Tad Trenton se encontraba en su habitación a media mañana, jugando con sus camiones. Había reunido más de treinta en el transcurso de sus cuatro años de permanencia en la tierra, una colección muy amplia en la que había desde los camiones de plástico de setenta y nueve centavos que su papá le compraba a veces en la Farmacia de Bridgton, donde siempre adquiría la revista Time los miércoles por la noche (había que jugar con mucho cuidado con los camiones de setenta y nueve centavos porque eran MADE IN TAIWAN y siempre mostraban tendencia a romperse) hasta el buque insignia de su flota, una gran apisonadora Tonka de color amarillo que le llegaba a las rodillas cuando estaba de pie.
Tenía varios «hombres» para colocarlos en las cabinas de sus camiones. Algunos eran unos tipos de cabeza redonda sacados de sus juguetes Playskool. Otros eran soldados. Un número considerable estaba integrado por los que él llamaba los «tipos de las guerras de las galaxias». Entre ellos se contaban Luke Han Solo, el Pelmazo Imperial (a saber, Darth Vader) un Guerrero Bespin y Greedo, el favorito absoluto de Tad. A Greedo le correspondía conducir siempre la apisonadora Tonka.
A veces, jugaba con sus camiones a Dukes of Hazzard, a veces a B.J. y el oso, a veces a «Policías y Contrabandistas de Licores» (su papá y su mamá le habían llevado a ver El relámpago blanco y La fiebre de la línea blanca en un programa doble del cine al aire libre de Norway y Tad había quedado muy impresionado mucho) y, a veces, a un juego que él mismo había inventado. Se llamaba «La aniquilación de los diez camiones.»
Pero el juego con el que se entretenía con más frecuencia —y al que estaba jugando ahora precisamente— no tenía nombre. Consistía en sacar los camiones y los «hombres» de sus dos cajas de juegos y colocar los camiones uno a uno en paralelo con los hombres dentro como si todos estuvieran aparcados al sesgo en una calle que sólo Tad podía ver. Entonces los trasladaba uno por uno muy despacio al otro extremo de la habitación y los alineaba con los guardabarros en contacto entre sí. A veces repetía este ciclo diez o quince veces durante una hora o más, sin cansarse.
Tanto a Vic como a Donna les había llamado la atención este juego. Resultaba un poco inquietante ver a Tad entregado a esta actividad constantemente repetitiva y casi ritual. Ambos le habían preguntado en alguna ocasión qué significaba el juego, pero Tad carecía de vocabulario para explicarlo. Dukes of Hazzard, «Policías y Contrabandistas de Licores» y «La aniquilación de los diez camiones» eran simples juegos de estrépito y barullo. El juego sin nombre era reposado, tranquilo, pacífico y ordenado. Si su vocabulario hubiera sido lo suficientemente amplio, el niño hubiera podido decirles a sus padres que era su manera de decir «Om», abriendo con ello las puertas a la contemplación y la reflexión.
Ahora, mientras jugaba, estaba pensando que ocurría algo.
Sus ojos se desplazaron automáticos —inconscientemente— a la puerta de su armario, pero el problema no estaba allí. La puerta estaba firmemente cerrada y, desde que tenía las Palabras del Monstruo, no se abría jamás. No, el fallo estaba en otra parte.
No sabía exactamente qué era y no estaba muy seguro de que quisiera saberlo. Pero, al igual que Brett Camber, ya era muy hábil en la interpretación de las corrientes del río de sus padres sobre las que él flotaba. Últimamente había tenido la sensación de que había negros remolinos, bancos de arena y tal vez trampas ocultas bajo la superficie. Podía haber rabiones. Un salto de agua. Cualquier cosa.
Las cosas no andaban bien entre su madre y su padre.
Lo notaba en la forma en que se miraban el uno al otro. En la forma en que se hablaban el uno al otro. En sus rostros y detrás de sus rostros. En sus pensamientos.
Terminó de cambiar la hilera de camiones aparcados al sesgo a un lado de la habitación, colocándolos al otro lado con los guardabarros en contacto, y se levantó para acercarse a la ventana. Le dolían un poco las rodillas porque había pasado bastante rato jugando al juego sin nombre. Allá abajo, en el patio de atrás, su madre estaba tendiendo ropa. Media hora antes, ella había tratado de llamar al hombre que podía arreglarle el Pinto, pero el hombre no estaba en casa. Esperó mucho rato a que alguien contestara «diga» y después volvió a colgar el teléfono muy enfadada. Y su mamá raras veces se enfadaba por cosas sin importancia como aquélla.
Vio que terminaba de colgar las dos últimas sábanas que le quedaban. Las contempló… y pareció como si sus hombros se hundieran. Se acercó al manzano que había más allá de la doble cuerda de tender la ropa y Tad comprendió por su posición —piernas separadas, cabeza inclinada, hombros en leve movimiento— que estaba llorando. La estuvo observando un rato y después regresó junto a sus camiones. Notaba como una especie de hueco en la boca del estómago. Ya estaba echando de menos a su padre, le echaba mucho de menos, pero eso era peor.
Empujó lentamente los camiones por la habitación, uno por uno, volviendo a colocarlos en hilera sesgada. Se detuvo un momento, al oír cerrarse de golpe la puerta de la mampara. Pensó que ella iba a llamarle, pero no lo hizo. Oyó sus pisadas cruzando la cocina, y después el chirrido de su sillón especial al sentarse ella en él. Pero la televisión no estaba encendida. La imaginó sentada allí abajo, simplemente… sentada… y apartó rápidamente aquella imagen de sus pensamientos.
Terminó de ordenar la hilera de camiones. Greedo, el mejor, estaba sentado en la cabina de la apisonadora, contemplando inexpresivamente con sus redondos ojos negros la puerta del armario de Tad. Tenía los ojos muy abiertos, como si hubiera visto algo allí, algo tan espantoso que le hubiera aterrado y le hubiera hecho abrir los ojos, algo auténticamente horroroso, algo horrible, algo que se estuviera acercando…
Tad dirigió una nerviosa mirada a la puerta del armario. Estaba firmemente cerrada.
De todos modos, se había cansado de jugar. Volvió a guardar los camiones en la caja de los juguetes, haciendo ruido deliberadamente para que ella supiera que se disponía a bajar para ver Gunsmoke en el Canal 8. Se encaminó hacia la puerta y se detuvo, contemplando fascinado las Palabras del Monstruo.
¡Monstruos, fuera de esta habitación!
Nada tenéis que hacer aquí.
Las sabía de memoria. Le gustaba mirarlas, leerlas de memoria, contemplar la escritura de papá.
Nada tocará a Tad, ni hará daño a Tad durante toda esta noche. Nada tenéis que hacer aquí.
Obedeciendo a un repentino y poderoso impulso, arrancó la chínchela que mantenía el papel fijo a la pared. Tomó con cuidado —y casi con reverencia— las Palabras del Monstruo. Dobló la hoja de papel y la guardó cuidadosamente en el bolsillo de atrás de sus vaqueros. Entonces, sintiéndose mucho mejor de lo que se había sentido en todo el día, bajó corriendo la escalera para ver a Marshall Billón y a Festus.
