Fueron hacia el sudeste por la carretera 117, hacia Maple Sugar Road, que se encontraba a unos ocho kilómetros de la ciudad. El Pinto se portó de manera ejemplar y, de no haber sido por los brincos y sacudidas que había dado mientras regresaban a casa tras hacer la compra, Donna se hubiera preguntado por qué había armado tanto alboroto al respecto. Pero se había producido un acceso de sacudidas, por lo que ella volvía a conducir sentada muy rígida al volante, sin superar los sesenta y cinco kilómetros, desplazándose todo lo que podía hacia la derecha cada vez que se le acercaba otro automóvil por detrás. Y había mucho tráfico por la carretera. Se había iniciado la afluencia estival de turistas y veraneantes. El Pinto no tenía aire acondicionado, motivo por el cual viajaban con las dos ventanillas abiertas.

Un Continental con matrícula de Nueva York, que remolcaba una caravana gigantesca con dos monopatines en la parte de atrás, les adelantó en una curva cerrada mientras el conductor hacía sonar el claxon. La esposa del conductor, una mujer gorda con gafas de sol tipo espejo, miró a Donna y a Tad con autoritario desprecio.

—¡Vete a la mierda! —gritó Donna y levantó el dedo medio en dirección a la gorda.

La gorda apartó la mirada rápidamente. Tad estaba mirando a su madre con un poco de nerviosismo y Donna le dirigió una sonrisa.

—No te preocupes, chicarrón. Vamos bien. Unos simples imbéciles de otro estado.

—Ah —dijo Tad cautelosamente.

Fíjate en mí, pensó. La gran yanqui. Vic estaría orgulloso.

Tuvo que sonreír en su fuero interno porque todo el mundo sabía en Maine que, en caso de que te trasladaras a vivir aquí procedente de otro sitio, serías alguien de otro estado hasta que te colocaran en la tumba. Y en tu lápida sepulcral escribirían algo así como HARRY JONES, CASTLE CORNERS, MAINE (Originariamente de Omaha, Nebraska).

Casi todos los turistas se estaban dirigiendo a la 302 en donde girarían al este en dirección a Naples o bien al oeste en dirección a Bridgton, Fryeburg y North Conway (New Hampshire), con sus pistas alpinas, sus parques de atracciones baratos y sus restaurantes libres de impuestos. Donna y Tad no se dirigían al cruce de la 302.

Aunque su casa daba al centro de Castle Rock con su impresionante parque municipal, los bosques cerraban ambos lados de la carretera antes de haber recorrido ocho kilómetros desde su entrada. Los bosques retrocedían ocasionalmente —un poquito—, dejando al descubierto una parcela con una casa o una caravana y, a medida que uno iba avanzando, las casas iban siendo cada vez más del tipo que su padre había llamado «barraca irlandesa». El sol brillaba todavía con fuerza y aún quedaban unas buenas cuatro horas de luz diurna, pero el vacío le estaba produciendo nuevamente una sensación de inquietud. Aquí aún no estaba tan mal, en la 117, pero, una vez abandonaran la carretera principal…

El punto en el que debían desviarse estaba indicado por un letrero que decía MAPLE SUGAR ROAD con letras descoloridas y casi ilegibles. Lo habían astillado considerablemente los chiquillos con sus pistolas del 22 y sus perdigones. Era una carretera asfaltada de dos carriles, llena de baches y con el suelo levantado a causa de las heladas. Serpeaba frente a dos o tres casas bonitas, otras dos o tres casas no tan bonitas y una vieja y destartalada caravana Road King que estaba sobre una base de hormigón medio desintegrada. Había como un metro de maleza frente a la caravana. Donna pudo ver entre las malas hierbas unos juguetes de plástico de apariencia barata. Un letrero clavado oblicuamente en un árbol al principio del camino particular decía FREE KITTEN’S. Un niño de abultado vientre que debía tener unos dos años estaba de pie en el camino con unos empapados pañales colgando por debajo de su diminuto miembro. Mantenía la boca abierta y se estaba hurgando la nariz con un dedo y el ombligo con otro. Mirándole, Donna experimentó un irreprimible estremecimiento que le puso carne de gallina.

¡Ya basta! Por Dios bendito, ¿qué te ocurre?

Los bosques volvieron a rodearles. Un viejo Ford Fairlane del 68 con mucha pintura rojo herrumbre en la cubierta del motor y alrededor de los faros delanteros pasó por su lado en dirección contraria. Un muchacho con mucho pelo aparecía repantigado con indiferencia tras el volante. No llevaba camisa. El Fairlane debía circular tal vez a ciento treinta. Donna hizo una mueca. Fue el único vehículo que vieron.

La Marple Sugar Road iba subiendo con regularidad y, cuando pasaban frente a algún campo o jardín espacioso, podían contemplar un sorprendente panorama de la zona occidental de Maine en dirección a Bridgton y Fryeburg. El lago Long brillaba en lontananza como un colgante de zafiro de una mujer fabulosamente rica.

Estaban ascendiendo por la ladera de otra de aquellas colinas gastadas por la erosión (tal como se anunciaba, en los bordes de la carretera se alineaban ahora unos polvorientos alerces extenuados por el calor) cuando el Pinto empezó a brincar y a traquetear. A Donna se le atascó la respiración en la garganta mientras pensaba: ¡Vamos, vamos, cochecito asqueroso, vamos!

Tad se removió inquieto en el asiento de al lado y asió con un poco más de fuerza su cesta de la merienda de Snoopy.

Ella empezó a pisar un poco más el acelerador, repitiendo mentalmente las mismas palabras una y otra vez como una plegaria inconexa: vamos, vamos, vamos.

—¿Mamá? ¿Es…?

—Calla, Tad.

Las sacudidas se agravaron, Ella pisó el acelerador, dominada por una sensación dé frustración, y el Pinto brincó hacia delante mientras el motor recuperaba una vez más su normal funcionamiento.

—¡Ya! —exclamó Tad de forma tan repentina que Donna se sobresaltó.

—Aún no hemos llegado, Tadder.

Unos dos kilómetros más allá, llegaron a un cruce indicado con otro letrero de madera que decía TOWN ROAD N.° 3. Donna enfiló el camino con aire triunfal. Que ella recordara, la casa de Camber se encontraba ahora a algo más de dos kilómetros de aquí. Si el Pinto se quedaba sin resuello, ella y Tad podrían ir a pie.

Pasaron frente a una destartalada casa con una camioneta y un viejo y herrumbroso automóvil blanco de gran tamaño y modelo antiguo en el vado. A través del espejo retrovisor, Donna observó que las madreselvas habían crecido como locas en el lado de la casa que daba al sol. Una vez dejada atrás la casa, vieron un campo a la izquierda y el Pinto empezó a subir por una larga y empinada ladera.

A medio camino, el pequeño vehículo empezó a acusar el esfuerzo. Esta vez, las sacudidas fueron más intensas que nunca.

—¿Podrá subir, mamá?

—Sí —contestó ella, sombría.

La aguja del cuentakilómetros bajó de sesenta a cuarenta y cinco. Donna soltó la palanca del selector de transmisión al nivel más bajo, pensando vagamente que tal vez ello sería útil para la comprensión o algo por el estilo. Pero, en su lugar, el Pinto empezó a brincar más que nunca. Una descarga de rugidos emergió a través del tubo de escape, induciendo a Tad a lanzar un grito. Ahora habían bajado casi a velocidad de mantenimiento, pero podía ver la casa de Camber y el establo que le servía de taller.

Antes había dado resultado pisar a fondo el acelerador. Lo volvió a intentar y, de momento, el motor se normalizó. La aguja del cuentakilómetros fue subiendo de veintitrés a treinta. Después, el vehículo empezó a brincar y estremecerse una vez más. Donna intentó de nuevo pisar el acelerador, pero esta vez, en lugar de recuperar su normal funcionamiento, el motor empezó a fallar. La lucecita testigo del tablero de instrumentos empezó a parpadear débilmente, indicando que el Pinto estaba ahora a punto de calarse.

Pero no importaba por que el Pinto ya estaba avanzando trabajosamente por delante del buzón de Camber. Ya habían llegado. Había un paquete colgado de la tapa del buzón y ella pudo leer con toda claridad la dirección del remitente al pasar: J. C. Whitney & Co.

La información pasó directamente a la parte posterior de su mente sin detenerse. Su inmediata atención estaba centrada en el hecho de conseguir enfilar el vado de la casa. Que se cale entonces, pensó. Tendrá que arreglarlo antes de poder entrar o salir.

El vado estaba un poco alejado de la casa. De haber sido todo él cuesta arriba, como el de los Trenton, el Pinto no hubiera logrado subir. Pero, tras una pequeña cuesta inicial, el camino particular de los Camber discurría llano o en ligera pendiente en dirección al espacioso establo transformado en garaje.

Donna puso el vehículo en punto muerto y dejó que la tracción que le quedaba al Pinto les llevara hasta la gran puerta del establo, que aparecía entornada frente a ellos. En cuanto su pie se levantó del pedal del acelerador para pisar el freno, el motor empezó a estremecerse de nuevo… pero esta vez muy débilmente. La lucecita pulsó como un lento latido de corazón y después brilló con más intensidad. El Pinto se caló.

Tad miró a Donna.

—Tad, compañero —le dijo ella, sonriendo—, hemos llegado.

—Sí —dijo él—, pero, ¿habrá alguien en casa?

