La vieja silla parecía necesitar un engrase; cuando el doctor terminó de revisar las gráficas y se inclinó hacia su paciente, la madera crujió. El oído de Suguro se había acostumbrado a aquel sonido durante sus visitas al hospital. Tras el crujido de la silla, el doctor iniciaba siempre su charla para animarle en tono ponderado, y esta vez no fue una excepción.
—El nivel de GOT está en cuarenta y tres, y el de GPT en cincuenta y ocho. En fin, son cifras ligeramente superiores a lo normal, así que debe tomarse las cosas con calma. ¿Recuerda la temporada en que trabajó en exceso? Las cifras subieron entonces por encima de cuatrocientos, ¿verdad?
—Sí.
—Tenga en cuenta que, si aparece una cirrosis, existe el riesgo de que se transforme en cáncer. Una vez más, le aconsejo que no cometa excesos.
Una oleada de alivio recorrió a Suguro como una ráfaga de cálida brisa. Durante el mes transcurrido desde la anterior revisión, el trabajo había sometido su cuerpo a una considerable tensión y le preocupaban los resultados de la visita al médico. Sin embargo, mientras daba las gracias al doctor, Suguro pensó: «Ahora puedo asistir sin preocupaciones a la entrega de premios».
*
Sin saber por qué, una sensación de calma, de serenidad, invadía a Suguro cada vez que veía el Palacio Imperial alzándose en silencio bajo la lluvia. De los muchos rincones de Tokio, éste le gustaba especialmente. El coche de alquiler circundó el foso del palacio mientras se dirigía al salón del banquete.
Esa noche, Suguro se disponía a recibir un premio literario por una novela en la que había trabajado durante tres años. A lo largo de su carrera como novelista, había obtenido muchos galardones. Ahora que ya había cumplido los sesenta y cinco, no podía reprimir del todo la sensación de que el honor que le brindarían esta noche era un poco excesivo. Sin embargo, las críticas elogiosas que habían llovido sobre la novela le producían también cierto orgullo, aunque no era éste el único sentimiento que le embargaba. La armonía que había logrado finalmente, tanto en su vida como en sus escritos, le llenaba de profunda satisfacción. Suguro se acomodó en el apoyabrazos del vehículo y contempló las gotas de lluvia que se deslizaban por el cristal de la ventanilla.
El coche se detuvo y un conserje abrió la portezuela. Su uniforme olía a húmedo. Al otro lado de la puerta automática de entrada, el joven representante de la editorial que patrocinaba la reunión aguardaba a Suguro para darle la bienvenida.
—¡Felicidades! Ésta es una ocasión muy feliz, también para mí.
Kurimoto había supervisado la edición de la novela y además había colaborado en la recopilación de material de consulta y en la meticulosa organización de los viajes de investigación que había realizado Suguro.
—Todo se lo debo a usted.
—No exagere. Pero es cierto que este premio significa mucho, pues se concede a la novela que realmente cierra el círculo de todo lo que ha escrito hasta la fecha. ¿Pasamos al salón? Ya han llegado los miembros del jurado.
La ceremonia se inició a la hora exacta que indicaban las invitaciones. Los asientos para el premiado y para el jurado estaban sobre una tarima, a ambos lados de un micrófono elevado. Ante ellos, un centenar de invitados ocupaban la sala. A las palabras de apertura, a cargo del presidente de la editorial, siguió una intervención de Kano, uno de los miembros del jurado.
Suguro y Kano eran amigos desde hacía más de treinta años. Ambos habían hecho su presentación literaria casi simultáneamente. En su época de escritores noveles, la relación entre ellos se había caracterizado por un mutuo temor a los esfuerzos creativos del otro. En ocasiones, se repelían; en otras, vibraban en armonía. Al llegar a los cuarenta, ambos habían asumido por fin sus grandes diferencias como escritores y habían seguido sus caminos, cada uno por su lado.
Kano expuso sus impresiones sobre la novela de Suguro y recorrió con la mirada al público invitado; estaba de pie sobre la tarima y con el hombro derecho encogido. Tanto él como Suguro habían padecido tuberculosis en su juventud y ambos se habían sometido a intervenciones quirúrgicas. Cuando alguna preocupación se adueñaba de ellos, el hombro que había soportado el peso de las operaciones se disparaba hacia arriba invariablemente. La avanzada edad de Kano quedaba condensada en la inclinación de su hombro. Al igual que su amigo Suguro, quien ahora tenía problemas hepáticos, Kano había padecido de un corazón débil durante muchos años y siempre llevaba una cápsula de nitroglicerina en el bolsillo.
—Suguro fue educado en el cristianismo aquí, en Japón. En cierto modo esto fue una bendición para él, aunque por otro lado fuera una desdicha.
Kano, conocido por su locuacidad, inició su intervención con frases dirigidas a atraer el interés y la curiosidad de sus oyentes hacia los motivos centrales de la literatura de Suguro.
—La desdicha de Suguro es que debe describir a su Dios, un ser escurridizo para nosotros los japoneses, como si pudiera ser entendido en un marco cultural japonés. Esta fue la razón de que al principio nadie le prestara atención. Desde el primer día, Suguro pugnó por encontrar el modo de transmitir lo que quería explicar, el tema de su Dios, a los muchos japoneses que carecían de oído para escucharle. Yo le conocí hace más de treinta años, cuando aún estábamos en guerra… Por aquel entonces, su aspecto era siempre sombrío y melancólico.
Hacía treinta y tantos años… Suguro reconstruyó mentalmente la imagen del segundo piso de un pequeño bar llamado Fukusuke, cerca de la estación Meguro. El local siempre estaba impregnado del olor a moho de las raídas esteras de tatami. Una tarde de verano, una persiana de bambú blanqueada por el sol colgaba oblicuamente contra la ventana, y en la calle alguien tocaba una corneta. Cinco o seis jóvenes permanecían apoyados contra las paredes de la estancia, con las rodillas encogidas, mientras diseccionaban a Suguro sin el menor miramiento. En una de las paredes, un calendario mostraba la pose ufana de una muchacha en traje de baño y con gafas de sol. Las gafas de sol eran una moda que las chicas de la época habían copiado de las mujeres que entregaban sus cuerpos a las fuerzas de ocupación. Uno de los componentes del grupo que criticaba a Suguro era Kano, un joven delgado de pómulos prominentes.
—No sé por qué, pero no creo en lo que escribes, Suguro. —Un hombre llamado Shiba se hurgó los oídos con el dedo meñique, mientras hablaba—: Todavía no tienes una comprensión profunda de quién eres realmente. Sigues escribiendo a base de razonamientos… y no producen una sensación de autenticidad.
Suguro no pudo refutar las afirmaciones de Shiba.
—Algunos pasajes de tus relatos son…, bueno, parece que no los hayas experimentado tú mismo. No tiene nada de malo hablar de Dios, pero resulta muy sospechoso cuando da la impresión de que estás exponiendo unas ideas occidentales.
