Kobari deambuló por la calle Sakura como había hecho Suguro. Su olfato de reportero le dijo que no andaba lejos de encontrar alguna pista. Tenía confianza en su capacidad para desentrañar alguna clave que le permitiera poner a Suguro contra las cuerdas.
Cuando salía a cubrir alguna noticia, si se hallaba cerca de Shinjuku, siempre echaba un vistazo a la calle Sakura antes de volver a casa. No tardaba más de diez minutos en recorrer la calle, corta y estrecha. Cada vez que iba de punta a punta, cruzaba su mente una esperanza: «Quizás esta vez». Sin embargo, aquel «quizás esta vez» parecía que nunca iba a convertirse en realidad. Cuando volvía a casa sin la menor pista, se sentía agotado y deprimido, y revivía el recuerdo del rostro autocomplaciente de Suguro durante la entrega de premios.
Pero el «quizás esta vez» se cumplió.
Hacia el atardecer, había empezado a caer una lluvia invernal que incitaba a Kobari a dar por finalizada su búsqueda por aquel día, pero el periodista cambió finalmente de idea y avanzó por la breve cuesta a la salida de la estación de Shinjuku. Entre la multitud que caminaba hacia él bajo los paraguas, captó un rostro que le pareció que había visto anteriormente. No logró recordar al instante de quién se trataba, pero, cuando llegó a su altura, la reconoció. Era la mujer que había salido del metro en Harajuku para citarse con la otra mujer que Kobari había seguido porque parecía conocer a Suguro. La que ahora caminaba entre la muchedumbre era de baja estatura y llevaba gafas de montura redonda; era una mujer ordinaria desde cualquier punto de vista, pero indudablemente era la que había visto en Harajuku.
Kobari volvió la cabeza. Con el paraguas ligeramente inclinado, la rechoncha mujer avanzaba cuesta arriba arrastrando los pies. Las piernas que asomaban bajo la falda también eran gruesas.
Kobari pasó rápidamente junto a ella y continuó adelante con aparente indiferencia. Después dio media vuelta. Mientras la mujer pasaba lentamente junto a él, Kobari le dijo con una sonrisa:
—¡Oiga! ¿Por casualidad es usted amiga de Suguro sensei?
No tenía idea de por qué habían brotado de su boca aquellas palabras. Si la mujer negaba conocer a Suguro, tendría que afrontar la situación desde aquel punto.
—Es amiga de Suguro sensei, ¿verdad?
—Bueno, yo no diría que seamos amigos —respondió ella con sorprendente familiaridad—. Algunas veces he tomado unas copas con él.
Kobari comprendió que «quizás esta vez» era ahora. Al contrario que la pintora a quien había interrogado tras la recepción, esta mujer no parecía ponerse en guardia; incluso mostraba una sonrisa en sus ojos tras las gafas de montura redonda.
—¿Ah, sí? Entonces es la persona de que me habló el sensei.
A partir de allí, el engranaje empezó a funcionar con suavidad, como el de una máquina recién engrasada.
—¿Es usted amigo del sensei? ¿Cómo sabe que yo lo conozco?
—Me dijo que usted llevaba gafas y tenía la cara rechoncha —mintió Kobari, pero ella no mostró la menor muestra de suspicacia—. Es pintora, ¿verdad? ¿Por qué no vamos a algún sitio a tomar un té?
—¿Té? —dijo la mujer con una risilla—. ¿Así que es usted bebedor de té?
—El sake también me va. Si lo prefiere…
—Tomaré algo con usted, pero me conformaré con un té.
En aquella calle, la manera en que los hombres abordaban a las mujeres y en que éstas aceptaban sus proposiciones tenía siempre aquel cariz. Cuando tomaron asiento en la barra de la cafetería, antes incluso de pedir el té, Kobari preguntó:
—Así pues…, ¿es a usted a quien el sensei permitió pintar su retrato?
—Sí, señor —dijo con una confiada sonrisa tras los cristales—. Yo soy.
—Y había otra mujer con usted cuando lo hizo, ¿no es cierto?
—¿Se refiere a Hiña? Sí, estaba allí.
—Es lo que me dijo el sensei. Dijo que estaba borracho.
—¿De verdad? ¿Eso dijo? Yo no pensaba que lo estuviera en absoluto.
—Bien, en todo caso, él permitió que usted le hiciera un apunte, ¿no es eso?
—En realidad no vino directamente a pedírmelo. Le saqué una especie de apunte mientras hablábamos en el hotel. Llevaba mi bloc de apuntes porque Hiña y yo habíamos acudido esa noche a la calle Sakura para tratar de sacar algún dinero haciendo retratos.
La palabra «hotel» no pasó desapercibida a Kobari. Así pues, Suguro había ido a un hotel con las dos mujeres.
—¿Qué hizo el sensei en el hotel?
—Al principio habló mucho. Después de todo, es un escritor. Y tiene tanta percepción…
—¿Por qué dice eso?
—Sólo con mirarme supo que soy masoquista. ¿Le importa si pido sake?
Hizo el comentario despreocupadamente, como si estuviera hablando de su gusto por los volantes de encaje. Kobari le dirigió una mirada atrevida, pero ella mantuvo la misma expresión amistosa tras las gafas, sin el menor asomo de la tendencia morbosa, masoquista, que había reconocido poseer.
—No he entendido su nombre. Yo me llamo Kobari.
—Soy Itoi Motoko. Estoy encantada de conocerle —respondió ella alegremente, como si fuera un famoso de televisión—. Soy una pintora nueva y prometedora. Y para ganarme el pan pinto retratos por las esquinas.
—Entonces… ¿el sensei supo detectar que era masoquista?
—En efecto. Dijo que nos había invitado al hotel por esa razón. Quería vernos a Hiña y a mí haciendo el amor.
—¿Y…? —Kobari tragó saliva con dificultad—. ¿Lo hicieron?
—Claro. No hay para tanto. Es sólo una cuestión de preferencias. Y fue muy espléndido al pagarnos.
—Entonces, ¿lo único que hizo fue mirar?
—Bueno, la segunda vez se unió a nosotras.
—¿Se desnudó…?
—¿Conoce a alguien que haga el amor vestido? —replicó ella con una nueva risilla—. ¿Conserva usted la ropa cuando duerme con una mujer? Si lo hace, seguro que tiene algún tipo de complejo.
—De modo que Suguro se desnudó… Pero el cuerpo de un viejo debe ser repulsivo.
—Es cierto. No es como los jóvenes. Tiene manchas en algunas partes, su piel está reseca y el vientre le sobresale… Y huele.
—¿Huele mal?
—Bueno, no huele mal, exactamente, pero tiene el olor de un viejo. Como el olor de un crematorio. O como cuando se enciende incienso. Pero su feo cuerpo me excitó de verdad.
Mientras hablaba, sus ojos se cerraron hasta convertirse en dos finas lineas tras las gafas. Era capaz de decir con total serenidad las cosas más desconcertantes por aquellos labios sonrientes.
—¿Por qué? —preguntó Kobari, incrédulo.
—No sé por qué. Cuando estaba en la escuela, soñé que me acostaba con un hombre muy feo. Pero cuando desperté del sueño no sentí el menor desagrado. De hecho, la idea me excitó. Fue maravilloso cuando el sensei me sujetó y me cubrió con su saliva y cuando finalmente me estranguló… Fue tan maravilloso que creí morir de felicidad allí mismo. Y todo porque su cuerpo es tan feo.
—No puedo entender esa manera de pensar.
—Lo siento por usted. ¿Es que sólo utiliza la postura del misionero cuando se acuesta con una mujer? El sexo es extraordinariamente profundo, señor. Entran en ebullición sensaciones de todo tipo procedentes de lo más profundo del cuerpo. Es como una rara música nueva.
Mientras escuchaba, Kobari se sintió abrumado por la depravación de la mujer. En sus esquemas, un pervertido era asimilable a un loco o a un criminal, alguien con una cara oscura y detestable que debía ocultar a los demás. Inexplicablemente, un escritor cristiano había entrado a formar parte de ese mundo y se había entregado a actos degenerados con aquellas mujeres.
—El sensei dijo eso mismo —continuó la mujer—. Estábamos hablando los tres después de terminar y le pregunté por qué razón creía que me gusta lo feo. Dijo que en el corazón de los hombres había enterrado un misterio irracional. La razón dice que la gente debe encontrar placer en las cosas hermosas, pero de hecho podemos encontrar belleza en la fealdad y embriagarnos con ella. Eso fue lo que dijo el sensei. ¿No cree que tiene razón?
Kobari se resistió.
—Debe de ser una sensación que sólo comparte un puñado de gente.
—Pero incluso usted posee ese instinto básico. Según Suguro sensei. Todas las personas sienten placer en la depravación, según él. Así de insondable es el corazón humano. Hiña y yo estuvimos totalmente de acuerdo con él. Le dijimos que era la última moda en sensaciones y que entendíamos perfectamente a qué se refería. Eso se debe a que somos pintoras. Los artistas conocidos sólo creen en los viejos clichés sobre la belleza, pero ya hace mucho tiempo que Hiña y yo hemos intentado retratar la belleza que existe en objetos que cualquiera considera feos y repulsivos. Usted lo entendería si hubiese visitado la exposición. La inauguramos recientemente, pero ya se ha clausurado.
—Estuve. El retrato del sensei…
—¡Ah! Intenté reflejar al sensei como lo vi esa noche.
Motoko volvió su cuerpo sudoroso hacia Kobari como si hiciera tiempo que lo conociese. A él le costaba creer que aquella mujer tan sociable, tan robusta al lado de su esbelta amiga Hiña, fuera realmente una masoquista. Con aquel rostro redondo e imperturbable y aquellas gafas —se dijo, recordando pasadas experiencias— parecía una de esas mujeres que cuando le tienen a uno en la cama, le sofocan con su piel pegajosa y sus respuestas lentas.
La vieja silla parecía necesitar un engrase; cuando el doctor terminó de revisar las gráficas y se inclinó hacia su paciente, la madera crujió. El oído de Suguro se había acostumbrado a aquel sonido durante sus visitas al hospital. Tras el crujido de la silla, el doctor iniciaba siempre su charla para animarle en tono ponderado, y esta vez no fue una excepción.
—La cifra de GOT está en ochenta y dos, y la de GPT en ciento seis. Son considerablemente más altas que la última vez que nos visitó. ¿Ha estado usted trabajando hasta el agotamiento? Como tantas veces le he dicho, en su estado existe un riesgo mucho mayor de que esta dolencia se transforme en cirrosis.
—Comprendo.
Naturalmente, cuando regresó a casa, Suguro confesó a su esposa unas cifras significativamente menores. Aunque ambos habían alcanzado una edad en que estaban ya al borde de la muerte, la idea de hacerle probar la soledad y la ansiedad le resultaba insoportable.
Los pinos celebran un milenio de verde longevidad; aunque ataviados de musgo sus colores nunca se
[marchitan.