Había una camioneta de reparto color verde oscuro aparcada al lado del establo. Era sin duda la camioneta de Camber, no la de otra persona que la hubiera llevado para que se la arreglaran. La recordaba de la última vez. Pero la luz del interior estaba apagada. Estiró el cuello hacia la izquierda y vio que las luces de la casa también estaban apagadas. Y, además, había visto un paquete colgando de la tapa del buzón.

La dirección del remitente del paquete era la de J. C. Whitney & Co. Sabía lo que era; su hermano solía recibir catálogos por correspondencia cuando era un muchacho. Vendían piezas de recambio y accesorios de automóviles así como equipo fabricado por encargo. Un paquete de J. C. Whitney para Joe Camber era lo más natural del mundo. Sin embargo, si Camber hubiera estado en casa, lo más lógico era que ya hubiera recogido su correspondencia.

No hay nadie en casa, pensó con desaliento al tiempo que experimentaba una especie de fatigada cólera contra Vic. Siempre está en casa, seguro, el tipo echaría raíces en su garaje si pudiera, ya lo creo, menos cuando yo le necesito.

—Bueno, vamos a verlo —dijo, abriendo su portezuela.

—No puedo desabrocharme el cinturón —dijo Tad, manoseando inútilmente la hebilla.

—Bueno, no te preocupes, Tad. Yo iré por el otro lado y te soltaré.

Bajó, cerró la portezuela de golpe y avanzó dos pasos en dirección a la parte anterior del vehículo con el propósito de rodear el capó para pasar al otro lado y liberar a Tad del cinturón de seguridad. Ello ofrecería a Camber la posibilidad de salir a ver quién era la visita, si es que estaba en casa. En cierto modo, no le agradaba la idea de asomar la cabeza al interior sin anunciar previamente su presencia. Probablemente era una estupidez, pero, desde que se había producido aquella desagradable y aterradora escena con Steve Kemp en la cocina, había adquirido conciencia de lo que significaba ser una mujer sin una protección mucho mayor que la que había tenido desde que había cumplido los dieciséis años y su madre y su padre le habían permitido empezar a salir con chicos.

El silencio le llamó inmediatamente la atención. Hacía calor y estaba todo tan tranquilo que, en cierto modo, resultaba inquietante. Había rumores, claro, pero, incluso tras llevar viviendo varios años en Castle Rock, lo máximo que podía decir a propósito de su oído era que éste había pasado de ser un «oído de gran ciudad» a ser un «oído de pequeña localidad». Sin embargo, no era en modo alguno un «oído de campo»… y esto era auténtico campo.

Oyó el trinar de los pájaros y la música más áspera de un cuervo en algún lugar del alargado campo que se extendía por el costado de la colina por la que acababan de ascender. Soplaba una leve brisa y los robles que bordeaban el vado formaban unos cambiantes dibujos de sombras alrededor de sus pies. Pero no podía oír ni un solo motor de automóvil, ni siquiera el lejano eructo de un tractor o una gavilladora. El oído de gran ciudad y el oído de pequeña localidad están acostumbrados sobre todo a los ruidos producidos por el hombre; los que produce la naturaleza tienden a caer fuera de la tupida red de la percepción selectiva. Una ausencia absoluta de tales sonidos produce inquietud.

Le oiría si estuviese trabajando en el establo, pensó Donna. Sin embargo, los únicos ruidos que percibía eran los de sus propias pisadas sobre la aplastada grava de la calzada y un bajo zumbido apenas audible… sin formularlo de una forma consciente, su mente lo catalogó como el zumbido de un transformador eléctrico de uno de los postes de la carretera.

Llegó a la altura de la cubierta del motor y estaba a punto de pasar por delante del automóvil cuando oyó un nuevo rumor. Un bajo y espeso gruñido.

Se detuvo e irguió inmediatamente la cabeza, tratando de identificar la procedencia del sonido. Por un instante no le fue posible y se aterrorizó de repente, no por el sonido en sí mismo sino por su aparente falta de procedencia. No estaba en ninguna parte. Estaba en todas partes. Y entonces una especie de radar interno —facultad de supervivencia quizás— entró en funcionamiento y ella comprendió que el gruñido procedía del interior del garaje.

—¿Mamá? —dijo Tad, asomando la cabeza por la ventanilla abierta hasta donde se lo permitía el cinturón de seguridad—. No puedo quitarme esta maldita…

—¡Sssss!

(gruñidos)

Donna dio un vacilante pasó atrás, con la mano derecha apoyada suavemente en la baja capota del Pinto, con los nervios sujetos por unos resortes tan delgados como filamentos, no dominada precisamente por el pánico, pero sí en un estado de vigilancia intensificada, pensando: Antes no gruñía.

Cujo salió del garaje de Camber. Donna lo miró, notando que su respiración alcanzaba una fase de indolora pero total paralización en su garganta. Era el mismo perro. Era Cujo. Pero…

Pero, oh

(oh, Dios mío)

Los ojos del perro se clavaron en los suyos. Estaban enrojecidos y húmedos. Estaban rezumando una especie de sustancia viscosa. Parecía que el perro estuviera derramando lágrimas pegajosas. Su pelaje atezado estaba apelmazado y cubierto de barro y…

Sangre, es

(es sangre, Jesús Jesús)

Parecía no poder moverse. No respiraba. Marea baja absoluta en sus pulmones. Había oído hablar de la paralización a causa del miedo, pero nunca había imaginado que pudiera ocurrir tan completamente. No había el menor contacto entre su cerebro y sus piernas. El retorcido filamento gris que discurría por el interior de su columna vertebral había dejado de emitir señales. Sus manos eran unos estúpidos bloques de carne situados al sur de sus muñecas, carentes de toda sensación. Se le escapó la orina. No se percató de ello, exceptuando una vaga sensación de distante calor.

Y el perro pareció darse cuenta. Sus terribles ojos irreflexivos no se apartaban ni un momento de los azules ojos desorbitados de Donna Trenton. Empezó a adelantarse lentamente, casi con languidez. Ahora se encontraba en las tablas de madera del suelo de la entrada del garaje. Ahora estaba pisando la gravilla, a unos siete metros de distancia. No dejaba de gruñir. Era una especie de ronroneo, tranquilizador en su amenaza. La espuma escapaba del hocico de Cujo. Y ella no podía moverse en absoluto.

Entonces Tad vio el perro, reconoció la sangre que le manchaba el pelaje y lanzó un grito… un fuerte y estridente grito que hizo a Cujo mover los ojos. Y eso fue lo que pareció salvar a Donna.

Ésta dio una vacilante vuelta de borracha, golpeándose la parte inferior de la pierna contra el guardabarros del Pinto y experimentando una aguda punzada de dolor hasta la cadera. Rodeó corriendo la cubierta del motor del automóvil. El gruñido de Cujo se transformó en un desgarrador rugido de cólera mientras el perro cargaba contra ella. Los pies casi le resbalaron sobre la suelta gravilla y sólo pudo mantener el equilibrio apoyando el brazo sobre la cubierta del motor del Pinto. Se golpeó la espinilla y lanzó un pequeño grito de dolor.

La portezuela del vehículo estaba cerrada. La había cerrado ella automáticamente al bajar. El botón cromado de debajo del tirador se le antojó de repente deslumbradoramente brillante, arrojándole flechas de sol a los ojos. Jamás conseguiré abrir esta portezuela, entrar y cerrarla, pensó mientras surgía en ella la angustiosa comprensión de que tal vez estuviera a punto de morir. No hay tiempo suficiente. Imposible.

Consiguió abrir la portezuela de un tirón. Podía oír su propio aliento, entrando y saliendo de su garganta en sollozos. Tad volvió a lanzar un grito agudo y penetrante.

Ella se sentó, casi cayendo en el asiento del conductor. Pudo vislumbrar a Cujo acercándose a ella, con los cuartos traseros en tensión, preparándose para el asalto que hubiera arrojado sus cien kilos de peso contra su regazo.

Consiguió cerrar la portezuela del Pinto con ambas manos, extendiendo el brazo derecho por encima del volante y haciendo sonar el claxon con el hombro. Lo consiguió por un pelo. Una décima de segundo después de haber cerrado la portezuela, se percibió un pesado y sólido golpe, como si alguien hubiera lanzado un pedazo de leña contra el costado del automóvil. Los fieros rugidos de cólera del perro cesaron de repente y se hizo el silencio.

Ha perdido el sentido a causa del golpe, pensó ella histéricamente. Gracias a Dios, gracias a Dios por

Pero, un momento después, la cabeza retorcida, y cubierta de espuma de Cujo apareció al otro lado de la ventanilla, a escasos centímetros de distancia, como el monstruo de una película de horror que hubiera decidido provocar en el público un estremecimiento definitivo, saliendo de la pantalla. Pudo ver sus enormes e impresionantes dientes. Y una vez más experimentó la sensación terrible y desalentadora de que el perro la estaba mirando a ella, no a una mujer que casualmente se encontrara atrapada en el interior de un automóvil con su hijito, sino a Donna Trenton, como si hubiera estado esperando por allí a que ella apareciera.

Cujo empezó a ladrar de nuevo, con una sonoridad increíble incluso a través del cristal Saf-T. Y, de repente, se le ocurrió pensar que, si no hubiera subido automáticamente el cristal de la ventanilla al detenerse el Pinto (algo en lo que su padre siempre había insistido: detén el automóvil, sube los cristales de las ventanillas, pon el freno, toma las llaves, cierra el vehículo), ahora se hubiera quedado sin garganta. Su sangre estaría manchando el volante, el tablero de instrumentos y el parabrisas. Aquella acción, tan automática que ni siquiera podía recordar realmente haberla llevado a cabo.

