Al aproximarse el aterrizaje, el avión efectuó un suave descenso hacia la superficie del mar, que relucía como una alfombra de agujas. La esposa de Suguro se volvió hacia su marido.
—¿Cuántos años han pasado desde que fuimos juntos de vacaciones por última vez?
—Eso mismo me pregunto yo. Supongo que la última vez fue cuando te llevé a Jerusalén mientras estaba escribiendo mi Vida de Cristo.
Mientras la azafata empezaba a recorrer el pasillo para comprobar que los cinturones de seguridad estuvieran abrochados, pudieron echar un vistazo a las islas y las barcas de pesca en el puerto. Pronto notaron un suave contacto, y la pista del aeropuerto apareció en las ventanillas a ambos costados del aparato.
Mientras se desabrochaba el cinturón, Suguro explicó orgulloso a su esposa:
—Primero iremos de Isahaya a Obama. Desde allí seguiremos a Kuchinotsu y Kazusa.
El taxi que cogieron en el aeropuerto avanzó un buen trecho bordeando la luminosa bahía de Omura. Suguro recordó una a una las montañas que se alzaban difusas a lo lejos y reconoció cada bloque de casas que dejaron atrás. La nostalgia le atenazaba y hubiera querido preguntarle a cada piedra cómo le había ido durante los muchos años transcurridos. Veinte años antes, había recorrido aquella ruta en un sentido y en otro más veces de las que podía contar, imaginando las escenas y esbozando los planes para la novela que finalmente había logrado terminar. En esa época aún no había cumplido los cincuenta, le inspiraba el fervor del novelista y le invadía el entusiasmo de lanzarse a toda velocidad por aquella calle sin mirar una sola vez a los lados. Ahora, mientras contemplaba la carretera que se abría ante ellos, encajonada entre las viejas casas de techos bajos y muros de piedra junto a las tupidas arboledas de alcanforeros, casi pudo verse como era entonces, un hombre poseído por una pasión informe.
—Hace veinte años —murmuró a su esposa—. Pero la calle y las casas no han cambiado lo más mínimo.
—La naturaleza es asombrosa. Nada cambia —corroboró su esposa.
—Tienes razón. Somos nosotros quienes hemos envejecido. Nos hemos desviado.
Mientras pronunciaba esta última palabra, se dio cuenta de que tenía otro sentido que no había previsto.
No le había contado a su mujer que había visto en la conferencia a un hombre que se parecía a él como dos gotas de agua. Tampoco había mencionado su repentina indisposición, ni su cena con la señora Naruse. Todos ellos eran incidentes que no era preciso relatarle, experiencias que no debía contarle. Desde su boda, Suguro siempre había mantenido en silencio cualquier episodio que pudiera perturbar el orden que habían establecido entre ellos. Tal vez esta reticencia era semejante a la de un padre que nunca consigue reunir el valor suficiente para explicar a su hija los hechos de la vida.
Había decidido llevarla con él a Nagasaki de vacaciones, no tanto porque hubiera prometido hacerlo como por el miedo que había invadido su corazón. Las experiencias que le habían acosado durante el invierno estaban incrementando progresivamente su estado de nerviosismo y ansiedad. Para escapar de ellas, había decidido que quería estar a solas con su esposa y pasar unos días con ella en algún tranquilo paraje rural.
Hacía un calor considerable para ser invierno y, al cruzar Isahaya, las laderas del Unzen aparecieron recortadas contra el cielo despejado como si fuera una masa de nubes.
—Ahí está el Unzen —indicó en tono jovial a su esposa, señalando el mapa que tenía abierto sobre las rodillas—. Hace trescientos años, los cristianos eran arrojados a las aguas hirvientes de la boca de ese volcán.
—¿Todavía se puede ver el lugar donde lo hacían?
—Lo llaman el valle del Infierno, pero actualmente está invadido por los turistas y los grupos escolares.
Notó una cálida satisfacción que irradiaba de su interior y se extendía por todo su cuerpo. Unos esposos que se acercaban al final de sus vidas gozaban ahora de tres días y dos noches de compañía ininterrumpida. Pero en este viaje existía un elemento que no había estado presente en su luna de miel: un profundo sentido de unidad y confianza que sólo podía ser compartido por aquellos que hubieran pasado juntos por grandes pruebas y dificultades. Suguro se alegró, con renovada satisfacción, de haber escogido a aquella mujer como compañera de su vida.
Tras rodear la base del Unzen, llegaron al pueblo balneario de Obama, con sus fuentes termales. A sus pies se extendían las aguas de la bahía mientras unas nubes blancas de vapor de agua formaban tenues volutas sobre las calles de la población.
—Los cristianos eran obligados a caminar desde aquí hasta la cima de la montaña. Así los conducían al valle del Infierno.
—En esa época, esto debía ser una aldea desolada.
Desde Obama siguieron la costa por una estrecha carretera. Veinte años antes, cuando Suguro había estado allí por primera vez, la carretera estaba aún sin asfaltar. Los coches que transitaban por ella levantaban grandes polvaredas, y el taxi que le conducía había tenido que esperar pacientemente en el arcén a que terminara de pasar el tráfico que venía en dirección contraria.
—Eso de ahí es la isla Dango y, detrás, esa otra que parece dormir acostada sobre las aguas es Amakusa.
—¿Esa es Amakusa?
—Sí. Este puerto es el lugar donde los misioneros cristianos venidos de Portugal y de España desembarcaron hace tres siglos, después de un viaje de dos años. La vista debe ser idéntica a la que encontraron a su llegada.
Mientras hablaba, Suguro revivió con calor las mismas emociones que habían bullido en su interior veinte años atrás. Experimentó un nuevo resurgir de las ideas e imágenes que lentamente habían ido cobrando forma mientras recorría aquellas tierras.
Se apearon del taxi y acudieron a contemplar una tumba cristiana que había sido descubierta entre los árboles plantados al borde del mar como protección del viento. La tumba parecía una losa gris abandonada, y las únicas marcas reconocibles que había grabadas en ella eran una cruz y algunas letras en latín.
—Aquí, en Kazusa, fue donde se empleó por primera vez una imprenta en Japón. Durante el período Tensho, un famoso grupo de jóvenes emisarios viajó a Roma y tuvo una audiencia con el papa. En el viaje de regreso hicieron una escala en Goa y adquirieron una imprenta que trajeron al Japón. Aquí fue donde se imprimieron los primeros libros religiosos y algunos de los clásicos de la literatura japonesa.
La esposa de Suguro le escuchó con atención, más por complacer a su entusiasmado esposo que por el contenido de sus comentarios.
—Se levantaron seminarios en Kazusa, en la vecina población de Kuchinotsu y en Arie. Los estudiantes aprendían latín y portugués, y también recibían lecciones de órgano, clavicordio y pintura. Ningún libro de historia del Japón menciona el hecho, pero precisamente aquí, donde ahora estamos, fue donde los japoneses supieron por primera vez de la existencia de Occidente.
Suguro recordó que no lejos de allí había una hermosa playa. Veinte años atrás, cuando se cansaba de caminar, se tendía en aquella playa ambarina y caía dormido contemplando el suave ir y venir de las olas. En esa época, Suguro estaba en lo mejor de su vida y su cuerpo aún conservaba energías.
Después de comer dentro del mismo taxi en un restaurante con servicio para automovilistas, dejaron al taxista en el pueblo y dieron juntos un paseo por la playa.
—Aquí es donde descansaba algunas veces y me dormía mirando al mar.
—El agua está limpísima. Se puede ver cómo se mecen las algas.
—¿Ves eso de ahí, que sobresale como un promontorio? Es el castillo de Hara, donde tuvo lugar la rebelión de Shimbara. Fueron masacrados treinta mil hombres y mujeres.
La palabra «masacrados» le dejó un sabor amargo en la boca. Aquella excursión con su esposa era un viaje para experimentar la vida, no para hundirse en las tinieblas. Eran unas vacaciones para escapar del mundo de la señora Naruse y de Itoi Motoko.
—Mira qué bonita es esa concha.
Tendido en la arena, vio acercarse a su esposa para enseñarle el caparazón de molusco que acababa de recoger al borde del agua. Sobre la blanca palma de su mano, la concha rosa parecía un simple adorno.
—¿Te lo estás pasando bien?
—Sí, desde luego… Hace mucho tiempo que no hacíamos una escapada como ésta. Ojalá hubieran podido venir con nosotros Tatsunosuke y Masako.
