez. Donna… la cuenta… Roger que hablaba en un tono de voz casi absurdamente alegre.
—Había un telegrama aquí cuando llegué. El viejo y su chico lo enviaron a la Image-Eye y Rob nos lo envió aquí. ¿Quieres que te lo lea?
—Dímelo en esencia.
—Al parecer, el viejo y el chico han llegado a la misma conclusión, utilizando distintos razonamientos lógicos. El viejo ve el asunto de los Zingers como una repetición de El Álamo… nosotros somos unos buenos chicos que estamos en las almenas, tratando de repeler a los asaltantes. Lo único que tenemos que hacer es permanecer juntos, todos para uno y uno para todos.
—Sí, ya sabía que era sí —dijo Vic, frotándose la nuca—. Es un viejo hijo de puta muy leal. Por eso se vino con nosotros cuando nos fuimos de Nueva York.
—El chico sigue queriendo librarse de nosotros, pero no cree que sea el momento oportuno. Cree que podría ser interpretado como un signo de debilidad e incluso de posible culpabilidad. ¿Puedes creerlo?
—Puedo creer cualquier cosa que venga de ese pequeño tipejo paranoico.
—Quiere que nos traslademos a Cleveland y firmemos un nuevo contrato por dos años. No es un compromiso por cinco años y, cuando termine, el chico estará con toda seguridad al frente del negocio y nos invitará indudablemente a irnos con viento fresco, pero dos años… ¡es tiempo suficiente, Vic! ¡Dentro de dos años, estaremos en la cima! ¡Podremos decirles…
—Roger, tengo que…
—… que tomen su cochino bizcocho y se lo metan en el trasero! Quieren discutir también la nueva campaña y creo que aceptarán la idea del canto del cisne del Profesor de los Cereales.
—Me parece estupendo, Roger, pero tengo que averiguar qué demonios les ha ocurrido a Donna y Tad.
—Sí. Sí. Creo que he llamado en un momento muy poco adecuado, pero es que no podía guardármelo para mí solo. Hubiera estallado como un globo.
—Todos los momentos son adecuados para una buena noticia —dijo Vic.
Aun así, experimentó una punzada de celos tan dolorosa como si le hubieran clavado una afilada espina al observar el gozoso alivio que denotaba la voz de Roger y también una amarga decepción por el hecho de no poder compartir los sentimientos de éste. Sin embargo, tal vez fuera un buen presagio.
—Vic, llámame cuando sepas algo, ¿de acuerdo?
—Lo haré, Rog. Gracias por llamar.
Colgó el teléfono, introdujo los pies en los mocasines y bajó a la planta baja. La cocina estaba todavía hecha un desastre… el solo hecho de verla hizo que el estómago se le encogiera lenta y vertiginosamente. Pero había una nota de Masen sobre la mesa, con un salero encima para que no se moviera.
Señor Trenton,
Steve Kemp ha sido localizado en una ciudad del oeste de Massachusetts llamada Twickenham. Su esposa y su hijo no están, repito, no están con él. No le he despertado para comunicarle esta noticia porque Kemp se ha acogido a su derecho a guardar silencio. Si no surgen complicaciones, será conducido directamente al cuartel de la Policía del Estado de Scarborough, acusado de actos de vandalismo y tenencia ilícita de drogas. Calculamos que estará aquí hacia las 11.30 de la mañana. Si hubiera alguna noticia, le llamaría cuanto antes.
ANDY MASEN
—Que se vaya a la mierda su derecho a guardar silencio —rezongó Vic.
Se dirigió al salón, solicitó el número del cuartel de la Policía del Estado de Scarborough y efectuó la llamada.
—El señor Kemp está aquí —le dijo el oficial de guardia—. Ha llegado hace aproximadamente quince minutos. El señor Masen está con él ahora. Kemp ha pedido un abogado. No creo que el señor Masen pueda ponerse al…
—Me importa un bledo lo que pueda o no pueda hacer —dijo Vic—. Dígale que llama el marido de Donna Trenton y que quiero que mueva el trasero para venir a hablar conmigo por teléfono.
Momentos más tarde, Masen se puso al aparato.
—Señor Trenton, comprendo su preocupación, pero el breve tiempo de que disponemos antes de que llegue el abogado de Kemp puede ser muy valioso.
—¿Qué le ha dicho?
