Cuando sonó el teléfono, Vic y Roger estaban levantados, sentados frente al televisor y fumando como unos locos. Estaban dando la película Frankenstein, la primera que se había rodado. Era la una y veinte.
Vic tomó el teléfono antes de que terminara el primer timbrazo.
—¿Diga? ¿Donna? ¿Es que…?
—¿El señor Trenton?
La voz de un hombre.
—¿Sí?
—Aquí el sheriff Bannerman, señor Trenton. Me temo que tengo que comunicarle una información bastante desagradable. Sien…
—¿Están muertos? —preguntó Vic.
De repente, se sintió totalmente irreal y bidimensional, no más real que el rostro de un extra apenas entrevisto en el segundo plano de una vieja película como la que él y Roger habían estado viendo. Hizo la pregunta en un tono de voz perfectamente propio de una conversación tranquila. Por el rabillo del ojo, vio moverse la sombra de Roger mientras éste se levantaba rápidamente. No importaba. Tampoco importaba ninguna otra cosa. En el espacio de los pocos segundos transcurridos desde que había contestado al teléfono, había tenido ocasión de echar una buena mirada a su vida y había visto que todo había sido un decorado teatral y falsas apariencias.
—Señor Trenton, hemos enviado al oficial Fisher…
—Déjese de preámbulos oficiales y conteste a mi pregunta. ¿Están muertos? —Vic se volvió a mirar a Roger. El rostro de Roger estaba ceniciento y mostraba una expresión inquisitiva. A su espalda, en «el televisor, un molino de viento falso hacía girar sus aspas contra un cielo falso—. Rog, ¿tienes un cigarrillo?
Roger se lo entregó.
—Señor Trenton, ¿está usted ahí?
—Sí. ¿Están muertos?
—No tenemos idea de dónde están en estos momentos su mujer y su hijo —contestó Bannennan y Vic notó de repente que todas sus entrañas volvían a su sitio. El mundo adquirió un poco de su anterior color. Empezó a temblar. El cigarrillo apagado se estremeció entre sus labios.
—¿Qué ocurre? ¿Qué sabe usted? Me ha dicho que es usted Bannerman, ¿verdad?
—El sheriff del condado de Castle, exactamente. Y trataré de explicarle la situación si me concede un minuto.
—Sí, de acuerdo.
Ahora tenía miedo; todo parecía estar ocurriendo con excesiva rapidez.
—El oficial Fisher fue enviado a su casa del ochenta y tres de Larch Stret, atendiendo a la petición formulada por usted, a las doce y treinta y cuatro de la madrugada. Comprobó que no había ningún automóvil ni en el vado ni en el garaje. Llamó al timbre de la puerta repetidamente y, al no obtener respuesta, entró en la casa, utilizando la llave oculta en el alero del porche. Descubrió que la casa había sido seriamente devastada. Los muebles estaban volcados, las botellas de bebidas alcohólicas estaban rotas, habían esparcido polvos de la colada por todo el suelo y los armarios de la cocina.
—Jesús, ha sido Kemp —murmuró Vic.
El torbellino de su mente se centró en la nota: ¿TIENE USTED ALGUNA PREGUNTA? Recordó haber pensado que aquella nota, con independencia de cualquier otra consideración, constituía una inquietante muestra de la psicología de aquel hombre. Un perverso acto de venganza por haber sido abandonado. ¿Qué habría hecho Kemp ahora? ¿Qué habría hecho, aparte de haber destrozado su casa como una arpía con ganas de pelea?
—¿Señor Trenton?
—Estoy aquí.
Bannerman carraspeó como si tuviera alguna dificultad con lo que tenía que decir a continuación.
—El oficial Fisher subió al piso de arriba. El piso de arriba. El piso de arriba no había sido devastado, pero encontró restos de… mmm, un líquido blanquecino, muy probablemente semen, en el dormitorio principal —y, en una involuntaria elipsis cómica, añadió—: No parecía que nadie hubiera dormido en la cama.
—¿Dónde está mi mujer? —gritó Vic contra el teléfono—. ¿Dónde está mi chico? ¿No tiene usted ninguna idea?
—Cálmate —dijo Roger, apoyando una mano en el hombro de Vic.
Roger podía permitirse el lujo de decirle que se calmara. Su mujer estaba en casa, durmiendo en la cama. Y también las gemelas. Vic se sacudió su mano de encima.
—Señor Trenton, lo único que puedo decirle en estos momentos es que un equipo de investigadores de la Policía del Estado se encuentra en el lugar, ayudado por mis hombres. Ni el dormitorio principal ni el dormitorio de su hijo parecen haber sido tocados.
—Si se exceptúa el orgasmo sobre nuestra cama, querrá usted decir —replicó Vic con violencia y Roger dio un respingo como si le hubieran propinado un golpe.
Se quedó boquiabierto.
—Bueno, eso sí —Bannerman parecía estar turbado—. Pero lo que quiero decir es que no hay señales de… mmm, violencia contra una persona o personas. Parece un acto de puro vandalismo.
—Pues entonces, ¿dónde están Donna y Tad?
Su aspereza se estaba convirtiendo ahora en perplejidad y Vic notó el escozor de unas irreprimibles lágrimas de chiquillo en los rabillos de sus ojos.
—En estos momentos no lo sabemos.
Kemp… Dios mío, ¿y si Kemp los tiene en su poder?
Por un fugaz instante, tuvo una confusa visión del sueño que había tenido la noche anterior: Donna y Tad escondidos en su cueva y amenazados por una terrible bestia. Después la visión se esfumó.
—Si tiene usted alguna idea de quién puede haber detrás de todo esto, señor Trenton…
—Me voy al aeropuerto y alquilaré un automóvil —dijo Vic—. Puedo estar allí a las cinco.
—Sí, señor Trenton —dijo Bannerman pacientemente—. Pero, si la desaparición de su esposa y de su hijo está relacionada en cierto modo con este acto de vandalismo, el tiempo podría ser muy valioso. Si tiene usted aunque no sea más que una vaga idea de quién puede tener un motivo de resentimiento contra usted o su esposa, tanto si es real como imaginario…
—Kemp —dijo Vic con débil voz entrecortada. Ahora ya no pudo contener las lágrimas. Las lágrimas iban a saltar. Las podía notar, resbalándole por el rostro—. Lo ha hecho Kemp, estoy seguro de que ha sido Kemp. Oh, Dios mío, ¿y si los tiene en su poder?
—¿Quién es Kemp? —preguntó Bannerman.
Su voz no estaba turbada ahora; era áspera y exigente.
Vic sostenía el teléfono con la mano derecha. Con la izquierda se cubrió los ojos, excluyendo a Roger, excluyendo la habitación de hotel, el sonido del televisor, todo. Ahora estaba en la oscuridad, solo con el vacilante sonido de su voz y la cálida y cambiante textura de sus lágrimas.
—Steve Kemp —dijo—. Steve Kemp. Regentaba un establecimiento llamado El Restaurador de la Aldea. Ahora se ha ido. Por lo menos, mi mujer dijo que se había ido. Él y mi mujer… Donna… ellos… ellos tenían… bueno, ellos mantenían relaciones. Se acostaban juntos. No duró mucho. Ella le dijo que todo había terminado. Lo averigüé porque él me escribió una nota. Era… era una nota bastante desagradable. Quería resarcirse, supongo. Supongo que no le gustaba demasiado que le abandonaran. Eso… parece una versión ampliada de la nota.
Se frotó fuertemente los ojos con la mano, provocando una galaxia de rojas estrellas fugaces.
—Tal vez no le gustó que nuestro matrimonio no se viniera abajo. O tal vez esté… simplemente furioso. Donna dijo que se ponía hecho una furia cuando perdía un partido de tenis. No quería estrechar la mano del contrincante sobre la red. Es cuestión… —de repente, se quedó sin voz y tuvo que carraspear para recuperarla. Tenía como una faja alrededor del pecho que le comprimía y se aflojaba y después volvía a comprimirle—. Creo que la cuestión es saber hasta dónde puede llegar. Puede habérselos llevado, Bannerman. Por lo que yo sé de él, es muy capaz.
