Ocho

Kano pidió a Suguro que le esperara en la segunda planta del Tokyo Hall después de la reunión del comité ejecutivo del PEN Club. En una sala de esa planta servían té y café. Llovía y, tras la ventana, quedaba a la vista el foso del Palacio Imperial. Mientras contemplaba el foso, borroso bajo la lluvia, Suguro recordó el día, a principios del invierno, en que había recibido el premio literario. Aquel día, los muros de piedra del Palacio también estaban mojados por la lluvia. Aquel día había aparecido por primera vez el impostor, y ahora… por fin se acercaba el momento en que podría encontrarse cara a cara con aquel hombre.

Kano dio por concluida una conversación que había estado manteniendo y se aproximó a Suguro con un rostro cansado, abotargado. Venía frotándose el hombro con la mano derecha.

—¡Ah, maldita sea! Supongo que no hay manera de detener las olas de la senilidad que llegan una tras otra. —Parecía estar murmurando para sí mismo—. Quería comentarte que el PEN Club tiene intención de organizar algo para el funeral de Yamagishi.

Discutieron los detalles del servicio fúnebre que iba a celebrarse por el viejo crítico, quien había fallecido un par de días antes. Aunque ellos le consideraban «viejo», Yamagishi sólo era cinco años mayor que Kano y Suguro.

—Nosotros somos el siguiente turno —comentó Kano de mal talante—. Recuerdo que Kobayashi Hideo me preguntó una vez si había hecho mis preparativos para la muerte… Pero todavía no he escrito nada que me permitiera morir en paz, sabiendo que había legado al mundo una obra satisfactoria.

—Así… así es como nos sentimos todos. Una sola obra maestra… Siempre pienso que será la próxima que escriba, y luego la siguiente y…

—Pero tú eres diferente de mí. Tú has construido una estructura literaria sólida que te es propia. En la editorial oí decir a alguien que existe un grupo de diez mil lectores que saldrá a comprar cualquier novela que publiques.

—No pueden ser tantos.

—Sí, lo son. Por eso tienes que tener cuidado y proteger la imagen que tus lectores tienen de ti. Si por alguna perversa razón decidieras echar por tierra esa estructura… —Kano habló en voz baja, y de pronto volvió los ojos hacia la ventana—. ¿Estás seguro de que no frecuentas lugares raros?

Suguro comprendió que ése era el tema que deseaba tratar.

—¿Otra vez con advertencias? No voy a ningún sitio de ésos.

—Estás seguro.

—Sí.

—Entonces, te creo. Pero también es cierto que corre el rumor de que te vieron salir de un hotel de Alasaka en plena noche con una mujer. Si una revista como Focus o Emma publica una foto tuya en un lugar de mala nota…

—Nunca he estado allí. Pero… —trató de tragarse las palabras antes de que salieran de su boca.

—Pero… ¿qué?

—No es nada.

—Ten cuidado con el periodista que vino a verme. Es un hombre tenaz.

Kano contempló durante unos instantes la taza de té que tenía ante él y luego cogió la nota. Suguro se la arrebató. Kano hizo un gesto de asentimiento y se marchó. Al alejarse, parecía mucho más cansado que nunca.

Era un día inusitadamente cálido. Suguro y su esposa, que había acudido a limpiar el estudio, decidieron dar un paseo. Hacía bastante que no paseaban juntos porque el aire helado perjudicaba las articulaciones de la mujer. Suguro descendió la ladera lenta, lentísimamente, como si estuviera protegiendo a su esposa.

—Estoy sin aliento de tanto tiempo sin caminar —dijo ella al tiempo que se dejaba caer en un banco, con los hombros hundidos.

—Sólo es cuestión de acostumbrarse. Nadie se muere de artritis. Cuando las articulaciones entren en calor, te sentirás mucho mejor.

Suguro sabía cuál de los dos moriría antes. Era él quien tenía problemas crónicos de hígado. Era él quien vivía con un solo pulmón. Cada mes, después de extraerle sangre, el médico advertía a Suguro que no cometiera excesos.

—¡Cuánto disfruté en el viaje a Kyushu! —Antes de empezar a hablar, la mujer había estado contemplando el cielo con aire abstraído. Entonces, como si de pronto se acordara, añadió—: Me pregunto cómo estará aquel sacerdote.

El escritor sabía que su esposa había estado reviviendo sus vacaciones en Nagasaki una y otra vez desde que habían regresado. Era uno de los recuerdos felices que la anciana pareja compartía.

—A veces pienso en él antes de dormirme. Por la vida que ha llevado, creo que debe ser uno de los auténticos pobres de espíritu.

—En algunos aspectos, tú también formas parte de los pobres de espíritu —dijo Suguro.

—¿Es una ironía?

—En absoluto. En contraste contigo…

Una vez más, Suguro trató de tragarse sus palabras, como había hecho con Kano la noche anterior… A diferencia de ti, yo nunca podré convertirme en pobre de espíritu. No soy el hombre que tú piensas. Tengo secretos que no te he contado. Hay un hombre que es mi doble exacto, y tal vez pueda conocerle muy pronto. Es un tipo repulsivo y detestable…

—Querido… ¿por casualidad hay algo que quieras contarme? —La mujer se volvió hacia él inesperadamente, había una expresión de ansiedad en el rostro.

—¿Por qué lo dices? Claro que no.

Estudiando los párpados llenos de arrugas de su mujer, Suguro pensó: No quiero provocar lágrimas en esos ojos. Nos queda tan poco tiempo juntos…

—No te preocupes —añadió, hablando como lo haría un sacerdote en un confesonario. Después cambió rápidamente de tema—. Respecto a Mitsu… Ya que ha devuelto el dinero, ¿qué te parece si le propongo volver a trabajar en el estudio?

—Yo ya había pensado en ello. Incluso la llamé por teléfono, pero me dijo que ya ha encontrado otro trabajo por horas.

—¿Es un buen trabajo?

—Es… La señora Naruse la conoció en el hospital y le pidió que fuera a ayudarla un par de veces por semana. Creo que a Mitsu le irá muy bien… La señora Naruse puede enseñarle mucho.

—¿La muchacha está decidida a aceptar? —La voz de Suguro surgió más estentórea de lo que había calculado.

—Según dijo, sí. ¿Sucede algo malo?

—No, pero es una lástima… Había llegado a gustarme.

Suguro no había olvidado la presión de sus manos al colocarle la fría compresa en su frente febril, ni el olor a humedad de su suéter. Ni su sonrisa auténtica y afable.

Intentó no permitir que el asunto le inquietara, pero la cita con la señora Naruse seguía surgiendo en su mente como burbujas de gas metano. «Podrás verte cara a cara con tu doble». Sólo faltaban tres días para la ocasión.

Con el transcurso de los días, su actitud ante la inminente confrontación con el impostor se convirtió gradualmente en un sentimiento de repugnancia y un deseo de evitar el encuentro. En el caso de que acosara al tipo exigiéndole explicaciones, probablemente se limitaría a poner su sonrisa burlona y murmurar alguna excusa o dar una respuesta ambigua. Como máximo, podía arrancarle una promesa de que no utilizaría su nombre, pero no tenía ningún poder para prohibirle su modo de actuar. Entonces, ¿cómo iba él a demostrar que no era la persona que se dedicaba a rondar por aquellos barrios de mala reputación?

