Vic pensó marcharse temprano y decidió regresar y echar primero un vistazo al correo de la tarde. Lisa, su secretaria, ya se había marchado, adelantando las vacaciones del fin de semana. Qué demonios, ya no podías conseguir que una secretaria se quedara hasta las cinco, tanto si era un fin de semana festivo como si no. Por lo que a Vic respectaba, ello no era más que una nueva muestra de la constante decadencia de la civilización occidental. Era probable que en aquel preciso instante, Lisa, que era guapa, tenía apenas veintiún años y un busto casi totalmente plano, se estuviera adentrando en el tráfico de la Interestatal, dirigiéndose al sur, hacia Old Orchard o los Hampton, vestida simplemente con unos ajustados vaqueros y un ligero corpiño. En marcha, discotequera Lisa, pensó Vic, sonriendo levemente.

No había más que una carta en sobre cerrado encima del secante de su escritorio.

La tomó con curiosidad, observando en primer lugar la palabra PERSONAL, escrita bajo la dirección, y, en segundo, el hecho de que habían escrito la dirección con grandes letras de imprenta.

La sostuvo entre las manos y le dio la vuelta, advirtiendo que una inquietud se introducía subrepticiamente en su estado general de agotado bienestar. En el fondo de su mente, sin que apenas se diera cuenta, experimentó el repentino impulso de romper la carta en dos mitades, en cuatro trozos y en ocho y arrojarlos a la papelera.

Pero, en lugar de eso, la abrió y sacó una sola hoja de papel.

Más letras de imprenta.

El sencillo mensaje —seis frases— le azotó como un directo justo por debajo del corazón. Más que sentarse, se derrumbó en el sillón. Dejó escapar un leve gemido, como un hombre que hubiera perdido súbitamente todo el resuello. Su mente estuvo emitiendo un ruido blanco durante un período de tiempo que él no supo —no pudo— comprender ni concebir. Si Roger hubiera entrado en aquellos momentos, hubiera pensado probablemente que Vic sufría un ataque cardíaco. Tenía el rostro blanco como el papel. Su boca estaba abierta. Unas medias lunas azuladas habían aparecido por debajo de sus ojos.

Volvió a leer el mensaje.

Y lo leyó otra vez.

Al principio, sus ojos se sintieron atraídos por la primera interrogación:

¿A USTED QUÉ LE RECUERDA

EL LUNAR

QUE TIENE POR ENCIMA DEL VELLO

DEL PUBIS?

Es un error, pensó confusamente. Nadie lo sabe más que yo… bueno, su madre. Y su padre. Después, dolido, empezó a experimentar las primeras angustias de los celos: Incluso su bikini lo cubre… su pequeño bikini.

Se pasó una mano por el cabello. Dejó la carta en el escritorio y se pasó ambas manos por el cabello. Seguía experimentando aquella sensación de punzada y jadeo. La sensación de que su corazón estaba bombeando aire en lugar de sangre. Experimentaba miedo, dolor y confusión. Pero, de entre aquellos tres sentimientos, la emoción que más le dominaba y abrumaba era la de un miedo terrible.

La carta le miró con furia y le gritó:

ME LO HE PASADO BÁRBARO

JODIÉNDOLA COMO UN LOCO.

Ahora sus ojos se clavaron en esta frase, sin querer apartarse. Pudo oír el rugido de un avión en el cielo, abandonando el aeropuerto, elevándose, alejándose, dirigiéndose a lugares desconocidos, y pensó: ME LO HE PASADO BÁRBARO, JODIÉNDOLA COMO UN LOCO. Grosero, eso es una grosería. Sí, señor, y sí, señora, en efecto. Era el corte de un cuchillo sin afilar. JODIÉNDOLA COMO UN LOCO, menuda imagen. No era muy fina que dijéramos. Era como recibir una rociada en los ojos de una pistola de agua cargada con ácido de batería.

Trató de pensar con coherencia y

(ME LO HE PASADO BÁRBARO)

simplemente no pudo

(JODIÉNDOLA COMO UN LOCO)

hacerlo.

Ahora sus ojos pasaron a la última frase y fue ésta la que leyó una y otra vez, como si tratara en cierto modo de grabar en el cerebro su significado. Aquella terrible sensación de miedo seguía interponiéndose en el camino.

¿TIENE USTED ALGUNA PREGUNTA

QUE HACER?

Sí. De repente tenía toda clase de preguntas. Lo malo era que no parecía querer respuesta a ninguna de ellas.

Un nuevo pensamiento cruzó por su mente. ¿Y si Roger no hubiera regresado a casa? A menudo asomaba la cabeza al despacho de Vic antes de marcharse, en caso de que la luz estuviera encendida. Era mucho más probable que lo hiciera esta noche, con el viaje pendiente. La idea llenó de pánico a Vic y un absurdo recuerdo afloró a la superficie: el de todas aquellas veces que se había estado masturbando en el cuarto de baño en sus años de adolescente, incapaz de contenerse, pero con un miedo terrible de que todo el mundo supiera exactamente lo que estaba haciendo allí dentro. En caso de que Roger entrara, se daría cuenta de que estaba ocurriendo algo. Y él no quería. Se levantó y se acercó a la ventana que daba al aparcamiento del edificio, situado seis pisos más abajo. El Honda Civic amarillo brillante de Roger no estaba en su espacio correspondiente. Roger ya se había ido a casa.

Saliendo de su ensimismamiento, Vic prestó atención. Las oficinas de la Ad Worx estaban totalmente en silencio. Se percibía aquel resonante silencio que parece ser característica exclusiva de los lugares de trabajo, una vez finalizada la jornada laboral. No se oía siquiera al viejo vigilante señor Steigmeyer yendo de un lado para otro. Tendría que registrar su salida en el vestíbulo. Tendría que…

Ahora hubo un rumor. Al principio no supo lo que era. Lo comprendió al cabo de un momento. Eran unos gemidos. El rumor de un animal con una pata destrozada. Mirando todavía a través de la ventana, vio que los automóviles estaban abandonando el aparcamiento en grupos de dos y de tres, a través de una cortina de lágrimas.

¿Por qué no podía enfadarse? ¿Por qué tenía que estar tan cochinamente asustado?

Una absurda palabra antigua acudió a su mente. Burlado, pensó. He sido burlado.

Los gemidos seguían produciéndose. Trató de bloquear su garganta, pero no le sirvió de nada. Inclinó la cabeza y asió la rejilla del convector que discurría por debajo de la ventana, al nivel de la cintura. La asió hasta que le dolieron los dedos, hasta que el metal crujió y protestó.

¿Cuánto tiempo hacía que no lloraba? Había llorado la noche en que nació Tad, pero había sido de alivio. Había llorado cuando murió su padre, tras haber pasado tres años luchando denodadamente por su vida después de haber sufrido un grave ataque cardíaco, y aquellas lágrimas, derramadas a los diecisiete años, habían sido como éstas, ardientes, sin querer brotar; había sangrado, más que llorado. Pero, a los diecisiete años, es más fácil llorar, más fácil sangrar. Cuando se tienen diecisiete años, uno espera todavía tener ocasión de hacer ambas cosas.

