La mañana del lunes amaneció envuelta en sombras de perla y gris oscuro; la niebla era tan espesa que Brett Camber no podía ver el roble del patio lateral desde su ventana, y eso que el roble se encontraba apenas a treinta metros de distancia.

La casa aún estaba durmiendo a su alrededor, pero en él ya no quedaba sueño. Se iba de viaje y todo su ser vibraba con la noticia. Su madre y él solos. Sería un buen viaje, lo presentía, y, en lo más hondo de su ser, se alegraba de que su padre no les acompañara. Tendría la libertad de ser él mismo; ni siquiera tendría que intentar vivir en consonancia con aquel misterioso ideal de virilidad que le constaba había alcanzado su padre, pero que él ni siquiera había logrado empezar a comprender. Se sentía bien… increíblemente bien e increíblemente vivo. Le daba lástima cualquier persona del mundo que no fuera a emprender un viaje en aquella bonita y brumosa mañana que se convertiría en otro día de bochorno en cuanto se disipara la niebla. Tenía previsto acomodarse en un asiento de ventanilla del autocar y contemplar todos los kilómetros del viaje desde la terminal de los Greyhound en Spring Street hasta llegar a Stratford. Había tardado mucho en poder conciliar el sueño la noche anterior y ahora aquí estaba, cuando aún no habían dado las cinco… pero, si se quedara más tiempo en la cama, estallaría o algo por el estilo.

Moviéndose con todo el sigilo que le fue posible, se puso los vaqueros, su camiseta de los Cougars de Castle Rock, un par de calcetines blancos deportivos y los Keds. Descendió a la planta baja y se preparó una escudilla de Cocoa Bears. Trató de comer en silencio, pero estaba seguro de que el crujido de los cereales que escuchaba en su cabeza debía oírse en toda la casa. Oyó que, en el piso de arriba, su papá roncaba y se revolvía en la cama de matrimonio que compartía con su mamá. Los muelles chirriaron. Las mandíbulas de Brett se quedaron inmóviles. Tras pensarlo un momento, se llevó la segunda escudilla de Cocoa Bears al porche de atrás, procurando que la puerta de la mampara no se cerrara de golpe.

Los aromas estivales de todas las cosas estaban muy difuminados en la densa bruma y el aire ya estaba tibio. Hacia el este, justo por encima de la leve sombra correspondiente al cinturón de pinos situado al final de los pastizales del este, pudo ver el sol. Era tan pequeño y plateado como la luna llena cuando está muy alta en el cielo. Incluso ahora la humedad era una cosa densa, pesada y silenciosa. La niebla desaparecería hacia las ocho o las nueve, pero la humedad persistiría.

Pero, de momento, lo que Brett veía era un mundo blanco y recóndito de cuyas secretas alegrías se sentía lleno: el intenso olor del heno que estaría listo para la primera siega dentro de una semana, el del estiércol y el perfume de las rosas de su madre. Podía percibir incluso débilmente el aroma de las triunfantes madreselvas de Gary Pervier que estaban sepultando lentamente la valla que señalaba el término de su propiedad… sepultándola en una maraña de empalagosas y voraces enredaderas.

Apartó a un lado la escudilla de los cereales y se encaminó en dirección al lugar en el que sabía que se hallaba el establo. Al llegar al centro del patio, miró por encima del hombro y vio que la casa se había convertido en poco más que una brumosa silueta. Unos pasos más y la niebla se la tragó. Estaba solo en medio de aquella blancura y únicamente el diminuto sol plateado le estaba mirando. Aspiraba el olor del polvo, la humedad, las madreselvas y las rosas.

Y entonces empezaron los gruñidos.

El corazón le subió a la garganta y él retrocedió un paso al tiempo que sus músculos se ponían en tensión como rollos de alambre. Su primer pensamiento de terror, como si fuera un niño que de repente hubiera caído en un cuento de hadas, fue el del lobo, induciéndole a mirar con angustia a su alrededor. No podía ver otra cosa más que blancura.

Cujo emergió de entre la niebla.

La garganta de Brett empezó a emitir un gemido. El perro con el que había crecido, el perro que había tirado pacientemente de un chillón y jubiloso Brett de cinco años una y otra vez por el patio en su Volador Flexible, enganchado a unas guarniciones que Joe había construido en su taller, el perro que había estado esperando tranquilamente junto al buzón de la correspondencia todas las tardes del curso escolar la llegada del autobús, tanto si llovía como si lucía el sol… aquel perro sólo mostraba una semejanza muy vaga con la opaca y apagada aparición que estaba surgiendo por entre la niebla matutina. Los grandes y tristes ojos del San Bernardo estaban ahora enrojecidos, estúpidos y ceñudos: eran más los ojos de un cerdo que los de un perro. Su pelaje estaba manchado de barro pardo-verdoso, como si se hubiera estado revolcando en la ciénaga que había al final del prado. Tenía el hocico arrugado hacia atrás en una terrible y falsa sonrisa que dejó a Brett congelado de horror. Brett notó que el corazón se le deslizaba garganta abajo.

Una espesa espuma blanca escapaba poco a poco entre los dientes de Cujo.

—¿Cujo? —murmuró Brett—. ¿Cujillo?

Cujo miró al NIÑO ya sin reconocerle, ni por su aspecto, ni los tonos de sus prendas de vestir (no podía ver exactamente los colores, por lo menos tal y como los seres humanos los perciben) ni su olor. Lo que estaba viendo era un monstruo de dos patas. Cujo estaba enfermo y ahora todas las cosas le parecían monstruosas. En su cabeza resonaban torpemente los instintos asesinos. Quería morder, rasgar y desgarrar. Una parte de su ser vio una brumosa imagen de sí mismo abalanzándose sobre el NIÑO, derribándole, arrancando la carne de los huesos, bebiendo una sangre que todavía pulsaba, bombeada por un corazón moribundo.

Entonces la figura monstruosa habló y Cujo reconoció su voz. Era el NIÑO, el NIÑO, y el NIÑO jamás le había causado ningún daño. En otros tiempos había querido al NIÑO y hubiera muerto por él en caso necesario. Le quedaba todavía la suficiente cantidad de este sentimiento como para mantener a raya los instintos asesinos hasta dejarlos convertidos en algo tan confuso como la niebla que les rodeaba. Los instintos se dispersaron y se perdieron en el estruendoso murmullo del río de su enfermedad.

—¿Cujo? ¿Qué te pasa, chico?

Lo último que quedaba del perro que había sido antes de que el murciélago le mordiera el hocico se alejó, y el perro enfermo y peligroso, transformado por última vez, se vio obligado a alejarse con él. Cujo se retiró a trompicones y se adentró en la niebla. La espuma cayó desde su hocico a la tierra. Echó a correr trabajosamente, en la esperanza de dejar atrás la enfermedad, pero ésta le acompañó en su carrera, rugiendo y gimiendo, llenándole de dolorosos impulsos de odio y muerte. Empezó a revolcarse por entre la alta hierba, arrojándose contra la misma con los ojos en blanco.

El mundo era un absurdo mar de olores. Localizaría el origen de cada uno de ellos y lo destrozaría.

Cujo empezó a gruñir de nuevo. Se encontró las patas. Fue adentrándose cada vez más en la niebla que estaba ahora empezando a disiparse, un perro enorme que pesaba algo menos de cien kilos.

Brett se quedó en el patio durante más de quince minutos, tras haberse perdido Cujo de nuevo en la niebla, sin saber qué hacer. Cujo estaba enfermo. Tal vez se hubiera tragado un cebo envenenado o algo así. Brett sabía lo que era la rabia y, si hubiera visto alguna vez una marmota o una raposa o un puerco espín con los mismos síntomas, hubiera supuesto que estaban aquejados de rabia. Pero no se le pasó ni por un momento por la imaginación la posibilidad de que su perro pudiera sufrir aquella horrible enfermedad del cerebro y el sistema nervioso. Un cebo envenenado le parecía lo más probable.

Tendría que decírselo a su padre. Su padre podría avisar al veterinario. O tal vez su papá pudiera hacer algo, como aquella vez de hacía dos años en que había arrancado las espinas del puerco espín del hocico de Cujo con sus tenacillas, moviendo cada púa primero hacia arriba y después hacia abajo y tirando a continuación de ella con mucho cuidado para no romperla, ya que de otro modo se hubiera enconado allí. Sí, tendría que decírselo a papá. Papá haría algo, como aquella vez que Cujillo se las había tenido tiesas con el señor Puerco Espín.

