Le despertó el timbre del teléfono en plena noche. El ruido resonaba desde el pasillo al pie de las escaleras, con su penetrante tintineo. En el reloj iluminado de la mesilla de noche eran las dos.
—Es el teléfono —dijo su esposa revolviéndose en la otra cama.
—Déjalo que suene.
—¿Estás seguro…? Supongo que será una equivocación.
Suguro prestó atención a los timbrazos del aparato. Su esposa también parecía escuchar con nerviosismo en la oscuridad. El sonido le produjo al escritor la impresión de un gemido procedente de lo más hondo de un corazón humano. El pozo insondable que bostezaba en el fondo de aquel corazón. El eco de un viento que corría por ese pozo. Algo que todavía no había descrito en ninguna de sus novelas.
Igual que el camerino de la emisora de televisión, la sala de espera estaba tapizada de espejos. A Suguro le deprimió ver tantas imágenes de sí mismo proyectadas allí. Mientras tomaba el té que le había traído una mujer, llamaron a la puerta y entró Kurimoto.
—El auditorio ya está lleno en un ochenta por ciento. Parece que muchas amas de casa muestran interés cuando se anuncia que usted y el profesor Tono van a dar una conferencia.
El formal director literario de Suguro no había hecho la menor referencia a su paseo por aquella calle de mala fama del Kabuki-cho. Quedaba claro que consideraba la mención de aquel tema como una afrenta a Suguro.
—¿De qué hablará hoy el señor Tono?
—El título de su conferencia es «Sobre las alucinaciones».
Una vez al mes, la editorial para la que trabajaba Kurimoto patrocinaba una conferencia e invitaba a dos oradores para potenciar la formación de los lectores. Tono, que había aceptado compartir la sesión con Suguro, era un psicólogo freudiano a quien el escritor había encontrado dos o tres veces en recepciones y fiestas. Suguro daba por hecho que el coloquio de la velada permitiría enfocar desde la perspectiva freudiana las alucinaciones que son engendradas por la libido, pero, más allá de esta generalización, no tenía la menor idea de qué diría el psicólogo.
Kurimoto salió otra vez y, en el preciso momento en que Suguro terminaba de beber su té, efectuó su entrada el corpulento Tono. Parecía llegar directamente de la universidad; dejó un portafolios nuevo y reluciente sobre la improvisada mesa de trabajo y, con una voz chillona que estaba en franca contradicción con su enorme corpachón, el psicólogo anunció:
—Nada de té para mí. He traído mis propios estimulantes. —Entonces, como un prestidigitador, hizo aparecer en sus manos un botellín—. Tengo que darle un buen trago a esto antes de iniciar una conferencia.
—¿Una copa le proporciona energías?
—Sí, una falsa sensación de vitalidad. Hace que todo el público parezca una masa de piedras.
—Eso suena a alucinación. Muy acorde con su tema de hoy —apuntó Suguro—. Tengo la sensación de que las alucinaciones pueden ser tan útiles como la realidad.
Kurimoto volvió a entrar para comunicar que las seiscientas localidades del auditorio estaban ya completamente ocupadas. Tal vez la señora Naruse, por casualidad, ocupaba uno de los asientos. Suguro le había enviado al hospital una tarjeta sin firmar anunciando la conferencia. En su fuero interno, el escritor esperaba verla aparecer.
Tono echó una mirada al reloj de la pared.
—Todavía nos quedan veinte minutos. Supongo que hoy he llegado un poco pronto.
—No —respondió Suguro con un gesto de cabeza—. Para un orador de segunda fila como yo, es un gran alivio que la estrella del acto ya se encuentre aquí. Mientras esperamos, ¿le importa que le haga un par de preguntas?
—Adelante. ¿De qué se trata?
Mientras daba un sorbo a su whisky, Tono se movió en el asiento, como si se sintiera entumecido. Prácticamente cualquier silla habría resultado pequeña para su corpulento físico.
—Los expertos que se dedican al psicoanálisis… ¿cómo explican las tendencias sádicas y masoquistas?
—¿Sádicas? ¿Masoquistas?
—Exacto.
—No sabía que le interesaran estos temas, señor Suguro —respondió Tono con una alegre sonrisa—. Usted es cristiano, ¿verdad?
