Cuatro

«Cuando levanté los ojos y le vi en la puerta, observando cómo jugaba yo con los niños del hospital, me sentí incómoda, como si alguien me hubiese estado contemplando mientras dormía. Luego, cuando me invitó a cenar, me pareció estar soñando. Debe haberme tomado por una mujer muy atrevida.

«Después de ciertas dudas, me he decidido a escribirle esta carta. Carecería de sentido por mi parte tratar de embellecer o falsear las cosas al hablarle de mí, y más aún, creo que sería desconsiderado —en el verdadero sentido de la palabra— intentar algo así al comunicarme con usted. La noche en que me invitó a cenar, me dijo que quería conocer mi otro yo. Como jamás he hablado de ello con otra persona, no pude reunir el valor suficiente para hacerlo con usted. Sin embargo, he terminado por pensar que usted es el único que podrá entenderme. Que no malinterpretará lo que le cuente.

Y algo aún más importante: que a la vista del profundo interés que ha demostrado por esta cuestión de las personalidades divididas, usted mismo podría tener, igual que yo, algo que esconder.

»Por estas razones le envío esta carta confidencial. Como no deseo causarle ningún problema, no he escrito mi nombre en el sobre, pero estoy segura de que sabrá quién lo remite.

»Sin embargo, al enviarle esta carta pongo mi confianza en usted y, dado que me dispongo a contarle secretos de mi propia vida y de mi difunto esposo, le pido que después de leerla se deshaga de ella de forma que no pueda ser leída por nadie más.

»Mi esposo y yo éramos parientes lejanos. Él tenía la misma edad que usted, sensei. Tal vez haya oído su nombre: Era Naruse Toshio y fue profesor en la universidad P. Yo sé muy poco de esos asuntos, pero parece que hizo algunas contribuciones interesantes en el campo de la economía moderna.

»Durante su segundo curso en la universidad —y tal vez usted pasara por la misma experiencia—, Naruse fue alistado en el ejército, formando parte de una unidad movilizada de estudiantes. Sirvió en China hasta el final de la guerra.

«Mientras estaba en la universidad vivió en una residencia de estudiantes cristianos cerca de la estación de Shinanomachi. En dos o tres ocasiones fui a visitarle allí con mi madre (yo todavía estaba en la escuela elemental). Aunque nuestro parentesco era lejano, mi madre le conocía muy bien desde la infancia y le había ayudado de diversos modos a su llegada de Okayama para que pudiera asistir a clases en Tokio.

»El director de la residencia era un tal profesor Yoshimatsu, que enseñaba en el departamento de Filosofía de la Universidad de Tokio. Mi esposo sentía un considerable respeto por él y se había adscrito a su grupo de trabajo. Durante un tiempo, incluso pensó en bautizarse por influencia del profesor. Tiempo después me dijo que había conseguido una plaza en aquella residencia que estaba reservada a estudiantes cristianos, por permiso especial del profesor Yoshimatsu.

»Una de las veces que visitamos la residencia, mi madre le hizo una petición.

»“Toschi-chan, ¿dispondrías de unos minutos diarios para ayudar a Mariko en sus estudios?”.

»“Desde luego. Si usted cree que seré capaz”. Aquel día iba vestido con un quimono azul con retazos de blanco; me miró y me sonrió mostrando sus blancos dientes. Estoy segura de que usted recordará que muchos estudiantes utilizaban quimono en aquellos días.

»Yo estaba todavía en la escuela primaria, pero al contemplar su sonrisa y la blancura de sus dientes, la imagen misma de la salud, pensé que era muy agradable. Ahora comprendo que fue el principio del vínculo que se estableció entre mi marido y yo.

»Me gustaba la escuela, de modo que siempre esperaba con interés sus visitas de los miércoles. Y a él le encantaba venir, porque cuando terminábamos de repasar las lecciones y de hacer los deberes, podía compartir una buena comida con nosotras.

«Durante la comida nos contaba todo tipo de cosas. Aunque estaba en el departamento de Económicas, sabía mucho de literatura. Ahora que se ha ido, recuerdo con profunda ternura su versión de Los viajes de Gulliver y el cuento de Iván que aparece en uno de los relatos populares de Tolstoi.

»Un día, Toshio me preguntó de improviso: “¿Sabes cómo es el interior del corazón humano?”.

»Era una pregunta difícil para una chica de mi edad.

»“En el corazón humano hay varias estancias —añadió—. La sala más honda es como la bodega que tenéis aquí en la casa, Mari: se amontonan en ella cosas de todo tipo. Sin embargo, por la noche, las cosas que tienes encerradas y olvidadas allí empiezan a moverse”.

»Yo pensé en nuestra bodega. Junto a las cajas de madera y el gramófono cubierto de polvo, había varias muñecas que mi hermana mayor había abandonado al casarse. Una de ellas era una muñeca rubia que mi padre había traído de Alemania. Sus grandes ojos no me parecían bonitos; tenían algo que me daba miedo. Nunca llegó a gustarme, de modo que la había encerrado en la bodega. Intenté imaginarla moviéndose en mitad de la noche, cuando todos estábamos durmiendo.