Shiba alzó los ojos y observó a Suguro mientras hablaba. Parecía medir la profundidad de las heridas que sus palabras estaban infligiendo a Suguro.
—Escucha, la novela y el ensayo son dos cosas distintas. ¿Te has preguntado alguna vez si una imagen puede transmitir realmente la carga de los temas que tú intentas presentar? Yo soy muy escéptico al respecto.
Suguro sintió en la garganta el impulso de defenderse, pero hacerlo serviría sólo para ahondar aún más el abismo insalvable entre él y sus amigos.
«Ninguno de vosotros tiene la menor idea de lo difícil que resulta para un cristiano escribir novela en el Japón». Con una mueca, Suguro se tragó esas palabras y los pocos sorbos de cerveza que quedaban en su vaso. Pero al mismo tiempo, una parte de sí mismo no podía rechazar la afirmación de Shiba de que su obra resultaba sospechosa. Suguro sentía como si siempre escondiera algo en un apartado rincón de su corazón.
—En aquella época —prosiguió Kano—, Suguro era una especie de niño perseguido en nuestro grupo. Incluso llegamos a insistirle para que abandonara su cristianismo. Para nosotros, los jóvenes de la postguerra, la religión era lo que Freud describió como una magnificación de la figura del padre derivada de un complejo edípico, el opio de la doctrina de Marx, una superstición irracional. Y los cristianos eran unos hipócritas que habían ido contra sus orígenes japoneses. En resumen, no podíamos entender por qué Suguro no abandonaba aquel problemático Dios extranjero. Además, no había recibido el bautismo por su propia voluntad. Había sido bautizado cuando era niño, a instancias de su difunta madre, y por ello su fe nos parecía mera consecuencia de la fuerza de la costumbre. Como ya sabrán, algunos años más tarde Suguro publicó varias novelas históricas sobre los primeros cristianos en Japón, en las que describía a unos patéticos creyentes que eran obligados a apostatar por unos brutales funcionarios imperiales. Muchas veces me ha asaltado la sospecha de que Suguro pensaba en mí cuando creó esos crueles personajes.
Los oyentes se echaron a reír. Suguro sonrió con ironía, apreciando lo cuidado del discurso de su amigo. Todos los invitados presentes en la pequeña sala tenían la mirada fija en Kano.
—En tales ocasiones, Suguro siempre se disculpaba afirmando que el hombre a quien Dios ha escogido no podrá escapar nunca a sus designios. Por supuesto, a ninguno de nosotros nos convenció semejante palabrería. Pese a ello, Suguro ha sustentado firmemente esa afirmación a lo largo de más de treinta años de labor como novelista. Ha adoptado como tema central de su literatura el modo de poner su religión en armonía con el entorno japonés. Esta batalla desesperada se ha librado en todos los relatos que ha escrito a lo largo de los años. Y la novela que ahora homenajeamos representa el fruto de su victoria.
Kano dio un buen ritmo a su discurso haciendo reír a los asistentes para luego atraparles fuertemente en su red. Este ritmo provocó una respuesta inmediata en el rostro de muchas de las mujeres presentes en la sala abarrotada. Kano supo captar estas respuestas y parecía valorar constantemente la efectividad de sus palabras dirigiendo miradas disimuladas a los rostros.
—Pero la valía de Suguro como escritor se basa en el hecho de que nunca ha sacrificado su literatura en favor de su religión. Jamás ha relegado su arte al papel de instrumento de una fe que jamás podría aceptar una persona como yo. En otras palabras, como novelista, Suguro ha sumergido sus manos en aspectos de la vida que sin duda su Iglesia aborrece: los actos perversos, odiosos y obscenos. Ello se debe a que su literatura jamás se ha subordinado a su fe.
Kano sabía muy bien cómo halagar el ego de Suguro. Tenía mucha razón al afirmar que tales problemas habían causado angustia a Suguro en cierto momento de su vida. El homenajeado recordó las palabras de un anciano sacerdote extranjero que había ganado su confianza: «¿Por qué no escribes historias más hermosas, más agradables?». Suguro conocía a aquel sacerdote desde la infancia. Antes de la guerra, había sido trapero en los barrios pobres de Osaka y, al mismo tiempo, había protegido a numerosos niños huérfanos y ofrecido sus cuidados a los enfermos menesterosos. Los japoneses que le conocían consideraban al sacerdote una réplica extranjera de Ryokan, el caritativo monje budista medieval. Siempre que Suguro hablaba cara a cara con él, los ojos de color de vino del sacerdote y su sonrisa infantil aplacaban su corazón testarudo. Cada vez que ponía los ojos en el sacerdote, Suguro recordaba un pasaje bíblico: «Bienaventurados los mansos».
Un día, el sacerdote murmuró a Suguro con una expresión que dejaba entrever un profundo pesar en su corazón:
—He leído tu novela durante las fiestas de Año Nuevo. Está llena de palabras difíciles, pero de todos modos la he leído. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Sí.
—¿Por qué no escribes historias más hermosas, más agradables?
El comentario y la expresión de profundo pesar de su rostro continuaron lacerando el corazón de Suguro cuando éste se sentó en su pequeño estudio para seguir garabateando palabras a mano.
Pero nunca fue capaz de escribir una sola novela hermosa, amable. Su pluma continuó describiendo el lado oscuro, desagradable y negativo de la vida en sus personajes.
Como novelista, no podía obligarse a evitar o dejar de lado ninguno de los componentes del ser humano.
Y sin embargo se daba cuenta de que, al describir los sombríos sentimientos de sus personajes, su propia mente perdía también la alegría. Para pintar un corazón repulsivo, su propio corazón debía volverse odioso. Para reproducir los celos, se obligaba a degradarse, a sumirse en la envidia. Cuanto más escribía, más cuenta se daba del tipo de hedor que despedía lo más profundo de cada persona. En cierta etapa de su vida, mientras escribía sobre tal hedor, Suguro tuvo presente en todo momento el rostro del sacerdote y sus palabras: «¿Por qué no escribes historias más hermosas, más agradables?».
Con el tiempo, Suguro empezó a pensar que había encontrado su respuesta personal a esta pregunta. Pensaba que una religión verdadera debía ser capaz de responder a las melodías oscuras, a los sonidos falsos y repulsivos que surgen de los corazones de los hombres. Conforme seguía escribiendo, esa idea se transformó en algo más cercano a la certeza y ello le permitió recuperarse de su inquietud.
—La singularidad de la literatura de Suguro se basa en el descubrimiento de un nuevo sentido y un nuevo valor para lo que la religión denomina pecado. Por desgracia, al carecer yo de una religión, no tengo la menor idea de qué es el pecado…
Kano hizo una pausa, dejando un irónico intervalo de silencio. Seducidos por el silencio, varios asistentes empezaron a reír.