¿Y por qué aquel individuo había hecho acto de presencia precisamente este invierno? ¿Dónde había estado oculto hasta entonces? Desde su llegada a escena, había aparecido una grieta en los cimientos que sostenían la literatura de Suguro. Y había afectado mucho más que a sus escritos: también en su vida personal se había abierto una fisura. Era como si el hombre hubiera echado un mal de ojo sobre Suguro. Recordó que el viejo de la obra de Thomas Mann, Muerte en Venecia, lo había perdido todo como resultado de su encuentro con un hermoso muchacho. ¿Qué edad debía tener el personaje de la obra? ¿Habría cumplido ya los sesenta y cinco, como Suguro?

Con los años, el escritor había llegado a entender que Dios actúa sin previo aviso, pero jamás hubiera pensado que, a su avanzada edad, Dios decidiera descargar un golpe tal sobre el mundo que se había construido.

Cayó la noche.

Permaneció sentado e inmóvil, encorvado en el asiento de su estudio. Sonó el teléfono en el salón. Sonó insistentemente, haciendo tambalearse su habitual determinación de no responder.

El sonido cesó. Ya respiraba de alivio, cuando el aparato empezó a sonar otra vez. Permaneció en la silla y continuó trabajando, pero el teléfono alzó su voz insistente por tercera vez. Incapaz de soportarlo por más tiempo, levantó el auricular.

—¿Hola?

Al otro lado de la línea escuchó la voz ronca de Kurimoto.

—Así que estaba ahí… Ha tardado tanto en contestar… Se trata del señor Kano. Ha tenido un ataque y le han llevado al hospital, pero…

Kurimoto fue incapaz de continuar.

La primera reacción de Suguro fue de cólera. Ya tenía bastante de aquellas ridículas bromas pesadas y estaba enfadado. Sin embargo, Kurimoto no era el tipo de persona que se dedicaría a tales juegos.

—Ha sido tan rápido… La señorita Noriko era la única que estaba con él cuando murió.

La señorita Noriko era la mujer que había cuidado de Kano durante los cinco años transcurridos desde la muerte de su esposa. Regentaba un bar y era una seguidora de la literatura de Kano, hasta que finalmente se había establecido una relación entre ellos. Pero a Kano no le gustaba hablar de ella con los viejos amigos como Suguro.

—Estuvo una media hora con dolores en el pecho. Murió mientras los médicos intentaban recuperarle.

—Voy para allá. ¿En qué hospital está?

—No es muy lejos, el hospital Omori. Pero van a llevar el cuerpo a su casa ahora mismo, de modo que puede usted ir hacia allí.

Enseguida estuvo preparado. Llamó un taxi por teléfono y dio la dirección de la casa de Kano al conductor.

Mentalmente, pudo ver de nuevo la cansada figura de Kano en aquella sala del hotel tras la reunión del PEN Club, hacía apenas cinco días. Esa noche, el rostro de Kano estaba cetrino, apagado y abotargado, muy diferente a su habitual expresión de aparente jovialidad. ¿Había sido tal vez un presagio de su muerte? Pero, ¿por qué había parecido tan triste y melancólico? Suguro pensó en las numerosas y sólidas relaciones que Kano había establecido en el mundo literario. Había asistido a todas las reuniones del comité ejecutivo del Club sin faltar a una sola, y era considerado una persona sencilla por los jóvenes editores que iban de copas con él hasta altas horas de la madrugada. No obstante, en las novelas de Kano rezumaba su faceta misántropa. Quizá sólo sus viejos amigos habían tenido una conciencia real de ese aspecto de su carácter.

Por la ventanilla del taxi se sucedieron las calles nocturnas. Nada había cambiado en el paisaje. El cielo invernal seguía plomizo; en los cruces, camiones y coches se detenían y arrancaban, arrancaban y se detenían. Frente a una tienda de electrodomésticos, un joven empleado cargaba unas cajas de cartón. En un puesto de fruta relucían unas mandarinas. Aunque Kano había muerto, en realidad nada había cambiado, Suguro sentía la misma cólera de antes; también le irritaba que su mente no hubiera aceptado todavía el hecho de que Kano había fallecido.

Delante de la casa de Kano, al final de una estrecha calle residencial, unos directivos de la editorial vestidos de negro habían instalado una mesa de recepción, donde charlaban con diversas figuras literarias, como Segi, que habían acudido a toda prisa al enterarse de la noticia. Tal vez las luces eléctricas parecían brillar tanto porque se reflejaban en la bruñida madera del ataúd, y porque el montón de crisantemos de la parte trasera de la casa tenía una luminiscencia propia. La señorita Noriko, con los ojos enrojecidos de llorar, susurró a Suguro que contemplara el rostro de Kano. Las facciones del difunto estaban descoloridas, como si fuesen de cera, y el entrecejo aún conservaba una sombra de dolor. Suguro contempló detenidamente aquel rostro, tratando de grabar en su mente los rasgos de un amigo que por fin había terminado sus días.

… Nos encontraremos… en el más allá, murmuró interiormente. No importa lo que tú y yo… hayamos vivido o hayamos escrito.

La realidad de la muerte de Kano le sacudió de pronto, y sus ojos empezaron a derramar lágrimas. Iba en aumento la gente que acudía a dar el pésame: en la sala contigua, donde se había dispuesto comida para el velatorio, había entrado Shiba, otro de sus amigos literarios de los viejos tiempos. Shiba había renunciado a hacerse crítico y estaba dando clases en una universidad femenina. Se había convertido en un hombre totalmente opaco, carente de su antigua vitalidad.

Mientras se servía una cerveza en un vaso, Shiba dijo sin alzar la voz:

—Yo creía que me quedaba mucho tiempo, pero ahora que Kano se ha ido, de pronto siento como si la muerte estuviera justo delante de nosotros.

—Es cierto —asintió Suguro—. A partir de ahora, nuestras filas irán reduciéndose uno a uno.

Segi, que estaba sentado delante de él, murmuró con una tétrica sonrisa:

—Supongo que el siguiente… seré yo.

Ya era medianoche cuando dirigió unas últimas palabras de condolencia a la señorita Noriko, echó una mirada de despedida al difunto Kano, y partió para su casa. El taxi que le había traído no aparecía. Nunca hubiera imaginado que iba a dolerle tanto la muerte de Kano.

El crujido de la silla mientras el doctor revisaba los resultados de los análisis molestó a Suguro más de lo habitual.

—Tiene unas cifras de GPT de ciento cinco, y las de GOT han subido hasta ciento ochenta y ocho. Yo le recomendaría que ingresara en el hospital… Si no toma una medida de este tipo, puede sufrir un rápido empeoramiento.

Suguro observó la hoja de los resultados del análisis, larga y estrecha, que el doctor había colocado sobre su mesa. Se sentía extrañamente insensible a las palabras del doctor. Lo único que le importaba y emocionaba era saber que cada día que pasaba se aproximaba un poco más al mundo en el que ahora se encontraba Kano. Ése era el significado de la vejez.

—Ingresar en el hospital en este momento… me resultaría difícil.

—Pero…

—Haré todo lo que pueda para tomarme las cosas con calma. Estudiaré la posibilidad de ingresar en el hospital después del próximo examen.