»“¿De verdad que las muñecas de nuestros corazones empiezan a moverse por la noche?”.

«“¿Las muñecas de nuestros corazones? Sí, así es. Las muñecas de nuestros corazones empiezan a moverse y a bailar. Y aparecen en los sueños que tenemos por la noche”.

»Era una historia maravillosa, arrebatadora. Traté de imaginar a aquella muñeca con sus atemorizadores ojos muy abiertos, inmóvil en mi corazón durante el día pero bailando sola al caer la noche. Evidentemente, Toshio también estaba estudiando religión por esa época. Después de casarnos, me contaba entre risas que habían sido esos estudios de religión lo que le había lanzado a aquel ardoroso discurso sobre las profundidades del corazón humano, aunque el tema estaba lejos de mi comprensión. Y yo le había escuchado con enorme intensidad y gran concentración, añadía con una risita irónica.

«Estoy abusando de su paciencia al extenderme en estos recuerdos triviales, sensei, pero existe una razón para ello. Naturalmente, en un exceso de sentimentalismo, he reflexionado numerosas veces sobre mis recuerdos del pasado, pero siempre llego al convencimiento de que la conversación que Toshio y yo sostuvimos ese día sobre el corazón humano se convirtió en el punto de partida del resto de mi vida. No creo que nada de lo que sucede en nuestra vida sea inútil o carezca de sentido. Enseguida comprenderá por qué digo que esa conversación fue el punto de partida de mi vida.

«Aproximadamente un año después de que Toshio empezara a darme clases, se organizaron los regimientos de estudiantes. Incluso siendo una niña, ya tenía la vaga sensación de que la guerra estaba volviéndose contra nosotros y día a día me sentía deprimida. Cuando empezaron a alistar incluso a estudiantes universitarios como Toshio, comencé a preguntarme si el Japón iba a perder, e interrogaba a mi madre al respecto. Ella se limitaba a suspirar y murmurar: “Ahora, hasta los estudiantes”.

»Sensei, ¿recuerda las ceremonias de despedida que se celebraban los días de lluvia en los jardines exteriores del Templo? Esas procesiones bajo la lluvia que todavía hoy suelen pasar por televisión. He conseguido localizar a Toshio en esas películas, entre los estudiantes cubiertos con sus gorros cuadrados que marchan entre los charcos de agua con el fusil al hombro.

»Toshio fue destinado a un regimiento de China. Tres meses después, mi madre, mi hermana y yo le visitamos en el cuartel con el padre de Toshio, que había venido a vivir a Tokio. Toshio iba vestido con un uniforme de soldado que no era de su talla y tenía las manos hinchadas y agrietadas por el frío. Con aquellas manos hinchadas devoró vorazmente el almuerzo que mi madre había preparado y guardado para él en una caja lacada. Cuando mi hermana le entregó el libro de poesía que había pedido, su rostro se iluminó de alegría como el sol que sale tras la tormenta. Estaba ávido de letra impresa.

«Pudimos celebrar tres de estos encuentros antes de que su regimiento fuera enviado a China. Para ser sincera, un escalofrío de alegría recorrió mi cuerpo cuando recibí la primera postal de China, con el sello de la censura gubernamental estampado en ella. Lo que más nos alegraba era que no le hubiesen enviado a las peligrosas islas del Pacífico Sur. Por aquel entonces era sabido de todos que el Japón sufría escasez de hombres y que se habían iniciado feroces choques con las tropas norteamericanas en las islas del Pacífico Sur. En cambio mi padre explicaba que probablemente no se produciría ninguna terrible batalla en China. Que Toshio volvería sano y salvo casi con seguridad.

»Tal como deseábamos, Toshio permaneció en China.

Ascendió de cadete a alférez y más tarde supimos que había llegado a participar en algunas pequeñas operaciones de limpieza contra las guerrillas, pero por fortuna no había tomado parte en grandes combates. Nos dábamos cuenta de que parecía llevar una vida plácida por las postales que nos llegaban cada varios meses, como si de repente se acordara de escribirlas. Por esa época, Tokio sufría una serie de bombardeos aéreos y había escasez de víveres, y la vida de Toshio parecía más segura e incluso un sueño envidiable para nosotros.

»“Ayer le retorcimos el cuello a un pollo, y con algunos compañeros preparamos un estofado junto al río”. Cuando nos llegaban estas postales tan desenfadadas, teníamos que preguntarnos quién se hallaba en el auténtico campo de batalla. Afortunadamente, la casa de su familia en Okoyama no había sufrido daños, pero la nuestra fue destruida por las bombas incendiarias y tuvimos que refugiarnos en una choza que nos dejaron unos parientes en un pueblo llamado Tsurukawa.