—Tras una etapa en la que avanzó a tientas en la oscuridad, durante la cual se dedicó a describir alegremente los pecados de la humanidad, Suguro empezó a afirmar que tras cada acto pecaminoso se oculta un anhelo de renacimiento. En cada pecado, apunta el autor, arde el deseo de los hombres de encontrar un modo de escapar de la vida sofocante que hoy llevamos. Creo que en ello reside la originalidad de la literatura de Suguro. Y estos conceptos únicos quedan expuestos con considerable madurez en ésta, su última novela.
La voz de Kano bajó entonces de tono, como si estuviera recordando algo de un pasado remoto.
—Hace más de treinta años que conocí a Suguro. E intuyo que durante la última década, más o menos, mi amigo se habrá sentido casi como el poeta Basho cuando escribió:
Nadie que me acompañe en este trance:
Anochecer en otoño.
»Cuando un novelista cumple los cincuenta años, puede sentirse impresionado por lo que escriben sus viejos amigos, pero las obras de éstos ya no ejercen influencia sobre él. Lo único que le queda es seguir profundizando golpe a golpe, seguir ahondando el pozo en que consiste su literatura hasta el día de su muerte. Estoy convencido de que Suguro debe compartir mis sentimientos en este punto.
Con el público pendiente de sus palabras, Kano se dispuso a finalizar su intervención.
Kurimoto se encontraba detrás de la última fila de sillas. Estaba encargado de acompañar a los rezagados hasta sus asientos, pero también deseaba presenciar, aunque sólo fuera un instante, la entrega del premio a Suguro. Después de la ceremonia, Suguro quiso agradecer al joven todo el trabajo que había desarrollado entre bambalinas mientras progresaba la novela.
Kurimoto tenía a su lado a una mujer del departamento literario de otra editorial. Suguro desconocía su nombre, pero se había cruzado con ella a menudo en sus visitas a la editorial. Era una mujer menuda, pero la recordaba muy bien por el aire encantador de su rostro rollizo y de sus marcados hoyuelos. Detrás de Kurimoto y de la mujer, Suguro distinguió otra cara.
Suguro parpadeó. Indiscutiblemente estaba viendo su propio rostro. Y mostraba una expresión que tanto podía tomarse por una sonrisa como por un ademán despectivo.
Parpadeó varias veces más. Detrás de los dos empleados no había nadie.
La recepción continuó. En diversos puntos de la sala se habían formado corros en torno a escritores e ilustradores famosos; cuando Suguro cerró los ojos, las voces agudas y cantarínas y los ruidos de fondo se fundieron con las incontables pisadas que se deslizaban por el duro suelo, produciendo un sonido como el del grano al ser molido en el mortero. Otro grupo de invitados se había congregado ante las mesas donde se ofrecía sushi y fideos; entre ellos destacaban las blancas facciones de las camareras que se ocupaban de servir.
—Gracias por tus amables palabras —dijo Suguro mientras daba una palmadita en el hombro derecho encogido de Kano, quien estaba entreteniendo con su plática a un grupo de tres o cuatro editores.
—¡Ah!, ¿te parece que ha estado bien? —Para disimular su nerviosismo, Kano cambió rápidamente de tema—. Parece que has perdido peso. ¿Te encuentras bien?
—Perfectamente. Pero, a nuestra edad, ningún achaque físico constituye ya una sorpresa.
—De eso estábamos hablando, precisamente. De cómo mi memoria ha empeorado en los últimos tiempos. No consigo recordar nada de un libro que acabo de leer. A veces, en fiestas como ésta, por mucho que me empeñe no logro recordar el nombre de las personas con quienes hablo.
—A mí me sucede lo mismo.
—Dicen que los ojos son lo primero que falla, luego los dientes y después todo lo demás. En mi caso, primero fue la vista, luego la memoria y luego la dentadura. Por no hablar de mi corazón, que siempre ha estado mal.
—¿Qué me dice de las demás facultades? —preguntó un joven director literario.
—¿Las demás facultades? Algo disminuidas, últimamente. ¿Qué me dices al respecto, Suguro? —Kano dirigió a éste una mirada cargada de malicia—. Es cierto que eres cristiano y que tienes una de esas esposas modelo, pero, ¿no te corriste ninguna juerga por ahí antes de hacerte demasiado viejo para esas cosas? ¿O acaso tienes algún lío que no nos has contado nunca?
—¿Por qué tendría que revelar aquí, en público, mis presuntos secretos cuando ni siquiera mi mujer está enterada de ellos?
A diferencia de como había reaccionado en el pasado, Suguro sabía ya de qué modo responder a las pullas inofensivas de su círculo de conocidos.
Tras permanecer unos instantes con un grupo, se alejó de él para saludar a otros invitados. Dos de los viejos mandamases del estamento literario, Segi e Iwashita, estaban cambiando impresiones.
—Suguro, esta última novela es lo mejor que ha escrito. —El crítico Iwashita, con el rostro enrojecido y un vaso de vino en la mano, ofreció sus empalagosos elogios a Suguro. Dadas su mayor antigüedad en el mundo literario y su calidad de licenciado en la misma universidad, Iwashita siempre buscaba el modo de poner a Suguro bajo sus alas—. ¿No estás de acuerdo? —añadió, tratando de arrancar una afirmación similar a Segi Michio, otro crítico prestigioso.
—En realidad, tengo ciertas reservas —replicó el rollizo Segi con una sonrisa—, pero hoy es un día de felicitaciones, así que me reservaré mis opiniones.
—No le haga caso. Segi siempre es así de cruel.
—Es propio de los críticos ser crueles.
Estos intercambios de sutilezas eran característicos del mundillo literario. A lo largo de más de treinta años, Suguro había escuchado tantos comentarios de ese estilo en reuniones, bares y mesas redondas, que le hubiera sido imposible contarlos. Sin embargo, mientras efectuaba los movimientos precisos para tomar un sorbo del vaso de licor con agua que le había traído una de las camareras, se preguntó qué aspecto de su novela escogería Segi para atacar en sus críticas y creyó adivinar cuál sería.
De todos modos, no estaba en su mano hacer nada aunque las críticas le fueran adversas, pensó mientras seguía sonriendo externamente. «He llevado mi vida y mi obra en armonía con esta novela. No hay nada que pueda perturbar esa armonía, digan lo que digan». Suguro recordó con satisfacción el comentario que había hecho Kurimoto de que este último trabajo cerraba el círculo de cuanto había escrito en su vida. Cuando uno de los invitados se acercó a presentar sus respetos a los dos críticos, Suguro aprovechó la interrupción y se separó de ellos para aproximarse a otro grupo.
—¡Sensei!
Una mujer a la que Suguro no había visto nunca, de unos veintisiete o veintiocho años, le dio un tirón de la chaqueta con gesto de familiaridad. Una mancha de lápiz de labios apareció en sus dientes al dirigir una sonrisa al escritor. La mujer llevaba un cigarrillo encendido en la mano derecha y un vaso de licor en la izquierda.
—¿Te has olvidado de mí, sensei?
Suguro parpadeó. Como había dicho Kano, estaba en una edad en la que a menudo olvidaba los nombres y rostros de las personas que sólo había conocido un par de veces.