Pero, ¿y el viaje?

No era necesario que le dijeran que su madre había conseguido el permiso para aquel viaje por medio de alguna desesperada estratagema o de la suerte o de una combinación de ambas cosas. Como casi todos los niños, estaba en condiciones de percibir las vibraciones entre sus padres y conocía de qué manera fluían las corrientes emocionales de un día al otro al modo en que un veterano guía conoce las vueltas y meandros de un río de tierra adentro. El permiso se había obtenido por un pelo y, aunque su papá había dado el consentimiento, Brett intuía que el consentimiento lo había otorgado a regañadientes y con enfado. El viaje no estaría seguro hasta que él les hubiera acompañado y se hubiera marchado. En caso de que le dijera a papá que Cujo estaba enfermo, ¿no lo aprovecharía él como pretexto para obligarles a quedarse en casa?

Permaneció inmóvil en el patio. Se encontraba, por primera vez en su vida, sumido en un absoluto dilema mental y emocional. Al cabo de un rato, empezó a buscar a Cujo por detrás del establo. Le llamó en voz baja. Sus padres estaban todavía durmiendo y sabía que la niebla matinal contribuía a propagar los sonidos. No encontró a Cujo por ninguna parte… lo cual fue tanto mejor para él.

El despertador despertó a Vic con su zumbido a las cinco menos cuarto. Él se levantó, lo desconectó y se dirigió a trompicones al cuarto de baño, maldiciendo a Roger Breakstone que nunca podía llegar al aeropuerto de Portland veinte minutos antes del registro como cualquier pasajero normal. Roger no. Roger era el hombre de las contingencias. Siempre podía producirse un pinchazo en una rueda o un bloqueo de carretera o un diluvio o un terremoto. Los alienígenas del espacio exterior podían decidir aterrizar en la pista 22.

Se duchó, se afeitó, tragó unas vitaminas y regresó al dormitorio para vestirse. La enorme cama de matrimonio estaba vacía y él lanzó un leve suspiro. El fin de semana que él y Donna acababan de pasar no había sido muy agradable… de hecho, podía afirmar con toda sinceridad que jamás en la vida querría volver a pasar otro fin de semana parecido. Habían conservado sus habituales semblantes risueños —por Tad—, pero Vic había tenido la impresión de estar participando en un baile de disfraces. No le gustaba ser consciente del funcionamiento de los músculos de su rostro cuando sonreía.

Habían dormido juntos en la misma cama, pero, por primera vez, la enorme cama de matrimonio se le había antojado a Vic demasiado pequeña. Durmieron cada uno a un lado con una tierra de nadie intermedia, cubierta por una crujiente sábana. Había permanecido despierto buena parte de las noches del viernes y el sábado, morbosamente consciente de cada desplazamiento del peso de Donna al moverse, del rumor del camisón contra su cuerpo. Se empezó a preguntar si ella también estaría despierta en su lado del vacío que se interponía entre ambos.

La noche anterior, noche del domingo, habían intentado hacer algo para eliminar aquel espacio vacío en medio de la cama. La faceta sexual había alcanzado un moderado éxito, aunque hubiera sido un poco vacilante (por lo menos, ninguno de los dos había llorado al terminar; por alguna extraña razón, él había tenido la morbosa certeza de que uno de ellos iba a llorar). Pero Vic no estaba muy seguro de que lo que habían hecho se pudiera llamar hacer el amor.

Se puso su traje gris de verano —tan gris como la primera luz del exterior— y tomó las dos maletas. Una de ellas pesaba mucho más que la otra. Era la que contenía una buena parte de las fichas se correspondían a los Cereales Sharp. Roger tenía en su poder todo el material gráfico…

Donna estaba preparando barquillos en la cocina. La tetera estaba en el fuego y ya estaba empezando a silbar y resoplar. Iba envuelta en su vieja bata azul de franela. Tenía el rostro abotargado como si, en lugar de proporcionarle descanso, el sueño le hubiera propinado un puñetazo y la hubiera dejado inconsciente.

—¿Despegarán los aviones con este tiempo?

—Va a hacer un calor tremendo. Ya se ve el sol —Vic lo señaló y después besó suavemente a Donna en la nuca—. No hubieras tenido que levantarte.

—No te preocupes —dijo ella, levantando la tapadera de hierro de la plancha de hacer barquillos y depositando hábilmente un barquillo en un plato que entregó a su marido—. Ojalá no te fueras —dijo en voz baja—. Ahora no. Después de lo de anoche.

—No estuvo muy mal, ¿verdad?

—No fue como antes —dijo Donna. Una amarga y casi secreta sonrisa afloró a sus labios y se esfumó. Batió una mezcla de barquillo con una batidora de alambre y después vertió el contenido de un cucharón en la plancha de los barquillos, bajando la pesada tapa. Ssss. Vertió agua hirviendo sobre un par de bolsas Red Rose y llevó las tazas (una decía VIC y otra DONNA) a la mesa—. Cómete el barquillo. Hay confitura de fresas, si quieres.

Él fue por el tarro de confitura y se sentó. Extendió un poco de margarina sobre el barquillo y observó como se derretía en el interior de los cuadraditos, como solía hacer cuando era pequeño. La confitura era de la marca Smucker’s. Le gustaban las confituras Smucker’s. Extendió una generosa cantidad sobre el barquillo. Ofrecía un aspecto estupendo. Pero él no tenía apetito.

—¿Te vas a buscar una mujer en Boston o en Nueva York? —preguntó ella, volviéndose de espaldas—. Para compensar la cosa. ¿Golpe por golpe?

Él se sobresaltó un poco… y tal vez incluso se ruborizó. Se alegraba de que ella estuviera de espaldas porque le parecía que en aquel preciso instante su rostro revelaba mucho más de lo que él deseaba que ella viera. Y no es que estuviera enojado; la idea de darle al botones un billete de diez dólares en lugar del dólar habitual y de hacerle después al tipo unas cuantas preguntas había cruzado sin duda por su imaginación. Sabía que Roger lo había hecho en algunas ocasiones.

—Voy a estar demasiado ocupado para eso.

—¿Cómo dice el anuncio? Siempre hay un lugar para Jell-O.

—¿Estás tratando de que me enfade, Donna, o qué?

—No. Sigue comiendo. Tienes que alimentar la máquina.

Ella se sentó con un barquillo. Nada de margarina para ella. Un poquito de jarabe Vermont Maid y nada más. Qué bien nos conocemos el uno al otro, pensó él.

—¿A qué hora vas a recoger a Roger? —preguntó ella.

—Después de algunas negociaciones, hemos decidido que a las seis.

Ella volvió a sonreír, pero esta vez la sonrisa fue cordial y afectuosa.

—Se ve que se debió de tomar en serio alguna vez eso de que «A quien madruga…», ¿verdad?

—Sí. Me extraña que aún no haya llamado para cerciorarse de que me he levantado.

Sonó el teléfono.

Se miraron el uno al otro a través de la mesa y, al cabo de una silenciosa y reflexiva pausa, ambos se echaron a reír. Fue un momento excepcional, más excepcional sin duda que las prudentes relaciones amorosas a oscuras de la noche anterior. Él vio lo bellos que eran sus ojos y lo mucho que brillaban. Eran tan grises como la niebla matinal del exterior.

—Cógelo deprisa antes de que despierte a Tadder —dijo ella.

Vic lo hizo. Era Roger. Le aseguró a Roger que se había levantado y estaba vestido y que su estado de ánimo era combativo. Le recogería a las seis en punto. Colgó el teléfono, preguntándose si acabaría por contarle a Roger lo de Donna y Steve Kemp. Probablemente no. No porque el consejo de Roger tuviera que ser malo; no lo sería. Pero, aunque Roger le prometiera no decírselo a Althea, se lo diría con toda seguridad. Y él sospechaba que a Althea le iba a resultar muy difícil resistir la tentación de revelar a otras personas aquel sabroso chisme de mesa de bridge. Esta cuidadosa consideración del asunto le hizo volver a sentirse deprimido. Era como si, en su intento de resolver el problema que había surgido entre ambos, él y Donna estuvieran enterrando su propio cuerpo a la luz de la luna.