Hubo un silencio al otro extremo de la línea; no, no exactamente silencio. El crujido de un lápiz sobre el papel. Roger volvió a apoyar la mano sobre el hombro de Vic y esta vez Vic no la rechazó, agradeciendo aquella muestra de calor. Sentía mucho frío.
—Señor Trenton, ¿tiene usted la nota que Kemp le envió?
—No, la rompí en pedazos. Lo siento, pero, dadas las circunstancias…
—¿Estaba escrita por casualidad en letras de imprenta?
—Sí, sí. Lo estaba.
—El oficial Fisher encontró una nota escrita en letras de imprenta en la pizarra de recados de la cocina. Decía: «Te he dejado arriba una cosa para ti, nena».
Vic emitió un leve gruñido. La última y leve esperanza de que hubiera podido ser otra persona —un ladrón tal vez, o simplemente unos chiquillos— se disipó. Sube a ver lo que te he dejado en la cama. Era Kemp. La frase de la pizarra de recados de su casa estaba muy en consonancia con la notita de Kemp.
—La nota parece indicar que su esposa no estaba en casa cuando él hizo todo eso —dijo Bannerman, pero, a pesar de la angustia que le embargaba, Vic pudo advertir una entonación falsa en la voz del sheriff.
—Ella hubiera podido llegar cuando él estaba todavía allí, y usted lo sabe —dijo Vic con voz apagada—. Regresando de la compra o de arreglar el carburador de su automóvil. Cualquier cosa.
—¿Qué clase de vehículo tenía Kemp? ¿Lo sabe usted?
—No creo que tuviera un automóvil. Tenía una furgoneta.
—¿Color?
—No lo sé.
—Señor Trenton, voy a sugerirle que regrese de Boston. Voy a sugerirle que, si alquila un vehículo, se lo tome con calma. Sería tremendo que su familia apareciera sana y salva y usted se matara en la Interestatal, regresando aquí.
—Sí, de acuerdo.
No quería dirigirse en automóvil a ninguna parte, ni despacio ni de prisa. Quería esconderse. Mejor todavía, quería repetir los últimos seis días.
—Otra cosa, señor.
—¿De qué se trata?
—Por el camino, trate de elaborar una lista mental de los amigos y conocidos que tiene su esposa en la zona. Sigue siendo perfectamente posible que ella esté pasando la noche en casa de alguien.
—Claro.
—Lo que conviene recordar ahora es que no hay huellas de violencia.
—Toda la planta baja está hecha un infierno —dijo Vic—. Eso a mí se me antoja bastante violento.
—Sí —dijo Bannerman, sintiéndose incómodo—. Bien.
—Allí estaré —dijo Vic, colgando el teléfono.
—Vic, lo siento —dijo Roger.
Vic no podía mirar a su viejo amigo a los ojos. Llevar cuernos, pensó. ¿No es así como lo llaman? Ahora Roger sabe que llevo cuernos.
—Da igual —dijo Vic, empezando a vestirse.
—Con todo eso en la cabeza… ¿pudiste hacer el viaje?
—¿De qué hubiera servido que me quedara en casa? —preguntó Vic—. Ocurrió. Yo… yo lo averigüé el jueves. Pensé… un poco de distancia… tiempo para pensar… perspectiva… no sé todas las malditas estupideces que pensé. Y ahora eso.
—Tú no tienes la culpa —dijo Roger, hablando muy en serio.
—Rog, en estos momentos no sé si tengo o no tengo la culpa. Estoy preocupado por Donna y me vuelvo loco por Tad. Y me gustaría echarle el guante a ese cerdo de Kemp. Me… —había subido la voz y ésta bajó ahora bruscamente. Sus hombros se hundieron. Por unos momentos, se le vio abatido y viejo y casi totalmente agotado. Después se acercó a la maleta que estaba en el suelo y empezó a buscar ropa limpia—. Llama a Avis al aeropuerto, ¿quieres?, y pídeme un coche. Mi cartera está en la mesita de noche. Querrán el número de American Express.
—Llamaré por los dos. Voy a acompañarte.
—No.
—Pero…
—Pero nada.
Vic se puso una camisa azul oscuro. La había abrochado hasta la mitad cuando vio que lo había hecho mal; un faldón le colgaba mucho más que el otro. La desabrochó y empezó de nuevo. Ahora estaba en movimiento, y estar en movimiento era mejor, aunque seguía persistiendo aquella sensación de irrealidad. Seguía pensando en los decorados cinematográficos en los que lo que parece mármol italiano no es, en realidad, más que papel Con-Tact, en los que todas las habitaciones terminan justo por encima de la línea de visión de la cámara y en los que siempre hay alguien en segundo plano con una tabla de corte. Escena 41, Vic convence a Roger de que siga insistiendo. Toma uno. Él era un actor y aquello era una absurda e insensata película. Pero todo resultaba innegablemente mejor cuando el cuerpo estaba en movimiento.
—Pero oye…
—Roger, eso no altera en nada la situación entre la Ad Worx y la Sharp Company. Yo vine tras enterarme de lo de Donna y ese sujeto llamado Kemp en parte porque deseaba guardar las apariencias —supongo que a ningún tipo le gusta proclamar a los cuatro vientos que ha averiguado que su mujer le pone cuernos—, pero, sobre todo, porque sabía que las personas que dependen de nosotros tienen que seguir comiendo, con independencia del individuo con quien mi mujer haya decidido acostarse.
—Cálmate, Vic. Deja de atormentarte.
—No me parece que lo esté haciendo —dijo Vic—. No me parece que lo esté haciendo ni tan siquiera ahora.
—¡Y a mí no me parece que pueda irme a Nueva York como si nada hubiera ocurrido!
—Que nosotros sepamos, no ha ocurrido nada. El policía ha insistido en ello. Puedes irte. Tú podrás arreglarlo. A lo mejor, resultará que no ha sido más que un enigma, pero… la gente tiene que intentarlo, Roger. No se puede hacer otra cosa. Además, allá en Maine no podrías hacer otra cosa más que esperar.
—Jesús, no me parece bien. Me parece muy mal.
—Pues no es así. Te llamaré al Biltmore en cuanto sepa algo —Vic se subió la cremallera de los pantalones e introdujo los pies en los mocasines—. Ahora llámame a la Avis. En la calle tomaré un taxi para trasladarme a Logan. Toma, te voy a anotar mi número del Amex.
Lo hizo y Roger permaneció de pie en silencio mientras él se ponía la chaqueta y se encaminaba hacia la puerta.
—Vic —dijo Roger.
Él se volvió y Vic le abrazó torpemente, pero con asombrosa fuerza. Vic le devolvió el abrazo, apoyando la mejilla sobre el hombro de Roger.
—Rezaré a Dios para que todo se resuelva bien —dijo Roger con voz ronca.
—De acuerdo —dijo Vic, saliendo.
El ascensor zumbó débilmente al bajar… en realidad, no se está moviendo en absoluto, pensó él. Es un efecto acústico. Dos borrachos que se estaban sosteniendo el uno al otro subieron al ascensor en el vestíbulo. Extras, pensó él.
Habló con el conserje —otro extra— y, al cabo de unos cinco minutos, un taxi se detuvo frente al toldo azul del hotel.
El taxista era un negro taciturno. Tenía la radio sintonizada con una emisora de FM que estaba transmitiendo música soul. Los Temptations cantaron interminablemente la composición «Power» mientras el taxi le llevaba al Aeropuerto Logan a través de unas calles casi completamente desiertas. Un decorado cinematográfico extraordinario, pensó él. Tras finalizar la interpretación de los Temptations, un disc jockey muy eufórico vino con la previsión meteorológica. Ayer había hecho mucho calor, informó, pero lo de ayer no fue nada, hermanos y hermanas. Hoy iba a ser el día más caluroso del verano, tal vez batiera el récord. El gran pronosticador del tiempo especialista en jazz, Altitude Lou McNally, estaba anunciando temperaturas de más de 40 grados en el interior y no mucho más frescas en la costa. Una masa de aire cálido estancado había subido desde el sur y estaba inmovilizada sobre Nueva Inglaterra a causa de unas bandas de altas presiones.