«Probablemente se estará preguntando qué tiene que ver todo esto con la pregunta inicial que me formuló usted, sensei. Pero si no le explico un poco del pasado, aunque sea en una rápida pincelada, no creo que pueda entender lo que le contaré más adelante. Por favor, tenga un poquito más de paciencia.

»Medio año después de terminar la guerra, Toshio fue por fin repatriado. Aunque pasó algún tiempo recuperándose en su casa, cuando llegó a Tokio estaba todavía demacrado. Los pómulos le sobresalían y llevaba el mismo uniforme demasiado grande de recluta. No podíamos creer que un hombre en su estado hubiera sido alférez. El corazón se me encogía de miedo al pensar en cómo le habrían cambiado dos años de vida militar. Nos dijo que había tenido muchas dificultades para localizarnos, transportando a la espalda una mochila que casi parecía del tamaño de nuestro refugio provisional.

»“No sé deciros cuántas veces he leído los libros que me mandasteis a China. Pero algunos se perdieron cuando fui embarcado de vuelta, y otros fueron confiscados”, explicó, en tono de disculpa. Yo guardaba un nítido recuerdo de la mirada de alegría de su rostro cuando mi hermana le había entregado el primer volumen.

»Volvió a clases y estudió como si estuviera hambriento de saber. Tal vez debido a su personalidad, gozó del favor de sus maestros y, después de graduarse, fue contratado por el departamento como ayudante de investigación. Poco después obtuvo una beca Fulbright y pudo estudiar en Estados Unidos. Para entonces, yo asistía a la universidad femenina.

»Un tiempo después de volver al Japón, Toshio obtuvo por fin un empleo de profesor no numerario en el departamento de Económicas y no tardamos en casarnos. Al principio, con su sueldo no nos daba para cubrir los gastos, de modo que hablé con una amiga que trabajaba en la editorial Hayamizu y entré allí para hacer traducciones de escritores policíacos franceses como Simenon. El francés fue el único idioma por el que me interesé realmente en la escuela.

«Alquilamos un piso de dos habitaciones en una casa de Meidai-mae que había sobrevivido al bombardeo. Por esa época empezaban a levantarse nuevas casas sobre la tierra chamuscada en torno a la estación, pero el lugar donde vivíamos nosotros era una de las pocas casas viejas y oscuras de estilo japonés que todavía se sostenía en pie. Frente a la estación se había abierto un pequeño mercado, pero para una mujer no era seguro volver sola a casa después de anochecer en invierno, de modo que cuando tenía que enviar una traducción al editor, mi esposo me acompañaba a la estación. A veces discutíamos lo que nos gustaría comprar para la cena, y luego volvíamos a casa paseando cogidos de la mano. Recuerdo un gran árbol, un zelkova plantado junto al camino; en otoño se reunían bandadas de estorninos en sus ramas.

»Es hora de pasar al tema central. Sin duda es una imprudencia por mi parte escribir las cosas que me dispongo a revelar, pero tras mi primera conversación con usted he llegado a la conclusión de que es inevitable. No me siento en absoluto incómoda en lo que respecta a temas sexuales. Sin embargo, debo pedirle una vez más, por favor, que cuando termine de leer esta carta se asegure de quemarla. Se lo ruego.

»De joven era un patito feo sin remedio y, aunque estaba segura de saber más sobre el sexo que la mayoría de las chicas por las novelas y libros que leía, lo cierto era que me sentía como si estuviera mirando con un solo ojo fotografías de las calles de ciudades extranjeras que nunca había visitado. Lo cierto es que supe muy poco de mi propio cuerpo hasta que me casé con Toshio.

»Era un hombre considerado y, como antes he señalado, había crecido consentido y protegido del mundo. Se conjugaban en él la cortesía y la obstinación, el nerviosismo y la sinceridad. Había algo muy egoísta en su concepción del sexo. Parecía desearlo vehementemente. Por mi parte, el día de mi boda mi madre me había dicho: “Debes hacer todo lo que él te pida”. Seguí su consejo y esa noche simulé gozar aunque, con toda sinceridad, cuando él me abrazó me pregunté cómo podía tal actividad alegrar la vida de nadie.

»No me disgustaba que Toshio me hiciera el amor, pero a menudo me sorprendía su insistencia. Me buscaba a diferentes horas y no sólo por la noche. Algunos domingos me agarraba por detrás mientras yo trabajaba en la cocina. En invierno, sentados bajo el cubrecama, me ponía de pronto las manos en el cabello, me empujaba contra el suelo y montaba sobre mí. Al principio lo consideré una manifestación de su ferviente amor por mí. Sin embargo, al contemplar su rostro encima del mío, vi algo que no había apreciado nunca en él. Otro rostro que no había visto jamás, totalmente distinto de sus facciones habituales, unas facciones tiernas que aún tenían huellas de pasadas penalidades en su perfil, unas facciones que se volvían infantiles cuando sonreía. Aquel extraño rostro me producía cierta desazón con sus ojos inyectados en sangre que despedían una mirada de crueldad. Incluso grité: “¿Quién eres? ¿Quién… quién eres tú?”. Estaba abrumada de preocupación…, no: de temor. Pero su lujuria, aunque feroz, también era de corta vida. Cuando quedaba satisfecho volvía a sus labios la sonrisa infantil.