—No sentirá usted ningún dolor ni molestia en el hígado hasta que ya no tenga remedio. Cuando empiece a tener dropsia abdominal, ya estará en estado cirrótico. Tenemos que controlar ese hígado antes de que llegue a ese punto.

—Comprendo —asintió el escritor, pero se mantuvo firme en su oposición a ingresar en el hospital.

De camino a su casa, se sentó en un rincón del vagón de metro. Juntó las manos en el regazo y contempló distraídamente los carteles de propaganda del vagón. Junto a anuncios de capillas para bodas y revistas de actualidad, había un cartel que ofrecía viviendas únicamente para personas de la tercera edad. El hombre y la mujer que aparecían en la fotografía como pareja de ancianos eran dos actores a quienes Suguro recordaba de su juventud. Sobre sus rostros sonrientes y felices aparecía impresa en caracteres destacados la frase «Los hermosos años de la madurez». Torpemente, trató de pronunciar la frase entre dientes. Sin embargo, la vejez que Suguro estaba conociendo desde la entrega de premios quedaba lejos de ser hermosa: despedía un olor pútrido, repugnante. Era como un mal sueño oscuro y deprimente. La vejez era algo que se ocultaba a la vista durante muchos años y sólo asomaba cuando era avivada por los vientos que soplaban del abismo de la muerte. Suguro cerró los ojos.

Cuando regresó al estudio, encontró a su esposa limpiando.

—¿Cómo ha ido?

—¿El examen? Me han dicho que todo está normal. Que no hay nada de qué preocuparse.

—Gracias a Dios —dijo la mujer con aire de sincero alivio—. Me has tenido preocupada desde la primera hora de la mañana.

Suguro contuvo la respiración un instante, aliviado de haber podido desviar la ansiedad de su esposa.

El oficio fúnebre por Kano se celebró en el templo Seiganji, en Shiba. En representación de los amigos de Kano, Suguro se colocó ante un gran retrato del difunto, en el altar repleto de crisantemos, y leyó su panegírico. Por la mañana se había pasado dos horas redactándolo. Tras recordar su amistad con Kano, que había quedado de manifiesto en la magistral descripción que había hecho de sus obras en el banquete de entrega de premios a comienzos de invierno, Suguro continuó:

—La vida de nuestro desaparecido amigo y sus escritos, si pudieran ser resumidos de algún modo en una sola frase, serían una literatura que jamás hizo concesiones. En sus obras nunca buscó el favor fácil de sus lectores, nunca pretendió adaptarse a nuevos tiempos: la suya fue una literatura porfiada, obstinada, que expresaba lo que él consideraba que debía ser escrito. Esta obstinación llegó a convertirse para Kano en una manera de vivir.

Cuando terminó la ceremonia, abandonó el recinto principal del templo. Hombres y mujeres vestidos de luto caminaban por los jardines del templo; Suguro apreció a lo lejos a un hombre que le observaba apoyado en una lámpara votiva. Era Kobari.

El periodista se acercó y le dijo:

—¿Podría hablar con usted un momento? —Interpretó el silencio de Suguro como una autorización y continuó—: ¿Recuerda una noche de niebla en Tokio el mes pasado?

—¿De niebla?

—Sí. La prensa dijo que había sido la niebla más densa en treinta años.

—¿Qué relación tiene todo eso conmigo?

—¿Dónde estuvo esa noche, señor Suguro?

El escritor no hizo caso de la pregunta y continuó caminando, pero Kobari se apresuró a ponerse a su altura.

—Usted se tropezó conmigo en la calle frente a cierto hotel de Yoyogi, ¿no es cierto? Y salió huyendo por una calleja cercana.

Suguro sólo le dedicó un silencio de desprecio mientras cruzaba la verja del templo. La editorial que se había hecho cargo de las ceremonias fúnebres había dispuesto vehículos para los miembros principales del cortejo funerario. Kobari abandonó su persecución.

Al entrar en el coche que Kurimoto le había conseguido, Suguro reflexionó sobre lo que Kobari acababa de decirle sobre un hotel en Yoyogi, y de pronto se llevó la mano al bolsillo y sacó un pedazo de papel. Era el posavasos que la señora Naruse le había dado durante la cena en el Shigeyoshi. El nombre Yoyogi aparecía perfectamente claro con la fluida letra de la mujer.

Kobari afirmaba haberse tropezado con él delante de ese hotel en una noche de niebla. Lo cierto era que esa noche había salido a pasear. Sin ningún propósito especial. Sencillamente, le habían entrado ganas de vagar sin rumbo por el parque a una hora en que la niebla era tan espesa que parecía imposible no perderse. Mientras caminaba, había visto en aquella salida un reflejo de su vejez. Casi había alcanzado el punto de seguridad suficiente para echar una mirada abierta, sin ataduras, al fondo del pozo que era su vida, cuando de pronto una mano sucia y corrompida había agitado las aguas, convirtiendo sus últimos años de vida en una ciénaga lóbrega y cegada por la niebla.

¡Ya estaba bien! Suguro sintió crecer de nuevo la cólera dentro de sí. Kobari podía ser persistente, pero el impostor seguía reapareciendo con igual tenacidad.

¡Ya está bien! Había llegado el momento de poner fin a todo aquel asunto.

El día siguiente era viernes, la fecha de la cita con la señora Naruse. Suguro había estado vacilando sobre la conveniencia de ir o no, pero ahora había tomado una resolución. Tenía que conocer a su doble.

Viernes.

La noche anterior, en las noticias de la televisión, el hombre del tiempo había anunciado la posibilidad de nieve, y aunque las predicciones meteorológicas se equivocaban invariablemente, se había levantado un frío penetrante. Era un día típico para que a la esposa de Suguro le dolieran las articulaciones.

Por la mañana, después de dormir en el apartamento, se despertó temprano. Cerró los ojos e intentó volverse a dormir, pero fue inútil.

Impaciente, saltó de la cama y, sin lavarse la cara, se refugió en su estudio. Sobre el escritorio había una hoja de papel en la que había garabateado unas frases el día anterior. «Pues no hay nada oculto que no vaya a ser revelado; nada escondido que no vaya a conocerse… Si tu mano derecha te hace pecar, córtala y arrójala lejos de ti».

Pasó a la cocina, vertió agua caliente en la cafetera y la conectó al enchufe. Luego se aseó, tomó una taza de café caliente y telefoneó a su esposa.

—¿Te molesta mucho la artritis?

—Sí, pero me he puesto unas compresas calientes en las articulaciones. Como hoy es viernes, más tarde me acercaré por la iglesia.

—No te preocupes por mí. Voy a cenar con alguien de una revista.

Suguro deseó que hubiera un flujo constante de visitantes aquel día. Sería perfecto si los agentes de las editoriales desfilaban por el estudio uno tras otro; así no tendría que pensar en lo que podía suceder al final de la jornada. Estudió la agenda y vio que Kurimoto acudiría a verle antes del mediodía.

Kurimoto venía a pedirle a Suguro que concretara los planes para su próxima novela. Suguro le pidió un año para prepararla.

—¿Por qué un año? —En los ojos del director literario, habitualmente impasible, había una cierta vacilación.

—Ya sabe lo viejo que me estoy volviendo. Y no quiero seguir escribiendo sobre los mismos temas que siempre he tratado. Además… hay algo en mi interior que quiero sacudir.

—¿A qué se refiere con eso de «sacudir»?

