El hielo enfangado que había resistido en los rincones umbríos hasta un par de días antes, se había fundido por fin bajo el brillante sol. En el salón del apartamento, con el zumbido en los oídos del aspirador que manejaba su esposa, Suguro clasificó el correo que acababa de recibir.
—Desde luego soy una inconsciente. Los días de frío me deprimo hasta llegar a pensar que el tiempo se quedará así para siempre. Pero cuando llega este calor, me olvido completamente de los dolores en las rodillas.
—Tú no tienes ningún problema interno de verdad como yo… Vivirás muchos años.
—¿Te quedarás trabajando aquí todo el día?
—Tengo una reunión del PEN Club por la tarde.
—El PEN Club… —El rostro de la mujer se nubló—. Cuando lo mencionas, no puedo dejar de pensar en el pobre Kano.
—Ya sé a qué te refieres. La última vez que le vi fue a la salida de la reunión ejecutiva…
Las conversaciones con su esposa eran tan inmutables como siempre. Los diálogos entre marido y mujer jamás variaban. Suguro se preguntó cuánto tiempo continuaría la farsa. ¿Cómo le explicaría las cosas a su esposa cuando Kobari colocara su fotografía en alguna revista y todo el asunto fuera del dominio público?
Naturalmente, se había resignado a aquella eventualidad. Y tenía la idea romántica de que finalmente su esposa le perdonaría. Pero le dolía en lo más hondo pensar en la conmoción, la dolorosa herida y el tormento que tendría que soportar la mujer. ¿Qué palabras podría susurrarle entonces?
—El otro día, en la reunión de voluntarias, escuché una historia muy extraña. Tiene que ver con los pacientes de cuidados terminales.
Suguro se puso en tensión pero fingió que seguía repasando la correspondencia. Le preocupaba la posibilidad de que su esposa hubiera hablado con la señora Naruse.
—La enfermera jefe acudió a la reunión y nos contó que varios pacientes del hospital habían empezado a morir y luego habían vuelto a la vida.
—¿Eso es posible?
—La enfermera jefe dijo que todas esas personas habían pasado por experiencias muy similares. Justo antes de la muerte sufrían fuertes dolores, y de pronto se sentían claramente separados de sus cuerpos. Y podían ver a los miembros de su familia reunidos alrededor del cuerpo, llorando, y al médico en la habitación buscando los latidos del corazón.
—No me lo puedo imaginar —replicó Suguro con una sonrisa, sintiéndose bastante estúpido. Ya había oído aquellos relatos muchas veces. Lo más probable era que aquellos pacientes hubieran confundido sus experiencias reales con visiones imaginarias que habían acudido a sus mentes después de su vuelta a la vida.
—Después de recuperarse, afirmaban que les había envuelto una indescriptible luz naranja. Se sentían abrazados por esa luminosidad. La describían como una luz muy suave.
Suguro guardó silencio. Pensó en la luz que había visto a través de la nieve. Una luz anaranjada. Cuando le había envuelto, había percibido una indescriptible sensación de paz.
No obstante, se resistió a contar su propia experiencia a su esposa.
—Una de las mujeres que volvieron a la vida dijo que mientras estaba dentro de la luz tuvo la certeza de ser amada muy, muy profundamente.
—¿Por quién?
—Por Dios, que mora dentro de la luz.
—¿Viste a la señora Naruse?
—No. Hace mucho que no viene por el hospital.
Suguro escogió las cartas importantes del correo y pasó a su estudio. El pequeño reloj emitía su suave tictac y los lápices y bolígrafos aguardaban pacientemente su llegada. Tomó asiento tras el escritorio. Aquél era el único lugar donde podía destapar el rostro que no había mostrado a ningún otro ser.
Sacó del cajón papel y sobres de cartas con su membrete grabado en relieve y empezó a escribir una nota a la señora Naruse.
Como desapareció usted esa noche sin que yo lo advirtiera, no pude transmitirle mis impresiones de la experiencia. Por esta razón le escribo esta carta. En cierto modo, intento ordenar mis confusos pensamientos transcribiéndolos en papel. Sin ninguna duda, usted deseaba de mí que…
Garabateó unos instantes con su pluma, releyó las frases y rompió el papel. Escribir una carta no era modo de poner orden en el caos de su mente. Cogió otra hoja y se sumergió de nuevo en meditaciones. Necesitaba dar salida a aquellos pensamientos de una forma u otra.