Los castos brotes jóvenes de bambú todavía han de conocer el peso de la nieve.
El ciruelo que viaja a la región ignota de Tsukushi fue plantado en días pasados en el puerto de Naniwa…
En el escenario, Takehara Han había empezado a bailar la Felicidad de los pinos. Suguro quedó mudo de asombro ante la serena voz de Tomiyama Seikin, el fornido cantante, y por el baile de O-han, que nunca fallaba un paso pese a ser una anciana de ochenta años. No había un solo momento superfluo en toda la danza. El escenario del Teatro Nacional era demasiado grande para una danza folclórica y las luces resultaban excesivamente intensas, pero cuando O-han se puso en pie, el escenario pareció llenarse. El espacio vacío se encogió en torno a ella.
Se alegraba de haber salido con su esposa aquella noche. La mujer se había mostrado profundamente conmovida por la representación de Nieve que había interpretado O-han en televisión, y había comentado lo mucho que le gustaría tener entradas para la actuación de la bailarina. Sin decirle nada a ella, Suguro había recurrido a un amigo que trabajaba en un periódico y había obtenido las entradas. Allí sentados, contemplando la Felicidad de los pinos uno al lado del otro, Suguro pensó en qué magnífico matrimonio de ancianos habían terminado siendo. Los dos seguirían viviendo juntos serenamente, y morirían con igual serenidad. Por lo que se refería a la literatura, lo único que precisaba hacer era sondear más profundamente en los surcos que ya había trazado. Nada de excesos. Evitando aventuras.
Viven para siempre, rezan y bailan.
Las propias grullas vuelan en bandada y hacen cabriolas.
Los movimientos de O-han se detuvieron. La bailarina mantuvo la postura a la perfección, quieta como una roca, durante unos instantes. Cayó el telón y un rótulo luminoso anunció un intermedio de quince minutos. El público se puso en pie; delante de ellos, una mujer que tenía aspecto de dueña de un restaurante saludó a varios individuos de la sala.
—Inmediatamente después del intermedio viene ese número de la Nieve que deseabas ver —susurró a su esposa.
—Sí, ya lo sé. Hasta ahora ha sido maravilloso.
—¿Salimos al vestíbulo?
Salieron al abarrotado vestíbulo y se sentaron.
La mujer se colocó su bolso plateado en el regazo y se volvió hacia él con expresión seria.
—Quiero hablarte de una cosa.
—¿De qué se trata?
—Resulta difícil hablarte de eso aquí, pero he pensado en despedir a Mitsu.
—¿Despedirla?
—Sabía que no te gustaría la idea, y por eso no te he dicho nada hasta ahora… Pero ha robado dinero en dos ocasiones. La primera vez desaparecieron unos sobres con dinero para los recibos del gas y del agua que tenías en tu despacho. Luego, ayer, encontré un sobre certificado de la emisora de televisión en el suelo del recibidor. El dinero que contenía no estaba.
Suguro evocó en su mente el rostro de Mitsu y permaneció en silencio unos instantes.
—¿Pero qué te hace pensar que ha sido ella?
—Ella misma me ha dicho que se lo llevó, cuando le he preguntado.
—¿Lo ha reconocido? ¿Sin más?
—Sí. Me ha contado que la madre de una de sus mejores amigas se había ido de casa. Para acabar de arreglarlo, el padre, que gasta todo su dinero en las carreras de bicicletas, está en el hospital y la chica tiene que ocuparse de sus hermanos y hermanas.
—¿De modo que Mitsu ha sentido lástima de su amiga y se ha llevado el dinero para dárselo?
—Sí.
—Así es esa chiquilla. Tiene tan buen corazón como tú decías.
—Pero no podemos dejar que nos roben —suspiró su esposa—. Después de la primera vez tuve una buena charla con ella, pero ahora ha vuelto a hacerlo. No me volveré a sentir tranquila teniéndola cerca y me gustaría terminar de una vez con todo este asunto.
—Comprendo. —Suguro hizo una pausa—. Haz lo que gustes. Al fin y al cabo, no la contratamos por necesidad nuestra.
Suguro recordó el sueño. Su esposa no sabía que Mitsu había aparecido desnuda en sus sueños. Naturalmente, no había ninguna razón para decírselo. Sin embargo, ¿era posible que ella hubiera percibido algún peligro vago, instintivo, en el hecho de tener a Mitsu en el estudio de su esposo? Suguro no había creído nunca a su esposa capaz de albergar tales sentimientos, y por ello le dirigió una dura mirada. Sin embargo, ella añadió con tranquilidad:
—Ayer fui al hospital donde está internado el padre de la amiga de Mitsu.
—¿Por qué?
—Me preocupaba qué sería de él cuando despidiéramos a Mitsu. El hospital está cerca de la salida del metro en Omote Sando. Parece que el hombre tiene cáncer. Le dejé unas cosas a la enfermera y le encargué que las entregara a los hijos del hombre… La enfermera conocía a Mitsu. Me dijo que los días que la hija del enfermo no podía acudir, Mitsu acudía en su lugar a cuidarle. Ésa fue la razón que le impulsó a llevarse el dinero.
Sonó el primer timbre y varios de los espectadores que habían formado grupitos para conversar empezaron a ocupar de nuevo sus lugares en el auditorio. Gran parte del público parecía estar compuesta por mujeres vestidas con las galas profesionales de gheisa y hombres de negocios con debilidad por la música japonesa clásica. Alguien reconoció a Suguro y le saludó desde lejos con una inclinación de cabeza, pero, por mucho que lo intentó, Suguro no logró recordar cómo se llamaba el hombre. Sintió una profunda inquietud al comprobar lo desmemoriado que se había vuelto. Así que Mitsu no volvería a aparecer por el despacho… Esto estaba muy bien. Cada vez que la veía empujando el aspirador y cantando, se sentía deprimido al recordar el sueño.
—En el hospital trabajaban varias voluntarias. Se dividen las responsabilidades y echan una mano donde hace falta. Cuando estuve allí, había una mujer realmente elegante trabajando como voluntaria en la planta. Las enfermeras me dijeron que era una viuda y que su esposo había sido profesor universitario.
Suguro se puso en pie, escuchando sólo a medias lo que comentaba su esposa. Avanzaron juntos hacia la puerta del auditorio.
—Esa tal señora Naruse trabaja allí dos veces por semana como voluntaria. Ya sabes que hace algún tiempo que vengo pensando en desarrollar algún trabajo voluntario. Pues bien, esas enfermeras me enseñaron una serie de cosas muy interesantes.
—¿Cómo has dicho? ¿Cómo has dicho que se llama esa mujer?
—Señora Naruse. ¿Sucede algo?
—No, no es nada. Creí que habías dicho otro nombre.
Disimuló y miró de nuevo a los ojos a su esposa.
No podía tratarse de la misma mujer.
Su interlocutora de la cafetería se había presentado como señora Naruse. Suguro también tenía la impresión de que había mencionado algo sobre un trabajo voluntario, pero no estaba seguro. A su edad, ya no tenía un recuerdo claro de las cosas, por muy recientes que fueran.
—Me pregunto si tendría que estudiar para ser voluntaria. ¿Tú qué opinas?
—Puedes hacer lo que desees mientras no afecte a tu artritis. Ya no tienes a ningún hijo que te cuide.
—¿Estarás en el estudio mañana?
—Tengo una firma de libros en la librería Kinokuniya, en Shinjuku. Mañana por la tarde.
Cuando Suguro y Kurimoto llegaron a la librería de Shinjuku la tarde siguiente, ya se había formado una cola de cazadores de autógrafos. En la cola había algunos jóvenes estudiantes, así como mujeres de edad madura y ancianos. Suguro lanzó una sonrisa cálida y afectuosa hacia ellos mientras se colocaba tras la mesa para las firmas.
Aquí están mis lectores. La gente que lee mis libros y me brinda su apoyo.
A veces, sentado ante su pequeño escritorio, intentaba imaginar qué clase de persona terminaría leyendo sus novelas. Con cierta aprensión, ante cada obra —impregnada del olor de su propia vida y formada como arcilla modelada con sus propias manos— se preguntaba cuán distorsionada quedaría antes de llegar a sus lectores. Y, en aquel preciso momento, dichos lectores formaban una cola ante sus ojos.
—Hagan el favor de avanzar ahora en orden para la firma de ejemplares —decía un empleado de la librería por un micrófono portátil—. Coloquen sus fichas numeradas sobre el libro y entréguenlo a ese empleado de ahí.
Suguro sacó el capuchón de su pluma estilográfica negra con gesto lento, sonrió al primer joven que le presentaba un ejemplar y escribió su nombre.
—Ponga el mío ta-también… —Tal vez debido a los nervios, el joven tartamudeó. El empleado de la tienda empezó a rechazar la petición, pero Suguro añadió el nombre del joven como éste solicitaba, considerando que era el gesto mínimo de gratitud que podía ofrecer a alguien dispuesto a leer su obra.
Después de unas cincuenta firmas, empezó a dolerle la muñeca; la plumilla de su estilográfica se había despuntado y le costaba escribir con ella. Se secó las manos con una toalla fría y sacó el capuchón de una segunda pluma.
Sus lectores eran gente muy variada. Además de las mujeres maduras que le daban las gracias educadamente antes de alejarse, había un anciano que retiró su libro firmado con una mirada hosca. Su nieto le había pedido que consiguiera la firma pero el hombre estaba molesto por haber tenido que esperar tanto tiempo en la cola, explicó el empleado a Suguro. Otro hombre parecía un comerciante de artículos de segunda mano: sacó un montón de diez ejemplares de la obra de Suguro que llevaba en una bolsa de piel y pidió al escritor que los firmara todos.
Suguro se tomó un pequeño descanso después de firmar cien libros. Durante el intervalo, empezó a formarse una nueva cola.
—Son demasiados. Demos por terminada la sesión después de las ciento veinte firmas —negoció Kurimoto con el empleado de la librería.
—Está bien, no me importa —intervino Suguro sacudiendo la mano—. Firmaré otras treinta, más o menos.
Al contemplar el principio de la nueva cola de lectores, Suguro vio una indumentaria que le resultó familiar. Era una cazadora con el cuerpo azul y las mangas blancas. El hombre que la lucía exigió con brusquedad:
—Escriba también mi nombre ahí.
—Me temo que no tenemos tiempo para eso, de verdad —intervino el empleado.
—He visto que ha escrito el nombre de otras personas. Por favor, ponga: «Para Kobari Yoshio». Escriba «bari» con el carácter que significa aguja; «Yoshi» significa rectitud.
Suguro escribió los cuatro caracteres que componían el nombre de Kobari Yoshio, sintiendo la mirada del hombre fija en él. En el preciso instante en que terminó de escribir, se hizo la luz en su mente. Kobari era el apellido del periodista a quien Kano había mencionado en el vestíbulo del hotel, después de la reunión del comité. Sin embargo, no podía estar seguro de que aquel hombre fuera el periodista sólo por la coincidencia de nombres. Mientras abría el siguiente libro para la firma, siguió al individuo con la mirada. El hombre desapareció escaleras abajo. En aquel momento, Suguro tuvo la sensación de haber visto al joven en alguna parte, pero no pudo recordar dónde.