—Quiero hacer temblar los cimientos de la literatura que he estado construyendo a lo largo de los años, para descubrir si todo el edificio puede venirse abajo o no.

Kurimoto ladeó la cabeza.

—Antes de morir, Kano me contó que vuelven a circular rumores sobre mí.

—Lo dudo. Además, sus verdaderos seguidores sabrán discernir que no es usted una persona de ésas.

—¿Mis verdaderos seguidores?

—Como ese joven que conoció, el que trabaja con niños minusválidos. Pero, y si empieza a sacudir y el edificio se derrumba, ¿qué?

Suguro le dirigió una sonrisa triste, pero en realidad le hubiera gustado responder: «Pues se derrumba».

—En cualquier caso, va a llevarme al menos un par de años escribirla. Voy a titularla «Escándalo: la plegaria de un viejo».

Cuando Kurimoto se hubo ido, Suguro se acercó a la ventana y contempló los edificios de Shibuya y del extremo oeste de Shinjuku. La ciudad guardaba un hosco silencio y, aunque ya estaban a mediados de marzo, en una tarde como aquélla no hubiera sido raro que empezase a nevar.

Para distraer sus pensamientos, abrió una novela de un autor extranjero. Pero ni las palabras ni las imágenes penetraron en su cerebro. No era culpa de la novela: Suguro era consciente de que sus ojos sólo pasaban por encima de las letras impresas.

Es inútil, se dijo. No puedo identificarme en absoluto con una novela así.

Sin embargo, se daba cuenta de que aquel sentimiento forzado era un modo de engañarse, de que todos sus pensamientos estaban centrados en el hotel donde iba a reunirse con la señora Naruse.

Notó frío en las piernas. Al otro lado de la ventana, tras la cortina que había corrido un rato antes, la oscuridad empezaba a caer sobre la ciudad. En realidad debería estar preparándose para volver a casa, donde le aguardaba su esposa. Pero ya le había comunicado que iba a cenar con alguien de una revista.

Cuando se apeó del taxi, un copo de nieve rozó su mejilla y fue a posarse en la manga de su gabardina. Mientras titubeaba unos instantes frente al hotel, la nieve empezó a caer con fuerza.

Una hilera de cedros del Himalaya, dispuestos uno tras otro como una fila de soldados, extendía su oscura silueta desde la verja de entrada hasta el porche del hotel. Una luz escapaba del vestíbulo bañando de un débil resplandor la entrada, en la que brillaban los copos de nieve. Parecía más una gran mansión que un hotel, pero a su espalda, los rótulos de neón de los hostales baratos emitían sus maliciosos destellos recordándole qué clase de negocios se trataban en aquel barrio.

Tenía la extraña impresión de que ya había visto aquel hotel con anterioridad. Incluso tuvo la sensación de haber estado en su interior. Era una experiencia inexplicable de déjà vu, como si estuviera ante un paisaje totalmente nuevo y le asaltara la impresión de haber visto una escena idéntica en un pasado remoto. Pese a ello, Suguro no tenía idea de dónde podían proceder sus recuerdos del hotel.

Cuando cruzó la puerta de entrada, escuchó el violento teclear de una máquina de escribir. Un hombre de unos treinta años vestido con americana negra estaba sentado de espaldas a la entrada. Mientras aguardaba a que el hombre se volviera, Suguro contempló los remolinos de nieve, que estaba cayendo con más fuerza. Los copos de nieve danzaron bajo las luces del porche.

—Buenas tardes, señor.

El hombre advirtió la presencia de Suguro y dejó de escribir.

—Una señora llamada Naruse —Suguro trató de ocultar su turbación— debe estar esperándome.

—Me han dicho que le recibiera, señor. —Tal vez debido a su preparación profesional, el rostro del hombre perdió de pronto toda expresión, y como si recitara de memoria le indicó—: Por favor, coja el ascensor hasta el tercer piso. Habitación 308, al fondo del pasillo.

Cruzó una zona que al parecer sólo servía de sala de recepción y entró en el ascensor. El hombre del mostrador de recepción, que observaba sus movimientos sin perder detalle, se convirtió de pronto a los ojos de Suguro en el joven de la escuela para niños disminuidos que afirmaba ser admirador suyo.

El ascensor pasó la segunda planta y se detuvo en la tercera. Lo primero que percibió fue el olor a polvo de la moqueta. Avanzó por el pasillo.

Estaba en silencio.

Dejó atrás las habitaciones 306 y 307, y llamó con los nudillos a la puerta de la 308.

—Está abierto.

La señora Naruse le estaba esperando. Llevaba un suéter de cachemir y estaba recostada en un sofá, fumando un cigarrillo. En el suéter brillaba un broche de plata con una piedra falsa. Era la primera vez que Suguro la veía fumar.

—Sabía que vendría. —La mujer apagó el cigarrillo y se puso en pie. Suguro pensó que era preferible responderle algo.

—Sí. He venido a conocer a mi doble —consiguió decir con voz ronca.

—¿Querrá echar un vistazo a la otra habitación? —La señora Naruse no perdió un segundo en decirle a Suguro lo que éste quería saber—: Esto es una suite con varias estancias. —Alzó ligeramente la mano y señaló la puerta que daba paso a la habitación contigua, donde se hallaba la alcoba.

Cuando asomó la cabeza por la puerta, lo primero que vio Suguro fue una gran cama. Una figura como una muñeca, vestida con un suéter y unos tejanos, estaba tendida en ella boca abajo. Unos mechones de cabello sucio colgaban sobre el rostro de la muchacha, cuyas facciones mantenían todavía su inocencia. Era Mitsu quien ocupaba la cama, profundamente dormida.

—¿Qué es esto? ¿Por qué está aquí? —En la voz de Suguro había un deje de sorpresa. Se sentía como si hubiera caído en una trampa tendida por la señora Naruse—. Usted me dijo que me presentaría al impostor…

—Sí. Ya no puede tardar.

—Envíe a Mitsu a casa antes de que llegue. Por favor, sáquela de aquí.

La mujer sonrió, con los ojos fijos en él. Su sonrisa era una mezcla de simpatía y picardía, como si tuviera delante a un niño pequeño y quisiera advertirle que estaba diciendo tonterías.

—La muchacha se ha tomado unas copas. Parecía beber con gran placer y ahora no está en condiciones de ir a casa.

—¿Qué le ha hecho usted?

—Nada, absolutamente nada. Mientras esperábamos su llegada, hemos cantado y hemos estado viendo la televisión… y le he contado anécdotas de cuando yo era joven.

—¿Por qué ha traído aquí a Mitsu? —Suguro habló en tono acusatorio, consciente de que su creciente cólera le hacía la voz más ronca—. Exteriormente parece una mujer adulta, pero en realidad es una niña y no sabe nada de la vida. Tiene un carácter realmente dulce. Cuando alguien tiene un problema, ella corre a ayudar aunque eso le cause problemas. Así es la chiquilla… Y por eso no ha recelado de usted.

—Ya lo sé. —La señora Naruse sonrió y asintió con la cabeza—. En el hospital la he visto muchas veces volcarse totalmente en ayudar a un viejo enfermo que está allí ingresado.

—Cuando yo sufrí un acceso de fiebre, ella se quedó toda la noche a cuidarme.

Suguro recordó la sonrisa de Mitsu y la mano sobre su frente.

