Siete

La esposa de Suguro estaba ensayando un nagauta mientras tañía el samisen. Estaba tan absorta en la canción que ni siquiera advirtió la entrada de su esposo en la estancia. Suguro pensó que finalmente habían alcanzado en su matrimonio el grado de serenidad suficiente para permitir que la mujer pudiera dedicarse a aquel entretenimiento.

—¿Cómo se titula esa canción?

Yokobue —respondió la mujer con desacostumbrado laconismo, y se puso a cantar:

Las ropas de los lugareños tienen una fragancia

[embriagadora con el aroma de los capullos;

en el puerto de las Ciruelas soplan las brisas de la primavera.

Inquieto, el escritor se dirigió a la ventana y contempló el jardín. Los brotes nuevos de los árboles seguían firmemente cerrados pese a que ya estaban en marzo.

—Este año el invierno ha sido… tan largo —murmuró con verdadero sentimiento.

Las palabras no iban dirigidas en particular a su esposa, pero en el mismo momento en que las pronunció, la mujer dejó de tocar para afinar el instrumento y le respondió:

—Eso se debe a que nos hacemos viejos. A partir de ahora, todos los inviernos nos parecerán largos y cada uno nos cobrará un peaje.

—Supongo que sí. ¿No vas a salir hoy?

—No. Ya estuve ayer con el grillo de instrucción para voluntarias. Ah, por cierto, estuve hablando con la señora Naruse por primera vez.

La cuerda del samisen emitió una nota aguda y vibrante.

—¿De qué hablasteis? —preguntó Suguro, sobresaltado. Todavía no le había contado a su esposa que había conocido a la señora Naruse en la cafetería, ni que había cenado con ella.

—Del trabajo de voluntaria. Está muy informada.

Suguro asintió, aliviado.

—La señora Naruse me contó que estaba cuidando a un niño en pediatría. Acaban de intervenirle y la operación ha sido un éxito, según dijo. Estaba muy contenta. Creo que va todos los días a cuidar al pequeño.

Sin duda, la señora Naruse estaba al corriente de la muerte de Motoko, pero, ¿cómo la habría encajado? No había sabido nada de ella desde su último encuentro, seguramente porque había estado ocupada cuidando de Shige. A pesar de ello, hacía demasiado que no se ponía en contacto con él. Suguro se sorprendió al darse cuenta de que estaba impaciente por volverla a ver.

Miró a hurtadillas a su esposa, que había cogido el samisen para reiniciar la canción. De pronto, como siempre, su instinto de escritor le impulsó a analizar sus sentimientos respecto a la señora Naruse. La respuesta era evidente. Hasta entonces nunca había conocido, ni siquiera descrito en sus obras, una mujer como ella. Una mujer tan cargada de contradicciones. Una mujer que parecía insensible y que de pronto se transformaba en una persona desconcertantemente amable y cariñosa. Nunca había encontrado una mujer semejante. Y al compararla con ella —aunque se dio cuenta de que tal idea suponía una profanación de su esposa y la rechazó al instante—, le asaltó por un momento una sensación opresiva cuando pensó en su inatacable esposa.

—Quiero preguntarte una cosa sobre Mitsu —dijo por encima del hombro a la mujer, cambiando el tema de conversación para que ella no pudiera adivinar sus emociones. Pero la mujer no pareció haberle oído a causa del sonido del samisen y siguió tañendo resueltamente las cuerdas con la púa.

No volveré a ver a la señora Naruse. No debo verla.

Apoyó los codos en el escritorio y repitió las palabras para sí. En el mismo momento de pronunciarlas mentalmente, las frases ya le sonaron a huecas y comprendió que en el fondo esperaba con expectación algún contacto por parte de ella.

Llegó un paquete con la correspondencia. Iba envuelto en papel marrón y no llevaba remitente. En el interior había un libro. Suguro supo al instante que era de ella. Cuando abrió la cubierta, vio que había una nota en el interior.

Perdóneme el atrevimiento, pero he querido mandarle uno de mis libros favoritos. Ya no se encuentra en las librerías, así que tendrá que disculparme si le envío mi ejemplar personal. ¿Podría encontrarse conmigo el próximo miércoles, a las seis, en un restaurante llamado Shigeyoshi, en Omote Sando? Me gustaría agradecerle en alguna medida la cena que me ofreció. Si la cita no le fuera bien, haga el favor de escribirme a la dirección que le adjunto. Si no tengo noticias de usted, daré por hecho que nos encontraremos allí. La comida es muy buena. Por favor, haga lo posible por acudir.