—¡Qué desmemoriado te has vuelto! —La mujer le habló de nuevo con familiaridad y soltó una carcajada—. Nos conocimos en Shinjuku. Yo hacía retratos en una esquina de la calle…
—¿Dónde?
—En la calle Sakura. Hiciste cosas muy atrevidas en esa calle, sensei.
—Me confunde usted con otro. Yo no he estado ahí.
—No te hagas el inocente. Dijiste que vendrías a ver la exposición de nuestros cuadros. ¿Recuerdas que te dejaste retratar por mi amiga? Y después…
Probablemente, la mujer estaba bebida: agarrada todavía a la chaqueta de Suguro, dirigió a éste un guiño muy explícito. La mancha de barra de labios en los dientes la identificaba como espíritu gemelo de los diseñadores inexpertos y de las aspirantes a actrices que merodeaban por las calles de Shinjuku y Roppongi.
—Creo que me ha tomado usted por otra persona.
—¡Ah, ya entiendo! No quieres que nadie sepa que estuviste de fiesta con nosotras en plena noche. Porque eres cristiano. Claro, claro, tenemos que guardar una distancia entre las apariencias y la realidad…
Suguro apartó la chaqueta de las manos de la mujer e intentó alejarse hacia otro de los grupos. Un fotógrafo de prensa acababa de dirigir la cámara hacia Suguro, quien instintivamente puso una sonrisa forzada en su tenso rostro.
—¡Oh, qué pose tan encantadora! —se burló la mujer, a su lado—. ¿Qué ha sido eso, sensei, apariencia o realidad?
Los invitados más próximos se volvieron hacia ellos. Todos observaban abiertamente a Suguro, quien se encogió de hombros como diciendo «no sé qué significa todo esto», pero tuvo que esforzarse para mantener la sonrisa.
Kurimoto se acercó, alejando físicamente del escritor a la mujer. Cuando regresó, el joven dijo a Suguro:
—Lo lamento mucho. No tengo idea de quién ha traído aquí a esa mujer. La he llevado hasta el ascensor y la he obligado a irse.
—No sabía qué hacer. Se estaba poniendo tan pesada e insistente… —Suguro temía ahora haber despertado también la suspicacia de Kurimoto—. Decía que me conoció una noche en la calle Sakura, en Shinjuku.
—Sí, su voz era muy chillona.
—¿Dónde está la calle Sakura?
—En el Kabuki-cho… —Kurimoto titubeó por unos instantes—. Está abarrotada de locales porno y de espectáculos para adultos.
—Esa mujer ha dicho que yo estaba rondando por esa calle.
—Lo mismo dijo ahí, en el vestíbulo. Yo me apresuré a replicar, con toda energía, que una persona como usted no iría nunca a un lugar como ése.
Suguro asintió, aliviado. Kurimoto era un tipo de aspecto sombrío que muy probablemente se dedicaría a rechazar con severidad las manifestaciones de la mujer ante cualquiera que hubiese escuchado sus palabras en el vestíbulo; a desmentir que tales afirmaciones tuvieran algo de ciertas…
La lluvia había cesado pero la calle estaba llena de charcos. Los taxis, vacíos, circulaban uno tras otro a buena velocidad, levantando estelas de agua a su paso. La mujer alzó la mano para llamar un taxi pero pareció cambiar de idea y echó a andar en dirección a la estación de Tokio. Una repentina ráfaga de viento hinchó la capa negra que cubría sus hombros. A Kobari, que seguía sus pasos, le recordó un murciélago extendiendo sus alas.
Cerca de la boca del metro, el hombre le dirigió la palabra.
—Se lo han hecho pasar mal ahí dentro, ¿verdad?
La mujer se detuvo y su cuerpo se puso en tensión.
—¿Quién es usted?
—Perdone. Soy corresponsal de un semanario. Naturalmente, la revista para la que trabajo no es tan refinada como los editores que patrocinaban la reunión de esta noche, pero eso es precisamente lo que nos da nuestra chispa. —El hombre procedió seguidamente a un tipo de interrogatorio que había asimilado como parte de su trabajo—. Lo que ha dicho en la recepción era falso, ¿verdad? No he creído una sola palabra de sus afirmaciones respecto a que el señor Suguro rondaba por esas callejas dudosas de Shinjuku.
—Puede tomarlo como una mentira, si lo prefiere. No tiene sentido preguntármelo si ya está seguro de que lo he inventado todo.
—Si es cierto, cuéntemelo todo. Le aseguro que le recompensaré por ello.
—No me gustan los trucos sucios. Usted pretende sacar una exclusiva para su revista, ¿no es así?
—No, no —se apresuró a responder Kobari—. No tengo intención de escribir sobre el tema. Únicamente tengo un interés personal en saber si el señor Suguro acudiría a un lugar como ése.
—¿Qué razón tendría para mentir? Para empezar, el señor Suguro fue quien me invitó a la recepción.
—¿De veras? ¿Él la invitó? Escuche, sólo quiero asegurarme de lo que está diciendo: ¿Está segura de que se trataba del señor Suguro?
—Desde luego.
—¿En qué lugar de la calle Sakura lo conoció?
—Frente a una tienda llamada Dulce Miel. Suguro salía de ella.
—¿De veras es usted pintora?
—¿Tiene algo de malo?
—¿Ha hecho alguna exposición?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Podría describirla en nuestra revista como un nuevo valor en alza de nuestras artes plásticas.
Kobari tendió una tarjeta a la mujer. Ella la aceptó, pero su voz tenía todavía un tono de leve enfado cuando replicó:
—Pronto inauguraré una exposición en Harajuku, cerca de la calle Takeshita. El veintisiete de este mes.
—Perfecto. Ahora, cuénteme todo lo que sepa de Suguro.
Kobari lanzó una mirada almibarada a la mujer al tiempo que posaba una mano en su hombro. Ella se sacudió el contacto de la mano y se escabulló escaleras abajo, con la capa ondeando al viento.
—¡Espere! ¡Maldita sea! ¡Al menos envíeme un anuncio de la exposición! —gritó Kobari en dirección a las escaleras. Sin embargo, la mujer ya había desaparecido de la vista.
De modo que era cierto. El hombre sentía como si las difusas impresiones que notaba cada vez que veía una foto de Suguro en periódicos o revistas hubieran quedado confirmadas por fin.
Kobari no había tenido mucho que ver con la literatura en los últimos tiempos, pero, en su época de universitario, había tenido la ardiente esperanza de convertirse también él en novelista. Mas incluso entonces había sido incapaz de soportar el aroma a religiosidad que despedían los libros de Suguro. El muy canalla lo impregna todo con ese olor, solía decirse en aquella época.
En sus tiempos de estudiante, Kobari se había inspirado en el materialismo dialéctico y le ponían enfermo aquellos que, como Suguro, engañaban a las masas con su creencia en el opio de la religión.
