Dos

Suguro se hallaba conversando de su próxima obra con Kurimoto, que vestía como un banquero, con una elegante corbata. Aun cuando no hubiera proyectos de trabajo que tratar, Kurimoto, que no bebía ni fumaba, acudía invariablemente a visitar a Suguro. Parecía considerarlo un deber más de un director literario, y cada vez que Suguro veía aquel rostro serio y honesto pensaba cuánto mejor habría sido para Kurimoto dedicarse a profesor de instituto.

De pronto, un aspirador se puso en marcha en la habitación contigua.

—¿Está aquí su esposa? —Evidentemente, a Kurimoto le había sobresaltado el ruido, pues creía que él y Suguro estaban solos en el estudio.

—No es mi esposa. Es una estudiante de instituto que hemos contratado. Está en segundo grado.

—¿Segundo grado?

Suguro le explicó con pormenores las circunstancias por las que Mitsu había entrado a trabajar allí, hablando en voz baja pese a que era imposible que Mitsu pudiera escucharles desde la estancia de al lado con el estruendo del aspirador.

—Es más inocente de lo que parece. Dice que en Harajuku hay hombres que seducen a sus compañeras de curso.

Kurimoto permaneció en silencio unos instantes. Después, de pronto, preguntó:

—¿Qué hizo usted con la postal?

—¿La postal?

—La que le envié… Ya sabe, esa postal.

—¡Ah! Me deshice de ella, naturalmente. —Suguro había dado por supuesto que Kurimoto habría olvidado el incidente y, cuando el director literario le interrogó al respecto con aire solemne, la pregunta le pilló desprevenido—. No vi ninguna razón para acudir a la exposición.

—Casualmente, yo estuve allí. —Kurimoto volvió la mirada hacia los ojos de Suguro—. Creí mi deber descubrir qué clase de mujer era. Por si intentaba crearle más problemas.

—¿Y?

—Era cierto que inauguraban una exposición. Muy cerca de la calle Takeshita.

Kurimoto parecía haber visitado la galería de arte en un esfuerzo por proteger la reputación del escritor con el que trabajaba, pero Suguro no lo consideró un favor. Deseaba librarse del recuerdo del incidente en la recepción lo antes posible, y no tenía el menor deseo de que el tema surgiera de nuevo.

—¿Estaba allí la mujer?

—No. Había otra mujer con gafas al cuidado de la galería. Según dijo, ella también era pintora.

—¿Qué tipo de cuadros eran?

—Todos estaban cargados de sonido y de furia, y todos estimulaban al público. Había uno de un feto en el útero… En realidad, los cuadros tenían un aire grotesco, espectral. Algo inestables, indigestos…

—Así los imaginaba —asintió Suguro, a quien las descripciones de Kurimoto resultaban fáciles de concebir—. No era muy difícil de imaginar, a la vista del tipo de mujer que los ha pintado.

—Había un retrato de usted.

—¿Mío…?

—Ella lo mencionó en la recepción, ¿recuerda? Dijo que usted se había dejado retratar por ella y una amiga en Shinjuku.

—¡Esto es absurdo! Nunca he hecho algo así.

—Sólo estoy repitiendo lo que ella dijo. Creo que debieron transformar un apunte en un cuadro al óleo.

Suguro no dijo nada y parpadeó varias veces. Mitsu debía haber terminado de limpiar la habitación contigua, pues acababa de desconectar el aspirador.

—¿Ese cuadro… se parecía realmente a mí? —preguntó en voz baja.

—A primer golpe de vista, sí. Y perdóneme que lo diga, pero era un rostro vulgar.

—¿Vulgar?

—Las facciones se le parecían, pero no era usted en absoluto. Era de esperar, naturalmente…

—Entonces, ¿cree usted que otra persona está haciéndose pasar por mí?

—Eso pienso. El cuadro se titulaba El rostro del señor S.

—¿Así que también han utilizado la inicial de mi apellido?

—Yo no me preocuparía por ello —dijo Kurimoto, tratando de consolarle—. Nadie creerá que es usted. Yo quise presentar una enérgica protesta, pero la mujer no estaba allí, así que me marché sin decir nada.

Incluso después de que Kurimoto se marchara, Suguro permaneció hundido en el sofá, mirando por la ventana. Se abrió el cielo gris plomizo de la tarde y asomó un pálido sol.

Mitsu salió del baño y contempló a Suguro con preocupación.

—¿Te sientes bien, sensei?

Como bien había dicho la esposa de Suguro, la muchacha era sensible a las desdichas de los demás. Aquella cualidad coexistía con su afabilidad y sus escasas luces.

—Sí, me encuentro bien. —Suguro se colocó la máscara destinada al consumo doméstico y devolvió la sonrisa a Mitsu. Era la expresión que despertaba la confianza de su esposa y, al mismo tiempo, la que sus lectores conocían y admiraban—. Voy a salir. —Se incorporó del sofá y pidió un favor a Mitsu—: Mi esposa llegará pronto. ¿Te importaría quedarte hasta que venga?

—Desde luego que no.

Siguió las instrucciones de Kurimoto. Era la primera vez que iba a la calle Takeshita. Había oído contar que era la calle de Harajuku más concurrida por gente joven, y la información parecía cierta: entre los viandantes había niñas de instituto con faldas largas que les rozaban los dedos de los pies, hombres ancianos como Suguro, mujeres jóvenes cargadas de bolsas idénticas a las de los mendigos, y muchachos con el cabello teñido de colores pastel.

Tal como le había indicado Kurimoto, recorrió una calleja estrecha dedicada a Brahms y llegó frente a un cartel que rezaba Galería Art Nouveau. En la planta baja había una tienda de bisutería; la galería quedaba en el primer piso.

Subió la escalera, que olía a cemento. Tras el mostrador de recepción, una mujer leía una revista, sentada con las piernas cruzadas. Al ver a Suguro, soltó una pequeña exclamación de sorpresa, reconociéndole sin duda. Sin soltar la revista, le siguió inquisitivamente con la vista mientras él deambulaba por la desierta galería.

Más de veinte cuadros llenaban las cuatro paredes en una sola hilera, como una banda continua de celofán. Un vistazo a tres o cuatro de ellos bastó a Suguro para llegar a la conclusión de que tras una serie de motivos excéntricos, se camuflaba un talento de mero aficionado. Tanto los cuadros realistas como los abstractos eran flagrantes imitaciones de las obras de vanguardia europeas o americanas: dos mujeres abrazadas; serpientes venenosas y mariposas con las alas muy abiertas, el dibujo de un chico con una cabeza enorme; un bebé asomando con miedo del interior del útero, con los ojos abiertos como platos, aterrados. Mientras contemplaba las obras, que sólo eran notables por su triste ostentación, Suguro buscó con interés un cuadro en concreto.