—Cuando contemplo este océano, me doy cuenta de lo afortunados que hemos sido viviendo tantos años. Primero fue la guerra, y luego los años de penalidades después de la derrota. Sin embargo, hemos logrado sobrevivir con esfuerzo hasta este punto de nuestras vidas…
—Yo siempre doy gracias por ello cuando voy a misa. Cuando muera, creo que podré agradecerle a Dios la vida que me ha concedido.
Pese a todos los pesares, Suguro no quería mostrar a su esposa ese otro mundo. El mundo del pelo salpicado de cera, de la lengua agitándose como una oruga en la boca entreabierta de Motoko mientras las manos de los hombres se cerraban en torno a su garganta… De las llamas abatiéndose sobre las cabañas, de los gritos de mujeres y niños, de la matanza de treinta mil hombres, mujeres y niños en el castillo de Hara, no muy lejos de donde se encontraban.
—Las cosas son tan buenas para ti… —murmuró, dejando escapar un suspiro—. Te envidio.
—¿Por qué?
—Porque tú…, al no ser escritora…, no tienes que asomarte a una serie de cosas de las que es mejor permanecer al margen.
La sensación de tener a su esposa muy cerca de él se transformó gradualmente en un sentimiento de seguridad idéntico al que sentía siendo niño cuando dormía junto a su madre. Entonces, ¿por qué le acosaban los deseos de intentar abandonar aquel remanso de paz? El deseo de ver la humanidad. El ansia por conocer todo lo posible sobre el animal humano. Por ver el fondo mismo del pozo. Llevaba más de treinta años escribiendo, y ahora tales deseos se habían convertido en algo parecido a un instinto.
Las olas batían la arena, suaves y cadenciosas, y luego se retiraban. Mientras escuchaba su constante rumor, su mente evocó una serie de imágenes, como fotografías sucesivas. Aquel día de otoño después de su compromiso, cuando habían paseado por las planicies de Yamato. La época en que habían comprado su primera casa en Komaba. La presencia de su esposa para cuidarle durante su larga convalecencia en el hospital, cada día, sin faltar uno solo. La sonrisa que había encontrado en su rostro todavía embotado, al despertar de la anestesia. Ahora, sentada allí junto a su silencioso esposo, tampoco decía nada. Tal vez por su cabeza pasaban idénticos recuerdos mientras escuchaba el suave murmullo de las olas.
—Mañana es domingo. Vayamos juntos a la iglesia —propuso ella de improviso—. Siempre he querido asistir a misa aquí, donde transcurren tus novelas.
—¿Por qué?
—Bueno —sonrió ella—, es el único modo de que pueda ser parte de tus novelas. Nunca hay en tu obra un lugar en el que pudiera figurar yo.
Tenía razón. Desde el principio de su matrimonio, él le había pedido que estableciera una separación clara entre su vocación y la vida de familia. Ella nunca debería decir una palabra sobre su obra. Y nunca debería entrometerse en el contenido de sus novelas. Era a la vez una petición y una expresión del cuidado y previsión característicos de Suguro.
—Hace mucho tiempo que no voy a misa. —Suguro pronunció la frase apresuradamente y apartó la mirada de su esposa. Luego, pensó para sí: «No es que no haya ido, es que no he podido»—. Conozco una capilla muy tranquila en las afueras de Nagasaki. ¿Por qué no vamos hasta allí mañana? Llamaré desde el hotel para saber el horario de misas.
Se sacudió enérgicamente la arena de los pantalones para indicar el término de la conversación.
Durante la misa, Suguro y su esposa escucharon en varias ocasiones el canto de un gallo estúpido en el exterior de la capilla bañada por el sol. Al igual que los campesinos de la aldea, el gallo estaba al cuidado del sacerdote extranjero de la parroquia. Al otro lado de la ventana, un enorme alcanforero extendía sus ramas nudosas entre las que se filtraban los rayos del sol. Unos niños pequeños correteaban por los pasillos detrás de la pareja, con sus madres tostadas por el sol apresurándose tras ellos. Un bebé rompió a llorar y la madre intentó calmarlo. La mayor parte de los fíeles congregados para la misa eran gente de los pueblos que se ganaban la vida entre el cultivo de la tierra y la pesca.
La noche anterior, en su hotel de Nagasaki, Suguro había recordado su visita a aquel pueblecito marinero unos años antes, y le había hablado de ello a su mujer.
—La iglesia de ladrillo es maravillosa. Hace años, el pueblo estaba habitado por cristianos kakure[1] y todavía hoy más de la mitad de la población sigue siendo cristiana. El hombre que evangelizó esta zona fue el famoso padre De Rotz. Toda la comunidad trabajó y ahorró dinero; cocieron sus propios ladrillos y erigieron piedra a piedra la iglesia para rezar en ella.
La mujer estaba cautivada por el relato.
—Entonces, ¿te gustaría ir? Está a tres cuartos de hora en coche.
Cogieron un taxi desde el hotel a las ocho de la mañana siguiente. A lo largo del recorrido cruzaron dos pequeños túneles, y cuando avistaron la ensenada próxima al pueblo, se alegraron de haber acudido. El mar, con el sol reflejándose en él, les recibió con su movimiento cálido y amistoso. Apenas hubieron llegado, un estudiante de instituto hizo sonar la campana de la capilla de ladrillo, en lo alto de la colina. Muchas familias subían en fila india por la ladera hacia la iglesia, como un desfile de hormigas.
Se apearon del taxi y se unieron a la procesión. Al entrar en el recinto de la capilla, un misionero extranjero de pelo blanco, a quien Suguro recordaba de su viaje para recoger datos, tan lejano ya en el tiempo, daba la bienvenida a los feligreses. Al recibirles, bromeaba con los niños que se arremolinaban en torno suyo y dirigía palabras cordiales a las madres. Cuando vio a Suguro, pareció recordarle y dijo, en tono burlón:
—Los asientos reservados están en el centro.
El sacerdote había oficiado en aquella iglesia durante cuarenta años y sus ojos radiantes no parecían apreciar el lado oscuro de la humanidad que Suguro percibía, sino sólo el cálido mar, el alcanforero con sus ramas abiertas y los traviesos chiquillos que se agarraban a sus piernas.
Al empezar la misa, el sacerdote extranjero no pronunció el sermón, sino que leyó un pasaje de los Evangelios con los fieles en pie. Aquella parecía ser la costumbre de cada domingo en la capilla, y los asistentes, con sus afilados pómulos tostados por el sol, repetían a coro las palabras de su párroco.
—«Venid a mí los que trabajáis y pasáis penalidades, y yo os daré descanso».
En el exterior de la capilla, el apagado canto del gallo rompió el silencio una vez más.
—«Porque yo soy manso y limpio de corazón… Tomad mi yugo y aprended de mí, y encontraréis reposo en vuestras almas».
Suguro y su esposa se unieron a los demás para repetir:
—«… encontraréis reposo en vuestras almas».
Estas palabras fueron seguidas inmediatamente, en la cabeza de Suguro, por un pasaje de la Divina Comedia: A medio camino en el viaje de la vida… me encontré sumido en las sombras del bosque… pues había perdido el buen camino…
—«Bienaventurados los mansos».
El ritmo de la voz del anciano sacerdote era tan torpe como el canto del gallo. He perdido mi camino… y he terminado vagando por un bosque sombrío.
—«Bienaventurados los mansos».
Las voces de los fieles se mezclaban con los llantos infantiles y el sorber de mocos.
—«Bienaventurados los que lloran, porque hallarán consuelo».
—«Bienaventurados los que lloran, porque hallarán consuelo».
Cuando terminó la misa, Suguro y su esposa, rodeados de niños, se abrieron paso hasta el exterior y subieron de nuevo al taxi. El anciano sacerdote dio unos golpes en la ventanilla y dijo:
—Por favor, vengan a visitarnos otra vez.
El automóvil avanzó junto al mar sereno, radiante, y la esposa de Suguro suspiró:
—¡Qué vida tan maravillosa la de esa gente!
—Hum…
Me encontré sumido en las sombras del bosque… porque había perdido el buen camino… Suguro volvió la vista atrás. La capilla y el gran alcanforero del jardín parecían hacerse más y más pequeños. ¿Qué edad debe tener ya el sacerdote? Yo tengo sesenta y cinco, de modo que él debe tener cinco o seis más. ¿Cuánto tiempo de vida le queda? Cuando muera, será enterrado al pie de ese alcanforero y desde allí mirará el mar, contemplará el deambular de los erizos y escuchará el canto de los gallos. En aquel lugar no podía encontrarse el menor rastro del mundo de la señora Naruse y de Motoko.
El viaje sólo había durado tres días, pero a Suguro le parecía que había estado ausente del estudio mucho tiempo. Cuando llegaron al aeropuerto de Haneda y vieron el cielo invernal gris plomizo y el humo que se alzaba de las chimeneas de las fábricas, se sintió como si le hubieran conducido de nuevo al dominio inmundo de la humanidad.