—El bueno de Roger —dijo Vic, sentándose de nuevo.

Intentó sonreír, pero no le salió. El momento de espontaneidad había desaparecido.

—¿Podrás meter todas tus cosas y las de Roger en el Jag?

—Claro —dijo él—. No habrá más remedio. Althea necesita el coche y tú tienes… mierda, se me olvidó por completo llamar a Joe Camber a propósito de tu Pinto.

—Tenías otras cosas en la cabeza —dijo ella con un leve toque de ironía en la voz—. No importa. A lo mejor hoy no envío a Tad al campo de juegos. Le da por llorar. Tal vez le tenga en casa el resto del verano, si no te importa. Me meto en dificultades cuando él no está.

Las lágrimas estaban ahogando su voz, estrujándola y confundiéndola, y él no sabía qué decir ni cómo reaccionar. La observó con expresión de impotencia mientras ella sacaba un Kleenex, se sonaba la nariz y se enjugaba las lágrimas de los ojos.

—Como quieras —dijo él, conmovido—. Como te parezca mejor —y después añadió a toda prisa—: Pero llama a Joe Camber. Siempre está en casa y no creo que tardara ni veinte minutos en arreglártelo. Aunque tenga que poner otro carbu…

—¿Pensarás en ello mientras estés fuera? —preguntó ella—. ¿En lo que vamos a hacer? ¿Nosotros dos?

—Sí —dijo él.

—Bien. Yo también lo haré. ¿Otro barquillo?

—No, gracias.

Toda la conversación estaba adquiriendo unos tintes surrealistas. De repente, él experimentó el deseo de salir y largarse de una vez. De repente, el viaje se le antojó muy necesario y muy atractivo. La idea de alejarse de todo aquel desastre. De poner kilómetros de por medio. Experimentó una repentina punzada de anticipación. Pudo ver mentalmente el jet Delta surcando la niebla que se estaba disipando y adentrándose en el azul del cielo.

—¿Puedo tomar un barquillo?

Ambos se volvieron, sobresaltados. Era Tad, de pie en el corredor con su pijama amarillo con pies, su coyote de felpa agarrado por una oreja y su manta roja echada sobre los hombros. Parecía un pequeño indio soñoliento.

—Creo que podría prepararte uno —dijo Donna, sorprendida.

Tad no era aficionado a levantarse temprano.

—¿Ha sido el teléfono, Tad? —preguntó Vic.

Tad sacudió la cabeza.

—He querido levantarme temprano para poder decirte adiós, papá. ¿De verdad te tienes que ir?

—Sólo por poco tiempo.

—Es demasiado —dijo Tad con expresión sombría—. Pondré un círculo en mi calendario alrededor del día en que vas a volver. Mamá me ha enseñado cuál es. Marcaré todos los días y ella me ha dicho que me dirá las Palabras del Monstruo todas las noches.

—Bueno, eso está muy bien, ¿no?

—¿Llamarás?

—Una noche sí y otra no —contestó Vic.

—Todas las noches —insistió Tad. Se encaramó a las rodillas de Vic y dejó el coyote al lado del plato de éste. Tad empezó a masticar una tostada—. Todas las noches, papaíto.

—Todas las noches no puedo —dijo Vic, pensando en el apretado programa que Roger había elaborado el viernes, antes de que él recibiera la carta.

—¿Por qué no?

—Porque…

—Porque tu tío Roger es un capataz muy exigente —dijo Donna, colocando el barquillo de Tad sobre la mesa—. Ven aquí a comer. Tráete el coyote. Papá nos llamará mañana por la noche desde Boston y nos contará todo lo que le haya ocurrido.

Tad ocupó su sitio al fondo de la mesa; tenía un mantelito individual que decía TAD.

—¿Me traerás un juguete?

—Tal vez. Si eres bueno. Y tal vez te llame esta noche para que sepas que he llegado a Boston entero.

—Vaya una cosa —Vic observó fascinado cómo Tad se vertía un pequeño océano de jarabe sobre el barquillo—. ¿Qué clase de juguete?

—Ya veremos —dijo Vic mientras contemplaba a Tad, comiéndose su barquillo. Recordó de repente que a Tad le gustaban los huevos. Revueltos, fritos, pasados por agua o duros, Tad se los tragaba con avidez—. ¿Tad?

—¿Qué, papá?

—Si quisieras que la gente comprara huevos, ¿qué le dirías?

Tad reflexionó.

—Les diría que los huevos saben muy bien —dijo.

Los ojos de Vic volvieron a encontrarse con los de su mujer y ambos vivieron un segundo momento como el que se había producido al sonar el teléfono. Esta vez, se rieron telepáticamente.

Sus adioses fueron superficiales. Sólo Tad, con su imperfecta comprensión de lo breve que era realmente el futuro, se echó a llorar.

—¿Lo pensarás? —le volvió a preguntar Donna mientras él subía al Jag.

—Sí.

Sin embargo, mientras se dirigía a Bridgton para recoger a Roger, en lo que pensó fue en aquellos dos momentos de comunicación casi perfecta. Dos en una mañana, no estaba mal. Lo único que hacía falta eran ocho o nueve años juntos, aproximadamente una cuarta parte de todos los años pasados hasta ahora sobre la faz de la tierra. Empezó a pensar en lo ridículo que era todo el concepto de la comunicación humana… y en el monstruoso y absurdo exceso que era necesario para alcanzar siquiera una pequeña cantidad. Cuando se había invertido tiempo y el resultado había sido bueno, había que tener cuidado. Sí, lo pensaría. Las relaciones entre ambos habían sido buenas y, aunque algunos de los canales estaban ahora cerrados y llenos sabía Dios de cuánta basura (y parte de esa basura tal vez estuviera todavía filtrándose), parecía que muchos de los demás estaban todavía abiertos y funcionaban razonablemente bien.

Habría que pensarlo con cierto detenimiento… pero tal vez no demasiado de una vez. Las cosas mostraban tendencia a aumentar de tamaño.

Encendió la radio y empezó a pensar en el pobre Profesor de los Cereales Sharp.

Joe Camber se detuvo frente a la terminal de la compañía Greyhound de Portland a las ocho menos diez. La niebla se había disipado y el reloj digital de lo alto del Casco Bank and Trust ya señalaba 26 grados de temperatura.

Conducía con el sombrero bien encasquetado en la cabeza, dispuesto a enojarse con cualquiera que se le adelantara o se le cruzara. Aborrecía conducir en ciudad. Cuando él y Gary llegaran a Boston, tenía intención de aparcar el automóvil y dejarlo hasta el momento de regresar a casa. Podrían tomar el metro en caso de que supieran descifrar las indicaciones o ir a pie en caso de que no supieran.

Charity iba vestida con su mejor traje pantalón —de un discreto color verde— y una blusa de algodón blanco con un volante fruncido en el cuello. Lucía pendientes, lo cual le había producido a Brett una leve sensación de asombro. No recordaba que su madre tuviera costumbre de utilizar pendientes, como no fuera para ir a la iglesia.

Brett la había sorprendido a solas cuando estaba subiendo para vestirse tras haberle servido a papá su desayuno de gachas de avena. Joe había permanecido casi todo el rato en silencio, mascullando monosílabos en respuesta a las preguntas y después dando totalmente por terminada la conversación al sintonizar con la emisora WCSH para escuchar los resultados de los partidos de béisbol. Ambos temieron que el silencio pudiera presagiar una desastrosa explosión de cólera y un repentino cambio de idea a propósito del viaje.

Charity llevaba puestos los pantalones y se estaba poniendo la blusa. Brett observó que llevaba un sujetador de color melocotón y eso también le sorprendió. No sabía que su madre tuviera prendas interiores de otro color que no fuera el blanco.

—Mamá —le dijo en tono apremiante.

Ella se volvió… y pareció casi que se revolvía contra él.

—¿Te ha dicho algo?

—No… no. Es Cujo.

—¿Cujo? ¿Qué le pasa a Cujo?

—Está enfermo.

—¿Qué quieres decir con eso de que está enfermo?