El retrato que Kurimoto había identificado como El rostro del señor S. se encontraba junto al rincón de la sala. Consciente de que la mujer tenía los ojos clavados en él, Suguro intentó fingir desinterés al aproximarse al cuadro. Aparecía mirando de frente con una sonrisa burlona en el rostro y producía el efecto de haber salido de un reino de colores lúgubres. Aunque sin duda el rostro era el suyo, en la expresión del cuadro había algo… no exactamente la vulgaridad que Kurimoto había descrito, sino algo lascivo e inmoderado.

Mientras desviaba la mirada en una mezcla de cólera y vergüenza, Suguro recordó haber visto aquel rostro con anterioridad. Exacto: era el rostro que le había estado mirando desde detrás de Kurimoto y la directora literaria en la entrega de premios. Desalentado, permaneció inmóvil ante el retrato. Recordaba otro rostro que se parecía a aquél. Lo había visto en su visita a la catedral medieval de la ciudad francesa de Bourges. Había ascendido la escalera de caracol detrás del sacerdote que le había hecho de guía y había salido a un balcón batido por el viento en lo alto del campanario. Desde el balcón, una profusión de rostros humanos y de animales se asomaba a los extensos campos que quedaban a sus pies. Uno de aquellos rostros de piedra, el de una loca, poseía la misma sonrisa burlona que el cuadro. «¿Qué es ese rostro?», había preguntado Suguro, pero el sacerdote francés se había limitado a encogerse de hombros.

Al advertir que la recepcionista seguía observándole, Suguro se acercó a ella.

—¿Está la señorita Ishiguro? —preguntó, haciendo lo posible por reprimir cualquier emoción mientras formulaba la pregunta.

La mujer se apresuró a aplastar la colilla de su cigarrillo.

—La espero dentro de poco.

—¿Es la autora de ese retrato?

—No, ese cuadro es de la señorita Itoi.

—Puede haber problemas si un artista hace un retrato sin pedir permiso —murmuró. Al pronunciar la frase, la recepcionista hizo una mueca como si acabara de recibir un bofetón—. Si el pintor no tiene el permiso del retratado…

—Ella dijo que tenía permiso.

—¿Quién lo dijo?

—La señorita Itoi, la pintora. Según tengo entendido, usted le pidió a ella y a la señorita Ishiguro que le hicieran un apunte en Shinjuku.

La recepcionista desvió la mirada. Suguro se disponía a contradecirla cuando percibió una sombra que se movía a su espalda y advirtió que los ojos de la recepcionista se iluminaban de pronto.

—Señora Naruse. La estaba esperando.

Cuando Suguro se volvió, una mujer con aire de matrona que lucía una elegante chaqueta de cuello ancho y un pañuelo hizo un leve gesto de asentimiento y entró.

Suguro abandonó la galería. La risa afectada y jocosa de la recepcionista resonó tras él. Fuera, el sol estaba un poco más velado que antes. A su edad, estos cambios en el firmamento llenaban de abatimiento a Suguro. Empujó la puerta de una cafetería frente a la galería de arte. Encontró un asiento junto a la ventana, pero la imagen que tenía en los ojos seguía siendo la del retrato. La imagen era más vívida ahora que cuando la había visto en realidad. Reflejaba el rostro de un hombre cuya fealdad no provenía de sus facciones, sino de su alma.

No sabía qué pensar. Por un instante, se sintió paralizado de miedo y se llevó una mano a la frente sudorosa.

Se tranquilizó e intentó extraer algunas consecuencias de la experiencia. Tal vez el retrato no era una representación de aquella sonrisa burlona y áspera que él había visto, sino un cuadro que en realidad había captado una sonrisa inesperada o un gesto afable del modelo. Posiblemente, él había tomado por lasciva e inmoderada aquella sonrisa franca porque su subconsciente todavía guardaba recuerdos gráficos de la aparición que había visto en la entrega de premios. Si era así, lo único que él había hecho era añadir su propia interpretación al despreocupado comentario de Kurimoto, que había tildado de «sonrisa vulgar» la expresión del retrato.

Aquel pensamiento le produjo un ligero alivio. La sonrisa del cuadro perdió la capacidad de provocarle más confusión mental una vez que Suguro consiguió considerar trivial aquel retrato trivial, de modo parecido a como había logrado devolver un sentido de orden a su vida y a su mente escribiendo en su diario las palabras «he tenido un mal sueño», la mañana siguiente a su visión subconsciente de Mitsu.

Cuando levantó la cabeza y miró distraídamente por la ventana, la mujer que había visto entrar en la galería de arte salía del edificio y se dirigía hacia la cafetería para gozar también, evidentemente, de unos momentos de descanso. Tras localizar un asiento libre, la mujer dejó el bolso y un libro sobre la silla contigua a Suguro y se quitó la chaqueta. Tenía una frente despejada y unos ojos grandes, de expresión resuelta, poco frecuentes entre las mujeres japonesas.

Dio un sorbo al café que le pusieron delante y bajó la mirada. Parecía sumida en sus pensamientos, pues cuando alzó la cabeza y reconoció a Suguro hizo un gesto de sorpresa. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de que el hombre que estaba sentado justo a su lado era el escritor.

—Hola otra vez —se aventuró a decir la mujer.

No teniendo otra cosa que decir, o, mejor, para romper el hielo, Suguro le preguntó:

—¿Ha visto usted el cuadro titulado El rostro del señor S.?

Era imposible que no lo hubiese visto.

—Sí.

—¿Se parece a mí?

La mujer ladeó levemente la cabeza y sonrió, incómoda. Tenía el cabello ligeramente veteado de canas pero parecía algo más joven que la esposa del escritor.

—¿Qué clase de pintores han seleccionado para esa exposición?

—Se trata de un grupo de mujeres jóvenes. Buscan la belleza en la fealdad. Una estética de la deformidad, sobre todo.

—¿Y por eso escogieron mi rostro? Supongo que mis facciones son feas, pero resulta mortificante que lo retraten a uno por esa razón. Y es desagradable que lo muestren con un aspecto tan horrible —añadió en tono humorístico.

—Yo no creo que sea tan horrible. A mí me parece un rostro de una gran humanidad.