Dejó de gemir. Pensó que ya había terminado. Y entonces surgió de su interior un grito amortiguado, una especie de áspero y tembloroso ruido, y pensó: ¿He sido yo? Dios mío, ¿he sido yo el que ha hecho ese ruido?

Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Hubo otro áspero ruido, y otro. Asió la rejilla del convector y lloró.

Cuarenta minutos más tarde, se encontraba sentado en el Deering Oaks Park. Había llamado a casa y le había dicho a Donna que regresaría tarde. Ella empezó a preguntarle por qué y por qué hablaba de aquella manera tan extraña. Él le dijo que estaría en casa antes de que anocheciera. Le dijo que le diera la cena a Tad. Después colgó antes de que ella pudiera decir algo más.

Y ahora estaba sentado en el parque.

Las lágrimas habían consumido buena parte de su miedo. Lo que le quedaba era una desagradable escoria de enfado. Ese era el siguiente nivel en su columna geológica de conocimientos. Pero enfado no era la palabra adecuada. Estaba encolerizado. Estaba furioso. Era como si le hubieran herido con algo. Una parte de sí mismo había reconocido que sería peligroso regresar a casa ahora… peligroso para los tres.

Hubiera sido tan agradable disimular el desastre, provocando otro mayor; hubiera sido (reconozcámoslo) tan insensatamente agradable propinar un buen puñetazo a su traicionero rostro.

Estaba sentado junto al estanque de los patos. Al otro lado se desarrollaba un animado partido de «Frisbee». Observó que las cuatro muchachas que jugaban —y dos de los muchachos— se desplazaban sobre patines de ruedas. Los patines de ruedas estaban muy de moda ese verano. Vio a una muchacha empujando un carrito de galletas saladas, cacahuetes y bebidas sin alcohol. Tenía un rostro suave, lozano e inocente. Uno de los chicos que estaban jugando al «Frisbee» le lanzó el disco; ella lo recogió hábilmente y lo devolvió. En los años sesenta, pensó Vic, hubiera estado en una comuna, quitándoles diligentemente los bichos a las matas de tomates. Ahora era probablemente un miembro en toda regla de la Administración de Pequeños Negocios.

Él y Roger solían acudir allí a almorzar algunas veces. Lo habían hecho el primer año. Después Roger había observado que, a pesar de que el estanque ofrecía un aspecto encantador, se percibía un leve pero indudable olor a podredumbre a su alrededor… y que la casita que se levantaba en la roca que había en el centro del estanque estaba blanqueada no con pintura sino con excrementos de gaviota. Algunas semanas más tarde, Vic había observado la presencia de una rata medio descompuesta, flotando entre preservativos y envolturas de chicle justo al borde del estanque. No pensaba que hubieran regresado desde entonces.

El «Frisbee», platillo de un rojo brillante, flotó a través del cielo.

La imagen que había provocado su enojo seguía acudiendo a su mente. No podía apartarla. Era tan vulgar como las palabras elegidas por su anónimo comunicante, pero no podía evitarla. Les veía jodiendo en la alcoba suya y de Donna. Jodiendo en su cama. Lo que estaba viendo en esta película mental era tan explícito como una de aquellas crudas películas clasificadas «S» que se podían ver en el State Theater de Congress Street. Ella estaba gimiendo, cubierta por un ligero sudor, hermosa. Todos los músculos en tensión. Sus ojos mostraban aquella expresión hambrienta que adquirían cuando las relaciones sexuales eran satisfactorias, con un tono de color más oscuro. Conocía aquella expresión, conocía la postura, conocía los rumores. Él había creído —creído— que era el único en conocerlos. Ni siquiera la madre y el padre de Donna los conocían.

Después pensaba en el miembro del hombre —su picha—, introduciéndose en ella. En la silla de montar; la frase acudió a su mente y se quedó estúpidamente en ella, sin querer marcharse. Les vio jodiendo sobre el trasfondo de una banda sonora de Gene Autry: Estoy de nuevo en la silla de montar, allí donde un amigo es un amigo

Le hizo sentirse inquieto. Le hizo sentirse indignado. Le hizo sentirse furioso.

El disco del «Frisbee» se elevó y descendió. Vic siguió su trayectoria.

Había sospechado algo, sí. Pero sospechar no era lo mismo que saber; ahora sabía eso por lo menos. Hubiese podido escribir un ensayo acerca de la diferencia entre la sospecha y el conocimiento. Lo que hacía que ello resultara doblemente cruel era el hecho de que él hubiera empezado a creer realmente que sus sospechas eran infundadas. Y, aunque no lo fueran, ojos que no ven, corazón que no siente. ¿Acaso no era cierto? Si un hombre está cruzando una habitación a oscuras en cuyo centro hay un profundo agujero abierto y pasa a pocos centímetros del mismo, no necesita saber que ha estado a punto de caer en él. No necesita tener miedo. Siempre y cuando la luz esté apagada.

Bueno, él no había caído. A él le habían empujado. La cuestión era saber qué iba a hacer al respecto. La parte enojada de su persona, dolida, lastimada y rugiente, no se mostraba en modo alguno inclinada a ser «adulta», a reconocer que había deslices en una o en ambas partes de muchos matrimonios. Que se fueran a la mierda el «Fórum» o las «Variaciones» de Penthouse, o como las llamen hoy en día, estamos hablando de mi mujer que se acostaba con otro

(allí donde un amigo es un amigo)

cuando yo daba media vuelta, cuando Tad no estaba en casa…

Las imágenes empezaron de nuevo a sucederse, sábanas arrugadas, cuerpos en tensión, suaves rumores. Unas desagradables frases, unos terribles vocablos seguían congregándose como un grupo de morbosos mirones que estuvieran contemplando un accidente: escondrijo, empanada de pelo, follar, soltar el paquete, no-jodo-por-dinero-ni-jodo-por-fama-pero mi manera-de joderte-mamá-es-de-auténtica-vergüenza, mi tortuga en tu barro, violación colectiva, entregarse a la tropa

¡Dentro de mi mujer!, pensó angustiado al tiempo que apretaba los puños. ¡Dentro de mi mujer!

Pero la parte enojada y dolida reconocía —a regañadientes— que no podía ir a casa y pegarle una soberana paliza a Donna. Podía, eso sí, tomar consigo a Tad e irse. Sin dar explicaciones. Que ella intentara impedírselo, si tenía el descaro de hacerlo. No creía que lo hiciera. Llevarse a Tad consigo, irse a un motel, buscar un abogado. Cortar limpiamente la cuerda y no volver la mirada hacia atrás.

No obstante, si se limitaba a llevarse consigo a Tad a un motel, ¿acaso no iba el niño a asustarse? ¿No querría una explicación? Tenía apenas cuatro años, pero era una edad suficiente para darse cuenta de si ocurría algo terriblemente malo. Estaba después la cuestión del viaje… Boston, Nueva York, Cleveland. A Vic le importaba un bledo el viaje, sobre todo ahora; el viejo Sharp’y su chico podían irse al carajo por lo que a él respectaba. Pero no estaba solo en el asunto. Tenía un socio. El socio tenía mujer y dos hijas. Incluso ahora, a pesar de lo dolido que estaba, Vic reconocía que tenía por lo menos que asumir la responsabilidad de intentar salvar la cuenta… lo cual equivalía a tratar de salvar a la propia Ad Worx.