Emitió un grito.

El terrible rostro del perro desapareció de su vista.

Recordó a Tad y miró a su alrededor. Al verle, se sintió invadida por un nuevo temor que se hundió en ella como un clavo ardiente. El niño no se había desmayado, pero tampoco disfrutaba de plena conciencia. Aparecía reclinado en el asiento con los ojos aturdidos e inexpresivos. Su rostro estaba muy pálido. Y sus labios habían adquirido una coloración azulada en las comisuras.

—¡Tad! —Donna hizo chasquear los dedos bajo su nariz y él parpadeó lentamente al oír el seco rumor—. ¡Tad!

—Mamá —dijo él con voz pastosa—, ¿cómo ha conseguido salir el monstruo de mi armario? ¿Es un sueño? ¿Estoy haciendo la siesta?

—Todo irá bien —contestó ella, estremeciéndose, sin embargo, a causa de lo que él acababa de decir a propósito de su armario—. Es…

Vio la cola del perro y la parte superior de su ancho lomo por encima del capó del Pinto. Estaba dirigiéndose al lado del automóvil en el que se encontraba Tad…

Y la ventanilla de Tad no estaba cerrada.

Se inclinó sobre las rodillas de Tad, moviéndose con un espasmo muscular tan intenso que se lastimó los dedos con la manivela del cristal de la ventanilla. Subió el cristal con toda la rapidez que pudo, jadeando, percibiendo cómo Tad se estremecía bajo su cuerpo.

El cristal estaba subido unas tres cuartas partes cuando Cujo se abalanzó contra la ventanilla. El hocico penetró a través de la abertura y se vio obligado a apuntar hacia arriba a causa del cristal que estaba subiendo. El estruendo de sus sonoros ladridos llenó el interior del pequeño vehículo. Tad volvió a gritar y se rodeó la cabeza con los brazos, cruzando los antebrazos sobre los ojos. Trató de hundir el rostro en el vientre de Donna, reduciendo con ello su capacidad de maniobra sobre la manivela de la ventanilla, en su ciego esfuerzo por escapar.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Haz que pare! ¡Haz que se vaya!

Algo cálido le estaba bajando a Donna por los dorsos de las manos. Vio con creciente horror que se trataba de una mezcla de cieno y sangre que estaba brotando de la boca del perro. Echando mano de todos sus recursos, consiguió que la manivela de la ventanilla diera otro cuarto de vuelta… y entonces Cujo se retiró. Sólo pudo vislumbrar fugazmente los rasgos del San Bernardo, retorcidos y extravagantes, una absurda caricatura del simpático rostro de un San Bernardo. Después el perro volvió a apoyarse en sus cuatro patas y ella sólo pudo verle el lomo.

Ahora la manivela giró con facilidad. Ella cerró la ventanilla y después se secó los dorsos de las manos en sus pantalones vaqueros, emitiendo unos pequeños gritos de repugnancia.

(oh Jesús mío Santa María Madre de Dios)

Tad se había sumido de nuevo en aquel estado de aturdida semiinconsciencia. Esta vez, cuando hizo chasquear los dedos frente a su rostro, no hubo reacción.

Eso le va a producir algún complejo, Dios mío, ya lo creo que sí. Oh, dulce Tad, si te hubiera dejado con Debbie.

Le asió por los hombros y empezó a sacudirlo nuevamente adelante y atrás.

—¿Estoy haciendo la siesta? —preguntó otra vez el niño.

—No —dijo ella. El niño gimió… emitiendo un apagado y doloroso rumor que a ella le partió el corazón—. No, pero no ocurre nada. ¿Tad? Ya está todo arreglado. Ese perro no puede entrar. Las ventanillas están cerradas. No puede entrar. No puede pillarnos.

Eso produjo cierto efecto y los ojos de Tad se animaron un poco.

—Entonces vámonos a casa, mamá. No quiero estar aquí.

—Sí. Sí, ahora vamos a…

Como un gigantesco proyectil de color atezado, Cujo brincó sobre la cubierta del motor del Pinto y se lanzó contra el parabrisas, ladrando sin cesar. Tad emitió otro grito, abrió mucho los ojos y hundió las manitas en sus mejillas, dejando en ellas unas violentas ronchas de color rojo.

—¡No nos puede pillar! —le gritó Donna—. ¿Me oyes? ¡No puede entrar, Tad!

Cujo golpeó el parabrisas con un rumor sordo y brincó hacia atrás, tratando de no perder el punto de apoyo sobre el capó. Dejó toda una serie de nuevos arañazos sobre la pintura. Y apareció de nuevo.

—¡Quiero ir a casa!

—Abrázame fuerte, Tadder, y no te preocupes.

Qué absurdo parecía eso… pero, ¿qué otra cosa podía decir?

Tad hundió el rostro en su pecho en el momento en que Cujo volvía a abalanzarse sobre el parabrisas. La espuma manchó el cristal mientras él trataba de romperlo a dentelladas. Aquellos turbios y enloquecidos ojos se clavaron en los de Donna. Voy a haceros pedazos, le decían. Tanto a ti como al niño. En cuanto descubra el medio de penetrar en este bote de hojalata, os comeré vivos; os devoraré a pedazos mientras todavía estéis gritando.

Rabioso, pensó ella. Este perro está rabioso.

Con pánico creciente, dirigió la mirada más allá del perro por encima del capó del vehículo, posándola en la camioneta aparcada de Joe Camber. ¿Le habría mordido el perro?

Encontró los botones del claxon y los pulsó. El claxon del Pinto empezó a sonar y el perro resbaló hacia atrás, casi perdiendo de nuevo el equilibrio.

—Eso no te gusta mucho, ¿eh? —exclamó ella con aire triunfal—. Te duele en los oídos, ¿verdad?

Volvió a tocar el claxon.

Cujo saltó de encima de la cubierta del motor.

—Mamá, por favor, vámonos a casa.

Donna hizo girar la llave de encendido. El motor arrancó y arrancó y arrancó… pero el Pinto no se puso en marcha. Al final, ella lo apagó.

—Cariño, ahora mismo no podemos irnos. El coche…

—¡Sí! ¡Sí! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!

La cabeza de Donna empezó a pulsar. Unos enormes e intensos dolores, en perfecta sincronía con los latidos de su corazón.

—Óyeme, Tad. El coche no quiere ponerse en marcha. Es cosa de la válvula de aguja. Tenemos que esperar a que se enfríe el motor. Entonces creo que funcionará. Y podremos irnos.

Lo único que tenemos que hacer es retroceder para apartarnos de la calzada cochera y apuntar hacia el pie de la colina. Entonces no importará que se cale porque podremos deslizamos cuesta abajo por la pendiente aunque no funcione él motor. Si no me asusto y piso el freno, creo que estaré en condiciones de llegar muy cerca de la Maple Sugar Road aunque el motor no funcione… o…

Pensó en la casa situada al pie de la colina, la que tenía toda una maraña de madreselvas cubriéndole el lado este. Había gente allí. Había visto unos vehículos.

¡Gente!

Empezó a hacer sonar nuevamente el claxon. Tres bocinazos cortos y tres largos, una y otra vez, las únicas nociones de Morse que recordaba de sus dos años en las Girl Scouts. La oirían. Aunque no entendieran el mensaje, subirían a ver quién estaba armando aquel alboroto en casa de Joe Camber… y por qué.

¿Dónde estaba el perro? Ya no podía verlo. Pero no importaba. El perro no podía entrar y muy pronto acudiría alguien en su ayuda.

—Todo se arreglará —le dijo a Tad—. Ya lo verás.

Las oficinas de los Estudios Image-Eye se albergaban en un sucio edificio de ladrillo de Cambridge. Las oficinas comerciales estaban instaladas en la cuarta planta, en la quinta había una suite de dos estudios y, en la sexta y última planta, había una sala de proyección con un sistema de aire acondicionado muy deficiente, en la que apenas tenían cabida dieciséis asientos colocados en hileras de cuatro.

En las primeras horas de la noche de aquel lunes, Vic Trenton y Roger Breakstone se encontraban sentados en la tercera fila de la sala de proyección, sin las chaquetas y con los nudos de las corbatas aflojados. Habían contemplado los cinescopios de los anuncios del Profesor de los Cereales Sharp cinco veces cada uno. Eran exactamente veinte anuncios. De los veinte, tres correspondían a los infames «spots» de los Red Razberry Zingers.

El último carrete de seis «spots» había terminado de pasarse hacía media hora y el operador de la cámara les había dado las buenas noches y se había ido a su trabajo nocturno, consistente en pasar películas en el Cine Orson Welles. Quince minutos más tarde, Rob Martin, el director de Image-Eye, se había despedido sombríamente de ellos, añadiendo que su puerta estaría abierta para ellos todo el día siguiente y el miércoles en caso de que le necesitaran. Evitó referirse a lo que estaba en la mente de los tres. La puerta estará abierta en caso de que se os ocurra algo acerca de lo que merezca la pena hablar.