Tal vez se equivocaba.
Hizo un esfuerzo por relajarse, pero fue inútil. No pasó mucho rato antes de que se convenciera de que el hombre había acudido con la intención de sondearle. Sin embargo, no había nada de que preocuparse, se dijo mientras se daba un masaje en el antebrazo derecho.
Cuando terminó la sesión de firmas y se puso en pie, notó que las piernas le flaqueaban. Tenía los brazos cansados y los hombros tensos y doloridos. Recordó la expresión del rostro de su médico al moverse en la silla chirriante y calculó que los resultados de los análisis darían unas cifras mucho más altas en aquellos momentos.
—Me gustaría descansar un poco.
—Desde luego, pero… hay un individuo esperándole; dice que tiene que agradecerle personalmente no sé qué asunto —dijo Kurimoto.
Suguro volvió la mirada en la dirección que indicaba Kurimoto. La sesión de firmas de ejemplares había terminado, la tienda estaba preparándose para el cierre y la planta estaba casi desierta. Todas las estanterías parecían vueltas hacia él, opresivamente. Más allá de los rimeros de libros, puesto en pie y ceremoniosamente erguido, había un joven de gruesas gafas. Tras una torpe reverencia que recordaba a Pinocho, dijo con voz tensa:
—Desde que estudiaba en la escuela, soy un gran admirador suyo. Prácticamente no he leído otra cosa que sus obras.
—¿De veras?
—Trabajo en una escuela para niños disminuidos. Al principio no me gustaba, pero ahora me siento muy feliz allí. Y he de agradecérselo a sus libros.
Suguro prestó atención a las molestas palabras con una sonrisa en el rostro. El joven, insensible a la incomodidad que provocaba en Suguro, se ajustó las gafas y sacó un álbum de fotografías que llevaba bajo el brazo.
—¿Quiere echar un vistazo a esto? Son fotos de la academia Komyo.
—¿La academia Komyo?
—Es la escuela de niños disminuidos donde trabajo.
En cada página del barato álbum había cuatro o cinco fotos pegadas. Una de ellas mostraba al joven vestido con ropas deportivas, jugando a los bolos con sus alumnos en una competición por equipos. En otra aparecía empujando la silla de ruedas de un niño parapléjico. Una tercera le mostraba en un festival cultural, con la pierna levantada mientras agarraba con ambas manos a un chiquillo vestido de conejito.
—Las noches que estoy de guardia, después de acostar a los niños suelo leer alguna de sus novelas.
A Suguro no se le ocurrió qué responder.
—Tal vez sea una impertinencia por mi parte decirle esto, pero, en esas ocasiones, siento que detrás de mí hay unos ojos. Unos ojos protectores que velan a los niños.
Suguro apartó la mirada. Las convicciones de aquel joven, que declaraba estar inspirado por sus obras y encontrar alegría en su trabajo cotidiano, conmovían profundamente el corazón al escritor. Sin embargo, incluso después de apartar los ojos conservó la sonrisa de plástico. La misma sonrisa que reservaba para su familia y para los lectores que se cruzaban con él por la calle.
—Es un pensamiento muy hermoso, pero una novela no tiene el poder de cambiar el corazón de un lector —murmuró en un intento por mantener a flote sus propias emociones—. Al menos, mis novelas no…
—¡Oh, sí, claro que sí! —El joven parecía interpretar el comentario de Suguro como una muestra de modestia. Se ajustó de nuevo las gafas y añadió—: Si no fuera así, no habría…, no habría decidido bautizarme.
—¿Bautizarse?
—Sí. Voy a recibir el bautismo el mes que viene.
Suguro no sintió la menor alegría. De modo que sus libros habían proporcionado una dirección a la vida de una persona. La idea le resultaba insoportable. Se sintió un hipócrita y mantuvo los ojos fijos en el suelo. Jamás había escrito una línea con la intención de orientar a nadie. No se había hecho novelista para propagar el cristianismo.
—¿Me permite estrecharle la mano?
Había suciedad bajo la uña del dedo índice del joven. Suguro estrechó débilmente aquella mano sudada.
Cuando alzó la vista, alguien estaba observándoles desde la puerta de la tienda, detrás del joven. Era el tipo arrogante que había exigido el autógrafo un rato antes. El individuo contemplaba el apretón de manos con una visible mueca de burla en el rostro.
Los engranajes que giraban en lo más profundo de su corazón se volvieron locos de pronto. La razón de su mal funcionamiento era clara. Algo se había colado en la vida de Suguro la noche de la entrega de premios, y el mecanismo interno que había funcionado con perfecta sincronización hasta entonces se había descontrolado repentinamente.
En su pequeño estudio —su único refugio—, Suguro apoyó la cabeza en el escritorio y se repitió a sí mismo una y otra vez: «No es nada, estás exagerando el asunto».
Seguramente era así. Otros escritores ya habían sufrido el perjuicio de tener un impostor y habían afrontado el problema con el mismo enfoque. Lo único que debía hacer era olvidarse del asunto como habían hecho los demás, y el problema desaparecería por sí solo.
Aquel pensamiento debería haberle dado nuevas fuerzas, pero su estado de ánimo no mejoró.
Ante sus ojos flotaron las imágenes. El rostro idéntico al suyo que había visto en la entrega de premios. Superpuesto a él, el retrato expuesto en la galería de arte. La sonrisa vil, repulsiva y despectiva era la misma en ambas.
A veces, cuando no estaba su esposa, acudía al baño del despacho y contemplaba su rostro en el espejo. Un rostro abatido por la fatiga. Unos ojos amarillentos. Unos mechones canosos en las sienes. El rostro de un hombre de sesenta y cinco años. Tenía sesenta y cinco años y todavía estaba lleno de dudas. Se sentía inquieto y nervioso como un ratón.
Sacó la lengua ante el espejo y recordó una escena de una película alemana que había visto cuando era estudiante de instituto. Trataba de un actor de teatro ya mayor —sesenta y cinco años, de hecho— que se enamoraba de una mujer joven y terminaba abandonado y profundamente herido por la experiencia. En esa película, el viejo protagonista se burlaba de sí mismo sacándose la lengua frente al espejo del vestidor.
Ése eres tú. Ése es tu rostro. ¿En qué se diferencia de la cara del retrato? Una voz dentro de sí formuló la pregunta. Iba dirigida a un hombre preocupado solamente por su imagen pública, consciente en todo instante de las miradas de sus lectores. Y, al parecer, tenía el propósito de empujarle en una dirección o en otra.
El sonido del teléfono le despertó a media noche. ¿Quién podía ser, a aquellas horas?
Su esposa también se había despertado.
—¿Quieres que conteste?
—No, yo lo haré.
Salió de la alcoba y encendió la luz del pasillo. Se llevó el auricular al oído y, con voz que él mismo reconoció irritada, rugió:
—¡Hola! ¿Hola?
Nadie respondió.
Fuera quien fuese, parecía estar pendiente de su reacción. Finalmente, la línea se cortó. Suguro tuvo la sensación de que no se trataba de una mera broma, y durante unos instantes permaneció inmóvil en la oscuridad sin apenas atreverse a respirar.
El sábado por la tarde, su esposa acudió a limpiar el estudio.
—Voy a hacer unas compras en Omote Sando —le dijo él—. Me estoy quedando sin lápices 3B y es probable que termine por dormir aquí. Apenas estoy avanzando con el trabajo.
—¿De veras?
La mujer estaba sacando el polvo de un jarrón y no mostró la menor señal de dudar de su esposo. Sabía que Suguro utilizaba sólo lápices 3B para escribir los borradores de sus novelas.
—No me importa que pases la noche aquí… Pero mañana es domingo.
—Sí, es verdad.
—Deberías ir a la iglesia de vez en cuando —dijo la mujer con una sonrisa, como si estuviera convenciendo a un niño.
Cuando Suguro vio aquella mirada, su mente recordó de pronto un relato corto de un escritor extranjero. Era una obra maestra en la que describía la relación entre un hombre de edad madura y su esposa. La mujer era el compendio de la esposa modelo, compasiva, que lo hacía todo por su marido sin la menor queja. Era minuciosa en la limpieza de la casa, cambiaba siempre las sábanas y era una excelente cocinera. Aunque el hombre estaba agradecido por tener una esposa así, por razones que no lograba explicarse se cansó de ella e inició una relación con otra mujer que había conocido en un bar. Cuando visitaba el caótico apartamento de la amante, con los lloros de los niños filtrándose por las paredes, le envolvía una sensación de tranquilidad como nunca había experimentado con su esposa.
—Ya lo sé. También comeré fuera.
—Llámame esta noche, ¿de acuerdo?
Suguro se avergonzó de haber pensado en aquel relato mientras hablaba con su esposa. Dejó el despacho y tomó un atajo a Omote Sando. Sólo había recorrido la mitad de la empinada cuesta cuando se quedó sin aliento. La vejez no se había limitado a afectarle el hígado, sino que consumía insidiosamente todas las partes de su cuerpo. Si dormía menos horas de lo habitual, a la mañana siguiente no tenía fuerzas y, cuando hacía algún paseo prolongado, notaba agudos dolores en las rodillas. En tales ocasiones, notaba la muerte acercándosele con idéntica insidia.
Durante el breve tiempo que llevaba sin tomar ese camino, en la calle Aoyama habían abierto un nuevo local, que ofrecía calzado extranjero, y una tienda de discos. Tras comprar los lápices, continuó paseando por la calle; las farolas ya empezaban a iluminar la tarde y las hojas caían de los árboles plantados a lo largo de la avenida. Poco después pasó frente al hospital que su esposa había mencionado. Las ventanas daban directamente a la calle Aoyama, y en una de ellas alcanzó a ver a una muchacha con bata blanca que contemplaba lánguidamente el tráfico.
La sala de espera estaba desierta. Frente a la farmacia, un paciente de edad avanzada se encogió como si tuviera frío y dio unas chupadas a un cigarrillo. Suguro vio pasar a una enfermera y le preguntó dónde estaba la sala de pediatría.
—¿Ha venido a ver a algún paciente? Me temo que las visitas en la sala de pediatría están limitadas a los miembros de la familia.
—No. Busco a una de las voluntarias que trabajan aquí.
—¿Cómo se llama?
—Señora Naruse…
Tras una pausa, la enfermera alzó el brazo como si le entregara la notificación de suspensión de su ejecución y señaló los ascensores, indicándole que estaba en la cuarta planta. Mientras esperaba el ascensor, Suguro se preguntó por qué había acudido a ver a la señora Naruse, y de nuevo recordó el cuento del extranjero. Sólo había visto una vez a la mujer; ¿cuál era, entonces, la causa de su interés por ella? Había cobrado conciencia de sus deseos de verla mientras estaba comprando los lápices. ¿Tal vez era porque creía poder hablar con ella de temas que jamás trataría con su esposa?