Y, aunque no quería planteársela, había otra pregunta: ¿por qué razón concreta quería tomar a Tad a irse, sin escuchar siquiera la versión de Donna? ¿Porque el hecho de que ella estuviera acostándose por ahí estaba destrozando el sentido ético de Tad? No lo creía. Era porque su mente había comprendido inmediatamente que el medio de causarle un daño más cierto y más profundo (tan profundo como el que estaba experimentando él en estos momentos) pasaba a través de Tad. Pero, ¿quería convertir a su hijo en el equivalente emocional de una palanca o una almádena? No creía.

Otras preguntas.

La nota. Piensa un minuto en la nota. No simplemente en lo que decía, no simplemente en aquellas seis frases de suciedad de ácido de batería; piensa en el hecho de la nota. Alguien acababa de matar a la gallina que había estado poniendo —perdón por la broma— los huevos de oro. ¿Por qué había el amante de Donna enviado aquella nota?

Porque la gallina había dejado de poner huevos, claro. Y el individuo anónimo que había enviado la nota estaba hecho una furia.

¿Le habría Donna abandonado?

Trató de imaginar cualquier otra posibilidad y no pudo. Despojada de su repentina y escandalizadora fuerza, ¿no era la frase ME LO HE PASADO BÁRBARO, jo-DIÉNDOLA COMO UN LOCO algo así como el clásico truco del perro del hortelano? Ya que tú no podías comer, que otro no comiera tampoco. Ilógico, pero muy satisfactorio. La nueva y más relajada atmósfera que se respiraba en casa encajaba también con esta interpretación. La sensación casi palpable de alivio que irradiaba de Donna. Había expulsado al hombre anónimo y el hombre anónimo se había revuelto contra el marido con una nota anónima.

Última pregunta: ¿Qué más daba?

Sacó una vez más la nota del bolsillo de la chaqueta y la manoseó una y otra vez, sin desdoblarla. Observó el «Frisbee» rojo flotando en el cielo y se preguntó qué demonios iba a hacer.

—Pero, ¿qué diablos es eso? —preguntó Joe Camber. Cada palabra surgió espaciada, casi sin inflexión. Se encontraba de pie junto a la puerta, mirando a su mujer. Charity estaba poniéndole los cubiertos. Ella y Brett ya habían comido. Joe había llegado con un camión lleno de objetos diversos, había empezado a introducir el vehículo en el garaje y había visto lo que le estaba aguardando.

—Es una cadena —dijo ella. Había enviado a Brett a jugar con su amigo Dave Bergeron. No quería que estuviera presente en caso de que la situación se pusiera fea—. Brett dijo que necesitabas una. Una cadena Jörgen, dijo.

Joe cruzó la estancia. Era un hombre delgado, con un físico huesudo y fuerte, una gran nariz afilada y una forma de andar ágil y reposada a un tiempo. Su sombrero de fieltro verde estaba echado hacia atrás sobre su cabeza, dejando al descubierto el nacimiento del cabello en fase de retroceso. Tenía un tizne de grasa en la frente. El aliento le olía a cerveza. Sus ojos azules eran pequeños y duros. No era un hombre que gustara de las sorpresas.

—Me vas a contar eso, Charity —dijo.

—Siéntate. Se te va a enfriar la cena.

El brazo de Joe se extendió como un pistón. Unos duros dedos se clavaron en el brazo de Charity.

—¿Qué coño te propones? Me lo vas a contar, te he dicho.

—A mí no me hables con palabrotas, Joe Camber.

Le estaba haciendo daño, pero ella no quería darle la satisfacción de demostrárselo a través de su cara o de sus ojos. Era una bestia en muchos sentidos y, aunque eso solía excitarla cuando era más joven, ahora ya no la excitaba. Había observado en el transcurso de sus años de convivencia que a veces podía ganar la partida, aparentando ser valiente. No siempre, pero sí algunas veces.

—¡Me vas a decir qué coño te has propuesto, Charity!

—Siéntate y come —contestó ella tranquilamente—, y te lo diré.

Él se sentó y ella le puso el plato. Le había preparado un bistec de solomillo.

—¿Desde cuándo podemos permitirnos el lujo de comer como los Rockefeller? —preguntó él—. Me parece que vas a tener que explicarme muchas cosas.

Ella le sirvió el café y una patata asada partida por la mitad.

—¿No te es útil la cadena?

—Nunca dije que no me fuera útil. Pero no puedo permitirme el cochino lujo de comprarla.

Empezó a comer, sin apartar los ojos de su mujer. Ella sabía que ahora no iba a pegarla. Era su oportunidad, mientras aún estuviera relativamente sereno. En caso de que fuera a pegarla, ello ocurriría cuando regresara de casa de Gary Pervier, empapado de vodka y lleno de orgullo viril herido.

Charity se sentó frente a él y dijo:

—He ganado en la lotería.

Las mandíbulas de su marido se detuvieron y después volvieron a moverse. Él se introdujo un trozo de bistec en la boca con el tenedor.

—Ya —dijo—. Y mañana el viejo Cujo va a empezar a cagar un revoltijo de botones de oro.

Señaló con el tenedor al perro que estaba paseando muy inquieto arriba y abajo en el porche. A Brett no le gustaba llevárselo a casa de los Bergeron porque tenían conejos en una jaula y Cujo se volvía loco.

Charity se metió la mano en el bolsillo del delantal, sacó la copia del impreso de reclamación del premio que el empleado había rellenado y se la entregó a Joe, extendiendo el brazo sobre la mesa.

Camber alisó la hoja de papel con una mano de dedos romos y la examinó de arriba a abajo. Sus ojos se centraron en la cifra.

—Cinco… —empezó a decir, y después cerró la boca con un chasquido.

Charity le observó sin decir nada. No sonrió. No rodeó la mesa para darle un beso. Para un hombre con aquella mentalidad, pensó ella amargamente, la buena suerte sólo significaba que algo estaba aguardando al acecho.

—¿Has ganado cinco mil dólares? —preguntó él, levantando finalmente los ojos.

—Menos los impuestos, sí.

—¿Cuánto tiempo hace que juegas a la lotería? —Compro un billete de cincuenta centavos todas las semanas… y no te atrevas a regañarme por ello, Joe Camber, con la cantidad de cerveza que te compras tú.

—Mide las palabras, Charity —dijo él, mirándola sin parpadear con sus brillantes ojos azules—. Mide tus palabras si no quieres que te sacuda inmediatamente —Joe empezó de nuevo a comer el bistec y, tras la máscara impasible de su rostro, ella empezó a tranquilizarse un poco. Había arrojado por primera vez la silla contra el rostro del tigre, y éste no la había mordido. Por lo menos, de momento—. Este dinero, ¿cuándo vamos a recibirlo?

—El cheque se recibirá dentro de dos semanas o algo menos. He comprado la cadena con el dinero que tenemos en la cuenta de ahorro. El impreso de reclamación vale tanto como el oro. Eso me ha dicho el empleado.

—¿Has ido y me has comprado eso?

—Le he preguntado a Brett qué era lo que él pensaba que te sería más útil. Es un regalo.

—Gracias —dijo él, sin dejar de comer.

—Yo te he hecho un regalo —dijo ella—. Ahora hazme tú uno a mí, Joe. ¿De acuerdo?