»Sin duda, cabe considerar feliz la vida que pasamos juntos. La única pena que tenían mis padres era que no les dábamos nietos. Nos hicieron reconocimientos médicos, pero no encontraron una causa clara. Fue una lástima, pero entonces no sentí pena ni lo lamenté. A Toshio no le desagradaban los niños, pero una parte de él temía el cambio drástico que un hijo traería a nuestras vidas, convirtiéndome en una madre que dedicaría cada hora de su vida al niño. Su excusa era que un hijo le perjudicaría para los estudios, y en ocasiones llegaba a afirmar con toda sinceridad que ésa era la auténtica razón.

«Conservo muchos recuerdos agradables de esa época. Tal vez el más placentero sea el de la ocasión en que un libro escrito por mi esposo fue galardonado por los máximos eruditos de su campo con el premio Sakitani, y el viaje que realizamos a Tohoku.

»El premio Sakitani se concede en dos campos, ciencia y literatura, y la ceremonia de entrega y la recepción se celebran simultáneamente en el hotel de la Estación de Tokio. Toshio, con una brillante flor artificial roja en la solapa, se mostró bastante aturdido durante la velada debido a la emoción y al alcohol que había tomado.

»“No vayas a mancharte el traje —le dije, e insistí en tono burlón—: Quiero que puedas llevar la misma ropa cuando recibas el próximo premio”.

»Esa velada, mientras deambulaba ruborizada entre el gentío de la recepción, recuerdo que vi a alguien. Era usted, sensei. Supongo que estaba allí como amigo del señor Kano, que había recibido el premio literario. Ésa fue la primera vez que le vi, y jamás hubiera imaginado que un día le escribiría una carta como la presente.

»En plena recepción, se me acercó un hombre de una revista que hacía las funciones de recepcionista.

»“¿Conoce usted a un hombre llamado Kawasaki? Dice que quiere entrar en la recepción. Supongo que es una impertinencia por mi parte comentarlo, pero realmente no tiene un aspecto acorde con este acto”.

»Toshio no me había mencionado jamás el nombre de Kawasaki, de modo que acudí al mostrador de recepción para saber de qué se trataba. Tal como había dicho el recepcionista, un hombre de mediana edad, de aspecto e indumentaria dudosos, aguardaba con aire hosco junto a la entrada.

»“Usted debe ser la esposa, ¿verdad? —Su tono de voz era informal; probablemente el hombre estaba ebrio—. Haga el favor de decirle a su marido que está aquí Kawasaki, de sus tiempos en el ejército. Vi el anuncio en el periódico y he venido corriendo. Realmente es un día muy feliz…”.

»“Así pues, ¿es usted uno de los camaradas de armas de mi esposo?”.

»“¿Un camarada…? No, yo más bien diría que soy uno de sus viejos compinches”, respondió él, dirigiéndome una sonrisa mordaz.

»Volví al salón y localicé a mi esposo. Estaba rodeado de gente de la prensa, pero llegué a su lado y le tiré de la manga.

»Cuando oyó el nombre de Kawasaki, su rostro sonriente se endureció por un instante. Tal vez nadie notara el cambio, pero yo era su esposa, al fin y al cabo. Con voz despreocupada, se excusó de la conversación y me dijo: “Hazme el favor de presentar nuestros respetos a estas personas”. Después, abandonó el salón.

»Yo sabía que sucedía algo raro, y mientras recorría la estancia haciendo reverencias y repitiendo palabras de agradecimiento, de vez en cuando me volvía para ver qué sucedía. Mi marido no tardó en volver, con el mismo aspecto de siempre. Cualquiera que se fijase en él habría pensado que volvía del cuarto de baño.

»Esa noche volvimos bastante tarde a casa, tras una segunda ronda de celebraciones en un bar. Mientras cepillaba su único traje bueno, le pregunté: “¿Quién es ese señor Kawasaki?”.

»De nuevo su rostro se puso casi imperceptiblemente tenso. Su rigidez me hizo pensar si existiría algún secreto desconocido que mi esposo y Kawasaki compartían. Me sentía celosa.

«Debido a mi amor por Toshio, a partir de esa noche me inquieté por su conducta, y cada vez que Kawasaki llamaba, le pasaba el auricular y luego trataba de analizar sus expresiones y las respuestas que daba por teléfono.

