George Meara, el cartero, levantó una pierna enfundada en la pernera del uniforme gris azulado de Correos y soltó un pedo. Últimamente soltaba muchos pedos. Estaba ligeramente preocupado al respecto. Y parecía que no influía en ello lo que hubiera comido. Anoche, él y su mujer habían cenado bacalao con crema de leche, y había soltado pedos. Esta mañana Producto 19 de Kellog’s con un plátano cortado a trocitos… y había soltado pedos. Y este mediodía, en el Tigre Borracho de la ciudad, dos hamburguesas de queso con mayonesa… y los consabidos pedos.
Había buscado el síntoma en la Enciclopedia Médica del Hogar, una valiosa colección en doce volúmenes que su mujer había comprado volumen a volumen, guardando las cuentas del establecimiento Compre y Ahorre de South París. Lo que George Meara había descubierto bajo el epígrafe de FLATULENCIAS EXCESIVAS no había sido demasiado alentador. Podía ser un síntoma de trastornos gástricos. Podía significar que tenía una preciosa úlcera incubándose. Podía ser un problema intestinal. Podía incluso significar la gran C. En caso de que siguiera igual, suponía que tendría que ir a ver al viejo doctor Quentin. El doctor Quentin le diría que soltaba muchos pedos porque se estaba haciendo mayor y sanseacabó.
La muerte de tía Ewie Chalmers a finales de la primavera había afectado mucho a George —mucho más de lo que él hubiera podido creer— y últimamente no le gustaba pensar que estaba haciéndose mayor. Prefería pensar en los Años Dorados del Retiro, años que él y Cathy iban a pasar juntos. Ya basta de levantarse a las seis y media. Ya basta de acarrear sacas del correo y de oír al muy imbécil de Michael Fournier, que era el administrador de correos de Castle Rock. Ya basta de congelarse los cojones en invierno y de volverse loco con todos los veraneantes que pretendían que les repartieran la correspondencia en sus campings y casitas de campo cuando llegaba el buen tiempo. En su lugar, habría «Pintorescas excursiones por Nueva Inglaterra». Habría «Toda clase de nuevas aficiones». Y, sobre todo, habría «Descanso y Relajación». Y, en cierto modo, la idea de abrirse camino a pedos a través de los sesenta y tantos y los setenta y tantos años como un cohete defectuoso no encajaba en absoluto con la imagen que él se había forjado de los Años Dorados del Retiro.
Enfiló con la pequeña camioneta azul y blanca de correos la Town Road n.° 3, haciendo una mueca al penetrar brevemente la cegadora luz del sol a través del parabrisas. El verano había resultado ser tan caluroso como tía Ewie había profetizado… todo eso y mucho más. Oía cantar a los soñolientos grillos entre la alta hierba estival y tuvo una breve visión de los Años Dorados del Retiro, una escena titulada «George descansando en la hamaca del patio de atrás».
Se detuvo frente a la casa de los Milliken e introdujo en el buzón una circular publicitaria de Zayre y la factura de la electricidad de la CMP. Era el día en que se distribuían todas las facturas de la electricidad, pero él esperaba que los de la CMP no contuvieran la respiración hasta que recibieran el cheque de los Milliken. Los Milliken eran unos pobres desgraciados de raza blanca, como aquel Gary Pervier que vivía más arriba. Era un escándalo ver lo que le estaba ocurriendo a Pervier, un hombre que había ganado una CSD. Y el viejo Joe Camber no estaba en mucho mejor situación. Los dos iban a acabar muy mal.
John Milliken se encontraba en el patio lateral de su casa, arreglando lo que parecía ser una rastra. George le saludó con la mano y Milliken levantó brevemente un dedo en respuesta a su saludo antes de reanudar su trabajo.
Éste para ti, estafador de la beneficencia, pensó George Meara. Levantó la pierna e hizo sonar el trombón. Era un asco eso de pedorrear. Y tenías que andarte con mucho cuidado cuando estabas en compañía de otras personas.
Subió hasta la casa de Gary Pervier, sacó otra circular de la Zayre, otra factura de la electricidad y un boletín de noticias de la VFW. Lo introdujo todo en el buzón y después dio la vuelta en el vado de Gary Pervier porque hoy no tenía que subir hasta la casa de Camber. Joe había llamado ayer por la mañana al administrador de correos hacia las diez y le había pedido que le guardaran la correspondencia unos días. Mike Fournier, el gran charlatán que estaba al mando de la oficina de correos de Castle Rock, había rellenado una tarjeta de RETÉNGASE LA CORRESPONDENCIA HASTA NUEVO AVISO y se la había enviado a George.
Fournier le había dicho a Joe Camber que había llamado con quince minutos de retraso y ya no podrían retenerle la correspondencia del lunes, en caso de que ésta hubiera sido su intención.
—No importa —había dicho Joe—. Creo que la de hoy la podré recoger.
Mientras introducía la correspondencia de Gary Pervier en el buzón, George observó que la correspondencia del lunes de Gary —una Mecánica Popular y una carta de petición de donativos de la Fundación de Becas Rurales— aún no había sido retirada. Ahora, al dar la vuelta, vio que el enorme y viejo Chrysler de Gary estaba en el patio y que la herrumbrosa camioneta de Joe Camber se hallaba estacionada detrás del mismo.
—Se han largado los dos juntos —murmuró en voz alta—. Dos chiflados valsoneando por ahí.
Levantó la pierna y volvió a soltar un pedo.
La conclusión de George Meara fue la de que probablemente se habrían ido los dos a beber y a putañear por ahí, utilizando la Furgoneta de reparto de Joe Camber. No se le ocurrió preguntarse por qué habrían cogido la furgoneta, teniendo a mano unos vehículos mucho más cómodos, y no se percató de la sangre de los peldaños del porche ni del gran agujero que había en el panel inferior de la puerta de la mampara de Gary.
—Dos chiflados putañeando por ahí —repitió—. Por lo menos, Joe Camber se acordó de anular el reparto de la correspondencia.
Se fue por donde había venido, regresando a Castle Rock y levantando de vez en cuando la pierna para hacer sonar el trombón.
Steve Kemp se dirigió en su vehículo a la Reina de la Granja de la Galería Comercial de Westbrook para comprarse un par de hamburguesas de queso y un Dilly Bar. Estaba sentado en su camioneta, comiendo y contemplando Brighton Avenue, sin ver realmente la calle ni saborear la comida.
Había llamado al despacho del Maridito Guapo. Había dicho llamarse Adam Swallow cuando la secretaria le había preguntado. Había dicho ser el director de marketing de la House of Lights, Inc., y había expresado su deseo de hablar con el señor Trenton. Se le había secado la boca de emoción. Y, cuando Trenton se pusiera al aparato, tendrían cosas mucho más interesantes que el marketing de que hablar. Como, por ejemplo, el lunar de la mujercita y lo que éste parecía. Como, por ejemplo, que ella le había mordido una vez al experimentar el orgasmo, con la suficiente fuerza como para hacerle sangrar. Como, por ejemplo, qué tal le estaban yendo las cosas a la Diosa de las Guarras desde que el Maridito Guapo había descubierto que ella era un poco aficionada a disfrutar de lo que había al otro lado de las sábanas.
Pero las cosas no habían rodado de ese modo. La secretaria le había dicho:
—Lo siento, pero el señor Trenton y el señor Breakstone no están en el despacho esta semana. Es probable que estén ausentes también parte de la semana que viene. Si puedo ayudarle…
En su voz se advertía una creciente inflexión esperanzada. En realidad, no deseaba ayudar. Era su gran oportunidad de conseguir un nuevo cliente mientras sus jefes estuvieran resolviendo asuntos de negocios en Boston o quizás en Nueva York… desde luego, no en un sitio exótico como Los Ángeles, tratándose de una pequeña agencia de mierda como la Ad Worx. Por consiguiente, quítate de en medio y vete a bailar un zapateado hasta que te salga humo de los zapatos, nena.
Le había dado las gracias y había dicho que volvería a llamar a finales de mes. Colgó antes de que ella pudiera pedirle su número de teléfono, siendo así que las oficinas de la House of Lights, Inc., se encontraban en una cabina telefónica de Congress Street, justo frente al establecimiento de Artículos de Fumador Joe.
Y ahora aquí estaba él, comiéndose unas hamburguesas de queso y preguntándose qué iba a hacer a continuación. Como si no lo supieras, le musitó una voz interior.