Masen vaciló y después contestó:
—Ha reconocido ser el autor de los actos de vandalismo. Creo que, al final, se ha dado cuenta de que eso es mucho más grave que el simple hecho de tener oculto un poco de bombón en el hueco de la rueda de su furgoneta. Ha reconocido ante los oficiales de Massachusetts que le han traído hasta aquí, ser el autor de los actos de vandalismo. Pero afirma que no había nadie en la casa cuando los cometió y que se marchó sin que nadie le molestara.
—No se creerá usted esa mierda, ¿verdad?
—Habla con mucha convicción —contestó Masen cautelosamente—. En estos momentos no podría decir si lo creo o no. Si pudiera hacerle unas cuantas preguntas más…
—¿No se ha averiguado nada en el garaje de Camber?
—No. Envié al sheriff Bannerman allí arriba con instrucciones de que llamara inmediatamente en caso de que la señora Trenton estuviera allí o de que su coche estuviera allí. Y, puesto que no ha llamado…
—Pero eso no permite llegar a ninguna conclusión definitiva, ¿verdad? —preguntó Vic con aspereza.
—Señor Trenton, ahora tengo que dejarle. Si tenemos alguna…
Vic colgó el teléfono de golpe y se quedó de pie en medio del caluroso silencio del salón, respirando afanosamente. Después se dirigió lentamente hacia la escalera y empezó a subir. Permaneció inmóvil un instante en el rellano de arriba y después se dirigió a la habitación de su hijo. Los camiones de Tad estaban pulcramente alineados junto a la pared, aparcados al sesgo. El hecho de contemplarlos le partió el corazón. El impermeable amarillo de Tad estaba colgado en la percha de latón que había junto a su cama y sus cuadernos de colorear estaban pulcramente apilados sobre la mesa. La puerta del armario estaba abierta. Vic la cerró con aire ausente y, sin apenas pensar en lo que estaba haciendo, colocó la silla de Tad adosada a la misma.
Se sentó en la cama de Tad con las manos colgando entre las piernas y contempló el caluroso y claro día. Callejones sin salida. Sólo callejones sin salida, y, ¿dónde estaban ellos? (callejones sin salida)
Era la expresión más siniestra que jamás se hubiera forjado. Callejones sin salida. Su madre le había contado una vez que, cuando tenía la edad de Tad, sentía fascinación por los callejones sin salida. Se preguntó si tales cosas se heredarían, si a Tad le interesarían los callejones sin salida. Se preguntó si Tad estaría vivo todavía.
Y, de repente, se le ocurrió pensar que Town Road n.° 3, el lugar en el que estaba ubicado el garaje de Joe Camber, era un callejón sin salida.
Miró súbitamente a su alrededor y vio que la pared de encima de la cama de Tad estaba desnuda. Las Palabras del Monstruo habían desaparecido. Pero, ¿dónde las habría puesto? ¿O acaso se las habría llevado Kemp por alguna extraña razón? Sin embargo, si Kemp había estado allí, ¿por qué no había revuelto la habitación de Tad como había revuelto las habitaciones de la planta baja?
(callejones sin salida y Palabras del Monstruo)
¿Habría llevado Donna el Pinto a casa de Camber? Recordaba confusamente la conversación que habían mantenido acerca de la válvula de aguja estropeada. Ella le tenía un poco de miedo a Joe Camber, ¿no era eso lo que le había dicho?
No. A Camber no. Camber sólo quería desnudarla mentalmente. No, era el perro el que le daba un poco de miedo. ¿Cómo se llamaba?
Habían bromeado al respecto. Tad. Tad llamando al perro.
Y una vez más volvió a oír la fantasmagórica y espectral voz de Tad, desesperada y perdida en aquella habitación excesivamente vacía y repentinamente lúgubre: Cujo… aquiií, Cujo… Cujoooo…
Y entonces ocurrió algo que Vic jamás le reveló a nadie en toda su vida. En lugar de oír mentalmente la voz de Tad, la oyó de verdad, alta, solitaria y aterrorizada, una voz remota que estaba saliendo del interior del armario.
Un grito se escapó de la garganta de Vic y éste se irguió sentado en la cama de Tad con los ojos muy abiertos. La puerta del armario se estaba abriendo, empujando la silla que había delante, y su hijo estaba gritando Cuuuuu…
Pero entonces se dio cuenta de que no era la voz de Tad; era su propia mente cansada y agotada la que estaba convirtiendo el leve sonido crujiente de las patas de la silla sobre las tablas de madera pintada del suelo en la voz de Tad. No era más que eso y…
… y habían unos ojos en el armario, vio unos ojos, enrojecidos y hundidos y terribles…
Un pequeño grito se escapó de su garganta. La silla se volcó sin motivo explicable. Y Vic pudo ver el osito de felpa de Tad en el interior del armario, colocado encima de un montón de sábanas y mantas. Eran los ojos de vidrio del oso lo que había visto. Nada más.