Un médico joven ocupaba ya el ascensor que subía desde la planta baja. Cuando se detuvo en el cuarto piso, tanto Suguro como el médico salieron al vestíbulo.
Tras los cristales traslúcidos del cuarto de enfermeras, unas siluetas blancas se mecían como algas marinas. Por su larga experiencia hospitalaria, Suguro sabía que aquélla era una hora de relativa tranquilidad para el personal de servicio.
—¿Dónde puedo encontrar a una voluntaria llamada señora Naruse?
—¿La señora Naruse? ¿Ha venido hoy?
Oyó conversar a las enfermeras.
—Creo que está en la sala de fisioterapia —dijo una voz.
Avanzó por el pasillo en busca de la sala indicada. Al pasar junto a los aseos, vio al médico que había salido con él del ascensor arreglándose el peinado.
—¿Por dónde se va a la sala de fisioterapia?
—Justo al fondo.
El doctor no mostró la menor suspicacia ante la presencia de Suguro. Incluso le dirigió una reverencia, reconociéndole tal vez como un escritor que había visto alguna vez por televisión.
Al acercarse a la sala, escuchó el llanto de un niño. Cuando se asomó por la puerta, vio a la señora Naruse, vestida con un chándal azul de deporte, y a una joven enfermera que parecía recién salida del instituto. Entre ambas, ayudaban a un chiquillo de unos diez años a recuperar el uso de las piernas. Suguro decidió contemplar la escena desde lejos y luego volver a casa. El niño, agarrado a los pasamanos paralelos, se esforzaba por avanzar paso a paso según las instrucciones de la señora Naruse. Una niña de seis o siete años se acercó corriendo y se le agarró del chándal.
—Cuéntame el cuento de Boopie —dijo la niña, tirando de la manga a la voluntaria.
El niño de las andaderas se detuvo y repitió:
—Sí, cuéntanos el cuento de Boopie.
—Está bien, Shige, lo contaré si das dos pasos más.
Tomó las dos manitas de la niña entre las suyas y la atrajo hacia sí con una sonrisa.
—¿Quién es Boopie? —preguntó la enfermera.
—Es un personaje de un cuento que he inventado. Trata de un lobo muy bravucón que es excluido de la comunidad por todos los demás animales del bosque. Pero hay un animal, un conejito llamado Boopie, que es el único en tratarle con bondad, y el lobo termina por corregirse.
—Es un cuento precioso. ¿Ha inventado muchos más relatos de ese estilo, señora Naruse?
—Los niños me piden tantas veces que les explique cuentos, que finalmente he agotado todos los que leí y aprendí en mi infancia. Por eso he empezado a inventar otros de mi propia cosecha.
—¿También los contaba a sus hijos?
—¡Ah! Yo no tengo ningún hijo.
Los pequeños daban insistentes tirones de la manga de la señora Naruse; la enfermera les reprendió y Shige se echó a llorar. La voluntaria le tomó en brazos para calmarle y empezó a narrar el cuento de Boopie. Sí, pensó Suguro, ahora está en el ámbito de mi esposa; cuando está así es idéntica a ella. Pero aquella misma mujer, cuando habían intercambiado opiniones respecto a la novelística del escritor, había tocado por propia voluntad temas como el sexo que su esposa no mencionaría ni en sueños.
—El conejito trajo un poco de hielo para curar el ojo que el lobo se había lastimado.
—¿Y qué pasó con el gatito malo? —preguntó Shige desde el regazo de la señora Naruse.
—El gatito malo estaba agazapado junto al camino, esperando al conejito para saltarle encima.
La mujer alzó los ojos y miró hacia la puerta. Entonces advirtió la presencia de Suguro. Interrumpió la narración, sorprendida, y bajó los ojos hacia su indumentaria deportiva.
—¡Oh, mire cómo me ha pillado!
Mientras sonreía, sus grandes ojos lanzaban una mirada de azoramiento.
Suguro esperó junto a la farmacia de la planta baja mientras ella se cambiaba de ropa.
—Lo siento mucho. —Reapareció luciendo el mismo abrigo beige que llevaba la primera vez que la había visto—. Lamento haberle hecho esperar tanto. Me ha pillado desprevenida.
Suguro le explicó que su esposa había acudido al hospital días antes y que había oído mencionar el nombre de la señora Naruse.
—Me ha dicho que es usted muy famosa entre las voluntarias de este hospital.
—¡Oh, vaya…! Sólo se debe a que llevo mucho tiempo viniendo.
—¿Adónde irá cuando salga?
—A casa. Aunque yo no tengo que cuidar de ningún marido, por supuesto.
Su tono daba a entender que esperaba una invitación de Suguro. El escritor recordó un restaurante chino bastante próximo, especializado en alas de pollo. Las palabras de invitación fluyeron espontáneamente de su boca.
—¿Está seguro? ¿No tiene que volver a casa? Su esposa le estará esperando, ¿verdad?
—Esta noche iba a cenar sola, de todos modos. Tengo un montón de trabajo acumulado. Ya está acostumbrada.
—Lo siento por ella. —Pero la demostración de simpatía se detuvo abruptamente. Recordando de pronto la escena, añadió—: Tiene que perdonarme por las cosas que dije el otro día.
El restaurante chino estaba más lleno de lo habitual a aquella hora temprana. El encargado, que conocía a Suguro de anteriores visitas, les condujo a una mesa apartada donde el escritor había cenado en dos ocasiones anteriores con su esposa. Suguro tomó asiento frente a la señora Naruse, que se sentó en el mismo lugar que había ocupado su esposa en tales ocasiones. Notó otra punzada del dolor que antes había cruzado su pecho.
—¿Tiene algún inconveniente en ingerir platos picantes? —preguntó Suguro en un intento por hacer desaparecer el dolor.
—No, me gustan —asintió ella—. Es cocina de Sechuan, ¿verdad?
—Sí, de modo que puede ser bastante fuerte.
Suguro pidió yún bái roü, un plato de cerdo y ajo, y yú tóu shaguo, un pescado sazonado con mucho picante.
—Bueno, bueno —dijo en tono humorístico—. Parece que realmente le encantan los niños.
—Así es. ¿Y a usted?
—Supongo que me pavoneé de mi hijo tanto como cualquier padre, pero ahora ya está casado y trabaja en el extranjero, de modo que hace tiempo que no lo veo. ¿Por qué se dedica a ese trabajo voluntario en el hospital?
—Tal vez porque no he tenido hijos propios —sonrió ella—, pero me encanta el contacto de un niño contra mi cuerpo cuando lo sostengo. Son tan suaves y huelen tan bien…
—¿Qué hace cuando no está en el hospital?
—Un primo mío dirige un comercio de antigüedades en Kyobashi. —Luego frunció los labios—: ¡Qué terrible! Esto empieza a parecer una investigación de antecedentes. Los escritores no se dejan nada por preguntar, ¿verdad?
—Perdóneme… De pronto hay muchas cosas que me gustaría hablar con usted.
Cuando les sirvieron la cena, la señora Naruse utilizó con meticulosidad los dedos y los palillos y comió con manifiesto deleite. Suguro estudió con atención sus grandes ojos, su frente despejada y los movimientos de su boca mientras comía. La mujer tenía algo que la diferenciaba totalmente de su esposa. Mientras daban cuenta de los platos, hablaron de comida. Cuando Suguro empezó a hablarle de un espléndido restaurante de pescado que había descubierto en Hong Kong, ella le sorprendió diciendo que lo conocía muy bien.
—Entonces, ¿viaja a menudo al extranjero?
Por alguna razón, ella vaciló.
—Sí. Cada dos años. Pero mis viajes son especiales.
—¿A qué se refiere?
—Me trazo un plan determinado y lo cumplo. Por cierto —añadió, cambiando rápidamente de tema—, el otro día leí su relato en la revista Shinryu de este mes.
—Como dijo usted en cierta ocasión, es otra historia que evita el tema del sexo.
—Lo lamento. Cuando se fue, deseé de verdad no haber dicho nada. Era la primera vez que hablábamos y me mostré tan brusca…
—En absoluto. Le agradezco mucho lo que me dijo. Eso fue lo primero que me intrigó de usted. Pero, ¿cómo puede una persona como usted, una persona que desarrolla una labor voluntaria en un hospital, estar interesada por el sexo?
—¿Tiene eso algo de malo? —replicó ella, limpiándose los labios con la servilleta—. ¿No debe interesarle el sexo a una voluntaria de hospital? Lo realmente extraño es que piense usted así. Perdone que se lo diga, pero tengo la sensación de que jamás habla de esas cosas en su casa, ¿me equivoco?
—No, mi esposa y yo apenas hemos mencionado nunca el tema… ¿Eso quiere decir que usted lo hacía con su difunto esposo?
—No. —La mujer movió la cabeza con gesto sobrio—. Claro que no. Pero era nuestra relación sexual lo que creaba el vínculo profundo entre nosotros… O, más bien, algo enterrado en el corazón de los dos se manifestaba en el sexo. Existía una unidad entre nosotros en esta relación.
Por fin había tocado el tema que Suguro tenía más interés en tratar con ella. Como escritor, sentía la misma sensibilidad táctil y la misma emoción que el pescador cuando el pez muerde el anzuelo.
—No entiendo a qué se refiere, la verdad.
Suguro fingió ignorancia mientras llegaba a la mesa la especialidad de la casa, un plato de arroz frito, y procedió a servir el arroz crujiente en un bol pequeño.
—Supongo que no.
—¿Sería desconsiderado por mi parte pedirle más detalles?
—Sí, sería desconsiderado —sonrió ella—. Se trata de algo privado que sólo incumbe a mi esposo y a mí.
Suguro quedó cautivado por su franca negativa. Le pareció todavía más misteriosa y en su interior se despertó la curiosidad.
—Es el tipo de asunto que despierta el interés de un escritor —murmuró, más para sí que por responder a la mujer.
Ella aparentó no haberle oído, mantuvo la mirada baja y siguió hurgando en la comida con los palillos.
—El otro día dijo que el sexo expresa nuestros secretos más profundos.
—No seguiré hablando del tema —la mujer sonrió y abrió los ojos con gesto atrevido—, aunque intente sonsacarme.
—No lo entiende. No pretendo descubrir detalles de su vida privada. Responda sólo a las preguntas inocuas. ¿De veras cree que el sexo expresa los secretos que encierra nuestro corazón?
—Sí.
—Así sucedió entre usted y su marido, ¿no es eso? Verá, no le pregunto por los secretos íntimos entre ustedes dos… Lo que quiero saber…, bañe el arroz en la sopa y luego cómaselo…, lo que quiero preguntarle es cuándo se dieron ustedes cuenta de que tales secretos existían.