Él siguió comiendo, sin dejar de mirarla. No dijo nada. Sus ojos eran totalmente inexpresivos. Estaba comiendo con el sombrero puesto, echado todavía hacia atrás sobre su cabeza.

Ella le habló despacio y con deliberación, sabiendo que sería un error precipitarse.

—Quiero irme una semana. Con Brett. A ver a Holly y a Jim en Connecticut.

—No —dijo él y siguió comiendo,

—Podríamos ir en el autocar. Nos alojaríamos en su casa. Saldría barato. Quedaría mucho dinero. Ese dinero llovido del cielo. Costaría una tercera parte de lo que ha costado la cadena. He llamado a la central de los autocares y he preguntado cuánto costaba el billete de ida y vuelta.

—No. Necesito a Brett aquí para que me ayude.

Ella juntó las manos y las retorció fuertemente con furia bajo la mesa, pero logró que su rostro se mantuviera tranquilo y sereno.

—Te las apañas sin él cuando va a la escuela.

—He dicho que no, Charity —dijo él, y ella vio con exasperante y amarga certeza que él estaba disfrutando de la situación. Veía lo mucho que ella lo deseaba. Comprendía los planes que ella había estado haciendo. Y disfrutaba con su dolor.

Ella se levantó y se dirigió al fregadero, no porque tuviera algo que hacer allí sino porque necesitaba tiempo para controlarse. El lucero de la tarde la estaba mirando, alto y remoto. Abrió el grifo del agua. La porcelana del fregadero había adquirido un desvaído tono amarillento. Como Joe, el agua también era dura.

Decepcionado tal vez, pensando que ella se había dado por vencida con excesiva facilidad, Camber decidió dar ulteriores explicaciones.

—El chico tiene que aprender el sentido de la responsabilidad. No le sentará mal ayudarme este verano, en lugar de correr a casa de Davy Bergeron todos los días y noches.

—Yo le he enviado allí —dijo ella, cerrando el grifo.

—¿Tú? ¿Por qué?

—Porque he pensado que podría ocurrir eso —contestó ella, volviéndose para mirarle—. Pero le he dicho que dirías que sí, después del dinero que hemos ganado y la cadena que te he comprado.

—Si hubieras tenido más sentido común, no hubieras pecado contra el chico. La próxima vez, supongo que lo pensarás dos veces antes de poner en marcha la lengua.

Le sonrió por entre un bocado de comida y extendió la mano hacia el pan.

—Podrías venir con nosotros, si quisieras.

—Claro. Le diré a Richie Simms que se olvide de la primera siega de este verano. Además, ¿para qué quiero yo ir allí abajo a ver a aquellos dos? Por lo que he visto y por lo que tú me cuentas, he llegado a pensar que son un par de cursis de primera. El único motivo de que te gusten es que a ti te gustaría ser una cursi como ellos —su voz se estaba elevando poco a poco y la comida se le estaba escapando de la boca. Cuando lo veía de aquella manera, ella se asustaba y se daba por vencida. Casi siempre. Pero esta noche, no—. Te gustaría sobre todo que el chico fuera un cursi como ellos. Eso es lo que pienso. Te gustaría ponerle contra mí, supongo. ¿Me equivoco?

—¿Por qué no le llamas nunca por su nombre?

—Haz el favor de callar la boca, Charity —dijo él, mirándola con dureza. Sus mejillas y su frente habían enrojecido—. Hablo en serio.

—No —dijo ella—. No hemos terminado.

—¿Cómo? —exclamó él, soltando el tenedor a causa del asombro—. ¿Qué has dicho?

Ella se le acercó, permitiéndose el lujo de mostrarse totalmente encolerizada por primera vez en su matrimonio. Pero todo estaba dentro, ardiendo y arremolinándose como el ácido. Podía advertir cómo la devoraba. Pero no iba a gritar. Si gritara, sería con toda certeza el final. Siguió hablando en voz baja.

—Sí, eso es lo que piensas de mi hermana y su marido. Desde luego. Mírate, sentado aquí, comiendo con las manos sucias y con el sombrero todavía puesto. No quieres que vaya allí y vea cómo viven otras personas. De la misma manera que yo no quiero que vea cómo vivís tú y tus amigos cuando os vais por ahí. Por eso no permití que se fuera a cazar contigo en noviembre pasado.

Ella se detuvo y él siguió sentado, con una rebanada de pan Wonder a medio comer en una mano y el jugo del bistec ensuciándole la barbilla. Pensó que el único motivo de que no se abalanzara sobre ella era el asombro absoluto que estaba experimentando ante el hecho de que ella estuviera diciendo todas aquellas cosas.

—Por consiguiente, haré un trato contigo —dijo ella—. Yo te he regalado la cadena y estoy dispuesta a entregarte el resto del dinero —muchas no lo harían—, pero, si vas a ser tan ingrato, te ofreceré otra cosa. Tú le dejas ir conmigo a Connecticut y yo le dejaré ir contigo a Moosehead cuando empiece la temporada de caza de venados.

Se sentía fría y como llena de escoceduras, como si acabara de ofrecerle un pacto al diablo.

—Tendría que darte unos azotes —dijo él en tono sorprendido. Le hablaba como si fuera una niña que no hubiera entendido una explicación muy sencilla de causa y efecto—. Yo me lo llevaré a cazar conmigo si quiero y cuando quiera. ¿Acaso no lo sabes? Es mi hijo. Por el amor de Dios. Sí quiero y cuando quiera —esbozó una leve sonrisa, deleitándose con el sonido de sus palabras—. Bueno… ¿te has enterado?

Ella le miró a los ojos.

—No —dijo—. No harás eso.

Él se levantó de golpe y derribó la silla.

—Yo lo impediré —dijo ella.

Quería retroceder para apartarse de él, pero aquello sería el final. Un falso movimiento, una señal de debilidad, y le tendría encima.

Él se estaba desabrochando el cinturón.

—Voy a tener que darte unos azotes, Charity —dijo como si lo lamentara.

—Lo impediré por todos los medios que pueda. Iré a la escuela y afirmaré que se ha escapado. Acudiré al sheriff Bannerman y formularé una denuncia por secuestro. Pero, sobre todo… me encargaré de que Brett no quiera ir.

Él sacó el cinturón de las presillas de sus pantalones y lo sostuvo en la mano con el extremo de la hebilla oscilando en péndulo casi a ras del suelo.

—La única manera de que consigas que suba allí arriba con el resto de aquellos borrachos y animales antes de que cumpla quince años será que yo lo permita —dijo ella—. Puedes arrearme con el cinturón si quieres, Joe Camber. Nada va a cambiar.

—Conque no, ¿eh?

—Estoy aquí de pie y te digo que no.

Pero, de repente, él ya no pareció encontrarse en la estancia con ella. Sus ojos se habían alejado con expresión abstraída. Ella le había visto hacer lo mismo en otras ocasiones. Algo había cruzado por su imaginación, un nuevo hecho que había que añadir laboriosamente a la ecuación. Rezó para que cualquier cosa que fuera estuviese en el lado del signo de igualdad que le correspondía a ella. Jamás se había enfrentado a él hasta semejante extremo, y estaba asustada.