El último individuo había acudido a recoger su vehículo a las doce menos diez. Había pagado en efectivo y Joe se había guardado el dinero en su viejo y grasiento billetero, recordando que tendría que bajar a la Caja de Ahorros de Norway a sacar otros quinientos antes de marcharse con Gary.
Al pensar en su marcha, recordó a Cujo y el problema de quién iba a darle de comer. Subió a su furgoneta Ford y se dirigió a casa de Gary Pender, al pie de la colina. Aparcó en el vado de Gary. Empezó a subir los peldaños del porche y el saludo que estaba a punto de pronunciar se le quedó atascado en la garganta. Bajó de nuevo y se inclinó sobre los peldaños.
Había sangre.
Joe la tocó con los dedos. Estaba pegajosa, pero no del todo seca. Se irguió de nuevo, un poco preocupado, pero no en exceso. Cabía la posibilidad de que Gary hubiera estado borracho y hubiera tropezado con un vaso en la mano. No se preocupó en serio hasta que vio la forma en que aparecía destrozada la herrumbrosa mitad inferior de la puerta de la mampara.
—¿Gary?
No hubo respuesta. Empezó a preguntarse si alguien que tuviera alguna rencilla pendiente no habría venido por el viejo Gary. O tal vez algún turista hubiera acudido para preguntar algo y Gary hubiera escogido un mal día para decirle a alguien que se fuera al cochino carajo.
Subió los peldaños. Había más salpicaduras de sangre en las tablas de madera del porche.
—¿Gary? —volvió a llamar, y, de repente, pensó que ojalá llevara colgada en el hombro derecho su escopeta de caza.
No obstante, si alguien había dejado a Gary sin sentido, le había ensangrentado la nariz o había hecho saltar algunos de los pocos dientes que le quedaban al viejo Pervert, aquella persona ya se había ido porque el único otro vehículo que había en el patio, aparte la herrumbrosa furgoneta Ford LTD de Joe, era el Chrysler blanco de capota rígida del 66 de Gary. Y uno no podía acercarse a pie a Town Road, 3. La casa de Gary Pervier se encontraba a once kilómetros de la ciudad y a más de tres kilómetros de la Maple Sugar Road, que conducía de nuevo a la carretera 117.
Lo más probable era que se hubiera cortado, pensó Joe. Pero, por el amor de Dios, espero que se haya cortado simplemente la mano y no la garganta.
Joe abrió la puerta del mamparo. Ésta chirrió, girando sobre sus goznes.
—¿Gary?
Ninguna respuesta todavía. Se percibía un desagradable olor dulzón que no le gustaba, pero, al principio, pensó que debían ser las madreselvas. La escalera que conducía al piso de arriba estaba situada a la izquierda. Directamente enfrente estaba el pasillo que conducía a la cocina, a la mitad del cual, a la derecha, se abría la puerta de la sala de estar. Había algo en el suelo del pasillo, pero estaba demasiado oscuro como para que Joe pudiera distinguir lo que era. Parecía una mesita auxiliar que hubiera sido derribada, o algo por el estilo… Pero, que Joe supiera, no había ahora ni jamás había habido ningún mueble en el pasillo frontal de Gary. Éste alineaba allí las sillas del jardín cuando llovía, pero hacía dos semanas que no llovía. Además, las sillas estaban en su lugar de costumbre, al lado del Chrysler de Gary. Junto a las madreselvas.
Sólo que el olor no era el de las madreselvas. Era de sangre. Una cantidad enorme de sangre. Y aquello no era ninguna mesita auxiliar derribada.
Joe corrió hacia la figura, con el corazón martilleándole en los oídos. Se arrodilló y de su garganta se escapó algo así como un grito. De repente, la atmósfera del pasillo se le antojó demasiado sofocante y cerrada. Le pareció que le asfixiaba. Apartó el rostro de Gary, cubriéndose la boca con una mano. Alguien había asesinado a Gary. Alguien había…
Se obligó a sí mismo a mirar de nuevo. Gary se hallaba tendido en medio de un charco de su propia sangre. Sus ojos estaban mirando sin ver el techo del pasillo. Su garganta estaba abierta. Pero no simplemente abierta, Dios bendito, parecía que se la hubieran desgarrado a mordiscos.
Esta vez no luchó contra su garganta. Esta vez dejó simplemente que todo se le escapara en una serie de inevitables ruidos de ahogo. De una forma absurda, pensó en Charity con infantil resentimiento. Charity había logrado hacer su viaje, pero él no iba a poder a hacer el suyo. No iba a poder hacerlo porque algún insensato hijo de puta había practicado con el pobre Gary Pervier un número de Jack el Destripador y…
… y él tenía que llamar a la policía. Lo demás no importaba. No importaba la forma en que los ojos del viejo Pervert estaban mirando enfurecidos al techo en medio de la oscuridad, la forma en que el olor de chapa de cobre recortada de su sangre se mezclaba con el empalagoso y dulzón perfume de las madreselvas.
Se levantó y se encaminó a trompicones hacia la cocina. Estaba gimiendo en lo más hondo de su garganta, pero no se daba cuenta. El teléfono estaba en la pared de la cocina. Tenía que llamar a la policía del estado, al sheriff Bannerman, a alguien…
Se detuvo en la puerta. Abrió mucho los ojos hasta el punto en que pareció que se le escapaban de las órbitas. Había un montón de excrementos de perro en la puerta de la cocina… y sabía, por el tamaño del montón, qué perro había estado allí.
—Cujo —dijo en voz baja—. ¡Oh, Dios mío, Cujo se ha vuelto rabioso!
Le pareció oír un rumor a su espalda y se volvió rápidamente con los pelos de la nuca erizados. El pasillo estaba vacío con la excepción de Gary, Gary que había dicho la otra noche que Joe no podría echarle a Cujo encima ni siquiera a un negro vociferante, Gary con la garganta desgarrada hasta la punta de la columna vertebral.
Era absurdo exponerse a un peligro. Regresó al pasillo, resbalando momentáneamente en la sangre de Gary y dejando a su espalda una huella alargada. Volvió a gemir, pero, una vez hubo cerrado la pesada puerta interior, se sintió un poco mejor.
Regresó a la cocina, rodeando el cuerpo de Gary, y miró al interior, dispuesto a cerrar rápidamente la puerta de acceso a la cocina desde el pasillo en caso de que Cujo estuviera allí. Una vez más, pensó distraídamente que ojalá pudiera sentir el consolador peso de la escopeta en el hombro.