Suguro leyó la nota una y otra vez, como un adolescente que hubiera recibido la primera carta de una chica. Con el paso del tiempo, se habían confundido y enfrentado en su interior el deseo de evitarla y una gran curiosidad por aquella mujer única. Pero en el momento de abrir aquel paquete, la curiosidad había emergido victoriosa.

El libro era una biografía del guerrero medieval Gilles de Rais, de infausta fama por sus proezas infanticidas. Mientras pasaba las páginas, los ojos de Suguro se posaron en diversos párrafos que la señora Naruse había señalado con lápiz rojo. En cada círculo rojo le parecía ver el perfil de la mujer y escuchar su voz leyendo y comentando el texto. ¿Acaso había realizado aquellas anotaciones en rojo y le había enviado el libro por pura frustración de no ser capaz de expresar sus verdaderos sentimientos cara a cara, personalmente? Encima de uno de los párrafos señalados había escrito unas palabras con la misma caligrafía experta que Suguro ya había apreciado en la carta. Parecía como si, una vez Suguro hubiese leído hasta aquel punto, ella hubiera abierto sus ojos animosos para recurrir a él en busca de comprensión.

¿Cómo estalla esta Rabia? ¿Por qué proporciona una experiencia placentera de tal intensidad? Mientras leía el libro, sentía que existe una energía oculta, feroz, que supera toda explicación y desafía todo principio de moralidad.

Suguro terminó de leer el libro en dos días. Gilles de Rais había sido compañero de armas de Juana de Arco, pero, según explicaba la biografía, había aspirado a conseguir mediante actos de brutalidad las mismas cotas de éxtasis que Juana había alcanzado a través de los arrebatos místicos. Una persona sólo podía alcanzar la cima del éxtasis convirtiéndose en santo o en vil pecador. Gilles de Rais había llegado a tal conclusión al observar a Juana de Arco.

Poe entendió la Rabia, igual que Dostoyevski… La Rabia es un arrebato que puede apoderarse incluso de los niños… Se apoderaba de los niños en el relato de T. F. Powys «La bestia cazada», que le arrancaban los ojos a un conejo que habían capturado en las praderas inglesas; y se apoderaba también del señor Gidden, el amable y pacífico párroco que les sorprendía, y, que al ver lo que habían hecho, se volvía loco de voluptuosa desesperación. El párroco perseguía a los niños, pero…

«… los niños escaparon de sus manos y huyeron. Pero la niña no tuvo tanta suerte…

»El señor Gidden se arrojó sobre ella. Desgarró sus vestidos… La golpeó, montó encima de ella llevado por la furia, y la cogió por el cuello…

«Durante la lucha, el señor Gidden hubiera querido hacer lo peor que podía hacer un hombre. Hubiera querido violarla».

Poe nos ha proporcionado un retrato muy aproximado de la Rabia en su cuento «El gato negro». En sus páginas, el narrador de Poe describe la Rabia como un reflejo contra la ley moral. Lo denomina

«… el espíritu de la PERVERSIDAD… Tan seguro como de que mi alma vive lo estoy de que la perversidad es uno de los impulsos primitivos del corazón humano, una de sus facultades primarias indivisibles, o sentimientos, que gobiernan las reacciones del hombre. ¿Quién no se ha descubierto cien veces a sí mismo cometiendo una acción vil o estúpida, sin más razón que la de saber que no debía hacerla? ¿No tenemos una perpetua inclinación, en contradicción con nuestro buen juicio, a violar lo que sea Ley, por el mero hecho de entenderla como tal? Este espíritu de perversidad, digo, acudió a mi derrumbamiento final. Fue este anhelo insaciable del alma por hacerse daño —por dirigir la violencia contra su propia naturaleza, por hacer el mal por el mal mismo— lo que me impulsó a continuar».

El reloj del escritorio insistía en su acompasado tictac, y la suave luz de la lámpara bañaba su cuerpo y el libro sobre el que estaba inclinado. En la pared había pequeñas fotografías y varias dedicatorias. Una de ellas recogía las palabras que la madre Teresa, quien había visitado el Japón hacía poco, había escrito especialmente para aquel novelista cristiano japonés: «El Señor te bendecirá a través de las cosas que escribes».