Con el corazón latiéndole pesadamente en la garganta, Vic se levantó y se acercó al armario. Podía percibir el olor de algo allí dentro, algo denso y desagradable. Tal vez fueran simplemente las bolas de naftalina —aquel olor formaba parte de ello sin duda—, pero olía a algo… brutal.
No seas ridículo. No es más que un armario. No es una cueva. No es la guarida de un monstruo.
Contempló el osito de Tad. El osito de Tad le miró a su vez sin parpadear. Detrás del oso, detrás de las ropas colgadas, todo era oscuridad. Podía haber cualquier cosa allí dentro. Cualquier cosa. Pero, como es natural, no había nada.
Me has dado un susto, osito, dijo.
Monstruos, apartaos de esta habitación, dijo el oso Sus ojos brillaban. Eran de vidrio muerto, pero brillaban.
La puerta está desequilibrada, eso es todo, dijo Vic. Estaba sudando; unas enormes gotas saladas le bajaban lentamente por el rostro como si fueran lágrimas.
Nada tenéis que hacer aquí, replicó el oso. ¿Qué me sucede?, le preguntó Vic al oso. ¿Me estoy volviendo loco? ¿Eso es lo que ocurre cuando uno se vuelve loco?
A lo cual, el osito de Tad replicó: Monstruos, dejad en paz a Tad.
Cerró la puerta del armario y vio, abriendo mucho los ojos como un niño, que la aldaba se levantaba y se liberaba de la pieza de sujeción.
Yo no he visto eso. No voy a creer que lo he visto.
Cerró la puerta de golpe y volvió a adosar la silla a la misma. Después tomó un buen montón de cuadernos de colorear de Tad y lo colocó encima de la silla para añadir más peso. Esta vez, la puerta permaneció cerrada. Vic se quedó de pie, contemplando la puerta cerrada y pensando en los callejones sin salida. No había demasiado tráfico en los callejones sin salida. Todos los monstruos deberían vivir bajo los puentes o en el interior de los armarios o al final de los callejones sin salida. Tendría que haber una ley nacional.
Ahora se sentía muy inquieto.
Abandonó la habitación de Tad, descendió a la planta baja y se sentó en los peldaños del porche de atrás. Encendió un cigarrillo con una mano que temblaba ligeramente y contempló el cielo de color acero, notando que se intensificaba su inquietud. Algo había ocurrido en la habitación de Tad. No estaba seguro de lo que había sido, pero había sido algo. Sí. Algo.
Monstruos y perros y armarios y garajes y callejones sin salida.
¿Sumamos todo eso, señor maestro? ¿Lo restamos? ¿Lo dividimos? ¿Hacemos quebrados? Tiró el cigarrillo.
Creía que era Kemp, ¿verdad? Kemp había sido el responsable de todo. Kemp había destrozado la casa. Kemp había estado casi a punto de destrozar su matrimonio. Kemp había subido y había descargado su semen sobre la cama en la que Vic y su mujer habían dormido en el transcurso de los últimos tres años. Kemp había hecho un enorme desgarrón en el tejido más bien cómodo de la vida de Vic Trenton.
Kemp. Kemp. De todo tenía la culpa Steve Kemp. Vamos a echarle la culpa a Kemp de la guerra fría y de la situación de los rehenes en Irán y del agotamiento de la capa de ozono de la atmósfera.
Estúpido. Porque Kemp no era el culpable de todo, ¿verdad? La cuestión de los Zingers, por ejemplo; Kemp no había tenido nada que ver con eso. Y difícilmente se le hubiera podido echar la culpa a Kemp de la válvula de aguja estropeada del Pinto de Donna.
Contempló su viejo Jag. Lo iba a utilizar para ir a alguna parte. No podía quedarse; se volvería loco si se quedara. Tenía que coger el automóvil e irse a Scarborough. Agarrar a Kemp y sacudirle hasta que lo soltara, hasta que dijera lo que había hecho con Donna y Tad. Sólo que para entonces su abogado ya habría llegado y, por increíble que pudiera parecer, cabía la posibilidad de que el abogado hubiera conseguido su libertad, haciéndole saltar como un muelle.