Una abundante correspondencia le aguardaba sobre el escritorio. Se mudó de ropa y fue abriendo los sobres con unas tijeras. Su esposa le miraba en silencio con una sonrisa de gratitud por el viaje.
—Te lo agradezco mucho.
—¿Lo has pasado bien?
—Desde luego. Voy a darme prisa y escribir a Tatsunosuke para contárselo todo.
—Tenemos que hacer salidas como ésta una vez al año, por lo menos —sugirió él consideradamente.
Una sonrisa como un estallido de sol iluminó el rostro de su esposa. Suguro separó la correspondencia y dejó a un lado los ejemplares de cortesía de revistas y libros; después abrió uno de los periódicos atrasados. Japón había permanecido en calma durante los tres días anteriores; no aparecía un solo incidente importante en la primera página ni en la sección de sociedad. Echó un vistazo a la crítica mensual de artes y a la columna de crítica de libros. Luego, pensando en escribir algunas notas de agradecimiento por varios libros que le habían enviado, preguntó a su esposa:
—¿Te importaría traer las postales de las tallas en madera de boj que compramos en Kyushu? Tengo que escribir unas notas de agradecimiento.
La mujer estaba pelando un caqui delante del televisor; por encima de sus hombros, la pantalla parpadeaba, como anémica. El rostro cuadrado del maduro presentador de las noticias de mediodía ocupaba la imagen.
—«El cuerpo de una joven suicida ha sido encontrado hoy en Shinjuku… Cuando el administrador del piso, el señor Shimizu Mitsuo, abrió la puerta del mismo…».
—¿Esas postales las compramos en el hotel?
—No. Fue en esa calle…, calle Boza, o algo así. En una tienda de recuerdos.
—«La joven víctima es una pintora llamada Itoi Motoko… Tenía una soga en torno al cuello y la policía ha determinado que utilizó la pata de una mesa para llevar a cabo el suicidio. En su carpeta de apuntes se ha encontrado lo que parece ser una nota de la suicida. Según la policía…».
—¿Te apetece un caqui?
Suguro se puso en pie y dio unos pasos hacia la puerta del apartamento. Las descripciones de la carta de la señora Naruse no eran mentiras ni exageraciones.
—¿Qué sucede?
Al escuchar la voz alarmada de su esposa detrás de él, Suguro recobró el dominio de sí mismo. Respondió a la mirada de asombro de la mujer con otra mirada calculada para producir la seguridad de que no sucedía nada extraño. El resplandor del mar entre las ramas del alcanforero: éste era todo el mundo que deseaba que su esposa conociera.
—Voy a comprar unos sobres —mintió—. He decidido que una postal es demasiado informal.
Suguro salió del edificio, entró en una cabina telefónica y empezó a marcar un número. No sabía si la encontraría en el hospital, pero era preciso que intentara contactar con ella. La llamada pasó a la unidad de pediatría, pero allí le dijeron que la señora Naruse no había acudido aquel día.
—Pero la encontrará mañana por la mañana. Uno de los niños que están a su cuidado va a ser intervenido. —La enfermera, con una voz juvenil que parecía de una estudiante de instituto, le ofreció aquellas informaciones cortés y voluntariamente.
Suguro bajó del ascensor aproximadamente a las once de la mañana siguiente, saliendo a la planta donde iba a efectuarse la intervención. En unas sillas, junto a la pared, dos mujeres permanecían sentadas y encogidas como monjas. Una era la madre del niño que estaban operando; la otra era la señora Naruse, con un aire tan abatido que el escritor casi no la reconoció. Se acercó hasta él cuando le vio.
—¿Qué diablos está haciendo aquí?
—¿Ha empezado ya la intervención?
—Hace casi tres horas. El cirujano jefe es un médico de la unidad cardiaca de Keio, y estoy segura de que lo hará bien, pero todo está tan silencioso que me pone nerviosa.
—¿Es una operación difícil?
—Sí. Tiene un tumor en un vaso cerca del corazón. Las operaciones en esa zona son muy delicadas y peligrosas. Y cuando pienso en el dolor que debe causarle…
Cerró los ojos. Cuando sus párpados bajaron, Suguro observó en el rostro de la mujer unas visibles sombras que hasta entonces no había advertido. Entonces recordó, como si fuera la primera vez, lo mayor que era la señora Naruse en realidad.
—Yo he sufrido operaciones importantes, y durante ellas no tuve la menor idea de lo que sucedía. Estuve dormido seis horas, pero apenas me parecieron cinco minutos.
—Sí, la cabeza me dice que no puede notar ningún dolor mientras está bajo la anestesia…, pero cuando pienso en el bisturí cortando su cuerpecito, y en cómo le abren el pecho y brota la sangre…
La mujer volvió a cerrar los ojos apesadumbrada. Sus labios siguieron moviéndose levemente, como los de una monja en misa.
—¿Está rezando? —preguntó Suguro, incrédulo.
—Sí, no puedo evitar rezar. Soy idiota, ¿verdad? Ni siquiera es hijo mío. —Luego, como si se le acabara de ocurrir, añadió—: Pero, ¿cómo ha sabido que hoy estaría aquí?
—Ayer llamé al departamento de enfermeras.
—¡Oh…!
Suguro empezó a hablar de la muerte de Motoko, pero se tragó a tiempo sus palabras. La mujer que tenía ante él no era la misma persona con la que había charlado en el restaurante chino. Mientras trabajaba como voluntaria, era una mujer distinta que derramaba su afecto maternal sobre un frágil chiquillo.
Se sentó junto a las dos mujeres, pero la madre del niño no dijo una palabra. Su atención no estaba fija en Suguro sino en la puerta del quirófano. Únicamente la luz roja sobre aquella puerta tenía vida para ella; el pasillo estaba envuelto en el silencio.
Las dos mujeres permanecieron con los ojos cerrados. Los labios de la señora Naruse continuaron moviéndose, pero Suguro no oyó las palabras de su oración. Aquella mujer había utilizado escenas de niños encerrados en cabañas con sus madres y quemados hasta la muerte como estímulo erótico en su matrimonio. Entonces, ¿a quién le estaba rezando? Suguro notó que la visión empezaba a hacérsele borrosa mientras contemplaba su rostro.
—Tengo que irme.
Se levantó de la silla sin hacer ruido.
La señora Naruse abrió los ojos y asintió con un leve gesto de cabeza.
Había oscurecido antes del crepúsculo, tal vez debido a la contaminación y la niebla. Las tardes como aquélla eran tristes y solitarias incluso en las callejuelas del Kabuki-cho; el único sonido era la lastimera llamada del vendedor de boniatos asados. Las luces de neón parecían borrosas y la manta que cubría las rodillas de la muchacha estaba húmeda. Ishiguro Hiña echó un vistazo al pequeño calentador metálico que se había colocado entre las piernas y lo graduó. En aquel momento, alguien se detuvo delante de ella.
—¿Quiere que le haga un dibujo al carboncillo o una acuarela? —preguntó con voz cansada, contemplando el borde de la gabardina del nuevo cliente y las punteras de sus gastados zapatos.
—¿Es aquí donde le hicisteis el retrato a Suguro?
La muchacha alzó la vista. El periodista que había conocido la noche en que la expulsaron de la recepción estaba mirándola con gesto desdeñoso y las manos hundidas en los bolsillos.
—¿Y eso qué importa?
—No me vengas con tus respuestas. No he venido a buscar información, así que no te preocupes.
—Si no quieres que te retrate, ¿te importaría ponerte en otro sitio? Estoy aquí para trabajar.
—Está bien. En ese caso, hazme un retrato a carboncillo.
Hiña, sin una palabra, deslizó el carboncillo sobre la lámina de dibujo. Kobari la miró fijamente.
—Escúchame un minuto. Ahora te creo, sé que conociste a Suguro en Shinjuku. De veras que te creo.
—Estate callado. No puedo dibujarte bien si te mueves.
—He estado investigándole desde que hablé contigo. Y he averiguado muchas cosas.
—Eso no tiene nada que ver conmigo.
—Entonces, dime sólo dos cosas. ¿Qué relación había entre Motoko y Suguro? Además hay una mujer mayor que tenía una relación muy estrecha con Motoko. ¿Es amiga de Suguro esa mujer?
Los dedos que sostenían el lápiz dejaron de moverse. Kobari continuó con sus preguntas, pero Hiña mantuvo un obstinado silencio.
Frustrado, Kobari echó un vistazo al retrato a medio terminar y frunció el entrecejo.