La cocina estaba vacía. Nada se movía con excepción de las cortinas, agitadas por una suave brisa que penetraba por las ventanas abiertas. Olía a botellas de vodka vacías. Era un olor agrio, pero mejor que… que el otro olor. La luz del sol formaba unos dibujos regulares sobre el descolorido y sinuoso linóleo. El teléfono, con su caja de plástico en otros tiempos blanca y ahora deslucida por la grasa de muchas comidas de soltero y rota a causa de algún tropezón de borracho de hacía mucho tiempo, estaba en la pared, como siempre.
Joe entró y cerró firmemente la puerta a su espalda. Se acercó a las dos ventanas abiertas, y no vio nada en la mañana del patio de atrás como no fueran los herrumbrosos cadáveres de los dos automóviles que habían atacado el Chrysler de Gary. De todos modos, cerró las ventanas.
Se dirigió al teléfono, sudando a mares en medio del explosivo calor de la cocina. La guía estaba colgada al lado del teléfono sujeta por un rollo de cuerda. Gary había practicado un agujero en la guía con el taladro de Joe hacía un año para poder pasar la cuerda por él, borracho como una cuba y proclamando que le importaba una mierda.
Joe tomó la guía y la soltó. El grueso libro golpeó sordamente la pared. Tenía las manos demasiado pesadas. Notaba en la boca el viscoso sabor del vómito. Volvió a tomar la guía y la abrió con un tirón que a punto estuvo de arrancar la cubierta. Hubiera podido marcar el O ó el 555-1212, pero, en su aturdimiento, ni se le ocurrió.
El rumor de su rápida respiración superficial, los fuertes latidos de su corazón y el susurro de las finas páginas de la guía ocultaron un leve rumor a su espalda: el débil crujido de la puerta del sótano al abrirla Cujo con el hocico.
El perro había bajado al sótano tras matar a Gary Pervier. La luz de la cocina era demasiado intensa, demasiado deslumbradora. Producía unas ardientes punzadas de angustia en su cerebro en descomposición. La puerta del sótano estaba abierta de par en par y él bajó a trompicones la escalera que conducía al bendito frescor de la oscuridad. Se había dormido junto al viejo baúl del ejército de Gary y la brisa de las ventanas abiertas había cerrado parcialmente la puerta del sótano. Pero la fuerza de la brisa no había sido suficiente para cerrar la aldaba de la puerta.
Los gemidos, el ruido de Joe al vomitar, los golpes y el estruendo de Joe corriendo por el pasillo para cerrar la puerta principal… todas estas cosas le habían despertado de nuevo a su dolor. A su dolor y a su apagada e incesante furia. Ahora se encontraba detrás de Joe en el oscuro umbral. Mantenía la cabeza gacha. Tenía los ojos casi escarlata. Su espeso pelaje atezado estaba sucio de sangre coagulada y de barro reseco. Se le escapaba de la boca una densa espuma y mostraba constantemente los dientes porque se le estaba empezando a hinchar la lengua.
Joe había encontrado la sección de la guía correspondiente a Castle Rock. Llegó a la C y deslizó un tembloroso dedo por la página hasta llegar a un recuadro situado a media columna en el que podía leerse SERVICIOS MUNICIPALES DE CASTLE ROCK. Allí estaba el número del despacho del sheriff. Levantó un dedo para empezar a marcar y fue entonces cuando Cujo empezó a rugir desde lo hondo de su pecho.
Todos los nervios parecieron huir del cuerpo de Joe Camber. La guía telefónica se le escapó de los dedos y golpeó de nuevo contra la pared. Joe se volvió despacio hacia los rugidos. Vio a Cujo en la puerta del sótano.
—Perrito bonito —murmuró con voz ronca mientras la saliva le bajaba por la barbilla.
Se orinó encima sin poder evitarlo y el áspero olor amoniacal de la orina azotó el olfato de Cujo como una violenta bofetada. El perro dio un brinco. Joe saltó hacia un lado con piernas que parecían zancos y el perro golpeó la pared con la fuerza suficiente como para rasgar el papel y arrancar una blanca nube de áspero polvo de yeso. Ahora el perro no estaba gruñendo; estaba dejando escapar toda una serie de chirriantes y profundos rumores, más escalofriantes que cualquier ladrido.
Joe retrocedió hacia la puerta posterior. Sus pies se enredaron con una de las sillas de la cocina. Agitó fuertemente los brazos para no perder el equilibrio y hubiera podido recuperarlo, pero, antes de que ello ocurriera, Cujo cargó contra él como una sangrienta máquina de matar mientras unos hilos de espuma escapaban entre sus mandíbulas, volando hacia atrás.
—¡Oh, Dios mío, no te me eches encima! —gritó Joe Camber.
Recordó a Gary. Se cubrió la garganta con una mano mientras con la otra intentaba repeler el ataque de Cujo. Cujo retrocedió momentáneamente, tratando de morder, con el hocico arrugado hacia atrás en una enorme sonrisa carente de humor que dejaba al descubierto unos dientes parecidos a una hilera de estacas de valla ligeramente amarillentas. Y entonces se abalanzó de nuevo.
Y esta vez fue por los testículos de Joe Camber.
—Oye, hijo, ¿quieres venir conmigo a comprar a la tienda? ¿Y después a almorzar al Mario’s?
Tad se levantó.
—¡Sí! ¡Estupendo!
—Vamos entonces.
Donna llevaba el bolso colgado del hombro y vestía pantalones vaqueros y una descolorida blusa azul. A Tad le pareció que estaba muy guapa. Se alegró de ver que no había rastro de lágrimas, porque, cuando ella lloraba, él también se echaba a llorar. Sabía que eso lo hacían sólo los niños pequeños, pero no podía remediarlo.
Se encontraba a medio camino del automóvil y ella se estaba sentando al volante cuando él recordó que el Pinto estaba estropeado.
—¿Mamá?
—¿Qué pasa? Sube.
Pero él vaciló un poco, como si tuviera miedo.
—¿Y si el coche se escacharra?
—¿Se esca…?
Ella le estaba mirando desconcertada y entonces él comprendió, a través de su expresión irritada, que había olvidado por completo que el coche estuviera estropeado. Él se lo había recordado y ahora ella se había vuelto a poner triste. ¿Tenía la culpa el Pinto o la tenía él? No lo sabía, pero el sentimiento de culpabilidad interior le decía que la tenía él. Después el rostro de su madre se suavizó y ella le dirigió una leve sonrisa torcida que él supo comprender muy bien que era su sonrisa especial, la que le tenía reservada sólo a él. Y se sintió mejor.
—Vamos a ir simplemente a la ciudad, Tadder. Si el viejo Pinto azul de mamá se estropea, tendremos simplemente que gastar un par de dólares en el único taxi que hay en Castle Rock para regresar a casa. ¿De acuerdo?
—Sí, muy bien.
Tad subió al vehículo y consiguió cerrar la portezuela. Ella le observó detenidamente, dispuesta a intervenir inmediatamente, y Tad supuso que estaba pensando en las últimas Navidades en que él se había pillado el pie en la portezuela y había tenido que llevar un vendaje Ace durante casi un mes. Pero entonces era un niño pequeño y ahora tenía cuatro años. Ahora era un chico mayor. Sabía que era cierto porque su papá se lo había dicho. Le dirigió una sonrisa a su madre para darle a entender que la portezuela no le había planteado ningún problema, y ella le devolvió la sonrisa.