»Un día, mientras limpiaba, descubrí algo extraño. En la estantería donde guardábamos los tomos del diccionario Larousse sólo había las fundas correspondientes a cada volumen, pero faltaban los libros. ¿Cuándo los había sacado de casa mi esposo? Y lo había hecho de modo que yo no lo notara… Caí entonces en la cuenta de que un par de semanas antes, al marcharse de casa por la mañana, le había visto llevar, además de su cartera, un objeto cuadrado envuelto en un furoshiki.

»“¡Ah, los libros! —Toshio fingió indiferencia ante mi pregunta—. Los he llevado a nuestro despacho en la facultad”.

»Pero en ningún departamento de investigación digno de tal nombre era posible que faltara un diccionario Webster o Larousse. Aunque no los tuvieran a mano en el momento en que los necesitaran, era seguro que podían acceder a ellos en la biblioteca de la universidad.

»Era la primera mentira que detectaba en mi esposo desde la boda. Me sentía dolida y triste.

»Tuve la corazonada de que había vendido los diccionarios para entregar el dinero a Kawasaki. Incluso llegué a imaginar que se trataba de uno de esos sucesos que suelen aparecer como noticia escandalosa en los periódicos, un incidente como tantos en el cual Kawasaki sabía algo que perjudicaba a mi esposo y estaba chantajeándole. Casi podía ver a mi marido, un hombre amante del saber pero ignorante de todo lo demás, acorralado por las amenazas de Kawasaki, y quise protegerle. Sin embargo, ¿qué tipo de flaqueza habría manifestado un hombre como mi marido durante su época de soldado?

»Era un sábado por la tarde. Estaba sola en casa cuando telefoneó Kawasaki.

»“Lo lamento, pero ha salido. —Fue en ese mismo momento cuando me decidí a sonsacarle el secreto—. ¿Le dio el dinero mi esposo?” En mis ojos brilló débilmente una imagen del rostro ebrio de Kawasaki, con sus ojos muy enrojecidos.

ȃl no dijo nada durante unos segundos.

»“¿Dinero? ¿De qué está hablando?” Se hacía el inocente.

»Reuní el valor necesario y afirmé con fingida seguridad: “¿Eso significa que no se lo ha dado?”.

«Preparé mentalmente una explicación razonable por si él insistía en no saber nada. Por ejemplo, que mi esposo me había dicho que le había prestado cierta cantidad. Sin embargo, la seguridad en mí misma que acababa de demostrar hizo titubear a Kawasaki y abandonó todo disimulo.

»“Sí, me lo dio. —Una nueva pausa—. Entonces, ¿lo sabe usted?”.

»“Sí”.

»“¿De verdad? Jamás habría pensado que Toshio se lo contara, por muy bien que les fuera juntos. De todos modos, eso me hace más fácil hablar con usted. Cuando vuelva a casa, ¿podría decirle que quizá necesitemos un poco más de dinero para la Asociación Conmemorativa?”.

»“La Asociación Conmemorativa, sí”.

»Toshio jamás me había dicho una palabra acerca de una Asociación Conmemorativa. Y yo estaba intrigada por lo que Kawasaki acababa de decir: “Jamás habría pensado que Toshio se lo contara, por muy bien que les fuera juntos”.

«“¿Qué cantidad aproximada he de decirle que necesitará?”.

»“Veamos. Dígale que se lo comunicaré cuando lo tengamos todo calculado. Me alegro sinceramente de que sea usted tan comprensiva en todo este asunto. Al fin y al cabo, era la guerra y no teníamos otra opción. Pero cuando volvimos al Japón y fueron pasando los años, empecé a sentirme verdaderamente culpable, ¿sabe? Porque allí murieron decenas de mujeres y niños. Para ser franco, me gustaría poder erigir algún tipo de lápida conmemorativa, pero al ser japoneses todavía no nos permiten entrar en China”.

«Nuestra conversación terminó aquí. Traté de continuar trabajando en la traducción, pero las palabras que acababa de escuchar volvían caprichosamente a mi mente, como piezas sueltas de un rompecabezas.

«Cuando Toshio volvió a casa, no hice ningún comentario. Por algún motivo, mientras estudiaba su rostro, recordé su quimono azul y blanco y la sonrisa de blancos dientes que lucía la primera vez que mi madre y yo le visitamos en su residencia…

«Esa noche me hizo el amor. Yo hundí mi rostro en su brazo y murmuré de pronto: “Debe costar mucho dinero mantener una Asociación Conmemorativa”.

«Mi voz sonó tan dulce e inocente que incluso yo me sorprendí. Por un momento, toda la fuerza de mi esposo pareció concentrarse en sus brazos.

«“¿Por qué no me lo contaste? Lo he sabido por el señor Kawasaki”.

«Toshio no respondió.

«Con mi astucia intuitiva, seguí hablando con más ternura aún: “¿Pensabas que me preocuparía? Soy tu esposa. Si me lo hubieses contado… Para mí, las cosas no cambian. Sucedió por culpa de la guerra”.

«“¿Qué te contó Kawasaki?”.

»Toshio se apartó de mí y fijó los ojos en el techo.