—Mi marido, lo ignoro; en mi caso, hasta que estuve casada… no, hasta un tiempo después de la boda no tuve idea de que había esa clase de secretos oculta dentro de mí.
—Lo advirtió usted cuando ya llevaban un tiempo casados, ¿no?
—Exacto. Después de que sucediera cierto asunto.
—¿Y ese asunto fue…? No se preocupe, no le pido detalles… En un determinado momento, cobró usted conciencia de que en su interior había algo que hasta entonces ignoraba… ¿Lo he expresado bien?
No había modo de hacerle callar una vez que su curiosidad de novelista empezaba a funcionar como los pistones de un motor. Siempre había sido así.
—Sí, descubrí secretos que no había conocido hasta entonces —repitió la señora Naruse mientras bajaba con cuidado los palillos hasta el plato.
—Secretos que no había conocido hasta entonces…
Suguro repitió también las palabras. Trató de imaginar diversas posibilidades, pero el rostro de la mujer no le reveló nada.
Con hábiles movimientos de los palillos, ella se llevó a la boca una porción de arroz, llamado shíjin guo ba. Un sonido seco surgió de su boca cuando masticó el arroz crujiente. Mientras contemplaba los movimientos de su boca, Suguro notó en el gesto una manifiesta sensualidad. Era una sensación erótica que recordaba el acto sexual como jamás se le había pasado por la cabeza mientras cenaba con su esposa o con cualquier otra mujer. Y en los movimientos de sus dedos al sujetar los palillos y levantar el tazón hasta la boca, había una fluidez que hizo pensar a Suguro en una araña envolviendo a su presa en su red.
—Parece que le gusta la comida —suspiró él instintivamente.
—¿Eh? Sí, me gusta mucho comer.
—Una pregunta sobre la exposición de cuadros. Dijo usted que conocía a la mujer que pintó el retrato.
—Es cierto.
—¿Dijo ella algo sobre… sobre mí? Es decir, sobre el que se hace pasar por mí.
—Algo comentó.
—¿Por ejemplo…?
—Por ejemplo, dijo que habían tomado copas juntos y que había dibujado el apunte preliminar de su retrato.
—Un momento. Ése no soy yo. Es el retrato del impostor. —Suguro dejó caer los palillos en el plato y observó a la señora Naruse casi con desesperación—. ¿A usted le parece que mi rostro es tan repulsivo como el del cuadro?
—¿Por qué se altera tanto por ese asunto? —la señora Naruse alzó los ojos y estudió su rostro—. Si usted es un hombre repulsivo, yo también lo soy…
Ignorando qué entendería por «una mujer repulsiva», Suguro guardó silencio. La señora Naruse extendió la mano y cogió algunas quisquillas del plato para llevárselas a la boca. El escritor observó cómo se movían los dientes tras los labios suavemente cerrados. La expresión de la mujer mientras saboreaba la comida le recordó algo. Ya lo tenía: el aspecto de un carnívoro devorando a su presa. La matrona que había visto en el hospital, rodeada de niños, parecía haberse transformado ahora en otra mujer totalmente distinta.
—Parece usted otra persona —comentó con un jadeo.
—¿En qué sentido?
—Su aspecto mientras come… No logró encajarlo con la imagen que da en el hospital.
—Bien, es perfectamente comprensible. Nadie tiene un solo rostro o una sola expresión.
Por un instante, Suguro se preguntó si aquélla sería la expresión de la mujer cuando hacía el amor con su marido.
—Entonces, ¿tiene otros disfraces, otras personalidades?
—¿Y usted?
—Supongo que debo tenerlas. Sin ellas no podría escribir.
—Exactamente así soy yo.
Un camarero vestido de blanco acompañó a una joven pareja hasta la mesa contigua. El hombre parecía recién salido de jugar al tenis en las pistas cubiertas del gimnasio cercano. Dejó la raqueta sobre una silla vacía.
—¿Qué otros tipos de personalidades tiene usted?
Ella hizo caso omiso de la pregunta.
—¡Oh, mire la nieve!
El cabello del joven tenía puntitos brillantes, como si estuviera cubierto de rocío. La nieve empezaba a fundirse.
—¿No puedo convencerla para que me lo cuente? —insistió él—. ¿En cualquier circunstancia?
—Tal vez en alguna otra ocasión… Algún día se lo diré —murmuró con una sonrisa.
—¡Oh, mira la nieve de ahí fuera!
La mujer murmuró para sí mientras abría la ventana para recoger las medias que había colgado a secar. Al escuchar su voz, Kobari escondió rápidamente la foto bajo un libro. Sin embargo, la mujer pasó directamente a la cocina y él volvió a contemplar la fotografía.
La mujer de las gafas tenía un cinturón atado con fuerza en torno al cuello y los labios entreabiertos. Entre ellos asomaba la lengua y las secreciones de su boca le caían por la barbilla como posos de café. Parecía estar sonriendo. Parecía mostrar una sonrisa de alegría.
La fotografía había llegado a sus manos de forma totalmente accidental aquella misma tarde. Mientras visitaba a un amigo que vendía determinado tipo de fotografías a revistas como Focus y Friday.
En el piso-taller que compartía con otros fotógrafos independientes, colgaban numerosos rollos de película de las ventanas como medias de mujer, y un escritorio de gran tamaño estaba atestado de copias recién reveladas. Mientras su amigo trabajaba en el cuarto oscuro, Kobari echó un vistazo a las fotografías y leyó los pies, escritos a bolígrafo en el reverso de cada una: «Estudiante de enseñanza media objeto de abusos deshonestos y su agresor, que fue detenido en la estación de Shinjuku». «Famosa actriz se reúne con su padre, a quien no veía desde la infancia». Mientras seguía revolviendo fotos como si fueran naipes, su mano se detuvo de pronto, tensa y helada.
—¡Eh! —gritó a su amigo.
—¿Qué? —Se abrió la puerta del cuarto oscuro y el fotógrafo, cubierto con una bata de laboratorio, asomó la cabeza con aire irritado.
—¿Qué es esta fotografía?
—¿Cuál? —El amigo de Kobari echó un vistazo a la foto que el periodista agitaba frente a él—. Eso fue una fiesta en un hotel especial de Roppongi, patrocinada por una revista de intercambios de parejas. Veamos… En ésta había sobre todo gente con gustos rebuscados… Actualmente en Tokio son bastante habituales fiestas de este tipo. No sé si las querrá algún editor, pero de todos modos he pensado llevarlas a Friday.
—¿Conocías a esta mujer?
—¿A quién? Déjame ver.
Al hablar, el aliento formaba una nubecilla blanca ante su boca. Al extender la mano hacia Kobari para coger la fotografía, su bata de laboratorio despidió un acre olor a productos químicos.
—Hum, la verdad es que no la recuerdo en absoluto. Había allí doce o trece personas, y al principio todos estaban contenidos y titubeantes, pero no pasó mucho rato antes de que el lugar bullera de actividad… ¡Ah, ahora recuerdo! Esa mujer… Los hombres que compartían sus gustos lo pasaron realmente bien con ella. La llamaban Mot-chan.
—¿Llevaba gafas?
—No lo recuerdo. ¿La conoces?
—Más o menos. ¿Cómo se llama el hotel donde tomaste las fotos?
—El Cháteau Rouche, en Roppongi.
Kobari se llevó a los labios un cigarrillo sin encender y observó otra fotografía. En ésta, la mujer no llevaba las gafas, pero era sin lugar a dudas la misma que en la anterior. Kobari reconoció su cara de luna y su cuerpo rechoncho de cuando había hablado con ella en la cafetería de la calle Sakura. Tres o cuatro hombres desnudos brindaban junto a ella con botellas y vasos de cerveza. Al fondo de la fotografía aparecía el perfil borroso de varios hombres y mujeres vueltos hacia otro lado. Kobari trató de identificar a Suguro en el grupo. Había dos hombres delgados que podían ser él, pero uno de los dos no parecía corresponderse en la edad. El segundo hombre tal vez fuese el escritor, pero Kobari no podía tener seguridad de ello. Mayor interés despertó en él la espalda borrosa de una mujer que apartaba el rostro de la cámara: al contemplar aquella espalda, algo le hizo recordar a la mujer mayor a quien había seguido no hacía mucho.
—Debes habértelo pasado en grande participando en una fiesta así.
—Estoy relacionado. Para un fotógrafo es difícil. Tienes que lanzar el cebo en todo tipo de lugares.
—¿Puedes prestarme esa foto sólo por un día? —preguntó Kobari—. Te deberé un favor.
El Cháteau Rouche, en Roppongi. Kobari comprendió casi inmediatamente que su amigo, con su escasa facilidad para los idiomas, se refería al Château Rouge. Era un afamado hotel sadomasoquista entre los hombres y mujeres con esos gustos.
Kobari se guardó la foto y acudió en metro a Roppongi. Su amigo le había asegurado que la mujer de las gafas era muy conocida y que los adeptos a su tendencia la denominaban Mot-chan. Una investigación en el Château Rouge tal vez le proporcionaría una información más detallada. Y con esa información cabía la posibilidad de alcanzar por fin la verdad sobre Suguro.
—Lamentable.
Media hora más tarde, Kobari había atraído a la mujer que se encargaba del Château Rouge hasta un bar al otro lado de la calle. La mujer tenía el entrecejo fruncido y sostenía el cigarrillo mentolado entre unas uñas largas pintadas de color rojo vino.
—Es lamentable que la gente como tú siempre consiga tomar fotos en esas reuniones. Periodista, ¿verdad? Esa mujer no trabaja para mí. Primero acudió como cliente con un hombre, luego se hizo habitual, y ahora de vez en cuando la contratamos como colaboradora a tiempo parcial. Y nada más.
—¿Qué clase de colaboradora?
—No hay muchas mujeres que consientan ejercer el papel de masoquistas. Se gana mucho más dinero por sesión que en el de sádica, pero entre nuestra clientela tenemos algunos hombres bastante violentos, y nadie se atreve… En cambio, ella es una auténtica profesional.
—¿Qué hace, exactamente?
—No puedo explicarlo con palabras.
La encargada era una mujer de rostro alargado, en torno a los cuarenta, y llevaba unas grandes gafas de sol con una cadenita en las varillas de la montura que se agitaba y producía reflejos cada vez que la mujer exhalaba el humo del cigarrillo.
—¿Qué es una «auténtica profesional» del masoquismo?
—Bueno… —la mujer expulsó una nueva bocanada de humo y meditó la respuesta—. La raíz del asunto está en que Motoko desea morir de verdad.
—¿Ha tenido alguna tragedia en su vida?
—¿Tragedia?
—Algo muy doloroso, que la haya llevado a desear la muerte.
La mujer contempló a Kobari con perplejidad; después, una sonrisa de condescendencia cruzó sus labios como una onda en la superficie de un lago.
—Eres un ingenuo, desde luego. Esa mujer es masoquista. Los masoquistas son gente a la que le gusta sufrir.