—Eres una pequeña fiera, ¿eh? —dijo Camber, sonriendo súbitamente.

Ella no contestó.

Camber empezó a introducir de nuevo el cinturón en las presillas de sus pantalones. Aún estaba sonriendo, con los ojos todavía perdidos.

—¿Te imaginas que puedes salirte con la tuya como una de esas fieras? ¿Como una de estas pequeñas fieras mexicanas?

Ella siguió sin decir nada, todavía cautelosa.

—Si digo que tú y él podéis iros, ¿qué te parece? ¿Piensas que podríamos salir disparados hacia la luna?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que de acuerdo —contestó él—. Tú y él.

Cruzó la estancia con su rapidez y agilidad habituales y ella se quedó fría al pensar en la rapidez con que hubiera podido cruzarla un minuto antes, en la rapidez con que hubiera podido azotarla con el cinturón. ¿Y quién se lo hubiera podido impedir? Lo que un hombre hiciera con su mujer era asunto de ambos. Ella no hubiera podido hacer nada ni decir nada. Por Brett. Por orgullo.

Él apoyó la mano en su hombro. La deslizó hacia uno de sus pechos y se lo comprimió.

—Vamos —dijo—, me siento alborotado.

—Brett…

—No volverá hasta las nueve. Ven. Ya te he dicho que podéis ir. Puedes dar las gracias por lo menos, ¿no?

Una especie de disparate cósmico le subió a los labios y los atravesó antes de que ella pudiera impedirlo:

—Quítate el sombrero.

Él lo lanzó sin el menor cuidado al otro extremo de la cocina. Estaba sonriendo. Sus dientes eran muy amarillos. Los dos centrales de arriba eran postizos.

—Si tuviéramos el dinero ahora, podríamos joder en una cama cubierta de billetes verdes —dijo él—. Lo vi una vez en una película.

La llevó arriba y ella temió que la tratara con perversidad, pero no ocurrió tal cosa. No la lastimó deliberadamente y esa noche, quizá por décima o por onceava vez desde que se habían casado, ella experimentó un orgasmo. Se entregó a él con los ojos cerrados, percibiendo la parte inferior de su barbilla comprimida contra su cabeza. Ahogó el grito que se elevó hasta sus labios. En caso de que hubiera gritado, él se hubiera sentido receloso. No estaba muy segura de que él supiera realmente que lo que siempre les ocurría al final a los hombres les ocurría también algunas veces a las mujeres.

No mucho después (una hora antes de que Brett regresara de casa de los Bergeron), la dejó, sin decirle adonde iba. Ella imaginó que a casa de Gary Pervier donde empezaría a beber. Permaneció tendida en la cama y se preguntó si lo que había hecho y lo que había prometido merecería alguna vez la pena. Las lágrimas trataron de asomar a sus ojos, pero ella las reprimió. Permaneció rígidamente tendida en la cama con los ojos ardientes y poco antes de que entrara Brett, anunciando su llegada por medio de los ladridos de Cujo y del cierre de golpe de la mampara de la puerta de atrás, la luna se elevó en el cielo en todo su plateado y lejano esplendor. A la luna no le importa, pensó Charity, pero el pensamiento no le sirvió de consuelo.

—¿Qué pasa? —preguntó Donna. Su voz era sorda, casi derrotada. Ambos se encontraban sentados en el salón. Vic no había regresado a casa hasta casi el momento en que Tad se había ido a la cama y desde entonces había pasado media hora. El niño estaba durmiendo en su habitación del piso de arriba, con las Palabras del Monstruo fijadas en la pared junto a su cama y la puerta del armario firmemente cerrada.

Vic se levantó y se dirigió hacia la ventana que ahora sólo daba a la oscuridad. Lo sabe, pensó él tristemente. No con toda exactitud tal vez, pero está empezando a tener una idea bastante clara. Mientras regresaba a casa, había tratado de decidir acerca de la conveniencia de plantearle a ella la cuestión, abrir el forúnculo, intentar vivir con el saludable pus… o simplemente reventarlo. Al salir del Deering Oaks, había roto la carta y, mientras regresaba a casa por la 302, había lanzado los trozos al viento. Trenton, el Ensuciador de Calles, pensó. Y ahora le habían arrebatado de las manos la posibilidad de elegir. Podía ver la imagen de su mujer pálidamente reflejada en el cristal oscuro, un rostro que era un círculo blanco iluminado por la luz amarilla de la lámpara.

Se volvió a mirarla, sin tener ni la más remota idea de lo que iba a decir.

Lo sabe, estaba pensando Donna.

No era una idea nueva a estas alturas porque las tres últimas horas habían sido las tres horas más largas de toda su vida. Había advertido el conocimiento en el tono de su voz cuando la había llamado para decirle que regresaría tarde. Al principio, había experimentado pánico… el crudo y agitado pánico de un pájaro atrapado en un garaje. La idea se le había ocurrido en caracteres cursivos, seguidos de puntos exclamativos como los de las historietas ilustradas: ¡Lo sabe! ¡Lo sabe! ¡¡LO SABE!! Le había dado la cena a Tad, envuelta en una bruma de miedo, tratando de imaginar lo que era más lógico que ocurriera a continuación, pero no pudo. Primero fregaré los platos, pensó. Después los secaré. Después los colocaré en su sitio. Después le leeré unos cuentos a Tad. Y después me lanzaré desde el confín del mundo con las velas desplegadas.

El pánico había sido sustituido por un sentimiento de culpa. El terror había sucedido al sentimiento de culpa. Y después se había instaurado una especie de apatía fatalista al tiempo que se iban cerrando suavemente ciertos circuitos emocionales. La apatía estaba teñida incluso de cierta sensación de alivio. El secreto había sido desvelado. Se preguntó si lo habría hecho Steve o si Vic lo habría adivinado por su cuenta. Se inclinaba a pensar más bien que había sido Steve, pero en realidad daba lo mismo. La aliviaba también el hecho de que Tad estuviera en la cama, durmiendo tranquilamente. Pero se preguntaba a qué clase de mañana se iba a despertar. Y esta idea le hizo recorrer de nuevo todo el círculo hasta llegar de nuevo al pánico inicial. Se sentía angustiada, perdida.

Él apartó los ojos de la ventana y se volvió, diciéndole:

—Hoy he recibido una carta. Una carta anónima.

No pudo terminar. Cruzó de nuevo la estancia, presa de inquietud, y ella se sorprendió a sí misma pensando que era un hombre muy guapo y que era una lástima que le estuviera empezando a salir canas tan pronto. Las canas les sentaban bien a algunos jóvenes, pero a Vic le iban a dar simplemente un aire prematuramente viejo y…

… pero, ¿por qué estaba pensando en su pelo? No era su pelo el que tenía que preocuparla, ¿verdad?

Muy suavemente, oyendo todavía el temblor de su propia voz, ella reveló todo lo que era significativo, escupiéndolo como si fuera una horrible medicina demasiado amarga como para poder tragarla.

—Steve Kemp. El hombre que te barnizó el escritorio del estudio. Cinco veces. Nunca en nuestra cama, Vic. Nunca.