Su esposa le hablaba con aquel tono de voz y con aquellas frases cuando intentaba apaciguarle. Debía ser una característica de las mujeres de su edad.

—¿Cómo es que conoce a esas pintoras?

—Una de ellas estuvo ingresada unos días en el hospital donde yo trabajo. Así trabé contacto con el grupo.

—Ninguno de los cuadros me ha impresionado. ¿Le resulta interesante a una persona como usted mezclarse con unas mujeres que pintan temas tan extraños?

—¿A qué viene esa pregunta? —le sonrió ella—. Yo podría muy bien ser como ellas.

Aquella mujer que le recordaba a su esposa despertó la curiosidad de Suguro.

—Ha dicho que trabaja en un hospital. ¿Es usted médico?

—No, no. Sólo soy asistenta voluntaria. Perdón, me llamo Naruse.

—Yo soy Suguro.

—Conozco muy bien su apellido y sus obras.

La conversación se cortó en aquel punto y ambos volvieron a concentrarse en sus respectivas tazas de café. Suguro leyó el título del libro que la mujer había colocado debajo del bolso. Era la obra de un crítico que tenía una amplia acogida entre los jóvenes.

—¿De modo que incluso lee libros como ése?

—Me encanta leer —replicó ella, en tono defensivo—. No entiendo gran cosa, pero no puedo apartar las manos de un libro cuando lo cojo.

—El autor de esa obra es muy crítico conmigo, en mi opinión. Dice que me asusta el sexo… —Suguro sonrió con deliberada ironía. La mujer no dijo nada y, al contemplar su expresión de desconcierto, Suguro llegó a la conclusión de que conocía la obra—. Ha leído usted ese artículo, ¿verdad? —Ahora su tono era serio.

—Sí.

—Cada escritor tiene su universo particular. Los temas que yo he tocado no han tenido que ver con el sexo…, pero eso no significa que haya evitado el asunto. Creo que lo he tratado, en cierta medida.

Pensó que estaba insistiendo demasiado en el tema y calló.

—Sí, recuerdo que usted escribió una vez que la psicología del sexo se parece al estado mental en que una anhela a Dios —asintió con gesto suave la mujer—. No recuerdo en qué obra lo escribió…

—En una recopilación de ensayos, hace unos cinco años.

Estaba asombrado de que aquella mujer conociera su obra hasta el punto de estar familiarizada con sus ensayos. Por su manera de hablar, parecía saber mucho de muchas cosas. Tal vez se dedicaba a algún trabajo intelectual.

—Después de haber leído mis obras, ¿está usted… de acuerdo con ese crítico?

—No sé mucho de cuestiones difíciles como ésta, pero me he dado cuenta de que siempre asocia sexo con pecado, tal vez por ser cristiano.

—No soy ninguna cría recién entrada en la pubertad —protestó él. Pero se daba cuenta de que en lo más profundo de su ser la influencia cristiana que le acompañaba desde su juventud le había llevado a crear una distinción entre sexo sano y nocivo. El sexo sano era…; pensó en el rostro de su esposa y supo que una atmósfera de obligación había envuelto constantemente sus relaciones conyugales. Con todo, él había encontrado una considerable satisfacción en tales relaciones, y su esposa jamás había expresado una palabra de protesta. Suguro no podía ni imaginarse a su esposa expresando el menor disgusto en tales temas.

—Bien, si me perdona la pregunta, ¿cuál es su opinión sobre el sexo?

Era una pregunta absolutamente impertinente que no debería haber dirigido a una mujer casi tan vieja como su esposa, y mucho menos cuando era la primera vez que hablaban. Sin embargo, Suguro tenía necesidad de oír alguna réplica perversa.

—Para serle totalmente franca, el sexo me da miedo —sonrió ella.

—¡Yaya! Si yo hablo como un cristiano, usted parece una virgen.

—No, no es eso lo que quiero decir… Creo que nuestra conducta erótica expresa nuestros secretos más profundos, aquellos que ni siquiera la propia persona conoce conscientemente.

—¿Los secretos que uno mismo desconoce?

—Sí.

Cuando Suguro escuchó estas palabras, su memoria revivió de pronto el sueño que había tenido aquella noche. Cuando había robado una mirada furtiva a Mitsu, semidesnuda en el baño…

Apartó rápidamente la mirada. Aquél era un encuentro insólito. Hasta unos minutos antes, habría considerado inconcebible que él mantuviera una conversación franca y sincera con una mujer a quien nunca había visto hasta entonces. Una conversación que nunca, ni remotamente, había tenido con su propia esposa.

—¿Ha escrito usted algo en alguna ocasión?

—¡Oh, no! Claro que no. Hace mucho tiempo probé a componer unos versos imitativos, pero eso es todo…

Al volver la vista hacia la ventana, Suguro observó a un hombre joven en la acera. Llevaba una cazadora azul con mangas blancas y escrutaba el interior de la cafetería. Muy probablemente, al pasar por allí, había reconocido al hombre sentado a la mesa como el famoso escritor Suguro y se había detenido a contemplarle, llevado de la curiosidad.

Cuando había preguntado a un viandante dónde podía encontrar una galería de arte cerca de la calle Takeshita —el nombre que la mujer ebria había citado en la recepción—, el hombre le había dicho que encontraría el edificio doblando a la derecha, a la salida del estrecho callejón. El cielo quedaba materialmente oculto por una hilera de edificios de color amarillo y la calle estaba orlada de luces diseñadas al estilo de las antiguas farolas de gas. Incluso Kobari sabía que se había intentado reproducir allí las callejas de Montmartre.

Un hombre salió de un edificio y se detuvo en la calle. Kobari reprimió una exclamación. Era Suguro; precisamente, el hombre que Kobari andaba buscando. El escritor miró tras de sí como si estuviera esperando a alguien, y luego entró en una cafetería al otro lado de la calle.

Kobari contempló la cafetería oculto tras un poste de telégrafos. Por fortuna, Suguro no parecía haber advertido su presencia pues tomó asiento en una mesa junto a la ventana y pidió su consumición al camarero. Después se hundió en el asiento con aire cansado y se sumergió en sus pensamientos. Kobari reconoció la postura: era la que Suguro había empleado recientemente en televisión. Su modo de sentarse siempre le daba un aire abatido. Al aparecer Suguro en la pantalla, la amante de Kobari había estirado el brazo y había cambiado de canal.