—Sin embargo… —Esta vez, la expresión de la señora Naruse era de seriedad—. ¿Es sólo amor lo que sentimos por estas criaturas adorables? ¿Es sólo afecto la emoción que sentimos hacia aquellos que son la ingenuidad personificada? Siendo usted escritor, estoy segura de que comprenderá a qué me refiero. —De pronto, cruzó su rostro una expresión de profundo pesar—. Yo no creo que el corazón humano sea así de simple… Sensei, ¿son la compasión y el cariño los únicos sentimientos que le ha inspirado Mitsu desde que la conoce?

La mujer había dado en la llaga, y Suguro, sin saber qué debía responder, replicó:

—¿Por eso me pidió que viniera? ¿Para tener alguna prueba de ello?

—Hay muchas mujeres que dejan a sus esposos porque éstos son demasiado correctos. Todo el mundo ha tenido alguna vez el deseo de golpear a alguien que es demasiado bueno e inocente. —Ahora estaba a la defensiva—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Ya sé… qué quiere usted saber.

Evitó deliberadamente la pregunta, pero ella continuó adelante.

—Ese Jesucristo en el que cree… Me pregunto si le dieron muerte porque era demasiado inocente, demasiado puro.

—¿Dónde pretende llegar?

—Mientras Jesucristo, bañado en sangre, llevaba su cruz hasta el lugar de la ejecución, la multitud le insultaba y le arrojaba piedras. ¿No cree usted que lo hacían por el placer que les daba, por ese placer que yo siempre trato de describirle? Un ser humano ingenuo, puro, estaba sufriendo delante de sus ojos. ¿No podemos considerar que era el placer que provoca someter a más vejaciones a una persona así lo que impulsaba a las turbas ese día? Jesús era demasiado intachable, demasiado inmaculado…, hasta el punto que quisimos destruirle… Todos nosotros compartimos ese sentimiento. Habita en lo más profundo de nuestro corazón, pero nadie desea afrontarlo cara a cara. Así es como usted se ha sentido durante años, sensei. Incluso en sus novelas… en realidad sólo ha escrito sobre hombres que han traicionado a Jesús, pero que luego derraman lágrimas de arrepentimiento cuando el gallo canta tres veces. Siempre ha evitado escribir sobre las turbas, ebrias de placer mientras arrojaban las piedras sobre él.

—Hay temas que un novelista no puede tocar.

—Eso sólo son evasivas. —La mujer abrió todavía más sus ojos impávidos. Luego, mirando a Suguro con gesto despectivo, añadió—: Casualmente, hoy es viernes y trece, el día en que Jesucristo fue crucificado. El día en que la turba le lanzó piedras. Por eso he escogido este día para invitarle a este hotel. —Le dirigió una leve sonrisa—. Disculpe la broma. Pero le estoy hablando en serio.

—Y usted me engañó para que viniera aquí diciéndome que podría encontrarme con el impostor.

—Muy pronto podrá conocerle —respondió jovialmente.

—¿Dónde?

—En la habitación contigua.

Suguro empezó a dirigirse hacia la puerta.

—No puede entrar ahora —le detuvo ella—. Se enfadaría si entrara sin avisar. Por aquí. —Alzó una mano e indicó una puerta frente al baño—. Hay un armario con ropa colgada. Dentro tiene una mirilla por donde podrá observar el dormitorio.

—¿Una mirilla?

—Es la última moda en los peores antros de Shinjuku. Algunos miembros de este club tienen las mismas inclinaciones… Puede usted observar por la mirilla.

—¿Qué le va a hacer a Mitsu ese hombre?

La mujer respondió sin alzar la voz:

—Imagino que simplemente expresará los sentimientos que usted tiene hacia ella.

—No sea ridícula. Yo no tengo ningún sentimiento especial hacia ella.

—Tal vez no externamente. Pero en su inconsciente…

—No siento ningún deseo deshonesto hacia…

—Los deseos no se limitan al sexo, sensei. Hay deseos de todas clases.

—Entonces, ¿de qué tipo de deseo está usted hablando?

—Si se acerca a la mirilla —dijo ella para provocar su curiosidad—, verá a qué me refiero.

Suguro estaba a merced de sus confusas emociones. Sin duda, una parte de él quería sacar a Mitsu de aquel lugar inmediatamente. Pero también se sentía dolorosamente tentado de echar una breve mirada furtiva a lo que la señora Naruse había descrito como los impulsos de su inconsciente que le atraían hacia la muchacha.

—Necesita una copa —murmuró de pronto la señora Naruse. Se puso en pie y abrió un armario al otro lado de la habitación. En el interior había un pequeño frigorífico blanco, y en la estantería de encima una fila de botellines de licores de importación—. Le prepararé un cóctel.

—No lo tomaré —rehusó él con ademán enérgico. Había perdido todo interés en responder a sus incitaciones.

—Vamos, no debe tener miedo.

Ya había enfriado una copa y una coctelera en el frigorífico. Sirvió un líquido de color ámbar en la copa y la colocó delante de él.

—No es ningún veneno. Lo he preparado para ayudarle a trasladarse a otro mundo.

Suguro contempló el líquido. La mujer salió de la estancia, tal vez para ir a buscar algo más. Cuando el escritor alzó la vista, volvía a nevar suavemente en el exterior. Extendió la mano y se llevó la copa a los labios. Una fragancia penetrante le invadió la nariz. Tosió por el mucho tiempo que llevaba evitando las bebidas fuertes. Pero de pronto se sintió movido por el impulso de arrojar su vida a un absoluto desorden. El crujido de la silla del doctor, la voz que proclamaba sus niveles de GOT y de GPT… Enfurecido, apuró el contenido de la copa.

El ardor le atenazó la garganta y se extendió a su pecho. El brebaje recorrió todo su cuerpo haciéndole sentir como si acabara de asimilar un elemento de un mundo misterioso. El impulso de llevarse de allí a Mitsu iba apagándose dentro de él.

La llevaré a casa, seguía repitiéndose. La llevaré a casa.

Para estimularse, se levantó del sofá y dio unos pasos hacia la habitación contigua. Las piernas le temblaban ligeramente. Debería haber avanzado hacia la puerta, pero algo más fuerte que su voluntad le conducía hacia el armario.

Sólo un momento, murmuró para sí. Sólo miraré un momento. Cuando esté satisfecho, llevaré a Mitsu a casa.

En el colgador del armario había muchas perchas, y la mirilla redonda del fondo era tan pequeña que apenas podía distinguirse. Apartó las perchas y aplicó el ojo a la mirilla. En esa postura, Suguro se sintió tanto el hombre que había escrito Una vida de Cristo y El emisario, como aquel otro hombre que se encorvaba con el mismo gesto despreciable en los locales de strip-tease del Kabuki-cho.

En la abertura se había instalado una lente especial, y cuando hizo girar la tapa negra que cubría la mirilla pudo observar toda la alcoba. La cama parecía más próxima, como si hubiera asomado la cabeza al interior de la estancia. Incluso había un auricular para un aparato de escucha clandestina. Como no había enfocado la lente, al principio tuvo la impresión de que sobre la cama había un objeto blanco, pero cuando graduó el visor reconoció el cuerpo de Mitsu, tendido boca arriba. En algún momento del lapso transcurrido, la habían despojado del sucio suéter, de los tejanos descoloridos y de la ropa interior, pero seguía profundamente dormida. ¿Se había quitado ella misma la ropa, o se había encargado de ello la señora Naruse?