»“Todo. Incluso lo de las mujeres y los niños”.

«Conseguí tomar las palabras sueltas del rompecabezas e introducirlas hábilmente en el lugar adecuado del diálogo.

»Para ser del todo sincera, en aquel momento no tenía idea de qué aparecería una vez estuvieran juntas todas aquellas piezas. Tenía un vago presentimiento que parecía advertirme de no preguntar lo que más temía.

«“Entonces, ¿no me odias por lo que hice?”.

«Bajo la luz de la mesilla de noche, vi una sonrisa en el rostro de Toshio. Era aquel rostro, aquella otra expresión que había visto de recién casada, cuando le contemplé encima de mí después de cogerme por el pelo y tenderme en el suelo.

«“¿Por qué iba a hacerlo? Ya te lo he dicho: estabas en guerra y no tenías otra opción. —Sonreí como una madre o una hermana mayor, luchando desesperadamente por no dejarle ver las frenéticas contorsiones de mi mente—. Entonces, ¿te sientes culpable como el señor Kawasaki?”.

«“No. Por alguna razón, no me sentí especialmente culpable la primera vez, ni tampoco la segunda. De hecho, estaba hipnotizado con la belleza de las llamas mientras consumían las casas”. Hablaba lentamente, con los ojos siempre fijos en el techo.

»“La primera vez y la segunda… Así pues, sucedió dos veces…”.

«“Sí”.

»“Las casas ardieron… ¿Y las mujeres y los niños estaban dentro?”.

«“Sí, dentro. Los metimos a todos dentro de sus propias casas”.

»“Y luego prendisteis fuego a las casas y matasteis a todo el mundo… ¿Os dieron esa orden?”.

«“La primera vez nos lo ordenaron. Nos dijeron que en el pueblo se ocultaban espías. Los soldados estaban excitados: un par de los nuestros habían sido asesinados. Pero la segunda vez, nuestro pelotón decidió hacerlo por su cuenta”.

»Con la cabeza apoyada entre las manos, cerró los ojos. Parecía estar escuchando, en lo más profundo de sus oídos, el sonido de las cabañas ardiendo, con las mujeres y los niños encerrados en el interior. Yo conocía ese sonido. Era el que había escuchado cada noche durante las incursiones aéreas, como un tren que pasara silbando. Y ahora, una vez más, escuché aquel ruido junto a mi esposo, en nuestro dormitorio, a medianoche.

»Ni le odié ni le temí. Una sensación de entumecimiento se adueñó súbitamente de mí. Por primera vez me había dado cuenta de que en el interior de mi esposo, que a veces se comportaba conmigo como un hermano menor, existía el perfil de un hombre absolutamente distinto. Y cuando comprendí que aquellos dos aspectos contradictorios habían conformado al hombre con el cual me había casado, reaccioné sobresaltada y conmovida.

»De pronto rodé encima de él, y por primera vez besé con ardor sus labios, enterré el rostro en su pecho y busqué apasionadamente su cuerpo. Como si hubiera estado esperando aquello, él me penetró con brusquedad.

«“Háblame —grité—. Cuéntame, dime cómo prendisteis el fuego”.

«“Rodeamos las casas para que no pudieran escapar… Utilizamos aceite para encender las casas”.

«“¿Podías oír sus voces? ¡Dímelo! ¿Cómo sonaban?” «“Las oíamos. Algunos niños salieron corriendo de las chozas. Les disparamos”.

«Toshio y yo jadeábamos y nos revolcábamos por la cama.

«“Cuéntame. ¿Qué pasó con las mujeres cuando disparasteis?”.

«De pronto, todo terminó. Toshio se estremeció, y sin decir una palabra más se levantó de la cama y salió del dormitorio. Yo me quedé allí, boca abajo, bañada en sudor. Cuando volvió a la cama, cerró los ojos como si no acabara de suceder nada entre nosotros.

»Jamás volvimos a hacer mención de esa experiencia entre nosotros. Él continuó siendo el mismo de siempre, el marido en quien se mezclaban la amabilidad y la impertinencia, la pureza y el nerviosismo. A veces me preocupaba que los viejos crímenes de guerra pudieran ser resucitados, pero jamás sucedió nada de ello. ¿Habían muerto todos los testigos en los incendios? ¿Nadie había presentado una acusación? Ese aspecto del asunto me parece extraño, incluso hoy.

»Pero el ardiente recuerdo de aquella noche tampoco desapareció nunca de nuestra relación. De hecho, se convirtió en un medio infalible de encender mis sentimientos hacia él. Nunca tocamos el tema tabú, pero para mí éste se convirtió en el secreto sagrado de nuestro matrimonio.

»Seré absolutamente sincera.