Querido Kano: (En lugar del nombre de la señora Naruse, escribió el de su difunto amigo).
No tengo idea de dónde te encuentras ahora, pero, sea donde sea, pronto me reuniré contigo. Por eso te escribo esta carta que nunca podrá ser echada al correo.
Jamás había imaginado que hacerse viejo fuera de esta manera. Cuando era joven, cuando nos reuníamos en Meguro para charlar, y más tarde en la flor de mi vida, poseía una especie de optimismo interno y creía que cuando fuera un viejo estaría por fin en la cima de una montaña, contemplando apaciblemente los valles y llanuras bajo la suave luz del sol de la tarde. Cuanto menos, daba por seguro que habría obtenido de mi vida y de mis escritos algo muy similar a la certidumbre.
Pero este invierno, al tiempo que he empezado a oír cada vez más nítidamente las pisadas de la muerte que me ronda, he descubierto por mí mismo qué significa la vejez. Ser viejo no significa estar libre de perplejidades, como afirmaba Confucio; no hay en la vejez nada de sereno ni de dulce. Para mí, al menos, aparece como una serie de imágenes repulsivas, como una pesadilla. Con la muerte mirándome cara a cara, no puedo seguir falseando la realidad, ni tengo dónde escapar.
Al hacerme viejo, he visto cómo empezaban a manifestarse unos aspectos de mi personalidad que nunca había sabido que existieran. Este yo oculto empezó a aparecer en sueños, luego en visiones fantasmales, y finalmente en forma de ese impostor que tanto te preocupaba… Pero no, no era un impostor; empezó a vivir dentro de mí como una parte distinta de mi propio yo. Era mi fantasma viviente, una criatura tan repulsiva que jamás pude mencionarle su existencia a mi esposa… Una criatura que no merecía el encendido elogio que me dedicaste la noche de la entrega de premios.
Hace mucho tiempo leí en alguna parte que en la juventud vivimos a través de nuestro cuerpo, en la madurez lo hacemos a través del intelecto, y en la vejez vivimos a través de nuestras mentes que se disponen para el viaje a la otra vida. Y se dice que cuanto más viejo se hace uno, más sensible se vuelve su mente a las sombras de esa otra vida que se acerca. ¿Significa eso que el repulsivo panorama que se extiende ante mis ojos es parte de mis preparativos, de mi ritual de despedida hasta la vida futura? ¿Cuál es la lección que pretende enseñarme ese reino de obscenidad? No tengo la más ligera idea. Mi única y débil esperanza es que la luz se extienda también a ese reino sombrío.
En vísperas de tu muerte, noté en tus hombros una extraordinaria fatiga. ¿Es posible que, pese a no habérmelo confesado nunca, tú también sintieras esa misma confusión, que te vieras arrojado al mismo abismo de incertidumbre y te debatieras en él? En el velatorio observé sombras de congoja en tu ceño… ¿Qué eran?
Por la tarde acudió al Salón Tokio para asistir a la reunión ejecutiva del PEN Club. A diferencia de Kano, él había faltado a muchas de esas reuniones, pero ahora que su amigo había muerto se sentía en la obligación de asistir en honor del difunto. La reunión ya había empezado, y un escritor extranjero que había asistido a la conferencia internacional en Santiago estaba informando sobre los resultados de la reunión. Resultaba difícil convencerse de que Kano ya no era uno de los directivos que escuchaban el informe.
—En la reunión regional se trató el tema de las matanzas de negros en Johannesburgo… Lo cierto es que se está arrestando a gente de color.
Mientras escuchaba las observaciones del autor extranjero, Suguro se preguntó qué editorial habría escogido Kobari para publicar la fotografía. Casi podía ver el encabezamiento: «Escritor cristiano con una menor en un hotel». ¿Qué cara pondrían los demás directivos del PEN Club si leían un artículo así en una revista? ¿Fingirían ignorancia, o le instarían a dimitir inmediatamente del comité?