Poco después, una mujer anciana con una elegante chaqueta beige y un pañuelo al cuello salió del mismo edificio por cuya puerta había aparecido Suguro; como si se hubieran puesto de acuerdo previamente, también ella entró en la cafetería. Al parecer se conocían, pues se sentaron en lugares contiguos y pronto entablaron una animada conversación. La mujer no parecía ser la esposa del escritor. Aquél no era el rostro de la esposa de Suguro que había aparecido en una fotografía de portada de una antología literaria. En el curso de la charla, Suguro sólo dirigió la mirada a la ventana en una ocasión, pero no pareció advertir que le estaban espiando. Se limitó a descruzar las piernas.

Por fin, los dos se incorporaron a un tiempo. Kobari se ocultó tras el poste de telégrafos y les siguió mientras caminaban juntos calle Takeshita abajo. Entonces, inesperadamente, se despidieron con un leve saludo, Suguro se desvió hacia la estación mientras la mujer tomaba en dirección opuesta, hacia el Palais France de la calle principal.

Kobari titubeó un instante, tratando de decidir a quién de los dos seguiría, y optó finalmente por la mujer. Ésta avanzó confiada y erguida por la calle, abriéndose paso entre los hombros de los muchachos y muchachas y dirigiendo despreocupadas miradas a los escaparates. A Kobari le produjo la impresión de una mujer de carácter fuerte. La vio cruzar por el paso de peatones en el amplio cruce y entrar en un callejón de Omote Sando.

Kobari corría el riesgo de levantar las sospechas de la mujer si se adentraba en el callejón casi desierto, pero decidió seguir adelante manteniéndose a unos treinta metros de distancia. Mientras avanzaba tras la mujer, se dio cuenta de lo absurdo de su actuación. Seguir los pasos de Suguro tenía cierta lógica, pero parecía totalmente inútil desviarse de su camino para lanzarse en persecución de una mujer por el mero hecho de que hubiera mantenido una conversación con Suguro en una cafetería.

¿Por qué llegar hasta aquellos extremos para arrancar la máscara del escritor? La sensación de que su actuación era despreciable coexistía cómodamente con el placer que estaba seguro que sentiría al desenmascarar a Suguro. El rostro sonriente de Suguro en la tribuna en la entrega de premios. La oleada de aplausos al recibir el galardón y al pronunciar su discurso de aceptación. Kobari aún lo recordaba todo vívidamente. Un escritor que pasaba toda su vida construyendo un único macrocosmos y luego se encerraba en él, a salvo de peligros. Aquel aire de relamida autocomplacencia. Tras los muros sólidos y seguros de su mundo, esparcía las palabras —tan cargadas de nobleza— que salían de su pluma. Kobari deseaba agitar aquel rostro. En su época de estudiante, había asistido a manifestaciones para derribar el sistema; en sus deseos de participar en el movimiento estudiantil, además de un cierto sentido de la justicia, había tenido mucho que ver aquel impulso que le incitaba a perturbar a aquellos que se sentían seguros con sus principios.

Pasaron por una zona residencial y salieron a una calle de poco tráfico, repleta de elegantes tiendas de ropa y de antigüedades. Uno de los comercios sólo tenía accesorios náuticos. Kobari advirtió que la mujer recorría la calle sin la menor vacilación y llegó a la conclusión de que estaba familiarizada con el barrio. Al llegar a un hospital, un edificio de seis plantas, la mujer se introdujo en él.

Cansado, Kobari decidió dar media vuelta. La mujer se había detenido a la entrada del hospital y estaba charlando con una enfermera de edad madura que lucía una cofia adornada con dos líneas negras. La enfermera enseñó sus dientes de conejo y sonrió con un gesto que mostraba plenamente su buen corazón. La mujer abandonó enseguida el hospital y se dirigió hacia la calle principal de Omote Sando.

Kobari pensó que se encaminaba hacia el metro, pero no fue así. Se detuvo ante una tienda de animales y contempló tras el escaparate las diversas camadas de perros que agitaban la cola o dormitaban en sus pequeñas perreras. Kobari se detuvo también ante una tienda de ropa, a unos metros de distancia, y simuló mirar el escaparate; sin embargo, la curiosidad y el deseo de seguir a la mujer habían desaparecido por completo de su mente. Parecía improbable que aquella mujer amante de los animales resultara una figura clave para poner al descubierto el verdadero rostro de Suguro.

No obstante, transcurrieron unos cinco o diez minutos y la mujer siguió sin moverse. Kobari comprendió por fin que no contemplaba los cachorros porque fuera una amante de los perros, sino porque estaba citada con alguien en aquel lugar. Por suerte, la mujer no parecía albergar la menor sospecha de que la espiaran. De vez en cuando volvía la cabeza hacia la entrada del metro, esperando obviamente a que apareciera alguien.

Una mujer de mejillas rollizas, con gafas redondas, la típica solterona que suele verse en las oficinas de cualquier empresa, asomó por los peldaños de la boca del metro. Kobari observó, abatido, que las dos mujeres se ponían a hablar mientras jugueteaban con un puñado de collares y cadenas para perros a la entrada de la tienda.

La mujer que Kobari venía siguiendo compró un collar de color verde, luego detuvo un taxi y subió en él con la mujer de las gafas redondas.

Kobari perdió todo interés en continuar la persecución. Sabía que no le llevaría a ninguna parte. Regresó rápidamente a la galería de arte.

—Nos tomaremos un descanso de diez minutos y luego hablaremos de los dos relatos que todavía tienen posibilidades.

El redactor jefe que presidía el comité de selección estaba sentado en el centro de la mesa. Cuando anunció el breve intermedio, las camareras que permanecían inmóviles en un rincón de la sala se pusieron en pie ruidosamente.

El premio Garakutagawa, que se disponían a conceder, no era más que un galardón para autores noveles pero gozaba de la suficiente popularidad como para que su ganador apareciera en televisión. El premio se concedía dos veces al año y el comité de selección se reunía en cada ocasión en el mismo restaurante de Tsukiji, junto con el comité que concedía el premio Naomoto de novela popular. Suguro, que había entrado a formar parte del jurado junto con Kano apenas tres años antes, todavía era considerado un neófito en el seno del comité.

—Imagino que Nozawa propondrá que no se otorguen premios este año —susurró Kano a Suguro, que estaba sentado a su izquierda.

—Yo también votaría por dejarlos desiertos. Los dos relatos me parecen artificiosos.

—No creo que haya nada malo en que lo sean.