—Sí, pero también soy un escritor interesado en todos los aspectos de la experiencia humana.
—Por supuesto. Perdóneme, no me refería a eso en absoluto. Lo que pretendía decir era que yo le consideraba un escritor con tendencias biófilas bastante profundas.
—¿Podría explicar eso en términos más sencillos? No domino la jerga médica y psicológica.
—Fromm, el psicoanalista, ha dividido la humanidad en dos tipos. Por ejemplo, existen escritores que prefieren básicamente la armonía en sus vidas, una unidad sólidamente edificada. Es el caso de Mushanokoji, por ejemplo. Yamamoto Yuzo también podría ser incluido en este grupo. Entre los extranjeros, tiene usted a alguien como Goethe. Fromm clasificaba a este tipo de escritor como «biófilo», amante de la vida. ¿No diría usted que pertenece también a la categoría de los biófilos, señor Suguro?
—Me temo que sería incapaz de juzgar una cosa así.
—En cambio, existe otro tipo de escritor: el que posee tendencias suicidas y se siente más atraído por lo oscuro y por el pasado que por un futuro claro y ordenado. Creo que Dazai Osamu encajaría en ese tipo. Tales individuos son catalogados de necrófilos.
—En nuestro léxico literario les denominaríamos escritores autodestructivos. Pero, ¿qué tiene que ver todo eso con el masoquismo?
—Discúlpeme. En efecto, la tipología necrófila es lo que usted denomina «tendencia autodestructiva». Estas personas tienden al autosacrificio, a la degeneración y a la decadencia. A veces, cuando estas tendencias son especialmente intensas, ponen de manifiesto un profundo deseo de volver a un estado inorgánico o inanimado.
—¿Qué significa eso de «estado inanimado»?
—Freud tiene una interesante explicación de este fenómeno. Afirma que toda la historia del género humano, desde su origen hace millones de años y durante su desarrollo a lo largo de los siglos, se encuentra conservada en nuestras mentes inconscientes. En otras palabras, antes de recibir la vida existimos en un estado inanimado. La humanidad todavía se siente arrastrada hacia esa existencia primordial e incluso puede sentir nostalgia de ella. Como prueba de ello, cuando las tensiones de nuestra vida diaria empiezan a aumentar, deseamos poder volver a un estado inanimado. Algunas personas incluso llegan al intento de suicidio para conseguirlo. Otras tratan de reprimir toda emoción. Como seres humanos, tenemos tendencia a desear el regreso al estado previo al despertar de la vida prehistórica.
—¿Y todos poseemos esas tendencias? —preguntó Suguro mientras observaba el reloj de pared. Todavía disponía de diez minutos para seguir interrogando a Tono.
—Sí, todos. Pero creo que resultan especialmente intensas en los masoquistas.
Tono expuso el asunto con tan maravillosa claridad que aún sembró más desconcierto en la mente de Suguro. Aquella expresión de éxtasis en el rostro de la mujer de la cinta de vídeo, su cabello salpicado de cera… ¿Provenía todo ello únicamente de un deseo de regresar a sus orígenes inorgánicos? ¿No había algún otro motivo más concreto, más terrible, oculto tras aquella expresión? El análisis racional que Tono había hecho del fenómeno no podía aplicarse en absoluto a las personas contradictorias que la señora Naruse había descrito, en una paradoja que ella misma consideraba misteriosa.
Al observar el gesto de insatisfacción del rostro de Suguro, Tono soltó un bufido de descontento, y de nuevo su voz sonó chillona.
—¿Hay algo que no le guste de mi explicación?
—No, no es eso…
—Entonces, reflexione sobre lo siguiente: antes de nacer, dormimos en el útero materno, ¿no es así?
—En efecto.
—El feto vive inerte en el líquido amniótico, escuchando únicamente el sonido de los latidos del corazón de la madre. El líquido amniótico tiene un color blanco lechoso y proporciona la temperatura ambiental adecuada para el embrión. El feto vive en ese líquido de forma espontánea, respirando por branquias como los peces; pero entonces, de pronto, un día es expulsado de su jardín del Edén.
—¿Expulsado?