Brett le contó que se había tomado una segunda escudilla de Cocoa Bears en los peldaños de atrás, que se había adentrado en la niebla y que Cujo había aparecido de repente con los ojos enrojecidos y frenéticos y con el hocico chorreando espuma.

—Y no caminaba bien —terminó diciendo Brett—. Era como si se tambaleara, ¿sabes? He pensado que sería mejor decírselo a papá.

—No —exclamó su madre con vehemencia, asiéndole por los hombros con tanta fuerza que le hizo daño—. ¡No vas a hacer eso!

Él la miró, sorprendido y asustado. Ella aflojó un poco la presa y le habló con más serenidad.

—Te ha asustado porque ha salido de esa manera de la niebla. Lo más probable es que no le ocurra nada en absoluto. ¿De acuerdo?

Brett trató de buscar las palabras más idóneas para hacerle comprender hasta qué punto era terrible el aspecto de Cujo y de qué forma él había pensado por un momento que se le iba a echar encima. No pudo encontrar las palabras. Tal vez no quiso encontrarlas.

—Si le ocurre algo —añadió Charity—, será probablemente alguna cosita sin importancia. Puede que una mofeta le haya echado encima un poco de líquido…

—No olía a mof…

—… o, a lo mejor, ha estado persiguiendo a una marmota o a un conejo. Puede que haya atrapado una rata en la ciénaga de allí abajo. O a lo mejor se ha comido unas ortigas.

—Supongo que sí —dijo Brett en tono dubitativo.

—Tu padre lo aprovecharía como pretexto —dijo ella—. Ya me parece que le estoy oyendo. «Conque enfermo, ¿eh? Bueno, el perro es tuyo, Brett. Encárgate tú de él. Yo tengo demasiado trabajo como para andar ocupándome de tu chucho.»

Brett asintió con expresión desdichada. Era exactamente lo que él había pensado, ampliado por la expresión ceñuda con que su padre había estado desayunando mientras sonaban en la cocina las noticias deportivas.

—Si le dejas, él se irá con papá y papá cuidará de él —dijo Charity—. Quiere a Cujo casi tanto como tú aunque nunca lo diga. Si ve que le ocurre algo, lo llevará al veterinario de South París.

—Sí, supongo que sí.

Las palabras de su madre le parecieron acertadas, pero él seguía estando triste.

Ella se inclinó y le besó en la mejilla.

—¡Verás! Podremos llamar a tu padre esta noche, si quieres. ¿Qué te parece? Y, cuando hables con él, tú le dices como el que no quiere la cosa: «¿Le has dado de comer a mi perro, papá?» Y entonces lo sabrás.

—Sí —dijo Brett, dirigiéndole a su madre una sonrisa de gratitud mientras ella le sonreía a su vez, aliviada por el hecho de haber evitado un problema.

Perversamente, sin embargo, ello constituyó otro motivo de preocupación durante el período aparentemente interminable que precedió al momento en que Joe acercó el vehículo a los peldaños del porche y empezó a colocar en silencio las cuatro maletas en el portaequipajes (en una de ellas, Charity había introducido subrepticiamente sus cuatro álbumes de fotos). Su nueva preocupación era la posibilidad de que Cujo apareciera en el patio antes de que ellos se hubieran ido y Joe Camber se encontrara con el problema.

Pero Cujo no apareció.

Joe bajó la portezuela posterior del Country Squire, entregó a Brett las dos maletas pequeñas y tomó las dos más grandes.

—Mujer, llevas tanto equipaje que me pregunto si no estarás emprendiendo una de esas excursiones de divorcio a Reno en lugar de irte a Connecticut.

Charity y Brett sonrieron con inquietud. Parecía un amago de comentario humorístico, pero con Joe Camber nunca podía uno estar seguro.

—No estaría mal —dijo ella.

—Me parece que tendría que perseguirte hasta allí y arrastrarte otra vez a casa con mi nueva cadena —dijo él sin sonreír. Llevaba el sombrero verde encasquetado en la parte posterior de la cabeza—. Chico, ¿vas a cuidar de tu madre?

Brett asintió con la cabeza.

—Será mejor que lo hagas —Joe estudió al niño—. Te estás haciendo muy grande. Probablemente no querrás darle un beso a tu viejo.

—Creo que sí, papá —dijo Brett, abrazando a su padre con fuerza y besándole la cerdosa mejilla mientras aspiraba el olor del sudor rancio y una leve vaharada del vodka de la noche anterior.

Se sorprendió y se sintió abrumado por el amor que le inspiraba su padre, un sentimiento que a veces todavía experimentaba, siempre cuando menos lo esperaba (pero cada vez con menos frecuencia en el transcurso de los últimos dos o tres años, algo que su madre no sabía y no hubiese creído si él se lo hubiera dicho). Era un amor que nada tenía que ver con el comportamiento cotidiano de Joe Camber con él o con su madre; era algo de carácter primario y biológico, un fenómeno con muchos de aquellos puntos de referencia ilusorios que suelen perdurar toda la vida: el olor del humo del cigarrillo, el aspecto de una navaja de doble hoja reflejada en un espejo, unos pantalones colgados en el respaldo de una silla, ciertas palabras malsonantes.

Su padre le devolvió el abrazo y después miró a Charity. Apoyó un dedo bajo su barbilla y le levantó un poco el rostro. A través de las aberturas de carga del achaparrado edificio de ladrillo oyeron el rumor del calentamiento del motor de un autocar. Era el bajo y gutural rugido de un motor diesel.

—Que os divirtáis —dijo él.

Los ojos de Charity se llenaron de lágrimas que ella se apresuró a enjugar. El gesto fue casi de cólera.

—De acuerdo —dijo ella.

La tensa y cerrada expresión de reserva volvió a descender sobre el rostro de Joe. Bajó como la visera del yelmo de un guerrero. Volvía a ser el perfecto campesino.

—¡Toma estas maletas, chico! En ésta parece que haya plomo… ¡Jesús!

Estuvo con ellos hasta que registraron las cuatro maletas, examinando detenidamente cada etiqueta, sin prestar atención a la condescendiente expresión divertida del empleado. Observó cómo el mozo se llevaba las maletas en una carretilla y las introducía en las entrañas del autocar. Después se dirigió de nuevo a Brett.

—Ven conmigo a la acera —dijo.

Charity les vio alejarse. Se sentó en un duro banco, abrió el bolso, sacó un pañuelo y empezó a retorcerlo. Sería muy propio de él desearle que se divirtiera y después tratar de convencer al niño de que regresara a casa con él.

En la acera, Joe dijo:

—Déjame darte un par de consejos, chico. Es probable que no hagas caso porque los chicos raras veces hacen caso, pero supongo que eso nunca ha impedido que un padre los diera. El primer consejo es éste: El tipo a quien vas a ver, ese Jim, no es más que un pedazo de mierda. Una de las razones por las que te he permitido hacer esta excursión es el hecho de que tengas diez años y diez años son suficientes para comprender la diferencia que existe entre un pedazo de caca y una rosa de té. Obsérvale y te darás cuenta. No hace otra cosa más que estar sentado en un despacho y revolver papeles. Las personas como él son las que provocan la mitad de los problemas de este mundo porque sus cerebros están desconectados de sus manos —un leve rubor de excitación había aparecido en las mejillas de Joe—. Es un pedazo de mierda. Obsérvale y verás cómo estás de acuerdo.

—Muy bien —dijo Brett en voz baja y comedida.

Joe Camber esbozó una ligera sonrisa.

—El segundo consejo es que vigiles la cartera.

—No tengo din…

Camber sacó un arrugado billete de cinco dólares.

—Sí, tienes esto. No te lo gastes todo en el mismo sitio. El tonto y su dinero se despiden en seguida.

—Muy bien. ¡Gracias!

—Hasta pronto —dijo Camber sin pedir otro beso.

—Adiós, papá.

Brett se quedó de pie en la acera, contemplando cómo su padre subía al vehículo y se alejaba. Jamás volvió a ver a su padre con vida.

A las ocho y cuarto de aquella mañana, Gary Pervier salió tambaleándose de su casa, enfundado en sus calzoncillos manchados de orina, y orinó sobre las madreselvas. Con cierta perversidad, había abrigado la esperanza de que algún día su orina estuviera tan impregnada de alcohol que agostara las madreselvas. Ese día aún no había llegado.