—¿La has cerrado fuerte?
—Fuerte —convino Tad, pero ella la volvió a abrir y cerrar porque las mamá no te creen a menos que les digas alguna cosa mala como que has derramado el contenido de la bolsa del azúcar cuando querías alcanzar la mantequilla de cacahuete o que has roto el cristal de una ventana cuando tratabas de arrojar una piedra hasta el tejado del garaje.
—Ponte el cinturón —dijo ella, volviendo a ser la siempre—. Cuando esta válvula de aguja o lo que sea empieza a hacer el tonto, el coche brinca mucho.
Con cierta aprensión, Tad se puso el cinturón de seguridad. Esperaba que no fuera a tener un accidente como los que se producían en su juego de «La aniquilación de los diez camiones». Y, más aún, que mamá no se echara a llorar.
—¿Alerones abajo? —preguntó ella, ajustándose unas gafas invisibles.
—Alerones abajo —convino él, esbozando una sonrisa.
Era un simple juego al que solían jugar.
—¿Pista libre?
—Allá vamos.
Donna hizo girar la llave del encendido e hizo marcha atrás por el vado o rampa para coches. Momentos después, ya habían tomado el camino de la ciudad.
Al cabo de aproximadamente dos kilómetros ambos se relajaron. Hasta aquel momento, Donna había permanecido sentada muy erguida al volante y Tad había hecho lo mismo en el asiento del pasajero. Pero el Pinto funcionaba con tanta suavidad que parecía que acabara de salir de la cadena de montaje.
Acudieron al Supermercado Agway y Donna compró comestibles por valor de cuarenta dólares, suficientes para su manutención durante los diez días en que Vic iba a estar fuera. Tad insistió en comprar otra caja de Twinkles y hubiera añadido Cocoa Bears si Donna le hubiera dejado. Recibían con regularidad suministros de Cereales Sharp, pero ahora se les habían terminado. Fue un recorrido muy ajetreado, pero, mientras esperaba en la cola de la caja (con Tad sentado en el asiento infantil del carrito, meciendo las piernas con aire distraído), Dona tuvo tiempo de hacer unos amargos comentarios acerca de lo mucho que costaban actualmente tres cochinas bolsas de comestibles. No era simplemente deprimente; era alarmante. Esta idea la llevó a pensar en la aterradora posibilidad —probabilidad, le susurró su mente— de que Vic y Roger llegaran a perder realmente la cuenta de la Sharp y, como consecuencia de ello, la misma agencia. ¿Cuánto valdrían entonces los comestibles?
Vio a una mujer gorda con un voluminoso trasero embutido en unos pantalones de color aguacate sacar del bolso un cuadernillo de cupones de alimentación de la beneficencia, vio que la muchacha de la caja miraba de soslayo a la muchacha de la caja de al lado y tuvo la sensación de que un pánico de afilados dientes de rata le estaba mordiendo el estómago. No se podía llegar a eso, ¿verdad? ¿Se podía? No, claro que no. Pues claro que no. Antes regresarían a Nueva York, antes…
No le gustaba la forma en que sus pensamientos se estaban arremolinando y apartó decididamente todas aquellas ideas de su cerebro antes de que adquirieran el volumen de una avalancha y la sepultaran debajo de otra profunda depresión. La próxima vez, no tendría que comprar café y eso le permitiría ahorrar tres dólares.
Empujó el carrito con Tad y los comestibles hasta el Pinto y colocó las bolsas en el compartimiento de atrás y a Tad en el asiento del pasajero, permaneciendo de pie y prestando atención para asegurarse de que la portezuela se cerraba, deseando cerrarla ella misma, pero comprendiendo que era algo que él consideraba que tenía que hacer. Era cosa de chico mayor. Casi le había dado un ataque al corazón en diciembre último cuando Tad se había pillado el pie en la portezuela. ¡Cómo había gritado! A punto había estado ella de desmayarse… y entonces había acudido Vic, saliendo a toda prisa en bata de la casa, levantando una nube de polvo del vado cochero con los pies descalzos. Y ella le había permitido que se hiciera cargo de la situación y se mostrara competente, cosa que ella nunca podía hacer en casos de emergencia; por regla general, se quedaba simplemente hecha polvo. Él comprobó que no se hubiera producido una fractura del pie, se había vestido rápidamente y les había llevado en su automóvil a la sección de urgencias del hospital de Bridgton.
Una vez colocados los comestibles y hecho lo propio con Tad, se sentó al volante y puso en marcha el Pinto. Ahora se estropeará, pensó, pero el Pinto les condujo suavemente calle arriba hasta el Mario’s, que servía unas pizzas deliciosas con las suficientes calorías como para colocarle un neumático de repuesto a un leñador. Consiguió aparcar aceptablemente bien, terminado a sólo unos cincuenta centímetros del bordillo de la acera, y entró con Tad, sintiéndose mejor de lo que se había sentido en todo el día. Quizá Vic se hubiera equivocado; quizás hubiera sido simplemente cosa de la gasolina de mala calidad o suciedad en el conducto del combustible y ahora el coche hubiera conseguido eliminarla espontáneamente. No le apetecía ir al garaje de Joe Camber. Estaba en el quinto pino (lo que Vic calificaba siempre, en un alarde de refinado humor, como el Rincón de los Chanclos Orientales… pero, claro, él podía permitirse el lujo de utilizar un humor refinado, él era un hombre), y a ella le había asustado un poco Camber la única vez que le había visto. Era la quintaesencia del yanqui de campo que gruñía en lugar de hablar y mostraba un rostro malhumorado. Y el perro… ¿cómo se llamaba? Algo que sonaba a español. Cujo, eso era. El mismo nombre que había tomado William Wolfe, el del ESL, aunque a Donna le parecía imposible creer que Joe Camber hubiera bautizado a su San Bernardo con el nombre de un radical atracador de bancos y secuestrador de ricas herederas. Dudaba que Joe Camber hubiera oído hablar alguna vez del Ejército Simbiótico de Liberación (ESL). El perro le había parecido bastante simpático aunque se hubiera puesto nerviosa al ver a Tad dándole palmadas a aquel monstruo… tan nerviosa como se ponía cuando se quedaba en pie, observándole mientras cerraba él solo la portezuela del automóvil. Cujo era lo bastante grande como para devorar a alguien como Tad en dos bocados.
Pidió para Tad un bocadillo caliente de ternera ahumada porque la pizza no le gustaba demasiado —el niño no ha salido en eso a mi familia, pensó ella— y pidió para sí misma una pizza de pimientos con cebolla y doble ración de queso. Se sentaron a una de las mesas que daban a la calle. El aliento me olerá lo bastante como para tumbar a un caballo, pensó, y después se dio cuenta de que no importaba. Había logrado, en el transcurso de las últimas seis semanas, alejar de su lado tanto a su marido como al tipo que acudía a visitarla.