Puso la camioneta en marcha y se dirigió a Castle Rock. Para cuando terminó de comer (el helado Dilly Bar estaba derritiéndose por el palito a causa del calor), ya se encontraba en North Windham. Arrojó los desperdicios al suelo de la camioneta donde éstos fueron a reunirse con un montón de cosas parecidas: botellas de bebidas de plástico, cajas de Big Mac, botellas recuperables de cerveza y gaseosa, cajetillas vacías de cigarrillos. Ensuciar las calles era un comportamiento antisocial y antiecológico, y él no hacía esas cosas.
Steve llegó a casa de los Trenton exactamente a las tres y media de aquella calurosa y deslumbradora tarde. Actuando casi con precaución subliminal, pasó por delante de la casa sin aminorar la velocidad y aparcó a la vuelta de la esquina de una calle secundaria situada a cosa de unos quinientos metros de distancia. Recorrió la distancia a pie.
El vado estaba vacío y eso le hizo experimentar una punzada de frustrada decepción. No quería reconocer ante sí mismo —sobre todo ahora que parecía ser que ella no estaba— que su propósito había sido el de darle a saborear lo que ella tanto había ansiado tener en la primavera pasada. Sin embargo, había estado conduciendo su vehículo desde Westbrook a Castle Rock en una semi-erección que sólo ahora se vino abajo por completo.
Ella se había ido.
No, el que se había ido era el automóvil. Lo uno no era prueba necesaria de lo otro, ¿verdad?
Steve miró a su alrededor.
Lo que hay aquí señoras y señores, es una tranquila calle suburbana en un día de verano mientras casi todos los chiquillos están haciendo la siesta y casi todas las pequeñas esposas o bien están haciendo lo mismo o bien están pegadas a sus televisores, estudiando los programas El amor a la vida o La búsqueda del mañana. Todos los Mariditos Guapos están ocupados, tratando de abrirse camino hacia una categoría fiscal más alta y posiblemente hacia una cama en la Unidad de Cuidados Intensivos del Centro Médico de Maine Oriental. Dos niños estaban jugando a la pata coja sobre un diagrama de tiza medio borrado; iban en traje de baño y estaban sudando a mares. Una anciana medio calva estaba tirando de un carrito de la compra hecho de alambre con tanta delicadeza como si ella y el carrito fueran de la más fina porcelana translúcida.
En resumen, que no estaba ocurriendo gran cosa. La calle estaba dormitando en medio del calor.
Steve subió por el empinado vado como Pedro por su casa. Miró primero en el diminuto garaje de una sola plaza. Que él supiera, Donna jamás lo había utilizado y ella le había dicho una vez que temía entrar en él con su automóvil porque la puerta era muy estrecha. En caso de que le hiciera una abolladura al coche, el Maridito Guapo se pondría hecho una bestia… no, perdón, se pondría hecho un basilisco.
El garaje estaba vacío. Ni el Pinto ni el viejo Jag… el Maridito Guapo de Donna estaba pasando por lo que se conocía como la menopausia del coche deportivo. A ella no le había gustado que dijera eso, pero Steve no había visto jamás un caso más evidente.
Steve salió del garaje y subió los tres peldaños del porche de atrás. Probó a abrir la puerta. No estaba cerrada con llave. Entró sin llamar, tras haber mirado con indiferencia a su alrededor para cerciorarse de que no hubiera nadie a la vista.
Cerró la puerta en medio del silencio de la casa. El corazón le estaba latiendo una vez más apresuradamente en el pecho y parecía que le estuviera haciendo vibrar toda la caja torácica. Una vez más, no quería reconocer las cosas. No tenía que reconocerlas. Estaban allí de todos modos.
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
Hablaba en voz alta, sincera, agradable e inquisitiva.
—¿Hola? —repitió a medio pasillo.
Estaba claro que no había nadie en casa. La casa ofrecía una atmósfera silenciosa, cálida y expectante. Una casa vacía llena de muebles resultaba en cierto modo inquietante cuando no era tu casa. Te sentías observado.
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
Lo había intentado por última vez.
Pues entonces, déjale un recuerdo. Y lárgate.
Se dirigió al salón y permaneció de pie, mirando a su alrededor. Llevaba las mangas de la camisa remangadas y sus antebrazos estaban ligeramente resbaladizos de sudor. Ahora podía reconocer las cosas. Que había querido matarla cuando ella le llamó hijo de puta y le escupió en la cara. Que había querido matarla por hacerle sentirse viejo y asustado e incapaz de dominar por más tiempo la situación. La carta había sido algo, pero la carta no había sido suficiente.
A su derecha, había unas chucherías sobre una serie de estantes de cristal. Se volvió y propinó al estante inferior un fuerte y repentino puntapié. El estante se desintegró. La estructura se tambaleó y después cayó, esparciendo cristal, esparciendo figurillas de porcelana de gatos y pastores y toda aquella alegre mierda burguesa. El pulso le latía en el centro de la frente. Estaba haciendo una mueca sin darse cuenta. Se acercó cuidadosamente a las figurillas que no se habían roto y las aplastó hasta pulverizarlas. Descolgó de la pared un retrato familiar, examinó por un momento el sonriente rostro de Vic Trenton (Tad se encontraba sentado sobre sus rodillas y él rodeaba el talle de Donna con su brazo) y después arrojó la fotografía al suelo y pisoteó con furia el cristal.
Miró a su alrededor, respirando afanosamente como si acabara de participar en una carrera. Y, súbitamente, la emprendió contra el salón como si éste fuera algo vivo, algo que le hubiera causado mucho daño y necesitara ser castigado, como si el salón fuera el causante de su dolor. Empujó el sillón reclinable de Vic. Levantó el sofá. Éste permaneció un momento en equilibrio, balanceándose precariamente, y después cayó con gran estrépito, rompiendo la parte posterior de la mesita auxiliar que había delante. Sacó todos los libros de los estantes, maldiciendo entre dientes, mientras lo hacía, el cochino gusto de las personas que los habían comprado. Tomó el revistero y lo arrojó contra el espejo que había sobre la repisa de la chimenea, rompiéndolo. Grandes trozos de espejo con la parte posterior de color negro cayeron al suelo como piezas de un rompecabezas. Ahora estaba rugiendo como un toro en celo. Sus enjutas mejillas habían adquirido casi un tono púrpura.
Se dirigió a la cocina, atravesando el pequeño comedor. Al pasar junto a la mesa del comedor que los padres de Donna les habían comprado como regalo de inauguración de la casa, extendió el brazo y lo arrojó todo al suelo: la bandeja giratoria de las especias, el jarrón de cristal tallado que Donna había adquirido por un dólar y cuarto en el Emporium Galorium de Bridgton el verano anterior, el pichel de cerveza de la graduación de Vic. El salero y el pimentero de cerámica estallaron como bombas. Ahora la erección había vuelto con toda su fuerza. De su mente se habían alejado los pensamientos de cautela y de posible descubrimiento. Era como si estuviera dentro. En el interior de un oscuro agujero.
En la cocina, abrió el cajón de abajo y arrojó las cacerolas y sartenes por todas partes. Se produjo un estruendo espantoso, pero el simple estruendo no constituía satisfacción ninguna. Una hilera de armarios se hallaba adosada a tres de las cuatro paredes de la estancia. Los abrió uno tras otro. Fue tomando los platos con ambas manos y los arrojó al suelo. La loza tintineó musicalmente. Arrojó los vasos y lanzó un gruñido mientras se rompían. Entre ellos había un juego de ocho delicadas copas de vino de largo pie que Donna tenía desde los doce años. Había leído algo acerca de las «arcas del ajuar» en alguna revista y había decidido tener una de aquellas arcas. Al final, resultó que lo único que guardó en ella antes de perder el interés fueron las copas de vino (su grandiosa intención inicial había sido la de ir guardando las suficientes cosas como para amueblar por completo su casa o apartamento cuando se casara), pero los tenía desde más de la mitad de su vida y los apreciaba mucho.
Voló la salsera. La gran bandeja. El radiomagnetófono Sears se estrelló contra el suelo con un pesado ruido. Steve Kemp bailó encima de él, bailó un bugui. Su miembro, duro como una piedra, pulsaba en el interior de sus pantalones. La vena del centro de la frente le pulsaba al mismo ritmo. Descubrió unas botellas debajo del pequeño fregadero cromado de la esquina. Tomó las botellas llenas hasta la mitad o tres cuartos de su capacidad y las fue lanzando una a una contra la puerta del armario de la cocina, arrojándolas con toda su fuerza; al día siguiente, tendría el brazo derecho tan rígido y dolorido que apenas podría levantarlo a la altura del hombro. Muy pronto la puerta del armario azul quedó empapada de ginebra Gilbey’s, Jack Daniel’s whisky J & B pegajosa créme de menthe de color verde, el amaretto que Roger y Althea Breakstone les habían regalado por Navidad. El cristal tintineó benignamente bajo la ardiente luz del sol de la tarde, cayendo desde las ventanas al fregadero.