La pálida luz de la lámpara sobre la mesilla de noche iluminaba su rostro infantil. A Suguro le dio un vuelco el corazón al verla. El cuerpo de la muchacha era menos atractivo de lo que había imaginado en sus sueños. Sus muslos estaban bien desarrollados, como en las demás chicas de su edad, pero tenía unas pantorrillas cortas, rechonchas y nada torneadas. La luz hacía perfectamente visible el volumen de sus pechos, todavía no desarrollados del todo, y de los pezones de color castaño que los coronaban. Sus pechos no eran todavía los de una mujer: parecía que les faltaba madurar, con el centro todavía duro. No había exceso de carne en su abdomen, y su ombligo era una línea larga y fina como una ligera mella en el perfil, como la cresta de una ola, de una duna. Mientras contemplaba sus pezones castaños y sus firmes pechos, Suguro percibió en ellos los colores y aromas de una arboleda a principios de primavera. Era el olor del matorral a punto de echar brotes, sin hojas todavía en las ramas. Era el aroma de la vida.

No detectó ninguna sensación de «mujer» o de sensualidad en el cuerpo desnudo de Mitsu. Pero su cuerpo no era el de una niña. Era un cuerpo a punto de madurar; en seis meses más, cada parte tomaría las formas redondas y la suavidad de líneas de una mujer madura. Los sucios cabellos le cubrían la frente, y su rostro, el de una niña profundamente dormida con absoluta inocencia, mostraba todavía las marcas de su virginidad.

Suguro mantuvo mucho tiempo los ojos contra la mirilla. No se veía a la señora Naruse por ninguna parte, ni había rastro del impostor. Tal vez la señora Naruse tenía intención de dejarle devorar con los ojos el cuerpo de Mitsu hasta que tuviera bastante.

Contemplar la desnudez de la muchacha le hacía recordar todo lo que había perdido ya a su edad. Sus órganos internos estaban decrépitos y sus engranajes desgastados. El doctor había dicho que el hígado empezaba a endurecérsele. Su rostro comido por los gusanos a lo largo de meses y años. No pasaría mucho tiempo antes de que él también dejara este mundo como había hecho Kano. En cambio, había esperanza para aquel rostro inocente y dormido y para aquellos pechos generosos que todavía no estaban formados del todo. Si apoyaba el rostro sobre aquellas cálidas elevaciones de carnes firmes, estaba seguro de que olerían a manzanas. Era un aroma que Suguro jamás podía evocar en una mujer cuyos pechos combinaran la madurez con las sombras del deterioro. Se sintió impulsado por el deseo apremiante de aspirar el aroma de los pechos de Mitsu. Pensó que si podía olerlo, una nueva fuerza, una vitalidad renovada, se adueñaría de su cuerpo y de su mente deteriorados.

Empezó a salir música de alguna parte. Era un concierto para piano de Mozart. Si se le concedía otra vida en este mundo, Suguro quería volver a saborear aquella música. No había sido nunca el sosiego sino el hedor de la muerte lo que había fluido por las catacumbas de su corazón. Sin ninguna razón concreta para ello, se puso a pensar de pronto en las empinadas montañas de la península de Shimabara, que había visitado con su esposa, y en el sol invernal que brillaba en el puerto, y finalmente en los ojos amables y la sonrisa del viejo sacerdote. Si el sacerdote hubiera podido ver el cuerpo de Mitsu no habría sentido aquella envidia, porque él tenía la absoluta confianza de que al morir entraría en otra vida más plena.

La señora Naruse apareció procedente del baño de la suite contigua. Suguro no supo decir si la mujer era consciente de que la estaba viendo por la mirilla; en cualquier caso, a ella no pareció preocuparle y se sentó en la cama junto a Mitsu, acariciándole los cabellos. Sus dedos se movían con perseverancia, como los de una madre peinando a su hija… Mitsu acabó por despertarse y miró con ojos soñolientos a la señora Naruse, dirigiéndole una sonrisa al reconocerla. La sonrisa rebosaba de la afabilidad y simplonería que le eran características. La señora Naruse movió los labios, pero Suguro no escuchó nada. Apresuradamente, se colocó el auricular y subió el volumen.

—Así que bebiste demasiado, ¿no? Has dormido muchísimo rato —dijo la señora Naruse dedicándole una sonrisa cargada de afecto, como si estuviera hablándole a uno de sus niños del hospital—. Si todavía estás cansada, puedes dormir todo el tiempo que quieras.

Mitsu se dio cuenta de que estaba desnuda y encogió las piernas.

—Yo te he desnudado. Se está más cómoda así cuando se ha bebido demasiado. Tranquila, no hay nada de que preocuparse. Relájate y deja que me ocupe de todo… Piensa que soy tu madre.

Mientras hablaba, continuó sus caricias lentas y monótonas. Sus hábiles dedos daban un suave masaje en la cabeza a Mitsu, que cerró los ojos.

—Está bien, cierra los ojos… Poco a poco empiezas a relajarte. Te relajas y empiezas a notar que te deslizas por una pendiente larga y resbaladiza. Qué bien te sientes así, relajada. Estás resbalando por la pendiente y te sientes muy bien…

Suguro se puso tenso y contuvo la respiración. La manera de hablar de la mujer, la repetición de las mismas palabras una y otra vez en el mismo tono de voz, era muy parecido a lo que se hacía para poner a alguien en estado hipnótico.

De hecho, la cabecita de Mitsu había dejado de moverse. La muchacha yacía allí en silencio, como un insecto atrapado en una telaraña que se hubiera debatido en ella hasta el agotamiento.

La señora Naruse se volvió hacia la mirilla, como para indicar que todos los preparativos estaban ultimados. Parecía estar diciéndole a Suguro: «Así fue como empezó todo con Motoko».

Suguro estaba todavía aturdido por el brebaje que había tomado y la grotesca escena que estaba presenciando por el agujero.

Se puso nuevamente en tensión. Mientras su mente vagaba incierta entre la fantasía y la razón, la señora Naruse desapareció de la habitación y Suguro vio, de espaldas, a alguien que se inclinaba sobre Mitsu. Era la espalda de un hombre, y debajo del omoplato izquierdo mostraba la línea negruzca de una gran cicatriz en forma de media luna. Suguro había sufrido una operación en el pecho muchos años antes, y aquélla era sin lugar a dudas su espalda.

Era el tipo. Tal como había dicho la señora Naruse, había acudido a la alcoba y ahora estaba absorto contemplando el cuerpo de Mitsu.

—Sensei… —Mitsu entreabrió los ojos como dos diminutas rendijas y habló con voz pastosa—. ¿Sucede algo, sensei?

Todavía no despierta del todo de su trance hipnótico, la muchacha no parecía entender por qué aquel hombre la estaba contemplando.

Con la palma de las manos, el hombre acarició las protuberancias cónicas de sus pechos una y otra vez. Era evidente que estaba absorbiendo poco a poco entre sus manos la elasticidad y la morbidez de aquellos pechos. Sus manos viajaron arriba y abajo entre sus senos y las pequeñas sombras grises veladas entre sus muslos. Después, con gesto amoroso, el hombre apretó el rostro contra la pequeña raja de su ombligo.

—¡Ah…! —murmuró Suguro involuntariamente.