—¡Es horroroso!
—¿Por qué?
—Ese rostro tiene una expresión de malicia. Yo no soy así de repulsivo.
Hiña contempló la expresión hosca de Kobari y soltó una risita.
—Si sólo quieres un retrato superficial, haz el favor de ir a otro pintor callejero. Para nosotras, un retrato significa dibujar a la persona como realmente es.
—¿Y realmente soy así?
—Las personas nunca conocen su verdadero aspecto. Todo el mundo cree que esa máscara social falsa y afectada que luce es su auténtico rostro.
Se quitó la manta de las piernas y se incorporó. El calentador que tenía entre ellas cayó al suelo.
—Pero esto es demasiado horrible —replicó Kobari—. Ahora que lo mencionas, había un retrato de Suguro en vuestra exposición, ¿verdad? Creo recordar que era su viva imagen. Había algo odioso y sombrío en su rostro. El retrato lo captaba perfectamente.
—¿Estuviste en la exposición? —La expresión de Hiña se dulcificó por primera vez.
—Claro que estuve —asintió Kobari—. Tú no estabas, pero… Cuando llegué, vi a Suguro hablando con esa mujer mayor en una cafetería, justo enfrente de la galería de arte. Ésa es la mujer a quien me refería, la que es muy amiga de Motoko. Claro que Motoko ha muerto…
—¿Cómo lo has sabido?
—¿Que Motoko ha muerto? Viene en todos los periódicos.
—Motoko murió tal como deseaba, estoy segura de que debe ser feliz. Pero, ¿cómo has sabido lo de la señora N?
Kobari pensó que sería mejor ser sincero con la mujer. Cuando terminó su explicación, Hiña seguía poco convencida.
—¿Por qué te desagrada tanto el señor Suguro?
—¿Por qué? En realidad no lo sé —respondió Kobari medio en broma—. Me parece el compendio de todos los pseudoliteratos en Japón. Los hombres de cultura actuales tienen algo que infunde desconfianza. Cuando escucho sus declaraciones grandilocuentes y pomposas, no puedo evitar la sensación de que todos ellos son unos farsantes.
—Todo el mundo es igual. Tu también —se burló Hiña—. Has descubierto una imagen de ti mismo en el señor Suguro y le odias por ello.
—Eres perversa —replicó Kobari despectivamente—. Tal vez tengas razón, pero yo no soy como él. Soy el pobre que tienes delante, mientras que él vive cómodamente presumiendo de sus miles de lectores, respetado como gran escritor y diciendo cosas aparentemente sinceras con esa expresión cándida en el rostro…
—Estás celoso de él.
—Claro que lo estoy. Pero lo que le hace diferente de los demás escritores es su condición de cristiano. Incluso conozco a alguien que se ha hecho cristiano gracias a las obras de Suguro. Es así de hábil.
—¿Y entonces?
—Pues lleva una vida completamente diferente a todo lo que escribe y predica. Y creo que es el deber de todo periodista poner el asunto en conocimiento del público.
—¿Y tú eres un auténtico campeón de la virtud, no? Así que hoy día, para un periodista, la verdad y la justicia consisten en cerrar los ojos a los defectos propios y ponerse a juzgar a los demás, ¿no es eso?
Kobari no hizo caso de sus sarcásticas palabras.
—Lo cierto es que en la exposición había un gran cuadro titulado «El reino de lo repulsivo», ¿no se llamaba así? Aparecía en él un montón de hombres y mujeres desnudos, además de serpientes, sapos y mantis religiosas… Todavía tengo ese cuadro en la cabeza.
—¿De veras? Lo he pintado yo. —Hiña parecía complacida, y su rostro sonriente adoptó un inesperado aire de inocencia infantil—. ¿Comprendes qué entiendo por una estética de la fealdad? Eso es lo que nuestro grupo quiere promover: una glorificación estética de lo feo. Los pintores ortodoxos dividen el mundo en temas hermosos y temas feos. Hacen una distinción entre los objetos que son material adecuado para sus obras y los objetos feos que no lo son. En cambio, nosotras creemos que existe belleza en todo lo feo y que el propósito del arte es poner de manifiesto este tipo de belleza, ¿me entiendes?
—Pero todo eso no son más que las teorías que Suguro os expuso en Shinjuku, ¿verdad? En cualquier caso, tienes razón en algo: en ese retrato de Suguro no había un ápice de belleza. Captaba realmente la esencia de su doble personalidad.
—¿Ese cuadro? No lo pinté yo. Fue Motoko.
En las palabras de Hiña había un cierto recelo que Kobari decidió pasar por alto.
—Es la cara típica de un esquizofrénico. Tengo entendido que la forma y la disposición de los ojos en los esquizofrénicos presentan sutiles diferencias respecto a la gente normal. Ese hombre tiene una personalidad distinta dentro de sí y tal vez no lo sepa ni siquiera él mismo. Hace tiempo hicieron un programa en televisión sobre esto. ¿Lo viste?
—No. —Molesta porque Kobari no había mostrado el menor interés por sus tesis sobre la estética de la fealdad, Hiña dio los últimos toques al retrato del periodista—. Nadie podría afirmar que no hay algo de horrible en tu rostro.
—Ese programa de televisión trataba de una mujer de clase alta que acudió a la consulta de un psiquiatra quejándose de dolores de cabeza y otros problemas físicos. El médico la interrogó a lo largo de varias visitas y de pronto, un día, sin el menor aviso previo, la paciente se convirtió en una mujer absolutamente distinta ante los ojos del médico. Su cuerpo y su rostro no cambiaron, por supuesto, pero una mujer que se había mostrado serena y refinada hasta entonces, adoptó de pronto una expresión perversa, ruda y soez, al tiempo que soltaba una risotada chillona. Se había transformado en una persona totalmente distinta. El doctor se quedó asombrado, pero poco después la mujer volvió a su comportamiento normal como si despertara de un sueño, y sin el menor recuerdo de haberse transformado en aquella otra mujer.
El relato había captado el interés de Hiña, que lo escuchaba con gran atención.
—Y entonces, ¿qué?
—Dentro de ella vivía otra mujer. Otra mujer con una personalidad completamente distinta. En eso consiste la esquizofrenia.
—Ya sé. Yo… entiendo muy bien cómo se sentía.
—¿Por qué no vamos a tomar una copa?
—¿Dónde?
—A un bar de Golden Avenue.
—Quieres sacarme más información, ¿no es eso? Pues no voy a decirte nada más. Tengo que irme.
—¿Por qué?
—Porque no me gusta la mentalidad periodística. ¿Qué te parece eso?
—¡Bah! —Kobari se daba cuenta de que poca información más podría ofrecerle la mujer.
—Serán dos mil yenes.
Kobari gruñó al escuchar el precio al tiempo que le tendía dos billetes. Enrolló la lámina, la guardó y se alejó.
En la barra del bar de Golden Avenue, delante de un vaso de sake barato con una rodaja de limón flotando en su superficie, Kobari reflexionó sobre lo que Hiña acababa de decirle. Ahora ya tenía suficiente para escribir un reportaje. Pensó en el periodista cuyos artículos habían derribado al primer ministro japonés. La bomba que se disponía a hacer estallar no tenía la misma capacidad explosiva, pero sería suficiente para sobresaltar a los literatos y a sus lectores. Y sería una ocasión magnífica para hacer famoso en el mundo del periodismo el apellido Kobari. Entonces le empezarían a llover ofertas. Y conseguiría el dinero suficiente para romper con su actual amante. Una fantasía le llevó a la siguiente y, ebrio, se sintió feliz como nunca.
*
Todavía eufórico, Kobari llamó un taxi.
—A Nakano —indicó al conductor; pero pronto cambió de idea—. No, lléveme a Yoyogi.
No había ninguna razón para pensar que Suguro pudiera estar en el hotel, pero si acudía allí a preguntar tal vez podría conseguir información sobre la orgía sonsacando a alguno de los empleados.
—Esta niebla no es normal, ¿verdad? —dijo el conductor con tono sombrío, al tiempo que reducía la marcha—. Tendré que ir por las calles principales, señor. Si me meto por una calle estrecha, no veremos nada ante nuestras propias narices y eso no es prudente.
—De acuerdo.
Se apeó delante del hotel y se abrió paso entre las volutas de niebla como si tuviera que apartarlas para avanzar. Animado por su natural decisión, cruzó rápidamente la entrada, cuyas luces quedaban difuminadas por la niebla. En el mostrador de recepción, un joven con gafas y vestido con un uniforme negro de etiqueta tecleaba nerviosamente en una máquina de escribir.