Eso le hizo experimentar de nuevo una sensación de depresión que ella repelió una vez más… pero los brazos se le estaban empezando a cansar.
Ya estaban llegando a casa y Springsteen cantaba en la radio cuando el Pinto empezó de nuevo a hacer lo mismo.
Al principio, hubo una leve sacudida. Seguida de otra mayor. Ella empezó a pisar el acelerador; a veces daba resultado.
—¿Mamá? —preguntó Tad, alarmado.
—No pasa nada, Tad —dijo ella, pero no era cierto.
El Pinto empezó a sufrir fuertes sacudidas, lanzándolos contra los cinturones de seguridad con la suficiente fuerza como para trabar la hebilla. El motor empezó a fallar y a rugir. Cayó una de las bolsas en el compartimiento de atrás, soltando latas de conservas y botellas. Oyó el ruido de algo que se rompía.
—¡Maldito cacharro de mierda! —gritó con exasperada furia.
Podía ver su casa justo bajo la cresta de la colina, burlonamente cercana, pero no creía que el Pinto pudiera llegar hasta allí.
Asustado tanto por su grito como por los espasmos del vehículo, Tad empezó a llorar, contribuyendo con ello a aumentar la confusión, el enojo y la cólera de su madre.
—¡Cállate! —le gritó ella—. ¡Calla, Tad, por lo que más quieras!
Él arreció en su llanto y su mano se deslizó hacia el bulto del bolsillo de atrás en el que guardaba las Palabras del Monstruo, con la hoja doblada en forma de paquete. El hecho de tocarla hizo que se sintiese un poquito mejor. No mucho, pero sí un poquito.
Donna llegó a la conclusión de que tendría que acercarse al bordillo y detenerse; no podía hacer nada más. Empezó a dirigirse hacia el bordillo, echando mano de las últimas reservas de tracción que le quedaban al vehículo. Podrían utilizar el carrito de Tad para trasladar los comestibles hasta casa y decidir después lo que iban a hacer con el Pinto. Tal vez…
Justo en el momento en que las ruedas exteriores del Pinto aplastaban la arenosa grava del borde de la calle, el motor se disparó dos veces y después las sacudidas desaparecieron, como había sucedido en anteriores ocasiones. Momentos después, Donna empezó a subir rápidamente hacia el vado de la casa y se adentró en la misma. Siguió subiendo, se dispuso a aparcar, accionó el freno de emergencia, apagó el motor, se inclinó sobre el volante y se echó a llorar.
—¿Mamá? —dijo Tad, angustiado.
No llores más, trató de añadir, pero no le salió la voz y sólo pudo articular las palabras en silencio, como si se hubiera quedado mudo a causa de una laringitis.
Se limitó a mirarla, con ganas de consolarla, pero sin saber cómo se hacía. Eso de consolarla era tarea de su papá, no suya, y, de repente, odió a su padre por estar en otro sitio. La intensidad de este sentimiento le escandalizó y le asustó y, sin ninguna razón especial, se imaginó de repente que la puerta de su armario se abría y derramaba al exterior una oscuridad que apestaba a algo despreciable y amargo.
Al final, ella se irguió, con el rostro abotagado. Buscó un pañuelo en el bolso y se secó las lágrimas.
—Lo siento, cariño. No estaba gritándote a ti. Le estaba gritando a esta… esta cosa —golpeó fuertemente el volante con la mano—. ¡Uy!
Se introdujo el canto de la mano en la boca y rió un poco. No era una risa alegre.
—Me parece que está todavía escacharrado —dijo Tad tristemente.
—Me parece que sí —convino ella, casi insoportablemente sola a causa de Vic—. Bueno, vamos a meter todas estas cosas dentro. De todos modos, hemos conseguido víveres, Cisco.
—Desde luego, Pancho —dijo él—. Voy por mi carrito.
Tad bajó con su Redball Flyer y Donna lo cargó con las tres bolsas, tras haber vuelto a introducir en una de ellas las cosas que se habían caído. Lo que se había roto era una botella de salsa de tomate con especias. Era de suponer, ¿no? Media botella de Heinz había formado un charco en la alfombra de pelo verde azulado del compartimiento de atrás. Parecía que alguien se hubiera hecho el harakiri. Suponía que podría eliminar lo peor con una esponja, pero la mancha se vería. Aunque utilizara un limpiador de alfombras, temía que se viera.
Tiró del carrito hasta la puerta de la cocina, en la pared lateral de la casa, mientras Tad empujaba por detrás. Introdujo las bolsas en la cocina y estaba dudando entre guardar las cosas o bien limpiar la salsa de tomate antes de que se empapara la alfombra cuando sonó el teléfono. Tad echó a correr como un atleta al oír el disparo de salida. Había adquirido mucha práctica en contestar al teléfono.
—Sí, ¿quién es, por favor?
Tad escuchó, sonrió y después le tendió el teléfono a su madre.
Imagínate, pensó ella. Alguien que querrá hablar dos horas acerca de nada. Dirigiéndose a Tad, preguntó:
—¿Sabes quién es, cariño?
—Claro —contestó él—. Es papá.
El corazón de Donna empezó a latir más de prisa. Tomó el teléfono que sostenía Tad y dijo:
—¿Sí? ¿Vic?
—Hola, Donna.
Era su voz, desde luego, pero tan comedida… tan circunspecta. Le produjo la angustiosa sensación de que era precisamente lo que faltaba para rematar la cosa.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Claro.
—Pensaba que ibas a llamar más tarde. Si es que llamabas.
—Bueno, hemos ido directamente a la Image-Eye. Son los que se encargaron de hacer todos los «spots» del Profesor de los Cereales Sharp y, ¿a que no sabes lo que ha ocurrido? No consiguen encontrar los jodidos cinescopios. Roger está tirándose de los pelos.
—Sí —dijo ella, asintiendo—. A él le molesta que haya modificaciones en el programa, ¿verdad?
—Eso es decir poco —Vic lanzó un profundo suspiro—. Por consiguiente, he pensado que, mientras los buscan…
La voz de Vic se perdió vagamente y la sensación de depresión de Donna —la sensación de estar hundiéndose—, una sensación muy desagradable y, sin embargo, con un carácter tan infantilmente pasivo, se convirtió en una sensación de temor mucho más activa. La voz de Vic nunca se perdía de aquella manera, ni siquiera cuando él estaba preocupado por las cosas que estaban ocurriendo en su extremo de la línea telefónica. Pensó en su aspecto del jueves por la noche, tan enfurecido y tan cerca del borde del abismo.
—Vic, ¿estás bien?
Pudo advertir el tono de alarma de su voz y comprendió que Vic también lo habría notado; incluso Tad levantó la mirada del cuaderno de colorear que había abierto sobre el suelo del pasillo, con los ojos brillantes y el ceño levemente fruncido en su pequeña frente.