Steve entró en el cuarto de lavar la ropa donde encontró cajas de blanqueadores, Spic’n Span, suavizante Downy en una gran botella de plástico azul, Les-toil, Top Job y tres clases de detergente en polvo. Corrió como un lunático que estuviera celebrando la Nochevieja en Nueva York, arrojando por la cocina todos esos productos de limpieza.
Acababa de vaciar la última caja —una caja tamaño económico de Tide que estaba casi llena— cuando vio el mensaje garabateado en la pizarra de notas con la inconfundible caligrafía puntiaguda de Donna: Tad y yo nos hemos ido al garaje de J. Camber con el Pinto. Volveremos pronto.
Eso le llevó de nuevo de golpe a la realidad de la situación. Llevaba allí por lo menos media hora, o tal vez más. El tiempo había pasado en un abrir y cerrar de ojos y resultaba difícil clasificarlo con más precisión. ¿Cuánto rato hacía que ella se había marchado cuando él llegó? ¿A quién le había dejado la nota? ¿A cualquier persona que entrara o bien a alguien en concreto? Tenía que largarse de allí… pero primero tenía que hacer una cosa.
Borró el mensaje de la pizarra con su propia manga y escribió en grandes letras mayúsculas:
TE HE DEJADO ARRIBA
UNA COSA PARA TI, NENA;
Subió los peldaños de dos en dos y llegó al dormitorio, situado a la izquierda del rellano del segundo piso. Ahora tenía una prisa terrible, estaba seguro de que iba a sonar el timbre de la puerta o de que alguien —con toda probabilidad otra esposa feliz— asomaría la cabeza por la puerta de atrás y diría (como él había hecho): «¡Hola! ¿Hay alguien en casa?».
Pero, perversamente, eso añadía una punzada definitiva de emoción a aquellos insensatos acontecimientos. Se desabrochó el cinturón, se bajó la bragueta y dejó que los vaqueros le bajaran hasta las rodillas. No llevaba calzoncillos; raras veces los utilizaba. Su miembro sobresalía rígidamente de entre una masa de vello púbico rojizo dorado. No tardó mucho; estaba demasiado excitado. Dos o tres rápidos tirones con el puño cerrado y experimentó un orgasmo, inmediato y salvaje. Vertió el semen sobre la colcha con una convulsión.
Se subió de nuevo los vaqueros, se cerró la bragueta (y casi estuvo a punto de pillarse la punta del miembro en los pequeños dientes dorados de la cremallera… eso hubiera tenido gracia, ya lo creo) y corrió hacia la puerta, abrochándose el cinturón. Iba a encontrarse con alguien al salir. Sí. Estaba seguro de ello, como si se tratara de algo predeterminado. Alguna esposa feliz que echaría un vistazo a su acalorado rostro, a sus ojos desorbitados y a sus abombados vaqueros y se pondría a gritar como una loca.
Trató de prepararse para ello mientras abría la puerta de atrás y salía. Pensando retrospectivamente, le parecía haber metido el suficiente barullo como para despertar a los muertos… ¡aquellas sartenes! ¿Por qué había arrojado por allí aquellas malditas sartenes? ¿En qué debía estar pensando? Todos los vecinos debían haberlo oído.
Pero no había nadie ni en el patio ni en la calzada. La paz de la tarde seguía imperturbada. Al otro lado de la calle, un rociador de césped giraba con indiferencia. Pasó un niño sobre unos patines. Enfrente había un alto seto que separaba la parcela de la casa de los Trenton de la de al lado. Mirando hacia la izquierda desde el porche de atrás, se podía ver la ciudad acurrucada al pie de la colina. Steve pudo ver con claridad la confluencia entre la carretera 117 y High Street con el parque municipal encajado en uno de los ángulos formados por la intersección de ambas calles. Se quedó de pie en el porche, tratando de recuperar la calma. Su respiración se fue tranquilizando poco a poco hasta alcanzar un ritmo más normal de inhalación-exhalación. Encontró un agradable rostro vespertino y se lo puso. Todo ello ocurrió en el espacio de tiempo que el semáforo de la esquina empleó para pasar de rojo a ámbar y a verde y de nuevo a rojo.
¿Y si ella apareciera ahora mismo en la calzada?
Eso le puso nuevamente en marcha. Había dejado su tarjeta de visita; sólo hubiera faltado que ella le armara jaleo. De todos modos, ella no podía hacer nada como no fuera llamar a la policía y él no pensaba que hiciera tal cosa. Había demasiadas cosas que él podía contar: La vida sexual de la gran esposa feliz norteamericana en su habitat natural. De todos modos, había sido una locura. Mejor sería que se alejara varios kilómetros de Castle Rock. Tal vez más tarde la llamara. Y le preguntara qué tal le había parecido su trabajo. Tal vez tuviera cierta gracia.
Bajó por el vado, giró a la izquierda y regresó a su camioneta. Nadie le detuvo. Nadie se fijó indebidamente en él. Un niño con unos patines pasó velozmente a su lado y le gritó:
—¡Hola!
Steve le devolvió el saludo inmediatamente.
Subió a la camioneta y la puso en marcha. Subió por la 117 en dirección a la 302 y siguió por esta carretera hasta su confluencia con la Interestatal 95 en Portland. Compró un billete de peaje interestatal y se dirigió al sur. Había empezado a preocuparse un poco por lo que había hecho… por la furia destructora que se había apoderado de él al ver que no había nadie en casa. ¿Había sido el castigo demasiado duro para el delito? ¿Que ella ya no quería hacerlo más con él? Bueno, ¿y qué? Había destrozado buena parte de la maldita casa. ¿Significaba eso tal vez algo desagradable en relación con sus facultades mentales?
Empezó a estudiar estas preguntas poco a poco, como suele hacerlo la gente, introduciendo toda una serie de hechos objetivos en un baño de distintas sustancias químicas que, tomadas en su conjunto, constituyen aquel complejo mecanismo perceptivo humano que se conoce como subjetividad. Como un escolar que trabajara cuidadosamente primero con el lápiz, después con la goma de borrar y después de nuevo con el lápiz, descompuso lo que había hecho y después lo reconstruyó —lo volvió a dibujar en su mente— para que los hechos y su percepción de los hechos concordaran de tal forma que él pudiera aceptarlos.
Cuando llegó a la carretera 495, giró al oeste en dirección a Nueva York y el territorio que se extendía más allá, hasta llegar a las silenciosas tierras de Idaho, el lugar al que se había dirigido Papá Hemingway cuando era viejo y estaba mortalmente herido. Experimentó aquella conocida euforia de sentimientos que se produce cuando se cortan las viejas ataduras y se sigue adelante… aquella mágica sensación que Huck había llamado «largarse en busca de territorio». En tales momentos, se sentía casi recién nacido, percibía con gran intensidad que estaba en posesión de la mayor de las libertades, a saber, la libertad de volver a crearse a sí mismo. No hubiera podido entender el significado si alguien le hubiera señalado el hecho de que, lo mismo en Maine que en Idaho, lo más probable era que arrojara la raqueta al suelo con enfurecida decepción en caso de que perdiera un partido de tenis; y que se negara a estrechar la mano de su contrincante, como hacía siempre que perdía. Sólo estrechaba la mano por encima de la red cuando ganaba.
Se detuvo a pasar la noche en una pequeña localidad llamada Twickenham. Durmió muy tranquilo. Había llegado al convencimiento de que el hecho de destrozar la casa de los Trenton no había sido un acto de celoso resentimiento medio insensato sino una muestra de anarquía revolucionaria… dando una paliza a un par de rollizos cerdos de la clase media de aquellos que permiten la permanencia en el poder de los amos fascistas, pagando ciegamente los impuestos y las facturas del teléfono. Había sido un acto de valentía y de limpia y justificada furia. Era su manera de decir «el poder para el pueblo», idea que trataba de incluir en todos sus poemas.
No obstante, meditó mientras se dormía en la estrecha cama del motel, se preguntaba qué habría pensado Donna de ello al regresar a casa con el niño. Eso le hizo conciliar el sueño con una leve sonrisa en los labios.