Los recuerdos de la infancia se entremezclaban también con estos sentimientos. De muchacho había acudido en varias ocasiones a la iglesia protestante del barrio para recibir clases de inglés. La predicadora, con gafas y de pechos lisos, había mostrado una especial animosidad contra Kobari y a menudo descargaba sobre él burlas e insultos. Lo hacía porque Kobari sólo se quedaba a las lecciones de inglés y volvía corriendo a casa cuando la mujer se disponía a predicar. Sin embargo, transcurridos los años, cada vez que oía la palabra «religión» recordaba a la mujer predicadora.
Descendió la escalera de la boca del metro, mas no encontró rastro de la mujer junto a las máquinas expendedoras de billetes ni en el andén de la línea Hibiya. Pero Kobari estaba demasiado absorto en la sensación de felicidad que rebosaba de su corazón para preocuparse. La tarea de arrastrar por el fango el nombre de un escritor que producía historias tan ampulosas era una misión que merecía el esfuerzo del reportero. Había sido un periodista importante, recordó Kobari, quien había derribado del poder a Tanaka, el primer ministro; mientras esperaba el metro, repitió para sí una y otra vez, casi murmurando, el nombre del local que la mujer había mencionado: «Dulce Miel, Dulce Miel».
El vagón estaba impregnado del hastiado hedor de la vida. Kobari se agarró al pasamanos frente a una muchacha que tenía las piernas descuidadamente abiertas y junto a un hombre de edad mediana que marcaba círculos rojos en un boleto de apuestas hípicas. Kobari pensó de nuevo en la recepción. Se había colado en la fiesta buscando material para un reportaje y había tenido la suerte de estar justo al lado de Suguro cuando la mujer se había agarrado a su chaqueta. Había identificado en el rostro de Suguro una alarma que era algo más que simple desconcierto. Era una demostración de que la mujer no mentía.
¡Fraude!
Tal vez había descubierto el origen de su desagrado por las novelas de Suguro. Un hombre que lanzaba miradas furtivas a las bailarinas desnudas en los clubs y que acosaba a las camareras de las barras americanas era el que, con esas mismas manos, se dedicaba a redactar frases altisonantes de elevado contenido moral.
El traje de cuya manga había tirado la mujer parecía confeccionado con tejido de primera calidad. Cuando lo comparó con su indumentaria, la animosidad volvió a crecer en el fuero interno de Kobari y éste hundió la mirada en la oscuridad que se extendía al otro lado de las ventanillas del metro. Al llegar a su piso, se sentó junto a la figura dormida y despeinada de la mujer con la que vivía y apuró los últimos sorbos de una botella de whisky.
*
Dos o tres días más tarde, Kobari visitó una parte del Kabuki-cho de Shinjuku que le era muy familiar: la zona de los clubs y baños turcos. Le costó poco esfuerzo localizar el Dulce Miel, que se encontraba en un edificio conocido como Emporio del Porno, cuyas tres plantas estaban destinadas, respectivamente, a pases de películas, tiendas de revistas y baños turcos. Cuando Kobari entró en el ascensor, era todavía primera hora de la tarde y el emporio no contaba aún con muchos clientes. Pese a ello, el ascensor hedía con un rancio olor a hombre. Mostró al encargado de la recepción una fotografía de Suguro que había recortado de una antología literaria y preguntó:
—¿Viene a menudo por aquí este hombre?
El encargado movió la cabeza y resopló.
—Aquí tenemos muchos clientes. No esperará que los recuerde a todos.
Incluso los traficantes de carne parecen sentir la obligación de no divulgar el secreto sobre su clientela salvo que la pregunta venga de la policía. De hecho, cuando preguntó a otros dos o tres empleados del edificio, Kobari obtuvo la misma respuesta y la misma sonrisa vacía.
No fueron estos hombres los únicos en dirigir a Kobari una mirada desdeñosa. Cuando relató el incidente de la recepción a un viejo compañero de colegio que había trabajado con él en una revista literaria en la universidad, el rostro de su amigo palideció de desagrado.
—No tomarás en serio lo que dijo esa mujer, ¿verdad?
Kobari, que confiaba en que su amigo le respaldaría, no pudo ocultar su disgusto al replicar:
—¿Qué pretendes decir con eso?
—Al final te has convertido en un vil canalla, ¿no es cierto? —le espetó su amigo—. ¿Encuentras algún placer soñando en organizar un escándalo sin fundamento e intentando arrastrar por el fango a un escritor como Suguro? Aunque comprendo que éste es el periodismo de hoy…
A Kobari no le gustó lo que oía, pero la idea de que él solo pudiera lanzar una bomba que sobresaltara al público lector le producía un cosquilleo de placer indescriptible en el espinazo.
Siempre que tenía una cita o salía a tomar copas con sus amigos periodistas, Kobari trataba de concertar el encuentro en algún punto de la avenida Dorada de Shinjuku. De vuelta a casa, deambulaba por el Kabuki-cho. Sin embargo, por muchas vueltas que dio por sus calles, no tropezó jamás con Suguro ni con la mujer pintora.
Estaba a punto de abandonar cuando una noche, muy tarde, mientras sacaba un billete en una máquina automática de la estación Shinjuku, alzó la vista casualmente y al instante se le cortó el aliento. La silueta de un hombre muy parecido a Suguro se encaminaba a la parada de taxis con una mujer que llevaba gafas. Kobari dejó el cambio en la máquina y corrió tras ellos, pero la pareja ya se había introducido en un taxi. El detuvo otro y ordenó al conductor que siguiera al primero.
Por el cristal trasero del taxi que le precedía, Kobari observó que la mujer apoyaba la cabeza en el hombro derecho del hombre. El vehículo tomó por la autopista Koshu y se dirigió hacia Yoyogi. Por fin, el taxista que llevaba a Kobari dijo, incómodo:
—Parece que se dirigen al distrito de las casas de citas. ¿Continuamos tras ellos?
—Sí. Deténgase un poco más allá de donde lo hagan ellos.
Al llegar a Yoyogi, el primer taxi se detuvo ante una mansión con una verja de entrada imponente. El taxi de Kobari pasó junto a él sin despertar sospechas y aparcó setenta u ochenta metros más adelante. Para entonces, el hombre y la mujer habían desaparecido. Kobari se acercó a contemplar el hotel. En una placa podía leerse: «Yoyogi Swan Hotel».
Una fila de cedros del Himalaya se extendía, oscura, desde la verja hasta la entrada de vehículos. Kobari preguntó en recepción, pero recibió una seca respuesta por parte del encargado, quien negó que se hubieran registrado dichas personas.
Suguro realizaba una peregrinación diaria de su casa al apartamento que tenía alquilado cerca de Harajuku, pues era incapaz de escribir una palabra en los hoteles y hostales donde trabajaban muchos de sus amigos literatos. El era incapaz de ordenar sus pensamientos si no estaba sentado ante su escritorio habitual, en la reducida estancia impregnada de su propio olor corporal.