—Sí, es extraído del útero para salir al mundo exterior. Nosotros, los adultos, nos referimos a ese momento llamándole nacimiento o parto, pero para el feto se trata de una salida forzada a un mundo desconocido, atemorizador, donde debe aprender a respirar en el aire en lugar de bajo el agua. Esta es la primera experiencia que los humanos tenemos con la muerte y el renacimiento. Así pues, el primer llanto que surge de la boca de un recién nacido no es un grito de alegría por haber llegado al mundo, como siempre hemos imaginado; se trata más bien de un chillido de miedo.
—Es la primera vez que oigo una teoría así.
—Estoy seguro de eso. En cualquier caso, el miedo que experimenta un bebé cuando deja el útero resulta extremo y queda grabado de forma indeleble en lo más profundo del corazón. Ese miedo nunca llega a extinguirse. Incluso cuando la persona es ya adulta, sigue formando parte de su mente consciente. Ese miedo guarda relación con el temor a la muerte, y al propio tiempo también se transfiere a un profundo anhelo por regresar al estado fetal, por volver a vivir en el seno del líquido amniótico. El masoquismo sería sólo una deformación de esa ansia por regresar al útero.
—¿Es una idea sacada de Freud?
—¡Oh, no! —Tono le dirigió una tímida mirada, pero seguidamente añadió con cierto matiz de orgullo—. Es mi teoría personal.
—Entonces, ¿qué me dice del sadismo?
Tono se disponía a iniciar una nueva disertación cuando se abrió la puerta y Kurimoto asomó la cabeza para anunciar que era hora de empezar. Suguro dio las gracias a Tono, salió al pasillo y subió los peldaños que conducían al escenario.
Cuando se acercó al estrado, la batería de focos se concentró sin piedad en su cuerpo. Desde el atril, saludó con la cabeza al público que se agolpaba en la sala. Dos tercios de la audiencia que ocupaba los asientos en ligera pendiente del auditorio eran, como Kurimoto había dicho, amas de casa, mujeres jóvenes y estudiantes, pero no reconoció ningún rostro; lo único que sabía era que los reunidos estaban inspeccionándole minuciosamente.
Fingió colocar bien el micrófono mientras intentaba tranquilizarse. Se consideraba bastante habituado a las conferencias públicas, pero si estropeaba la entrada no habría esperanza de enderezar la charla. Inspiró profundamente, atrayendo hacia sí la atención de los oyentes, y, poco a poco, se lanzó a una explicación de sus propias obras.
Todo estaba saliendo bien.
No era nada patente a simple vista, pero percibía a través de su cuerpo una respuesta positiva por parte del público. Había empezado a notar una sensación táctil del tipo de charla que aquellas amas de casa y mujeres jóvenes y estudiantes esperaban de él. De hecho, era probable que la mayoría de sus admiradores ya tuviera una idea aproximada de lo que diría antes incluso de llegar al auditorio.
Mientras establecía el ritmo adecuado para sus observaciones, los asistentes empezaron a reaccionar con interés y a asentir con la cabeza. Por fin logró relajarse, y al hacerlo empezó a distinguir rostros individuales en lo que antes era una mancha borrosa. Buscó a la señora Naruse.
—Una vez vino a verme un joven quejándose con amargura de ser un pésimo conversador; debido a ello, no era capaz de hacer amigos. Tiempo atrás, le habría recomendado un libro sobre el arte de la conversación o le habría sugerido algún otro método para mejorar su facilidad de palabra. Pero a estas alturas de mi vida, ahora que he llegado a la conclusión de que todo tiene su lado positivo, le diría a ese joven que aprovechara al máximo su dificultad para hablar. Y bien, ¿a qué me refiero con eso de aprovechar al máximo su tartamudez?
Suguro hizo una pausa y echó una ojeada general al auditorio abarrotado. Era fundamental detenerse a tomar aliento en aquel punto para provocar cierto efecto entre el público.
—Me refiero a que el joven debía convertirse en un buen oyente. Si no servía para conversar, lo único que debía hacer era mantener los ojos fijos en el rostro de su interlocutor y asentir con la cabeza. Así el interlocutor se sentiría a gusto. Tan a gusto como me están haciendo sentir ustedes ahora al prestarme atención mientras les hablo.