—Por consiguiente, si os alcanza la gasolina, conviene que os vayáis a la playa —terminó diciendo el eufórico disc jockey—. No lo vais a pasar muy bien si os quedáis en la ciudad. Y, para demostrarlo, aquí está Michael Jackson. Se va a ir «Off the Wall».
La previsión significó nada o muy poco para Vic, pero hubiera aterrado a Donna más de lo que ya estaba, si la hubiera conocido.
Tal como le había ocurrido el día anterior, Charity se despertó poco antes del amanecer. Se despertó, prestando atención, y, por unos momentos, ni siquiera estuvo segura de lo que pretendía escuchar. Pero después lo recordó. El crujido de unas tablas. Pisadas. Prestaba atención por si su hijo volvía a caminar en sueños.
Pero la casa estaba en silencio.
Se levantó de la cama, se dirigió a la puerta y miró al pasillo. El pasillo estaba vacío. Al cabo de un momento de vacilación, bajó a la habitación de Brett para echar un vistazo. No asomaba por debajo de la sábana más que un mechón de su cabello. Si había caminado en sueños, lo había hecho antes de que ella despertara. Ahora estaba profundamente dormido.
Charity regresó a su habitación y se sentó en la cama, contemplando la difuminada línea blanca del horizonte. Era consciente de haber adoptado una decisión. En cierto modo, secretamente y por la noche mientras dormía. Ahora, con la primera fría luz del día, pudo examinar la decisión y le pareció que podía calcular los riesgos.
Se le ocurrió pensar que no se había sincerado con su hermana Holly como había sido su intención. Tal vez aún lo hubiera hecho de no haber sido por las tarjetas de crédito del almuerzo del día anterior. Y, además, la noche pasada ella había estado contándole a Charity cuánto le había costado esto, aquello y lo de más allá… el Buick de cuatro puertas, el televisor Sony, el suelo de parquet del vestíbulo. Como si, en la mente de Holly, cada una de aquellas cosas llevara colgadas unas etiquetas invisibles con el precio y siempre tuvieran que llevarlas.
Charity seguía sintiendo simpatía por su hermana. Holly era generosa y amable, impulsiva, afectuosa y cordial. Pero su forma de vivir la había obligado a excluir algunas de las despiadadas verdades acerca de la forma en que ella y Charity se habían criado en la pobreza del campo de Maine, las verdades que habían obligado más o menos a Charity a casarse con Joe Camber mientras que la suerte —no muy distinta, en realidad, de la lotería que le había tocado a Charity con su billete— había permitido que Holly conociera a Jim y huyera para siempre de la vida de su casa paterna.
Temía que, si le contara a Holly que llevaba años tratando de conseguir el permiso de Joe para acudir a visitarla, que aquel viaje sólo había sido posible gracias a una brutal acción autoritaria por su parte y que, aun así, Joe había estado a punto de azotarla con su cinturón de cuero… temía que, si le contara a Holly todas estas cosas, la reacción de su hermana fuera de horrorizada cólera y no ya algo racional y provechoso. ¿Por qué horrorizada cólera? Quizá porque, en lo más hondo del alma humana donde los automóviles Buick y los televisores en color Sony con sus tubos de imagen de Trinitron y los suelos de parquet nunca pueden llegar a causar un impacto enteramente apaciguador, Holly reconocería que tal vez había escapado de un matrimonio similar, de una vida similar, sólo por un pelo.
No se lo había dicho porque Holly se había atrincherado en su vida suburbana de la alta clase media como un soldado que montara guardia en una trinchera individual. No se lo había dicho porque la horrorizada cólera no podía resolver sus problemas. No se lo había dicho porque a nadie le gusta parecer un bicho raro de un espectáculo secundario, pasando días y semanas y meses con un hombre antipático, poco comunicativo y a veces temible. Charity había descubierto que había cosas que a nadie le apetece contar. Y no por vergüenza. A veces, era mejor —más amable— guardar las apariencias.
Y, sobre todo, no se lo había dicho porque aquellas cosas eran asunto suyo. Lo que le ocurriera a Brett era asunto suyo… y, en el transcurso de los últimos días, había llegado más o menos a creer que, lo que él hiciera en su vida, dependería en último extremo no tanto de ella y Joe cuanto del propio Brett.
No habría divorcio. Ella seguiría combatiendo su incesante guerra de guerrillas con Joe por el alma del niño… en la esperanza de que ello fuera beneficioso. En su preocupación por el hecho de que Brett quisiera emular a su padre, había olvidado tal vez —o pasado por alto— el hecho de que llega un momento en que los hijos juzgan a los padres —tanto la madre como el padre—, ocupan el banquillo de los acusados. Brett había observado la ostentosa exhibición de tarjetas de crédito por parte de Holly. Charity sólo podía abrigar la esperanza de que Brett observara que su padre comía con el sombrero puesto… entre otras cosas.
El amanecer se estaba aclarando. Tomó la bata colgada detrás de la puerta y se la puso. Quería ducharse, pero no antes de que empezaran a moverse los demás habitantes de la casa. Los extraños. Eso eran. Incluso el rostro de Holly se le antojaba extraño ahora, un rostro que sólo mostraba un leve parecido con las instantáneas de los álbumes familiares que ella se había llevado consigo… incluso la propia Holly había contemplado aquellas fotografías con una leve expresión de perplejidad.
Regresarían a Castle Rock, a la casa del final de Town Road n.° 3, junto a Joe. Recogería los hilos de su vida y las cosas continuarían. Sería lo mejor.
Recordó que debería llamar a Alva antes de las siete, cuando él estuviera desayunando.
Eran algo más de las seis de la madrugada y el día estaba empezando a clarear cuando Tad tuvo una convulsión.
Se había despertado de un sueño aparentemente profundo hacia las cinco y cuarto y había arrancado a Donna de su amodorramiento, quejándose de que tenía hambre y sed. Como si hubiera pulsado un botón de su más profundo interior, Donna se percató por primera vez de que ella también tenía hambre. Era consciente de la sed —más o menos constante—, pero no podía recordar haber pensado en la comida desde el día anterior por la mañana. Ahora experimentó súbitamente un apetito voraz.
Tranquilizó a Tad de la mejor forma posible, diciéndole cosas vacías que ya no significaban nada real para ella en ningún sentido… que muy pronto vendría gente, que se llevarían al perro malo, que les rescatarían.
Lo verdadero era la idea de la comida.
Desayunos, por ejemplo, pensemos en los desayunos: dos huevos fritos con mantequilla, mucha cantidad, camarero, si no le importa. Torrijas. Grandes vasos de zumo de naranjas recién exprimidas y tan frío que la humedad formaba gotas en el cristal. Tocino ahumado canadiense. Fritada casera. Copos de salvado con crema y arándanos por encima… «randanitos» los llamaba siempre su padre, otra de aquellas cómicas irracionalidades que tan desproporcionadamente irritaban a su madre.
Su estómago emitió un sonoro rugido y Tad se rió.
El sonido de su risa sorprendió y complació a Donna por su Carácter inesperado. Fue como encontrar una rosa creciendo en un montón de basura, y ella correspondió con una sonrisa.
—Lo has oído, ¿eh?
—Creo que tú también debes tener hambre.
—Bueno, no rechazaría un Huevo McMuffin si alguien lo lanzara en mi dirección.
Tad gruñó y eso les hizo reír de nuevo a los dos. En el partió, Cujo había levantado las orejas. Rugió al oír el rumor de sus risas. Por un instante, pareció que iba a levantarse, quizá para arrojarse de nuevo contra el automóvil; pero después volvió a sentarse con aire cansado sobre sus cuartos traseros, con la cabeza colgando.
Donna experimentó aquella irracional elevación del espíritu que casi siempre se produce al rayar el alba. Sin duda todo pasaría muy pronto; sin duda ya habían superado lo peor. La suerte les había vuelto la espalda, pero más tarde o más temprano cambia incluso la peor de las suertes.
Tad casi parecía el mismo de antes. Demasiado pálido, muy agotado, terriblemente cansado a pesar del sueño, pero todavía sin lugar a dudas el Tadder de siempre. Le abrazó y él la abrazó a su vez. El dolor de su vientre se había atenuado en cierto modo, pese a que los arañazos y las erosiones mostraban un aspecto hinchado e inflamado. La pierna estaba peor, pero ella descubrió que podía doblarla, aunque le dolía al hacerlo y había empezado a sangrarle de nuevo. Le quedaría una cicatriz.