Rob tenía motivos más que justificados para mostrarse sombrío. Era un veterano del Vietnam que había perdido una pierna en la ofensiva del Tet. Había inaugurado los Estudios I-E a finales de 1970 con el dinero de su pensión de invalidez y una considerable ayuda de sus suegros. Los estudios habían estado abriéndose paso desde entonces a trancas y barrancas, recogiendo sobre todo las migajas de aquella bien surtida mesa de los medios de difusión en la que celebraban sus banquetes los más importantes estudios de Boston. Vic y Roger le habían elegido a él porque les recordaba en cierto modo sus propias circunstancias… luchando por abrirse camino y por llegar a aquella legendaria esquina y doblarla. Y, además, Boston estaba bien porque lo tenían más a mano que Nueva York.

En el transcurso de los últimos dieciséis meses, la Image-Eye había iniciado el despegue. Rob había podido utilizar los «spots» de la Sharp para cerrar otros contratos y, por primera vez, las cosas habían adquirido un sesgo favorable. En mayo, poco antes de que se produjera el fracaso de los cereales, les había enviado a Vic y a Roger una tarjeta postal en la que se veía un autobús de Boston, alejándose. En la parte de atrás había cuatro encantadoras damas, inclinadas para mostrar sus traseros enfundados en unos pantalones vaqueros de alta costura. En el reverso de la postal figuraba escrito el siguiente mensaje en sensacionalista estilo periodístico: LA IMAGE-EYE CONSIGUE CONTRATO

PARA HACER TRASEROS PARA LOS AUTOBUSES DE BOSTON;

DÓLARES A ESPUERTAS. Había tenido gracia. Ahora ya había desaparecido la euforia. Desde el fracaso de los Zingers, dos clientes (uno de ellos de Cannes-Look Jeans) habían cancelado sus contratos con la I-E y, en caso de que la Ad Worx perdiera la cuenta de la Sharp, Rob perdería otros contratos, aparte el de la Sharp. Ello le había producido enojo y miedo… emociones que Vic comprendía perfectamente.

Llevaban casi cinco minutos sentados, fumando en silencio, cuando Roger dijo en voz baja:

—Casi me dan ganas de vomitar, Vic. Veo a este tío sentado sobre el escritorio y mirándome con cara de mosquita muerta, tomando un bocado de esos cereales con el colorante que destiñe y diciendo: «No, eso no tiene nada de malo», y es que me duele el estómago. Me duele físicamente el estómago. Me alegro de que el operador de la cámara haya tenido que marcharse. Si los hubiera contemplado una vez más, hubiera tenido que echar mano de una bolsa para el mareo.

Apagó la colilla del cigarrillo en el cenicero que había en el brazo de su sillón. Parecía enfermo; en su rostro se observaba un brillo amarillento que a Vic no le gustaba en absoluto. Se le podía llamar neurosis de guerra, fatiga de combate o lo que se quisiera, pero lo que se quería decir con ello era que uno se estaba cagando de miedo y se sentía atrapado en una guarida de ratas. Era estar mirando en la oscuridad y ver algo que estaba a punto de devorarle a uno.

—Yo no hacía más que decirme que vería algo —dijo Roger, haciendo ademán de sacar otro cigarrillo—. Algo, ¿comprendes? No podía creer que fuera tan malo como parecía. Pero el efecto acumulativo de estos «spots»… es como ver a Jimmy Carter, diciendo: «Nunca les mentiré a ustedes». —Dio una chupada al nuevo cigarrillo, hizo una mueca y lo apagó en el cenicero—. No me extraña que George Carlin y Steve Martin y el maldito Saturday Night Live alcanzaran un éxito tan fabuloso. Ese tío me resulta ahora tan gazmoño…

Su voz había adquirido un súbito temblor lloroso. Cerró la boca de golpe.

—Tengo una idea —dijo Vic serenamente.

—Sí, dijiste algo en el avión —Roger le miró, pero sin excesiva esperanza—. Si tienes alguna, oigámosla.

—Yo creo que el profesor de los Cereales Sharp tiene que hacer otro «spot» —dijo Vic—. Creo que tenemos que convencer de ello al viejo Sharp. No al chico. Al viejo.

—¿Y qué va a vender ahora el viejo «profe»? —preguntó Roger, retorciendo otro ojal de la camisa para desabrocharlo—. ¿Veneno raticida o Agente Naranja?

—Vamos, Roger. Nadie se envenenó.

—Pero es casi lo mismo —dijo Roger, soltando una estridente carcajada—. A veces me pregunto si entiendes realmente lo que significa hacer un anuncio. Es agarrar a un lobo por la cola. Bueno, pues, esta vez el lobo se nos ha escapado y está a punto de volver para devorarnos enteros.

—Roger…

—Éste es el país en el que salta a la primera plana de los periódicos la noticia de que un grupo de consumidores ha pesado el Cuarto de Libra de la McDonald’s y ha descubierto que pesa algo menos de un cuarto de libra. En el que alguna oscura revista de California publica un informe según el cual una colisión trasera puede provocar una explosión del depósito de gasolina en los Pintos y la Ford Motor Company tiembla hasta sus cimientos…

—No me hables de eso —dijo Vic, riéndose esforzadamente—. Mi mujer tiene un Pinto. Bastantes problemas tengo ya.

—Lo único que te estoy diciendo es que el hecho de que el Profesor de los Cereales Sharp aparezca en otro anuncio se me antoja tan inoportuno como una repetición del discurso sobre el estado de la Unión por parte de Richard Nixon. Está en entredicho, Vic, ¡está hecho polvo por completo! —Roger hizo una pausa, mirando a Vic. Vic le devolvió una mirada muy seria—. ¿Qué quieres que diga?

—Que lo siente.

Roger parpadeó, mirándole por un instante con ojos vidriosos. Después echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada entrecortada.

—Que lo siente. ¿Que lo siente? Vaya por Dios, qué maravilla. ¿Y esa era la gran idea?

—Espera, Rog. Es que no me das ninguna oportunidad. Eso no es propio de ti.

—No —dijo Roger—, creo que no. Dime lo que quieres decir. Pero no puedo creer que estés hablando…

—¿En serio? Hablo completamente en serio. Tú seguiste los cursos. ¿Cuál es la base de un anuncio afortunado? ¿Cuál es el propósito del anuncio?

—La base de un anuncio afortunado es el hecho de que la gente quiere creer. El hecho de que sea la propia gente la que venda.

—Sí. Cuando el mecánico de la Maytag dice que él es el tipo más solitario de la ciudad, la gente quiere creer de veras que existe en algún lugar un sujeto semejante que no hace otra cosa más que oír la radio y masturbarse quizá de vez en cuando. La gente quiere creer que sus Maytags nunca necesitarán ser objeto de una reparación. Cuando aparece Joe DiMaggio y dice que Mr. Coffee ahorra café y ahorra dinero, la gente quiere creerlo. Si…

—Pero, ¿acaso no es por eso por lo que nos encontramos metidos en este lío? Querían creer en el Profesor de los Cereales Sharp y éste les ha defraudado. De la misma manera que querían creer en Nixon y él…

—¡Nixon, Nixon, Nixon! —exclamó Vic, sorprendiéndose de su propia vehemencia—. ¡Te estás cegando con esa comparación en concreto, te la he oído dos docenas de veces desde que ocurrió el desastre, y no encaja!

Roger le estaba mirando con expresión perpleja.

—Nixon era un cuentista, sabía que era un cuentista y dijo que no era un cuentista. El Profesor de los Cereales Sharp dijo que los Red Razberry Zingers no tenían nada de malo, y tenían algo de malo, pero él no lo sabía —Vic se inclinó hacia delante y empujó suavemente con el dedo el brazo de Roger para subrayar mejor sus palabras—. No hubo falta de lealtad. Y tiene que decir eso, Rog. Tiene que comparecer ante el público norteamericano y decirle que no hubo falta de lealtad. Lo que hubo fue un error cometido por una empresa que fabrica colorantes para el sector de la alimentación. El error no lo cometió la Sharp Company. Tiene que decir eso. Y, sobre todo, tiene que decir que siente que se produjera este error y que, a pesar de que nadie sufrió ningún daño, siente que la gente se asustara.

Roger asintió y después se encogió de hombros.

—Sí, comprendo la intención. Pero ni el viejo ni el chico lo aceptarán, Vic. Quieren enterrar al…

—¡Sí, sí, sí! —gritó Vic, casi obligando a Roger a dar un respingo. Se levantó de un salto y empezó a pasear sincopadamente arriba y abajo por el corto pasillo de la sala de proyecciones—. Pues claro que sí, tienen razón, está muerto y le tienen que enterrar, el Profesor de los Cereales Sharp tiene que ser enterrado, los Zingers ya han sido enterrados. Pero lo que tenemos que hacerles comprender es que no se puede celebrar un entierro a medianoche. ¡Esta es la cuestión principal! Su deseo es el de actuar como un jefe de la Mafia… o como un pariente asustado que está enterrando a una víctima del cólera —Vic se inclinó hacia Roger hasta casi rozarle la nariz con la suya—. Nuestra misión es hacerles comprender que el Profesor de los Cereales Sharp nunca podrá descansar en paz a menos que le entierren a plena luz del día. Y a mí me gustaría que todo el país participara en su entierro.

—Estás loc… —empezó a decir Roger… pero después cerró la boca de golpe.

Por fin Vic pudo ver que aquella asustada y vaga expresión desaparecía de los ojos de su socio. Una súbita luz perspicaz apareció en el rostro de Roger y la expresión de pánico fue sustituida por otra levemente alocada. Roger empezó a sonreír. Vic se alivió tanto al ver aquella sonrisa que, por primera vez desde que había recibido la nota de Kemp, se olvidó de Donna y de lo que había sucedido. El trabajo le absorbió por completo y sólo más tarde se preguntaría, con cierto asombro, cuánto tiempo hacía que no experimentaba aquella pura, emocionante y maravillosa sensación de estar plenamente enfrascado en algo que sabía hacer muy bien.