Un muelle. Era un muelle lo que mantenía la válvula de aguja en su sitio. Si el muelle estaba en malas condiciones, la válvula podía atascarse e interrumpir el flujo de gasolina al carburador.
Vic se dirigió al Jag y subió a él, haciendo una mueca al notar el calor de la tapicería de cuero del asiento. Ponte en marcha en seguida para que entre un poco de aire.
Ponerse en marcha, ¿hacia dónde?
Hacia el garaje de Camber, contestó su mente de inmediato.
Pero eso era una estupidez, ¿no? Masen había enviado al sheriff Bannerman allí arriba con instrucciones de que informara inmediatamente en caso de que hubiese ocurrido algo y el policía no había informado, lo cual significaba…
(que el monstruo le había pillado)
Bueno, pero no estaría de más subir allá arriba, ¿verdad? De ese modo tendría algo que hacer.
Puso el Jag en marcha y bajó por la colina en dirección a la carretera 117, sin estar todavía muy seguro de si iba a girar a la izquierda, para seguir el camino de la 1-95 y Scarborough, o bien a la derecha, para seguir el camino de Town Road n.° 3.
Se detuvo al llegar al semáforo en rojo hasta que alguien de atrás hizo sonar el claxon. Y entonces, bruscamente, giró a la derecha. No estaría de más echar un rápido vistazo a la casa de Camber. Podría plantarse allí en quince minutos. Miró el reloj y vio que eran las doce y veinte.
Había llegado el momento y Donna lo sabía.
Cabía también la posibilidad de que el momento hubiera pasado, pero ella tendría que vivir con eso… y tal vez morir. Nadie iba a acudir. No iba a aparecer ningún caballero montado en un corcel de plata, subiendo por Town Road n.° 3… al parecer, Travis McGee estaba ocupado en otros asuntos.
Tad se estaba muriendo.
Hizo el esfuerzo de repetir en un ronco y entrecortado susurro:
—Tad se está muriendo.
No había logrado crear ninguna corriente de aire en el interior del vehículo esta mañana. El cristal de su ventanilla ya no bajaba y, a través de la ventanilla de Tad, sólo penetraba más calor. La única vez que había tratado de bajarla algo más de la cuarta parte, Cujo había abandonado su lugar a la sombra del garaje y se había acercado al lado de Tad con toda la rapidez que había podido, gruñendo ansiosamente.
El sudor había dejado ahora de bajar por el rostro y el cuello de Tad. Ya no quedaba sudor. Su piel estaba seca y ardiente. Su lengua, hinchada y con un aspecto cadavérico, asomaba por encima de su labio inferior. Su respiración era tan débil que ella apenas podía oírla. Dos veces había tenido que acercar la cabeza a su pecho para cerciorarse de que todavía respiraba.
Su propia situación era muy mala. El vehículo era un alto horno. Las partes metálicas estaban tan calientes que no se podían tocar y lo mismo ocurría con el volante de plástico. Experimentaba en la pierna un ininterrumpido dolor pulsante y ya no dudaba de que la mordedura del perro le había transmitido una infección. Tal vez fuera demasiado pronto para la rabia —le pedía a Dios que así fuera—, pero las heridas estaban rojas e inflamadas.
Cujo tampoco estaba en mejores condiciones. El enorme perro parecía haberse encogido en el interior de su enmarañado pelaje manchado de sangre. Sus ojos estaban turbios y casi vacíos, los ojos de un viejo aquejado de cataratas. Como una vieja máquina de destrucción que se estuviera agotando gradualmente hasta morir pero que todavía resultara terriblemente peligrosa, el perro seguía montando guardia. Ya no babeaba espuma; su hocico era un reseco y lacerado horror. Parecía un mellado fragmento de roca eruptiva que hubiera sido vomitada desde el fondo de un volcán.
El viejo monstruo, pensó ella con incoherencia, sigue montando guardia.
¿Había sido aquella terrible vigilia una simple cuestión de horas o había durado toda su vida? ¿Había sido un sueño todo lo ocurrido con anterioridad, poco más que una breve espera entre bastidores? La madre que se molestaba y experimentaba hastío en relación con todos los que estaban a su alrededor, el padre bien intencionado pero inútil, las escuelas, los amigos, las citas con chicos, los bailes… todo era un sueño para ella en aquellos momentos, como debe parecerles la juventud a los viejos. Nada importaba, nada existía más allá de aquel silencioso patio iluminado por el sol en el que se había producido la muerte y en el que todavía había más muerte en perspectiva, con tanta certeza como hay ases y ochos en los naipes. El viejo monstruo seguía montando guardia y su hijo estaba deslizándose, deslizándose, deslizándose.