Ambos pasaron los cuarenta minutos siguientes hablando. Buscando un medio de mantener a Tad alerta y también de pasar el rato, Donna sugirió el juego de las Veinte Preguntas. Tad accedió con entusiasmo. Nunca se cansaba de jugar a aquel juego; lo malo era conseguir que alguno de sus progenitores quisiera jugar con él. Estaban en el cuarto juego cuando se produjo la convulsión.
Donna había adivinado unas cinco preguntas antes de que el tema del interrogatorio era Fred Redding, uno de los compañeros que tenía Tad en el campamento diurno, pero había estado alargando las cosas.
—¿Tiene el cabello rojizo? —preguntó.
—No, es… es… es…
De repente, Tad empezó a quedarse sin respiración. Empezó a jadear y a emitir unos violentos estertores que hicieron que el miedo le subiera a Donna por la garganta en una áspera arremetida con sabor a cobre.
—¿Tad? ¿Tad?
Tad jadeó y se clavó las uñas en el cuello, produciéndose unos rojos arañazos. Levantó los ojos, mostrando sólo la parte inferior del iris y el blanco plateado.
—¡Tad!
Le agarró y le sacudió. La nuez le subía y bajaba rápidamente, como un oso mecánico sobre un palito. Sus manos empezaron a moverse sin objeto y después se acercaron de nuevo a su cuello y empezaron a arañarlo. Estaba emitiendo unos sonidos entrecortados de animal.
Por un instante, Donna olvidó por completo dónde estaba. Asió el tirador de la portezuela, lo levantó y abrió la portezuela del Pinto como si ello hubiera ocurrido en el aparcamiento del supermercado y pudiera solicitar ayuda allí mismo.
Cujo se levantó instantáneamente. Se abalanzó sobre el vehículo antes de que la portezuela estuviera abierta por completo, salvándola tal vez de ser destrozada en aquel momento. Se golpeó contra la portezuela a medio abrir, cayó hacia atrás y se abalanzó de nuevo, gruñendo sordamente. Unos excrementos diarreicos cayeron sobre la grava de la calzada.
Donna lanzó un grito y consiguió cerrar la portezuela. Cujo saltó de nuevo contra el costado del vehículo, agrandando la abolladura. Retrocedió y se arrojó después contra la ventanilla, golpeándola con un apagado y crujiente rumor. La raja plateada que atravesaba el cristal dio lugar de repente a media docena de afluentes. El perro volvió a arremeter contra la ventanilla y el cristal Saf-T se curvó hacia adentro, manteniéndose todavía entero, pero combado. El mundo exterior se convirtió súbitamente en una borrosa mancha de un blanco lechoso.
Sí vuelve…
Pero, en su lugar, Cujo se retiró como si quisiera ver lo que ella iba a hacer a continuación.
Donna se volvió a mirar a su hijo.
Todo el cuerpo de Tad se estaba estremeciendo, como si padeciera de epilepsia. Tenía la espalda curvada. Sus nalgas se levantaron del asiento, cayeron de nuevo sobre el mismo, se levantaron otra vez y volvieron a caer. Su rostro estaba adquiriendo una coloración azulada. Las venas de las sienes aparecían muy hinchadas. Ella había sido socorrista durante tres años, los dos últimos de la escuela superior y el verano siguiente a su primer año de estudios universitarios, y sabía lo que estaba ocurriendo. Tad no se había tragado la lengua; eso era imposible como no fuera en las más espeluznantes novelas de misterio. Pero la lengua se le había deslizado por la garganta y ahora le estaba bloqueando la tráquea. Se estaba muriendo asfixiado ante sus ojos.
Asió su barbilla con la mano izquierda y le abrió la boca. El pánico la estaba haciendo actuar con dureza y oyó que crujían los tendones de su mandíbula. Sus dedos buscaron a tientas y encontraron la punta de su lengua increíblemente retirada, casi a la altura del lugar en que deberían estar las muelas del juicio cuando le crecieran. Trató de agarrarla, pero no pudo; estaba tan húmeda y resbaladiza como una anguila pequeña. Trató de atenazarla entre el pulgar y el índice, percatándose sólo vagamente de la enloquecida carrera de su corazón.
Creo que le estoy perdiendo, pensó. Oh, Dios mío, creo que estoy perdiendo a mi hijo.
Los dientes de Tad bajaron de repente, arrancando sangre de los dedos de Donna que estaban buscando a ciegas y de sus propios labios agrietados y llenos de ampollas. La sangre empezó a bajarle por la barbilla. Ella apenas notaba el dolor. Los pies de Tad empezaron a tamborilear locamente sobre la alfombra del Pinto. Ella estaba tratando de agarrar desesperadamente la punta de su lengua. Ya la tenía… pero se le volvió a escurrir de entre los dedos.
(el perro el maldito perro él tiene la culpa maldito perro maldito perro infernal TE MATARÉ LO JURO POR DIOS)
Los dientes de Tad volvieron a cerrarse sobre sus dedos y entonces ella consiguió agarrar de nuevo su lengua y esta vez no vaciló: clavó las uñas de los dedos en las esponjosas partes superior e inferior de la misma y tiró hacia adelante como una mujer que bajara la persiana de una ventana; al mismo tiempo, colocó la otra mano bajo su barbilla y le echó la cabeza hacia atrás para ampliar la vía respiratoria. Tad empezó a jadear de nuevo… con un áspero y chirriante rumor parecido a la respiración de un viejo aquejado de enfisema. Después empezó a emitir unos estertores. Ella le abofeteó. Puesto que no sabía qué otra cosa hacer, hizo eso.
Tad emitió un crujiente jadeo final y después su respiración se convirtió en un acelerado resuello. Ella también estaba resollando. Unas oleadas de aturdimiento se abatieron sobre ella. Se había torcido la pierna mala y estaba notando la cálida humedad de una nueva hemorragia.
—¡Tad! —gritó, tragando ásperamente saliva—. Tad, ¿puedes oírme?
Él asintió con la cabeza. Un poco. Pero mantenía los ojos cerrados.
—Tranquilízate todo lo que puedas. Quiero que te calmes.
—… quiero ir a casa… mamá… el monstruo…
—Ssss, Tadder. No hables, y no pienses en los monstruos. Toma —las Palabras del Monstruo habían caído al suelo. Ella recogió el papel amarillo y se lo colocó en la mano. Tad lo asió con fuerza, dominado por el pánico—. Ahora concéntrate en respirar despacio y con regularidad, Tad. Es el medio de regresar a casa. Respiración lenta y regular.
Sus ojos miraron más allá de su hijo y volvieron a ver el bate astillado con el mango envuelto en cinta aislante, tirado entre la maleza que crecía a la derecha de la calzada cochera.
—Tranquilízate, Tadder, ¿puedes intentarlo?
Tad asintió levemente, sin abrir los ojos.
—Sólo un poquito más, cariño. Te lo prometo. Te lo prometo.
Fuera, el día seguía aclarándose. Ya hacía calor. La temperatura en el interior del pequeño vehículo estaba empezando a subir.
Vic llegó a casa a las cinco y veinte. En el momento en que su mujer estaba tirando de la lengua de su hijo para sacarla de la parte posterior de la boca, él estaba recorriendo el salón, colocando las cosas lenta y distraídamente en su sitio, mientras Bannerman, un investigador de la Policía del Estado y un investigador de la oficina del fiscal general del estado permanecían sentados en el largo sofá de módulos, bebiendo café instantáneo.
—Ya les he dicho todo lo que sé —dijo Vic—. Si no está con las personas con quienes ustedes ya han establecido contacto, no está con nadie —tenía una escoba y una pala para recoger la basura y tenía una caja de bolsas Hefty que había en un armario de la cocina. Ahora introdujo la pala llena de vidrios rotos en una de las bolsas y se oyó un tintineo atonal—. A menos que esté con Kemp.