—Se presentó una moción de condena a las torturas y matanzas… Tenemos un gran interés en contar con el apoyo del Japón a dicha moción…
Suguro pensó en la señora Naruse y su marido haciendo el amor. ¿Era él diferente en algo de ellos y de los asesinatos en los que habían participado? Dentro de él ardían las mismas inclinaciones, los mismos anhelos. ¿Quién podía asegurar que no poseía la misma capacidad para participar en una matanza? Incluso los niños más inocentes llevan en su corazón el deseo de atormentar y burlarse de los débiles e indefensos. En diversos lugares del Japón, grupos de chicos habían llegado a linchar a sus compañeros de clase más débiles.
—Señor Suguro, ¿se opone usted a la moción?
La pregunta le sorprendió desprevenido.
—¿Opuesto a qué? —preguntó balbuceando.
—Si está a favor, ¿seria tan amable de levantar la mano?
—Desde luego. —Alzó la mano mientras murmuraba para si—: Hipócrita. Aún sigues intentando vivir a base de engañar a otros y de mentirte a ti mismo.
Se puso en pie y abandonó el salón, dando a entender que se dirigía al lavabo. Se mojó la cara para refrescarse, y un rostro gris y cansado le devolvió la mirada desde el espejo.
—Últimamente no hemos tenido ninguna de esas llamadas telefónicas.
Su esposa, vestida con un camisón, se había metido ya en la cama y procedía a extender el brazo para apagar la lámpara, pero de pronto le había venido a la memoria el asunto y había hecho el comentario.
—¿Qué llamadas telefónicas?
—Esas llamadas en plena noche.
—Tal vez empiecen otra vez. —Suguro cerró los ojos.
La mujer no replicó, y antes de cinco minutos, su respiración uniforme y cadenciosa le indicó que se había dormido. Su respiración era como el ritmo de un mundo en el que Suguro no podía penetrar. Probablemente, cuando le llegara la hora, la mujer exhalaría su último aliento como si estuviera rindiéndose al sueño.
Como siempre, tuvo considerables dificultades para dormirse. Tras sus párpados danzaban puntos y manchas blancos. Y las manchas se hacían borrosas y se extendían hasta convertirse en una luz. Una luminosidad anaranjada que envolvía la nieve y le rodeaba también a él con su abrazo… ¿Qué había sido aquello? ¿Acaso era una alucinación el fulgor luminoso que se había formado a partir de los innumerables copos de nieve? Suguro se quedó dormido.
En el sueño se encontraba inclinado sobre su escritorio, trabajando. Su oscuro estudio. El reloj del escritorio con su acompasado tictac. Aquél era su único refugio.
—¡Es cierto! —Suguro podía oír la voz de su esposa, aunque no sabía de dónde salía—. Te gusta más estar ahí dentro que conmigo.
Él se puso en pie y trató de abrir la puerta con la intención de contradecir sus comentarios. Así que, después de todo, la mujer conocía los secretos de su corazón…
—No seas ridícula.
La puerta estaba firmemente cerrada, y aunque la empujó con todas sus fuerzas, la sólida hoja de madera no cedió.
—Puedes quedarte ahí dentro. No estoy enfadada contigo. De veras que no. Al fin y al cabo, estás dentro del vientre de tu madre. Mientras sigas ahí, te podrás sentir tranquilo.
Las palabras de la mujer le hicieron darse cuenta de que la estancia era, en efecto, el útero de su madre. Tal vez lo había sabido siempre. Lo que había tomado por el tictac del reloj resultaba ser el latido de su propio corazón; la habitación estaba a oscuras porque así se encontraba el interior del útero, y su elevada humedad era debida al líquido amniótico. Una vez más se sentía como un niño debatiéndose contra las olas del mar, flotando de espaldas a la deriva con un chaleco salvavidas. Y recordó haber flotado en el fluido amniótico y haber dormido durante mucho, muchísimo tiempo bajo la superficie del líquido lechoso. Deleitándose hasta lo más profundo de su ser en aquellas sensaciones de placer y protección, Suguro volvió a caer dormido y permaneció en ese estado un tiempo indeterminado, hasta que de pronto volvió a oír la voz de su esposa.