»Desde esa noche, siempre que dormía con él imaginaba lo mismo al contemplar su rostro iluminado por la luz de la mesilla de noche. Es un pueblecito que nunca he visto. Aposta sus hombres a la entrada y la salida del pueblo. Las mujeres son conducidas a una choza destartalada de techo de paja y paredes de adobe. Kawasaki rodea la casa rociándola de aceite. Mientras, mi esposo aguarda, con la mirada en el reloj. Cuando Kawasaki termina su trabajo, prenden fuego. Las llamas y el humo surgen con un estallido y envuelven la casa. La paja ardiente del techo se eleva en espiral hacia el cielo con un humo negruzco. Después, del interior de la casa llegan gritos y sollozos que se alzan al firmamento con las llamas. Unos niños envueltos en llamas y unas mujeres con los pequeños apretados contra el pecho salen corriendo de la casa. Mi esposo, junto con sus hombres, los abaten a tiros, uno por uno.

»Lo había hecho. Los había matado. Mi esposo. El hombre que en aquel instante estaba tendido en mi cama, saboreando su whisky y leyendo un libro: él había abatido a tiros a aquellas madres y a sus hijos… De pronto, una indescriptible oleada de excitación me recorría de pies a cabeza y muchas veces estuve a punto de decirle algo. Pero Toshio no parecía advertirlo y preguntaba: “¿Te pasa algo? ¿No puedes dormir? Yo no puedo desengancharme de esta novela policíaca ahora que la he empezado”.

»Su sonrisa era la que conocía de todos aquellos años. El rostro de un profesor popular entre sus alumnos que acudían a visitarnos.

»Cuando mi esposo me hacía el amor, yo imaginaba aquella escena mentalmente. Así, aumentaba mi indescriptible placer y el amor que sentía por él. La dualidad, la complejidad que guardaba en su interior reforzaba mi vinculación a él. No, ni una sola vez tuve el más pequeño impulso de criticarle o recriminarle. Jamás le consideré repulsivo. Si yo hubiera sido un hombre y me hubiesen mandado a la guerra como a él, estoy segura de que habría hecho lo mismo. Y habría seguido viviendo como él lo había hecho, intercambiando miradas de inocencia con sus compañeros. No tengo la menor idea de si se sentía torturado por el incidente en lo más profundo de su corazón, pero sé que nunca se le escapó el menor signo de angustia ante mí, su esposa.

»Y yo tampoco sentí nunca asco de mí misma por utilizar su experiencia como afrodisíaco, como estímulo de mis propias pasiones.

«Estuvimos casados veintitrés años. El llevó una vida feliz hasta los cincuenta y cinco, edad en que murió en un accidente de tráfico cuando iba de la universidad a casa. Nunca volvimos a hablar de sus experiencias en la guerra, pero éstas ardían en el interior de mi corazón, y cada vez que decidía avivar las llamas éstas surgían impetuosas proporcionando una intensa estimulación a nuestros cuerpos. Kawasaki no volvió a ponerse en contacto con nosotros. Mi esposo obtuvo una gran fama como erudito, y cuando murió, toda la universidad guardó luto por él.

«Fallecido mi esposo, luché contra una insondable sensación de vacío. No puedo expresarle cuánto sentí no haberle dado un hijo. Nunca como entonces sentí los instintos maternales de los que creía carecer.

»En un intento por llenar el vacío, seguí el consejo de una amiga y me inscribí en un curso para voluntarios en hospitales. El curso tenía por objetivo promover la extensión del trabajo social voluntario en un país donde la idea era relativamente nueva, y tras un año de preparación empecé a trabajar en un hospital de la ciudad.

»El hospital al que fui destinada tras ese año de instrucción es el mismo donde usted me visitó, sensei. Cuando me preguntaron en qué sección me gustaría trabajar, pedí la sala de pediatría. Todavía hoy recuerdo la primera vez que la enfermera jefe me llevó allí y le di un biberón a un bebé prematuro que ocupaba una pequeña incubadora de cristal. Los pezones de mis pechos inexpertos me latían intensamente. Niños con leucemia, que se habían agarrado a mí y me habían pedido que les contara cuentos, al cabo de unos meses empezaban a perder sus fuerzas. Cuando les veía recibir transfusiones y medicamentos anticancerosos al entrar en coma, yo le rogaba a Dios desde lo más profundo de mi corazón que me permitiera morir en su lugar. Le digo la pura verdad. Con toda sinceridad y convencimiento, suplicaba que mi petición fuera aceptada.

»Pese a todo, no he olvidado lo que hizo mi esposo. Al terminar el trabajo en el hospital y volver a casa, ceno y luego revivo estos recuerdos ante la foto de Toshio que cuelga de la pared de mi alcoba. Un mar de llamas envuelve la cabaña, las chispas de fuego y las nubes de humo negro forman volutas en el aire y los gritos de agonía surgen del interior, madres y niños salen corriendo…, mi esposo mata a los niños… No, junto a mi esposo, riéndome, yo les disparo también… Este recuerdo conjugado con el retrato de mi esposo, despierta en mí un impulso que no puedo refrenar. Quiero saber de qué parte de mi corazón surge este impulso. ¿Adónde me conduce? Esta parte negra de mi corazón que no puede ser reprimida por el sentido común o por la lógica.