Las sensaciones que el hombre estaba experimentando pasaban intactas a Suguro. Un rostro que era idéntico al suyo en todos los detalles estaba enterrado en el vientre de la muchacha. Era como si estuviera apretando el rostro contra un futon secado al sol; un olor a arena, el suave contacto de su piel… Suguro cerró los ojos y escuchó con atención el sonido que emanaba del cuerpo de Mitsu. ¿Era el ruido de la sangre al circular por las venas? ¿El latido del corazón? Cierta vez, en una aldea, a principios de la primavera, había escuchado aquel mismo sonido. No era un ruido concreto sino el eco de cada uno de los árboles del bosque aspirando la vida del universo, expandiéndose, echando brotes y esforzándose en extender sus jóvenes vástagos. Si la vida tenía un sonido propio, en aquel instante estaba resonando en el cuerpo joven y lozano de aquella muchacha.

Cuando escuchó con más detalle, advirtió que dentro de aquel sonido se combinaba una gran variedad de melodías, y éstas evocaron reminiscencias, recuerdos e imágenes en la mente de Suguro. Recordó su sensación de seguridad cuando de niño caminaba con su madre por un sendero donde la espirea había formado un túnel sobre sus cabezas. El rostro de la joven que había alzado la mirada hacia él para decir «sí» cuando él le había preguntado, «¿Te casarás conmigo?». El viejo sacerdote que había pronunciado las palabras del Evangelio: «Bienaventurados los mansos». La voz de Mitsu junto a su oído esa noche, diciéndole «No te preocupes, sensei, yo cuidaré de ti». Éstas eran algunas de las melodías buenas y hermosas que había ido escogiendo a lo largo de su vida.

Suguro quiso aspirar esos sonidos de vida. Quiso absorber en su propio cuerpo aquella vida. En algún momento se hizo uno con aquel hombre y fue su boca la que estaba hundida en el vientre de Mitsu. Chupó su vientre. Movió la boca y chupó sus senos, su cuello… y, como había hecho la señora Naruse, intentó traspasar la vida de Mitsu a su propio cuerpo. A su cuerpo viejo, arrugado, lleno de taras. Un cuerpo vacío de vida, ajado como una planta marchita en la que se hubieran cebado los insectos. En un esfuerzo por salvar su cuerpo, se había convertido en la araña que atrapa en su tela a la mariposa y anheló absorber la vitalidad del cuerpo de Mitsu. Su saliva brillaba como el rastro de una babosa sobre el estómago y los pechos de la muchacha. Quiso contaminar aquel cuerpo todavía más. Le invadía la envidia que siente el que se aproxima a la muerte ante aquel en quien rebosa la vida. Esos celos se transformaron en placer y estallaron en llamas mientras su boca recorría el cuerpo, y antes de que supiera qué estaba sucediendo sus manos se cerraron con fuerza en torno a la garganta de Mitsu. En ese instante escuchó dentro de sí un sonido diferente al que había oído antes.

Estaba sonando. Estaba sonando un timbre de teléfono que le llamaba desde la distancia. Sonaba una y otra y otra vez, persiguiéndole incesantemente, diciendo, «el otro tú», «el otro tú», «el otro tú». El tú que prende fuego a las chozas de mujeres y niños. El tú que lanza piedras al hombre débil, ensangrentado, que arrastra una cruz. El tú que escribe las palabras, «Sensei, a veces me horrorizo de mí misma. Me causo repulsión».

—¡Sensei, me estás haciendo daño! —Mitsu se agitó, con los párpados apretados de dolor—. ¡Basta, sensei!

Era la misma voz que había susurrado «No te preocupes, sensei, yo cuidaré de ti».

Volvió en sí como el que despierta después de haber estado inconsciente. Las gotas de sudor le corrían desde la frente hasta el cuello, recordándole claramente lo que había estado a punto de hacer. Se había dejado arrastrar por un torbellino de impulsos caóticos mucho más complejos que la mera envidia de su joven cuerpo. La fuerza de aquel remolino turbulento había sido intensa, irresistible y absolutamente placentera. ¿Qué le había rescatado de aquella fuerza?

El hombre se puso en pie. Echó una mirada a su espalda y en sus labios apareció una sonrisa condescendiente, burlona. Tenía las mejillas manchadas de saliva, llevaba su escaso cabello veteado de canas muy despeinado y estaba bañado en sudor. Aquélla era la imagen de Suguro que Motoko había pintado. El hombre abandonó el dormitorio.

*

Se adueñó de su cuerpo un completo agotamiento y apoyó la cabeza contra el fondo del armario. Cuando intentó abandonar el lugar en sombras, las piernas le vacilaron y su cabeza golpeó las perchas, derribando un par de ellas. Con las piernas aún inseguras, Suguro irrumpió tambaleándose en la alcoba.

Mitsu estaba tendida en la cama como un cadáver. Suguro desvió la mirada y, como un criminal tratando de ocultar su fechoría, cogió una sábana del suelo y la colocó sobre la muchacha. El suéter y los tejanos descoloridos de Mitsu estaban sobre una silla, perfectamente doblados. El cuidado con que las ropas habían sido recogidas le recordó a la señora Naruse, pero ésta no había regresado y Suguro no tenía idea de dónde podía estar.

Permaneció unos instantes junto a las cortinas corridas de la ventana, sin saber qué hacer. Tenía miedo de dirigirle la palabra a Mitsu. Sin saber cómo reaccionaría después de lo que le había hecho, aguardó con el corazón agitado y confuso a que la muchacha hiciera algún movimiento.

Por fin, Mitsu abrió los ojos y miró a su alrededor con aire ausente, como si no tuviera idea de lo que había sucedido. Cuando advirtió la presencia de Suguro, pareció reconocerle y le dirigió una sonrisa.

—¿Qué me ha sucedido?

Suguro trató de buscar una respuesta mientras se preguntaba si la muchacha no estaría tratando de sonsacarle. Pero la expresión de Mitsu era demasiado amistosa.

—¿No lo sabes? Bebiste demasiado.

—Me duele la cabeza. ¿Dónde está la señora Naruse?

—No lo sé. Tal vez se ha ido. Por eso he venido a buscarte.

—Gracias, sensei.

—No. Gracias, no. ¿Cómo lo decías en esa jerga tuya?

Mitsu respondió con una sonrisa radiante. Una sonrisa que atormentó a Suguro.

—¿No recuerdas… nada?

—Nada.

—¿No has soñado algo?

—Quizá… No puedo acordarme.

Suguro advirtió que no había señal de saliva en sus mejillas ni en su cuello. Pero estaba seguro de haber visto por la mirilla, gracias a la lente de aumento, aquellas líneas de saliva como rastros de babosas brillando sobre su cuerpo.

¿Había sido una ilusión? No, era imposible. Todo resultaba demasiado claro y vívido en su recuerdo. Ya no podía considerarlo una fantasía, una alucinación, como había hecho en la entrega de premios y en la sala de conferencias.

—Todavía estoy mareada.

—Entonces, duerme un poco más.

Volvió a dormirse casi al instante. El saludable sonido de su respiración. El aliento de una vida joven, de alguien a quien no atormentaban los oscuros sueños que Suguro veía por las noches. Una persona que entraba en la vida, y otra que lo hacía en la muerte. Nunca como en aquel instante, al escuchar esa respiración, había apreciado aquel contraste tan radical.