A las tres y media de aquella tarde del martes, Donna ya había desistido de seguir esperando al cartero.
Permanecía sentada rodeando suavemente con el brazo a Tad, el cual se encontraban medio adormilado y aturdido, con los labios cruelmente hinchados a causa del calor y el rostro arrebolado y acalorado. Quedaba un poquito de leche y se la iba a dar muy pronto. En el transcurso de las últimas tres horas y media —desde lo que hubiera sido la hora del almuerzo en casa— el sol había sido monstruoso e implacable. Incluso con su ventanilla y la de Tad abiertas en una cuarta parte, la temperatura debía haber alcanzado en el interior del vehículo los treinta y ocho grados o más. Era lo que le sucedía a tu automóvil cuando lo dejabas al sol, nada más. Sólo que, en circunstancias normales, lo que hacías cuando le ocurría eso al automóvil era bajar los cristales de todas las ventanillas, pulsar los botones de los tubos de ventilación y ponerte en marcha. Pongámonos en marcha… ¡qué dulce sonido el de estas palabras!
Se lamió los labios.
Durante breves períodos, había abierto del todo las ventanillas, creando una ligera corriente, pero temía dejarlas de aquella manera. Podía dormirse. El calor la asustaba —la asustaba por ella misma y más todavía por Tad, por lo que pudiera arrebatarle—, pero no la asustaba tanto como el rostro de aquel perro, babeando espuma y mirándola fijamente con sus sombríos ojos enrojecidos.
La última vez que había bajado del todo los cristales de las ventanillas había sido cuando Cujo había desaparecido en las sombras del establo-garaje. Pero ahora Cujo había regresado.
Se encontraba sentado a la alargada sombra del gran establo, contemplando el Pinto azul, con la cabeza gacha. La tierra que había delante de sus patas se había convertido en barro a causa de la baba. De vez en cuando, soltaba un gruñido y daba mordiscos al aire como si estuviera sufriendo alucinaciones.
¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo antes de que muera?
Ella era una mujer racional. No creía en los monstruos de los armarios; creía en las cosas que podía ver y tocar. No había nada de sobrenatural en la babosa ruina de un San Bernardo sentado a la sombra de un establo; era simplemente un animal enfermo que había sido mordido por una raposa o una marmota rabiosa o algo así. No se proponía atacarla a ella personalmente. No era el reverendo Dimmesdale ni Moby Dog. No era un Destino con cuatro patas.
Pero… acababa de adoptar la decisión de echar a correr hacia la puerta de atrás del porche cerrado de Camber cuando Cujo había emergido tambaleándose de entre la oscuridad del establo.
Tad. Tad era la cuestión. Tenía que sacarle de todo aquello. Ya basta de tonterías. Ya ni siquiera contestaba con demasiada coherencia. Sólo parecía estar en contacto con los puntos más destacados de la realidad. La vidriosa manera en que sus ojos se volvían a mirarla cuando ella le hablaba, como los ojos de un púgil que ha sido golpeado y golpeado y golpeado, un púgil que ha perdido la coherencia junto con la protección bucal y está aguardando tan sólo la última racha de golpes que le derriben sin sentido sobre la lona… todas esas cosas la aterrorizaban y despertaban todo su sentimiento maternal. Tad era la cuestión. Si hubiera estado sola, ya haría mucho rato que hubiera intentado alcanzar aquella puerta. Era Tad quien se lo impedía porque su mente giraba incesantemente en torno a la imagen del perro que la derribaba al suelo mientras Tad permanecía solo en el automóvil.
Sin embargo, hasta hacía quince minutos en que Cujo había regresado, Donna había estado disponiéndose a dirigirse hacia aquella puerta. Pasó la escena una y otra vez en su mente como si fuera una película familiar, lo hizo hasta que a una parte de su mente le pareció que ya había ocurrido. Despertaría a Tad por completo, le propinaría un bofetón en caso necesario. Le diría que no abandonara el automóvil y la siguiera… bajo ninguna circunstancia y sin importar lo que ocurriera. Echaría a correr desde el automóvil a la puerta del porche. Probaría con el tirador de la puerta. En caso de que estuviera abierta, estupendo. No obstante, estaba preparada para la posibilidad muy real de que estuviera cerrada. Se había quitado la blusa y ahora permanecía sentada al volante sólo con el sujetador blanco de algodón y la blusa sobre las rodillas. Cuando saliera, llevaría la mano envuelta en la blusa. No era una protección perfecta, pero era mejor que nada. Golpearía el cristal más cercano al tirador de la puerta, introduciría la mano y entraría en el pequeño porche trasero. Y, en caso de que la puerta interior estuviera cerrada, también se las arreglaría. De alguna manera.
Pero Cujo había salido y eso la había privado del estímulo.
No importa. Volverá a entrar. Ya lo ha hecho otras veces.
Pero, ¿lo hará?, parloteó su mente. Es demasiado perfecto, ¿verdad? Los Camber se han ido y han recordado pedir que les retengan la correspondencia, como buenos ciudadanos; Vic no está y hay pocas posibilidades de que llame antes de mañana por la noche porque no podemos permitirnos el lujo de poner una conferencia todas las noches. Y, si llama, llamará temprano. Al no obtener respuesta, supondrá que nos hemos ido a comer al Mario’s o a tomar unos helados al Tastee Freeze. Y no llamará más tarde porque pensará que estamos durmiendo. Llamará mañana en su lugar. Vic es muy considerado. Sí, todo es excesivamente perfecto. ¿No había un perro frente a la barca en aquella historia del barquero del río Caronte? El perro del barquero. Llámame simplemente Cujo. Todos estamos dirigiéndonos al Valle de la Muerte.
Entra, —le ordenó en silencio al perro—. Vuelve al establo, maldita sea. —Cujo no se movió.
Ella se lamió los labios, que se notaba casi tan Hinchados como estaban los de Tad. Se apartó el cabello de la frente y dijo con mucha suavidad:
—¿Qué tal vas, Tadder?
—Ssss —murmuró Tad con aire distraído—. Los patos…
Ella le sacudió.
—¿Tad? ¿Cariño? ¿Estás bien? ¡Háblame!
Sus ojos se abrieron poco a poco. Tad miró a su alrededor, un niño pequeño que estaba perplejo, tenía calor y se sentía terriblemente cansado.
—¿Mamá? ¿No podemos irnos a casa? Tengo mucho calor…
—Ya iremos a casa —le dijo ella en tono tranquilizador.
—¿Cuándo, mamá? ¿Cuándo? —preguntó él, echándose a llorar con desconsuelo.
Oh, Tad, guárdate los líquidos, pensó ella. Tal vez los necesites. Vaya cosa estoy pensando. Pero toda la situación era ridícula hasta la locura, ¿verdad? La idea de un niño pequeño muriéndose a causa de la deshidratación…
(ya basta NO se está muriendo)
a menos de doce kilómetros de la más cercana población importante era una locura.
Sin embargo, la situación es la que es, se recordó a sí misma brutalmente. Y no pienses otra cosa, hermana. Es como una guerra a escala reducida, motivo por el cual todo lo que antes parecía pequeño ahora parece grande. El más mínimo soplo de aire a través de las ventanillas abiertas en una cuarta parte era un céfiro. La distancia hasta el porche de atrás era de un kilómetro en tierra de nadie. Y, si quieres creer que el perro es el Destino, o el Fantasma de los Pecados Recordados, o incluso la reencarnación de Elvis Presley, puedes creerlo. En esta situación curiosamente reducida —esta situación de vida-o-muerte— incluso el hecho de tener que ir al lavabo se convertía en una escaramuza.
Vamos a salir de ésta. Ningún perro le va a hacer eso a mi hijo.
—¿Cuándo, mamá? —preguntó Tad, mirándola con los ojos húmedos y el rostro tan pálido como el queso.
—Pronto —dijo ella con expresión sombría.
Le echó el cabello hacia atrás y le apretó contra sí. Miró a través de la ventanilla de Tad y sus ojos volvieron a posarse en aquella cosa que había entre la alta hierba, en aquel viejo bate de béisbol revestido de cinta aislante.
Me gustaría romperte la cabeza con él.
En el interior de la casa, el teléfono volvió a sonar.
Ella volvió rápidamente la cabeza, llenándose de repente de una loca esperanza.
—¿Es para nosotros, mamá? ¿Es para nosotros el teléfono?