—¡Ay, mi cabeza! —gritó, sosteniéndosela con la mano libre mientras regaba las madreselvas que habían sepultado su valla. Sus ojos estaban atravesados por unos intensos ramalazos escarlata. Su corazón matraqueaba y rugía como una vieja bomba de agua que últimamente estuviera bombeando más aire que agua. Un terrible calambre estomacal se apoderó de él mientras terminaba de orinar —en los últimos tiempos, éstos se habían hecho más frecuentes— y, mientras se doblegaba, una enorme y maloliente flatulencia se escapó zumbando por entre sus huesudas piernas.

Se volvió para entrar de nuevo en la casa y fue entonces cuando empezó a oír los gruñidos. Era un bajo y poderoso ruido que procedía justo de más allá del punto en que su patio lateral cubierto de maleza se confundía con el henar.

Se volvió rápidamente hacia el rumor, olvidándose del dolor de cabeza, olvidándose del matraqueo y el rugido de su corazón, olvidándose del calambre. Hacía mucho tiempo que no experimentaba una visión retrospectiva de la guerra en Francia, pero ahora la experimentó. De repente, su cerebro gritó: ¡Alemanes! ¡Alemanes! ¡Pelotón al suelo!

Pero no eran los alemanes. Cuando se separó la hierba, fue Cujo el que apareció.

—Hola, chico, ¿por qué estás gru…? —empezó a decir Gary, deteniéndose como si fuera tartamudo.

Hacía veinte años que no veía un perro rabioso, pero el espectáculo no se olvida fácilmente. Se encontraba en una gasolinera Amoco al este de Machias, regresando de una acampada en Eastport. Montaba la vieja moto Indian que tuvo durante algún tiempo a mediados de los cincuenta. Un jadeante perro amarillo de hundidos costados había pasado frente a la gasolinera Amoco como una aparición espectral. Sus costados se movían hacia dentro y hacia fuera en unos rápidos y superficiales actos respiratorios. Le chorreaba espuma de la boca en una ininterrumpida corriente líquida. Sus ojos se movían frenéticamente. Sus cuartos traseros estaban incrustados de mierda. Más que caminar, avanzaba haciendo eses, como si algún desalmado le hubiera abierto las mandíbulas una hora antes y se las hubiera llenado a rebosar de whisky barato.

—Maldita sea, aquí está —había dicho el empleado de la gasolinera.

Había soltado la llave de tuerca que sostenía en la mano y se había dirigido corriendo al mísero y desordenado despacho contiguo al garaje de la gasolinera. Había salido llevando en sus grasientas manos de grandes nudillos un 30-30. Tras salir a la zona asfaltada, había doblado una rodilla y había empezado a disparar. El primer disparo fue bajo y arrancó una de las patas traseras del perro en medio de una nube de sangre. Aquel perro amarillo ni siquiera se movió, pensó ahora Gary mientras miraba a Cujo. Miró inexpresivamente a su alrededor como si no tuviera la menor idea de lo que estaba ocurriendo.

El segundo intento del empleado de la gasolinera partió al perro casi por la mitad. Las entrañas salieron volando contra la bomba de la gasolinera, rociándola de salpicaduras rojas y negras. Momentos más tarde, aparecieron otros tres tipos, tres de los mejores ejemplares del condado de Washington, sentados hombro con hombro en la cabina de una camioneta de reparto Dodge, modelo 1940. Iban todos armados. Se agruparon y efectuaron otras ocho o nueve descargas contra el perro muerto. Una hora después, mientras el empleado de la gasolinera terminaba de instalar un nuevo faro delantero en la moto Indian de Gary, llegó la agente del Servicio Canino del Condado en un Studebaker sin portezuela en el lado del pasajero. Se puso unos largos guantes de goma y cortó lo que quedaba de la cabeza del perro amarillo para enviarlo al Departamento de Sanidad y Bienestar del Estado.

Cujo estaba mucho más ágil que aquel perro amarillo de hacía tanto tiempo, pero los demás síntomas eran exactamente los mismos. No lo tiene muy fuerte, pensó. Más peligroso. Dios bendito, tengo que ir por la escopeta…

Empezó a retroceder.

—Hola, Cujo… buen perro, buen perro, buen perrito…

Cujo estaba junto al borde de la extensión de césped, con la cabeza gacha, los ojos inyectados en sangre y opacos, gruñendo.

—Buen chico…

Para Cujo, las palabras que brotaban del HOMBRE no significaban nada. Eran sonidos sin sentido, igual que el viento. Lo que importaba era el olor que despedía el HOMBRE. Era cálido, fétido y acre. Era el olor del miedo. Era exasperante e insoportable. Comprendió de repente que el hombre le había puesto enfermo. Cargó hacia delante mientras el gruñido de su tórax se transformaba en un recio rugido de cólera.

Gary vio que el perro iba por él. Se volvió y echó a correr. Una mordedura, un arañazo, podía significar la muerte. Corrió hacia el porche y la seguridad de la casa, más allá del porche. Pero había habido demasiados tragos, demasiados largos días de invierno junto a la estufa y demasiadas largas noches de verano en la silla del jardín. Oyó que Cujo se le acercaba por detrás y después hubo una terrible décima de segundo en la que no pudo oír nada y comprendió que Cujo había pegado un salto.

Al llegar al astilloso primer peldaño de su porche, cien kilos de San Bernardo le cayeron encima como una locomotora, derribándole al suelo, dejándole sin aliento. El perro fue por su nuca. Gary trató de levantarse, gateando. El perro se encontraba encima de él, el espeso pelaje de su vientre casi le ahogaba y el animal le derribó de nuevo al suelo con facilidad. Gary gritó.

Cujo le mordió el hombro y sus poderosas mandíbulas se cerraron y atravesaron la piel desnuda, tirando de los tendones como si fueran alambres. El perro seguía rugiendo. La sangre empezó a brotar. Gary la sintió deslizarse cálidamente por la huesuda parte superior de su brazo. Se revolvió y golpeó al perro con sus puños. El perro retrocedió un poco y Gary pudo subir a gatas otros tres peldaños. Pero Cujo volvió a abalanzarse sobre él.

Gary le propinó un puntapié. Cujo se inclinó hacia el otro lado y volvió a cargar, rugiendo y dándole dentelladas. La espuma se escapaba de entre sus mandíbulas y Gary podía percibir el olor de su aliento. Era un olor de putrefacción… fétido y amarillento. Gary extendió el puño derecho y lanzó un gancho largo, conectando con la huesuda mandíbula inferior de Cujo. Fue una suerte. La sacudida del impacto le subió hasta el hombro que le estaba ardiendo a causa de la profunda mordedura.

Cujo retrocedió de nuevo.

Gary miró al perro mientras su escuálido tórax sin vello subía y bajaba rápidamente. Tenía el rostro ceniciento. La sangre de la laceración del hombro estaba salpicando los peldaños del porche cuya pintura se estaba desprendiendo.

—Ven por mí, hijo de puta —dijo—. Ven, ven aquí, me importa una mierda —gritó—. ¿Me oyes? ¡Me importa una mierda!

Pero Cujo retrocedió otro paso.

Las palabras seguían sin tener significado, pero el olor del miedo había desaparecido del HOMBRE. Cujo ya no estaba seguro de si quería atacar o no. Él le había hecho daño, le había hecho mucho daño, y el mundo era un terrible embrollo de sensaciones e impresiones…

Gary se levantó temblorosamente. Subió de espaldas los últimos dos peldaños del porche. Avanzó de espaldas por el porche y buscó el tirador de la puerta de la mampara. Experimentaba en el hombro la sensación de tener gasolina pura bajo la piel. Su mente le gritó como desvariando: ¡La rabia! ¡Tengo la rabia!

No importa. Cada cosa a su tiempo. Tenía la escopeta en el armario del pasillo. Menos mal que Charity y Brett Camber no estaban en su casa de lo alto de la colina. La misericordia de Dios había actuado en su favor.