—Me gustaría saber con qué tipo de hombres acude al local.
—Somos muy respetuosos con el anonimato de nuestra clientela. Después de todo, algunos de nuestros clientes son actores famosos, jugadores de béisbol y comerciantes.
La mujer pronunció estas frases llena de orgullo, como si esta lista fuera la honra del establecimiento. Luego dio un largo sorbo de la copa de vino rosado que había pedido.
—¿Y escritores? Seguro que también frecuentan el local algunos escritores famosos.
Su rostro permaneció imperturbable, pero la mano que sostenía el cigarrillo se agitó en el aire.
—Hum… Supongo que sí.
—Vamos, dímelo. No te causaré ningún problema —la presionó él.
—Tengo que volver. No puedo dejar el negocio desatendido.
En la pantalla de televisión, Suguro parecía algo más grueso y cuatro o cinco años más joven. Sin embargo, cuando se movía, las sombras y las arrugas demacradas de la edad surgían, claramente visibles en la mandíbula y el cuello.
—Señor Suguro, es usted un escritor que ha pasado muchos años estudiando el pecado humano —estaba diciendo el entrevistador. Al principio, Kobari no tenía idea de si el hombre del rostro alargado, que hablaba con comedida vivacidad, era un crítico o un locutor de la emisora—. Sin embargo, ¿cómo definiría el «pecado» tal como aparece en su obra?
La cámara avanzó en zoom hasta encuadrar un primer plano de Suguro mientras éste parpadeaba.
—Creo que en el pecado hay dos aspectos. —Debido tal vez a los nervios, su voz parecía algo gangosa—. Para vivir en sociedad, cada día hemos de reprimir un puñado de deseos y de impulsos instintivos. Y existe una parte de nuestro corazón que almacena esos impulsos. —Se llevó la mano al pecho—. Es el reino de lo que llamamos inconsciente… Estos impulsos e instintos reprimidos no se extinguen, sino que se acumulan en el inconsciente a la espera de una oportunidad para manifestarse de nuevo. Cuando surgen de manera distorsionada, acabamos por cometer actos que yo he dado en denominar pecados.
—Señor Suguro, ya que estamos en televisión, ¿podría explicar esto en términos más sencillos? —El entrevistador ladeó la cabeza y le lanzó una sonrisa de simpatía.
Suguro estaba algo incómodo, pero continuó:
—Permítame poner un ejemplo. En nuestra vida en sociedad, muchas veces nuestro orgullo se ve herido o somos incapaces de encontrar mecanismos adecuados para satisfacer nuestros deseos o nuestro sentido de la superioridad. ¿Está de acuerdo con eso?
—Desde luego. Cosas así le suceden a todo el mundo cada día.
—En tales ocasiones, no podemos arrojar sin más nuestro descontento a la cara de quien nos ha humillado o irritado. Así aparece una grieta en lo que antes era una relación perfectamente armoniosa. Día a día, vamos guardando nuestro descontento y nuestro resentimiento en el fondo de nuestros corazones, pero, una vez allí, no desaparecen. Las pasiones reprimidas nunca se disuelven. En realidad, esas emociones se acumulan en nuestros corazones y allí mantienen latente su fuego como las brasas de un hibachi.
—Parece un punto de vista muy freudiano.
—Ciertamente, podría considerarse así… Y esas ascuas pueden encenderse en llamas inesperadamente. Pueden prender fuego.
—Muy cierto. De hecho, los héroes de todas sus novelas parecen ser personas que se sienten ahogadas por la vida que llevan. Y se arrastran dolorosamente en ese estado de asfixia hasta que terminan por pecar.
—Exacto. Mis protagonistas gimen atormentados y acaban cayendo en el pecado.
Pestañeaba y pronunciaba las palabras con voz ronca, detalles nimios que eran manifestaciones de su nerviosismo. Sin embargo, al contemplar a Suguro en primer plano, Kobari advirtió por primera vez que había cierto desequilibrio en el rostro del escritor. Un ojo era mayor que el otro. El derecho era más grande que el izquierdo. A Kobari, los dos ojos empezaron a parecerle uno de esos cuadros de Picasso en que los ojos observan dos objetos distintos. Era como si de pronto se hubiera superpuesto un rótulo de «personalidades múltiples» a la imagen de Suguro en la pantalla. Kobari cayó en la cuenta de haber leído en algún libro reciente que las personas con ojos de diferente tamaño poseen doble personalidad.
—Entonces, señor Suguro, ¿está usted diciendo que en su obra el pecado es generado no tanto por la mente consciente como por el subconsciente? —preguntó el entrevistador de cara de caballo.
Tras un instante de perplejidad, Suguro le corrigió:
—No. Más exactamente, creo que los pecados de todo tipo están vinculados de un modo u otro con el inconsciente.
—Así pues, ¿podemos considerar la mente inconsciente como el útero, el semillero del pecado, diría usted? ¿Es éste el concepto de pecado en el que cree, señor Suguro?
—Yo… —Suguro parpadeó—. No soy teólogo. Tendrá que preguntarle a un experto sobre estos temas. Yo sólo he ido avanzando a trompicones en esa idea mientras escribía mis novelas.
—Comprendo. —La mirada del interlocutor mostró por primera vez auténtica curiosidad—. Por cierto, hace unos días planteé esta misma pregunta al prestigioso estudioso del budismo, reverendo Takemoto. Parece que la doctrina de la «conciencia única» del budismo Mahayana comparte las mismas opiniones que usted acaba de expresar, señor Suguro.
El escritor asintió, pero no dijo nada.
—Tenemos una grabación de los comentarios del reverendo Takemoto que me gustaría contemplar con usted, señor Suguro. Por desgracia, el reverendo Takemoto no ha podido estar hoy con nosotros. Ahora mismo vuela a París para participar en una conferencia internacional de filósofos budistas.
Una red de líneas oblicuas en rojo llenó la pantalla y apareció un hombre de aspecto enérgico con la cabeza rapada y las manos unidas relajadamente en el regazo.
—Así pues, el budismo ha enseñado durante muchos siglos que es la mente inconsciente la que rige el corazón humano. ¿Podemos resumirlo así?
El mismo entrevistador, sentado a uno de los lados, parecía tratar de provocar más comentarios sobre el tema.
—Supongo que es acertado.
—¿Qué nombre recibe este reino del inconsciente en las enseñanzas del Mahayana?
—Sí. —El reverendo respondió pausadamente, como si recitara un párrafo previamente estudiado—. Lo denominamos Conciencia-Manas y Conciencia-Alaya. La Conciencia Manas puede describirse como algo parecido a la conciencia egoísta. Es el ámbito donde nos colocamos en el centro de cada hecho, donde contemplamos cada incidente a la luz de nuestros intereses personales y donde sólo tenemos en cuenta nuestro propio beneficio… La Conciencia-Alaya, por otra parte, es el ámbito donde las semillas del deseo y del apetito carnal que producen todos nuestros sufrimientos se agitan como un torbellino en número incontable.
—Al decir semilla, creo que se refiere usted al término sánscrito bija. Esos deseos y apetitos… en el budismo son considerados pecado, ¿verdad?
—Sí, puede decirse así.
—¿Y las semillas que son fuente del pecado se arremolinan en nuestra mente inconsciente?
—Exacto. Nosotros las llamamos «semillas de corrupción».
En la pantalla volvieron a parpadear las líneas rojas oblicuas y la cámara tomó un plano de Suguro en el estudio.
—Señor Suguro, me da la impresión de que el punto de vista del budismo es muy similar al suyo.
El escritor, un tanto perdido, hubo de aceptarlo.
—¿Ha estudiado usted budismo Mahayana? Usted es cristiano, desde luego…
—No, no he estudiado budismo. Como ya he dicho antes, he perfilado esa idea en el curso de mi trabajo de escritor.
Kobari se dio cuenta de que Suguro estaba cansado por la sombra de tristeza que apareció en la frente del escritor. Extendió la mano hacia el receptor de televisión, bajó el volumen hasta eliminar las voces tediosas e irritantes de los dos hombres y luego contempló atentamente el rostro de Suguro mientras éste movía la boca en silencio.
Ojos de diferente tamaño. Kobari no podía estar seguro de que aquél fuera un signo de doble personalidad, pero detectaba una nube algo turbia sobre las facciones de Suguro. No encontraba palabras para describir qué significaba, pero para Kobari aquella sombra nebulosa era la parte secreta del escritor que nadie había desvelado todavía.
—Eres…, eres un fraude, Suguro —dijo Kobari al anciano escritor, cuya boca seguía moviéndose en silencio. Subió de nuevo el volumen.
—¡Ah! Entonces, señor Suguro, ¿sugiere usted que, mientras la mente inconsciente es el semillero del pecado, lo es también de la salvación?
El tema había cambiado desde que quitara el sonido al televisor.
—Sí, ésa es mi impresión. Tal vez «salvación» sea una palabra demasiado fuerte: los pecados que cometen los hombres son una manifestación de su deseo de renacimiento.
—¿Renacimiento? —Los ojos del entrevistador brillaron de nuevo con abierto interés.
—Es cierto —asintió Suguro— que mis personajes se mueven dificultosamente bajo unas circunstancias sofocantes y que cometen sus pecados, pero si se medita sobre tales pecados…, en la vida de los personajes, resultan ser… —Al tiempo que buscaba las palabras adecuadas, Suguro también parecía estar sondeando la respuesta del entrevistador—. Sus pecados, en último término, resultan ser… una expresión de su anhelo de un nuevo modo de vida.
—¿Podría denominarse a eso salvación? —preguntó el confuso entrevistador.
—Tal vez no pueda catalogarse de salvación, pero la posibilidad de la salvación está contenida en el pecado.
—La posibilidad de la salvación está contenida en el pecado. Me parece que ésta es una opinión muy original. ¿Es una creencia cristiana?
—Bueno… —En los ojos de Suguro brilló de nuevo una mirada de impaciencia—. Supongo que no. Pero es la impresión que he tenido mientras escribía…
—Parece que estamos ante otra posición muy similar a la del budismo. Está por ejemplo el dicho «el bien y el mal son una misma cosa», lo cual apunta a que no existe diferencia entre ambos…
—¡Oh! Pero mi planteamiento de que la posibilidad de la salvación existe en el seno del pecado no se deriva del budismo…
—Comprendo. Ahora me gustaría que escucháramos de nuevo al reverendo Takemoto…
Las imágenes de la pantalla dieron paso otra vez a la red de líneas rojas y apareció el piadoso rostro de Takemoto.
—Y las semillas de los deseos y apetitos forman un torbellino en el seno del pecado, la Conciencia-Alaya. Sin embargo, ¿no es cierto que el budismo Mahayana enseña que las semillas de la salvación están presentes y activas también en esa misma Conciencia-Alaya?