Una oleada de risas agitó la sala. Suguro, exaltado, dirigió la mirada hacia la puerta situada al fondo del pasillo central del auditorio. Entonces, de pronto, se puso a parpadear aceleradamente.
El hombre estaba allí. El rostro idéntico al de Suguro estaba apostado cerca de la puerta, contemplándolo con una sonrisa burlona. Era la misma experiencia que había tenido la noche de la entrega de premios.
—La virtud de ser un buen oyente… está contenida en el defecto de ser un mal orador. Y esto no se limita sólo al terreno de la conversación. Ninguno de los defectos que tenemos como seres humanos es absoluto. Cada debilidad contiene en sí misma una fuerza. Incluso el pecado lleva en su interior ciertas virtudes. En el fondo de cada pecado que cometemos existe un ansia humana por renacer. Esto es lo que me he repetido a lo largo de los años mientras escribía mis novelas.
Notó un escalofrío y volvió a parpadear. Sin embargo, esta vez, el hombre no se desvaneció como en la ocasión anterior. La sonrisa despectiva. Una sonrisa que se burlaba de él. Aquella sonrisa obscena… Sí, era la expresión que reflejaba el retrato de la exposición.
La atmósfera del auditorio, hasta entonces amistosa, se derrumbó de improviso. Las cuerdas armoniosas que había pulsado se vieron interrumpidas por unos sonidos convulsivos y discordantes. Suguro perdió el hilo de lo que estaba diciendo, además de la compostura. Acababa de decir que el pecado no era un sinsentido en la vida de la persona, que tenía un significado en el proceso de la salvación. Sin embargo, de pronto, no tenía la menor idea de cómo desarrollar tal idea y, abrumado por la confusión, enmudeció. Cuanto más se esforzaba en recuperar la serenidad, más colapsado se sentía; en sus oídos resonaban las palabras que Tono había pronunciado en la salita de espera: «Todo el mundo desea volver al útero materno, o a la oscuridad o al silencio o a la ausencia de sentimientos. Es el deseo de repudiar el autoperfeccionamiento y sumergirse por completo en el olvido…».
Ante sus ojos se formó un torbellino como un velo rojo; el torbellino giraba cada vez más deprisa y Suguro se sentía absorbido hacia su centro.
—Lo más importante es escribir sobre la humanidad. —Su voz recitó las palabras como si se tratara de un diálogo aprendido de memoria—. Éste es el primer propósito de un escritor. Sondear en los límites más extremos de la humanidad: éste es, en mi opinión, su deber último. Ese objetivo y ese deber no cambian, se trate de un escritor izquierdista o de un cristiano ineficaz como yo. Al menos, jamás he tratado de idealizar la humanidad de mis personajes por acomodarlos a mi religión. Me he asomado a cosas horribles en toda su fealdad…
El hombre se incorporó lentamente de su asiento. Se puso en pie con la mirada vuelta hacia Suguro, salió al pasillo, y de nuevo se volvió hacia el orador. Sus movimientos y ademanes dejaban brutalmente en evidencia que sólo sentía desprecio y desagrado por los comentarios de Suguro.
Al llegar a la puerta, el hombre se detuvo, y de nuevo apareció en su rostro la sonrisa burlona.
Eres un mentiroso, un desgraciado… Suguro casi pudo escuchar la voz del hombre insultándole. ¿De veras crees haberte asomado al lado feo y desagradable de la humanidad? Lo único que has hecho es poner por escrito tus frases cobardes para mantener la imagen que los lectores tienen de ti. Es el mismo trato que has venido dando a tu esposa.
Eso no es verdad. A mi manera, he tratado de sumergir las manos en los rincones más oscuros e inmundos de la experiencia humana.
Muy bien, te concederé que has escrito sobre pecados que conducen a la salvación. Como han hecho todos vuestros idolatrados escritores cristianos. En cambio, has evitado escribir sobre el otro reino.
¿Qué otro reino?
El reino del mal. Pecado y maldad son cosas distintas. Y lo que has dejado de lado en tus obras es la maldad.
Durante el largo silencio de Suguro, algunos asistentes habían empezado a cuchichear entre ellos. Suguro notaba el sudor que le caía por la frente. Escuchó las pisadas de Kurimoto, quien corrió a su lado inmediatamente.