Dio con el tirador de la puerta de la mampara y abrió la puerta. Mantuvo lo ojos clavados en Cujo hasta haber retrocedido lo suficiente y haber cerrado la puerta a su espalda. Entonces se sintió invadido por una gran sensación de alivio. Se notaba las piernas como de goma. Por un instante, perdió la visión del mundo y la recuperó sacando la lengua y mordiéndosela. No era momento de desmayarse como una muchacha. Podría hacerlo, si quería, cuando el perro hubiera muerto. Jesús, había conseguido escapar por los pelos allí fuera; había llegado a pensar que iba a morir.

Se volvió y avanzó por el pasillo a oscuras en dirección al armario y fue entonces cuando Cujo se lanzó contra la mitad inferior de la puerta de la mampara y la atravesó, con el hocico arrugado hacia atrás y dejando al descubierto los dientes en una especie de sonrisa despectiva mientras de su pecho se escapaba una seca descarga de ladridos.

Gary lanzó otro grito y se volvió justo a tiempo para agarrar a Cujo con ambos brazos mientras el perro volvía a abalanzarse sobre él, empujándole por el pasillo y obligándole a brincar de un lado para otro para no perder el equilibrio. Por un instante, casi pareció que ambos estaban bailando un vals. Pero después Gary, que pesaba veinticinco kilos menos, cayó al suelo. Fue vagamente consciente de que el hocico de Cujo se hundía por debajo de su barbilla, fue vagamente consciente de que el extremo de su hocico estaba casi repugnantemente cálido y seco. Trató de extender las manos y estaba pensando que tendría que ir por los ojos de Cujo con los pulgares cuando Cujo le mordió la garganta y se la desgarró. Gary notó que cálida sangre le cubría el rostro y pensó: ¡Dios bendito, es mía! Sus manos empezaron a golpear débil e ineficazmente la parte superior del cuerpo de Cujo sin hacerle daño. Al final, las manos se apartaron.

Gary percibió levemente el enfermizo y empalagoso aroma de las madreselvas.

—¿Qué ves ahí afuera?

Brett se volvió un poco hacia el sonido de la voz de su madre. No del todo… no quería perderse ni por un momento el espectáculo del panorama que pasaba constantemente ante sus ojos. El autocar llevaba en la carretera casi una hora. Habían atravesado el puente del Millón de Dólares para dirigirse a South Portland (Brett había contemplado con ojos fascinados y arrobados los dos cargueros del puerto cubiertos de suciedad y herrumbre), habían alcanzado la autopista que conducía al sur y ahora se estaban acercando a la frontera de New Hampshire.

—Todo. ¿Tú qué ves, mamá?

Ella pensó: Tu imagen reflejada en el cristal… muy levemente. Eso es lo que veo. Pero, en su lugar, contestó:

—Pues veo el mundo, supongo. Veo el mundo pasando frente a nosotros.

—Mamá, me gustaría que pudiéramos ir con este autocar hasta California. Y ver todo lo que hay en los libros de geografía de la escuela.

—Te ibas a cansar mucho del paisaje, Brett —dijo ella riendo mientras le alborotaba el cabello.

—No. No me cansaría.

Es probable que no, pensó ella. De repente, se sintió triste y vieja. Cuando había llamado a Holly el sábado por la mañana para preguntarle si podían ir, Holly se había alegrado mucho y su alegría había hecho que Charity se sintiera joven. Era curioso que la alegría de su hijo, su euforia casi tangible, la hiciera sentirse vieja. Pese a ello…

¿Qué va a ser exactamente de él?, se preguntó mientras contemplaba su fantasmagórico rostro superpuesto al paisaje en movimiento como un truco de cámara. Era listo, más listo que ella y mucho más listo que Joe. Hubiera tenido que cursar estudios universitarios, pero ella sabía que, cuando llegara a la escuela superior, Joe insistiría en que se matriculara en los cursos de mecánica y mantenimiento de automóviles para que, de este modo, pudiera serle más útil en su trabajo. Diez años antes no hubiera podido salirse con la suya porque los asesores de orientación no hubieran permitido que un chico tan listo como Brett optara por la formación profesional, pero, en esta época de fases selectivas en que se invitaba a la gente a seguir sus inclinaciones, tenía un miedo terrible de que aquello pudiera ocurrir.

Eso la asustaba. En otros tiempos, había podido decirse a sí misma que la escuela estaba lejos, muy lejos… la escuela superior, la verdadera escuela. La escuela elemental no era más que un juego para un niño que seguía las clases con tanta facilidad como Brett. Pero en la escuela superior empezaba el asunto de las opciones irrevocables. Las puertas se cerraban con un débil clic que sólo se percibía claramente en los sueños de los años sucesivos.

Se apretó los codos y se estremeció, sin engañarse a sí misma, pensando que el acondicionamiento de aire del autocar estaba demasiado fuerte.

Para Brett, la escuela superior estaba tan sólo a cuatro años de distancia.

Volvió a estremecerse y, de repente, empezó a pensar perversamente que ojalá no hubiera ganado aquel dinero o hubiera perdido el billete. Llevaban lejos de Joe apenas una hora, pero era la primera vez que se separaban realmente desde que se habían casado a finales de 1966. No había imaginado que la perspectiva pudiera resultar tan repentina, tan vertiginosa y tan amarga. La imagen era la siguiente: La mujer y el niño se ven libres de su encierro en la triste prisión del castillo… pero hay un impedimento. Llevan fijados a la espalda unos grandes ganchos y, en los extremos de los ganchos, hay unas resistentes gomas elásticas invisibles. Y, antes de que puedan alejarse demasiado, ¡zas! ¡Te ves lanzada de nuevo al interior para pasar allí otros catorce años!

Emitió un leve sonido gutural.

—¿Decías algo, mamá?

—No. Sólo estaba carraspeando.

Se estremeció por tercera vez y, en esta ocasión, se le puso la carne de gallina en los brazos. Había recordado el verso de una poesía de una de sus clases de literatura en la escuela superior (ella había expresado el deseo de cursar estudios universitarios, pero su padre se había puesto furioso ante la idea —¿acaso se creía ella que eran ricos?— y su madre se había reído, dando un suave y compasivo golpe de gracia a la idea). Pertenecía a un poema de Dylan Thomas y no podía recordarlo bien, pero era algo acerca del moverse a través de los destinos del amor.

Aquel verso le había parecido entonces muy curioso y desconcertante, pero ahora creía comprenderlo. ¿Qué otra cosa podía ser aquella resistente goma elástica invisible sino amor? ¿Iba acaso a engañarse a sí misma y decir que no amaba, ni ahora tan siquiera, de alguna forma al hombre con quien se había casado? ¿Que, si se quedaba a su lado, era sólo para cumplir con su deber o por el niño (eso tenía gracia: en caso de que alguna vez le dejara, sería precisamente por el niño)? ¿Que él nunca la complacía en la cama? ¿Y que no podía, a veces en los momentos más inesperados (como el que se había producido en la terminal de los autocares), mostrarse cariñoso?

Y, sin embargo… y, sin embargo…

Brett estaba mirando a través de la ventana con expresión de arrobo. Sin apartar los ojos del paisaje, dijo:

—¿Tú crees que Cujo está bien, mamá?

—Estoy segura de que está perfectamente —contestó ella con aire distraído.

Por primera vez, empezó a pensar en el divorcio de una forma concreta: qué podría hacer para mantenerse junto a su hijo, cómo se las iban a apañar en una situación tan inimaginable (casi inimaginable). En caso de que ella y Brett no regresaran de aquel viaje, ¿iría él en su busca, como vagamente había amenazado con hacer allá, en Portland? ¿Decidiría dejar que Charity se fuera, pero trataría de recuperar a Brett por las buenas o por las malas?

Empezó a pensar en las distintas posibilidades, sopesándolas y comprendiendo de repente que, en el fondo, un poco de perspectiva no venía nada mal. Dolorosa tal vez. Tal vez útil también.

El autocar Greyhound cruzó la frontera del estado y se adentró en New Hampshire para dirigirse al sur.

El Delta 727 se elevó bruscamente, sobrevoló en círculo Castle Rock —Vic buscaba siempre su casa en las proximidades de Castle Lake y 117, siempre infructuosamente— y después tomó de nuevo la dirección de la costa. La duración del vuelo hasta el aeropuerto de Logan era de veinte minutos.