Se produjo un embarazoso silencio. Vic no podía recordar haber estado jamás tan cansado como ahora, pero no creía que pudiera conciliar el sueño a no ser que alguien le administrara una inyección. No coordinaba demasiado bien sus pensamientos. Diez minutos después de su llegada, había sonado el teléfono y él había saltado sobre el mismo como un animal sin prestar atención a la suave advertencia del hombre del fiscal general en el sentido de que probablemente era para él. No lo era; era Roger, que deseaba saber si Vic había llegado y si había alguna novedad.
Había alguna novedad, pero todo ello resultaba enloquecedoramente confuso. Había huellas dactilares por toda la casa y un equipo de expertos en huellas dactilares, también de Augusta, había tomado varias muestras de la vivienda contigua al pequeño taller de restauración de muebles en el que Steve Kemp había estado trabajando hasta hacía poco. No tardarían mucho en efectuar las comprobaciones y entonces se sabría con certeza si Kemp había sido el que había revuelto la planta baja de la casa. A Vic le parecía una redundancia; él sabía en el fondo de su alma que había sido Kemp.
El investigador de la Policía del Estado había averiguado los detalles concernientes a la furgoneta de Kemp. Era una Ford Ecoline modelo 1971, matrícula de Maine 641-644. El color era gris claro, pero se había averiguado a través del casero de Kemp —le habían sacado de la cama a las cuatro de la madrugada— que la furgoneta tenía pintados en los costados unos murales con escenas de desierto: montecillos, mesetas y dunas. Llevaba dos adhesivos en la parte de atrás, uno de ellos decía PARTE LEÑA, NO ÁTOMOS, y la otra decía RONALD REAGAN HA MATADO A J.R. Un tipo muy gracioso el tal Steve Kemp, pero las pinturas murales y las pegatinas harían que la furgoneta resultara más fácil de identificar y, a menos que la hubiera enterrado bajo tierra, lo más seguro era que le encontraran antes de que finalizara el día. La alerta se había difundido a todos los condados de Nueva Inglaterra y a la región norteña del estado de Nueva York. Además, el FBI de Portland y Boston había sido alertado en relación con un posible secuestro y ahora estaban buscando el nombre de Steve Kemp en los archivos de Washington. Descubrirían tres detenciones menores relacionadas con las protestas contra la guerra del Vietnam, una por cada año 1968-1970.
—Sólo hay algo que me preocupa en todo este asunto —dijo el hombre del fiscal del estado. Mantenía el cuaderno sobre las rodillas, pero Vic ya les había dicho todo lo que podía decirles. El hombre de Augusta estaba simplemente haciendo garabatos—. Si he de ser sincero, me preocupa muchísimo.
—¿Qué es? —preguntó Vic.
Tomó el retrato familiar, lo contempló y después lo inclinó para que el cristal roto que lo cubría cayera al interior de la bolsa Hefty con otro perverso tintineo.
—El automóvil. ¿Dónde está el automóvil de su esposa?
Se apellidaba Masen… Masen con «e», le había comunicado a Vic mientras estrechaba su mano.
Ahora se acercó a la ventana con expresión absorta y se golpeó la pierna con el bloc. El viejo automóvil deportivo de Vic se encontraba en la calzada cochera, aparcado al lado del coche-patrulla de Bannerman. Vic lo había recogido en el aeropuerto de Portland y había dejado allí el Avis que había utilizado para trasladarse al norte desde Boston.
—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Vic.
—Tal vez nada —contestó Masen, encogiéndose de hombros—. Tal vez todo. Probablemente nada, pero simplemente no me gusta. Kemp viene aquí, ¿de acuerdo? Se lleva a su esposa y a su hijo. ¿Por qué? Está furioso. Es motivo suficiente. No puede soportar perder. A lo mejor, ésa es la retorcida idea que él tiene de lo que es una broma.
Eran las cosas que el propio Vic ya había dicho, repetidas casi al pie de la letra.
—¿Y qué hace entonces? Los mete en su furgoneta Ford con los murales del desierto en los costados. O está huyendo con ellos o está oculto en alguna parte. ¿De acuerdo?
—Sí, eso es lo que temo…
Masen apartó los ojos de la ventana para mirarle.
—¿Dónde está entonces su automóvil?
—Bueno… —Vic trató de pensar. Era difícil. Estaba muy cansado—. Tal vez…
—Tal vez él tenía un cómplice que se lo llevó —dijo Masen—. Eso significaría probablemente un secuestro con fines de rescate. Sí se los ha llevado por su cuenta, lo más probable es que haya obedecido a un impulso momentáneo. Si es un secuestro por dinero, ¿por qué llevarse el automóvil? ¿Para utilizarlo en lugar del suyo? Ridículo. Este Pinto es tan llamativo como la furgoneta, aunque sea un poco más difícil de reconocer. Y, repito, si no ha habido un cómplice, si lo ha hecho él solo, ¿quién se ha llevado el automóvil?
—Tal vez haya venido a buscarlo después —dijo el investigador de la Policía del Estado con voz de trueno—. A lo mejor ha escondido al chico y a la señora y ha vuelto por el automóvil.
—Eso plantearía algunos problemas sin la ayuda de un cómplice —dijo Masen—, pero supongamos que haya podido hacerlo. Que se los haya llevado a algún lugar cercano y haya regresado por el Pinto de la señora Trenton o que se los haya llevado lejos y haya regresado en auto-stop. Pero, ¿por qué?
Bannerman habló por primera vez.
—Podía haberlo conducido ella misma.
Masen se volvió a mirarle, arqueando las cejas.
—Si se ha llevado al chico… —Bannerman miró a Vic y asintió levemente con la cabeza—. Perdone, señor Trenton, pero, si Kemp se ha llevado al chico, le ha atado, le ha apuntado con una pistola y le ha dicho a su esposa que le siguiera y que algo podría ocurrirle al chico en caso de que ella intentara hacer algo inteligente, como apagar o encender los faros…
Vic asintió, angustiándose al pensar en la escena.
Masen pareció irritarse con Bannerman, tal vez porque aquella posibilidad no se le hubiese ocurrido a él.
—Repito: ¿Con qué objeto?
Bannerman sacudió la cabeza. Al propio Vic no se le podía ocurrir ninguna razón por la cual Kemp hubiera querido llevarse el automóvil de Donna.
Masen encendió un Pall Mall, tosió y miró a su alrededor, buscando un cenicero.
—Lo lamento —dijo Vic, sintiéndose de nuevo como un actor, como alguien que estuviera en el exterior y estuviera pronunciando unas frases que hubieran escrito para él—. Los dos ceniceros de aquí están rotos. Le traeré uno de la cocina.
Masen le acompañó, tomó el cenicero y dijo:
—Salgamos a los peldaños del porche, ¿le importa? Va a hacer un calor tremendo. Me gusta disfrutar del porche cuando todavía hace un tiempo civilizado en julio.
—De acuerdo —dijo Vic en tono apagado.
Contempló al salir el termómetro-barómetro fijado al muro de la casa… un regalo de Donna en la última Navidad. La temperatura ya había subido a veintidós grados. La aguja del barómetro estaba situada en el cuadrante de BUENO.
—Vamos a analizar el asunto más a fondo —dijo Masen—. Me fascina. Tenemos a una mujer con su hijo, una mujer cuyo marido se encuentra ausente en viaje de negocios. Necesita el coche para poder desplazarse por ahí. Incluso el centro de la ciudad está a un kilómetro y el camino de regreso es cuesta arriba. Por consiguiente, si damos por sentado que Kemp la cogió aquí, el automóvil aún estaría aquí. Pensemos, en cambio, en esta otra posibilidad. Kemp sube y desordena la casa, pero aún está furioso. Los ve en algún sitio de la ciudad y se los lleva. En tal caso, el vehículo aún estaría en ese otro lugar. En el centro de la ciudad tal vez. O en el aparcamiento del centro comercial.
—¿No le habría puesto alguien una multa en mitad de la noche?
—Probablemente —dijo Masen—. ¿Piensa usted que ella pudo haberlo dejado en otra parte, señor Trenton?
Entonces Vic lo recordó. La válvula de aguja.
—Parece que se le acaba de ocurrir algo —dijo Masen.