Precisaba también de otros requisitos. Por sus largos años de experiencia, sabía que la habitación debía ser pequeña y oscura, y que debía mantener el grado adecuado de humedad. El apartamento tenía tres piezas, además de la cocina y el baño; en la mayor de las salas era donde recibía las visitas. Allí se reunía con gente de las editoriales y de la prensa. La habitación mediana se convirtió en dormitorio para cuando se quedaba a trabajar hasta tarde. Al parecer, la estancia donde creaba sus escritos había sido utilizada como almacén por la desconocida familia que había ocupado el apartamento antes que él. Apenas llegaba a ella la luz solar y, debido a la gruesa cortina que colgaba sobre la ventana, tenía que encender la lámpara del escritorio incluso a mediodía. No obstante, dado que estas condiciones se adecuaban perfectamente a las exigencias de su subconsciente, había convertido aquella habitación en su estudio.
El año anterior le había visitado un fotógrafo con el propósito de retratar su estudio para un artículo titulado «El estudio de un escritor», que publicaría una revista. Cuando Suguro expuso sus razones para escoger aquella estancia como lugar de trabajo, el fotógrafo se había apresurado a comentar: «Esta habitación se parece mucho a un útero materno. Usted debe tener un deseo muy fuerte de regresar al útero». Luego había añadido que ese deseo de volver al útero era un impulso disimulado de regresar al estado en que la vida se desarrolla en el seno de la madre; de regresar a un estado de sueño en el fluido amniótico. Dicho con otras palabras, no era tanto un impulso de vida como un deseo de muerte, de descanso eterno.
Cada mañana, cuando abría la puerta de su apartamento, Suguro iba a la pequeña estancia y se sentaba en la misma silla que había utilizado tantos años. Primero dirigía una mirada a la fotografía de su difunta madre que colgaba de la pared. Después contemplaba con cariño la lámpara del escritorio, el reloj de pared que emitía su tictac con precisa regularidad, y el portaplumas chino. La expresión del rostro de su madre en la fotografía cambiaba de un día a otro. Una mañana parecía muy feliz, y a la siguiente su aspecto era sombrío. Suguro reconocía la profunda impronta que la mujer había dejado en su vida. Su bautizo había sido consecuencia de la influencia de su madre. En cualquier caso, las novelas que había producido durante la última década —La voz del silencio, En tierras vírgenes y El emisario— habían sido terminadas gracias al esfuerzo diario, de modo muy parecido a como una hormiga transporta su comida grano a grano.
Lo mismo sucedía sin duda a otros escritores, pero para Suguro el proceso de crear una obra de ficción era comparable a entrar en un terreno desconocido sin mapas. Suguro, con su carácter precavido, jamás consentía en iniciar tal viaje hasta que todos los preparativos para el mismo estuvieran ultimados, desde la cuidadosa selección de los temas hasta el cálculo del tiempo que necesitaría para reunir el material. Aun así, había muchos momentos en los que no tenía la menor idea de adónde iría a parar y en los que lo único que lograba discernir bajo la leve penumbra eran los borrosos perfiles de su punto de partida. El camino por el que avanzaba quedaba oculto tras densas sombras. A lo largo de quince años, había emprendido muchos de aquellos agotadores viajes, avanzando a tientas por lo desconocido sin salir de los confines del pequeño estudio.
Una vez que quedó atrás la entrega de premios, Suguro volvió a saborear la misma amargura del viaje literario en la estancia. Para poder planificar un nuevo relato corto, corrió la cortina y se sentó, encorvado como un relojero, ante el escritorio apenas iluminado por la lámpara. Pero, aunque había tomado algunas notas, esta vez no le llegó la inspiración habitual.
En condiciones normales, pasaba la mitad del día en aquella imitación de los trabajos manuales, sin escuchar otro sonido que el de su pluma al deslizarse sobre el papel, y disfrutaba con su esfuerzo a pesar del dolor que le producía. Pero en los últimos días aquella alegría permanecía dormida en su pecho.
Dejó la pluma en el escritorio e intentó disipar la ansiedad que le impedía trabajar a gusto. El rostro y las palabras de la mujer que le había asaltado en la recepción habían quedado impresos en su recuerdo como una mancha de tinta en los dedos.
«Nos conocimos en Shinjuku. Hiciste cosas muy atrevidas, sensei… ¡Ah, ya entiendo! No quieres que nadie sepa que estuviste de fiesta con nosotras en plena noche».
Un aire de intimidad y un patente hedor a alcohol envolvían cada una de las palabras que habían salido de entre sus dientes manchados de lápiz de labios. Era absurdo que alguien como él se dejara paralizar por los comentarios de una mujer ebria.
Volvió cinco o seis veces la cabeza a un lado y a otro con gesto enérgico y releyó parte del manuscrito. Siempre garabateaba sus primeros borradores con letra menuda en el reverso de las hojas manuscritas, los corregía con lápiz o con tinta de color, y luego contrataba una mecanógrafa para que pasara en limpio la versión final.
Tal vez debido a su avanzada edad, tenía últimamente el sueño muy ligero y vivía varios sueños en el espacio de una noche. Todos los sueños eran distintos y, cuando terminaba cada uno, el hombre despertaba de inmediato. Una vez despierto, se quedaba mirando la oscuridad un rato, pensando únicamente en la muerte que finalmente le alcanzaría. Había cumplido los sesenta y cinco aquel año.
Tomó un bolígrafo rojo del escritorio y cambió «Todos los sueños» por «Cada sueño». Mientras corregía el resto de la frase, percibió que el tema principal de aquel relato sería la vejez.
Sonó el teléfono. Levantó el auricular, irritado por la interrupción, y escuchó la voz sobria y familiar que identificaba automáticamente a su propietario.
—Soy Kurimoto. Quería saber qué tal va ese relato.
—Ya he conseguido perfilarlo a medias.
—¿Qué título le dará?
—Estoy pensando en llamarlo Sus últimos años.
Kurimoto permaneció unos segundos en silencio. Luego, comentó:
—Lamento mucho lo sucedido. Sí, me refiero a esa mujer ebria. Había tal caos entre los organizadores de la recepción, que todavía no he logrado averiguar quién la llevó allí.
—Estoy seguro de que no fue usted. Me refiero a que jamás en mi vida la había visto.
Suguro puso énfasis en sus palabras y aguardó a la reacción de Kurimoto.
—Ahora nos ha llegado una postal dirigida a usted. Parece que la envía ella. El nombre que viene en la postal es Ishiguro Hiña. Al parecer no le engañaba cuando dijo que era una artista callejera. Es una invitación para una exposición.
—¿Qué le hace pensar que es la misma mujer?
—En el reverso… —Kurimoto vaciló— ha escrito: «Mentiroso. Eres un mentiroso, sensei»… ¿Qué quiere que haga con la postal?
Suguro empezó a responder que no tenía ningún interés por ella, pero luego titubeó. No deseaba ver la postal, pero al mismo tiempo no quería dejar en manos de Kurimoto un asunto de aquella naturaleza.