Ella no le contestó. No sabía para quién era. Pero, con un poco de suerte —porque su suerte iba a cambiar muy pronto, ¿verdad?—, sería de alguien que tendría motivos para inquietarse por el hecho de que nadie contestara al teléfono en casa de los Camber. Alguien que vendría para echar un vistazo.
Cujo levantó la cabeza. Su cabeza se inclinó a un lado y, por un momento, mostró un absurdo parecido con Nipper, el perro de la RCA con la oreja contra la bocina del gramófono. Se levantó temblorosamente y empezó a dirigirse hacia la casa al escuchar el sonido del teléfono.
—A lo mejor el perrito va a contestar al teléfono —dijo Tad—. A lo mejor…
Con rapidez y agilidad aterradora, el enorme perro cambió de dirección y se encaminó hacia el automóvil. Ahora el torpe tambaleo había desaparecido como si no hubiera sido más que una astuta simulación. Estaba rugiendo y bramando en lugar de ladrar. Le ardían los enrojecidos ojos.
Se lanzó contra el vehículo en medio de un sordo rumor y rebotó… con los ojos aturdidos. Donna observó que el costado de su portezuela estaba ligeramente combado. Tiene que estar muerto, pensó histéricamente, tiene que haberse roto él cerebro enfermo en fusión espinal la conmoción cerebral profunda tiene que tiene que TIENE QUE…
Cujo volvió a levantarse. Tenía el hocico ensangrentado. Sus ojos parecían de nuevo vacíos y como perdidos. En el interior de la casa, el teléfono seguía sonando sin cesar. El perro hizo como que se alejaba y súbitamente se revolvió contra su propio costado como si le hubieran pinchado, dio una vuelta y se abalanzó contra la ventanilla de Donna. Se estrelló frente al rostro de Donna con otro tremendo golpe sordo. La sangre salpicó el cristal y apareció una larga raja plateada. Tad lanzó un grito y se cubrió el rostro con las manos, tirando de sus mejillas hacia abajo y clavándose las uñas.
El perro volvió a saltar. Unas gruesas cuerdas de espuma le bajaban del ensangrentado hocico. Donna pudo ver sus dientes, tan pesados como el viejo marfil amarillento. Sus garras arañaban el cristal. Le manaba sangre de una herida que se había producido entre los ojos. Mantenía los ojos fijos en los de Donna. Unos ojos turbios y apagados, pero no exentos —ella hubiera podido jurarlo—, no exentos de cierto conocimiento. Algún conocimiento perverso.
—¡Lárgate de aquí! —le gritó.
Cujo se abalanzó de nuevo contra el costado del automóvil por debajo de la ventanilla. Y otra vez. Y otra. Ahora la portezuela estaba muy combada hacia dentro. Cada vez que la mole de cien kilos del perro se estrellaba contra el Pinto, éste se balanceaba sobre los amortiguadores. Cada vez que oía aquel pesado y sordo rumor, Donna tenía la certeza de que debía haberse matado o, por lo menos, que había quedado inconsciente. Y, cada vez, el perro trotaba de nuevo hacia la casa, daba media vuelta y cargaba otra vez contra el automóvil. El rostro de Cujo era una máscara de sangre y pelo enmarañado desde la cual sus ojos, en otros tiempos cariñosos, dulces y castaños, miraban con estúpida furia.
Miró a Tad y vio que éste se había sumido en un shock, acurrucado en su asiento formando una apretada bola fetal, con las manos entrelazadas sobre la nuca y el pecho moviéndose a sacudidas.
Tal vez sea mejor. Tal vez…
En el interior de la casa, el teléfono dejó de sonar. Cujo, a punto de abalanzarse de nuevo, se detuvo. Ladeó nuevamente la cabeza en aquel curioso gesto evocador. Donna contuvo la respiración. El silencio parecía muy profundo. Cujo se sentó, levantó su hocico horriblemente destrozado hacia el cielo y aulló una vez, emitiendo un sonido tan oscuro y solitario que ella se estremeció y, en lugar de calor, experimentó una sensación de frío como si se encontrara en una bóveda subterránea. En aquel instante supo —no presintió o pensó simplemente—, supo que el perro era algo más que un simple perro.
Pasó el momento. Cujo se levantó con gesto muy lento y cansado y se dirigió hacia la parte delantera del Pinto. Donna supuso que se habría tendido allí… ya no podía verle la cola. Pese a lo cual, se mantuvo en tensión todavía unos momentos, preparándose mentalmente ante la posibilidad de que el perro volviera a saltar sobre el capó, tal como lo había hecho antes. Pero no lo hizo. Y no hubo más que silencio.
Tomó a Tad en sus brazos y empezó a cantarle suavemente.
Cuando, al final, Brett se dio por vencido y salió de la cabina telefónica, Charity le tomó de la mano y le acompañó a la cafetería del Caldor’s. Habían acudido al Caldor’s para echar un vistazo a manteles y cortinas que hicieran juego.
Holly les estaba esperando, terminando una gaseosa con helado.
—Nada malo, ¿verdad? —preguntó.
—Nada demasiado serio —contestó Charity, despeinándole el cabello a Brett—. Está preocupado por su perro. ¿Verdad, Brett?
Brett se encogió de hombros… y después asintió con tristeza.
—Tú sigue adelante, si quieres —le dijo Charity a su hermana—. Ya te alcanzaremos.
—Muy bien. Estaré abajo. —Holly terminó la gaseosa y dijo—: Apuesto a que tu chucho está bien, Brett.
Brett le dirigió la mejor sonrisa que pudo, pero no contestó. Observaron a Holly mientras se alejaba, muy elegante con su vestido color borgoña oscuro y sus sandalias de suela de corcho, elegante como Charity sabía que ella jamás podría ser. Tal vez en otros tiempos, pero no ahora. Holly había dejado a sus hijos al cuidado de alguien y los tres se habían trasladado a Bridgeport hacia el mediodía. Holly les había invitado a un almuerzo estupendo —pagando con una tarjeta del Diners Club— y después se habían ido de compras. Pero Brett se había mostrado apagado y retraído a causa de su preocupación por Cujo. Y a Charity tampoco le había apetecido mucho ir de compras; tenía calor y aún estaba un poco nerviosa por el episodio de sonambulismo de Brett de aquella mañana. Al final, había sugerido que éste intentara llamar a casa desde una de las cabinas que había a la vuelta de la esquina del snack bar… pero el resultado había sido exactamente el que ella había temido.
Vino la camarera. Charity pidió café, leche y dos pastelillos daneses.
—Brett —dijo—, cuando le hablé a tu padre de este viaje, él se mostró contrario…
—Sí, ya me lo imaginé.
—… y después cambió de idea. Cambió de idea de repente. Creo que tal vez… tal vez vio la oportunidad de tomarse unas pequeñas vacaciones por su cuenta. A veces, los hombres se van por su cuenta, ¿sabes?, y hacen cosas…
—¿Como cazar?
(y putañear y beber y Dios sabe qué otras cosas o por qué)
—Sí, como eso.
—Y películas —dijo Brett.
Les sirvieron lo que habían pedido y Brett empezó a comer su pastelillo danés.
(sí las películas clasificadas X en la Washington Street que llaman la Zona de Combate)
—Pudiera ser. En cualquier caso, es posible que tu padre se haya tomado un par de días de vacaciones para irse a Boston…
—Oh, no creo —dijo Brett, muy serio—. Tenía mucho trabajo. Mucho trabajo. Me lo dijo.
—Tal vez no tuviera tanto como él pensaba —dijo ella, esperando que el cinismo que experimentaba no se reflejara en su voz—. En cualquier caso, eso es lo que yo pienso que ha hecho y por eso no ha contestado al teléfono ni ayer ni hoy. Bébete la leche, Brett. Refuerza los huesos.
Él se bebió la mitad de su leche y sobre su labio superior apareció el bigote de un viejo. Posó el vaso.
—A lo mejor sí. Es posible que haya convencido a Gary de que le acompañe. Gary le gusta mucho.
—Sí, tal vez haya convencido a Gary de que le acompañe —dijo Charity. Lo dijo como si esta idea no se le hubiera ocurrido a ella, pero lo cierto era que había llamado a casa de Gary aquella mañana mientras Brett se encontraba en el patio de atrás, jugando con Jim, hijo. No había obtenido respuesta. No le cabía la menor duda de que ambos estaban juntos, dondequiera que estuviesen—. Apenas has probado el danés.
Él lo tomó, ingirió un bocado de cumplido y volvió a dejarlo.
—Mamá, yo creo que Cujo estaba enfermo. Parecía enfermo cuando le vi ayer por la mañana. Lo digo en serio.