—No se me ha ocurrido sino que acabo de recordarlo claramente. El automóvil no está aquí porque se encuentra en la delegación de la Ford en South París. Tenía un problema con el carburador. La válvula de aguja se atascaba constantemente. Hablamos de ello por teléfono el lunes por la tarde. Estaba muy fastidiada y molesta por ello. Yo quería concertarle una cita para que le hiciera el arreglo un tipo de aquí de la ciudad, pero lo olvidé porque…
Vic se detuvo, pensando en las razones por las cuales lo había olvidado.
—Olvidó usted concertar la cita aquí en la ciudad y por eso ella lo debió llevar a South París, ¿verdad?
—Sí, supongo que sí.
No podía recordar ahora exactamente los detalles de la conversación, recordaba tan sólo que ella le había expresado su temor de que el automóvil se le parara por el camino cuando lo llevara a arreglar.
Masen miró el reloj y se levantó de los peldaños del porche. Vic hizo ademán de levantarse con él.
—No, quédese aquí. Tengo que efectuar simplemente una rápida llamada telefónica. Vuelvo en seguida.
Vic se quedó sentado donde estaba. La puerta de la mampara se cerró de golpe a la espalda de Masen, produciendo un rumor que a Vic le recordó tanto a Tad que tuvo que apretar los dientes para reprimir unas nuevas lágrimas. ¿Dónde estarían? El hecho de que el Pinto no estuviera allí sólo había resultado prometedor en un primer tiempo.
El sol había salido ahora por completo y estaba arrojando una brillante luz rosácea sobre las casas y las calles de abajo y hasta Castle Hill. Estaba iluminando el columpio en el que tantas veces él había empujado a Tad… lo único que deseaba era volver a empujar a su hijo en el columpio, con su mujer al lado. Lo empujaría hasta que se le cayeran las manos de cansancio, si éste fuera el deseo de Tad.
¡Papá, quiero que pases por debajo! ¡Lo quiero!
La voz que escucho en su mente le heló el corazón. Era como la voz de un espectro.
La puerta de la mampara volvió a abrirse momentos después. Masen se sentó a su lado y encendió otro cigarrillo.
—La Twin City Ford de South París —dijo—. Ese es el sitio, ¿no?
—Sí. Allí compramos el Pinto.
—Se me ha ocurrido una idea y les he llamado. Ha habido suerte; el encargado ya estaba allí. Su Pinto no está allí ni ha estado. ¿Quién es el tipo de la ciudad?
—Joe Camber —contestó Vic—. Al final, ella debió llevarle el automóvil a él. No quería porque vive en el quinto pino y no consiguió hablar con él por teléfono. Yo le dije que probablemente el hombre estaría allí de todos modos, trabajando en el garaje. Es un establo reformado y no creo que tenga teléfono allí. Por lo menos, no lo tenía la última vez que yo estuve.
—Lo comprobaremos —dijo Masen—, pero el vehículo está allí, señor Trenton. Esté seguro.
—¿Por qué no?
—No tiene ningún sentido —dijo Masen—. Yo estaba seguro en un noventa y cinco por ciento de que tampoco lo íbamos a localizar en South Paris. Mire, todo lo que hemos estado diciendo sigue siendo válido. Una mujer joven con un niño pequeño necesita un automóvil. Supongamos que llevara el automóvil a la Twin City Ford y le dijeran que iban a tardar un par de días en arreglarlo. ¿Cómo regresa?
—Bueno… un automóvil prestado… o, en caso de que no se lo prestaran, supongo que le cederían uno en alquiler. De ese parque de automóviles baratos que tienen.
—¡Exacto! ¡Estupendo! ¿Y dónde está?
Vic miró el vado casi como si esperara que apareciese el vehículo.
—Kemp no tendría más motivos para fugarse con el automóvil prestado de su esposa que con el Pinto —dijo Masen—. Eso ya excluía de antemano la posibilidad de la delegación de la Ford. Ahora supongamos que lo lleva al garaje de este Camber. Si él le presta un viejo cacharro para andar por ahí mientras le arregla el Pinto, ya estamos en las mismas: ¿dónde está el cacharro? Supongamos entonces que lo lleva y Camber le dice que se lo tiene que quedar, pero no puede prestarle ningún vehículo para regresar a la ciudad. Entonces ella llama a un amigo y el amigo acude a recogerla. ¿De acuerdo conmigo hasta aquí?
—Sí, claro.
—¿Quién fue el amigo? Usted nos ha facilitado una lista y nosotros los hemos sacado a todos de la cama. Menos mal que estaban en casa a pesar de ser verano. Ninguno de ellos ha mencionado haber acompañado a los suyos a casa desde ningún sitio. Ninguno les ha visto con posterioridad al lunes por la mañana.
—Bueno, pues, ¿por qué no dejamos de perder el tiempo? —preguntó Vic—. Llamemos a Camber y averiguémoslo de una vez.
—Esperemos hasta las siete —dijo Masen—. Falta sólo un cuarto de hora. Démosle la oportunidad de que se lave la cara y se despierte un poco. Los encargados de las delegaciones suelen entrar a trabajar temprano. Este tipo es independiente.
Vic se encogió de hombros. Todo aquel asunto era un absurdo callejón sin salida. Kemp tenía a Donna y a Tad en su poder. Él lo sabía en su fuero interno, de la misma manera que sabía también que había sido Kemp quien había destrozado la casa y había derramado su orgasmo sobre la cama que él compartía con Donna.
—Claro que no tenía por qué ser necesariamente un amigo —dijo Masen, contemplando con expresión soñadora cómo se escapaba el humo de su cigarrillo hacia la mañana—. Hay toda clase de posibilidades. Ella lleva el automóvil allí y alguien a quien conoce ligeramente se encuentra casualmente en aquel lugar y el hombre o la mujer se ofrece a acompañar a la señora Trenton y a su hijo a la ciudad. O, a lo mejor, les acompaña él propio Camber. O su mujer. ¿Está casado?
—Sí. Una mujer muy agradable.
—Podía haber sido él, ella o cualquier otra persona. La gente siempre está dispuesta a ayudar a una dama en apuros.
—Sí —dijo Vic, encendiendo también un cigarrillo.
—Pero nada de todo eso importa tampoco, porque la pregunta sigue siendo la misma: ¿Dónde está el maldito automóvil? Porque la situación es la misma. Una mujer y un niño solos. Ella tiene que ir a comprar comida, a la tintorería, a la estafeta de correos, docenas de pequeños recados. Si el marido sólo tuviera que estar ausente unos pocos días, tal vez incluso una semana, podría intentar arreglárselas sin el automóvil. Pero, ¿diez días o dos semanas? Jesús, eso es mucho tiempo en una ciudad que sólo tiene un maldito taxi. Las empresas de alquiler de automóviles están encantadas con una situación así. Hubiera podido pedir que la Hertz o la Avis o la National le entregara el vehículo aquí o bien en casa de Camber. Pero, en ese caso, ¿dónde está el vehículo de alquiler? Acabamos siempre en lo mismo. Tendría que haber un automóvil en este patio, ¿comprende?
—No creo que sea importante —dijo Vic.
—Y probablemente no lo es. Descubriremos alguna sencilla explicación y diremos: Vaya por Dios, ¿cómo hemos podido ser tan estúpidos? De todos modos, me produce una extraña fascinación… ¿era la válvula de aguja? ¿Está seguro?
—Completamente.
Masen sacudió la cabeza.
—¿Para qué iba a necesitar toda esa historia de automóviles prestados o de alquiler? Eso lo arregla en quince minutos cualquiera que tenga las herramientas y sepa hacerlo. Cosa de llegar y marcharse. Por consiguiente, ¿dónde está…
—… el maldito automóvil? —dijo Vic en tono cansado, terminando la frase.
El mundo se estaba ahora acercando y alejando en oleadas.
—¿Por qué no sube y se tiende a descansar? —le dijo Masen—. Está usted agotado.
—No, quiero estar despierto si ocurre algo…
—Si ocurre algo, habrá alguien aquí que le despertará. Va a venir el FBI con un sistema de localización de llamadas que conectará a su teléfono. Esa gente mete ruido suficiente como para despertar a los muertos… por consiguiente, no se preocupe.