Se acercó de nuevo a la ventana y abrió las cortinas. La nieve se había acumulado en el alféizar, y la luz de la estancia se reflejaba en los innumerables copos que bailaban ante el cristal.

Media hora más tarde despertó de nuevo a Mitsu y le indicó que se vistiera. Cuando se hubo vuelto de espaldas, la muchacha se puso los pantalones y pasó la cabeza por la abertura del sucio suéter.

Salieron al pasillo desierto y se introdujeron en el decrépito ascensor.

—Me parece que he soñado algo —murmuró Mitsu como si acabara de recordarlo. Suguro no respondió—. Me parece recordar que veía tu rostro una y otra vez en el sueño. No sé por qué.

El sonido de la máquina de escribir continuaba saliendo de detrás del mostrador de recepción. Adrede, el encargado no se volvió a mirarles mientras Suguro pasaba el brazo en torno a los hombros de la muchacha y la acompañaba al exterior. Suguro había pensado pedirle al hombre que llamara un taxi, pero cambió de parecer cuando vio de espaldas al omnisciente recepcionista.

—Estamos cerca de la avenida principal. Tomaremos el taxi allí —dijo, al tiempo que le ofrecía a Mitsu su bufanda. Ella la rechazó con un gesto de cabeza.

—No la necesito. Soy joven. Cuando un hombre de tu edad pilla un resfriado, se pone como estuviste tú hace poco, sensei.

La nieve caía de los cedros del Himalaya. Avanzaron despacio, procurando no resbalar en la nieve pisada por los neumáticos. Cuando cruzaban la verja, un destello de luz iluminó sus rostros. Decididamente, no eran los faros de ningún taxi.

—¡Sensei! ¡Señor Suguro! —Kobari apareció ante ellos, con una cámara fotográfica en las manos—. ¿Qué está haciendo en este hotel?

Suguro no pudo responder.

—Entonces, usted es… justo lo que yo pensaba. Cuando revele esta foto, lo dejará todo al descubierto.

Suguro contempló inexpresivamente al periodista, pero pronto recobró el dominio de sí mismo, y apretando más el brazo en torno a Mitsu continuó su camino.

—¿Es a esto a lo que se dedica a escondidas mientras trata de hacerse pasar por un escritor cristiano?

Las duras palabras de Kobari golpearon la cabeza de Suguro como piedras, pero no hizo el menor ademán de volver la cabeza para dar explicaciones o rectificar la situación.

—¿Quién es la chica? ¡Parece muy, muy joven!

Suguro no deseaba que Mitsu escuchara los comentarios sarcásticos de Kobari. Agitó la mano para detener un taxi que se aproximaba. Cuando se abrió la portezuela, empujó a la muchacha al interior del vehículo, sacó dos o tres billetes de la cartera y los dejó en su regazo.

—Vete sola a casa. Yo quiero hablar con ese hombre.

Cuando el taxi se alejó, Suguro se volvió en dirección a Harajuku y echó a andar.

—Voy a escribir sobre usted. Sobre usted y su escándalo, ¿entiende?

Extrañamente, las palabras no provocaron inquietud ni temor en Suguro. Si el periodista quería considerar aquello como un escándalo, a él le daba lo mismo. Lo que había visto por aquella mirilla no era ninguna alucinación, ninguna pesadilla. El impostor que había embadurnado de saliva el cuerpo de Mitsu… Aquel individuo no era ningún desconocido, ningún doble. Era el propio Suguro. Era otra parte de sí mismo, otro yo diferente al que conocía. Suguro no podía seguir ocultando aquella parte de sí, no podía seguir negando su existencia.

—¿No está avergonzado? Usted ha…

Los gritos de Kobari siguieron oyéndose entre los copos de nieve, pero su voz parecía ahora un silbato sonando débilmente a lo lejos, a través de una densa bruma.

La nieve caía formando remolinos. Mientras caminaba abstraído hacia Sendayaga, los copos salpicaban sus ralos cabellos y su rostro lleno de arrugas, y se desvanecían, fundidos al contacto con la piel. Los automóviles le iluminaban con sus faros y luego pasaban junto a él salpicándole de nieve y barro. ¿Qué lógica iba a aplicar a todo lo que había presenciado? ¿Cómo podría asimilar y entender las emociones que se habían adueñado de él? Su cabeza era todavía un hervidero de ideas confusas.

—Inmundo —dijo en voz alta—. La imagen misma de la inmundicia.

La sonrisa obscena y detestable del hombre y su manera de montar como un animal encima de Mitsu habían sido el compendio de la inmundicia. Aquel hombre… No, aquel hombre no era otro que el propio Suguro. Si el hombre resultaba obsceno y sucio, eran una obscenidad y una suciedad que se ocultaban en lo más profundo de Suguro como un tumor. Durante su larga carrera de escritor, Suguro siempre había considerado que podía encontrarse una promesa de salvación dentro de cada uno de los actos básicos del hombre. Había tenido la certeza de que en cada pecado latía débilmente una energía rejuvenecedora. Ésta era la razón por la que había podido seguir creyendo, aunque fuera de modo incierto, que era cristiano. Sin embargo, después de lo sucedido, tenía que aceptar esa inmundicia como una parte de sí mismo. Tenía que empezar a buscar una prueba de salvación incluso dentro de aquella suciedad.

Pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo. No sabía cómo hacer frente a su confusión. Era indudable que dentro de su corazón se ocultaba una oscuridad como jamás había descrito en sus obras. Normalmente esa oscuridad permanecía dormida, pero bajo ciertas condiciones abría de pronto los ojos y empezaba a agitarse.

Al comprenderlo así, se puso a gritar como un loco. A su espalda, un taxi le iluminó con los faros y redujo la marcha brevemente, pero al comprobar que Suguro no se volvía hacia él, el taxista aceleró de nuevo.

Las farolas de la calle iluminaban los copos de nieve que daban vueltas en espiral como enanos bailarines. Suguro advirtió de pronto la presencia de un hombre caminando igual que él a unos cincuenta metros por delante. La espalda hundida del individuo le resultó conocida. Dejó de caminar un instante y contuvo el aliento cuando comprendió que estaba viendo su propia espalda. Era el impostor.

El hombre no se volvió hacia él, sino que continuó caminando a buen paso hacia Sendagaya. Un sinfín de copos blancos iluminados por las farolas se arremolinaba encima de él. Los pequeños copos de nieve parecían emitir una intensa luz. Esta luz estaba llena de amor y de compasión, y parecía envolver la figura del hombre con una ternura maternal. La figura desapareció.

Suguro tuvo un acceso de vértigo. Escrutó el espacio donde el hombre se había desvanecido en el aire. La luz aumentó de intensidad y empezó a enroscarse en torno a él; dentro de sus rayos, los cristales de nieve despedían un fulgor plateado al rozar su rostro, acariciar sus mejillas y fundirse en sus hombros.

—¡Oh, Señor, ten piedad! —Las palabras escaparon de sus labios—. ¡Ten piedad de nosotros, que vivimos en el desconcierto!

Era una cita aproximada de un verso de Baudelaire. Tal vez no fueran las palabras exactas, pero no importaba. Aquel solo verso describía adecuadamente sus sentimientos en aquel instante.

—A tus ojos, que saben por qué existimos y por qué fuimos creados…, ¿somos monstruos?