«Casualmente, he conocido a una joven que poseía dentro de sí ese mismo elemento irreprimible, abominable. No me andaré con rodeos: me estoy refiriendo a Itoi Motoko, la muchacha que pintó su retrato, sensei.

»Las obsesiones de Motoko toman una forma distinta, pero me han permitido experimentar por otros medios el mismo tipo de placer que me enseñó mi marido. Cuando alcanza el clímax de su violento éxtasis, siempre grita “¡quiero morir!”; “¡Adelante, muérete!”, replico yo. Sensei, la gente puede morir por amor o por la belleza, pero también puede hacerlo mediante el descenso a la fealdad y al vacío. Ésa es la sensación que tengo cuando miro a Motoko. Y eso es lo que quiero que usted comprenda.

«Cuando he pasado la noche con Motoko, por la mañana acudo al hospital con cara alegre, abrazo a los niños y ayudo a las enfermeras. En cambio, por la noche… Cuando era joven, mi esposo me habló de la bodega del corazón humano. En esa bodega alguien ha colocado una muñeca de ojos grandes que te mira, y por la noche empieza a moverse y se pone a bailar. En mi corazón también baila esa muñeca. Tal vez se pregunte cuál de las dos es la auténtica Mariko. Lo único que puedo decir es que ambas son yo. Tal vez se pregunte si las contradicciones entre las dos me causan algún tormento, alguna angustia. Sí; a veces, cuando pienso en esas contradicciones, me horrorizo de mí misma. Me causo repulsión. Pero también hay ocasiones en las que no es así, y no puedo hacer nada al respecto. Después de escribir tanto, yo…».

*

Cuando Suguro volvió del estudio, la mesa del comedor estaba brillantemente iluminada, adornada con flores y dispuesta con los boles de sopa que habían comprado en Milán. Aquellos boles sólo se utilizaban las noches en que tenían algo especial que celebrar.

—¿Qué día es hoy? —preguntó.

—¡Santo cielo, es nuestro aniversario! —respondió la mujer con incredulidad.

—¡Oh! ¿De veras?

Tenía la cabeza ocupada en la carta. Habían transcurrido tres días desde que la recibiera, pero en su interior se agitaban un asombro y una curiosidad que crecían a cada día que pasaba. En cierto sentido, la mujer parecía atemorizadora, pero el escritor que había en él no podía soportar la idea de despreciarla. Mientras se llevaba la cuchara a la boca, preguntó mecánicamente a su mujer qué había sucedido durante el día y la escuchó mientras ella contaba que había ido al médico a ponerse una inyección de esteroides para sus hinchadas articulaciones de las rodillas, y que de regreso a casa había visitado una exposición de estufas eléctricas de un modelo nuevo.

Estas conversaciones eran una especie de ritual, o tal vez de etiqueta entre ellos, y Suguro siempre respondía a los comentarios de su esposa con una sonrisa o un gesto de asentimiento.

—Parece que cada año salen aparatos nuevos y más cómodos.

—Con esa actitud, terminarás por no comprar nunca nada.

—El invierno terminará pronto.

Suguro no le había contado nada de la visita de Kobari ni de sus experiencias en el Château Rouge, y por supuesto no le había dicho una sola palabra de la carta de la señora Naruse. Aquellas cosas no tenían relación con el mundo que habían creado juntos, eran temas que no debía tratar con su esposa.

—Le escribí una carta a Mitsu para saber cómo estaba, pero no me ha contestado.

—Supongo que hoy en día a los jóvenes no les gusta escribir.

—Si por casualidad la vieras… en alguno de tus paseos…

—No creo que suceda. Escucha, ¿querrás comprarme un trasplantador pequeño, por favor? Tengo que plantar esos bulbos muy pronto.

Desviando toda nueva alusión a Mitsu, Suguro llevó de nuevo la conversación a su sendero habitual; al hacerlo se quedó contemplando el rostro lleno de arrugas de su esposa y los mechones de canas de su cabello. Miró a hurtadillas su boca al masticar la comida. Su manera de comer era totalmente distinta a la de la señora Naruse y carecía por completo de su erotismo… Suguro recordó el extraño relato y pensó en lo que la señora Naruse decía en la carta. ¿Poseía también su esposa aquellos mismos impulsos en conflicto? ¿Acechaban en su interior secretos que nadie habría imaginado nunca al verla? ¿Era posible que también su propia esposa hubiera elaborado aquella imagen superficial para estar en sintonía con él? El mero hecho de pensarlo le parecía a Suguro una profanación de su esposa. Sin embargo, un pasaje de la carta de la señora Naruse se repetía en su mente causándole una permanente inquietud: «Tal vez se pregunte cuál de los dos es mi auténtico yo… A veces me horrorizo de mí misma. Me causo repulsión».