—¡Despierta! ¡Despierta, por favor!
Había en su voz un inusitado tono de urgencia, una intensidad como no había captado nunca.
—Ahora vas a nacer. Vas a ser expulsado al mundo exterior.
Su cuerpo todavía seguía invadido por una deliciosa languidez y no deseaba moverse de donde estaba, pero los líquidos de la bolsa empezaban a agitarse en torno a su cuerpo con gran fuerza. La presión del líquido aumentó debido a las contracciones, y le invadió un inexplicable temor a ahogarse.
—¡Despierta y busca la salida! —oyó gritar a su esposa—. Sal afuera. Si te quedas ahí dentro, nacerás muerto.
Tuvo un escalofrío de pánico. Se agitó, defecó, e impregnado en sus propios excrementos impulsó desesperadamente la cabeza hacia la abertura uterina. Incluso en ese instante se debatió entre el deseo de regresar al sueño profundo que había disfrutado en el claustro materno y la voluntad de vencer aquel impulso tan seductor. Una fuerza le asió por la pierna tratando de arrastrarle de nuevo a su sueño uterino, mientras otra fuerza distinta trataba de arrancarle de allí.
—¿Qué sucede?
Abrió los ojos.
—Estabas gritando. ¿Qué te pasaba?
—No es nada. —Se palpó el cuello, bañado en sudor—. Así que era un sueño…
—Me has asustado. ¿Quieres un poco de agua?
—No, gracias. No.
El sueño persistió vívidamente en su memoria. Revivió dentro de sí las sensaciones de miedo e incertidumbre, y casi creyó alcanzar a ver la luz que penetraba por la abertura natal.
¿Era realmente así el instante de venir al mundo, tal como había descrito Tono? ¿Sentimos realmente ese pánico en el útero? Tal vez alguno de los comentarios de Tono había influido en el contenido del sueño.
El sueño profundo en el seno del líquido amniótico. Un sueño que engendra incomparables sensaciones de paz y de placer. Suguro podía entender plenamente el deseo de regresar a él una vez expulsado. Así se explicaba que se sintiera tan a gusto trabajando día tras día en su oscuro estudio, escuchando el tictac del reloj. Aquella ansia por sumergirse de nuevo en ese sueño, en ese placer, ¿ardía en todos los corazones humanos?
En aquel instante, como en un destello de inspiración, recordó el aspecto del rostro de Motoko. Su boca entreabierta, su lengua agitándose en todas direcciones. La imagen del éxtasis total. Aquella imagen expresaba, no, compendiaba el anhelo de regresar al útero y sumergirse en sus turbios fluidos. ¿Era ésa la razón de que aquella mujer deseara ser salpicada por las gotas de cera, como hubiera querido que la mancharan las aguas uterinas? Y sabiendo que tenía la muerte muy próxima, ¿no estaría también él reviviendo los terrores intrauterinos? ¿Era tal vez la lucha entre el deseo de volver a una apacible somnolencia en el seno materno y el impulso de abandonar éste lo que se ocultaba tras su gesto de intentar estrangular a Mitsu? Primero, cuando salimos del útero; después, cuando nos hacemos viejos y abandonamos este mundo: dos veces experimentamos la muerte…
Pero la luz que él había visto, que parecía darle acogida al salir del útero… La relacionaba con la luminosidad que había envuelto los copos de nieve y también a él mismo. ¿Era aquélla una luz procedente del mundo que quedaba apenas un paso más allá?
Su esposa dejó de hacer punto. Alzó los ojos, estudió su rostro, y finalmente dijo:
—¿Puedo… hacerte una pregunta?
—¿De qué se trata?
—¿Estás seguro de que no hay nada que me hayas ocultado?
—¡Claro que… no!
—Me lo puedes contar. A mi edad, nada puede sorprenderme.
—No sucede nada. No te preocupes más.
La mujer mantuvo los ojos fijos en él, como para llegar hasta lo más profundo de su corazón. A lo largo de los años había aceptado el hecho de que su esposo era novelista. Sabía muy bien hasta dónde podía penetrar en aquella vida y dónde quedaban los límites que no debía traspasar. Aunque no hubiera podido deducir nada concreto de la mirada de su esposo, ya parecía haber captado que algo venía atormentándole durante todo el invierno.