—Sí —dijo él—. Había empezado a decirte que he pensado llamar ahora, mientras andan buscando por ahí. Me parece que esta noche no podría hacerlo. ¿Cómo está Tad?
—Tad está bien.
Donna le dirigió una sonrisa a Tad y le hizo un guiño. Tad le devolvió la sonrisa, las leves arrugas de su frente desaparecieron y él siguió aplicando colores a los dibujos. Parece cansado y no voy a darle la lata con toda esta mierda del coche, pensó ella, pero entonces empezó a contárselo a pesar de todo.
Advirtió que se insinuaba en su voz aquel habitual tono quejumbroso de compasión de sí misma y se esforzó por eliminarlo. Pero, ¿por qué demonios le estaba contando todo aquello, santo cielo? Parecía que él estuviera a punto de venirse abajo y ella estaba parloteando acerca del carburador del Pinto y de la botella de salsa de tomate que se había derramado.
—Sí, parece que es la válvula de aguja —dijo Vic. Ahora daba la sensación de que estaba un poco mejor. Un poco menos abatido. Tal vez por tratarse de un problema de tan escasa importancia dentro del contexto de las cosas que ahora se habían visto obligados a afrontar—. ¿No ha podido atenderte Joe Camber?
—He intentado llamarle, pero no estaba en casa.
—Es probable que sí estuviera —dijo Vic—. No tiene teléfono en el garaje. Por regla general le dan los recados su mujer o su hijo. Es probable que hayan salido.
—Bueno, pero puede ser que él no estuviera…
—Desde luego —dijo Vic—. Pero lo dudo, nena. Si algún ser humano pudiera echar raíces, Joe Camber sería quien lo hiciera.
—¿Y si me arriesgo a ir con el coche hasta allí? —preguntó Donna en tono dubitativo.
Estaba pensando en los desiertos kilómetros que había entre la 117 y Maple Sugar Road… y en todo lo que había antes de llegar a la calle de Camber, tan apartada que ni siquiera tenía nombre. En caso de que aquella válvula de aguja decidiera dejar de funcionar del todo en algún tramo de aquella desolación, menudo jaleo.
—No, creo que será mejor que no lo hagas —dijo Vic—. Probablemente está en casa… a menos que alguien haya requerido sus servicios. En ese caso se habrá ido. Mala suerte.
Parecía deprimido.
—¿Qué debo hacer entonces?
—Llama a la agencia de la Ford y diles que necesitas que te remolquen.
—Pero…
—No, conviene que lo hagas. Si intentas recorrer los treinta y cinco kilómetros hasta South París, se te va a estropear con toda seguridad. Si les explicas la situación de antemano, tal vez puedan prestarte un vehículo. Si no es posible, te alquilarán un coche.
—Alquilar… Vic, ¿eso no es muy caro?
—Sí —dijo él.
Volvió a pensar que no estaba bien que le agobiara con todo aquello. Probablemente estaba pensando que no servía para nada… como no fuera tal vez para acostarse con el restaurador de muebles de la localidad. Eso lo hacía muy bien. Unas ardientes lágrimas saladas, en parte de cólera y en parte de compasión de sí misma, volvieron a escocerle en los ojos.
—Me encargaré de ello —dijo, tratando desesperadamente de conservar un tono de voz normal y tranquilo. Mantenía un codo apoyado en la pared y se cubría los ojos con la mano—. No te preocupes.
—Bueno, yo… mierda, aquí está Roger. Les ha armado un escándalo, pero han encontrado los cinescopios. Pásame a Tad un momento, ¿quieres?
Unas frenéticas preguntas se agolparon en la garganta de Donna. ¿Iba todo bien? ¿Pensaba él que todo podría ir bien? ¿Podrían regresar al principio y empezar otra vez? Demasiado tarde. No quedaba tiempo. Había desperdiciado el tiempo hablando del coche. Tonta y estúpida ella.
—Claro —dijo—. Él se despedirá por los dos. Oye… ¿Vic?
—¿Qué? —dijo él en tono impaciente, como si tuviera prisa.
—Te quiero —le dijo ella y, antes de que él pudiera contestar, añadió—. Aquí tienes a Tad.
Le entregó el teléfono rápidamente a Tad, casi golpeándole la cabeza con él, y cruzó la casa para salir al porche frontal, tropezando con un cojín que envió lejos rodando y viéndolo todo a través de un prisma de lágrimas.
Se quedó de pie en el porche, contemplando la 117, cogiéndose los codos, esforzándose por controlarse —control, maldita sea, control— y pensó en lo asombroso que era, ¿verdad?, lo mal que se podía encontrar una aunque físicamente no le ocurriera nada.
Podía oír a su espalda el suave murmullo de la voz de Tad, contándole a Vic que habían comido en el Mario’s, que mamá se había tomado su Pizza Gorda favorita y que el Pinto había funcionado bien hasta casi llegar a casa. Después le dijo a Vic que le quería. Y después se oyó el suave rumor de un teléfono al ser colgado. Comunicación cortada.
Control.
Al fin, le pareció que lo había recuperado un poco. Regresó a la cocina y empezó a colocar cada cosa en su sitio.
Charity Camber se apeó del autocar Greyhound a las tres y cuarto de aquella tarde. Brett la seguía de cerca. Asía espasmódicamente la correa del bolso. Experimentó el repentino y absurdo temor de que no iba a reconocer a Holly. El rostro de su hermana, conservado en su mente como una fotografía a lo largo de todos aquellos años (La-hermana-pequeña-que-se-había-casado-bien) había desaparecido súbita y misteriosamente de su mente, dejando un brumoso espacio en blanco en el lugar que hubiera tenido que ocupar la imagen.
—¿La ves? —le preguntó Brett mientras bajaban.
Él estaba contemplando la terminal de autocares de Stratford con alegre interés y nada más. En su rostro no había ningún temor.
—¡Déjame que mire! —contestó Charity bruscamente—. Es probable que esté en la cafetería o…
—¿Charity?
Se volvió y allí estaba Holly. La imagen que había conservado en su memoria volvió a su mente, pero ahora se había convertido en una diapositiva superpuesta al verdadero rostro de la mujer que estaba en pie junto al juego de los «Invasores del espacio». El primer pensamiento que se le ocurrió a Charity fue el de que Holly llevaba gafas… ¡qué gracioso! El segundo pensamiento, que la llenó de espanto, fue el de que Holly tenía arrugas… no muchas, pero no cabía la menor duda de que las tenía. Su tercer pensamiento no fue exactamente un pensamiento. Fue una imagen, tan clara, verdadera y desgarradora como una fotografía en tonos sepia: Holly saltando al estanque de las vacas del viejo Seltzer con las bragas puestas, con las coletas elevándose hacia el cielo y comprimiéndose las venas de la nariz con el pulgar y el índice de la mano izquierda para hacerse la graciosa. Entonces no llevaba gafas, pensó Charity, y el dolor se apoderó de ella y le estrujó el corazón.