—Brett…
—De veras, mamá. Tú no le viste. Parecía… bueno, atontado.
—Si supieras que Cujo está bien, ¿te quedarías tranquilo?
Brett asintió.
—Pues esta noche llamaremos a Alva Thornton de Maple Sugar —dijo ella—. Le pediremos que vaya a echar un vistazo, ¿de acuerdo? Tengo la impresión de que tu padre ya le habrá llamado, pidiéndole que le dé la comida a Cujo mientras él esté fuera.
—¿Lo crees de veras?
—Sí.
Alva o alguien como Alva; en realidad, nadie que fuera amigo de Joe porque, que ella supiera, Gary era el único amigo auténtico que tenía Joe; pero sí algún hombre que le hiciera un favor a cambio de otro favor en el futuro.
La expresión de Brett se animó como por ensalmo. Una vez más, la persona adulta había ofrecido la respuesta adecuada, como si hubiera sacado un conejo de una chistera. En lugar de alegrarla, ello la entristeció momentáneamente. ¿Qué iba a decir si llamaba a Alva y éste le decía que no había visto a Joe desde hacía siglos? Bueno, ya cruzaría este puente cuando tuviera que hacerlo, pero seguía creyendo que Joe no hubiera dejado a Cujo para que se las apañara por su cuenta. Eso no era propio de él.
—¿Vamos ahora a buscar a tu tía?
—Sí. Déjame terminar.
Charity le observó con expresión medio divertida y medio aterrada mientras se terminaba el pastelillo danés en tres bocados y lo empujaba hacia abajo con el resto de la leche. Después, Brett empujó la silla hacia atrás.
Charity pagó la cuenta y ambos se dirigieron a la escalera mecánica de bajada.
—Jo, qué tienda tan grande —dijo Brett con expresión de asombro—. Es una ciudad muy grande, ¿verdad, mamá?
—En comparación con Nueva York, es como Castle Rock —contestó ella—. Y no digas «jo», Brett, es lo mismo que una palabrota.
—Muy bien —Brett se agarró a la barandilla móvil, mirando a su alrededor. A su derecha, había todo un laberinto de parlanchines periquitos. A la izquierda, estaba el departamento de artículos para el hogar con objetos cromados brillando por todas partes y un lavavajillas con la parte anterior enteramente de cristal para que se pudiera comprobar su acción limpiadora. Miró a su madre mientras abandonaban la escalera mecánica—. Vosotras dos crecisteis juntas, ¿verdad?
—Espero contártelo —dijo Charity, sonriendo.
—Es muy simpática —dijo Brett.
—Vaya, me alegro de que lo pienses. Yo siempre le he tenido mucho cariño.
—¿Cómo consiguió ser tan rica?
Charity se detuvo.
—¿Eso es lo que piensas que son Holly y Jim? ¿Ricos?
—La casa en que viven no es barata —dijo él y, una vez más, Charity pudo ver a su padre asomando por las esquinas de su rostro todavía en fase de formación, Joe Camber con su deformado sombrero verde encasquetado en la parte posterior de la cabeza y los ojos excesivamente astutos, mirando de soslayo—. Y el tocadiscos automático. Eso también es costoso. Ella tiene todo un billetero de tarjetas de crédito y nosotros sólo tenemos la Texaco…
—¿Te parece bonito fisgonear en los billeteros de las personas que te acaban de invitar a un estupendo almuerzo? —dijo ella, reprendiéndole.
Él adoptó una expresión dolida y asombrada y después sus facciones se suavizaron. Ése era otro de los trucos de Joe Camber.
—Simplemente lo he observado. Hubiera sido difícil que no lo hiciera con lo mucho que las exhibía…
—¡No las exhibía! —dijo Charity, escandalizada.
Se detuvo de nuevo. Habían llegado al departamento de cortinajes.
—Sí lo hacía —dijo Brett—. Si hubieran sido un acordeón, hubiera podido tocar «Dama de España».
Charity se enfureció repentinamente con él… en parte porque sospechaba que tal vez tuviera razón.
—Quería que tú las vieras todas —dijo Brett—. Eso es lo que yo pienso.
—No me interesa demasiado lo que pienses a este respecto, Brett Camber.
Charity se notaba el rostro arrebolado. Sus manos estaban deseando propinarle a Brett una paliza. Hacía unos momentos, en la cafetería, le había querido… y, lo que todavía era más importante, se había sentido su amiga. ¿Dónde estaban ahora aquellos buenos sentimientos?
—Simplemente me estaba preguntando cómo habría conseguido tanta pasta.
—Es una palabra bastante vulgar, ¿no te parece?
Él se encogió de hombros en actitud de franca hostilidad, provocándola deliberadamente según ella sospechaba. Todo se remontaba a lo que el niño había percibido en el transcurso del almuerzo, pero la cosa iba todavía más lejos. Estaba comparando su propia forma de vida y la forma de vida de su padre con otra distinta. ¿Acaso había pensado Charity que él iba a aceptar automáticamente la forma de vida de su hermana y su marido por el simple hecho de que ella quisiera que la aceptara… una forma de vida que a ella le había sido negada por la mala suerte, por su propia estupidez o por ambas cosas? ¿Acaso él no tenía derecho a criticar… o analizar?
Sí, ella reconocía que sí, pero no había esperado que su observación fuese tan perturbadoramente sofisticada (aunque revistiera un carácter intuitivo), tan precisa o tan deprimentemente negativa.
—Supongo que ha sido Jim el que ha ganado el dinero —dijo ella—. Ya sabes lo que hace…
—Sí, es un chupatintas.
Pero esta vez Charity no se dejó arrastrar.
—Si a ti te lo parece. Holly se casó con él cuando él estudiaba preparatorio de Derecho en la Universidad de Maine, en Portland. Cuando estudiaba Derecho en Denver, ella trabajó en toda clase de empleos de mala muerte para que él pudiera terminar la carrera. Es algo que se hace a menudo. Las esposas trabajan para que sus maridos puedan estudiar y aprender alguna especialización… —Charity estaba buscando a Holly con la mirada y, al final, le pareció ver la parte superior de la cabeza de su hermana pequeña varios pasillos a la izquierda—. Sea como fuere, cuando al final Jim terminó la carrera, él y Holly regresaron de nuevo al este y él empezó a trabajar en Bridgeport en un importante bufete de abogados. Entonces no ganaba mucho dinero. Vivían en un apartamento de una tercera planta sin acondicionamiento de aire en verano y sin demasiada calefacción en invierno. Pero él se ha abierto camino y ahora es lo que se llama un socio menor. Y supongo que gana mucho dinero en comparación con nosotros.
—A lo mejor enseña sus tarjetas de crédito por ahí porque a veces todavía se siente pobre por dentro —dijo Brett.
Charity se sorprendió también de la casi pavorosa perspicacia de este comentario. Le alborotó suavemente el cabello, tras habérsele pasado el enfado.
—Me has dicho que te gustaba.
—Sí, es verdad. Allí está, por allí.
—Ya lo veo.
Se reunieron con Holly, que ya había comprado un montón de cortinas y ahora estaba buscando manteles.
Al final, el sol se había puesto detrás de la casa.
Poco a poco, el horno del interior del Pinto de los Trenton empezó a enfriarse. Empezó a soplar una brisa más o menos regular y Tad dirigió el rostro hacia ella con expresión de gratitud. Se sentía mejor, por lo menos de momento, de lo que se había sentido en todo el día. Es más, todo el resto del día hasta ahora le parecía una pesadilla terrible que sólo podía recordar en parte. En algunos momentos, él se había ido; había simplemente abandonado el automóvil y se había ido. Lo recordaba muy bien. Iba montado a caballo. Él y el caballo bajaban por un alargado campo y había conejos jugando por allí, como en aquella película de dibujos animados que su mamá y su papá le habían llevado a ver en el Magic Lantern Theater de Bridgton. Había un estanque al final del campo y en el estanque había unos patos. Los patos eran sociables. Tad había jugado con ellos. Aquí se estaba mejor que con mamá, porque el Monstruo estaba donde estaba mamá, el monstruo que se había escapado de su armario. A Tad le gustaba estar aquí, aunque le constara vagamente que, en caso de que se quedara demasiado rato, tal vez olvidara cómo regresar al automóvil.
Después el sol se había puesto detrás de la casa. Había unas sombras oscuras, lo suficientemente densas como para tener textura de algo así como terciopelo. El monstruo había desistido de intentar pillarles. El cartero no había acudido, pero, por lo menos, él podía descansar ahora cómodamente. Lo peor era estar tan sediento. Jamás en su vida había deseado tanto poder beber. Por eso resultaba tan agradable el lugar en el que se encontraban los patos… un lugar húmedo y verde.