Inesperadamente, a Suguro le dio la impresión de que su esposa había tenido una vida desgraciada. Verdaderamente desgraciada. Hubo de tragar como si fuera un purgante la confesión que sin querer le había subido a la boca. Contar a la mujer el trance por el que había pasado no le solucionaría nada. Era una situación complicada sobre la que ella no podía hacer nada, un problema espinoso que se le había planteado y que debía afrontar no sólo como escritor sino como ser humano. Si la fotografía llegaba a publicarse, ella se enteraría de todo. En tal caso, ¿qué explicación podría ofrecerle? Su mente se cubrió de negras sombras al pensar en ello.
Recibió una llamada de Kurimoto.
—¿Tiene algún momento libre hoy?
—¿Se trata del original?
—No. —En la voz de Kurimoto había cierta tensión—. Al director general le gustaría verle inmediatamente. ¿A qué hora podríamos concertar la cita?
—¿El director general? —Suguro intuyó el motivo de la entrevista—. A cualquier hora. Tengo una cita cerca de la editorial, así que me dejaré caer por allí.
Colgó el teléfono pensando en el enorme corpachón del director general y en su ancho rostro. El ahora jefe máximo de la editorial había sido profesor auxiliar en la facultad de Medicina de una universidad, pero cuando su suegro —un magnate del mundo editorial— sufrió una apoplejía fulminante, el hombre había asumido el mando de la empresa en un ramo que apenas conocía. Kurimoto y los demás empleados jóvenes de la empresa sentían un respeto considerable por él.
Durante las dos semanas anteriores, Suguro se había preparado para aquel encuentro, y cuando colgó el teléfono notó la cabeza extrañamente tranquila. Se cambió de ropa y llamó por teléfono para pedir un taxi.
Era evidente que en recepción tenían órdenes concretas: una de las secretarias salió a su encuentro, le dedicó una grácil reverencia y le acompañó hasta el ascensor. Después le condujo hasta una espaciosa sala, hizo un nuevo saludo con la cabeza y se retiró.
Suguro tomó asiento en el sofá y contempló un gran Rouault colgado de la pared. Podía ser una aldea de los tiempos bíblicos, o tal vez una escena rural en Francia. Tres o cuatro campesinas con la cabeza cubierta con pañuelos avanzaban por un camino flanqueado a ambos lados por chozas miserables de estuco desprendido. Era un Rouault típico, con el sol vespertino poniéndose en el horizonte. El primer vistazo le bastó para apreciar que las mujeres y las chozas representaban la vida humana y que el sol simbolizaba la gracia de Dios que era derramada sobre ellas. Bienaventurados los mansos, porque ellos… Suguro vio en el cuadro el mundo del viejo sacerdote y de su esposa; aquel otro mundo que había contemplado a través de la mirilla quedaba muy lejos. Tal vez los rayos del sol poniente iluminaran a aquellas humildes campesinas, pero ¿bañarían también con su luz a la señora Naruse o a él mismo?
Dieron unos golpecitos a la puerta y el director general entró en la sala acompañado de Hoshii, un alto directivo. El director general hizo un gesto a Suguro para que no se levantara y tomó asiento frente a él. Hoshii se sentó respetuosamente al lado de su jefe.
—Lamento haberle pedido que viniera en un día tan frío.
Con una sonrisa, el director general estuvo comentando la crisis del mundo editorial hasta que una mujer trajo té para todos y volvió a marcharse. Pero cuando los tres quedaron a solas, el hombre abordó enseguida la cuestión.
—Para ser sincero, la razón de que le haya pedido que viniera…
Era exactamente la que Suguro había imaginado.
—Ese periodista vino con una foto de usted, sensei…, y dijo que quería hacer un artículo. Primero le recibió Hoshii, pero ante la situación planteada, él vino a consultarme.