—No quiero habitación. Creo que tienen aquí un huésped llamado señor Suguro.
En respuesta a su mentira, el empleado fingió repasar el registro de huéspedes.
—Me temo que no tenemos registrado a nadie con ese nombre.
—Es extraño. He oído que esta noche iba a celebrarse una fiesta aquí.
—¿Qué fiesta, señor? —El joven respondió con expresión sombría; evidentemente, había sido preparado para eventualidades como aquélla.
—La del señor Suguro. Por eso yo…
—No tengo noticia de ninguna fiesta para ese señor Suguro —insistió el joven, mirando inquisitivamente a Kobari—. Perdóneme, señor, pero este local es sólo para socios.
—Entonces, no hay ninguna fiesta, ¿no es eso?
—No sé que haya ninguna esta noche.
—¿Pero a veces celebran fiestas sólo para socios?
—En realidad, lo ignoro, señor.
Kobari apretó los labios en una sonrisa de desdén y se alejó del mostrador. Después, con gesto lento y pausado, echó un vistazo al pequeño vestíbulo y al bar situado al fondo, antes de salir de nuevo a la calle. Cuando estuvo en la acera, vio detenerse un taxi ante el hotel. Entre la niebla, el tipo que descendía del vehículo parecía una sombra chinesca a cámara lenta. La sombra echó a andar en dirección a Kobari y pasó delante de él.
Fue como si el periodista hubiera recibido un mazazo en la cabeza.
Era Suguro. Pero no el Suguro que había visto en la entrega de premios, ni el que había vomitado sus mensajes cargados de moralina en el auditorio de conferencias y en televisión. Era el Suguro cuyo rostro había reflejado Motoko en su retrato. Al pasar junto a Kobari sin reparar en su presencia, su silueta rezumaba arrogancia, astucia y libertinaje. Continuó hacia el hotel, pero de pronto pareció cambiar de idea y siguió avanzando por la amplia calle hacia Shinjuku.
Me ha visto. Está prevenido.
Se sintió más optimista. Por fin había captado la verdadera naturaleza de aquel hombre. Notaba la emoción del cazador que observa a su presa caída en la trampa. Kobari se congratuló de la densa niebla. Suguro no podría saber que le estaba siguiendo.
Pero sus cálculos no eran acertados; aunque Suguro no le hubiera reconocido, Kobari se daba cuenta también de que corría el riesgo de perder de vista a su presa. Apresuró el paso, aun a sabiendas de que podía despertar sospechas si se acercaba demasiado. La silueta envuelta en la niebla que le precedía recorrió un trecho de la calle principal, y de pronto se desvió por una bocacalle a la derecha. Cuando Kobari dobló la esquina, Suguro había desaparecido, como si se hubiera esfumado. Kobari olvidó sus temores a ser descubierto y corrió apresuradamente hasta lo alto de la cuesta, mirando a derecha e izquierda. ¿Dónde estaba? ¿Dónde se había ocultado? No se oía el menor ruido, el menor movimiento. En la parte alta de la cuesta, la niebla había envuelto las casas a ambos lados de la calle. La humedad que impregnaba los postes del telégrafo y sus propias ropas resultaba espectral. Le asaltó la inquietante sensación de que los ojos le engañaban sugiriendo que Suguro había desaparecido, simplemente. Continuó su avance entre el velo de niebla hasta el pie de la cuesta, inspeccionando cada portal a lo largo de la masa lechosa que se abría y cerraba a su alrededor. Prestó especial atención detrás de los postes de telégrafo mientras regresaba apresuradamente a la calle principal.
En ese preciso instante, escuchó a sus espaldas una voz en la niebla. Parecía reírse, burlarse de su confusión. Cuando Kobari se volvió, vio la sombra de un hombre en mitad de la cuesta, mirándole. El individuo se echó a reír de nuevo en tono insolente. El sonido resultaba opresivo. Entonces la risa se convirtió en un prolongado sollozo y el hombre echó a andar de nuevo cuesta arriba, cojeando de una pierna, hasta ser engullido por la niebla.
El teléfono estaba sonando. Y continuó haciéndolo incansable, incesantemente.
Suguro abrió la puerta del estudio y entró. Cuando escuchó el teléfono, su cuerpo se puso en tensión. Era una noche de niebla densa y contaminación, y cuando Suguro regresó de un recado, llevaba el abrigo cubierto de rocío aunque no hizo el menor gesto para sacudirlo.
Sólo oír el aparato supo de quién era la llamada. Aunque cogiera el auricular, sabía que su comunicante mantendría silencio sin pronunciar jamás una sola palabra.
El teléfono seguía sonando. Y continuó haciéndolo incansable, incesantemente.
Por alguna razón, le vino a la mente un parlamento de El rey Lear que recientemente había releído.
No os burléis de mí, os lo ruego:
soy un viejo estúpido e ignorante,
ochenta años y más, ni una hora más o menos;
y para ser sincero,
creo que no estoy del todo en mis cabales.
«No te burles de mí, te lo ruego», pidió al autor de la llamada. Cesó el sonido del aparato.
Con los hombros subiendo y bajando acompasadamente al respirar, Suguro se despojó de su chaqueta mojada pero notó los brazos y las piernas muy cansados. Ya le había dicho a su esposa que se quedaría a dormir en el estudio; así pues, aliviado de haberse ahorrado el largo trayecto hasta su casa del barrio residencial, se dejó caer en el sofá y cerró los ojos tratando de sondear en las causas profundas de su fatiga. Era muy consciente de que había envejecido rápidamente desde la noche de la entrega de premios a principios de invierno. Notaba que la senectud y la muerte se aproximaban lentamente y tenía una clara percepción de lo que ambas cosas significaban.
Se sentía tan cansado que se llevó la mano a la frente. La tenía caliente. Tal vez no era conveniente que un organismo que había sido operado de pulmón saliera a pasear bajo la niebla. Llegar hasta la cama le pareció un enorme esfuerzo, por lo que se acostó en el sofá, cerró los ojos y cayó dormido.
Tuvo un sueño.
Iba caminando solo entre la niebla. No tenía una idea clara de por qué había salido bajo la niebla en una noche como aquélla. Le recordaba sus paseos entre la bruma durante el invierno cuando estudiaba en Lyon. Muchas veces, en esa época, estimulado todavía después de ver alguna película u obra de teatro, había llegado a abrir literalmente un camino entre la niebla para volver a su piso. Entonces era joven y lleno de esperanzas, convencido de que estaba abriéndose camino en la vida por sí mismo. En cambio ahora, mientras avanzaba a tientas entre una bruma inusitadamente densa para Tokio, ni siquiera sabía en qué dirección caminaba. Creció su nerviosismo, pues no sabía hacia dónde dirigirse si decidía volver a su casa. Poco a poco, el nerviosismo fue impidiéndole respirar.
En medio de su trepidación escuchó unos pasos que se acercaban por detrás. Le estaban siguiendo. Las pisadas debían ser del doctor que se mecía en la silla chirriante y que venía a informarle de los resultados de las pruebas, o de aquel periodista independiente. El primero provocaba cada mes la inquietud de Suguro sobre su salud física; el segundo trastornaba su mente. En cualquier caso, los pasos, llenos de rencor, seguían su rastro con tenacidad.
Al acelerar la marcha, las pisadas se hicieron más rápidas. Suguro recordó un desvío un poco más adelante, y confiado en la espesa niebla dobló rápidamente por la bocacalle y echó a correr cuesta arriba. Se ocultó en el portal de una casa. Escuchó unas pisadas arrastrándose al pie de la cuesta hasta detenerse finalmente ante el portal donde se había refugiado. Notó unos ojos que escrutaban la niebla. ¿Habría escuchado su respiración el perseguidor, o tal vez trataba de atraerle a una trampa?
«Tienes cáncer de hígado. Por mucho que quieras correr, en tu estado jamás podrás escapar. ¡Voy a hacer público cómo eres realmente!», gritó la voz. Pero finalmente el hombre pareció darse por vencido y se alejó cuesta abajo.
Suguro sintió un escalofrío y se dio cuenta de que le corría el sudor por la espalda. «No os burléis de mí, os lo ruego»: dirigió las palabras, como una oración, hacia lo alto de la cuesta. «Sesenta y pico, ni una hora más ni menos». No quiero morir en una oscuridad más intensa que ésta. Quiero dar alguna respuesta a mi vida.