De pie a ambos lados de Holly, mirándoles tímidamente a ella y a Brett, se encontraban un niño de aproximadamente cinco años y una niña que debía tener tal vez dos y medio. El abultamiento de las bragas de la chiquilla indicaba la presencia de unos pañales. Su cochecito estaba allí cerca.
—Hola, Holly —dijo Charity, con una voz tan tenue que apenas pudo oírla.
Las arrugas eran pequeñas. Y estaban dirigidas hacia arriba, como siempre había dicho su madre que tenían que estar las buenas arrugas. Su vestido era de color azul oscuro, moderadamente caro. El colgante que lucía era una pieza de bisutería muy fina o una esmeralda muy pequeña.
Después hubo un momento. Un espacio de tiempo. En él, Charity advirtió que su corazón se llenaba de una alegría tan profunda y tan completa que supo que jamás podría haber ninguna discusión acerca de lo que aquel viaje le había costado o le había dejado de costar. Porque ahora ella era libre, su hijo era libre. Ésta era su hermana y estos niños eran de su familia, no imágenes, sino seres de carne y hueso.
Riendo y llorando un poco, ambas mujeres avanzaron la una hacia la otra, primero con cierta vacilación y después rápidamente. Se abrazaron. Brett se quedó donde estaba. La niña, tal vez asustada, se acercó a su madre y agarró firmemente el dobladillo de su vestido, quizá para evitar que su madre y aquella señora desconocida se fueran juntas.
El chiquillo miró a Brett y después se adelantó. Llevaba unos vaqueros Tuffskin y una camiseta en la que figuraban impresas las palabras SOY TERRIBLE.
—Tú eres mi primo Brett —dijo el niño.
—Sí.
—Yo me llamo Jim. Como mi papá.
—Sí.
—Tú eres de Maine —dijo Jim.
A su espalda, Charity y Holly estaban hablando rápidamente, interrumpiéndose la una a la otra y riéndose por su prisa en contarlo todo en esa mugrienta terminal de autocares situada al sur de Milford y al norte de Bridgeport.
—Sí, soy de Maine —dijo Brett.
—Tienes diez años.
—Sí.
—Yo tengo cinco.
—Sí, pero te puedo ganar. ¡Ka-jud!
Le propinó a Brett un puñetazo en el vientre, obligándole a doblarse.
Brett emitió un enorme «¡Uf!» de asombro y ambas mujeres se quedaron boquiabiertas.
—¡Jimmy! —gritó Holly en una especie de resignado horror.
Brett se irguió lentamente y vio que su madre le estaba observando con cierta expresión de desconcierto en el rostro.
—Sí, puedes ganarme en cualquier momento —dijo Brett, esbozando una sonrisa.
Y todo estuvo bien. Vio en el rostro de su madre que todo estaba bien, y se alegró.
A las tres y media, Donna decidió dejar a Tad al cuidado de alguien e intentar llevar el Pinto al taller de Camber. Había intentado llamar de nuevo y no había habido respuesta, pero ella había imaginado que, si Camber no estaba en su garaje, regresaría muy pronto, tal vez ya estuviera de vuelta cuando ella llegara… eso suponiendo que pudiera llegar. Vic le había dicho la semana anterior que Camber tendría probablemente algún viejo cacharro que prestarle en caso de que el Pinto tuviera que llevarle un día de trabajo. Éste había sido el factor que la había inducido a tomar la decisión. Pensaba, no obstante, que sería un error llevarse a Tad. En caso de que el Pinto se detuviera en aquel camino vecinal y ella tuviera que ir andando, pues muy bien. Pero Tad no debía tener que hacerlo.
Sin embargo, Tad tenía otras ideas.
Poco después de haber hablado con su papá, había subido a su habitación y se había tendido en la cama con un montón de Libritos Dorados. A los quince minutos, se había quedado dormido y había tenido un sueño, un sueño que parecía completamente vulgar, pero que ejerció en él un extraño y casi terrorífico poder. En su sueño, vio a un niño mayor lanzando una pelota de béisbol revestida de cinta aislante y tratando de golpearla. Falló dos veces, tres veces, cuatro. Al quinto intento, alcanzó la pelota… y el bate, que también estaba revestido de cinta aislante, se rompió por el mango. El niño sostuvo el mango un momento (con la cinta negra colgando) y después se agachó y recogió la parte más gruesa del bate. La contempló unos instantes, meneó la cabeza con enojo y la arrojó por encima la alta hierba que crecía al borde del vado. Después se volvió y Tad vio con un repentino sobresalto, mitad de miedo y mitad de alegría, que el niño era él mismo a la edad de diez u once años. Sí, era él. Estaba seguro.
Después el niño desapareció y quedó un espacio grisáceo. En él pudo oír dos rumores: el chirriar de unas cadenas… y el leve graznido de unos patos. En medio de aquellos rumores y de aquel espacio grisáceo, experimentó la repentina y aterradora sensación de no poder respirar, de estar ahogándose. Y un hombre estaba surgiendo de entre la bruma… un hombre con un lustroso impermeable negro que tenía en una mano una señal de Stop fijada a una vara. Sonreía y sus ojos eran relucientes monedas de plata. Levantó una mano para señalar a Tad y éste vio con horror que no era una mano en absoluto, eran unos huesos, y el rostro que se podía ver en el interior de la lustrosa capucha de vinilo del impermeable no era un rostro en absoluto. Era una calavera. Era…
Despertó sobresaltado, con el cuerpo empapado en un sudor que sólo en parte se debía al calor casi explosivo que reinaba en la habitación. Se incorporó, apoyándose en los codos, y respirando en ásperos jadeos.
Snic.
La puerta del armario estaba abriéndose. Y, mientras se abría, él vio algo en su interior, sólo durante un segundo, ya que después echó a correr hacia la puerta que daba al pasillo con la mayor rapidez posible. Lo vio sólo un segundo, lo suficiente como para poder decir que no era el hombre del lustroso impermeable negro, Frank Dodd, el hombre que mataba a las señoras. No era él. Otra cosa. Algo con unos ojos enrojecidos como los ocasos ensangrentados.
Pero no podía hablarle de esas cosas a su madre. Motivo por el cual se concentró en Debbie, la chica que le cuidaba.
No quería que le dejaran con Debbie, Debbie se portaba mal con él, siempre ponía el tocadiscos muy fuerte, etc., etc. Al ver que nada de todo eso ejercía demasiado efecto en su madre, Tad sugirió la siniestra posibilidad de que Debbie le disparara un tiro. Al cometer Donna el error de reírse sin poder remediarlo ante la idea de que la miope Debbie Gehringer, de quince años, pudiera disparar contra alguien, Tad rompió a llorar con desconsuelo y corrió al salón. Necesitaba decirle a su madre que Debbie Gehringer tal vez no tuviera la suficiente fuerza como para mantener al monstruo encerrado en su armario… que, en caso de que oscureciera y su madre no hubiera regresado, tal vez el monstruo saliera. Podía ser el hombre del impermeable negro, o podía ser la bestia.