El bate de béisbol. Eso era lo único que le quedaba.
El bate de béisbol y quizá, si pudiera llegar hasta allí, algo en el vehículo del policía muerto. Algo como una escopeta de caza.
Empezó a trasladar a Tad a la parte de atrás, jadeando y resollando, luchando contra las oleadas de aturdimiento que le nublaban la vista. Al final, consiguió colocarlo en el compartimiento de atrás, tan silencioso e inmóvil como un saco de trigo.
Miró a través de la otra ventanilla, vio el bate de béisbol entre la alta hierba y abrió la portezuela.
En la oscura entrada del garaje, Cujo se levantó y empezó a avanzar despacio, con la cabeza gacha inclinada sobre la grava, en dirección a ella.
Eran las doce y media cuando Donna Trenton descendió de su Pinto por última vez.
Vic se apartó de Maple Sugar Road para enfilar Town Road n.° 3 en el preciso instante en que su esposa estaba tratando de ir a recoger el viejo Hillerich & Badsby de Brett Camber, abandonado entre la maleza. Conducía a gran velocidad en un intento de llegar cuanto antes a casa de Camber de tal manera que pudiera después dar media vuelta y dirigirse a Scarborough, que distaba de allí unos ochenta kilómetros. Perversamente, tras haber adoptado la decisión de dirigirse primero allí, su mente empezó a decirle que estaba emprendiendo una acción quimérica. En conjunto, jamás en su vida se había sentido tan impotente.
Estaba conduciendo a más de noventa y tan concentrado en la carretera que rebasó la casa de Gary Pervier antes de percatarse de que la camioneta de Joe Camber estaba aparcada allí. Pisó con fuerza el freno del Jag, quemando seis metros de caucho. El morro del Jag se inclinó sobre el piso de la carretera. Era posible que el policía hubiera subido a casa de Camber y no hubiera encontrado a nadie en casa porque Camber estaba allí.
Miró por el espejo retrovisor, vio que la carretera estaba libre e hizo rápidamente marcha atrás. Se adentró con el Jag por el vado de Pervier y descendió del automóvil.
Sus sentimientos eran considerablemente parecidos a los que había experimentado el propio Joe Camber cuando, dos días antes, había descubierto las manchas de sangre (sólo que éstas se habían secado ahora y eran de color marrón) y el destrozado panel inferior de la puerta de la mampara. Vic se notó en la boca un desagradable sabor metálico. Todo formaba partes de lo mismo. En cierto modo, todo aquello formaba parte de la desaparición de Donna y Tad.
Entró e inmediatamente le azotó el hedor… el hinchado y verdoso hedor de la corrupción. Habían transcurrido dos días muy calurosos. Había algo hacia la mitad del pasillo que parecía una mesita auxiliar volcada, sólo que Vic estaba mortalmente seguro de que no era una mesita auxiliar. Porque apestaba. Se acercó a la cosa del pasillo y no era una mesita auxiliar. Era un hombre. Parecía que al hombre le hubieran cortado la garganta con una hoja extremadamente desafilada.
Vic retrocedió. Un seco rumor de náuseas se escapó de su garganta. El teléfono. Tenía que avisar a alguien de lo ocurrido.
Se encamino hacia la cocina y se detuvo. De repente, todo empezó a encajar en su cerebro. Hubo un instante de opresiva revelación; fue como dos medias imágenes que se juntaran para formar un conjunto tridimensional.
El perro. El perro había hecho todo aquello.
El Pinto estaba en casa de Joe Camber. El Pinto había estado allí desde un principio. El Pinto y…
—Oh, Dios mío, Donna…
Vic se volvió y echó a correr hacia la puerta y hacia su automóvil.
Donna estuvo a punto de caer cuan larga era; tal era el estado de sus piernas. Consiguió no perder el equilibrio y agarró el bate sin atreverse a mirar a Cujo hasta tenerlo fuertemente agarrado con las manos, temerosa de volver a perder el equilibrio. Si hubiera tenido tiempo de mirar algo más allá —apenas un poquito—, hubiera visto la pistola reglamentaria de George Bannerman tirada entre la hierba. Pero no lo tuvo.