—¿Sucede algo?
El hombre había desaparecido como si le hubieran eliminado con una goma de borrar. El sudor le goteaba a Suguro sobre los párpados.
—Mis más sentidas excusas. Suguro sensei se ha indispuesto repentinamente y por el momento tenemos que cancelar su conferencia. —Kurimoto se disculpó ante los asistentes por el micrófono del atril—. Sin embargo, la sesión proseguirá inmediatamente con la charla del profesor Tono. Les rogamos por tanto que permanezcan en sus asientos.
Un tibio aplauso resonó a la espalda de Suguro mientras éste desaparecía por uno de los laterales del estrado.
—¿Quiere que llame a un médico?
—No. Lo siento mucho. Sólo deseo que me deje descansar un rato en la salita de espera.
Todavía le dolía la cabeza y notaba el sudor que le recorría la espalda y le bañaba la frente.
Tono, que esperaba junto a la entrada del escenario, cogió a Suguro por la muñeca y le tomó el pulso.
—El pulso es normal —murmuró—. Probablemente se trata de un exceso de nervios.
Tendido en el sofá de la sala de espera, Suguro se aflojó la corbata, se desabrochó varios botones de la camisa y se acomodó. Cuando cerró los ojos, reapareció el rostro que había observado en el repleto auditorio. Muy bien, te concedo que has escrito sobre pecados que conducen a la salvación… ¿Por qué habían resonado en su mente aquellas palabras inesperadas? ¿Cómo había sido capaz de distinguir su cínica sonrisa desde el atril del estrado, tan lejos del pasillo donde estaba el hombre? Así pues, se había tratado de una fantasía. O tal vez no: ¿Sería el impostor? ¿Acaso habría acudido a la conferencia? Muy probablemente, la conmoción de ver un rostro que se parecía tanto al suyo le habría provocado una alucinación auditiva.
Intentó convencerse de que había sido una alucinación. No había otro modo de explicar que ocurriera un fenómeno tan extraordinario e ilógico en la vida de un hombre de sesenta y cinco años.
A medio camino del viaje de la vida
me encontré sumido en las sombras del bosque,
pues había perdido el buen camino.
El pasaje inicial de La divina comedia, que había leído muchos años atrás. La única diferencia entre su protagonista y él eran sus respectivas edades; él ya había entrado definitivamente en el final del otoño de su vida. Y allí había perdido el camino y ahora vagaba por un bosque oscuro, con el crujido de las hojas caídas bajo sus pies…
Despertó al escuchar unos golpes en la puerta. Inspiró profundamente, como si acabara de salir del fondo del mar.
—¿Qué tal se siente?
¿Cuánto tiempo había transcurrido? Tono, terminada la conferencia, asomaba la cabeza por la puerta.
—Me encuentro bien, gracias. Tengo que levantarme ahora mismo.
Se apresuró a incorporarse. Cuando extendió el brazo para tomar la chaqueta que se había quitado, se notó ligeramente mareado, aunque no parecía nada importante.
—Es probable que haya sido un episodio de anemia cerebral. —Tono estudió las facciones de Suguro y comentó con su voz chillona—: ¿Está seguro de que no se siente agotado?
—Creo que debe ser eso.
—¿Le apetece probar un estimulante? —Sacó el frasco de whisky del maletín y lo sostuvo en alto, pero Suguro lo rechazó con un gesto.
—Será mejor que vuelva a casa.
—Kurimoto bajará dentro de un minuto, espérele aquí. Está buscando un coche.
Suguro permaneció sentado e inmóvil durante unos momentos.
—No querría abusar de su amabilidad, pero ¿podría hacerle una pregunta? Tal vez sea ésta mi única oportunidad de hablar con un psicólogo.
—Sí, desde luego… Pregúnteme lo que usted quiera. ¿De qué se trata?
—¿Sabe de alguien que haya afirmado ver a otra persona que tiene su mismo aspecto?
—¿Que tiene su mismo aspecto…? A eso se le llama doppelgänger o doble fantasma. No es nada frecuente, pero se han presentado dos o tres informes sobre tal fenómeno en diversos congresos médicos. Un paciente que sufría de timpanitis cayó en un estado neurótico y empezó a experimentar alucinaciones auditivas. Se veía a sí mismo tendido en el suelo ante sus ojos. Era su propio cadáver caído ante él, según creo. Afirmaba recordar con claridad que el cadáver iba vestido exactamente como él, incluso la ropa interior.