Al contemplar la dedicatoria, que expresaba unos sentimientos tan limpios y sinceros como los de una colegiala, Suguro consideró que ya se había descarriado demasiado como para merecer bendición alguna. Soy un novelista, se dijo. Un novelista que tiene que ensuciarse las manos en los más profundos recovecos del corazón humano. Tengo que fiarme de mis manos aunque encuentre allí algo que Dios no pueda bendecir jamás. Ante él tenía un libro que describía la vida de un hombre llamado Gilles de Rais…

Con una mano había erigido iglesias a la gloria de Dios y había mantenido buenas relaciones con el clero, mientras que con la otra había atraído gran número de niños a su castillo para allí darles muerte uno por uno. Su primera víctima había sido un joven cantor del coro del propio castillo. Gilles de Rais había acogido, protegido y amado al muchacho, pero en el curso de tales atenciones sus mimos se habían convertido en una Rabia sedienta de sangre.

Está el ejemplo del joven mendigo que se encontraba en una de las dos colas de muchachos pordioseros frente a las puertas del castillo de Machecoul. Cuando le llegó el turno de recibir su limosna, fue invitado a entrar en el castillo bajo la atractiva excusa de que no le había alcanzado la carne en el primer reparto de comida. Nunca se le volvió a ver. También está el ejemplo de un muchacho de trece años que había sido conducido al castillo para servir como paje. Un día, el muchacho había vuelto a casa con magníficas noticias para su madre: le habían permitido limpiar el salón del gran señor de Rais y había recibido como recompensa uno de los panes redondos cocidos para el barón, que el muchacho se había apresurado a llevar a su casa. Después el muchacho regresó al castillo… y ésa fue la última vez que se le vio con vida.

En otro tiempo, Suguro habría leído un párrafo como éste con aversión; en cambio ahora devoró las frases con gran atención, creyendo percibir entre líneas la presencia y las palabras de la señora Naruse:

¿Cómo estalla esta Rabia? ¿Por qué proporciona una experiencia placentera de tal intensidad? Mientras leía el libro, sentía que existe una energía oculta, feroz, que supera toda explicación y desafía todo principio de moralidad.

La tarde de la cita, Suguro abrió la puerta acristalada que daba paso al restaurante Shigeyoshi. Al parecer llegaba demasiado pronto: sólo ocupaban el local dos hombres con aspecto de ejecutivos, que sorbían pausadamente su sake en la barra. Sin embargo, el propietario, que estaba cortando ingredientes con un cuchillo, se apresuró a decirle que la señora Naruse le había informado de que Suguro acudiría a aquella hora y acompañó al escritor hasta una mesa del fondo del restaurante.

La mujer llegó a las seis y cinco aproximadamente, vestida con una gabardina de color beige y lo que parecía un pañuelo de cuello, italiano. Se sentaron frente a frente, dieron unos sorbos al té que la camarera acababa de traer, estudiaron la carta e intercambiaron unas frases triviales. No mencionaron el libro ni la muerte de Motoko. Mientras conversaban, cuatro o cinco clientes habituales entraron en el local. Saludaron a la señora Naruse con un gesto de cabeza, tal vez reconociendo su rostro, y uno de ellos puso una expresión de sorpresa al identificar a Suguro.

Cuando el camarero hubo tomado nota de la cena, Suguro dijo:

—Bueno…

—Bueno… —repitió ella con su habitual sonrisa.

Estas palabras fueron la señal de que era el momento de tocar el tema que ambos sabían que habían venido a tratar.

Suguro sirvió un poco de sake en la taza de la mujer.

—Recibí el libro y la carta.

—Sí. —La señora Naruse cerró los ojos como si fuera una paciente recibiendo una inyección en el brazo.

—Usted sabía que Motoko ha muerto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Ha venido a verla la policía?

—No. ¿Por qué?

—Pensaba que tal vez querrían hablar con usted.

—Fue un suicidio. Dejó una nota.

—Sí, eso fue lo que dijeron en la televisión.

En la barra, el propietario y los clientes estallaron en una carcajada mientras una camarera se volvía hacia la cocina y pedía tres botellas de sake. Nadie prestaba atención a la conversación entre Suguro y la señora Naruse.

—¿No va a tomar una copa?

—No puedo. El médico no me lo permite. Pero no querría que eso la inhibiera. No me molesta en absoluto que otros beban en mi mesa.

La camarera trajo un platillo azul con huevas de mújol secas, picadas muy finas.

—Este plato es una especialidad de la casa —explicó la señora Naruse—. A mi marido le encantaba.

—¿Su esposo también venía aquí?

—Conocía al propietario desde antes de que abriera el restaurante.