Suguro no podía estar de acuerdo. Además, consideraba que los mordaces ataques de Kano contra una de las restantes obras finalistas habían sido bastante malintencionados. Mientras escuchaba los despiadados latigazos verbales que surgían de la boca de Kano como chasquidos, Suguro recordó los rostros de sus compañeros de tantos años atrás, sentados en el pequeño bar de Meguro, tachando sin piedad de «sospechosos» sus escritos. Al año siguiente, Kano hizo su entrada en el mundo literario recibiendo el Garakutagawa y, un año después, Suguro también recibió el premio. Habían transcurrido casi treinta y cinco años desde entonces y muchos de sus colegas de aquellos tiempos habían dejado de escribir novela.

Kano resopló al escuchar la muestra de desacuerdo de Suguro y tomó un sorbo de cerveza. Luego, todavía con una mueca de disgusto en el rostro, comentó:

—El nivel de calidad del premio Garakutagawa ha descendido en los últimos tres o cuatro años, ¿no?

—Es cierto —asintió Suguro en esta ocasión—. En eso estoy de acuerdo contigo.

—Me temo que el prestigio del galardón se vendrá abajo si no introducimos unas normas rígidas muy pronto. En mi opinión, el modo en que se describe el sexo en los relatos finalistas es, sencillamente, pornográfico. No hay en ellos verdadero erotismo, ¿no le parece, Yoshikawa?

Kano dirigió la palabra al hombre sentado al otro extremo de la mesa, que se estaba poniendo unas gotas en los ojos. Yoshikawa era el miembro más antiguo del comité y todo el mundo le consideraba un maestro del relato corto.

—Vamos, vamos…, no hay razón para sulfurarse tanto —sonrió Yoshikawa con la esperanza de aplacar parte de la cólera que Kano estaba expresando casi a voz en grito—. Sin embargo, tienes razón: ninguno de ellos ha captado la esencia real del erotismo.

Como un eco lejano, aquel comentario evocó en un rincón de la memoria de Suguro el recuerdo de una frase sorprendentemente similar: «Usted evita escribir sobre las profundidades más remotas de la relación sexual». Acompañando a ese recuerdo, apareció en su mente la imagen del rostro de la señora Naruse devolviéndole la mirada con aquellos ojos grandes, audaces.

—Entonces, Suguro, ¿vas a votar por éste? —le preguntaba Kano—. Antes le has dado puntuaciones altas.

—No. Voto por «Un lugar para ver el arco iris».

—¡Pero si es una chapuza! —exclamó Kano. Luego miró a Suguro como si acabara de recordar algo—. Tengo que hablar contigo cuando terminemos con esto.

—¿No podemos hacerlo ahora?

—No; luego, a solas —insistió, apartando la mirada.

La reunión continuó. Como en la primera ronda de opiniones, cada miembro del jurado catalogó las obras de «buenas», «justas» y «malas», exponiendo sus razones. Se escrutaron los votos. En esta ronda, al contrario que en la primera, «Un lugar para ver el arco iris» obtuvo mayoría de votos. Yoshikawa hizo cuanto pudo para apaciguar al malhumorado Kano.

—Bueno, cederé por esta vez —masculló Kano por fin—. Pero me quedo con mal sabor de boca.

Los periodistas aguardaban los resultados, de modo que Yoshikawa y el redactor jefe abandonaron juntos la sala de banquetes.

—Después de cenar, podemos alquilar un coche juntos —murmuró Kano a Suguro.

Éste sonrió y dijo:

—No sé por qué te muestras tan reservado.

—No quisiera que nadie más se enterara.

Kano guardó un desagradable silencio que Suguro no supo interpretar.

Cuando el coche de alquiler que transportaba a ambos escritores se puso en marcha, Kano dio una dirección al chófer, tras meditar un instante:

—Al hotel Imperial, por favor.

Kano no hizo la menor mención de lo que deseaba tratar hasta que estuvieron sentados en el vestíbulo del hotel. Cuando al fin se acomodaron, Suguro preguntó con voz tensa y cierta irritación:

—Bueno, ¿de qué se trata?

Kano echó un vistazo al vestíbulo para cerciorarse de que nadie les escuchaba. Cuando habló, todavía seguía enfadado.

—Verás, corre…, corre un extraño rumor sobre ti.

—¿Qué clase de extraño rumor?

—Al parecer, eres un asiduo visitante de los locales porno de Kabuki-cho.

Suguro contempló fijamente a aquel hombre que era su amigo.

—¿Y? ¿Crees que es cierto el rumor?

—¿Yo? No es mi problema —respondió Kano con desdén—. Sólo quería que supieras que existe. Y como siempre eres tan reservado…

—¿Reservado? Continúa y llámame cobarde, si quieres.

—En todo caso, ¿no se sentirían traicionados tus lectores si escucharan un rumor así? No tendría importancia si se tratara de mí, pero tú eres cristiano y todo eso. Te verías en un buen lío si la Iglesia o los curas se enteraran, ¿no crees? Y algo aún peor…

—¿Te refieres a mi esposa?

—Sí.

—Mi esposa cree lo que le digo y no hace caso de nada más —replicó Suguro con confianza—. ¿Quién te ha contado ese rumor?

La sala estaba casi desierta. Un botones uniformado salió a recibir a los pasajeros de un gran autocar que acababa de llegar del aeropuerto.

—Un periodista llamado Kobari. No le conocía, pero me llamó por teléfono hace dos semanas. Dijo que quería hacerme algunas preguntas sobre ti en confianza. Afirmó haber conocido a una pintora que le reveló tus actividades secretas.

—¡Ah! —Suguro sonrió con aire abatido, comprendiendo por fin de qué iba el asunto—. De modo que se trata de eso. Verás, hace poco, en la entrega de ese premio que me dieron, una mujer borracha se abrió paso hasta mí y empezó a soltar una serie de incoherencias a voz en grito. Si me querías hablar de eso, lo sé todo al respecto. Kurimoto, de Dokansha Press, también está al corriente. —Soltó un bostezo deliberado y añadió—: Lamento que te hayas preocupado por nada. El rumor es totalmente infundado, de modo que puedes olvidarlo todo.

Suguro consideró que este comentario tranquilizaría a Kano, pero su amigo mantuvo un hosco silencio.

—¿Por qué no damos por terminada la jornada? —propuso Suguro.

—Estas reuniones del comité me dejan agotado. A veces, por la noche, me duele el corazón.

—Ten cuidado. No lo tienes nada fuerte.

—Suguro… ¿Dónde estuviste anteanoche?