Vic tendió la mano para tomar la cajetilla de Winston que había encima de la mesa auxiliar junto al sofá, y la cajetilla se le cayó al suelo. La recogió, sacó un cigarrillo y lo encendió. Las manos le temblaban espantosamente. No se estaban mirando el uno al otro. Eso es malo, pensó Donna. Tendríamos que mirarnos el uno al otro. Pero ella no podía ser la que empezara. Estaba asustada y avergonzada. Él sólo estaba asustado.

—¿Por qué?

—¿Acaso importa?

—Me importa a mí. Significa mucho. A menos que quieras irte. En este caso, supongo que no importa. Estoy furioso, Donna. Estoy tratando de no permitir que esta… esta faceta aflore a la superficie porque, aunque nunca volvamos a hablar con sinceridad, tenemos que hacerlo ahora. ¿Quieres irte?

—Mírame, Vic.

Haciendo un gran esfuerzo, él la miró. Tal vez estuviera furioso como decía, pero ella sólo pudo ver una especie de miserable miedo. De repente, como si fuera el impacto de un guante de boxeo en su boca, comprendió lo cerca que estaba él del final de todo. La agencia se estaba tambaleando y eso ya era malo, y ahora, por si fuera poco, como un postre horrible después de un putrefacto plato principal, su matrimonio también se estaba tambaleando. Experimentó una oleada de afecto por él, por aquel hombre al que había odiado algunas veces y al que, en el transcurso por lo menos de las tres últimas horas, había temido. Se sintió invadida como por una especie de epifanía. Esperaba sobre todo que él pensara siempre que había estado furioso y no ya… lo que su rostro decía que sentía.

—No quiero irme —dijo ella—. Te quiero. Creo que durante estas últimas semanas lo he descubierto de nuevo.

Él pareció experimentar alivio por un momento. Se acercó nuevamente a la ventana y después regresó al sofá. Se dejó caer en él y la miró.

—¿Por qué entonces?

La epifanía se perdió en una exasperada cólera de baja intensidad. Por qué, era la pregunta del hombre. Su origen se perdía en el concepto de la virilidad que pudiera tener un hombre inteligente de la segunda mitad del siglo veinte. Tengo que saber por qué lo has hecho. Como si ella fuera un automóvil con una válvula atascada que hiciese que el vehículo empezara a moverse a sacudidas y tirones, o un robot cuyas servocintas se hubieran enredado y sirviera carne picada y sazonada por la mañana y huevos revueltos para la cena. Lo que enfurecía a las mujeres, pensó de repente, no era tal vez el machismo. Era esa insensata búsqueda masculina de la eficiencia.

—No sé si puedo explicarlo. Me temo que te parecerá estúpido, mezquino y trivial.

—Inténtalo. ¿Ha sido…? —él carraspeó, pareció escupir mentalmente en sus manos (otra vez la maldita eficiencia) y después consiguió sacarlo con gran esfuerzo—. ¿Acaso yo no te satisfacía? ¿Ha sido eso?

—No —contestó ella.

—Entonces, ¿qué? —preguntó él en tono desamparado—. Por el amor de Dios, ¿qué?

Muy bien… tú lo has querido.

—Miedo —dijo ella—. Más que nada, creo que ha sido miedo. Cuando Tad se iba a la escuela, no había nada que me impidiera sentir miedo. Tad era cómo… ¿cómo se llama eso…? Un ruido blanco. El sonido que hace un televisor cuando no está sintonizado con una emisora que está transmitiendo.

—Él no iba a una auténtica escuela —dijo Vic rápidamente y ella comprendió que estaba a punto de enfadarse, a punto de acusarla de tratar de disculparse con Tad y, una vez se enfadase, surgirían cosas entre ambos que eran mejor no decir, por lo menos de momento. Siendo la mujer que ella era, había cosas que tendría que plantear. La situación sufriría una escalada. Algo que ahora era muy frágil estaba siendo lanzado desde las manos de Vic a las suyas y viceversa. Podía caer con mucha facilidad.

—Eso era parte de ello —dijo Donna—. Aún no iba a una auténtica escuela. Aún le tenía conmigo casi todo el día y las veces que no estaba… se advertía un contraste… —miró a Vic—. El silencio se me antojaba muy ruidoso en comparación. Fue entonces cuando empecé a asustarme. El jardín de infancia el año que viene, pensaba. Medio día todos los días, en lugar de medio día tres veces a la semana. Y, al otro año, todo el día cinco días a la semana. Y tendría que llenar todas aquellas horas. Y me asusté.

—¿Y entonces pensaste ocupar parte de este tiempo acostándote con alguien? —preguntó él amargamente.

Eso fue doloroso, pero ella siguió hablando en tono sombrío, procurando explicarlo de la mejor manera, sin levantar la voz. Puesto que él se lo había preguntado, se lo diría.

—Yo no quería formar parte del Comité de la Biblioteca y no quería formar parte del Comité del Hospital y supervisar las ventas de pan o ser la encargada de que se cambiara el juez de salida o cuidar de que no todo el mundo preparara el mismo plato de carne picada al horno para la cena del sábado por la noche. No quería ver aquellas caras deprimentes una y otra vez y escuchar los mismos chismorrees acerca de quién está haciendo qué en esta ciudad. No quería clavar mis afiladas garras en la reputación de nadie.

Las palabras estaban surgiendo ahora de ella a chorro. No hubiera podido impedir que brotaran aunque hubiese querido.

—No quería vender Tupperware y no quería vender Amway y no quería organizar fiestas Stanley y no necesito incorporarme a la Weight Watchers para controlar mi peso. Tú… —hizo una breve pausa de un segundo escaso, percibiendo el peso de la idea—. Tú no conoces el vacío, Vic. No creo que lo conozcas. Eres un hombre, y los hombres luchan. Los hombres luchan, y las mujeres quitan el polvo. Quitas el polvo de habitaciones vacías y a veces oyes soplar el viento fuera. Sólo que, en algunas ocasiones, parece que el viento esté dentro, ¿sabes? Y entonces pones un disco de Bob Seger, J.J. Cale o alguien así, pero sigues oyendo el viento y se te ocurren pensamientos, ideas, nada bueno, pero se te ocurren. Y entonces limpias los dos lavabos y haces el fregadero y un día te encuentras en una de estas tiendas de antigüedades, examinando chucherías de cerámica y piensas que tu madre tenía un estante de chucherías como éstas y todas tus tías tenían estantes y también tu abuela.

Él la estaba mirando detenidamente con una expresión tan sinceramente perpleja que ella experimentó como una oleada de su propia desesperación.

—¡Estoy hablando de sentimientos, no de hechos!

—Sí, pero, ¿por qué…?

—¡Te estoy diciendo por qué! Te estoy diciendo que llegué al extremo de pasarme mucho rato ante el espejo, viendo cómo estaba cambiando mi cara y pensando que nadie me iba a volver a tomar por una adolescente ni a solicitar mi permiso de conducir cuando pidiera una bebida alcohólica en un bar. Empecé a asustarme porque, al final, estaba creciendo. Tad está yendo a clase de preescolar y eso significa que irá a la escuela y después a la escuela secundaria…

—¿Me estás diciendo que te echaste un amante porque te sentías mayor?

Él la estaba mirando con auténtica expresión de asombro y ella se lo agradeció porque suponía que eso formaba parte de ello; Steve Kemp la consideraba atractiva y eso la había halagado, claro, ésta había sido la causa de que el coqueteo le resultara divertido al principio. Pero no era en modo alguno lo principal.