En ese preciso instante advirtió una débil luz que empezaba a parpadear entre la bruma. No emanaba de las difusas lámparas de las casas, sino que su origen parecía estar en algún lugar en lo alto de la cuesta, emitiendo su resplandor como en respuesta a su oración. Brillaba entre la niebla estancada y se concentraba sobre él como un foco. Tuvo la clara impresión de que alguna fuerza volitiva intentaba apoderarse de él, pero no pudo apreciar en dicha fuerza malicia o animosidad alguna; de hecho, en el momento en que su cuerpo quedó envuelto en aquella luz suave pero intensa, percibió con todos sus sentidos una paz indescriptible. La sensación superaba con mucho el reposo que había logrado sentándose a solas en la mesa de su estudio. Ya nada le refrenaba. Las pesadas cargas que abrumaban su mente habían desaparecido. Se sentía liberado en un campo abierto donde podía respirar el aire fresco. ¡Ah!, esto es la muerte. Suguro estaba sumergido en un inmenso mar de alegría y se preguntaba si aquél era el auténtico rostro de la muerte. Le asombraba descubrir que la muerte tenía un aspecto absolutamente distinto a la forma horrible que siempre había temido. No había un asomo de amenaza o de condena en la luz que le envolvía con sus brazos. Era una encarnación de la ternura. «Venid a mí…, porque yo soy manso y humilde de corazón». Parecía la voz del viejo sacerdote, aunque era algo distinta.
Despertó. Era noche cerrada. Tras los párpados, la luz que había aparecido en su sueño seguía presente como una vívida imagen. Nunca había tenido un sueño igual. Mientras se incorporaba hasta quedar sentado en el sofá, se preguntó qué significaría. Hacía frío, pues no se había ocupado de conectar la estufa. Se trasladó al dormitorio y se acostó vestido, sin preocuparse siquiera de ponerse el pijama que su esposa le había preparado.
Hacerse viejo significa ver acercarse la muerte: ésa debía ser la razón de que experimentara aquel sueño. Ser perseguido por alguien entre la niebla debía de ser una manifestación de su temor a verse perseguido por la muerte. Pero, ¿y la luz? ¿Era acaso su deseo de como querría que fueran las cosas?
Se había acurrucado por completo bajo la manta pero todavía notaba un escalofrío que le helaba los huesos desde la base del espinazo. Lo único cierto era que algo había cambiado dentro de él desde aquella entrega de premios. En alguna parte, una mano intentaba hacerle aflojar el férreo control que mantenía sobre el mundo que había construido para sí. Esa mano parecía lanzarse a un mundo de pesadilla que hasta entonces nunca había imaginado. Intentaba conducirle a un mundo de mujeres de lenguas agitándose y de cabellos salpicados de cera.
¿Qué era aquella mano, aquel mundo que intentaba mostrarle? En sus novelas siempre había afirmado que ni uno solo de los hechos que suceden en la vida humana carecía de significado. Si tal opinión no estaba equivocada, ¿cuál era el sentido de aquella experiencia, y adónde le conducía? Se sentía como si estuviera vagando en la bruma, sin saber qué dirección tomar ni cómo hallar el camino de regreso.
Todavía aterido, cerró los ojos con fuerza y se esforzó en dormir. Quería experimentar de nuevo la dicha de la luz que había visto, sentirse envuelto en ella. En un estado de semiinconsciencia, advirtió que durante muchos años había confiado en sus conocimientos y capacidades mentales como novelista, pero que ahora, de pronto, se enfrentaba a algo que no podía asimilar en su mente, algo que continuaba expandiéndose a su alrededor. Ni siquiera sabía qué nombre poner a ese «algo»…
Cuando despertó de nuevo, le pareció que tenía fiebre y notó la boca seca y pegajosa. No tuvo fuerzas para levantarse y, ante el intenso dolor de cabeza, permaneció acostado e inmóvil durante toda la mañana.
Hacia las tres de la tarde sonó el timbre de la puerta. Decidió dejar que sonara, pero entonces escuchó una llave que se introducía en la cerradura y la voz del portero de la finca, preguntando:
—¿Hay alguien ahí?
—Sí. —Se incorporó, con la cabeza latiéndole todavía—. Estoy aquí.
—Ha venido Mit-chan.
—¿Mit-chan?
—La chica que venía a hacer la limpieza.
—Hágala entrar.
Volvió a dejarse caer en el sofá y cerró los ojos. La cabeza parecía darle vueltas sin control.
La puerta del dormitorio se abrió con un crujido y escuchó la voz gangosa de Mitsu.
—Sensei…
—Estoy terriblemente cansado. Anoche salí a pasear bajo la niebla y… creo que he pillado un resfriado.
—¿En qué puedo ayudarte? —dijo la muchacha mientras recogía la ropa y los calcetines que Suguro había esparcido por la estancia. Después le puso una mano en la frente—. Tienes fiebre. Llamaré a tu esposa.
—No. Si puedo descansar el resto del día, mañana estaré bien.
—Yo… he vuelto para devolver el dinero.
—¿Dinero?
Mitsu estaba físicamente más madura de lo que Suguro la recordaba y se sintió deprimido al tenerla cerca. Era como si la inagotable vitalidad de la muchacha le resultara abrumadora a medida que sentía languidecer sus fuerzas físicas y mentales.
—El dinero que cogí prestado…
Suguro recordó la conversación con su esposa.
—¡Ah, ese dinero! —La cabeza le seguía doliendo a causa de la fiebre, y apartó la manta con los pies—. El dinero que le diste a tu amiga…
—Sí, pero… Soy una idiota.
—No tiene importancia.
—¿Qué puedo hacer por ti, sensei? ¿Quieres alguna cosa?
—Bueno, puedes empapar un trapo en agua fría y ponérmelo en la frente.
—Déjame llamar a tu esposa.
—No. Los días fríos le duelen las articulaciones y no quiero inquietarla.
Cuando le hubo traído la compresa fría, la muchacha le preguntó si tenía hambre.
—No. ¿Por qué no te vas a casa?
Ella le dirigió una mirada preocupada y luego respondió:
—Volveré después a ver cómo estás.
Suguro durmió y despertó varias veces. Seguía con escalofríos y dolor de cabeza; cuando se tomó la temperatura, estaba a 39 grados.
Por la tarde, acababa de decidirse a telefonear a su esposa cuando ella le llamó.
—¿Vendrás a casa esta noche?
—No, no puedo. Aún me queda mucho trabajo.
—¿Y la cena?
—La mesa redonda a la que tengo que asistir se celebra en un restaurante.
—Bien. Hoy me está molestando la artritis. Me duele bastante.
—Es este frío cortante. Cuídate.
Una vez más, había mentido a su esposa. Igual que no le había contado sus sueños ni sus conversaciones con la señora Naruse, tampoco le había hablado de su enfermedad. Consciente de que si había conseguido preservar durante tantos años su tranquila relación era gracias a la mentira, se sentía como si toda su vida se hubiese edificado sobre unos cimientos de falsedad.
Durmió un poco. Medio inconsciente, oyó abrirse la puerta del dormitorio y, abriendo ligeramente los ojos, vio la imagen borrosa, como un melocotón maduro, del rostro de Mitsu.
—Lamento haberte despertado, sensei.
—¿Eres tú?
—¿Todavía te encuentras mal?
En su voz había sincera preocupación. Así era Mitsu. Una muchacha que se inquietaba, sin saber qué hacer, cuando alguien experimentaba el más ligero malestar. Tal vez había algo de bobaliconería en ella, pero a Suguro siempre le había atraído aquel tipo de personas. Incluso había escrito novelas con tales personajes como protagonistas.
—Estoy un poco mejor.
—¿Estás seguro de que no debo llamar a tu esposa?
—Sí, estoy seguro. He hablado con ella por teléfono hace un rato y está fatal de la artritis debido al frío.
Mitsu se acercó a él y le puso la mano en la frente.
—Todavía tienes fiebre.
Sus pechos, envueltos en un suéter barato, rozaron la cabeza de Suguro. El suéter tenía olor a humedad. Sin embargo, esta vez el escritor no se sintió alterado por las vibraciones que emanaban del cuerpo de la muchacha.
—Aún estás ardiendo, sensei.
—Pero me siento un poco mejor después de dormir.
—Te prepararé otra compresa fría.
Recogió el paño que se había escurrido junto a la almohada y se dirigió al baño. Suguro agradeció el frío contacto de los dedos de Mitsu en su rostro. No tenía ninguna hija, pero se preguntó si una hija le habría cuidado como lo estaba haciendo Mitsu. Al contrario que su esposa, sus movimientos eran pueriles y torpes; pero había en ellos una tremenda dedicación.
Después de ayudarle a acomodarse en la cama, Mitsu estuvo revolviendo un rato en la cocina y finalmente reapareció llevando una bandeja con un caldo de arroz en un bol de aluminio, una taza de té y unas ciruelas en salmuera.