Se volvió con gesto inestable y vio que Cujo estaba corriendo en su dirección.
Arrojó la parte más pesada del bate de béisbol contra el San Bernardo y el corazón se le encogió al ver con cuánta inseguridad se movía el bate en su mano… demostrando con ello que el mango estaba muy astillado. El San Bernardo retrocedió, gruñendo. Sus pechos subían y bajaban rápidamente en el sujetador de algodón blanco. Las ropas estaban manchadas de sangre; se había secado las manos en ellas tras abrirle la boca a Tad.
Se quedaron de pie, mirándose el uno al otro, midiéndose el uno al otro bajo el silencioso sol estival. Los únicos rumores eran la baja y afanosa respiración de Donna, el profundo gruñido que se escapaba del pecho de Cujo y el alegre piar de un gorrión cerca de allí. Sus sombras eran breves manchas informes a sus pies.
Cujo empezó a desplazarse a su izquierda. Donna se desplazó a la derecha. Se estaban moviendo en círculo. Ella sostenía el bate por el punto en el que parecía que la madera estaba más astillada, con las palmas de las manos fuertemente apretadas contra la áspera textura de la cinta aislante Black Cat con la que había sido envuelto el mango.
Cujo se puso en tensión.
—¡Anda, ven! —le gritó ella y Cujo saltó.
Ella blandió el bate como cuando Mickey Mantle trataba de alcanzar una pelota alta. No consiguió golpear la cabeza de Cujo, pero el bate se estrelló contra sus costillas. Se oyó un pesado y sordo rumor y un sonido como de rotura en el interior de Cujo. El perro emitió un sonido semejante a un grito y cayó sobre la gravilla. Donna advirtió que el bate se quebraba espantosamente bajo la cinta aislante… aunque, de momento, aún resistiera.
Donna gritó con voz entrecortada y golpeó con el bate los cuartos traseros de Cujo. Se había roto otra cosa. Ella lo había oído. El perro rugió y trató de huir, pero ella se le acercó de nuevo, blandiendo el bate, golpeando, gritando. Su cabeza estaba embriagada y era como de hierro duro. El mundo danzaba. Ella era las arpías, las Parcas, era toda venganza… no por sí misma sino por lo que le habían hecho a su hijo. El mango astillado del bate se estaba combando y latía como un corazón acelerado bajo sus manos y bajo la sujeción de cinta aislante.
El bate estaba ahora ensangrentado. Cujo seguía tratando de escapar, pero sus movimientos se habían hecho más torpes. Esquivó un golpe —el extremo del bate resbaló sobre la grava—, pero el siguiente le alcanzó en pleno lomo, obligándole a caer sobre sus patas posteriores.
Donna creyó que ya estaba listo; incluso retrocedió uno o dos pasos, con la respiración silbando al entrar y salir de sus pulmones como si fuera un cálido líquido. Blandió el bate y volvió a oír aquel pesado y sordo ruido… pero, mientras Cujo rodaba sobre la grava, el viejo bate se partió finalmente en dos. La parte más gruesa se escapó volando y fue a estrellarse contra el cubo de la rueda delantera derecha del Pinto con un musical bong. Donna se quedó con un astillado fragmento de cuarenta centímetros en la mano.
Cujo estaba volviendo a levantarse… arrastrándose sobre las patas. La sangre estaba fluyendo por sus costados. Sus ojos parpadeaban como las luces estropeadas de un billar romano mecánico.
Y a ella le seguía dando la impresión de que estaba sonriendo.
—¡Anda, ven! —le gritó.
Por última vez, la moribunda ruina que había sido el buen perro Cujo de Brett Camber se abalanzó contra la MUJER que había sido la causa de todas sus desdichas. Donna se adelantó con el fragmento de bate de béisbol en la mano y una larga y afilada astilla de madera de nogal se clavó profundamente en el ojo derecho de Cujo y después en su cerebro. Se oyó un leve ruido sin importancia… el ruido que hubiera podido producir un grano de uva al ser apretado súbitamente entre los dedos. El impulso hacia delante de Cujo hizo que el perro la golpeara y la derribara al suelo. Sus dientes estaban ahora tratando de morder a escasos centímetros del cuello de Donna. Ella levantó el brazo al ver que Cujo se arrastraba encima de ella. El ojo del perro estaba ahora supurando un líquido que le resbalaba por la cara. Su aliento era repulsivo. Ella trató de levantarle el hocico y sus mandíbulas le apresaron el antebrazo.