Suguro decidió sorprender a su interlocutora:

—¿Sabía usted que Motoko iba a suicidarse? —le preguntó.

—Sí, lo sabía.

Con gesto elegante, extendió la mano con los palillos, cogió un poco de huevas y se las llevó a la boca. Estaba totalmente serena.

—¿Y no la detuvo?

—No la detuve.

—¿Por qué?

Les llegó una nueva risotada de la barra. Ninguno de los que estaban bebiendo tenía la menor idea del tipo de conversación que tenía lugar en la mesa del fondo. En cuanto a la suya, estaba salpicada de palabras como «objetivos» y «la competencia».

—Así pues, ¿es ése el poder de la Rabia? —preguntó Suguro en tono despreocupado, como si estuvieran hablando de un partido de golf—. ¿Son ésas las muñecas de que me habló, esas muñecas que se ponen a bailar en mitad de la noche?

—Sí.

—¿Podría explicarme eso con un poco más de detalle?

—Me encantará hacerlo.

Una vez más, alargó los palillos. El movimiento de éstos hacia su boca, los labios que saboreaban la comida lentamente, con delectación… Suguro notó que su visión empezaba a hacerse borrosa. Y la señora Naruse empezó a hablar.

—Motoko me hablaba muchas veces de cuánto deseaba morir. Y también expresaba ese deseo a otras amistades suyas. Al principio pensé que era una simple broma. Supongo que mucha gente dice cosas parecidas cuando está haciendo el amor. Sin embargo, me lo advirtió varias veces. Me dijo que al año siguiente iba a morir de verdad. «Está bien, adelante», le respondí yo. El día de Año Nuevo estuve con ella en un hotel y le pregunté si realmente tenía intención de morir este año.

La señora Naruse hablaba con indiferencia, como si estuviera confiándole algún chismorreo sobre un amigo común. Suguro recordó el aspecto macilento que había apreciado en su rostro al encontrarla en el hospital.

—¿Quiere que le hable de ese día? Pasamos la Nochevieja juntas en un hotel de Yoyogi. Cuando el Festival de la Canción Blanco y Rojo terminó en televisión, cambiamos de canal y estuvimos viendo una tontería de programa. Con el televisor a un volumen estridente, ella me pidió a gritos, una y otra vez, que la matara. Yo le respondí que tenía que morir este invierno, y ella me prometió hacerlo.

—¿Le dijo usted eso en serio?

—Sí. O al menos medio en serio. Pero lo cierto es que quería saber cómo sería la experiencia. Le escribí a usted al respecto en la carta que le envié con el libro. Le hablaba de una energía de nuestro corazón que supera lo racional, de una energía que puede transformarse en Rabia o depravación. Es una fuerza brutal que los principios morales no pueden tener ninguna esperanza de someter y que nos arrastra a las profundidades del abismo… Pero, ¿es capaz también de arrojarnos a la muerte? Si nos abandonamos de verdad a esa fuerza, ¿puede estar la muerte, también, llena de placer? Yo quería…, quería observarlo en Motoko.

—Y por esa razón no la detuvo…

—Exacto.

Cuando la camarera se acercó con dos pequeños boles, dejaron de hablar hasta que se hubo retirado. La señora Naruse se llevó a la boca el pez globo, cortado en finas lonchas. Abrió ligeramente los labios y la pequeña tira de pescado desapareció entre ellos como un insecto engullido por los pétalos de una flor. El movimiento de sus mejillas transmitió a Suguro el pausado deleite que le producía el bocado.

—No me gusta beber sola —dijo, al tiempo que apuraba su copa—. ¿De verdad que no tomará algo conmigo? Es exactamente lo que pensaba cuando leía sus libros: es usted un cobarde, ¿verdad?

Tal vez estaba bebida; había renunciado a su amable tono de voz habitual y ahora hablaba con agresividad.

—Es cosa del médico.

—¿A quién le preocupa ahora el médico? ¿Qué importa eso?

Impotente, Suguro llenó su taza.

—Está bien, tomaré una copa si me cuenta el resto. ¿Motoko se puso en contacto con usted antes de morir?

—Sí. —La señora Naruse sonrió, como si estuviera esperando la pregunta—. Tres noches antes de llamarle a usted, hablé con ella por teléfono mucho rato. Me preguntó si cuando hubiera muerto y volviera a nacer podríamos encontrarnos en la próxima vida. Hablamos hasta muy tarde sobre la transmigración y la reencarnación. Yo le hablé de la operación de Shige y le pregunté si iba a morir para que Shige pudiera vivir en su lugar. Cuando estábamos a punto de colgar, me dijo que iba a morir la tarde siguiente.