Donna le siguió, lamentando haberse reído y preguntándose cómo había podido mostrarse tan insensible. El padre del niño estaba ausente y eso ya era un trastorno de por sí. No quería perder de vista a su madre ni siquiera por el espacio de una hora. Y…
¿Y no será que ha intuido parte de lo que ha estado ocurriendo entre Vic y yo? Tal vez haya oído incluso…
No, no lo creía. No podía creerlo. Todo se debía a la perturbación que se había producido en su vida habitual.
La puerta del salón estaba cerrada. Tendió la mano hacia el tirador, vaciló y decidió llamar suavemente con los nudillos. No hubo respuesta. Volvió a llamar y, al no obtener respuesta, entró en silencio. Tad se encontraba tendido en el sofá con uno de los cojines del respaldo apretado con fuerza en su cabeza. Era el comportamiento reservado a los mayores disgustos.
—¿Tad?
Sin respuesta.
—Perdona que me haya reído.
El rostro de Tad la miró desde debajo de una punta del mullido cojín color gris paloma del sofá. Había lágrimas recientes en sus mejillas.
—Por favor, ¿puedo ir contigo? —preguntó—. No hagas que me quede aquí con Debbie, mamá.
Puro teatro, pensó ella. Puro teatro y coacción descarada. Lo comprendía (o creía comprenderlo) y, al mismo tiempo, le resultaba imposible mostrarse dura… en parte porque sus propias lágrimas estaban volviendo a amenazarle. Últimamente parecía que siempre hubiera amenaza de aguaceros en el horizonte.
—Cariño, ya sabes cómo estaba el Pinto cuando hemos vuelto de la ciudad. Se nos podría estropear en mitad del Rincón de los Chanclos Orientales y tendríamos que ir andando hasta una casa para utilizar el teléfono, tal vez estuviera muy lejos…
—¿Y qué? ¡Tengo buenas piernas!
—Lo sé, pero podrías asustarte.
Pensando en la cosa del armario, Tad gritó de repente con todas sus fuerzas:
—¡No me asustaré!
Su mano se había desplazado automáticamente al bulto del bolsillo posterior de los vaqueros en el que guardaba las Palabras del Monstruo.
—No levantes la voz de esa manera, por favor. Es horrible.
—No me asustaré —dijo él, bajando la voz—. Pero quiero ir contigo.
Ella le miró con impotencia, sabiendo que debería llamar a Debbie Gehringer, comprendiendo que estaba siendo vergonzosamente manipulada por su hijo de cuatro años. En caso de que cediera, lo haría por razones inadecuadas. Pensó con desamparo: es como una reacción en cadena que no se detiene en ninguna parte y que está estropeando unos mecanismos de cuya existencia no tenía siquiera conocimiento. Oh, Dios mío, ojalá estuviera en Tahití.
Abrió la boca para decirle enérgicamente y de una vez por todas que iba a llamar a Debbie y que podrían hacer palomitas de maíz juntos si era bueno y que tendría que irse a la cama inmediatamente después de cenar si era malo y que ya basta. En su lugar, lo que le salió fue:
—Muy bien, puedes venir. Pero puede que nuestro Pinto no consiga llegar y, si no llega, tendremos que ir andando hasta una casa y pedir que el taxi de la ciudad vaya a recogernos. Y, si tenemos que andar, no quiero tener que soportar que me des la lata, Tad Trenton.
—No, yo no…
—Déjame terminar. No quiero que me des la lata ni que me pidas que te lleve en brazos porque no lo haré. ¿Me has entendido?
—¡Sí! ¡Pues claro! —Tad saltó del sofá, olvidando todos sus pesares—. ¿Nos vamos ahora?
—Sí, supongo que sí. O… verás. ¿Por qué no preparo primero unos bocadillos? Unos bocadillos, y pondremos también un poco de leche en los termos.
—¿Por si tenemos que acampar toda la noche? —preguntó Tad en tono nuevamente dubitativo.
—No, cariño —contestó ella, sonriendo al tiempo que le abrazaba ligeramente—. Pero es que todavía no he conseguido hablar con el señor Camber por teléfono. Tu papá dice que eso se debe probablemente a que no tiene teléfono en el garaje y no sabe que le estoy llamando. Y, a lo mejor su esposa y su niño han ido a algún sitio y…
—Tendría que tener teléfono en el garaje —dijo Tad—. Eso es tonto.
—No vayas a decirle eso —dijo Donna rápidamente y Tad sacudió la cabeza para decir que no—. En cualquier caso, si no hay nadie, he pensado que tú y yo podríamos comer unos bocadillos en el coche o quizás en los peldaños de su casa mientras lo esperamos. Tad batió palmas.
—¡Estupendo! ¡Estupendo! ¿Puedo llevarme mi cesto de la merienda de Snoopy?
—Pues claro —contestó Donna, dándose completamente por vencida.
Encontró una caja de pastelillos de higos Keebler y un par de Slim Jims (Donna pensaba que eran algo horrible, pero era el refrigerio que más le gustaba a Tad hasta aquel momento). Envolvió unas cuantas aceitunas verdes y unas rodajas de pepino en papel de aluminio. Llenó de leche el termo de Tad y llenó hasta la mitad el termo más grande de Vic, el que éste se llevaba cuando iba de acampada.
Por alguna razón, la contemplación de la comida le produjo inquietud.
Miró el teléfono y pensó en la posibilidad de llamar de nuevo a Joe Camber. Después llegó a la conclusión de que era absurdo puesto que iban a ir de todos modos. Después pensó en la posibilidad de preguntarle de nuevo a Tad si no prefería que llamara a Debbie Gehringer y entonces se preguntó qué le estaba ocurriendo… Tad ya se había pronunciado con toda claridad a este respecto.
Sucedía simplemente que, de repente, no se encontraba bien. No se encontraba bien en absoluto. No era nada que pudiese identificar. Miró a su alrededor como si esperara descubrir allí la fuente de su inquietud. No la descubrió.
—¿Nos vamos, mamá?
—Sí —contestó ella con aire ausente.
Había una pizarra para notas en la pared, junto a la nevera, y en ella garabateó lo siguiente: Tad y yo nos hemos ido al garaje de J. Camber con el Pinto. Volvemos en seguida.
—¿Listo, Tad?
—Claro —contestó él, sonriendo—. ¿Para quién es la nota, mamá?
—Ah, podría venir Joanie con las frambuesas —dijo ella vagamente—. O tal vez Alison MacKenzie. Iba a enseñarme algunos productos Amway y Avon.
—Ah.
Donna le alborotó el cabello y ambos salieron juntos. El calor les azotó como un martillo envuelto en almohadas. Es probable que el muy asqueroso ni siquiera se ponga en marcha, pensó ella.
Pero se puso.
Eran las 3,45 de la tarde.