—¿Qué has dicho, cariño?
El rostro de mamá, inclinándose sobre el suyo.
—Sed —dijo él con un croar de rana—. Tengo mucha sed, mamá.
Recordó que solía decir «ched» en lugar de sed. Pero algunos de los chicos del campamento diurno se habían burlado de él y le habían llamado pequeñajo, de la misma manera que se habían burlado de Randy Hofnager por decir «dechayuno» en lugar de «desayuno». Empezó a pronunciarlo bien, reprendiéndose severamente por dentro cada vez que se olvidaba.
—Sí, lo sé. Mamá también tiene sed.
—Apuesto a que hay agua en esa casa.
—Cariño, no podemos entrar en la casa. Todavía no. El perro malo está delante del coche.
—¿Dónde?
Tad se incorporó sobre las rodillas y se sorprendió de la ligereza que le atravesó perezosamente el cerebro como una ola que rompiera suavemente en la playa. Apoyó una mano en el tablero de instrumentos para no caerse y tuvo la sensación de que la mano se encontraba al final de un brazo de un kilómetro de longitud.
—No lo veo.
Su voz sonaba también lejana, como un eco.
—Siéntate, Tad. Estás…
Ella estaba hablando todavía y él notó que le sentaba de nuevo en el asiento, pero todo era lejano. Las palabras le llegaban desde una larga distancia gris; había como una bruma entre él y ella, igual que la bruma de esta mañana… o de ayer por la mañana… o de cualquiera que fuera la mañana en que su papá se hubiera marchado para emprender su viaje. Pero había un lugar luminoso allí delante, por lo que él dejó a su madre para irse allí. Era el lugar de los patos. Patos y un estanque y nenúfares. La voz de mamá se convirtió en un remoto zumbido. Su bello rostro, tan grande, siempre allí, tan sereno, tan parecido a la luna que a veces miraba por su ventana cuando él se despertaba muy entrada la noche con necesidad de hacer pipí… aquel rostro se volvió gris y perdió definición. Se disolvió en la bruma gris. Su voz se convirtió en el perezoso zumbido de las abejas que eran demasiado simpáticas como para picar, y en el chapaleo del agua.
Tad jugó con los patos.
Donna se adormiló y, cuando volvió a despertarse, todas las sombras se habían mezclado entre sí y los últimos restos de luz en el vado de los Camber habían adquirido el color de la ceniza. Era el crepúsculo. Volvía en cierto modo a ser el crepúsculo y ellos estaban —increíblemente— todavía allí. El sol se encontraba en el horizonte, redondo y rojo anaranjado. Se le antojaba una pelota de baloncesto que hubiera sido sumergida en sangre. Movió la lengua en el interior de su boca. La saliva, que se había aglutinado en una densa goma, se disolvió a regañadientes y volvió a ser más o menos una saliva normal. Se sentía la garganta como de franela. Pensó en lo maravilloso que sería tenderse bajo el grifo del jardín de su casa, abrir totalmente la espita, quedarse con la boca abierta y dejar simplemente que el agua helada bajara en cascada. La imagen fue lo suficientemente poderosa como para provocarle un estremecimiento que culminó en un acceso de carne de gallina, lo suficientemente poderosa como para provocarle dolor de cabeza.
¿Estaría el perro todavía delante del automóvil?
Miró, pero, como es natural, no había modo de saberlo. Lo único que podía ver con toda seguridad era que no estaba delante del establo.
Hizo sonar el claxon, pero sólo se produjo un herrumbroso bocinazo y nada cambió. Podía estar en cualquier parte. Deslizó el dedo por la raja plateada del cristal de su ventanilla y se preguntó qué podría ocurrir en caso de que el perro golpeara el cristal unas cuantas veces más. ¿Podría romperlo? No lo hubiera creído veinticuatro horas antes, pero ahora no estaba tan segura.
Volvió a mirar la puerta que daba acceso al porche de los Camber. Parecía estar más lejos que antes. Eso le hizo recordar un concepto que habían discutido en un curso de psicología en la universidad. Idee fixe, lo había llamado el profesor, un remilgado hombrecillo con un bigote parecido a un cepillo de dientes. Si se sitúan ustedes en una escalera mecánica de bajada que no se mueve, les va a resultar repentinamente muy difícil poder andar. Le había hecho tanta gracia que, al final, había encontrado en Bloombingdale’s una escalera mecánica de bajada con la indicación de NO FUNCIONA y había intentado bajar. Para su ulterior diversión, había descubierto que el pequeño y remilgado profesor agregado tenía razón: las piernas no querían moverse. Ello la indujo a tratar de imaginar qué le ocurriría a tu cabeza si las escaleras de tu casa empezaran súbitamente a moverse mientras tú estuvieras bajando. La sola idea la hizo reírse en voz alta.
Pero ahora no resultaba tan divertido. En realidad, no resultaba divertido en absoluto.
La puerta de aquel porche parecía estar efectivamente más lejos.
El perro me está controlando psíquicamente.
Trató de rechazar esta idea en cuanto se le ocurrió, y después dejó de intentarlo. Las cosas se habían vuelto ahora demasiado desesperadas como para que ella pudiera permitirse el lujo de mentirse a sí misma. De manera consciente o inconsciente, Cujo la estaba controlando psíquicamente. Utilizando tal vez su propia idee fixe acerca de cómo tenía que ser el mundo. Pero las cosas habían cambiado. El suave funcionamiento de la escalera mecánica había terminado. Ella no podía seguir de pie en los peldaños inmóviles, aguardando a que alguien volviera a poner el motor en marcha. Lo cierto era que ella y Tad estaban sometidos al asedio del perro.
Tad estaba durmiendo. Si el perro se encontraba en el establo, ahora podría intentarlo.
Pero, ¿y si estaba todavía delante del automóvil? ¿O debajo del mismo?
Recordó algo que su padre solía decir a veces cuando estaba viendo los partidos de fútbol por televisión. Su papá casi siempre bebía más de la cuenta en tales ocasiones y solía comer un gran plato de alubias frías procedentes de la cena del sábado por la noche. Como consecuencia de ello, el salón de la televisión resultaba inhabitable para cualquier forma de vida terrestre cuando llegaba la cuarta parte; e incluso el perro se largaba subrepticiamente con una inquieta sonrisa de desertor en el rostro.
Este dicho de su padre estaba reservado a las jugadas de atajo y pases interceptados especialmente bonitos. «¡A éste lo estaba acechando entre los arbustos!», gritaba su padre. Y su madre se volvía loca… si bien cabe señalar que, cuando Donna era una adolescente, casi todo lo de su padre volvía loca a su madre.
Ahora tuvo la visión de Cujo delante del Pinto, no durmiendo en absoluto sino agazapado sobre la grava con las patas traseras dobladas debajo del cuerpo y los ojos inyectados en sangre clavados en el lugar en el que ella aparecería en cuanto bajara del vehículo por el lado del conductor. La estaba aguardando, esperando que fuera lo suficientemente insensata como para salir. La estaba acechando entre los arbustos.
Se frotó el rostro con ambas manos en un rápido y nervioso gesto como de lavarse. En lo alto del cielo, Venus atisbaba ahora desde el oscuro azul. El sol había desaparecido, dejando una inmóvil pero insensata luz sobre los campos. En algún lugar, un pájaro cantó, enmudeció y volvió a cantar.
Se le ocurrió pensar que no estaba en modo alguno tan deseosa de abandonar el automóvil y echar a correr hacia la puerta como había estado aquella tarde. Parte de ello se debía al hecho de haberse dormido y haber despertado después sin saber exactamente dónde estaba el perro. Parte de ello se debía al simple hecho de que el calor estaba disminuyendo… el atormentador calor y los efectos que había ejercido sobre Tad habían sido lo que más la había impulsado a moverse. Ahora se estaba bastante bien en el automóvil y el estado medio desfallecido de Tad con los párpados entreabiertos se había convertido en un verdadero sueño. Tad estaba descansando cómodamente, por lo menos de momento.