—Entonces, usted incluso sabía el día en que iba a morir…

—Sí.

—Y no intentó detenerla —repitió Suguro—. Dejó que llevara a cabo sus planes.

—Así consiguió la felicidad. Las actividades insignificantes de cada día, la espera de clientes a quienes retratar en las esquinas de las calles… Nada de todo esto proporcionaba sentido alguno a su vida. Para ella, la existencia sólo merecía la pena cuando se abandonaba a sus pasiones. Si su única fuente de felicidad y de sentido era lanzarse al torbellino y morir en él, ¿cómo iba a detenerla? Aunque esa tarde llegué a estar muy cerca de su piso…

—¿De veras? ¿Por qué?

—No pude resistir la tentación. Motoko iba a morir muy pronto; sabiéndolo, quise estar cerca de ella y compartir la experiencia. Me senté en una pequeña cafetería cerca de su casa, con una taza de té negro frente a mí, y esperé allí durante…, no sé, tal vez dos horas. Tres obreros de una fábrica estuvieron haciendo unas partidas en una mesa próxima, pasó una furgoneta vendiendo verduras y las amas de casa del vecindario se apretujaron ante ella. El cielo invernal asomaba entre los edificios. ¿Se da cuenta de lo bien que lo recuerdo todo? Miré el reloj una y otra vez: las cuatro ya, las cuatro y media ya, las cinco ya… Me decía: lo está haciendo ahora, en este mismo momento. Y por primera vez en mucho tiempo vi una choza envuelta en llamas. Escuché los gritos de las mujeres y los niños. Olí de verdad el humo y las ruinas chamuscadas. Cuando volví en mí, en el exterior ya era de noche… Me levanté y salí de la cafetería. Al hacerlo, tuve la certeza de que Motoko había mantenido su promesa y había muerto en el clímax del éxtasis.

Terminó el relato y permaneció sentada en silencio. Suguro no dijo nada; se limitó a contemplar los palillos que tenía en su plato. Se daba cuenta de que no había palabras para describir lo que pasaba por la mente de la mujer… o, más bien, por aquella cámara insondable y horrible que yacía mucho más profunda en su alma. Era algo horrendo, era lo que de perverso hay en el corazón humano. Ni siquiera en su calidad de escritor creativo tenía idea de cómo definirlo o interpretarlo; su único recurso fue guardar silencio. Lo único que podía decir era que el relato que acababa de escuchar tenía connotaciones de maldad, de perversidad. No se trataba de un relato sobre el pecado, como los que había escrito a lo largo de los años, sino de una historia de pura maldad.

—El próximo plato son lechas —anunció la camarera.

—¿Le gustan las lechas, sensei?

—Yo… —Rendido, Suguro movió la cabeza en gesto de negativa. Estaba totalmente agotado—. No quiero.

Deseaba irse a casa con su esposa. Aunque a veces se sentía asfixiado en ella, quería volver a casa.

—¡Ah!, otra cosa. Ese retrato de usted… Motoko me lo dio. Como recuerdo.

—El retrato no es mío.

—¡Ah, es cierto! El impostor… —asintió sonriendo mientras pedía un postre a la camarera—. ¿Le interesaría conocer a su doble?

—¿Qué? —Su voz sonó inesperadamente alta debido a la sorpresa—. ¿Por qué lo dice?

—Motoko me lo presentó. No se lo había dicho a usted.

—¿Qué clase de hombre es?

—Debería preguntárselo usted mismo. Usted siempre se limita a echarse hacia atrás y escuchar lo que dicen los demás. Incluso cuando escribe, nunca va hasta el fondo de las cosas. Nunca hace daño a nadie…, sólo se escapa, huye.

La mujer sonreía, pero Suguro notaba en su atrevida mirada un aire de desafío como no había visto hasta entonces.

—¿Me ayudará a encontrar a ese hombre? —preguntó él con voz ronca.

—¿Tiene tiempo el próximo viernes?

—El próximo viernes… ¿Es el día trece?

—Sí, exacto… Es un día de mala suerte para los suyos, ¿verdad? Entre los cristianos, se supone que en esa fecha murió Jesucristo, ¿no?

—Eso es lo que dicen.

—¿Puede acudir a esta dirección ese día? Tal vez entonces pueda conocer a ese hombre. —Abrió el bolso, sacó un bolígrafo plateado y trazó un plano sobre un posavasos—. Le estaremos esperando.