—A primera vista, queremos simplemente que repita las cosas que Sharp ha estado diciendo desde que ocurrió —añadió Vic—. Pero, cuando las diga el propio Profesor de los Cereales…

—Se habrá cerrado el círculo —murmuró Roger, encendiendo otro cigarrillo.

—Exactamente. Tal vez podamos planteárselo al viejo como la escena final de la comedia de los Red Razberry Zingers. Confesándolo todo. Dejándolo a nuestra espalda…

—Tomando una medicina amarga. Sí, eso le gustaría al viejo chivo. Pública penitencia… azotarse con látigos…

—Y, en lugar de irse como un circunspecto individuo que se ha caído de culo en un charco de barro en medio de las risas de todo el mundo, se va como Douglas MacArthur, diciendo que los viejos soldados nunca mueren sino que simplemente desaparecen. Esta es la superficie de la cosa. Pero, por debajo, estamos buscando un tono… una sensación…

Vic estaba cruzando la frontera del territorio de Roger. Si pudiera delinear la forma de lo que pretendía decir, la idea que se le había ocurrido mientras tomaba café en el Bentley’s, Roger seguiría a partir de allí.

—MacArthur —dijo Roger suavemente—. Es eso, ¿no? El tono es de despedida. La sensación es de pesadumbre. Producir en la gente la impresión de que ha sido injustamente tratado, pero que ahora ya es demasiado tarde. Y…

Roger miró a Vic casi con sobresalto.

—¿Qué?

—Período de máxima audiencia —dijo Roger.

—¿Cómo?

—Los «spots». Los pasaremos en el período de máxima audiencia. Los anuncios van destinados a los padres, no a los chicos. ¿De acuerdo?

—Sí, sí.

—Si conseguimos hacer las malditas cosas.

—Conseguiremos hacerlas —dijo Vic, sonriendo. Y, utilizando una de las expresiones de Roger cuando se refería a un buen proyecto de anuncio, añadió—: Es un tanque, Roger. Lo lanzaremos contra ellos en caso necesario. Siempre y cuando se nos pueda ocurrir algo concreto antes de ir a Cleveland…

Permanecieron sentados, hablando en la minúscula sala de proyecciones, por espacio de otra hora y cuando se fueron para regresar al hotel, agotados y sudorosos, ya había anochecido por completo.

—¿Podemos irnos ahora a casa, mamá? —preguntó Tad en tono apático.

—Muy pronto, cariño.

Donna contempló la llave introducida en la ranura del encendido. Había otras tres llaves en el llavero: la llave de la casa, la llave del garaje y la llave del compartimiento de atrás del Pinto. Había un trozo de cuero con una seta grabada en él, colgando del llavero. Había comprado el llavero en Swanson’s unos grandes almacenes de Bridgton, en abril. En abril, cuando estaba tan decepcionada y asustada, sin saber realmente lo que era el auténtico miedo; el auténtico miedo era tratar de cerrar la ventanilla de tu hijo mientras un perro rabioso te babea sobre las manos.

Se inclinó hacia delante y rozó con la mano el trozo de cuero. Pero volvió a apartar la mano.

La verdad era ésa: le daba miedo intentarlo.

Eran las siete y cuarto. El día estaba aún claro, si bien la sombra del Pinto se estaba alargando casi hasta la entrada del garaje. Aunque ella no lo sabía, su marido y su socio estaban presenciando la proyección de los cinescopios del Profesor de los Cereales Sharp en la Image-Eye Cambridge. No sabía por qué nadie había contentado al SOS que ella había lanzado. De haberse tratado de una novela, hubiera acudido alguien. Hubiera sido la recompensa a la heroína, por habérsele ocurrido aquella idea tan inteligente. Pero nadie había acudido.

No cabía duda de que el sonido había llegado hasta la destartalada casa del pie de la colina. A lo mejor era que estaban borrachos. O tal vez los propietarios de los dos automóviles de la calzada particular (patio de entrada, se corrigió automáticamente con el pensamiento, aquí lo llaman patio de entrada) se habían ido a otro lugar en un tercer vehículo. Pensó que ojalá pudiera ver la casa desde aquí, pero la pendiente de la colina se la ocultaba.

Al final, había decidido dejar de emitir el SOS. Temía que, el hecho de seguir tocando el claxon agotara la batería del Pinto que venía utilizando desde que habían comprado el automóvil. Seguía creyendo que el Pinto se pondría en marcha cuando el motor se enfriara lo suficiente. Era lo que siempre había ocurrido en anteriores ocasiones.

Pero temes intentarlo porque, si no se pone en marcha… ¿qué?

Estaba a punto de hacer girar la llave del encendido cuando el perro apareció de nuevo ante sus ojos. Lo había perdido de vista porque se había tendido en el suelo delante del Pinto. Ahora se dirigía despacio hacia el establo, con la cabeza gacha y la cola colgando. Vacilaba y se tambaleaba como un borracho, una vez finalizada la amarga y prolongada sesión de bocinazos. Sin mirar hacia atrás, Cujo desapareció entre las sombras del interior del edificio.

Donna apartó de nuevo la mano de la llave.

—Mamá, ¿no nos vamos?

—Déjame pensar, cariño —dijo ella.

Miró a su izquierda, a través de la ventanilla del conductor. Ocho pasos rápidos la conducirían a la puerta de atrás de la casa de Camber. En la escuela superior, era la estrella del equipo femenino de atletismo en pista y aún seguía practicando el jogging con regularidad. Podría ganar al perro en la carrera hasta la puerta y entrar, estaba segura. Habría un teléfono. Una llamada al despacho del sheriff Bannerman y terminaría el horror. Por otra parte, en caso de que tratara de poner en marcha el motor, cabía la posibilidad de que éste no se pusiera en marcha… pero llamaría inmediatamente la atención del perro. Apenas sabía nada de la rabia, pero le parecía recordar haber leído alguna vez que los animales rabiosos eran casi sobrenaturalmente sensibles a los sonidos. Los ruidos fuertes les volvían locos.

—¿Mamá?

—Ssss, Tad. ¡Ssss!

Ocho pasos rápidos. Pruébalo. Aunque Cujo estuviera acechando y vigilando desde el interior del garaje sin que ella le viera, estaba segura —lo sabía— que podría ganar una carrera hasta la puerta de atrás. El teléfono, sí. Y… un hombre como Joe Camber debía tener sin duda una escopeta. Tal vez tuviera un armero lleno. ¡Con qué gusto le volaría la cabeza a aquel maldito perro para acabar con toda aquella historia!

Ocho pasos rápidos.

Claro. Pruébalo.

¿Y si la puerta que daba al porche estaba cerrada?

¿Merece la pena correr el riesgo?

El corazón empezó a latirle con fuerza en el pecho mientras sopesaba las posibilidades. Si hubiese estado sola, la cosa hubiera sido distinta. Pero, ¿y si la puerta estaba cerrada? Podía ganar al perro en la carrera hasta la puerta, pero no en la carrera hasta la puerta y después vuelta al automóvil. No le sería posible en caso de que se acercara corriendo y cargara contra ella tal como lo había hecho antes. ¿Y qué haría Tad? ¿Y si Tad viera a su madre salvajemente atacada por un perro furioso de cien kilos, desgarrada y mordida, destripada…?

No. Aquí estaban seguros.

¡Intenta otra vez poner en marcha el motor!

Extendió la mano hacia la llave de encendido mientras parte de su mente le gritaba que sería más prudente esperar un poco más hasta que el motor estuviera perfectamente frío…

¿Perfectamente frío? Ya llevaban ahí tres horas o más.

Tomó la llave y la hizo girar.

El motor arrancó brevemente una, dos, tres veces… y después se puso en marcha con un rugido.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó ella.

—¿Mamá? —gritó Tad con voz estridente—. ¿Nos vamos? ¿Nos vamos?

—Nos vamos —dijo ella con expresión sombría, poniendo la palanca en marcha atrás. Cujo salió del establo… y se quedó de pie, observando—. ¡Vete a la mierda, perro! —le gritó ella, triunfal.

Pisó el acelerador. El Pinto retrocedió unos sesenta centímetros… y se caló.

—¡No! —gritó ella mientras las estúpidas luces rojas volvían a encenderse.

Cujo se había adelantado otros dos pasos cuando el motor se paró, pero ahora se había quedado allí en silencio, con la cabeza gacha. Me está observando, pensó ella de nuevo. Su sombra se alargaba detrás de él, tan nítida como una silueta recortada en papel rizado de color negro.

Donna manoseó de nuevo el encendido y pasó de la posición de funcionamiento a la de arranque. El motor empezó a girar de nuevo, pero esta vez no se puso en marcha. Estaba percibiendo un áspero jadeo en sus propios oídos y tardó varios segundos en darse cuenta de que era ella la que estaba emitiendo aquel ruido… en cierta vaga manera, había imaginado que debía ser el perro. Accionó el mecanismo de arranque, haciendo unas horribles muecas, lanzando maldiciones, olvidándose de Tad, soltando unas palabrotas que ni siquiera pensaba que conociera. Y Cujo permaneció allí todo el rato, con la sombra alargándose desde sus patas como una especie de surrealista manto fúnebre, observando.