—¿Anteanoche? —Suguro torció la cabeza—. Estuve en casa, leyendo los relatos del concurso. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿No estuviste en Shinjuku?

—No.

Kano apartó la mirada y murmuró:

—Yo mismo te vi esa noche. En el andén de la estación de Shinjuku.

—¿En el andén? No seas ridículo. Estuve en casa toda la noche. Mi esposa puede atestiguarlo.

Kano miró a Suguro en silencio. Luego, como si estuviera murmurando para sí, comentó:

—Hacia las once y media, yo estaba en el tren con Mitomo, de Dokansha Press. Le había entregado un original en un bar de Golden Avenue y tomamos una copa. Llevábamos la misma dirección, de modo que subimos juntos al tren, que iba lleno. Yo iba mirando por la ventanilla mientras hablaba con Mitomo y, en el andén del lado opuesto…, te vi sentado en un banco con una mujer que llevaba gafas.

—¿Me viste?

—Sí. Eras tú.

—¿Estás seguro de que no era alguien que se me parecía?

Kano respondió con rotundidad:

—No, eras tú. Sé que lo eras. Mitomo también se sorprendió…

—Estaba en mi casa, ¿cuántas veces tendré que repetirlo para que me creas?

—Te creo, pero también sé que te vi en ese andén. Entonces llegó el tren de tu lado y desapareciste.

—Es absurdo. No soy dos personas a la vez, ¿sabes? —Suguro tuvo que esforzarse para sonreír—. Debe tratarse de un sosia. Ese impostor se hace pasar por mí, utiliza mi nombre y anda rondando por Shinjuku. Llama a mi esposa y pregúntale. Pregúntale dónde estaba anteanoche.

—No tengo que llamarla. Estoy seguro de que estabas en tu casa. Pero también sé lo que vi.

—¿Qué clase de mujer era?

—Llevaba uno de esos pañuelos largos, de color marrón, enroscado al cuello con vueltas y vueltas como los lucen hoy todas las jóvenes. También llevaba botas. Y gafas.

—No conozco a ninguna mujer así.

—En cualquier caso, si el rumor se extiende, serás tú quien sufra las consecuencias. Si piensas hacer algo, será mejor que te des prisa.

Suguro comprendió que era inútil seguir intentando convencer a Kano. Sabía, por su larga experiencia, que no había modo de hacerle cambiar de idea una vez que había expresado su opinión. De palabra afirmaba confiar en Suguro, pero su voz casi inaudible proclamaba sus dudas.

Si así iban las cosas con Kano, su viejo amigo, todavía resultarían peores con los extraños. Y, según Kano, un periodista había olfateado desde lejos el hedor de un cuerpo descompuesto, como una hiena, y no había tardado en empezar a investigarle.

—Entiendo —asintió Suguro, luchando por controlar su maraña de emociones: miedo, confusión y cólera.

Suguro aguardó en la acera a que Kurimoto regresara. Detrás de una hilera de motos había una tienda porno por cuya puerta abierta salió un joven. Por la abertura, Suguro pudo ver la silueta de un muñeco de color carne, sin cuello, colocado junto a otros en un estante. Era un Fukurokuju, el dios de la longevidad, con una sonrisa lasciva. La tienda no tenía clientes: seguramente debían haberse aburrido de la selección de artilugios sexuales y revistas envueltas en celofán que exhibían fotografías de mujeres desnudas con una rodilla recogida para ocultar la zona púbica.

Al otro lado de la calle había una plaza con varios cines. El dibujo de una chica desnuda envuelta en un abrigo de piel de leopardo adornaba la entrada de uno de ellos.

Si no le fallaba la memoria, muchos años atrás había reinado en aquella parte de la ciudad una atmósfera reservada, de susurros, incluso a la luz del día. Varios hoteles «del amor» tenían las entradas ocultas tras setos de bambú agostado. Los cubos de basura formaban una hilera en la calle, y a veces, inesperadamente, salía corriendo un gato vagabundo de entre ellos. Había sido un barrio misterioso, desagradablemente húmedo. Sin embargo, debido al largo tiempo transcurrido, sus recuerdos podían no ser muy fieles.

Ahora, la atmósfera había cambiado por completo. Las calles que habían atravesado para llegar hasta allí estaban repletas de oficinistas que regresaban a casa, y los chicos y chicas en edad escolar inundaban el barrio aunque no era domingo. Le llegó de todas direcciones el estruendo de las máquinas automáticas de pachinko y los gritos de los voceros que resonaban junto con el sonido, amortiguado por el polvo, de los timbres de los cines que anunciaban el comienzo de la sesión. El intento forzado de crear una atmósfera artificial de placer se repetía en el sonido discordante y carente de alegría de las bolas de pachinko. Los rostros de los peatones también parecían insensibles a cualquier estímulo, carentes de respuesta a cualquier sonido o color.

Suguro recordó de pronto lo que había dicho la señora Naruse: «Nuestra conducta erótica expresa nuestros secretos más profundos, aquellos que ni siquiera la propia persona conoce conscientemente».

Experiencias eróticas que expresan lo que está profundamente enterrado dentro de cada individuo… Pero en aquel lugar el erotismo era tratado con demasiada ligereza, con demasiada pobreza. Una podredumbre estremecedora parecía adherirse a todo cuanto le rodeaba igual que los vómitos de los borrachos se pegan a las calles, a las paredes y a los postes de telégrafo. Allí, el erotismo no tenía nada que transmitir; la sensualidad que se satisfacía allí no era el erotismo que la señora Naruse había descrito.

Vio regresar a Kurimoto con aire malhumorado.

—No hay más que tiendas de ésas por todas partes. Me he enterado de dónde está la calle Sakura.

Kurimoto era joven, pero se había graduado en estudios religiosos y su único pasatiempo era tocar el tambor de mano clásico; al parecer, era la primera vez que recorría aquellas calles y tenía la frente bañada en sudor.

—Vamos allá —respondió Suguro—. Tal vez demos con el impostor.

Puso un énfasis especial en la palabra «impostor», pero Kurimoto no comentó nada.

Cuando llegaron a la travesía que unía las calles Yasukuni y Hanazogo, el ruido aumentó de volumen aunque todavía no se había puesto el sol. Hombres anuncio y promotores de ventas callejeros se apostaban ante cada tienda, distribuyendo folletos o llamando a gritos la atención de los transeúntes. No había necesidad de leer los folletos; en el lado derecho de la calle, una serie de rótulos anunciaba: «Espectáculo Erótico» y «Masaje Privado». Otros locales lucían en las marquesinas otras leyendas como «Masaje Moderno», «Estudio Privado» o «Boxeo Especial» y «Lucha Libre Profesional Especial».