Entrecruzó sus gruesas manos sobre el regazo y bajó la vista a propósito para no tener que observar la turbación de Suguro. Sin embargo, éste escuchó sus comentarios con una actitud de resignación parecida a la que había exhibido muchos años antes, al ser informado de que necesitaba una delicada intervención quirúrgica.
—Nuestra firma —continuó el director general— ha publicado bastantes de sus obras, y dado que una fotografía así podría perjudicar su imagen y repercutir negativamente en nosotros, he procedido a comprar la fotografía y el negativo al precio que ese hombre nos ha exigido.
Sin saber qué otra respuesta dar, Suguro se limitó a asentir con la cabeza.
—También he obtenido de él la promesa de que no llevaría el artículo a ningún otro editor. Luego hemos procedido a quemar la fotografía y el negativo.
Aquí, el director general hizo una pausa y se frotó las manos. Parecía estar buscando las palabras siguientes.
—Creo que esto da por zanjado el asunto.
—Gracias.
—Aparte de Hoshii y de mí, nadie más sabe una palabra de este asunto. Ni siquiera Kurimoto.
—Muy bien. Lamento mucho… todo el problema —dijo Suguro, haciendo una profunda reverencia.
—Cualquier ridículo rumor puede causar un montón de problemas —dijo el director general dando por concluido el tema. Tras un par de minutos de charla intrascendente, se puso en pie y añadió—: Así pues, demos por olvidado el asunto.
Con gran amabilidad, el hombre estaba haciendo todo lo posible para que Suguro no se sintiera más incómodo.
Los dos directivos acompañaron a Suguro hasta el ascensor. Al llegar a la puerta, Hoshii le dirigió las últimas palabras:
—No deje que nada de esto le perturbe.
En el exterior hacía frío. Aunque la primavera estaba a la vuelta de la esquina, el cielo aparecía cubierto y plomizo; era una tarde deslucida que helaba los huesos. Pensó en el dolor de articulaciones que debía padecer su esposa. Hileras de automóviles lanzando sus gases por los tubos de escape, árboles a lo largo del paseo con sus brotes ocultos todavía, ventas de estufas rebajadas eléctricas y a queroseno. Todo volvía a la normalidad. Suguro no había imaginado siquiera que las cosas fueran a terminar de aquella manera, pero a pesar de todo no tenía la menor sensación de haberse olvidado. La foto y el negativo habían sido reducidos a cenizas, pero aquel hombre no había desaparecido con ellos entre las llamas. Continuaba viviendo dentro de él. Con su sonrisa burlona.
Hacía mucho que aquel hombre había dejado atrás el límite de los «pecados» triviales sobre los cuales había desarrollado Suguro su carrera de escritor. Existían límites al pecado y su potencial energía salvadora. En cambio no había límite a los impulsos que Suguro, fundido con aquel hombre, había experimentado en el hotel. Con una rabia que había surgido sin freno alguno, lanzándole hacia un destino inexorable, Suguro había violado el cuerpo de Mitsu e incluso había tratado de estrangularla. Las imágenes permanecían vivas en su recuerdo.
Al pasar ante una floristería, las matas de espirea y de forsythia que anunciaban la cercanía de la primavera adornaban su interior e impregnaban la calle de un aroma dulzón. Tras la gran cristalera de un salón de té contiguo, observó un alegre grupo de tres o cuatro mujeres jóvenes en torno a una mesa. Una de ellas se fijó en Suguro y señaló su presencia a la que se sentaba a su lado. Incluso sabiendo que era un monstruo, Suguro les devolvió la sonrisa.
Domingo.
Al ser el primero después de Pascua, la iglesia estaba más concurrida de lo habitual. Detrás del altar, el hombre demacrado abría los brazos de par en par, con la cabeza caída hacia adelante. Incapaz de resistir y empapado en sangre, había arrastrado sus fatigadas piernas hasta el lugar de la ejecución. A lo largo del recorrido, las turbas se habían burlado de él, le habían tirado piedras y se habían complacido con sus padecimientos. Suguro no había prestado atención a aquella muchedumbre hasta entonces, pero ya no podía sentirse seguro de no haber participado también él, de haber estado presente en la lapidación de aquel hombre y en las burlas ante sus agonías.