—¿Presentan siempre neurosis los pacientes que ven esos doppelgänger?
—Por lo general, así es. Parecen ir acompañados de períodos bastante prolongados de insomnio, temperatura corporal anormal, agnosia de la imagen del cuerpo y pérdida de facultades mentales… Pero, ¿por qué le interesa este tipo de cosas?
—Bueno, yo sólo…, sólo pensaba utilizar estas experiencias en una novela.
—¡Ya entiendo! —Tono no mostró la menor suspicacia—. Si es para una novela, me parece recordar que Dostoyevski escribió algo parecido.
—Ese estado de doppelgänger, ¿se produce alguna vez en mentes que no sufren neurosis?
—Así parece. Según la información de que se dispone, una maestra de escuela primaria de la prefectura de Iwate pasó por una experiencia de doppelgänger sin que presentara ninguno de los demás síntomas subjetivos. Como consecuencia de ello, fue despedida del trabajo en tres ocasiones distintas.
—¿Cuándo sucedió todo esto?
—En el período Taisho. Lo extraño es que no era ella quien veía al doble fantasma, sino las niñas de la clase. Mientras estaban reunidas con la maestra en la sala de costura aprendiendo labores, miraban por la ventana al exterior y allí veían a alguien con el mismo aspecto que la mujer, paseando por el jardín de flores. Toda la clase observó la aparición.
—¿Es cierto? —Suguro notó que las rodillas le temblaban ligeramente. Un desasosiego inexplicable, mezclado con el miedo, le atenazaba las entrañas—. ¿No era una hermana gemela de la mujer o algún tipo de trama delictiva para…?
—Según parece, no se trataba de nada semejante. —Tono ladeó la cabeza—. Ahí está lo extraño del asunto. Los psicólogos tienen varias teorías para explicarlo, pero ninguna de ellas cuenta con pruebas determinadas a su favor.
Tono, desconocedor de las razones que se ocultaban tras las preguntas, se llevó el frasco de whisky a la boca con una de sus manazas.
—¿No cree que podría usar esa historia en una novela?
—Parece bastante adecuada.
—Una característica de este fenómeno doppelgänger es que parece producirse sobre todo de noche.
—En conclusión, ¿usted diría que tal experiencia es producto de las alucinaciones del paciente?
Suguro quería que Tono la definiera como una alucinación. En su fuero interno, había algo que le hacía recelar de aquel psicólogo que ni por un momento dudaba de que el caótico nadir del corazón humano pudiera explicarse con los términos más precisos. Sin embargo, en aquel instante Suguro deseó escuchar las palabras «sí, es una alucinación» de la boca de Tono, y poder así agarrarse a ellas.
Pero Tono ladeó la cabeza con gesto cándido:
—Me gustaría poder decir que lo es, pero a juzgar por el caso de la maestra de Iwate, no puede catalogarse como una alucinación que sólo ve el paciente.
Volvió a su estudio, hundió la cabeza entre los brazos sobre el escritorio y reflexionó sobre cada uno de los comentarios de Tono. De las especulaciones de éste cabía extraer una conclusión. La figura que había visto desde el atril podía haber sido una alucinación. Si no lo era, se trataba de una burda intriga perpetrada por el impostor. Tenía que ser una u otra de esas opciones. Si era una alucinación, ¿sería producto de una depresión leve provocada por su edad avanzada? Suguro trató de convencerse de ello, recordando las ocasiones en que en el pasado su estado físico se había deteriorado cada vez que terminaba una obra importante. Sin embargo, tal pensamiento le llenó de insoportable tristeza.
Sonó el teléfono. Su cuerpo dio un brinco de sorpresa. Escuchó el timbre unos instantes, e inmediatamente decidió acudir al salón.
—Lo siento. ¿Dormía?
La voz de la mujer, con su cortés tono de disculpa, le llegaba sobre un fondo de animadas voces.
—¿Quién es?
—Soy la señora Naruse. He estado en la conferencia que ha dado usted hoy. Cuando se indispuso a la mitad… —parecía buscar las palabras apropiadas—. Lamento molestarle.