Al final, se tendió en la calzada, como si llegara a la conclusión de que no tenían ninguna posibilidad de escapar. Le odió entonces mucho más que cuando había tratado de penetrar por la ventanilla de Tad.

Mamá… mamá… ¡mamá!

De lejos. Sin importancia. Lo importante ahora era el asqueroso cochecito de mierda. Iba a ponerse en marcha. Ella le obligaría a ponerse en marcha con la simple… fuerza… de su voluntad.

No tuvo idea de cuánto rato, en términos reales, permaneció inclinada sobre el volante con el cabello cayéndole sobre los ojos, tratando en vano de accionar el mecanismo de arranque. Lo que al final pudo percibir no fue el llanto de Tad —convertido ahora en lloriqueo— sino el rugido del motor. El motor arrancaba enérgicamente durante cinco segundos, se apagaba, volvía a ponerse enérgicamente en marcha durante otros cinco y se apagaba de nuevo. Y parecía que los períodos de detención eran cada vez más prolongados.

Estaba agotando la batería.

Se detuvo.

Salió de ello poco a poco, como una mujer que se estuviera recuperando de un desmayo. Recordó una gastroenteritis que había padecido en su época de estudiante —todo lo que tenía dentro había subido en ascensor o bien bajado en tobogán— y, hacia el final, se había desmayado en uno de los lavabos de la residencia. La recuperación de la conciencia había sido algo muy parecido, como si fueras la misma, pero un pintor invisible estuviera añadiéndole color al mundo, dándole primero una buena capa y después otra más fuerte. Los colores te gritaban. Todo parecía falso y de plástico, como el decorado de un escaparate de unos grandes almacenes… SALTO A LA PRIMAVERA tal vez, O LISTOS PARA LA JUGADA INICIAL.

Tad estaba apartándose de ella, con los ojos fuertemente cerrados y el pulgar de una mano metido en la boca. Mantenía la otra mano comprimida contra el bolsillo de atrás en el que guardaba las Palabras del Monstruo. Su respiración era rápida y superficial.

—Tad —le dijo ella—. No te preocupes, cariño.

—Mamá, ¿estás bien?

La voz de Tad era poco más que un apagado susurro.

—Sí. Y tú también. Por lo menos, estamos a salvo. Este viejo cacharro se pondrá en marcha. Espera y verás.

—Creí que estabas enfadada conmigo.

Ella le tomó en brazos y le estrechó con fuerza. Percibía el olor del sudor en su cabello y un leve aroma residual de champú Johnson’s Sin Lágrimas. Pensó en aquel frasco conservado sano y salvo en el segundo estante del botiquín del cuarto de baño de arriba. ¡Si pudiera tocarlo! Pero lo único que podía percibir aquí era aquel leve y casi moribundo perfume.

—No, cariño, contigo no —le dijo—. Contigo nunca.

Tad la abrazó a su vez.

—Aquí no nos puede pillar, ¿verdad?

—No.

—No puede… no puede entrar a mordernos, ¿verdad?

—No.

—Le odio —dijo Tad en tono reflexivo—. Ojalá se muriera.

—Sí. Yo también lo deseo.

Donna miró a través de la ventanilla y vio que el sol estaba a punto de ponerse. Un temor supersticioso se apoderó de ella al pensarlo. Recordó los juegos al escondite de su infancia que siempre terminaban cuando las sombras se juntaban las unas con las otras y se convertían en lagunas de color púrpura, aquella mística llamada resonando por las calles suburbiales de su infancia, talismánica y distante, la cristalina voz de un niño, anunciando que las cenas estaban a punto, que las puertas se iban a cerrar contra la noche:

«¡Todos a casa! ¡Todos a casa!»

El perro la estaba mirando. Era una locura, pero ya no podía dudarlo. Sus insensibles y enfurecidos ojos estaban clavados sin vacilar en los suyos.

No, son figuraciones tuyas. No es más que un perro y un perro enfermo, por si fuera poco. Bastante grave es ya la situación de por sí para que encima veas en los ojos de este perro algo que no es posible.

Se lo dijo a sí misma. Y, minutos más tarde, se dijo también que los ojos de Cujo eran como los ojos de algunos retratos que parecen seguirte dondequiera que te desplaces en la habitación en la que están colgados.

Pero el perro la estaba mirando. Y… y había algo que le resultaba familiar en todo ello.

No, se dijo a sí misma, tratando de rechazar la idea, pero ya era demasiado tarde.

Lo has visto antes, ¿verdad? La mañana siguiente a la primera pesadilla que tuvo Tad, la mañana en que las mantas y las sábanas volvían a estar sobre la silla con el osito encima y, por un instante, cuando abriste él armario, sólo viste una figura recostada de ojos enrojecidos, algo en el interior del armario de Tad, dispuesto a abalanzarse, era él, era Cujo, Tad había tenido razón desde el principio, sólo que el monstruo no estaba en su armario… estaba aquí. Estaba

(ya basta)

aquí, esperando que

(¡YA BASTA, DONNA!)

Miró al perro e imaginó poder oír sus pensamientos. Unos pensamientos muy sencillos. Las mismas cosas repetidas una y otra vez, a pesar del torbellino de su enfermedad y su delirio.

Matar a la MUJER. Matar al NIÑO. Matar a la MUJER. Matar…

Ya basta, se ordenó a sí misma severamente. El perro no piensa y no es ningún coco maldito salido del armario de un niño. Es un perro que está enfermo y nada más. Ahora vas a creer que el perro es un castigo de Dios por haber cometido…

Cujo se levantó de repente —casi como si ella le hubiera llamado— y volvió a desaparecer en el interior del establo.

(casi como si yo le hubiera llamado)

Soltó una temblorosa carcajada semihistérica.

—¿Mamá? —dijo Tad, mirándola.

—Nada, cariño.

Donna contempló las negras fauces del garaje-establo y después la puerta de atrás de la casa. ¿Cerrada? ¿Abierta? ¿Cerrada? ¿Abierta? Pensó en una moneda lanzada al aire una y otra vez. Pensó en la cámara de una pistola dando vueltas, cinco agujeros vacíos, uno cargado. ¿Cerrada? ¿Abierta?

El sol se puso y lo único que perduró del día fue una línea blanca pintada en el horizonte occidental. No parecía más gruesa que la franja blanca pintada en el centro de una autopista. Muy pronto desaparecería. Los grillos cantaban entre las altas hierbas de la derecha de la calzada, emitiendo un alegre e insensato chirrido.

Cujo estaba todavía en el establo. ¿Durmiendo?, se preguntó ella. ¿Comiendo?

Eso le hizo recordar que había llevado un poco de comida. Introdujo la mano por entre los dos asientos delanteros y tomó la cesta de la merienda de Snoopy y su bolso marrón. El termo había ido a parar al fondo de todo, probablemente cuando el vehículo había empezado a brincar y a estremecerse mientras subían por la carretera. Tuvo que estirarse para poder alcanzarlo con los dedos y los faldones de la blusa se le salieron. Tad, que estaba medio adormilado, se despertó. Su voz se llenó inmediatamente de un agudo pánico que indujo a Donna a odiar todavía más a aquel maldito perro.

—¿Mamá? ¿Mamá? ¿Qué estás…?

—Sacando la comida —dijo ella en tono tranquilizador—. Y mi termo… ¿ves?

—Ah, bueno.

Tad se reclinó de nuevo en su asiento y volvió a introducirse el pulgar en la boca.

Ella sacudió suavemente el termo junto a su oído, prestando atención por si se percibía rumor de vidrio roto. Sólo pudo percibir el rumor sibilante de la leche, agitándose en su interior. Ya era algo, por lo menos.

—¿Tad? ¿Quieres comer?

—Quiero echar una siesta —dijo él alrededor del pulgar, sin abrir los ojos.

—Tienes que alimentar la máquina, compañero —le dijo ella.

—No tengo hambre —contestó él sin esbozar siquiera una sonrisa—. Tengo sueño.

Ella le miró preocupada y llegó a la conclusión de que sería un error seguir insistiendo en el asunto. El sueño era el arma natural de Tad —tal vez la única de que disponía— y ya pasaba media hora de su habitual hora de acostarse. Claro que, si hubieran estado en casa, él se hubiera tomado un vaso de leche y un par de pastelillos antes de cepillarse los dientes… y le hubieran leído un cuento, uno de los que había en alguno de sus libros Mercer Mayer tal vez… y…

Notó el ardiente aguijón de las lágrimas y trató de apartar todos aquellos pensamientos. Donna abrió su termo con manos temblorosas y llenó media taza de leche. La dejó sobre el tablero de instrumentos y tomó uno de los pastelillos de higos. Tras haber tomado un bocado, se percató de que estaba absolutamente hambrienta. Se comió otros tres pastelillos, bebió un poco de leche, se tragó cuatro o cinco aceitunas verdes y terminó de beber el contenido de la taza. Eructó suavemente… y después contempló con más detenimiento el establo.

Ahora se observaba frente al mismo una sombra más oscura. Sólo que no era una sombra. Era el perro. Era Cujo.

Nos está vigilando.

No, no lo creía. Y tampoco creía haber tenido una visión de Cujo en un montón de mantas apiladas en el armario de su hijo. No lo creía… pero… una parte de sí misma lo creía. Sin embargo, esa parte no estaba en su mente.