Sin embargo, temía que estas cosas fueran secundarias junto al principal motivo de que ella se encontrara allí todavía… es decir, el hecho de que, poco a poco, se hubiera alcanzado algún punto psicológico de preparación y éste ya hubiera quedado atrás. Recordaba de las clases de salto de palanca de su infancia en Camp Tapawingo que llegaba un instante, aquella primera vez que pisabas la alta tabla de madera, en que tenías que intentarlo o retirarte ignominiosamente para permitir que la chica que venía detrás llevara a cabo su intento. Llegaba un día en el transcurso de la experiencia de aprender a conducir en que, al final, tenías que abandonar los desiertos caminos rurales y probar a conducir en la ciudad. Llegaba un momento. Siempre llegaba un momento. Un momento para saltar, un momento para conducir, un momento para tratar de alcanzar la puerta trasera.
Más tarde o más temprano, el perro haría su aparición. La situación era mala, había que reconocerlo, pero no desesperada. El momento adecuado se producía en ciclos… eso no era nada que hubiera aprendido en una clase de psicología; era algo que ella sabía instintivamente. Si te acobardabas en la alta palanca el lunes, no existía ninguna ley que dijera que no pudieras volver a intentarlo el martes. Podías…
Su mente le dijo a regañadientes que era un razonamiento mortalmente falso.
Ella no era tan fuerte esta noche como la noche anterior. Estaría más débil y todavía más deshidratada mañana por la mañana. Y eso no era lo peor. Llevaba casi todo el rato sentada desde —¿cuánto tiempo?—, no parecía posible, pero habían transcurrido unas veintiocho horas. ¿Y si estuviera demasiado rígida como para poder hacerlo? ¿Y si llegara sólo a medio camino y cayera al suelo a causa de unos calambres en los grandes músculos de los muslos?
En cuestiones de vida y muerte, le dijo su mente implacablemente, el momento adecuado sólo se produce una vez… una vez y después desaparece.
Su respiración y su pulso se habían acelerado. Su cuerpo fue consciente antes que su mente de que iba a realizar el intento. Se envolvió la blusa con más fuerza alrededor de la mano derecha, apoyó la mano en el tirador de la puerta, y lo supo. No había habido ninguna decisión consciente de que ella se hubiera podido percatar; de repente, iba simplemente a intentarlo. Iría ahora que Tad estaba profundamente dormido y no había peligro de que corriera tras ella.
Empujó el tirador hacia arriba con la mano resbaladiza a causa del sudor. Estaba conteniendo la respiración, atenta a cualquier cambio que pudiera producirse.
El pájaro volvió a cantar. Eso fue todo.
Si ha aporreado la portezuela y la ha deformado demasiado, ni siquiera se abrirá, pensó. Sería una especie de amargo alivio. Entonces podría reclinarse en su asiento, volver a pensar en las opciones, ver si había algo que hubiera excluido de sus cálculos… y tener un poco más de sed… sentirse un poco más débil… un poco más torpe.
Ejerció presión sobre la portezuela, apoyando el hombro izquierdo contra la misma y empujando gradualmente cada vez con más peso. Su mano derecha estaba sudando en el interior de la blusa de algodón. La mantenía tan fuertemente cerrada que le dolían los dedos. Percibía vagamente que las medias lunas de las uñas se estaban clavando en su palma. Una y otra vez, se veía con su ojo mental, golpeando el cristal al lado del tirador de la puerta del porche, oía el tintineo de los fragmentos sobre las tablas de madera del interior, se veía a sí misma introduciendo la mano para abrir por dentro…
Pero la portezuela del vehículo no se abría. Empujó con toda su fuerza, ejerciendo presión, con los tendones del cuello en tensión. Pero no se abría. No…
Pero entonces se abrió de repente. Se abrió de par en par con un terrible estruendo metálico, casi expulsándola al exterior en posición de gatas. Hizo ademán de agarrar el tirador, falló y consiguió agarrarlo. Mientras permanecía asida al mismo, una aterradora y repentina certeza se insinuó en su mente. Fue algo tan frío y entorpecedor como un veredicto médico de cáncer inoperable. Había abierto la portezuela, pero ésta no se volvería a cerrar. El perro entraría de un salto y los mataría a los dos. Tad viviría tal vez con un confuso momento de vela, un último y piadoso instante en el que pensaría que era un sueño antes de que los dientes de Cujo le desgarraran la garganta.
Su respiración matraqueaba ruidosamente hacia dentro y hacia fuera, rápida y más rápida. Sus pensamientos se agolpaban locamente. Escenas del pasado se adelantaron al primer plano de su mente como la película de un desfile pasada a cámara rápida hasta el punto de dar la impresión de que las bandas de música y los jinetes a caballo y los que hacen juegos malabares con los bastones están huyendo del escenario de algún espantoso crimen.
El eliminador de basuras regurgitando un asqueroso revoltijo verde por todo el techo de la cocina y retrocediendo hasta la cubeta del bar.
Cayendo en el porche de atrás cuando tenía cinco años y rompiéndose la muñeca.
Mirándose durante el período segundo —álgebra— un día cuando era alumna de primer curso de enseñanza secundaria y viendo para su absoluta vergüenza y horror que había manchas de sangre en su falda de hilo azul claro, le había empezado la regla, ¿cómo iba a levantarse del asiento cuando sonara el timbre sin que todo el mundo viera, sin que todo el mundo supiera que Donna-Rose estaba teniendo la regla?
El primer chico al que había besado con la boca abierta. Dwight Sampson.
Sosteniendo a Tad en sus brazos, recién nacido, y después la enfermera llevándoselo; hubiera querido decirle a la enfermera que no lo hiciera —Devuélvamelo, aún no he terminado, éstas eran las palabras que habían acudido a su mente—, pero se sentía demasiado débil como para poder hablar, y después aquel horrible ruido de violento chapaleo de la placenta saliendo de su interior; recordó haber pensado Estoy vomitando sus sistemas de conservación vital, y después se desmayó.
Su padre, llorando en su boda y después emborrachándose en la recepción.
Rostros. Voces. Habitaciones. Escenas. Libros. El terror de este momento, pensando VOY A MORIR…
Con un tremendo esfuerzo, consiguió controlarse en cierto modo. Asió el tirador de la portezuela del Pinto con ambas manos y dio un tremendo tirón. La portezuela se cerró velozmente. Se percibió de nuevo aquel sonido metálico al protestar el gozne que Cujo había desequilibrado. Se escuchó un pesado golpe al cerrarse la puerta y Tad se irguió y murmuró algo en sueños.
Donna se reclinó en su asiento, estremeciéndose sin poderlo remediar, y lloró en silencio. Unas cálidas lágrimas resbalaron desde sus párpados y siguieron una trayectoria oblicua hacia sus orejas. Jamás en su vida había estado tan asustada de algo, ni siquiera de noche en su habitación cuando era pequeña y le parecía que había arañas por todas partes. Ahora no podía ir, se aseguró a sí misma. Era impensable. Estaba totalmente perdida. Tenía los nervios hechos pedazos. Mejor esperar, esperar otra oportunidad más favorable…
Pero no se atrevía a permitir que su idee adquiriera el carácter de fixe.
No iba a haber ninguna oportunidad más favorable que ésta. Tad estaba excluido de ella, y el perro también estaba excluido. Tenía que ser verdad; toda lógica declaraba que era verdad. El primer violento sonido metálico, después otro ruido cuando ella había tirado de la portezuela y el golpe de la portezuela al cerrarse de nuevo. Si el perro hubiera estado delante del automóvil, se hubiera levantado en seguida. Podía estar en el establo, pero ella creía que también habría oído el ruido desde allí. Se habría ido sin duda a pasear por alguna parte. No se le iba a ofrecer ninguna oportunidad mejor que la de ahora y, si tenía miedo de hacerlo por ella, no tenía que tener miedo de hacerlo por Tad. Todo convenientemente noble. Sin embargo, lo que al final la convenció fue una visión de sí misma, entrando en la casa a oscuras de los Camber, la tranquilizadora sensación del teléfono en su mano. Podía oírse a sí misma, hablando con uno de los delegados del sheriff Bannerman, muy tranquila y racionalmente, y después colgando de nuevo el teléfono. Después, yendo a la cocina a beber un vaso de agua fría.
Volvió a abrir la portezuela, esta vez preparada para oír el sonido metálico, pero haciendo de todos modos una mueca al oírlo. Maldijo al perro en su fuero interno, abrigando la esperanza de que ya se hubiera muerto de una convulsión en algún lugar y estuviera cubierto de moscas.
Echó las piernas hacia fuera, haciendo una mueca al experimentar rigidez y dolor. Y, poco a poco, se levantó bajo el cielo oscuro.
El pájaro cantó en algún lugar cercano: cantó tres notas y enmudeció de nuevo.