Vic estaba demasiado agotado como para sentir algo más que un sordo temor.
—¿Cree usted que esta mierda de la localización es realmente necesaria?
—Mejor tenerla y no necesitarla que no tenerla —dijo Masen, tirando su cigarrillo al suelo—. Descanse un poco y estará en mejores condiciones para afrontar la situación, Vic. Vaya usted.
—Muy bien.
Empezó a subir lentamente. La cama estaba deshecha, sólo con el colchón. Él mismo se había encargado de aquella tarea. Colocó dos almohadas en su lado, se quitó los zapatos y se tendió. El sol matutino penetraba violentamente a través de la ventana. No dormiré, pensó, pero descansaré. Por lo menos, lo intentaré. Quince minutos… media hora quizás…
Pero, cuando le despertó el teléfono, ya había llegado el ardiente mediodía.
Charity Chamber se tomó su café de la mañana y después llamó a Alva Thornton en Castle Rock. Esta vez contestó al teléfono el propio Alva. Sabía que ella había estado hablando con Bessie la noche anterior.
—No —dijo Alva—. No le he visto el pelo a Joe desde el jueves pasado o algo así, Charity. Me trajo un neumático del tractor que me había arreglado. No me dijo nada de que le diera la comida a Cujo, aunque lo hubiera hecho con mucho gusto.
—Alva, ¿podrías subir a la casa y ver cómo está Cujo? Brett le vio el lunes por la mañana antes de marcharnos para visitar a mi hermana y le pareció que estaba enfermo. Y no sé francamente a quién puede haberle pedido Joe que le dé la comida —después añadió, como solía hacer la gente del campo—: No hay prisa.
—Subiré a echar un vistazo —dijo Alva—. Deja que les dé comida y agua a estas gallinas y voy para allá.
—Estupendo, Alva —dijo Charity en tono agradecido, dándole el número de su hermana—. Te lo agradezco mucho.
Hablaron un poco más, sobre todo del tiempo. Alva estaba preocupado por el efecto de aquel calor constante sobre sus gallinas.
Después, Charity colgó el aparato.
Brett levantó los ojos de su plato de cereales cuando ella entró en la cocina. Jim hijo estaba haciendo anillos sobre la mesa con su vaso de zumo de naranja y charlando a un kilómetro por minuto. Había llegado a la conclusión, en el transcurso de las últimas cuarenta y ocho horas, de que Brett Camber era un pariente cercano de Jesucristo.
—¿Bueno? —preguntó Brett.
—Tenías razón. Papá no le pidió a Alva que le diera la comida. —Charity observó decepción y preocupación en el rostro de Brett y se apresuró a añadir—: Pero él irá a ver cómo está Cujo esta mañana, en cuanto haya dejado arregladas a las gallinas. Esta vez le he dado el número. Ha dicho que llamará para decirnos algo.
—Gracias, mamá.
Jim se levantó ruidosamente de la mesa cuando Holly le llamó para que subiera a vestirse.
—¿Quieres subir conmigo, Brett?
—Te esperaré, boxeador —contestó Brett, sonriendo.
—Muy bien —Jim salió corriendo y gritando—. ¡Mamá! ¡Brett ha dicho que me esperará! ¡Brett esperará a que me vista!
Un fragor como de elefantes por la escalera.
—Es un niño muy majo —dijo Brett con indiferencia.
—He pensado —dijo Charity— que podríamos volver a casa un poco antes. Si te parece bien.
El rostro de Brett se iluminó y, a pesar de todas las decisiones que había adoptado, aquella alegría entristeció un poco a Charity.
—¿Cuándo? —preguntó él.
—¿Qué tal mañana?
Había tenido intención de sugerirle el viernes.
—¡Estupendo! Pero… —él la miró con detenimiento—, ¿has terminado de hacer la visita, mamá? Como es tu hermana…
Charity pensó en las tarjetas de crédito y en el tocadiscos automático Wurlitzer que el marido de Holly se había podido permitir el lujo de comprar, pero que no sabía arreglar. Esas eran las cosas que habían impresionado a Brett y suponía que también la habían impresionado a ella en cierto modo. Tal vez les hubiera visto un poco a través de los ojos de Brett… a través de los ojos de Joe. Le parecía que ya era suficiente.
—Sí —dijo—. Creo que ya he terminado la visita. Se lo diré a Holly esta mañana.
—Muy bien, mamá —Brett la miró con cierta timidez—. No me importaría volver, ¿sabes? Me gustan. Y él es un chiquillo muy majo. A lo mejor, podría subir a Maine alguna vez.
—Sí —dijo ella, asombrada y agradecida. No pensaba que Joe pusiera ningún reparo—. Sí, tal vez podamos arreglarlo.
—De acuerdo. Y dime lo que te haya dicho el señor Thornton.
—Lo haré.
Pero Alva no llamó. Mientras estaba dando de comer a sus gallinas aquella mañana, estalló el motor de su enorme sistema de acondicionamiento de aire e inmediatamente se vio obligado a luchar a vida o muerte para salvar a sus aves antes de que el calor del día las matara. Donna Trenton hubiera podido considerarlo otra manifestación de aquel mismo Destino que veía reflejado en los turbios ojos homicidas de Cujo. Y, cuando se resolvió el problema del acondicionamiento de aire, ya eran las cuatro de la tarde (Alva Thornton perdió aquel día sesenta y dos gallinas y pudo considerarse afortunado) y la confrontación que se había iniciado el lunes por la tarde en el soleado patio de los Camber ya había terminado.
Andy Masen era el niño prodigio del fiscal general de Maine y algunos decían que algún día —un día no demasiado lejano— iba a dirigir el Departamento de Investigación Criminal de la oficina del fiscal general. Andy Masen aspiraba a mucho más que eso. Esperaba convertirse en fiscal general en 1984 y estar en condiciones de presentarse como candidato al cargo de gobernador en 1987. Y, tras ocho años como gobernador, ¿quién sabía?
Procedía de una familia numerosa muy pobre. Él y sus tres hermanos y dos hermanas se habían criado en una ruinosa casa de «gentuza blanca» de Sabbatus Road, en los arrabales de la ciudad de Lisbon. Sus hermanos y hermanas habían abrigado la alta —o baja— esperanza de abrirse camino en la ciudad. Sólo Andy Masen y su hermano menor Marty habían conseguido finalizar sus estudios de segunda enseñanza. Durante algún tiempo, pareció que Roberta iba a conseguirlo también, pero había quedado embarazada tras asistir a un baile durante el último curso. Había dejado la escuela para casarse con el chico que, a los veintiún años, aún tenía granos, bebía Narragansett directamente de la lata y les propinaba palizas tanto a ella como al niño. Marty había resultado muerto en un accidente de automóvil en la carretera 9, en Durham. Él y algunos de sus embriagados amigos habían tratado de coger la curva cerrada de Sirois Hill a 115. El Cámaro en el que viajaban había dado dos vueltas de campana y se había incendiado.
Andy había sido el astro de la familia, pero a su madre nunca le había gustado. Ésta le tenía un poco de miedo. Cuando hablaba con sus amistades, solía decir: «Mi Andy es muy aburrido», pero era algo más que eso. Siempre se mostraba fuertemente controlado y silencioso. Sabía desde quinto curso que conseguiría en cierto modo matricularse en la Universidad y convertirse en abogado. Los abogados ganaban mucho dinero. Los abogados trabajaban con lógica. Y la lógica era el dios de Andy.
Veía cada acontecimiento como un punto del que irradiaba un número limitado de posibilidades. Al término de cada línea de posibilidad, había otro punto correspondiente a otro acontecimiento. Y así sucesivamente. Este detallado programa de vida punto por punto le había sido muy útil. Había obtenido sobresalientes en sus estudios elementales y superiores, había ganado una beca por Méritos y hubiera podido matricularse prácticamente en cualquier Universidad. Había elegido la Universidad de Maine, desechando la oportunidad de Harvard porque ya había decidido iniciar el ejercicio de su profesión en Augusta y no quería que ningún paleto con botas de suela de goma y chaqueta de leñador le echara en cara haber estudiado en Harvard.
En esa calurosa mañana de julio, las cosas estaban ajustándose al programa.