Levantó los ojos hacia el espejo retrovisor que apuntaba hacia la carretera. Ahora estaba demasiado oscuro para poder verla, pero ella sabía que estaba allí, como también sabía que nadie, iba a pasar. Cuando habían venido aquí la otra vez en el Jag de Vic, los tres juntos (el perro era cariñoso entonces, musitó su cerebro, Tadder le hizo unas caricias y se rió, ¿recuerdas?), riéndose y pasándolo la mar de bien, Vic le había dicho que hasta hacía cinco años el vertedero de basuras de Castle Rock había estado al final de Town Road n.° 3. Después había entrado en funcionamiento la nueva planta de tratamiento de basuras al otro lado de la ciudad y ahora, a unos quinientos metros de la casa de Camber, la carretera terminaba simplemente en un punto en el que habían tendido una gruesa cadena. El letrero que colgaba de la cadena decía: PROHIBIDO EL PASO VERTEDERO CERRADO. Más allá de la casa de los Camber no había lugar adonde ir.

Donna se preguntó si algunas personas que buscaran un lugar auténticamente solitario en el que aparcar no pasarían tal vez por allí, pero no podía imaginar siquiera que los más vehementes muchachuelos de la localidad quisieran acariciarse en el antiguo vertedero de la ciudad. En cualquier caso, aún no había pasado nadie.

La blanca línea del horizonte occidental se había difuminado, convirtiéndose ahora en un simple resplandor crepuscular… y ella temía que hasta eso no fuera más que una ilusión. No había luna.

Increíblemente, ella también se sentía soñolienta. Tal vez el sueño fuera también su arma natural. ¿Qué otra cosa se podía hacer? El perro estaba todavía allí fuera (por lo menos, eso le parecía; había oscurecido tanto que resultaba difícil poder decir si aquello era una verdadera forma o simplemente una sombra). La batería tenía que descansar. Después lo intentaría de nuevo. Por consiguiente, ¿por qué no dormir?

El paquete en el buzón de la correspondencia. El paquete de J. C. Whitney.

Se incorporó un poco y frunció el ceño con gesto de perplejidad. Volvió la cabeza, pero, desde su lugar, la esquina frontal de la casa le impedía ver el buzón. ¿Por qué había pensado en eso? ¿Tenía algún significado?

Tenía aún en la mano el Tupperware con las aceitunas y las rodajas de pepino, todo ello envuelto pulcramente en Sarán Wrap. En lugar de seguir comiendo, cubrió cuidadosamente el Tupperware con la tapadera blanca de plástico y lo guardó de nuevo en el cesto de la merienda de Tad. No pensó demasiado en los motivos que la estaban induciendo a ser tan cuidadosa con la comida. Se reclinó en su asiento y empujó la palanca que lo echaba hacia atrás. Tenía intención de pensar en el paquete colgado sobre el buzón —aquello significaba algo, estaba casi segura—, pero muy pronto su mente se deslizó hacia otra idea, una idea que adquirió intensos visos de realidad mientras ella empezaba a dormirse.

Los Camber se habían ido a visitar a unos parientes. Los parientes vivían en alguna localidad que estaba quizás a dos o tres horas de viaje. Kennebunk quizás. O Hollis. O Augusta. Era una reunión familiar.

Su mente, que ya estaba empezando a soñar, vio una reunión de cincuenta personas o más en un verde prado con una extensión y belleza propias de anuncio de televisión. Había una barbacoa de piedra en la que se observaba un leve rescoldo. Junto a una alargada mesa de tijera había por lo menos cuatro docenas de personas, pasando bandejas de mazorcas de maíz y platos de judías preparados en casa: judías pequeñas, judías de la variedad soldado y judías rojas. Había bandejas de salchichas de Francfort asadas en la barbacoa (el estómago de Donna emitió un prolongado ruido ante esta visión). Sobre la mesa había un sencillo mantel a cuadros. Todo ello lo presidía una encantadora anciana de puro cabello blanco recogido en un moño en la nuca. Ahora ya plenamente inserta en la cápsula de su sueño, Donna vio sin la menor sorpresa que aquella mujer era su madre.

Los Camber estaban allí, pero en realidad, no eran los Camber. Joe Camber se parecía a Vic, enfundado en un pulcro mono de trabajo de Sears, y la señora Camber lucía el vestido de muaré verde de Donna. Su hijo mostraba el aspecto que iba a ofrecer Tad cuando estuviera en quinto grado…

—¿Mamá?

La escena fluctuó y empezó a quebrarse. Ella trató de detenerla porque era pacífica y encantadora: el arquetipo de una vida familiar que ella nunca había conocido, de la clase que ella y Vic jamás conocerían con el hijo único que habían planeado y sus vidas cuidadosamente programadas. Con una súbita y creciente tristeza, se preguntó por qué no había pensado jamás en las cosas desde aquel punto de vista.

—¿Mamá?

La escena fluctuó de nuevo y empezó a esfumarse. Una voz exterior pinchando la visión al modo en que una aguja podría pinchar la cáscara de un huevo. No importaba. Los Camber estaban asistiendo a una reunión familiar y regresarían más tarde, alrededor de las diez, felices y llenos de carne asada. Todo estaría bien. El Joe Camber con la cara de Vic se encargaría de todo. Todo volvería a estar bien. Había ciertas cosas que Dios nunca permitía. Sería…

—¡Mamá!

Despertó de su sueño y se incorporó, asombrándose de verse detrás del volante del Pinto y no ya en casa, en la cama… pero sólo durante un segundo. La encantadora y surrealista escena de los parientes congregados alrededor de la mesa de la merienda al aire libre estaba empezando a disolverse y, dentro de quince minutos, ella no recordaría siquiera que había soñado.

—¿Mmmm? ¿Qué?

De repente, aterradoramente, el teléfono del interior de la casa de los Camber empezó a sonar. El perro se levantó, moviendo unas sombras que acabaron transformándose en su enorme y desmañada forma.

—Mamá, tengo que ir al lavabo.

Cujo empezó a rugir al oír el sonido del teléfono. No estaba ladrando: estaba rugiendo. De repente, cargó contra la casa. Golpeó la puerta de atrás con la suficiente fuerza como para hacerla temblar en su marco.

No, pensó ella con angustia, oh, no, detente, por favor, detente…

—Mamá, tengo que…

El perro estaba gruñendo mientras mordía la madera de la puerta. Donna pudo oír los desagradables ruidos de la madera astillada por sus dientes.

—… ir a hacer pipí.

El teléfono sonó seis veces. Ocho veces. Diez. Y después se detuvo.

Ella se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Ahora dejó escapar el aire a través de los dientes en un cálido y lento suspiro.

Cujo se encontraba junto a la puerta, con las patas traseras sobre la tierra y las delanteras en el peldaño más alto. Seguía emitiendo un sordo gruñido desde su caja torácica: un odioso rumor de pesadilla. Al final, se volvió y posó durante algún tiempo la mirada en el Pinto —Donna pudo ver la espuma reseca pegada a su hocico y su pecho— y después se adentró en las sombras y se convirtió en una forma confusa. Resultaba imposible decir exactamente hacia adonde había ido. Hacia el garaje tal vez. O tal vez hacia el lado del establo.

Tad estaba tirando desesperadamente de la manga de su blusa.

Mamá, tengo que ir ¡sin falta!

Brett Camber colgó el teléfono lentamente.

—No ha contestado nadie. Supongo que no está en casa.

Charity asintió con la cabeza, sin sorprenderse demasiado. Se alegraba de que Jim les hubiera sugerido que hicieran la llamada desde su despacho, situado en el piso de abajo y lejos del «salón familiar». El salón familiar estaba insonorizado. Había unos estantes llenos de tableros de juegos, un televisor Panasonic de pantalla gigante con una videograbadora y un equipo de juegos electrónicos Atari conectado con su instalación. Y, en un rincón, había un precioso tocadiscos Wurlitzer que funcionaba de verdad introduciendo monedas en él.

—Estará en casa de Gary, supongo —añadió Brett con desconsuelo.

—Sí, imagino que estará con Gary —convino ella, lo cual no era exactamente lo mismo que decir que estaban juntos en casa de Gary.

Había observado la distante expresión que había aparecido en los ojos de Joe cuando al final ella había logrado establecer un pacto con él, el pacto gracias al cual había podido trasladarse aquí en compañía de su hijo. Esperaba que a Brett no se le ocurriera llamar al servicio de información, solicitando el número de Gary, porque dudaba que allí obtuviera respuesta. Sospechaba que esa noche dos viejos perros estarían en algún lugar, aullando a la luna.

—¿Crees que Cujillo debe estar bien, mamá?

—Pues claro, no creo que tu padre se hubiera ido y le hubiera dejado si no estuviera bien —contestó ella y era verdad… no creía que lo hiciera—. ¿Por qué no lo dejamos por esta noche y le llamas mañana? De todos modos, ya tendrías que irte a dormir. Son más de las diez. Has tenido un día muy movido.

—No estoy cansado.

—Bueno, pero no está bien prolongar demasiado la excitación nerviosa. He sacado el cepillo de los dientes y tu tía Holly ha preparado un baño para lavarte y una toalla. ¿Recuerdas qué dormitorio…?

—Sí, claro. ¿Te vas a la cama, mamá?

—Pronto. Voy a quedarme un rato charlando con Holly. Tenemos que ponernos mutuamente al día en muchas cosas ella y yo.

—Se parece a ti —dijo Brett, tímidamente—. ¿Lo sabías?

Charity le miró, sorprendida.

—¿De veras? Sí, supongo que sí. Un poquito.

—Y ese chiquillo, Jimmy. Menudo gancho de derecha tiene. ¡Uf!