—Sí. —Takemoto consultó a hurtadillas el guión que tenía abierto sobre la mesa, dando una imagen de su personalidad tímida, irremisiblemente seria—. Se les llama «semillas de pureza». Igual que los glóbulos blancos de la sangre devoran bacterias en el cuerpo, estas semillas envuelven lentamente las semillas de corrupción que contienen la energía de los nocivos deseos y proceden a purificarlas.
—¡Ah! Entonces, desde el punto de vista budista, ¿el inconsciente es a la vez el útero del pecado y la matriz de la salvación en Buda?
—Ésa sería la idea general.
La puerta delantera se abrió de pronto y sonó la voz de la amante de Kobari, cargada con las bolsas de la compra, preguntando:
—¿Estás en casa? ¡Qué frío hace ahí fuera! —Mientras pasaba junto al sofá donde Kobari estaba tendido ante el televisor, añadió—: Me parece que se pondrá a nevar otra vez…
—Esta doctrina del budismo Mahayana también parece ser lo que expresa usted en su obra, señor Suguro.
—¿Qué doctrina es ésa?
—¿Está usted seguro de no haber sido influido por el budismo?
—Creo que no me ha influido. Aunque quizás he heredado algo de esa influencia a través de la sangre de mis antepasados… Al fin y al cabo soy un escritor japonés, no europeo ni americano.
—¿Por qué diablos estás viendo ese rollazo? —preguntó la chica con perplejidad mientras dejaba caer sobre el sofá una bolsa cargada de cebollas y bolsas de plástico.
—Silencio. Estoy trabajando.
Kobari no prestaba atención a aquel «rollazo». Estaba concentrado en el rostro del escritor, tomado en primerísimo plano. Aquel rostro de ojos desequilibrados y sombras borrosas. Aún parecía el de un cincuentón si uno se fijaba en ciertas partes de la cara, pero cuando volvía el cuello las arrugas que se formaban en él ponían de relieve que tenía más edad. Kobari podía apreciar que el escritor, no habituado a las apariciones en televisión, estaba agotado tras aquel diálogo. Quizá fuese capaz de contemporizar con la boca, pero a Kobari le parecía que la cámara había captado las sombras nebulosas en cuyo seno yacían los secretos que aquel hombre nunca había mostrado al mundo.
Estaba sonando el teléfono. Escuchó su agudo sonido mientras abría la puerta del estudio al regreso de un paseo. El teléfono había sonado a altas horas de la noche sin que nadie respondiera al otro lado. Ya había sucedido más de dos veces. El comunicante guardaba silencio y parecía esperar alguna respuesta. Finalmente dejó que el aparato sonara y el pertinaz sonido terminó por enmudecer, resignado.
Miró el buzón pero estaba vacío. Tal vez el reparto se había retrasado. Pasó al estudio y encendió la lámpara del escritorio. La luz suave que tanto le complacía iluminaba el portaplumas y el reloj de la mesa; las manecillas que marcaban el paso de los segundos aumentaban el silencio de la estancia. Apoyó la barbilla en las manos, y en aquel vacío recordó la expresión del rostro de la señora Naruse al paladear el plato de arroz frito. Aquella expresión se hacía presente en su mente varias veces al día, despertando su curiosidad por la mujer. ¿Qué clase de mujer era exactamente? Había un aspecto de su manera de pensar, totalmente aparte de su aspecto externo, que por alguna razón estimulaba los instintos de literato de Suguro. Casi al final de su velada en el restaurante, él le había pedido en broma que le escribiera una carta, pero no podía imaginar que accediera a su solicitud.
El teléfono volvió a sonar. No hizo caso, pero la llamada se prolongó tercamente durante más de un minuto. Al fin se dio por vencido y levantó el auricular.
—¿Es usted Suguro sensei? —preguntó una voz insistente—. Me llamo Kobari, soy periodista y…
—¿Kobari? —Suguro permaneció en silencio un instante—. Usted es la persona que se puso en contacto con el señor Kano, ¿no es así?
—En efecto. Me gustaría tener una charla con usted.
—¿Qué desea? ¿Es sobre ese rumor de que frecuento barrios de mala reputación?
—No puedo hablar de ello por teléfono. Si pudiéramos conversar cara a cara, habría menos riesgo de malentendidos por ambas partes.
—¿A qué se refiere con eso de «malentendidos»?
—Resultaría muy embarazoso para usted si me pusiera a escribir sobre su vida basándome solamente en mis propias conclusiones ante las pruebas, ¿no le parece?
A Suguro le irritó el tono intimidatorio de la voz.
—Está bien —accedió—, le veré. Pero no quiero que venga a mi estudio.
—Entonces, ¿le importaría reunirse conmigo en Roppongi? Ahora mismo, si no tiene inconveniente.
Resuelve este asunto enseguida, dijo una voz en la cabeza de Suguro. Contuvo con dificultad su nerviosismo y tomó nota del lugar de la cita. Al salir, recogió dos o tres cartas que habían caído por la rendija del buzón y las guardó en el bolsillo del abrigo.
El taxi avanzó por las bulliciosas calles nocturnas y Suguro se apeó cerca del bar donde habían quedado. Al cruzar la puerta, reconoció al hombre sentado con un vaso de agua frente a sí como uno de los que le habían acosado en la sesión de firmas de ejemplares.
—Ya nos hemos visto antes, ¿verdad? En la firma de libros.
El hombre no respondió a su saludo y señaló con un gesto de la barbilla una fotografía que había sobre la mesa.
—¿Conoce a esta mujer?
Suguro contempló la foto y respondió, colérico:
—No. No la conozco.
—¡Oh! Mírela con más atención. ¿Está seguro de que no la conoce?
—No, nunca la he visto.
—¿Está seguro?
Kobari tenía una mirada implacable, como la de un detective interrogando a un sospechoso.
—Totalmente seguro.
—Pero… esa mujer me dijo que se había corrido una buena juerga con usted, sensei. Y luego pintó su retrato. Es una artista que promete. Trabaja por horas en la calle Sakura dibujando retratos.
—No diga tonterías. A mí no me ha ocurrido nada de todo eso.
—Bueno, pero esta mujer es buena amiga de cierta dama que usted conoce.
—¿Cierta dama? ¿A quién se refiere?
—Usted se reunió con cierta mujer en una cafetería de la calle Takeshita, ¿no es cierto?
Así que era eso. Suguro comprendió por fin que el hombre al que había visto asomarse a la ventana de la cafetería el día que conoció a la señora Naruse era un periodista.
—Bueno… —Suguro estaba confundido—. ¿Qué hay de malo en ello?
—Si esa dama y la mujer de la foto son íntimas amigas… no me parece lógico que insista en no haberla visto nunca.
—Lo siento —Suguro estaba rojo de indignación—, no tengo intención de quedarme aquí escuchando falsas acusaciones. Puede hacer lo que le plazca con ese rumor que ha escuchado, pero si publica una sola línea al respecto yo tendré preparada la oportuna respuesta.
—Discúlpeme. —Kobari, que conocía la táctica correcta a emplear, se retractó sumisamente—. Sin embargo, lo cierto es que corren ciertos rumores desagradables sobre usted. Una mujer excéntrica propagó algunos en su recepción, ¿sabe?
—Lo recuerdo. Pero esos rumores no tienen nada que ver conmigo.
—En tal caso debería usted presentar algún tipo de prueba que demuestre su inocencia. —Kobari apuró su vaso de agua. Cuando el camarero acudió a preguntar qué quería, pidió con brusquedad un whisky con agua—. Soy un periodista poco importante, pero he venido reuniendo información de personas que afirman haberle visto en diversos lugares.
—Se trata de alguien que se hace pasar por mí. ¡Menudo fastidio!
—¿Puede afirmar eso con absoluta confianza? Y si puede, ¿sería tan amable de acompañarme a ver a una mujer cerca de aquí? No tardaremos mucho. Entenderá la razón cuando lleguemos. Sólo serán diez minutos. Confía en usted mismo, ¿verdad?
—Naturalmente que confío —replicó Suguro. Sin embargo, al pronunciar las palabras comprendió que había caído en la trampa de aquel hombre. Cuando salieron del bar, una ráfaga de viento surgió de un callejón. Kobari había bajado la voz hasta adoptar un tono halagador.
—Tengo varios amigos que son admiradores de su obra, sensei.
Suguro tensó sus facciones y no respondió.
A primera vista, el Château Rouge parecía un edificio de tres pisos como tantos. Para evitar que les vieran, los clientes llegaban en su coche, como si se tratase de un motel.
—No quiero causarle ningún problema, así que hágame el favor de esperar aquí.
Kobari dejó a Suguro en medio de la calle y desapareció por la entrada. Suguro apretó la barbilla contra el cuello del abrigo. Al acercarse algunos peatones, bajó los ojos e intentó parecer tan despreocupado y ajeno como un asceta.
Kobari reapareció seguido de una mujer de mediana edad. Con las gafas de sol, parecía la propietaria de una tienda de ropa o de una boutique, la clase de mujer que solía pasear por las calles de Roppongi, pero le fue presentada a Suguro como la encargada del local.
—Pase adentro, por favor. Debe tener frío aquí fuera —dijo, dirigiéndose al escritor en tono hospitalario—. Este caballero no hace más que preguntarme si conoce usted a Motoko. Y si ha sido invitado en alguna ocasión a nuestro château —explicó con una sonrisa.
—¿Y es así? —Suguro se esforzó por convertir a la mujer en su aliada—. Le agradecería que manifestara ante él una rotunda negativa, igual que he hecho yo. Al parecer, es reportero de prensa, pero su trabajo parece consistir en escribir revelaciones sucias y escandalosas… Y quiere hacer de mí una de sus víctimas. Tengo intención de querellarme si maquina algo contra mí. Si llegamos a eso, le llamaré a usted a testificar, aunque la perjudique.
—Sería un verdadero problema. Tenemos algunos clientes muy distinguidos y eso dañaría gravemente la confianza que nos hemos ganado.
—Entonces tendrá que contestar clara y rotundamente —declaró Kobari, exultante.
—Bien… Les mostraré una película, si me promete no escribir nada.
—¿Una película?
—Sí. Una filmación de esa fiesta. Se la mostraré, y si el caballero no aparece en ella deberá usted prometer que no escribirá nada sobre mi salón.
Kobari asintió con la mirada. Suguro no puso objeciones. La encargada les condujo al interior del edificio vacío, que todavía no había iniciado la actividad. Todo el edificio olía a cuero. Junto al pequeño despacho había una salita de recepción provista de un televisor y un sofá raído. Sobre el aparato había una muñeca Hakata de porcelana.
—Eso lo pintó Motoko —dijo la encargada volviendo los ojos hacia un cuadro colgado de la pared. Sobre una tela salpicada de pintura marrón amarillenta, la artista había dibujado remolinos como la concha de un caracol. Las líneas de la espiral estaban pintadas en rojo.
—No soporto la pintura abstracta —dijo Kobari echando apenas un vistazo al cuadro.