—¿Qué hacen en esos antros? —preguntó Suguro en un murmullo.

—Uno mira mientras unas mujeres desnudas se pelean —respondió Kurimoto frunciendo el entrecejo. Resultaba difícil precisar si el malhumor se debía al espectáculo o a Suguro.

Éste había notado que Kurimoto se mostraba algo distante desde que Kano le había llamado aparte para charlar. Debido a su seriedad, Kurimoto solía creer a pies juntillas en lo que decían los demás. Y dado que trabajaba en la misma editorial que Mitomo, quien acompañaba a Kano en el tren de Shinjuku, era indudable que Kurimoto había escuchado los rumores. La primera vez era fácil no hacer caso de ellos, pero cuando Kurimoto se enteró del incidente que incluso había sorprendido a Kano, también empezó a tener sus dudas. Ello se evidenciaba en el hecho de que intentara evitar el tema en sus visitas al estudio de Suguro.

Cuando llegaron al centro de la calle Sakura, un hombre anuncio vestido de Pequeño Vagabundo se les acercó con gesto de familiaridad y sonrió, exhibiendo una dentadura en la que faltaba una pieza.

—¡Hacía tiempo que no te veía, sensei!

En los anuncios que lucía podía leerse: Porno Palace-Palacio de los Placeres. Era un hombrecillo de corta estatura y mejillas hundidas, tan flacucho como las faldillas del frac que arrastraba tras él.

—¿Has estado en el salón, sensei?

Suguro guardó un tímido silencio por unos instantes; luego dio un leve tirón de la manga de Kurimoto como señal y respondió con voz áspera.

—¿Salón? ¿Qué salón?

—¿Cuál va a ser? El de Namiko, por supuesto.

—Todavía no.

El hombre anuncio continuó sonriendo con candidez.

—Si buscas a Namiko, está en el restaurante Ramen.

—¿Qué restaurante Ramen?

—¿Cuál va a ser? El de ahí delante, por supuesto.

Con un gesto de la barbilla, el hombre señaló un local al otro lado de la calle. Suguro sacó de la cartera un billete de mil yenes y lo entregó al hombre anuncio.

—Siempre es estupendo hacer negocios contigo. Harás llorar a Nami si no vienes por aquí más a menudo.

Suguro se alejó del tipo y se defendió ante Kurimoto.

—Ese impostor debe parecérseme muchísimo. Ese hombre no ha sido capaz de ver la diferencia.

El joven director literario no replicó.

Aún era temprano y bajo los fluorescentes del restaurante Ramen sólo había cuatro o cinco clientes sorbiendo fideos. No les costó ningún esfuerzo localizar entre ellos a una mujer de veintisiete o veintiocho años, de facciones pálidas y piel áspera. Cuando la muchacha alzó los ojos de la revista que leía, miró a Suguro y dijo, en tono de sorpresa:

—¿Qué haces aquí tan temprano?

Su voz era un arrullo y arrastraba los finales de las palabras.

—¿Eres Namiko? —preguntó Suguro en voz baja, tratando de que nadie más le oyera.

—¡Tú siempre con tus bromas! Namiko ya ha vuelto a la tienda, y sabes muy bien que soy Hanae. —La sombra de una duda cruzó por sus ojos—. Espera un momento. Tú eres Suguro sensei, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Entonces, ¿por qué has creído que yo era Namiko?

—Salgamos y vayamos a tomar un poco de sushi.

—¿Sushi? Ya he pedido la comida aquí…

—Yo pagaré la cuenta.

La muchacha cogió el bolso —parecía un Gucci de imitación— que había dejado en el asiento junto a ella.

Fueron a un restaurante sushi cercano y se acomodaron ante una mesa. Hanae estudió en silencio los rostros de Suguro y Kurimoto, y luego dijo:

—¿Sucede algo malo?

—No. En realidad, no.

—Tú eres realmente Suguro sensei, ¿verdad?

Suguro no respondió.

—¿Eres otra persona? No, no puede ser. Eres idéntico a él. ¿Eres él o no?

—Yo soy el auténtico Suguro. Ese individuo que has conocido es otra persona.

—¿Tu hermano gemelo?

—No tengo ningún parentesco con él. Y tampoco lo conozco. No lo he visto nunca.

—Esto no me gusta. —Hanae observó a Suguro con una mirada realmente atemorizada—. No quiero sushi. Me voy.

—Espera. No vamos a causarte ningún problema. —Kurimoto impidió que se levantara de la mesa.

—Me gustaría saber algo más de ese hombre —intervino Suguro.

—Vosotros dos, ¿trabajáis para alguna revista?

—No, pero es verdad que soy el escritor Suguro. Ese otro hombre es un impostor.

—¿Qué queréis saber?

—Me veo en una situación comprometida. Entiendes, ¿verdad? Un hombre con mi aspecto empieza a rondar por aquí haciéndose pasar por mí y soltando toda clase de tonterías.

Hanae parecía haber bajado un poco la guardia. Kurimoto tuvo la serenidad de pedir rápidamente unas copas de sake.

—Entonces, ¿todo lo que nos dijo era mentira? Pero es idéntico a ti, sensei. Tu vivo retrato. —La muchacha continuó mirando a Suguro con ojos inquietos.

—¿Le ves a menudo?

—Venía por el salón.

—¿Qué salón?

—Donde trabajamos. Donde jugamos a los bebés.

—¿Jugar a los bebés?

—¿No has oído hablar de ello? Ha salido en las revistas y en televisión. —Hanae parecía orgullosa de que su trabajo hubiera salido en la pantalla—. Nuestros clientes se visten de bebés… ¿Estás seguro de que no has visto nunca fotos, donde salen con pañales y chupetes?

—¿Los bebés?

—¡No, no! Gente adulta y ancianos. Juegan con sonajeros y juguetes infantiles.

—¿Por qué?

—No lo sé. Muchos hombres querrían ser bebés otra vez. Al menos, eso dijo uno de nuestros clientes. Son esos hombres los que acuden a nuestro salón.

—¿Qué clase de gente frecuenta ese lugar?

—Muchos hombres famosos. Doctores y diputados…, caballeros de esa clase.

Cuando mencionó a los diputados, Hanae frunció la nariz y soltó una risita. Tal vez había pensado de pronto en alguno de sus clientes que era miembro del Parlamento y le recordaba ataviado con chupete y pañales. Soltó una nueva risilla y encendió un cigarrillo.