—Cómelo todo.
—¿Lo has hecho tú?
—Sí. Aprendí en el hospital donde estaba el padre de mi amiga.
—¿Quién te enseñó?
—Una anciana que cuidaba de alguien allí. Pero no soy una buena cocinera.
No tenía apetito aunque no había tomado nada desde hacía casi veinticuatro horas. Sin embargo, se incorporó en la cama para no herir los sentimientos de Mitsu. El té y el caldo que tomó eran malísimos, pero en su sabor había algo de la dedicación de la muchacha.
—Gracias —consiguió decir después de obligarse a comer—. Estoy «a tope».
Utilizó una de las frases coloquiales que ella le había enseñado.
—¿De veras? —Mitsu sonrió, aceptando su agradecimiento en lo que valía.
—Has aprendido muchas cosas en el hospital, ¿verdad? ¿Has ido a menudo?
—Sólo de vez en cuando con mi amiga.
—¿Conoces a una señora llamada Naruse, que trabaja en ese hospital como voluntaria?
—No —Mitsu movió la cabeza—. ¿Qué es una voluntaria?
—Una persona que ayuda a los pacientes. Mi esposa está estudiando para serlo también. No son enfermeras profesionales.
—¿Es eso lo que hace esa señora?
—Sí, la señora Naruse es voluntaria en el hospital. Cuida de los niños enfermos.
—Sí, creo que quizá la he visto. Es una mujer bonita, ¿verdad?
—¿Bonita? Bueno…
Volvía a dolerle la cabeza y cerró los ojos. Mitsu cogió la bandeja y se retiró a la cocina.
Transcurrió otra larga noche; su sueño fue febril, y finalmente despertó bañado en sudor. Cuando se levantó en plena noche para cambiarse el pijama empapado, no se sentía muy firme pero advirtió que la temperatura había bajado un poco. Se secó el cuerpo con una toalla, se puso un pijama limpio y encendió casualmente las luces del salón. Allí encontró a Mitsu recostada en el sofá, dormida.
—¿Qué haces aquí? ¿No te has ido a casa?
Mitsu levantó los ojos hacia él con su habitual sonrisa. Su aspecto le pareció una mezcla de muchacha haciéndose la niña consentida ante un adulto y de mujer coqueteando seductora con un hombre. Dentro de Suguro se agitó el miedo, convenciéndole de mantener la sangre fría.
—Hay mantas en el armario. Y también tenemos almohadas, ¿sabes?
Ella no respondió. Suguro volvió a la cama. Frotándose las rodillas heladas como un insecto, le rindió de nuevo el sopor. En sus sueños, frotaba su desagradable mejilla contra la de Mitsu. Lo hacía movido por la esperanza de que con ello podría prolongar su consumida vida un par de años más.
Cuando despertó, Mitsu apretaba un paño mojado, frío, contra su frente.
—¿No te has vuelto a dormir? —preguntó, sorprendido.
—No podía… Pensé que sería mejor si te ponía esto.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Bueno, no pienses más en eso.
La muchacha le atendió toda la noche, hasta que el día clareó por la ventana. Suguro tuvo la certeza de que la muchacha, como el anciano sacerdote, tendría un lugar en el reino de Dios, que tan distante parecía ahora para él.
—Me alegro de que haya venido…
—¿Por qué?
En una de las cafeterías apretadas como cajas de cerillas en Golden Avenue, la mama-san saludó a Tono y le indicó con los ojos a otro de sus clientes. Tono se volvió en dirección al hombre, que estaba apoyado en la pared, durmiendo a pierna suelta bajo unos rótulos que anunciaban «tofu hervido» y «pescado frito».
—Desde que llegó ha estado preguntándome una y otra vez si Tono sensei vendría esta noche. He insistido en que no lo sabía, pero ha dicho que esperaría aquí hasta que usted llegara.
—No sé quien es. —Tono ladeó la cabeza.
—Ha estado diciendo todo tipo de cosas extrañas. No deja de preguntar si es posible ser dos en una misma persona, o algo parecido.
Mientras la mujer hablaba, Kobari abrió los ojos como platos y, apoyado todavía en la pared, exclamó:
—¿Qué tiene de extraño? Yo lo he visto con mis propios ojos. Un Suguro absolutamente distinto.
—Va a pillar un resfriado —dijo Tono con voz chillona.
—Estoy bien… No soy ningún enclenque, ¿sabe? —Luchando todavía con la modorra, dejó escapar un bostezo—. Usted es Tono sensei, ¿verdad?
—Sí, pero…
—Calle arriba, en el Cisne, me han dicho que venía por aquí muy a menudo. Estaba esperándole.
—¿Qué es lo que quiere? —Tono cogió los palillos y el plato que la mama-san le presentó.
—Agua —le pidió Kobari—. Tengo que despejarme. Este hombre de ahí es Tono sensei. Es un famoso psiquiatra.
—Ya lo sé. Es cliente habitual desde hace años.
Kobari apuró el vaso de agua y sacudió la cabeza dos o tres veces, tratando de librar su mente del cenagal de la borrachera.
—Sensei, no he dicho nada extraño.
—Estoy seguro de que no.
—¿Está seguro? ¿Seguro de qué? Eso es una falta de responsabilidad, sensei. Es usted tan malo como Suguro.
—¿Suguro?
—¿Ha leído algo de sus obras, de sus novelas?
—¡Ah!, ¿se refiere al escritor Suguro? Hace poco dimos una conferencia juntos.
—¿Qué opina de ese hombre? ¿No le parece que tiene una personalidad dividida?
—¿Personalidad dividida? —Tono torció los labios—. Eso es toda una acusación. ¿A qué se refiere?
—Sensei, ¿pueden existir dos personalidades totalmente separadas en una misma persona?
—Claro que es posible. Todo el mundo tiene un rostro que lleva en sociedad y otro que se reserva únicamente para él. Usted tampoco es diferente.
—No, yo no hablo de todos esos viejos tópicos. Cuando una persona posee dos personalidades que son radicalmente distintas una de otra, ustedes denominan a eso personalidad dual, ¿no es así? En el caso de Suguro, muestra su rostro bueno al mundo mientras escribe sus libros, pero a escondidas participa en actividades escabrosas con mujeres. —Kobari colocó el vaso delante de la mama-san, pidiendo más agua—. He estado recogiendo pruebas concretas. Voy a arrancarle la máscara muy pronto… Pero me gustaría su opinión como experto.
—¿Opinión sobre qué? —Tono parecía molesto—. Arrancarle la máscara me parece muy extremista.
—Está engañando a muchos lectores. Un hombre que empuña la pluma tiene que ser responsable ante la sociedad. Después de todo, vivimos en una época en que incluso un primer ministro puede ser censurado por negligencia y destituido de su cargo. ¿Cuál es su opinión sobre la personalidad dividida de Suguro?
—Ignoro que el señor Suguro tenga una personalidad dividida. No tengo ninguna razón especial para pensar una cosa así.
—Entonces hábleme de las personalidades divididas en general.
—¿En general? Lo que sucede es que las personas no son ni mucho menos tan sencillas como pensamos. Existen muchas personas distintas viviendo en un mismo individuo. Cuando uno se dedica a mi profesión, poco a poco se da cuenta de ello. He tropezado con algunos casos extraños que alguien como usted no podría imaginarse ni por asomo.
—¿Casos extraños, dice usted?
—Hay algo que sucedió hace ya tiempo, cuando yo aún era joven. Un paciente sometido a hipnosis empezó de pronto a hablar en chino. Afirmó que en la vida anterior había sido mercader chino en Shanghai.
—Eso es ridículo.
—No, es verdad. En cualquier caso, su chino parecía auténtico aunque yo no puedo certificarlo. Sin embargo, mientras estaba en trance, el paciente me habló con gran detalle de su vida anterior.
—Eso fue sólo el producto de una imaginación desbordada, estoy convencido.
—Yo no lo aseguraría tanto. Ha habido muchos casos en otros países, y cuando se han examinado los detalles, ha resultado cierto todo cuanto esos pacientes habían dicho.
La mama-san dejó el cuchillo y permaneció pendiente de las palabras de Tono.
—En Roma, un ama de casa afirmó que había una sala subterránea procedente de los restos de una ciudad medieval bajo el lugar donde hoy se levanta la iglesia de María. Mientras estaba bajo hipnosis, describió con detalle esa sala. Varios años más tarde… —fíjese bien en lo que digo: varios años más tarde—, fue descubierta esta misma sala subterránea que ella había descrito, y exactamente en el lugar donde había afirmado que estaría.