—¡Basta! —gritó Donna—. Oh basta ya, ¿es que no vas a parar jamás? ¡Por favor! ¡Por favor!
Un pegajoso riachuelo de sangre le estaba resbalando por el rostro… sangre suya y sangre del perro. El dolor que experimentaba en el brazo era como una terrible llamarada que se extendiera a todo el mundo… y, poco a poco, el perro le estaba obligando a bajarlo.
El mango astillado del bate se agitaba y se movía grotescamente como si creciera directamente de su cabeza, en el punto correspondiente al ojo.
El perro hizo ademán de morderle el cuello.
Donna notó el contacto de sus dientes y, con un entrecortado grito final, extendió con fuerza los brazos hacia adelante y le apartó a un lado. Cujo cayó pesadamente al suelo.
Sus patas traseras estaban rascando la grava. Cada vez se movían menos… menos… hasta quedar inmóviles. El único ojo que le quedaba contempló enfurecido el ardiente cielo estival. Su cola se encontraba entre las canillas de Donna, tan tupida como una alfombra turca. Aspiró una bocanada de aire y la exhaló. Aspiró otra. Emitió un denso ronquido y, de repente, se le escapó de la boca un riachuelo de sangre. Y después murió.
Donna Trenton lanzó un aullido de triunfo. Se medio levantó, volvió a caer y consiguió levantarse de nuevo. Avanzó dos pasos, arrastrando los pies, y tropezó con el cuerpo del perro, llenándose las rodillas de arañazos. Se acercó a rastras hasta donde se encontraba el extremo más grueso del bate de béisbol con la parte exterior toda ella manchada de sangre. Lo tomó y consiguió levantarse de nuevo, apoyándose en la cubierta del motor del Pinto. Regresó al lugar en el que se encontraba Cujo y empezó a golpearlo con el bate. Cada golpe terminaba con un sordo rumor de carne. Las negras tiras de cinta aislante danzaban y se agitaban en el caluroso aire. Las astillas se clavaban en las suaves superficies de las palmas de sus manos y la sangre le resbalaba por las muñecas y los antebrazos. Seguía gritando, pero su voz se había quebrado tras emitir aquel primer aullido de triunfo y lo único que ahora surgía de su garganta era una serie de sonoros graznidos; emitía unos sonidos análogos a los de Cujo cuando ya estaba próximo su final. El bate subía y bajaba. Donna estaba apaleando al perro muerto. A su espalda, el Jag de Vic enfiló el camino particular de los Camber.
No sabía lo que había abrigado la esperanza de encontrar, pero no era aquello. Había experimentado miedo, pero el espectáculo de su mujer —¿podía aquella mujer ser realmente Donna?— de pie junto a una cosa retorcida y destrozada en la calzada, golpeándola una y otra vez con algo que parecía la cachiporra de un cavernícola… convirtió su miedo en un brillante y plateado pánico que casi le impedía pensar. Por un momento infinito, que más tarde jamás reconocería en su fuero interno, Vic experimentó el impulso de hacer marcha atrás en el Jag y alejarse… alejarse para siempre. Lo que estaba ocurriendo en aquel silencioso y soleado patio era monstruoso.
En su lugar, apagó el motor y descendió de un salto.
—¡Donna! ¡Donna!
Pareció que ella no le oía y que ni siquiera se percataba de su presencia. Sus mejillas y su frente aparecían terriblemente quemadas por el sol. La pernera izquierda de los pantalones estaba hecha jirones y empapada de sangre. Y su vientre parecía… parecía haber sido corneado por un toro.
El bate de béisbol subía y bajaba, subía y bajaba. Ella estaba emitiendo unos ásperos graznidos. La sangre se escapaba del inmóvil cadáver del perro.
—¡Donna!
Vic agarró el bate de béisbol en el momento en que ella lo levantaba y se lo arrancó de las manos. Lo arrojó lejos y asió el hombro desnudo de Donna. Ella se volvió a mirarle con ojos inexpresivos y aturdidos y con el cabello enmarañado como el de una bruja. Le miró fijamente… sacudió la cabeza… y retrocedió.
—Donna, cariño, Jesús mío —dijo él suavemente.