—No, no, en absoluto… Soy yo quien lamenta la escena que he organizado. —Suguro no quería que ella colgara—. ¿Dónde está usted?
—En la estación de Harajuku. Uno de los niños del hospital va a ser intervenido pronto… Tiene que hacerse las pruebas hoy. Tendrá miedo si no estoy con él… Se tranquilizará con sólo verme a su lado.
Suguro recordó la carta y se sintió desconcertado. Aquella mujer, tan preocupada por un niño que iba a pasar por un quirófano, en otro momento podía convertirse en una personificación de la crueldad… Su mente de escritor se puso en funcionamiento y anheló asomarse a sus secretos, a sus rincones más oscuros.
—¿Podría llegarme a Harajuku para verla? Me gustaría hablar con usted de la carta…
—Las pruebas empiezan dentro de media hora. Le prometí a Shige-chan, el niño, que estaría allí sin falta.
La notó impaciente. Sólo parecía tener espacio en su mente para Shige-chan.
—He visto la película.
Kobari sacó inesperadamente a colación el tema mientras escuchaba el chapoteo del agua caliente que la doncella hacía correr en la bañera. Antes, mientras tomaba unas copas con Motoko en una calleja de Shinjuku, había querido preguntarle por la cinta de vídeo pero se había contenido. Cuando ya estuvieron bastante a tono, Kobari dejó que las cosas siguieran su cauce hasta que se encontraron a la entrada del hotel. Como si lo hubieran acordado de antemano, Motoko no puso ninguna objeción.
Sobre la mesa lacada, bastante estropeada, encontraron un termo blanco y una bandeja con galletitas de mermelada de soja envueltas en celofán. Los envoltorios llevaban un sugestivo verso que empezaba: «El sabor de las galletitas en la boca de las parejitas…». Al otro lado de la puerta corredera se veía el borde de un cubrecama de futon rojo.
—He visto la película… La del Château Rouge.
Pensó que palidecería, pero Motoko se limitó a decir, «¿Ah, sí?», al tiempo que aplastaba el cigarrillo en el cenicero con gesto lánguido. Kobari se preguntó si sería retrasada mental; quizá era un poco corta de luces.
—¿Estuvo Suguro sensei en la fiesta de ese vídeo?
—¿Que si estuvo…? No me acuerdo muy bien.
—Entonces, ¿qué me dices de la otra mujer?
—¿Qué otra mujer?
—Suguro sensei me habló de ella —fingió Kobari—. Vamos a ver, ¿cómo se llama…? Esa señora tan elegante de ojos grandes…
—¡Ah!, la señora N.
—Exacto. Señora N. ¿Por qué sólo «N»?
—Porque la llamamos así —respondió Motoko sencillamente—. Sí, ella estuvo. Al fin y al cabo, es mi pareja.
—¿Tu pareja? Así que las dos sois lesbianas, ¿no es eso?
Motoko acunó la taza de té entre sus manos y tomó un sorbo lentamente.
—Lo sois, ¿verdad?
—No entiendes nada —dijo ella con pesar—. Tienes que colocar a todo el mundo en tus infantiles categorías de homosexuales y lesbianas.
—En la película gozabas recibiendo cera líquida en el pelo y dejándote estrangular. ¿A tu pareja también le van esas cosas?
—No le disgustan. Al principio no era así, pero le enseñé poco a poco. Al final empezó a interesarse por sí misma y me enseñó y contó cosas.
—¿Qué cosas?
Motoko apuró su taza de té y entrecerró los ojos como si fuera extremadamente miope, al tiempo que miraba a Kobari. Bajo la luz mortecina del fluorescente, su rostro vulgar se hizo de pronto extrañamente seductor, hermoso en su expresión bobalicona, y Kobari notó sorprendido que despertaba su deseo.
—¿Has oído hablar alguna vez de una aristócrata húngara llamada Bátholy?
—¿Quién diablos es?
—La señora N lo sabe todo de ella. También lee el francés y el inglés. Esa tal marquesa de Bátholy vivió en el siglo XVI, y cuando murió su esposo se dedicó a llevarse muchachas de sus tierras al castillo o a su casa de Viena, donde las torturaba hasta la muerte. Se dice que mató a seiscientas.