La encargada se puso en cuclillas, introdujo una cinta de vídeo en el aparato y lo puso en marcha. La pantalla del televisor se iluminó y aparecieron unas líneas blancas. Después apareció, de pronto, una gran pista de baile en la que bailaban juntos hombres y mujeres desnudos. Sus movimientos no eran un baile, sino algo parecido al suave mecer de los árboles bajo el viento. El perfil de sus pechos y estómagos evidenciaba que algunas de las mujeres ya no eran jóvenes. Algunos de los hombres eran también notablemente gruesos y feos.
—¿Esto se filmó aquí?
—No, claro está. Alquilamos otro local. Para la fiesta de nuestro tercer aniversario.
—Es un hotel de Yoyogi, ¿verdad?
Kobari recordó inesperadamente el nombre del hotel. La encargada simuló no haberle oído.
—Aquí todo el mundo está todavía en la fase de tanteo —explicó con añoranza.
—¿Tanteo?
—Todavía no se conocen, y por eso se tientan unos a otros.
La escena cambió. Una mujer madura estaba tendida con los brazos y las piernas abiertos mientras tres hombres enmascarados la acariciaban por distintas partes. La cámara no se movió en ningún instante mientras las cabezas de los hombres recorrían afanosamente su cuerpo como perros lamiendo el agua febrilmente. Vinieron a la cabeza de Suguro los nombres de vinos que había aprendido muchos años atrás: Médoc, Saint Émilion, Entre-Deux-Mers. Tal vez se debía a la edad: al contrario que en otros tiempos, cuando contemplaba las efusiones sexuales de otros, sólo lograba sentirse frío y abatido.
—Esto es un aburrimiento. —Kobari también se había cansado de ver las mismas acciones repetidas una y otra vez. Sacó un cigarrillo pero le dio vueltas entre los dedos sin encenderlo—. No tiene la menor originalidad. Todos hacen exactamente lo mismo. No puedo creer que no estén mortalmente aburridos.
—Motoko fue la única de todos ellos capaz de alcanzar el clímax —murmuró la encargada—. Después de esto…
—¿Después de esto?
—Sí. Todavía queda un poco de esa parte repetitiva.
En realidad, quedaban en la cinta varios minutos más de los mismos torpes movimientos sexuales. Aunque las posiciones de los cuerpos y las técnicas cambiaran, cada movimiento quedaba finalmente hueco y sórdido.
La pantalla quedó súbitamente a oscuras. Durante unos instantes brilló en ella el reflejo blanco lechoso, y luego, de pronto, apareció el rostro de una mujer con la boca abierta. Aunque también tenía los ojos abiertos, su rostro parecía el de una persona ciega. Una manchas grisáceas como hebras de algodón salpicaban el cabello. Kobari no tardó en reconocerla como la mujer de las fotografías, desprovista de las gafas.
La cámara realizó un picado. Alguien tenía las manos en torno al cuello de Motoko y procedía a apretar. En uno de los dedos había un anillo; las manos eran las de un hombre.
—¿Qué es eso blanco que tiene en el cabello? —preguntó Kobari con aspereza. La voz dejaba traslucir su nerviosismo.
—Aquí había cuatro hombres torturando a Motoko. El primero dejó caer sobre ella la cera líquida de una vela… Observen, se puede apreciar la cera en sus hombros. Y tiene algunas gotas en el pelo. Luego ella empezó a rogar que alguien la estrangulara, y entonces otro de los hombres comenzó a hacerlo…
Motoko miraba hacia el techo con los ojos entrecerrados y los labios ligeramente abiertos. Su lengua se agitaba hacia adentro y hacia afuera como si tuviera bloqueada la garganta. Mientras las manos del hombre se cerraban gradualmente en torno a su cuello, se hizo evidente que la mujer estaba experimentando sensaciones de éxtasis y placer…, la sensación de deslizarse por un túnel hacia la muerte. Parte de la cabeza del hombre apareció en la pantalla del televisor, volcándose sobre la mujer.
La encargada manifestó con orgullo:
—¿Se dan cuenta del cuidado que tenemos en evitar fotografiar el rostro de nuestros clientes? A estas alturas, algunos de los hombres se habían quitado las máscaras.
—Esa guarra agita la lengua como si fuera un pez. Debe de estar sufriendo mucho. —Kobari se estremeció al hablar, mientras una mueca de asco cubría su rostro. Para él, el mundo que presentaba la cinta de vídeo sólo podía ser considerado como una aberración.
La encargada replicó con voz seca, como si le hubieran insultado personalmente:
—Debería usted haber oído lo que gritaba.
—¿Gritaba? ¿Qué decía?
—«¡Mátame!».
—¡Oh! Lo mismo que «¡Me muero, me muero!», ¿no?
—No, así no. Una verdadera masoquista desea que la maten, ¿entiende? Lo desea sinceramente. A veces, le he oído decir a Motoko, «siempre tengo miedo a la muerte, pero cuando llego a ese punto deseo ser maltratada y golpeada, y luego eliminada. Deseo ser herida y torturada y después, simplemente, morir allí mismo. Así es como siento en lo más hondo. Qué hermoso sería poder morir así».
—Está loca. Desquiciada.
—Locas o cuerdas, todas las personas son iguales, ¿no es verdad, sensei?
Inesperadamente, la encargada solicitaba la opinión de Suguro. Parecía pensar que, siendo un novelista, simpatizaría con sus puntos de vista y con los de la gente que aparecía en la cinta.
Suguro se mantuvo en silencio y continuó atento al televisor. La cinta había terminado y la pantalla sólo emitía el carraspeo hueco de la electricidad estática.
La tensión del rostro del escritor no desapareció cuando hubo abandonado el Château Rouge en compañía de Kobari, ni cuando se incorporaron al ensordecedor bullicio nocturno de la avenida Roppongi. Después de lo que había visto en el vídeo, las luces de neón, la procesión de automóviles y vehículos, la iluminación invernal en el rosario de tiendas, las oleadas de peatones, todo, parecía un tanto superficial y carente de sentido.
—¿Quiere que nos sentemos en alguna parte? —sugirió Kobari, algo resentido. Lo que más lamentaba era no haber conseguido localizar a Suguro o a la mujer con aire de matrona entre los participantes de la sesión recogida en el vídeo.
—No, gracias —Suguro rechazó el ofrecimiento con indignación—. Después de esto, espero que dejará de husmear a mi alrededor como un perro de caza.
Alzó la mano y llamó a un taxi, al que subió sin volver la mirada. Tomó asiento y cerró los ojos, pero aquel rostro seguía aún impreso en sus párpados. Los ojos entrecerrados, los labios ligeramente abiertos, la lengua asomando entre ellos y desapareciendo de nuevo como una oruga. Gotas de cera fundida salpicándole el cabello. Aquella cara… Sí, le recordaba otra que había visto tiempo atrás. Años antes, en su subida al campanario de la catedral de Bourges, había visto los rostros de los locos a ambos lados del balcón. Su mente saltó de pronto al cuadro de Motoko que estaba colgado en la salita de recepción. El dibujo de un remolino formando una espiral como la concha de un caracol. Contemplando el remolino, había sentido como si le estuviera absorbiendo progresivamente hacia su centro escarlata. Aquélla era la sensación que había querido reflejar Motoko, tal vez la que había experimentado ella misma al ser torturada y casi estrangulada por varios hombres. «Deseo ser maltratada y golpeada, y luego eliminada. Deseo ser herida y torturada y después, simplemente, morir allí mismo». Éstas eran las palabras que la encargada había utilizado para describir la sensación. Aquellas emociones despreciables y aquellos deseos horribles latían dentro de Motoko y en lo más hondo de todos los corazones humanos. Pero, ¿por qué? ¿De dónde procedían?
—¿Quiere que tome la calle que pasa frente a la estación de Harajuku? —La pregunta del taxista interrumpió sus pensamientos.
—Sí, por favor.
Se sentía agotado. Abrió los ojos y contempló las oscuras hileras de árboles desnudos de los jardines exteriores del Templo Meiji. Cuando se llevó la mano al bolsillo para pagar la carrera del taxi, sus dedos palparon algo sólido. Eran las tres cartas que había recogido al salir de su estudio. Con sus pensamientos ocupados en su cita con Kobari, había guardado los sobres en el bolsillo y se había olvidado de ellos. Uno era una carta de un editor, el segundo de un hombre cuyo nombre no le dijo nada. El tercer sobre, bastante grueso, no llevaba remitente.
—¿Le importaría encender la luz un momento? —pidió al taxista.
Al abrir la segunda carta, comprobó que la remitía el joven que le había querido estrechar la mano en la librería, después de la sesión de firmas. El matasellos era de la ciudad donde estaba situada la escuela para niños disminuidos que había mencionado.
El domingo pasado recibí el bautismo, tal como le dije. Después de la ceremonia, cuando tuve en mi lengua por primera vez el pan consagrado de la hostia, sentí que me había conducido hasta este punto una serie de experiencias diferentes. La más importante de dichas experiencias ha sido mi encuentro con sus libros. Con la lectura de sus novelas, he ido avanzando paso a paso hasta este punto… Creo que Dios me ha hablado a través de sus obras de ficción, sensei. Que el Señor siga bendiciendo su labor.
Un nudo de amargura atenazó el pecho de Suguro. Sentía remordimientos de conciencia, como si le hubiera mentido a aquel joven que tenía aquella fe ciega en sus escritos… Como si hubiese mentido, de hecho, a todos sus numerosos lectores. No me sobrestiméis, quiso decirles. Ya tengo bastante con mis propios problemas; no puedo responsabilizarme también de vuestras vidas. En aquel apartado del bar de Meguro, el de la persiana chirriante en la ventana, Kano y los demás colegas habían leído sus primeros escritos y los habían declarado «sospechosos». Y tenían razón. El sentimiento de culpa había atenazado su corazón durante las tres décadas siguientes y no aflojaría su presión por mucho tiempo que transcurriera.
—No me sobrestiméis. —Sin querer, pronunció las palabras en voz alta.
—¿Eh? —El sorprendido conductor volvió la cabeza hacia él—. ¿Decía algo?
—No, no era nada.
Se ruborizó y bajó la vista al suelo. Después, pausadamente, rompió la carta. La rompió en dos. Luego, otra vez por la mitad. Como si estuviera rompiendo el rostro del joven con sus manos húmedas y frías…
Abrió el sobre de la tercera carta. El papel blanco, con marcas al agua, estaba lleno de líneas apretadas con los caracteres fluidos de una caligrafía de mujer. Tal vez ella, como el joven de la misiva anterior, también había tomado a Suguro por algo más que un novelista, por una especie de figura religiosa que…
Después de algunas dudas, me he decidido a escribirle esta carta… La noche en que me invitó a cenar, me dijo que quería conocer mi otro yo… Como no deseo causarle ningún problema, no he escrito mi nombre en el sobre. Pero estoy segura de que sabrá quién lo remite.
Las palabras volaron del papel a sus ojos. Era una carta de la señora Naruse.