Tomó las manos de Vic y habló muy en serio, mirándole a la cara, pensando —sabiendo— que tal vez jamás volvería a hablarle tan en serio (o con tanta sinceridad) a ningún hombre.

—Hay más. Es el hecho de saber que ya no puedes esperar a ser una persona adulta, que ya no puedes esperar el momento de reconciliarte con lo que tengas. Es saber que las opciones que se te ofrecen disminuyen casi día a día. Para una mujer (mejor dicho, para mí) es brutal tener que enfrentarse con eso. Esposa, eso está muy bien. Pero tú te vas al trabajo e incluso cuando estás en casa te vas también al trabajo. Madre, eso también está bien. Pero cada año lo eres menos porque cada año el mundo te arrebata otro pedazo de él.

»Los hombres… saben lo que son. Tienen una imagen de lo que son. Nunca la hacen realidad y eso les destroza y tal vez por eso muchos hombres mueren prematuramente y sintiéndose desgraciados, pero ellos saben lo que significa ser una persona adulta. Saben más o menos dónde agarrarse a los treinta, los cuarenta, los cincuenta. No oyen este viento o, en caso de que lo oigan, se buscan una lanza y arremeten contra él, pensando que será un molino de viento o alguna otra maldita cosa que haga falta derribar.

»Y lo que hace una mujer —lo que yo hice— es huir del porvenir. Me asusté de cómo sonaba la casa cuando Tad estaba ausente. Mira, una vez —es una locura— estaba en su habitación, cambiando las sábanas, y empecé a pensar en las amigas que tenía en la escuela superior. Preguntándome qué habría sido de ellas, a dónde habrían ido. Estaba casi aturdida. Y entonces la puerta del armario de Tad se abrió de par en par y… lancé un grito y salí corriendo de la habitación. No sé por qué… aunque me lo imagino. Pensé por un segundo que Joan Brady salía del armario de Tad y que estaría decapitada, con sangre por toda la ropa. Y que me diría: «Hallé la muerte en un accidente de automóvil cuando tenía diecinueve años y regresaba del Sammy’s Pizza y me importa un bledo.»

—Por Dios, Donna —dijo Vic.

—Me asustaba, eso es todo. Me asustaba cuando empezaba a contemplar las chucherías o pensaba en la posibilidad de seguir un curso de cerámica o de yoga o de algo así. Y el único medio de huir del futuro consiste en refugiarse en el pasado. Y entonces empecé a coquetear con él.

Bajó la mirada y se cubrió súbitamente el rostro con las manos. Sus palabras sonaban amortiguadas, pero seguían resultando comprensibles.

—Era divertido. Era como volver a estar de nuevo en el colegio. Era como un sueño. Un sueño estúpido. Era como si él fuera un ruido blanco. Apagaba el rumor del viento. Lo del coqueteo fue divertido. Lo del sexo… no me sirvió. Experimentaba orgasmos, pero no me servía. No puedo explicar por qué, sólo puedo decir que te seguía queriendo en medio de todo ello y me daba cuenta de que me estaba alejando… —volvió a mirarle, esta vez llorando—. Él también huye. Lo ha convertido en su profesión. Es poeta… por lo menos, eso cree él. No entendía nada de las cosas que me enseñaba. Es un trotamundos, soñando que está todavía en el colegio y protestando contra la guerra del Vietnam. Por eso fue él, supongo. Y ahora creo que ya sabes todo lo que puedo contarte. Una pequeña historia muy desagradable, pero es la mía.

—Me gustaría propinarle una paliza —dijo Vic—. Si pudiera hacerle sangrar por la nariz, creo que eso haría que me sintiese mejor.

—Se ha ido —dijo ella, sonriendo levemente—. Tad y yo nos fuimos a tomar un Dairy Queen después de cenar cuando aún no habías vuelto a casa. Hay un letrero de SE ALQUILA en la ventana de su taller. Ya te he dicho que era un trotamundos.

—No había poesía en aquella nota —dijo Vic.

Miró fugazmente a Donna y volvió a bajar los ojos. Ella le tocó el rostro y él dio un leve respingo. Eso dolió más que cualquier otra cosa, dolió mucho más de lo que ella hubiera podido creer. El sentimiento de culpa y el miedo volvieron de nuevo en una especie de transparente y abrumadora ola. Pero ya no lloraba. Pensó que tardaría mucho tiempo en volver a llorar. La herida y el consiguiente choque traumático habían sido demasiado grandes.

—Vic —dijo ella—. Lo siento. Te he hecho daño y lo siento.

—¿Cuándo terminaste?

Ella le habló del día en que había vuelto y le había encontrado allí, omitiendo el temor que había experimentado en el sentido de que Steve fuera a violarla realmente.

—Entonces la nota fue su manera de vengarse de ti.

Ella se apartó el cabello de la frente y asintió. Su rostro estaba pálido y macilento. Se observaban unas zonas de piel de color púrpura bajo sus ojos.

—Supongo.

—Vamos arriba —dijo él—. Es tarde. Los dos estamos cansados.

—¿Me vas a hacer el amor?

—Esta noche, no —contestó él, sacudiendo lentamente la cabeza.

—Muy bien.

Se dirigieron juntos hacia la escalera. Al llegar al pie de la misma, Donna preguntó:

—¿Qué va a ocurrir ahora, Vic?

—La verdad es que no lo sé —dijo él, sacudiendo la cabeza.

—¿Quieres que escriba quinientas veces en la pizarra «Prometo no volver a hacerlo nunca más» y me quede sin recreo? ¿Quieres que nos divorciemos? ¿Quieres que no volvamos a mencionarlo jamás? ¿Qué quieres?

No se sentía histérica sino simplemente cansada, pero su voz se estaba levantando de una manera que a ella no le gustaba y que no había pretendido. La vergüenza era lo peor, la vergüenza de haber sido descubierta y de ver de qué forma ello había sido como un puñetazo en el rostro para él. Y le odiaba a él tanto como se odiaba a sí misma por el hecho de hacerla sentirse tan terriblemente avergonzada dado que no creía ser responsable de los factores que habían conducido a la decisión final… si es que había habido realmente una decisión.

—Tendríamos que poder resolverlo juntos —dijo él, pero ella no se engañó; no estaba hablando con ella. Esta cosa… —la miró con expresión suplicante—. Él ha sido el único, ¿verdad?

Era la única pregunta imperdonable, la que no tenía derecho a hacerle. Ella se apartó y subió casi corriendo la escalera antes de soltarlo todo, los estúpidos reproches y acusaciones que no resolverían nada sino que simplemente enturbiarían la poca sinceridad de que hubieran podido hacer acopio.

Aquella noche ninguno de los dos durmió demasiado. Y el hecho de que él hubiera olvidado llamar a Joe Camber para preguntarle si podría arreglar el achacoso cacharro Pinto de su mujer fue lo que más lejos estuvo de la imaginación de Vic.

Joe Camber, por su parte, estaba sentado con Gary Pervier en una de las desvencijadas sillas de jardín que se hallaban diseminadas por el descuidado patio lateral de Gary. Estaban bebiendo martinis con vodka en unos vasos McDonald’s bajo las estrellas. Las luciérnagas parpadeaban en la oscuridad y las marañas de madreselvas que cubrían la valla de Gary llenaban la cálida noche con su empalagoso y denso perfume.