Donna estaba allí abajo, a unos seis mil metros. Y Tadder también. Experimentó una repentina depresión mezclada con el negro presentimiento de que no iba a dar resultado, de que era una locura siquiera pensarlo. Cuando la casa se venía abajo, había que construir otra nueva. No se podía volver a levantar la anterior, juntando las piezas con pegamento.

Se acercó la azafata. Él y Roger viajaban en primera clase («Será mejor que disfrutemos mientras podamos, amigo —había dicho Roger el miércoles pasado al hacer las reservas—; no todo el mundo puede irse al asilo de los pobres con tanta elegancia») y sólo había cuatro o cinco pasajeros más, casi todos ellos leyendo el periódico de la mañana… como lo estaba haciendo Roger.

—¿Puedo servirle algo? —le preguntó a Roger con aquella sonrisa rutilante que parecía decir que le había encantado levantarse a las cinco y media de la mañana para efectuar todos aquellos despegues y aterrizajes de Bangor a Portland, Boston, Nueva York y Atlanta.

Roger meneó la cabeza con aire ausente y entonces ella le dirigió su sonrisa sobrenatural a Vic.

—¿Algo para usted, señor? ¿Una pasta? ¿Zumo de naranja?

—¿Podría prepararme un «destornillador»? —preguntó Vic y la cabeza de Roger se levantó de golpe del periódico.

La sonrisa de la azafata no se alteró; la petición de una bebida alcohólica antes de las nueve de la mañana no constituía para ella ninguna novedad.

—Puedo preparárselo —contestó—, pero tendrá que darse prisa en terminarlo. Estamos a un salto de Boston.

—Me daré prisa —prometió Vic solemnemente y ella se dirigió hacia la cocina, resplandeciente con su uniforme de traje pantalón verde azulado y su sonrisa.

—¿Qué te pasa? —preguntó Roger.

—¿Qué quieres decir con qué me pasa?

—Ya sabes lo que quiero decir. Jamás te había visto beber ni siquiera una cerveza antes del mediodía. Por regla general, no antes de las cinco de la tarde.

—Estoy botando el barco —dijo Vic.

—¿Qué barco?

—El Titanic —contestó Vic.

—Eso es algo de mal gusto, ¿no te parece? —dijo Roger, frunciendo el ceño.

A Vic se lo parecía, en efecto. Roger merecía otra cosa, pero esa mañana, con la depresión encima, cubriéndole como una maloliente manta, simplemente no se le ocurría nada mejor. Consiguió esbozar tan sólo una triste sonrisa. Pero Roger siguió mirándole con el ceño fruncido.

—Verás —dijo Vic—, es que se me ha ocurrido una idea a propósito de este asunto de los Zingers. Nos va a costar Dios y ayuda convencer al viejo Sharp y al chico, pero tal vez nos dé resultado.

Roger mostró una expresión de alivio. Era la forma en que siempre habían trabajado: Vic era el hombre de la idea en bruto y Roger era el que le daba forma y la llevaba a la práctica. Siempre habían trabajado en equipo cuando trasladaban las ideas a los medios de difusión y también en todo lo relacionado con la presentación.

—¿En qué consiste?

—Dame un poco de tiempo —contestó Vic—. Hasta esta noche quizá. Entonces podremos izarla en el mástil…

—… y ver quién se baja los pantalones —terminó Roger con una sonrisa. Abrió de nuevo el periódico por las páginas económicas—. Muy bien. Siempre y cuando me la proporciones esta noche. Las acciones de la Sharp subieron otro octavo la semana pasada. ¿Lo sabías?

—Estupendo —murmuró Vic, mirando a través de la ventanilla.

Ahora la niebla se había disipado; el día estaba totalmente despejado. Las playas de Kennebunk y Ogunquit y York formaban un panorama de tarjeta postal: mar azul cobalto, arena caqui y después el paisaje típico de Maine, de suaves colinas, campos abiertos y espesas franjas de abetos, extendiéndose hacia el oeste hasta perderse de vista. Precioso. Pero contribuía a agravar su depresión.

Si tengo que llorar, será mejor que me vaya a hacerlo al water, pensó tristemente. Seis frases en un trozo de papel barato le habían reducido a esta situación. Era un mundo cochinamente frágil, tan frágil como uno de aquellos huevos de Pascua que tenían unos bonitos colores por fuera, pero vacíos en su interior. Justo la semana anterior había estado pensando en tomar a Tad y largarse. Ahora se preguntaba si Tad y Donna estarían todavía allí cuando él y Roger regresaran. ¿Sería posible que Donna tomara al niño y levantara el campamento, yéndose tal vez a casa de su madre en los Foconos?

Desde luego que sería posible. Tal vez llegara a la conclusión de que una separación de diez días no era suficiente para él ni para ella. Tal vez fuese mejor una separación de seis meses y ahora ella tenía a Tad. La posesión otorga casi un derecho, ¿no?

Y tal vez, empezó a insinuar subrepticiamente una voz en su interior, tal vez ella sabe dónde está Kemp. Tal vez decida irse junto a él. Probar a vivir con él una temporada. De este modo, podrán buscar juntos sus pasados felices. Qué ideas tan absurdas para un lunes por la mañana, se dijo con inquietud.

Pero la idea no quería irse. Casi, pero no del todo.

Consiguió beber hasta la última gota del «destornillador» antes de que el aparato aterrizara en Logan. Le produjo una indigestión ácida que él sabía que le iba a durar toda la mañana… como la idea de Donna y Steve Kemp juntos, volvería una y otra vez aunque se tomara un tubo entero de Tums; pero la depresión se había suavizado un poco, razón por la cual tal vez mereciera la pena.

Tal vez.

Joe Camber contempló con cierto asombro la parte del suelo del garaje situada más allá de su enorme tornillo de ajuste. Se encasquetó mejor el sombrero de fieltro verde sobre la frente, se quedó mirando un rato lo que había allí y después introdujo los dedos entre los dientes y lanzó un estridente silbido.

—¡Cujo! ¡Oye, muchacho! ¡Ven aquí, Cujo!

Volvió a silbar y después se inclinó hacia delante, con las manos sobre las rodillas. El perro vendría, de eso no tenía la menor duda. Cujo nunca se alejaba. Pero, ¿cómo iba él a manejar aquello?

El perro se había ensuciado en el suelo del garaje. Nunca había visto a Cujo hacer semejante cosa, ni siquiera cuando era un cachorro. Se había meado algunas veces, tal como suelen hacerlo los cachorrillos, y había destripado algún que otro cojín del sillón, pero nunca había hecho nada de eso. Se preguntó fugazmente si lo habría hecho tal vez otro perro, pero rechazó aquella posibilidad. Cujo era el perro más grande de Castle Rock, que él supiera. Los perros grandes comían mucho y los perros grandes cagaban mucho. Ningún perrito de aguas o pachón o Heinz Cincuenta y Siete Variedades hubiera podido hacer aquel revoltijo. Joe se preguntó si el perro no habría presentido que Charity y Brett se iban a ausentar durante algún tiempo. En tal caso, tal vez fuera ésta su manera de mostrar qué tal le había sentado la idea. Joe había oído hablar de cosas parecidas.

Le habían regalado el perro a modo de pago a cambio de un trabajo que había realizado en 1975. Su cliente fue un individuo tuerto llamado Ray Crowell, de allá, de Fryeburg. El tal Crowell se pasaba casi todo el tiempo trabajando en los bosques, si bien se sabía que tenía muy buena mano con los perros: sabía criarlos y adiestrarlos. Hubiera podido ganarse bastante bien la vida, haciendo lo que los campesinos de Nueva Inglaterra llamaban a veces «cultivo de perros», pero tenía muy mal carácter y ahuyentaba a los clientes con su mal humor.

—Necesito un nuevo motor para mi camión —le había dicho Crowell a Joe aquella primavera.

—Muy bien —había contestado Joe.

—Tengo el motor, pero no podré pagarte nada. Estoy sin blanca.

Se encontraban en el interior del garaje de Joe, mascando tallos de hierba. Brett, que entonces contaba cinco años, estaba correteando junto a la entrada mientras Charity tendía la ropa.

—Pues lo siento mucho, Ray —dijo Joe—, pero yo no trabajo de balde. Eso no es una asociación de beneficencia.