Por la tarde pasó por el estudio y luego fue al parque Yoyogi en busca de Mitsu. Los mismos grupos de muchachas con faldas coreanas de la vez anterior estaban en círculos, bailando. Muchachos con gafas de sol y cabellos teñidos de rubio y con peinados estrafalarios se pavoneaban paseando arriba y abajo por la calle. Los mirones eran tan numerosos que parte de ellos se había congregado en el paso elevado para peatones para contemplar sus extrañas evoluciones. Anduvo entre la multitud y se abrió paso entre los tenderetes callejeros, pero no pudo localizar a Mitsu por ninguna parte.
Se le ocurrió que tal vez estuviera en el hospital. Ir hasta allí caminando le pareció un esfuerzo excesivo, cosa de la edad tal vez, y cogió un taxi en la estación. Siguieron una ruta sinuosa, y finalmente se apeó cerca del hospital.
Como era domingo, no había pacientes ni visitantes delante de la farmacia ni en la sala de espera. Se sentó unos instantes en una silla, contemplando el frío sol invernal con aire ausente. Escuchó un grito infantil. Pensó que tal vez el sonido venía del ala de pediatría, pero estaba en otra planta.
Una enfermera de mediana edad con gafas entró en el vestíbulo y se detuvo, contemplando a Suguro con mirada inquisitiva.
—¿No es usted el señor Suguro? —preguntó.
—Sí.
—¿Ha venido a ver a alguien? Soy la enfermera jefe, señorita Fujita.
—Oh, ¿cómo está usted? —respondió apresuradamente—. Mi esposa está en su clase de voluntarias…
—Y muestra un gran entusiasmo —sonrió la enfermera—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—No. Sólo me estaba preguntando si por casualidad se encontraría hoy aquí una muchacha llamada Morita Mitsu.
—Ah, Mit-chan… No sé si habrá venido. —La enfermera jefe parecía conocer muy bien a la muchacha—. Según tengo entendido, trabajó para usted algún tiempo. ¿Quiere que mire en la sala de enfermeras de medicina interna?
—No, gracias, iré yo mismo.
La enfermera pulsó el botón de llamada del ascensor.
—Quisiera hacerle una pregunta que le parecerá un poco extraña… —Suguro intentó disimular la incomodidad que sentía mientras subían juntos en el ascensor—. El otro día mi esposa me contó que usted les había hablado en clase sobre algunos pacientes que habían regresado de la muerte. ¿Todas las personas que han perdido la conciencia pasan por la misma experiencia?
La mujer le sonrió perpleja.
—¿De veras que su esposa le comentó eso? Sólo era una conversación intrascendente para relajarnos.
El ascensor se detuvo en la tercera planta. El gemido de los engranajes le recordó el ascensor del hotel.
—¿Son ciertas esas historias?
—Probablemente usted sabrá más que yo de eso, sensei. Pero es lo que dicen los pacientes.
—Eso de que estaban rodeados de luz, ¿es cierto?
—Bueno… —La enfermera parecía confundida—. En realidad, no sé si es verdad o no.
—¿Cómo está la señora Naruse?
—Hace tiempo que no viene por aquí.
Hizo averiguaciones con una enfermera joven que atendía la planta, pero Mitsu no había acudido ese día.
Después de dar las gracias, descendió las escaleras. Volvió a sentarse en una silla de la sala de espera y recordó a la señora Naruse ayudando amorosamente a la rehabilitación de un niño y contándoles cuentos a los pequeños internados.
En la pared había un cartel que anunciaba cursos de formación para futuras enfermeras. Suguro pensó lo bien que le iría a Mitsu un empleo así, y que le gustaría ayudarla si a ella le interesaba.
Sugirió la cuestión a su esposa esa misma noche.
—Me parece estupendo —respondió ella desde la otra cama—. Es una idea maravillosa. El trabajo ideal para la personalidad de Mitsu. Pero me pregunto si la señora Naruse accederá.
—No creo que ponga dificultades.
Suguro apagó la luz de la mesilla de noche.
En plena noche, le despertó el timbre de un teléfono que sonaba en la distancia. Repiqueteaba con insistencia. Apremiándole. Su esposa, con los ojos muy abiertos, también lo escuchó.