Kurimoto hizo una mueca de desagrado y apartó la cabeza. Tal vez había evocado la imagen de un anciano idéntico a Suguro engalanado de aquel modo absurdo, y el mero pensamiento había sido más de lo que podía soportar. Suguro percibió la muda repulsión y se sintió desdichado y avergonzado. Finalmente, rompió el silencio:

—¿Estás diciendo entonces que ese impostor… ha hecho todas esas cosas en ese local?

—¿Te refieres a Suguro sensei?

—¡No! ¡Suguro soy yo! —En su voz había una cólera inconsciente.

—¿Él, entonces? Venía mucho. Le atendía Nami y ella decía que era un poco molesto. —Con dedos ágiles, encendió otro cigarrillo con un encendedor barato.

—Molesto, ¿en qué sentido?

—Siempre estaba quejándose…, diciendo que cuando él era pequeño no existían pañales de papel, o que no tenían determinado juguete en aquellos tiempos.

—Entonces, ¿realmente se convertía en un niño?

—Como la mayoría de nuestros clientes… Eso realmente les pone en marcha.

La muchacha bajó los ojos y puso una expresión de éxtasis. Tenía el aire de una niña apaciblemente dormida en brazos de su madre.

Suguro pensó en su estudio. Una habitación húmeda que permanecía a oscuras incluso durante el día. Una estancia donde podía envolver su deseo de volver al útero en un manto de seguridad. ¿Qué diferencia podía existir entre aquella sensación de seguridad y los deseos de aquellos hombres de hacer de bebés? En lo más hondo del corazón del hombre existe una oscuridad de la que el propio hombre nada sabe.

—Son unos pervertidos —murmuró Kurimoto desde la periferia de la conversación—. Esos clientes, me refiero.

—Todos los hombres son iguales. Incluso los hombres famosos se vuelven niños en nuestro salón.

—¿Cuánto pagan esos hombres?

—Treinta mil yenes por dos horas.

—¿Treinta mil?

—Estamos en el barrio barato. En Roppongi cobran cincuenta.

—¿Qué más sabes de ese hombre?

—No mucho. Una vez fui a un hotel con él… Pero Nami era quien le atendía casi siempre.

—¿Qué más? —la presionó Suguro, dispuesto a conseguir las pruebas suficientes para demostrar a Kurimoto que aquel hombre y él eran dos individuos distintos.

Inesperadamente, Hanae repitió:

—¿Seguro que no eres nuestro cliente?

—Ya te he dicho que no.

—Si de verdad eres otra persona, te diré que… Ese hombre, el que se parece a ti, hace algunas cosas extrañas.

—¿Extrañas? ¿Qué cosas?

La muchacha lanzó una sonrisa de inteligencia.

—Primero fuimos a una discoteca… Dijo que le gustaba oler la traspiración en nuestros cuellos mientras Nami y yo bailábamos… Luego fuimos a un hotel y, después de tomar un baño, me frotó los hombros y los pechos… y luego me lamió, sólo en el cuello y en los hombros, como si se hubiera vuelto loco. Me dieron náuseas. Entiéndelo, yo acababa de tomar un baño y entonces un viejo se pone a babearme… La saliva de un viejo es realmente vomitiva. —Hanae advirtió que Suguro no había dicho una sola palabra—. No debería haberte contado esto.

—No importa. —Suguro deseó que Kurimoto estuviera de acuerdo—. Al fin y al cabo, no era yo.

—Pero resulta realmente misterioso lo mucho que te pareces a él. Cuando has dicho que eras otra persona, me ha recorrido un escalofrío por todo el cuerpo. Una cosa más: ese hombre intentó estrangularme junto al espejo del baño.

—¿Estrangularte…? —Suguro estaba alarmado—. ¿Te refieres a que trató de matarte?

—Más tarde dijo que no era ésa su intención. Pero sus ojos me aterrorizaron. Estaban totalmente inyectados en sangre. Nami me contó que a ella le había hecho lo mismo.

—¿Qué diablos debe proponerse? —Kurimoto sacudió la cabeza varias veces con gesto de incredulidad—. Debe de estar medio loco.

—¿No te molesta tener que trabajar con clientes así?

—Claro que me molesta. Por eso me largué de ahí… Pero Nami se burló y dijo que sólo estaba fingiendo. «Si le dejas, te dará mucho dinero», me dijo. Pero los escritores hacen cosas raras, ¿verdad? —Hanae mostró una sonrisa laberíntica—. Me pregunto qué escribirá. Nunca he leído nada suyo.

Suguro no aguantó más y rompió el silencio.

—Te doy las gracias por tu tiempo. —Sacó dos billetes de la cartera—. Esto no es gran cosa.

—Gracias. —De pronto, el tono de voz de la muchacha se había vuelto comercial—. ¿Te vas?

—Sí.

—¿Por qué no te pasas por el salón? Nami está allí y estoy segura de que te atenderá. ¿Por qué no le preguntas a Nami en persona por ese tipo? Sí, deberías hacerlo.

—No. Ya he oído suficiente por hoy.

Con expresión inflexible, Suguro anduvo con la mirada fija al frente y sin reaccionar al parpadeo de las luces de neón ni a los gritos de los voceros. Cuando alcanzó la amplia avenida, como si ello fuera una especie de señal, se volvió hacia Kurimoto y le dijo:

—Ahora se habrá convencido de que alguien se está haciendo pasar por mí, ¿verdad?

—Sí —respondió Kurimoto, sorprendido por la fuerza con que había formulado la pregunta.

—Con que usted me crea, tengo suficiente —dijo Suguro.

—Sí.

—Si ese Mitomo de su editorial o cualquier otra persona empieza a propagar rumores infundados sobre mí, ¿querrá usted hablarle de ese individuo?

—Desde luego, pero ¿por qué está haciendo una montaña tan grande de todo esto?

—Porque pensaba que incluso usted había empezado a sospechar de mí.

Kurimoto respiró profundamente y replicó:

—Sensei, tiene que echarle el guante a ese individuo.

Una mujer joven que se aproximaba en dirección contraria clavó sus ojos en el rostro de Suguro y luego dio un tirón de la manga del muchacho que la acompañaba, al tiempo que le susurraba:

—Ése es Suguro, el novelista.

Suguro oyó el cuchicheo. Kurimoto, que también lo oyó, repitió en voz baja:

—Tiene que echar el guante a ese tipo, sensei. Por el bien de sus lectores, también.