Colgó el teléfono de Vic Trenton. No había obtenido respuesta al llamar al teléfono de Camber. El investigador de la Policía del Estado y Bannerman estaban todavía por allí, esperando instrucciones como perros bien adiestrados. Ya había trabajado otras veces con Townsend, el tipo de la Policía del Estado, y era de la clase de sujetos con la que Andy Masen se sentía a gusto. Cuando decías cobra la pieza, Townsend la cobraba. Bannerman era nuevo y Masen no le tenía demasiada simpatía. Sus ojos eran un poco demasiado brillantes y la forma en que súbitamente se le había ocurrido la idea de que tal vez Kemp hubiera obligado a la mujer, utilizando al niño… bueno, tales ideas, en caso de ocurrir, tenían que proceder de Andy Masen. Los tres estaban sentados en el sofá de módulos, sin hablar, simplemente bebiendo café y esperando a que llegaran los tipos del FBI con el equipo de localización de llamadas.
Andy pensó en el caso. Podía ser una tormenta en un vaso de agua, pero podía ser algo más. El marido estaba convencido de que era un secuestro y no daba importancia al hecho de que faltara el automóvil. Estaba emperrado en la idea de que Steve Kemp se había llevado a los suyos.
Andy Masen no estaba tan seguro.
Camber no estaba en casa; allí no había nadie. Tal vez se hubieran ido todos de vacaciones. Era muy probable; julio era el mes de las vacaciones por excelencia y era lógico que acabaran tropezando con alguien que se hubiese ido. ¿Hubiera aquel sujeto accedido a arreglar el automóvil en caso de que hubiese tenido que marcharse? No era probable. No era probable en absoluto que el automóvil estuviera allí. Pero había que probarlo y había una posibilidad que había olvidado mencionarle a Vic.
¿Y si ella hubiera llevado el automóvil al garaje de Camber? ¿Y si alguien se hubiera ofrecido a acompañarla a casa? ¿No un amigo o conocido, no Camber o su mujer sino un perfecto extraño? Andy ya se imaginaba a Trenton, diciendo: «Oh, no, mi mujer jamás aceptaría que la acompañara un extraño». Pero lo cierto era que había aceptado que la llevara varias veces Steve Kemp, que era casi un extraño. En caso de que el hipotético individuo hubiera sido amable y ella hubiera estado deseando llevar a su hijo a casa, cabía la posibilidad de que hubiera aceptado. Y tal vez el hombre sonriente y amable fuera un tipo raro. En Castle Rock ya habían tenido uno, Frank Dodd. Y tal vez el hombre sonriente y amable les hubiera dejado entre los arbustos con las gargantas cortadas y se hubiera apresurado a seguir su alegre camino. En este supuesto, el Pinto estaría en casa de Camber.
Andy no consideraba probable este razonamiento, pero era posible. Hubiera enviado a un hombre a casa de Camber en cualquier caso —era el procedimiento de rutina—, pero le gustaba comprender por qué hacía cada una de las cosas que hacía. Pensaba que, a todos los efectos prácticos, podía descartar el garaje de Camber de la estructura de lógica y orden que estaba construyendo. Suponía que ella podía haber subido hasta allí, descubriendo que los Camber no estaban, y que entonces el vehículo se le podía haber averiado, pero Town Road n.° 3 de Castle Rock no era en modo alguno la Antártida. Hubiera bastado que ella y el niño se hubieran dirigido a la casa más próxima y hubieran pedido permiso para utilizar el teléfono, pero no lo habían hecho.
—Señor Townsend —dijo en tono amable—. Usted y el sheriff Bannerman tendrían que ir a echar un vistazo al garaje de Joe Camber. Comprueben tres cosas: que no hay ningún Pinto azul, matrícula 218-864, que Donna y Theodore Trenton no están allí y que los Camber tampoco están. ¿Entendido?
—Muy bien —dijo Townsend—. ¿Quiere que…?
—Sólo quiero estas tres cosas —dijo Andy suavemente. No le gustaba la forma en que Bannerman le estaba mirando, con una especie de aburrido desprecio. Le molestaba—. Si alguna de estas personas está allí, llámenme aquí. Y, si yo no estoy aquí, dejaré un número. ¿Entendido?
Sonó el teléfono. Lo tomó Bannerman, escuchó y se lo pasó a Andy Masen.
—Para usted, superdotado.
Los ojos de ambos se cruzaron sobre el teléfono. Masen pensó que Bannerman iba a bajar los suyos, pero no lo hizo. Al cabo de un momento, Andy tomó el teléfono. La llamada procedía del cuartel de la Policía del Estado en Scarborough. Steve Kemp había sido localizado. Su furgoneta había sido vista en el patio de un pequeño motel de la localidad de Massachusetts de Twickenham. La mujer y el niño no estaban con él. Tras ser abordado por la autoridad, Kemp había facilitado su nombre y desde entonces se había amparado en su derecho a guardar silencio.
A Andy Masen le pareció una noticia extremadamente siniestra.
—Townsend, venga usted conmigo —dijo—. Usted puede ir por su cuenta a casa de Camber, ¿no es cierto, sheriff Bannerman?
—Es mi ciudad —contestó Bannerman.
Andy Masen encendió un cigarrillo y miró a Bannerman a través del movedizo humo.
—¿Tiene usted algún problema conmigo, sheriff?
—Nada que no pueda resolver —contestó Bannerman, sonriendo. Dios bendito, odio a estos patanes, pensó Masen, mirando a Bannerman mientras éste se marchaba. Pero ahora ya está fuera de juego de todos modos. Le doy gracias a Dios por estos pequeños favores.
Bannerman se sentó al volante de su coche-patrulla, lo puso en marcha y retrocedió por el vado de los Trenton. Eran las siete y veinte. Le resultaba casi divertido ver de qué manera Masen le había hecho a un lado. Ellos estaban yendo al meollo del asunto; él no iba a ninguna parte. Pero el viejo Hank Townsend tendría que pasar toda la mañana escuchando las imbecilidades de Masen, motivo por el cual quizás él hubiera salido bien librado.
George Bannerman bajó por la carretera 117 en dirección a Maple Sugar Road con la sirena y las luces de la capota apagadas. Era un día precioso. Y no veía ninguna razón para darse prisa.
Donna y Tad Trenton estaban durmiendo.
Sus posturas eran similares: las torpes posturas que adoptan para dormir las personas que se ven obligadas a pasar largas horas en los autocares interestatales. Las cabezas caídas sobre los hombros, Donna de cara a la izquierda, Tad era de cara a la derecha. Tad mantenía las manos apoyadas sobre las rodillas como peces arrojados a la playa. De vez en cuando, se agitaban. Su respiración era áspera y ruidosa. Sus labios estaban llenos de ampollas y sus párpados presentaban una coloración púrpura. Un hilillo de saliva escapado desde la comisura de sus labios hasta la suave línea de la mandíbula había empezado a secarse.
Donna estaba sumida en un sueño superficial. A pesar de lo agotada que estaba, su posición encogida, el dolor en el vientre y en la pierna y ahora también en los dedos (en el transcurso del ataque, Tad se los había mordido hasta el hueso) no le permitían dormir más profundamente. El pelo aparecía pegado a su cabeza en sudorosos mechones. Los apósitos de gasa de la pierna izquierda se habían vuelto a empapar y la carne que rodeaba las heridas superficiales de su vientre había adquirido un desagradable color rojo. Su respiración también era áspera, pero no tan desigual como la de Tad.
Tad Trenton estaba muy cerca del límite de su resistencia. La deshidratación se hallaba en fase avanzada. Había perdido electrolitos, cloruros y sodio con el sudor. No había podido compensarlos con nada. Sus defensas internas estaban disminuyendo sin cesar y ahora había entrado en la crítica fase final. Su vida se había vuelto muy frágil, ya no estaba sólidamente clavada en sus huesos y su carne sino que estaba temblando y a punto de escapar al menor soplo de viento.
En sus febriles sueños, su padre le empujaba en el columpio cada vez más arriba, pero él no veía el patio de atrás sino el estanque de los patos donde la brisa le refrescaba la frente quemada por el sol, los doloridos ojos y los labios llenos de ampollas.