—¿Te ha hecho daño en el estómago?

—Qué va —Brett estaba pasando cuidadosa revista al estudio de Jim, observando la máquina de escribir Underwood encima del escritorio, el Rolodex, el pulcro archivo abierto con las carpetas con los nombres en orden alfabético en los indicadores. Había en sus ojos una cuidadosa y escrutadora expresión que ella no podía entender ni catalogar. Pareció regresar desde muy lejos—. No, no me ha hecho daño. No es más que un chiquillo pequeño —miró a su madre, ladeando la cabeza—. Es mi primo, ¿verdad?

—Verdad.

—Pariente carnal —dijo él en tono meditabundo.

—Brett, ¿te gustan tu tío Jim y tu tía Holly?

—Ella me gusta. De él aún no puedo decir nada. Aquel tocadiscos. Es estupendo…

El niño sacudió la cabeza con un gesto como de impaciencia.

—¿Qué le pasa al tocadiscos, Brett?

—¡Está tan orgulloso de él! —dijo Brett—. Ha sido lo primero que me ha enseñado, como un niño con un juguete, es bonito, ¿verdad?, y todo eso…

—Bueno, es que hace poco que lo tiene —dijo Charity. En su interior se había empezado a agitar un temor todavía impreciso, relacionado en cierto modo con Joe… ¿qué le habría dicho éste a Brett cuando había salido con él a la acera?—. Todo el mundo está contento cuando tiene algo nuevo. Holly me lo contó por carta cuando al final lo compraron, dijo que Jim había querido una de esas cosas desde que era muchacho. La gente… las distintas personas compran cosas distintas para… para demostrarse a sí mismas que han alcanzado el éxito, supongo. Eso no tiene ninguna explicación. Pero, por regla general, se trata de algo que no podían tener cuando eran pobres.

—¿Era pobre el tío Jim?

—La verdad es que no lo sé —contestó ella—. Pero ahora no son pobres.

—Lo único que yo quería decir es que él no ha tenido nada que ver con eso. ¿Entiendes lo que quiero decir? —la miró con detenimiento—. Lo ha comprado con dinero y ha contratado a unas personas para que se lo construyan y a otras personas para que se lo traigan aquí y dice que es suyo, pero él no ha… bueno, él no ha… uf, no sé.

—¿No lo ha hecho con sus propias manos?

Aunque su temor se había intensificado y era ahora más compacto, Charity consiguió hablar con dulzura.

—¡Sí! ¡Eso es! Lo ha comprado con dinero, pero él no ha tenido realmente algo que ver con…

—Nada…

—Bueno, sí, nada que ver con eso, pero ahora parece como si se atribuyera el mérito de…

—Ha dicho que un tocadiscos automático es una máquina delicada y compleja…

—Papá hubiera podido construirlo —dijo Brett categóricamente y a Charity le pareció oír cerrarse de repente una puerta, cerrarse con un sonoro, monótono y aterrador golpe. No lo oyó en la casa. Lo oyó en su corazón—. Papá lo hubiera construido y hubiera sido suyo.

—Brett —dijo ella (su propia voz se le antojó a Charity débil y exculpatoria—, no todo el mundo es tan hábil como tu padre construyendo y arreglando cosas.

—Eso ya lo sé —dijo él, sin dejar de mirar a su alrededor—. Sí. Pero tío Jim no debería presumir de ello por el simple hecho de haber tenido el dinero, ¿comprendes? Es su manera de presumir lo que no me gus… lo que me molesta.

Charity se puso de repente furiosa con él. Hubiera querido agarrarle por los hombros y sacudirlo adelante y atrás; levantar la voz hasta que fuera lo bastante alta como para gritarle la verdad y grabársela en el cerebro. Para decirle que el dinero no venía por casualidad; que casi siempre era el resultado de algún esfuerzo continuado de la voluntad, y que la voluntad era la esencia del carácter. Le hubiera querido decir que, mientras su padre perfeccionaba sus aptitudes de chapucero y consumía Black Label con los demás chicos en el Sunoco de Emerson’s, sentado sobre montones de neumáticos viejos y contando chistes verdes, Jim Brooks estudiaba Derecho y se rompía la cabeza para aprobar asignaturas porque, cuando se aprueban asignaturas, se consigue un título y el título es el billete para poder subir al tiovivo. El hecho de subir no significa que vayas a conseguir agarrar el aro de latón, pero te ofrece, por lo menos, la posibilidad de intentarlo.

—Ahora sube y prepárate para irte a la cama —le dijo serenamente—. Lo que pienses de tu tío Jim es cosa tuya. Pero… dale una oportunidad, Brett. No le juzgues sólo por eso.

Ahora se encontraban en el salón familiar y ella señaló el tocadiscos automático con el pulgar.

—No, no lo haré —dijo él.

Charity le siguió hasta la cocina donde Holly estaba preparando cacao para los cuatro. El pequeño Jim y Gretchen ya hacía rato que se habían acostado.

—¿Has conseguido hablar con tu marido? —preguntó Holly.

—No, probablemente habrá bajado a charlar con aquel amigo suyo —contestó Charity—. Volveremos a probar mañana.

—¿Quieres un poco de cacao, Brett?

—Sí, por favor.

Charity le observó mientras se sentaba a la mesa. Le vio apoyar el codo en la misma y retirarlo rápidamente, recordando que eso era de mala educación. Su corazón estaba tan lleno de amor y esperanza y miedo que parecía tambalearse en su pecho.

Tiempo, pensó. Tiempo y perspectiva. Hay que darle eso. Si le obligas, le perderás con toda seguridad.

Pero, ¿cuánto tiempo quedaba? Sólo una semana y después volvería a caer bajo la influencia de Joe. Mientras se sentaba al lado de su hijo y le daba las gracias a Holly por la taza de cacao caliente, sus pensamientos volvieron a centrarse en la reflexión acerca de la idea del divorcio.

En su sueño había aparecido Vic.

Bajaba simplemente por el camino particular en dirección al Pinto y abría la portezuela. Iba vestido con su mejor traje, el gris oscuro de tres piezas (cuando se lo ponía, ella siempre le decía en broma que se parecía a Jerry Ford, pero con cabello). Vamos, vosotros dos, decía con aquella curiosa manera que tenía él de sonreír. Ya es hora de irnos a casa antes de que salgan los vampiros.

Trató de avisarle, de decirle que el perro estaba rabioso, pero no le salían las palabras. Y, de repente, Cujo emergió de entre las sombras con la cabeza gacha, emitiendo un sonoro gruñido. ¡Cuidado!, trató de gritar. ¡Su mordedura es la muerte! Pero no le salió ningún sonido.

Sin embargo, poco antes de que Cujo se abalanzara sobre Vic, éste se volvió y señaló al perro con el dedo. El pelaje de Cujo se volvió inmediatamente blanco. Sus enrojecidos y húmedos ojos se hundieron de nuevo en su cabeza como canicas en una taza. Su hocico cayó y se aplastó contra la gravilla de la calzada como un trozo de vidrio negro. Un momento después, no quedaba frente al garaje más que un deslumbrador abrigo de pieles.

No te preocupes, decía Vic en el sueño. No te preocupes por ese viejo perro, eso no es más que un abrigo de pieles. ¿Has recibido él correo? Olvídate del perro, va a venir el correo. Lo importante es el correo. ¿De acuerdo? El correo

Su voz estaba desapareciendo por un largo túnel, como un débil eco lejano. Y, de repente, no fue un sueño de la voz de Vic sino el recuerdo de un sueño… que estaba despierta y sus mejillas estaban húmedas de lágrimas. Había llorado en sueños. Miró el reloj y apenas pudo distinguir la hora: la una y cuarto. Miró a Tad y vio que estaba durmiendo profundamente, con el pulgar metido en la boca.

Olvídate del perro, va a llegar el correo. Lo importante es el correo.

Y, de repente, comprendió el significado del paquete colgado del buzón de la correspondencia, alcanzándola como un dardo disparado desde su subconsciente, una idea que no había conseguido captar con anterioridad. Tal vez porque era tan grande, tan sencilla, tan elemental-querido-Watson. Ayer era lunes y había llegado el correo. El paquete de J. C. Whitney era buena prueba de ello.

Hoy estaban a martes y el correo volvería.

Unas lágrimas de alivio empezaron a rodar por sus mejillas todavía mojadas. Tuvo que reprimirse para no sacudir y despertar a Tad para decirle que todo iba a arreglarse, que a las dos de la tarde como mucho —y más probablemente a las diez o las once de la mañana, si el reparto del correo era aquí tan puntual como en casi todas las restantes zonas de la ciudad— la pesadilla iba a terminar.

El cartero vendría aunque no hubiera cartas para los Camber, eso era lo bueno. Su deber era comprobar si la bandera estaba arriba, lo cual significaba que había cartas para enviar. Tendría que subir hasta aquí, hasta su última parada en Town Road n.° 3, para efectuar esta comprobación, y hoy iba a recibirle una mujer medio histérica de alivio.

Miró la cesta de la merienda de Tad y pensó en la comida que había dentro. Pensó en la posibilidad de guardar cuidadosamente un poco por si… bueno, por si acaso. Ahora no importaba demasiado, si bien era probable que Tad tuviera apetito por la mañana. Se comió las rodajas de pepino que quedaban. De todos modos, a Tad no le gustaba demasiado el pepino. Sería un desayuno muy extraño para él, pensó sonriendo. Pastelillos de higos, aceitunas y uno o dos Slim Jims.