—La señora Beasley acaba de alumbrar una carnada —dijo Ray. La señora Beasley era una perra San Bernardo preciosa—. Pura raza. Si me haces el trabajo, yo te regalaré el mejor ejemplar de la camada. ¿Qué dices a eso? Saldrías ganando, pero no puedo cortar troncos si no tengo un camión para transportarlos.

—No necesito ningún perro —dijo Joe—. Y tanto menos uno de ese tamaño. Los malditos San Bernardo no son más que máquinas de comer.

—Tú no necesitas un perro —dijo Ray, mirando a Brett, que se había sentado sobre la hierba y estaba mirando a su madre—, pero a tu chico tal vez le gustara.

Joe abrió la boca y la volvió a cerrar. Él y Charity no practicaban ningún control de natalidad, pero no habían tenido más hijos después de Brett y el propio Brett había tardado en llegar. A veces, cuando le miraba, Joe se preguntaba mentalmente si el niño no se sentiría solo. Tal vez sí. Y tal vez Ray Crowell tuviera razón. Se acercaba el cumpleaños de Brett. Podría regalarle el cachorro entonces.

—Lo pensaré —dijo.

—Bueno, pero no lo pienses demasiado —dijo Ray, en tono comedido—. Puedo ir a ver a Vin Callahan allá en North Conway. Es tan mañoso como tú, Camber. Más mañoso quizás.

—Quizá —dijo Joe sin inmutarse.

El carácter de Ray Crowell no le asustaba lo más mínimo.

Aquella misma semana, el encargado del establecimiento «Compre y Ahorre» acudió a Joe con su Thunderbird con el fin de que le echara un vistazo a la transmisión. Era un problema sin importancia, pero el encargado, que se apellidaba Donovan, estuvo dando vueltas alrededor del automóvil como una madre preocupada mientras Joe vaciaba el líquido de la transmisión, lo volvía a introducir y después ajustaba las bandas. El automóvil era una pieza estupenda, un Thunderbird de 1960 en perfectas condiciones. Mientras terminaba su labor y escuchaba a Donovan decirle que su mujer quería que vendiera el coche, a Joe se le ocurrió una idea.

—Estoy pensando regalarle un perro a mi chico —le dijo a Donovan mientras bajaba el Thunderbird del gato.

—Ah, ¿sí? —dijo Donovan cortésmente.

—Sí. Un San Bernardo. Ahora no es más que un cachorro, pero va a comer mucho cuando crezca. Estaba pensando que usted y yo podríamos hacer un pequeño trato. Si usted me garantiza un descuento sobre esta comida seca para perros, Gaines Meal, Ralstoi-Purina o lo que sea, yo le revisaría de vez en cuando el Thunderbird. Sin cobrarle nada.

Donovan se mostró encantado y ambos cerraron el trato. Joe llamó a Ray Crowell y le dijo que había decidido quedarse con el cachorro, en caso de que Crowell estuviera todavía de acuerdo. Crowell lo estaba y, cuando llegó el cumpleaños de su hijo aquel año, Joe sorprendió tanto a Brett como a Charity, poniendo un inquieto y agitado cachorrillo en los brazos del muchacho.

—¡Gracias, papá, gracias, gracias! —había gritado Brett, abrazando a su padre y cubriéndole las mejilla; de besos.

—Bueno —dijo Joe—, pero te vas a encargar tú de él, Brett. Es tu perro, no el mío. Me parece que, si empieza a mearse y a cagar por ahí, lo llevaré a la parte de atrás del establo y le pegaré un tiro como si no le conociera.

—Lo haré, papá… ¡te lo prometo!

Había mantenido bastante bien su promesa y, en las pocas ocasiones en que lo había olvidado, Charity o el propio Joe habían limpiado lo que hubiera hecho el perro, sin hacer ningún comentario. Y Joe había descubierto que era imposible mantenerse apartado de Cujo; al crecer (y creció muy de prisa, convirtiéndose exactamente en la máquina de comer que Joe había previsto) ocupó simplemente su lugar en la familia Camber. Era un buen perro de los de verdad.

Se había acostumbrado a la casa rápida y completamente… y ahora esto. Joe se volvió con las manos metidas en los bolsillos, frunciendo el ceño. No había señales de Cujillo en ninguna parte.

Salió al exterior y volvió a silbar. El maldito perro estaría tal vez en el arroyo, refrescándose. Joe no se lo hubiera reprochado. Parecía que ya estuvieran a treinta y cuatro grados a la sombra. Pero el perro iba a regresar muy pronto y, cuando lo hiciera, Joe le restregaría el hocico en aquel desastre. Lamentaría hacerlo en caso de que Cujo lo hubiera hecho porque echaba de menos a su gente, pero no se podía permitir que un perro anduviese…

Se le ocurrió otra cosa. Joe se golpeó la frente con la palma de la mano. ¿Quién iba a dar de comer a Cujo mientras él y Gary estuvieran fuera?

Suponía que podía llenar aquel viejo comedero de cerdos de la parte de atrás del establo con Gaines Meal —debían tener como una tonelada larga de aquella cosa almacenada en el sótano de abajo—, pero se iba a mojar en caso de que lloviera. Y, si lo dejaba en la casa o en el establo, cabía la posibilidad de que Cujo decidiera volver a cagar en el suelo. Además, tratándose de comida, Cujo era un glotón terrible. Se comería la mitad el primer día, la otra mitad al segundo y después andaría hambriento por ahí hasta que Joe regresara.

—Mierda —masculló.

El perro no acudía. Probablemente sabía que Joe había descubierto aquel desastre y estaba avergonzado. Cujo era un perro inteligente, dentro de lo que cabía esperar de los perros, y el hecho de saber (o adivinar) semejante cosa no estaba en modo alguno fuera del alcance de su mente.

Joe tomó una pala y limpió la porquería. Vertió sobre el lugar una medida del líquido limpiador industrial que tenía a mano, lo secó con una bayeta y lo aclaró con un cubo de agua del grifo de la parte de atrás del garaje.

Una vez hecho esto, tomó el pequeño cuaderno de notas en el que figuraba su programa de trabajo y le echó un vistazo. El International Harvester de Richie ya estaba listo… desde luego, aquella cadena permitía ahorrar mucho esfuerzo cuando había que sacar un motor; el profesor se había mostrado tan comprensivo como Joe había esperado. Tenía otra media docena de trabajos en perspectiva, todos ellos de escasa importancia.

Entró en la casa (jamás se había tomado la molestia de instalar un teléfono en el garaje; la otra línea resultaba muy costosa, le había dicho él a Charity) y empezó a llamar a la gente y a decirle que se iba a ausentar unos días de la ciudad por motivos de trabajo. Conseguiría recuperar a casi todos sus clientes antes de que se fueran con sus problemas a otra parte. Y si uno o dos de ellos no podían esperar a que les pusieran una nueva correa del ventilador o una manga de radiador, que se fueran a la mierda.

Tras hacer las llamadas, se dirigió de nuevo al establo. Lo único que le quedaba por hacer antes de estar libre era un cambio de aceite y una revisión. El propietario había prometido pasar a recoger su automóvil al mediodía. Joe empezó a trabajar, pensando en lo tranquila que parecía la casa sin Charity y Brett… y sin Cujo. Por regla general, el enorme San Bernardo se hubiera tendido en la zona de sombra que había junto a la puerta corredera del garaje, jadeando mientras observaba trabajar a Joe. A veces.

Joe hablaba con él y siempre parecía que Cujo le escuchaba con atención.

Me han abandonado, pensó con cierto resentimiento. Me han abandonado los tres. Contempló de nuevo el lugar en el que Cujo se había ensuciado y sacudió nuevamente la cabeza con una especie de desconcertado enojo. Volvió a pensar en lo que iba a hacer con la comida del perro y no logró resolverlo. Bueno, más tarde llamaría al viejo Pervert. Tal vez a él se le ocurriera alguien —algún chiquillo— dispuesto a venir a darle a Cujo la comida durante dos o tres días.

Asintió con la cabeza y puso la radio, sintonizando a todo volumen con la WOXO de Norway. En realidad, no prestaba atención a menos que dieran noticias sobre los resultados de los partidos de béisbol, pero le servía de compañía. Sobre todo ahora que los demás se habían ido. Empezó a trabajar. Y, cuando el teléfono de la casa sonó como una docena de veces, no lo oyó.