—No me lo puedo creer —protestó Kobari, incorporándose en su asiento—. Debió tratarse de algún montaje para burlarse del doctor que la hipnotizó.
—No hubo montaje ni nada parecido —replicó Tono con una amplia sonrisa mientras daba un sorbo a su sake—. El informe del doctor es muy detallado.
—¿Puede suceder algo así? —intervino la mama-san con un suspiro—. Resulta bastante misterioso.
—Sensei, ¿es posible que una persona esté en dos lugares distintos simultáneamente? —Kobari planteó su insólita pregunta sin preámbulos.
—¿A qué viene esa pregunta?
—¿Puede una persona aparecer en dos sitios diferentes al mismo tiempo, exactamente? —repitió Kobari.
—¿Qué relación tiene eso con el señor Suguro?
—No…, es…, ¿qué opina usted?
—No puedo negar rotundamente tal posibilidad. Se trata de un fenómeno extremadamente raro, pero se han registrado casos. Hace poco estuve comentando el tema con una persona… Es un fenómeno conocido como doppelgänger; en el período Taisho, un grupo de alumnas de una escuela primaria de la prefectura de Iwate vio a su maestra en dos lugares distintos al mismo tiempo. Primero las trece estudiantes vieron a una mujer, imagen exacta de la maestra, de pie junto a ésta mientras escribía unas palabras en la pizarra. Después, mientras la maestra estaba en la sala de costura con las niñas, éstas vieron a su doble fantasma fuera de la estancia, paseando por el jardín… Todas las alumnas vieron el fenómeno sin la menor duda.
—Ya basta de estas historias de fantasmas, sensei —dijo la mama-san con un escalofrío—, o no podré salir al pasillo para ir al baño por la noche.
—Tal vez sea un hecho inexplicable, pero es cierto.
Tono pareció saborear la conmoción que había provocado con su relato y tomó otro sorbo de sake mientras estudiaba los dos rostros preocupados que tenía ante sí.
—¿Qué clase de interpretación hay para ese suceso?
—Bueno, eso no lo sabemos. El asunto queda fuera del ámbito de la psicología, pero en el psicoespiritualismo es denominado proyección astral. La única explicación que podemos dar como psicólogos es que las alumnas estaban bajo algún tipo de hipnosis colectiva. Pero tampoco hay pruebas definitivas que apoyen tal teoría.
—Eso es absurdo…
—Sí, lo es. Por lo que a mí respecta, después de mis años de dedicación a esta profesión, he llegado a la conclusión de que los seres humanos no pueden ser explicados en términos puramente lógicos, racionales. Los seres humanos son realmente extraños, llenos de contradicciones, con niveles tan profundos que no cabe la esperanza de llegar algún día a sondearlos todos… Son un misterio insoluble… Lo que acabo de contar puede parecer una historia fantástica, pero es cierto de principio a fin. Entre los seres humanos puede suceder cualquier cosa. Nosotros, los científicos, al final siempre llegamos a esta conclusión.
Kobari pasó el resto de la jornada intranquilo por la conversación; pero cuando despertó a la mañana siguiente, el cielo estaba tan claro y resplandeciente que empezó a preguntarse si Tono sensei no le habría embaucado. Llegó a la conclusión de que los episodios sobrenaturales que Tono había relatado eran sólo una broma pesada del sensei para burlarse de la mama-san y de él, o bien constituían fraudes muy bien urdidos en los que habían participado los médicos y testigos.
Después de todo un día de trabajo, se detuvo ante el hospital de Harajuku. El día en que había seguido a la mujer que Motoko había llamado «señora N», ésta se había detenido en aquel hospital para charlar amistosamente con otra mujer que tenía todo el aspecto de enfermera, y Kobari pensaba que podría encontrar alguna pista más en el hospital. A última hora de la tarde, los pasillos estaban casi desiertos.
—Perdone —preguntó en la sección de pacientes externos—. He olvidado cómo se llama, pero estoy buscando a una enfermera de este hospital. Es una mujer ya mayor, de unos cincuenta años.
Las tres enfermeras que atendían la sección dejaron de charlar y lo examinaron con aire suspicaz.
—Tiene los dientes salidos así. —Sin cambiar de expresión, abrió los labios y representó mímicamente lo que acababa de decir.
Estalló una carcajada y una de las enfermeras dijo:
—¡Ésa es la enfermera jefe de pediatría!
Le indicaron dónde se encontraba la unidad de enfermeras de pediatría. En el aire de un hospital se mezclan muchos olores. El aroma del desinfectante y el olor rancio del fregadero. Los olores corporales de los pacientes. Kobari era indiferente al olor a sufrimiento que invadía los corredores.
En la unidad de enfermeras, un médico garabateaba algo en una hoja de papel y una joven enfermera estaba atendiendo al teléfono. Vio a la señora N con un delantal, transportando el orinal de un paciente hacia la sala de eliminación de basuras. Era ella, sin la menor duda. En el orinal flotaba un líquido del color del té común.
La mujer no tardó en reaparecer en el pasillo y entró en una habitación al otro extremo del mismo. Kobari avanzó hasta detenerse ante la puerta de la habitación.
La puerta estaba abierta. El sol de la tarde bañaba el corredor. Kobari escuchó su voz sin poder verla. En la puerta, un letrero decía Uchiyama Shigeru.
—La estatua dorada del príncipe le pidió un favor a la golondrina —le oyó contar Kobari al otro lado de la cortina—. «En el otro extremo de esta ciudad vive una pobre mujer con un hijo pequeño. Se gana la vida haciendo bordados. El niño tiene fiebre y le suplica que le compre naranjas, pero ella no tiene suficiente dinero. ¿Quieres coger el rubí de la empuñadura de mi espada y dárselo?». La golondrina ya estaba preparando con sus amigas el viaje de vuelta a su cálido nido en tierras lejanas, pero no pudo negarse a la petición del príncipe, y cogiendo el rubí de la empuñadura de la espada en su pico se lo llevó a la mujer. Con el dinero que sacó por su venta, el niño recobró la salud otra vez.
—¿Y qué sucedió luego? —La voz de un chiquillo pedía que continuara el cuento.
—Al día siguiente, cuando la golondrina fue a despedirse de la estatua, el príncipe le pidió que se quedara en la ciudad una noche más. «Vive aquí un pobre joven que trata de terminar una obra para representarla en los teatros, pero no tiene dinero para comprar leña con que calentar sus manos entumecidas por el frío. Por favor, entrégale a ese desafortunado joven uno de mis ojos. Están hechos de zafiros purísimos». La golondrina respondió que no podía hacer algo tan cruel, pero el príncipe insistió: «Golondrina, golondrina, pequeña golondrina, haz lo que te digo». Así pues, la golondrina cogió uno de los ojos del príncipe y lo llevó a la habitación del joven. Este, sin saber nada de lo que había sucedido, vendió el zafiro para comprar la leña y terminar su obra.
Al hilo del relato, se oía de vez en cuando la voz de un niño consentido haciendo preguntas e incitando a la narradora a continuar. La conversación que se producía entonces entre los dos impacientaba a Kobari.
—Al día siguiente, el príncipe pidió a la golondrina que se quedara una noche más. «Hay en la ciudad una pobre muchacha que vende cerillas. Haz el favor de llevarle el ojo que me queda». «Pero, príncipe, si te lo quito, no podrás ver nada», protestó la pequeña ave. Sin embargo, el príncipe insistió: «Golondrina, golondrina, pequeña golondrina, haz lo que te digo». Así pues, la golondrina cogió el otro ojo del príncipe y lo llevó a la cerillera. Gracias al regalo, la muchacha ya no tuvo que seguir vendiendo en las frías esquinas de las calles.
—¿Y qué le pasó a la golondrina?
—Aunque sus amigas ya estaban en los países cálidos, la golondrina se quedó en la ciudad. No podía abandonar al príncipe. Una noche hubo una terrible tormenta de nieve. Mientras caían los copos, la golondrina batía sus alas para combatir el frío. Pensaba que seguramente moriría. Con las fuerzas que le quedaban, se subió a los hombros de la estatua del príncipe y susurró: «Adiós, querido príncipe, adiós…».
Al llegar a aquel punto, la voz de la señora N se quebró por un instante, hasta que empezó a guiar las oraciones del niño.
—Shige-chan, repite conmigo: Padre celestial, ayúdame a ser un niño bueno.
—Padre celestial, ayúdame a ser un niño bueno.
—Padre celestial, por favor, sé bueno con todos los niños como yo. Y yo también seré bueno con ellos.
—Padre celestial, por favor, sé bueno con todos los niños como yo. Y yo también seré bueno con ellos.
—Padre celestial, ayúdame a dormir en paz esta noche.