—No sé qué decir. En fin, ¿por qué no me la hace llegar?
Acompañó sus palabras de una risa despreocupada, esperando que el joven director literario no se percatara de su nerviosismo.
Cuando hubo colgado, se sintió más inquieto que antes.
La mujer era implacable.
Recordó la insistencia con la que se había cogido a su manga en la recepción y percibió una difusa sensación de peligro: no debía tomarse el asunto a la ligera, por si se convertía en un problema importante. Para disipar el nerviosismo, parpadeó varias veces; era una costumbre arraigada en él.
Dos días más tarde, la postal a que se había referido Kurimoto le llegó con el correo enviado a su estudio. En la invitación, escrita a pincel, podía leerse Ishiguro Hiña, un nombre que sonaba adecuado para una artista. A Suguro le sorprendió descubrir que la exposición tendría lugar en la calle Takeshita, no lejos de su estudio. Como había dicho Kurimoto, en el reverso de la postal aparecían garabateadas a bolígrafo las palabras «Mentiroso. Eres un mentiroso, sensei». Suguro desvió la mirada, como si acabara de ver algún mal agüero; después rompió la invitación y la arrojó a la papelera.
Recientemente tuve un sueño en el que me encontré con Akutagawa Ryunosuke. Éste llevaba un arrugado quimono de verano y estaba sentado con los brazos cruzados y la mirada baja. No dijo una sola palabra, pero de pronto se puso en pie, descorrió una cortina de bambú situada a su espalda y pasó a la habitación contigua. Yo sabía que esa habitación era el mundo de los muertos. Pero pronto volvió a abrirse la cortina y Akutagawa regresó a la estancia donde yo me encontraba.
Suguro escribió estas palabras encorvado sobre el escritorio y luego las leyó en un murmullo para comprobar el tono del pasaje. Aquella parte no era ficción, sino una experiencia real que había tenido unos dos meses antes. Recordó que, al despertar de ese sueño en plena noche, su esposa dormía apaciblemente junto a él.
Naturalmente, no le había contado el sueño a su mujer. Desde que su hijo, que trabajaba en una compañía comercial, se había trasladado a Estados Unidos con su familia, Suguro había decidido no hablar con su esposa de nada que pudiera causarle la menor preocupación. En realidad, y al contrario que tantos escritores, desde su boda se había mostrado al mundo como un buen padre y esposo…, no porque fuera cristiano, sino porque sabía que la típica pose libertina de los novelistas no cuadraba con su manera de ser. Fueran cuales fuesen sus temas en la novela, Suguro había decidido que deseaba pasar por un ciudadano normal en su vida diaria y en el rostro que presentaba al mundo. De ahí que en las relaciones con su esposa, rara vez hacía nada que pudiera perturbar el equilibrio que habían establecido en sus vidas.
Su esposa acudía a limpiar el apartamento dos veces por semana. En esas ocasiones adoptaba su postura de hombre casero, diferente de la que mostraba cuando escribía. No obstante, para Suguro poner una cara distinta no significaba hipocresía alguna, ni implicaba artificiosidad ni comedia.
Su esposa, que padecía artritis, se dolía de las rodillas y de las articulaciones de las manos durante la estación de las lluvias y en otoño. Sus afecciones eran consecuencia de los agotadores cuidados que había prodigado a su esposo y de tres operaciones torácicas. Los días de frío, Suguro se sentía profundamente en deuda con ella mientras la observaba pasar el aspirador. Cuando sugería contratar a alguien para hacer la limpieza, ella siempre se reía y negaba con la cabeza.
En las temporadas en que no le dolían las piernas, a veces almorzaban juntos y luego daban un paseo. Siempre seguían la misma ruta: caminaban colina abajo hasta el estudio; cruzaban el parque Yoyogi y seguían por Omote Sando antes de volver al estudio. Se sentaban en un banco del parque para ver a los jóvenes jugando al badminton. Aunque no se dijeran nada, después de más de treinta años de matrimonio había entre ellos una serenidad que Suguro casi podía palpar allí, con la mujer sentada junto a él. Cuando tenía ante sí una hoja de papel en blanco, era un novelista que sondeaba en las profundidades de su espíritu y volcaba en el folio lo que allí encontraba. En cambio, como esposo tenía cuidado de no arriesgarse más allá de los límites fundamentales. Aquél era su modo de mostrarse compasivo con su esposa, nacida en un hogar cristiano y educada en una escuela religiosa.
El fin de semana siguiente a que Suguro destruyera la invitación a la exposición, su esposa no pudo acudir al estudio por un contratiempo de uno de sus parientes, de modo que Suguro pasó el sábado y el domingo en su apartamento, efectuando correcciones en la novela. Por las tardes, del otro lado de las cortinas corridas le llegaron débiles y lejanas las voces alegres de muchas personas.
Dejó el estudio y bajó por el camino estrecho y ondulado cuando el sol de la tarde ya empezaba a desvanecerse. Como siempre, el paseo le condujo hacia el parque Yoyogi. Últimamente, los accesos al parque se habían llenado de grupos de jóvenes, de moda ahora en Tokio, y conocidos por la «generación Brote de Bambú», en honor de la boutique de Harajuku donde se había iniciado la moda punk. Los grupos formaban círculos aquí y allá y bailaban extraños pasos al son de la música estridente de sus radiocasetes. Los jóvenes de uno y otro sexo vestían largas túnicas rosas y blancas como la indumentaria típica coreana, e incluso los muchachos lucían carmín en las mejillas. Los grupos variaban de un círculo a otro y cada uno bailaba al ritmo de un líder distinto. Suguro se unió al grupo de espectadores y contempló la danza junto a un extranjero que lo filmaba todo en ocho milímetros. Cuando él tenía la edad de aquellos jóvenes, Japón estaba combatiendo en China en el prólogo de otra guerra aún mayor. Para su generación, recordar tales acontecimientos era un acto reflejo: no podía detener sus recuerdos aunque se lo propusiera.
Cuando se apartó del grupo de espectadores, Suguro pisó accidentalmente el pie de una joven que se encontraba tras él.
—¡Oh, lo siento!
La muchacha entrecerró los ojos con gesto amistoso y le dedicó una dulce sonrisa. Pero su rostro mostró pronto una mueca de dolor y levantó el pie izquierdo.
Preocupado, Suguro le preguntó:
—¿Te has hecho daño? Sácate el zapato y veamos qué tienes.
—Estoy bien. —La muchacha intentó una sonrisa forzada.
—Siéntate en ese banco de ahí… Le echaré un vistazo a los dedos del pie.
La muchacha se sentó como le decía y se quitó los zapatos, enfangados en la puntera, y los calcetines. La chica parecía azorada.
—Están bien.
—Me parece que los tienes un poco rojos. ¿Por qué no vamos a una farmacia?
—No necesito nada.
—Bueno, por lo menos deja que te invite a un refresco o algo. —Suguro señaló hacia la fila de tenderetes que bordeaba el parque, en los cuales se podía encontrar desde perritos calientes hasta rollitos de verduras—. ¿Qué prefieres?