—¿Qué tiene que ver esa historia?
—A veces, la señora N y yo hemos fingido que éramos la marquesa. O mejor dicho, que ella era la marquesa y yo una de sus víctimas. —Motoko cerró los ojos aún más, como si recordara el placer de aquellos encuentros—. También me ha contado que en un viaje por Europa había ido a buscar los restos de la mansión de la marquesa en Viena. Cuando la encontró, estaba convertida en una tienda de discos. Ponían música del estilo de Andy Williams, y los jóvenes clientes acudían allí sin tener la menor idea de dónde estaban. Dijo que le había parecido intolerable y que se había sentido furiosa…
—¿Por qué iba a sentirse así? —Kobari parecía desconcertado—. Resulta extraño que se pusiera furiosa.
—¿Extraño? Toda esa gente escuchando música empalagosa sin tener idea de que tres siglos atrás llenaban el lugar los gritos de esas mujeres mientras las torturaban y mataban… La señora N dijo que eran unos hipócritas. Unos tipos falsos que cerraban los ojos a las profundidades más oscuras del corazón humano e intentaban ignorarlas.
—Eso es ridículo. —Kobari se llevó a la boca una de las galletas—. Es realmente retorcido.
—No comprendes nada.
—Gracias por el cumplido.
—La señora N suele decir que dentro del corazón de la gente hay magma. ¿Sabes qué es magma?
—No soy idiota del todo. Es el fuego del centro de la tierra.
—Exacto. El magma no se ve en la superficie, pero puede surgir de pronto. Todas las personas llevan un magma en su interior cuando nacen. Está en cada niño.
—¿Qué tratas de decirme?
—Incluso los niños se divierten arrancándoles las alas o las patas a los insectos. En la actualidad, hasta los chicos de enseñanza primaria son capaces de atacar en grupo a un compañero indefenso. Y darle una paliza. Y lo hacen… porque es divertido. Porque llevan magma en sus corazones. —Tomó un poco más de té y continuó—: Cuando el magma surge en forma de sexo, aparece como sadismo o como masoquismo…, aunque la diferencia entre ambos no es importante. La señora N y yo somos como dos torbellinos que colisionan, emitiendo una gran columna de espuma, resonando como el batir de un tambor, y luego son arrastrados más y más hacia abajo, hacia el fondo del mar. Es como un pozo insondable. No puedo decirte cuántas veces he querido morir en ese momento. De verdad, he deseado morir en mitad de ese éxtasis.
Con una vaga sensación de repulsión, Kobari contempló los labios entreabiertos de Motoko. Aquélla era la expresión, el rostro que había visto en la cinta de vídeo, el cabello salpicado de cera y la lengua agitándose como una oruga. Aquella mujer estaba loca.
—Cuando eso sucede, desaparece por completo el sentido común. No puedo controlarme aunque lo intente.
—¡Ya basta!
Kobari sacudió a Motoko por los hombros, convencido de que había empezado a desvariar. Su boca vibraba como un pececillo.
—¡No entiendes nada! ¡No comprendes! Las dos olas chocan, la espuma salta…
Kobari abofeteó instintivamente a la mujer con la palma de la mano. El seco bofetón resonó en la estancia. Al moverse, Kobari se golpeó la rodilla contra la mesa, volcando las tazas y derramando el té encima de la mesa.
—¡Pégame! ¡Pegante otra vez! —gritó Motoko delirante, febril—. ¡Pégame otra vez!
—¡Basta! ¡Basta!
Kobari descargó otro golpe. Una sensación de entumecimiento le recorrió el brazo llenándole de un intenso placer que hasta entonces nunca había experimentado. Cogió a Motoko por los hombros y la sacudió de nuevo. Ella se movió adelante y atrás como una muñeca indefensa y cayó al suelo de espaldas. La falda se le levantó dejando al descubierto los muslos cubiertos por las medias. Tenía unas piernas cortas y rechonchas.
—¡Muy bien! Si tanto te gusta que te peguen, voy a sacudirte hasta que revientes.
—¡Sí!
—¡Te voy a moler a palos! —gritó él—. ¡Te voy a convertir en un ser humano de verdad!