Cujo se hubiera dedicado generalmente a perseguir a las luciérnagas, ladrando algunas veces y distrayendo a ambos hombres sin cesar. Pero esta noche se limitaba a permanecer tendido entre ambos, con el hocico sobre las patas. Ellos creían que estaba durmiendo, pero no dormía. Simplemente permanecería tendido, percibiendo los dolores que le llenaban los huesos y se agitaban de un lado para otro en su cabeza. Se le había hecho difícil pensar en lo que iba a ocurrir a continuación en su simple vida de perro; algo había ocupado el lugar del instinto ordinario. Cuando dormía, tenía unos sueños insólita y desagradablemente gráficos. En uno de esos sueños había destrozado al NIÑO, le había desgarrado la garganta y después le había arrancado las entrañas del cuerpo en unos humeantes revoltijos. Había despertado de aquel sueño, agitándose y gimiendo.

Tenía constantemente sed, pero ya había empezado a apartarse algunas veces del cuenco del agua y, cuando bebía, el agua le sabía a virutas de acero. El agua le provocaba dolor en los dientes. El agua le enviaba saetas de dolor a los ojos. Y ahora él yacía sobre la hierba, sin que le importaran las luciérnagas ni ninguna otra cosa. Las voces de los HOMBRES eran murmullos sin importancia que procedían de algún lugar de arriba. Significaban muy poco para él en con su creciente desdicha.

—¡Boston! —dijo Gary Pervier, soltando una temblorosa carcajada—. ¡Boston! ¿Qué vas a hacer en Boston y qué demonios te hace pensar que yo podría permitirme el lujo de acompañarte? No creo que tenga suficiente para bajar al Norge hasta que ingrese el cheque.

—Pero si nadas en la abundancia, hombre —replicó Joe. Estaba empezando a emborracharse—. Tal vez te baste con rebuscar un poco en tu colchón y nada más.

—Allí no hay más que chinches —dijo Gary, soltando otra carcajada—. Las hay en cantidad y me importa una mierda. ¿Estás preparado para otro barreno?

Joe extendió su vaso, Gary tenía los ingredientes justo al lado de su silla. Mezcló en la oscuridad con la experta, firme y lenta mano del bebedor empedernido.

—¡Boston! —volvió a decir, entregándole a Joe su trago. Después añadió astutamente—: Para echar un poco una cana al aire, Joey, supongo —Gary era el único hombre de Castle Rock y tal vez de todo el mundo, que había conseguido llamarle Joey—. Para irte un poco de parranda, supongo. Que yo sepa, nunca has estado más allá de Portsmouth.

—He estado en Boston una o dos veces —dijo Joe—. Será mejor que te andes con cuidado, Pervert, si no quieres que te eche encima a mi perro.

—No podrías echarle encima este perro ni siquiera a un negro vociferante con un cuchillo en cada mano —dijo Gary, inclinándose hacia abajo para acariciar brevemente el pelaje de Cujo—. ¿Y qué dice tu mujer al respecto?

—Aún no sabe que vamos a ir. No tiene por qué saberlo.

—Ah, ¿no?

—Se va a llevar al chico a Connecticut para ver a su hermana y al tipejo con quien está casada. Van a estar fuera una semana. Ha ganado un poco de dinero en la lotería. Será mejor que te lo diga ahora mismo. De todos modos, dicen todos los nombres por la radio. Todos los datos figuran en el impreso del premio que ha tenido que firmar.

—Conque ha ganado un poco de dinero en la lotería, ¿eh?

—Cinco mil dólares.

Gary lanzó un silbido. Cujo meneó las orejas, molesto por el sonido.

Joe le contó a Gary lo que Charity le había dicho a la hora de cenar, omitiendo la discusión y dando a entender que la idea del trato se le había ocurrido a él: el chico podría ir a pasar una semana con ella a Connecticut y después se iría con él a pasar una semana al Moosehead en otoño.

—Y tú te vas a ir a Boston a gastarte unos cuantos dividendos, ¿verdad, bribón? —dijo Gary, dándole a Joe una palmada en el hombro y echándose a reír—. Menudo eres tú.

—¿Y por qué no? ¿Recuerdas acaso la última vez que tuve un día libre? Yo no. No puedo acordarme. No tengo muchas cosas que hacer esta semana. Tenía previsto dedicar un día y medio a arreglar el motor del International de Richie, cosa de la válvula y demás, pero con esta cadena no me llevará ni cuatro horas. Le diré que me lo traiga mañana y podré hacerlo por la tarde. Un juego de niños. Puedo aplazarlo. Y lo mismo haré con algunas otras cositas. Les llamaré y les diré que me voy a tomar unas pequeñas vacaciones.

—¿Y qué vas a hacer en la Ciudad de las Alubias?

—Bueno, a lo mejor iré a ver jugar un poco a los Dead Sox en Fenway. Después bajaré a Washington Street…

—¡La zona de combate! ¡Lo bien que la conocía yo! —Gary soltó una carcajada y se dio unas palmadas en la pierna—. ¡A ver unos cuantos espectáculos sucios y tratar de coger la gonorrea!

—No sería muy divertido ir solo.

—Bueno, supongo que podría acompañarte si quisieras prestarme un poco de este dinero hasta que ingrese el cheque.

—Lo haré —dijo Joe.

Gary era un borracho, pero se tomaba las deudas en serio.

—No he estado con una mujer desde hace unos cuatro años, creo —dijo Gary en tono evocador—. Perdí buena parte de la fábrica de esperma allí en Francia. Lo que queda, a veces funciona y a veces no. Quizá resultara divertido averiguar si me queda un poco de carga en el fusil.

—Sí —dijo Joe. Ahora estaba hablando con voz pastosa y le zumbaban los oídos—. Y no olvides el béisbol. ¿Sabes cuándo fue la última vez que estuve en Fenway?

—No.

—Mil-novecientos-sesenta-y-ocho —dijo Joe, inclinándose hacia delante y subrayando cada sílaba con una palmada en el brazo de Gary al tiempo que derramaba buena parte de su nuevo trago—. Antes de que naciera mi chico. Jugaban con los Tigers y perdieron por seis a cuatro, los muy idiotas. Norm Cash lanzó un home-run al final del octavo.

—¿Cuándo piensas irte?

—He pensado el lunes por la tarde hacia las tres. La mujer y el chico se irán por la mañana, supongo. Les acompañaré a la terminal de la compañía Greyhound en Portland. Eso me permitirá disponer del resto de la mañana y de parte de la tarde para terminar lo que tenga que terminar.

—¿Llevarás el coche o la camioneta?

—El coche.

Los ojos de Gary adquirieron una expresión suave y soñadora en la oscuridad.

—Bebida, béisbol y mujeres —dijo, incorporándose en la silla—. Vaya si me importa una mierda.

—¿Quieres ir?

—Sí.

Joe emitió un pequeño grito y ambos se echaron a reír. Ninguno de ellos se percató de que la cabeza de Cujo se había levantado de encima de las patas al oír el sonido y de que el perro estaba gruñendo muy suavemente.