Era Vic, pero Vic no podía estar allí. Era un espejismo. Era la repugnante enfermedad del perro que estaba ejerciendo su efecto y que provocaba en ella alucinaciones. Se alejó… se frotó los ojos… y él seguía estando allí. Extendió una temblorosa mano y el espejismo se la apretó con sus fuertes y bronceadas manos. Eso estaba bien. Las manos le dolían terriblemente.
—¿Vu? —graznó en un susurro—. Vu… Vu… ¿Vic?
—Sí, cariño. Soy yo. ¿Dónde está Tad?
El espejismo era verdadero. Era realmente él. Quería llorar, pero no le salían las lágrimas. Sus ojos se limitaban a moverse en las cuencas como cojinetes de bolas recalentados.
—¿Vic? ¿Vic?
—¿Dónde está Tad, Donna? —preguntó él, rodeándola con el brazo.
—Coche. Coche. Enfermo. Hospital.
Ahora a duras penas podía hablar en susurros y hasta eso le estaba fallando. Muy pronto ya no podría hacer otra cosa más que articular palabras en silencio. Pero no importaba, ¿verdad? Vic estaba ahí. Ella y Tad estaban a salvo.
Él se apartó y se dirigió al automóvil. Ella se quedó de pie donde él la había dejado, contemplando fijamente el apaleado cuerpo del perro. Al final, no había salido tan mal, ¿verdad? Cuando no quedaba nada más que la supervivencia, cuando ya estabas en las últimas, sobrevivías o morías y eso parecía perfectamente bien. La sangre no resultaba tan desagradable ahora y tampoco el cerebro que se estaba escapando de la cabeza apaleada de Cujo. Nada parecía tan desagradable ahora. Vic estaba ahí y ellos se habían salvado.
—Oh, Dios, mío —dijo Vic, levantando levemente la voz en medio de aquel silencio.
Ella le miró y le vio sacar algo de la parte de atrás del Pinto. Un saco de algo. ¿Patatas? ¿Naranjas? ¿Qué? ¿Acaso había ido a la compra antes de que ocurriera todo aquello? Sí, pero había llevado los comestibles a casa. Ella y Tad los habían introducido en la casa. Habían utilizado su carrito. Por consiguiente, ¿qué…?
¡Tad!, trató de decir, y corrió hacia él.
Vic trasladó a Tad hasta la escasa sombra del lado de la casa y le posó en el suelo. El rostro de Tad estaba muy blanco. Su cabello parecía de paja sobre su frágil cráneo. Sus manos se apoyaban sobre la hierba, aparentemente con el suficiente peso como para aplastar los tallos de debajo de sus dorsos.
Vic apoyó la cabeza sobre el pecho de Tad. Después levantó los ojos para mirar a Donna. Su rostro estaba pálido, pero bastante sereno.
—¿Cuánto tiempo lleva muerto, Donna?
¿Muerto?, trató de gritarle ella. Su boca se movía como la boca de una figura de un televisor cuyo volumen se hubiera bajado al mínimo. No está muerto, no lo estaba cuando le coloqué en el compartimiento de atrás, ¿qué me estás diciendo, que está muerto? ¿Qué me estás diciendo, hijo de puta?
Trató de decirle estas cosas con su voz sin voz. ¿Se había escapado la vida de Tad en el mismo momento en que se había escapado la vida del perro? Era imposible. Ningún Dios, ningún destino podía ser tan monstruosamente cruel.
Corrió hacia su marido y le empujó. Vic, que lo esperaba todo menos eso, cayó sobre sus nalgas. Ella se agachó y se inclinó hacia Tad. Le levantó las manos por encima de la cabeza. Abrió su boca, le cerró las ventanas de la nariz, pellizcándolas con dos dedos, y exhaló su aliento sin voz hacia los pulmones de su hijo.
En la calzada cochera, las soñolientas moscas de verano habían localizado el cuerpo de Cujo y el del sheriff George Bannerman, esposo de Victoria y padre de Katrina. No mostraban ninguna preferencia entre el perro y el hombre. Eran unas moscas democráticas. El sol brillaba triunfalmente. Ahora era la una y diez y los campos resplandecían suavemente y danzaban con el silencioso verano. El cielo era de un azul descolorido como el de los pantalones vaqueros. La predicción de tía Ewie se había hecho realidad.
Ella respiraba por su hijo. Respiraba. Respiraba. Su hijo no estaba muerto; ella no había vivido todo aquel infierno para que su hijo muriera, y tal cosa no iba a ocurrir.
No iba a ocurrir.
Respiraba. Respiraba. Respiraba por su hijo.