—Ya le he dicho que no quiero nada.
—Estaría más contento si pudiera invitarte a algo.
—Bueno, tal vez una coca cola.
Cuando regresó con la bebida en un vaso de papel, la muchacha estaba moviendo el pie adelante y atrás…
—¿Le interesa este lugar, señor?
—Vosotros, los jóvenes, tenéis mucha energía.
—Por aquí rondan muchos viejos como usted. Hombres interesados por las niñas.
—¿De veras? No puede haber mucha gente así.
—Pues la hay, desde luego. Nos dicen cosas mientras paseamos por Omote Sando. Hombres maduros…, incluso ancianos como usted.
—¿Qué cosas os dicen?
La muchacha le dedicó otra sonrisa, esta vez porque quizá le resultaba difícil responder.
—¿Y hay alguna chica que acepte?
—Claro, pero las chicas de instituto sólo llegan hasta B. Luego, piden dinero.
—¿B?
—¿No sabe qué son A, B y C?
Con la misma falta de pudor con que recitaría los nombres de los cantantes pop del momento, la muchacha le explicó que A eran los besos, B eran las caricias y C era el paso final.
La chica tenía unas mejillas mofletudas. Suguro sentía envidia por la larga vida que se abría ante ellas, en contraste con él.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Soy un viejo.
—Pero no lo parece.
—¿Tú también llegas hasta B?
—¿Yo? No, desde luego.
—¿De veras las chicas de tu edad necesitan dinero hasta esos extremos?
—Claro. —Sus ojos se entrecerraron en otra sonrisa amistosa—. Mi familia no tiene dinero. Ni siquiera me dan una semanada.
—Tu padre trabaja, ¿no?
—Hace cuatro años una moto lo atropelló en Miyamasuzaka. Por eso, mi madre ahora se dedica a vender seguros. Me da demasiada pena para pedirle dinero.
—¿Pero de verdad necesitas tanto?
—Incluso alguien como yo tiene camaradas con los que relacionarse. Y, además…, me gusta comprarle cosas a mi hermanito.
Suguro sonrió al oírle utilizar la palabra «camaradas», poco frecuente entre los jóvenes.
—¿Estás en secundaria?
—En segundo ciclo.
Vaya, todavía en segundo ciclo y con ese cuerpo, pensó Suguro mientras contemplaba sus pechos generosos y los muslos que apenas cabían en sus tejanos descoloridos. No sabía cómo debían ser los pechos de las chicas de su juventud, pero desde luego no tenían los muslos rebosantes de aquella muchacha.
—¿Dónde vives?
—¿Por qué quiere saberlo?
—No me interpretes mal. Sólo estaba pensando que tal vez podría encontrarte un trabajo por horas si necesitas dinero…
—¿Qué tipo de trabajo? —Volvió a dirigirle una sonrisa afable—. A las chicas de segundo ciclo no nos dejan trabajar. Yo trabajé en McDonald’s con una amiga. Les dijimos que estábamos en secundaria, pero nos descubrieron enseguida y nos despidieron.
—De todos modos, no debes imitar a esas chicas malas. No hagas caso de las proposiciones de esos hombres.
Cuando Suguro inició su sermón, ella bajó la mirada y se puso a hacer dibujos en el polvo con la puntera del zapato.
—Creo que debo irme.
Cuando Suguro se levantó del banco, advirtió lo enlodadas que tenía las zapatillas la chica.
—Un momento.
Sacó el billetero del bolsillo. La muchacha le observó con atención mientras Suguro introducía los dedos en él, pero, cuando le vio sacar un billete de cinco mil yenes y ofrecérselo, retrocedió con aire desconfiado.
—Si me prometes no hacer nada indecoroso, te daré este dinero. Cómprate unos zapatos nuevos o lo que te parezca. Intentaré encontrar un trabajo que puedas hacer. Si te interesa, llámame aquí.
Escribió su número de teléfono en un pedazo de papel y seguidamente se alejó sin mirar atrás. Estaba disgustado consigo mismo por haber dado dinero impulsivamente en un momento de sentimentalismo.
Por la noche, en casa, habló de la muchacha a su esposa mientras ésta hacía punto.
—Si todavía está en segundo ciclo, podría limpiar el despacho, ¿no crees?
—Supongo que sí, pero no sé. ¿Lo dices en serio, eso de darle empleo?
—Sí. Le he prometido encontrarle trabajo. Además, así te ayudaría también a ti. —A Suguro le disgustaba ver a su esposa frotándose las articulaciones mientras empujaba el aspirador en invierno.
—A mí no me importa hacer la limpieza.
—Lo sé, pero…
Por lo general, Suguro jamás trataba de los asuntos domésticos con su mujer, pero esta vez insistió obstinadamente. Sería matar dos pájaros de un tiro. Su esposa no tendría que luchar con el aspirador durante la temporada de lluvia y frío, y la muchacha no tendría que sucumbir a las proposiciones.
La muchacha se llamaba Morita Mitsu y, cuando hubo acudido dos o tres veces a limpiar el despacho, la esposa de Suguro olvidó su inicial escepticismo y pareció satisfecha.
—Es una buena chica. Por lo que explicaste, tenía mis dudas respecto a qué clase de muchacha sería, pero realmente es una chiquilla inocente.
—Tiene un buen corazón —asintió Suguro, aliviado—. Cuando la vi sonreír por primera vez, incluso me pregunté si no sería un poco débil mental.
—Dice que tiene dos hermanos y una hermana más pequeños. Cuando le di un pedazo de pastel, no se lo comió sino que quiso llevárselo a ellos. Lo encontré conmovedor. Al parecer, la intervención a que fue sometido su padre después del accidente resultó un fracaso y ahora tiene las entrañas en un estado terrible. —La esposa de Suguro ya le había sonsacado a Mitsu una gran cantidad de información sobre su familia.
Tal como había dicho la esposa de Suguro, Mitsu aún resultó más sencilla de lo que Suguro había imaginado. Ese primer sábado por la tarde, había acudido al despacho después de la escuela y, bajo la dirección de su esposa, pasó el aspirador y limpió el cuarto de baño. Con su físico precoz, ocupó el lugar de la esposa artrítica de Suguro y bajó cajas de cartón llenas de revistas por las escaleras hasta la portería del edificio, e incluso ayudó a la mujer a hacer la compra. Al cabo de dos semanas, la muchacha se había adaptado a la rutina y era capaz de limpiar la sala de visitas y el baño incluso sin la presencia de la esposa de Suguro, mientras tarareaba canciones pop.
Durante un descanso en el trabajo, Suguro se sentó en el sofá y contempló a Mitsu mientras hacía la limpieza.
—¿Qué cantas?
Jamás había conocido el nombre de los cantantes jóvenes de moda, pero ahora, gracias a Mitsu, sabía de la existencia de intérpretes populares como Kyon-Kyon o los Shibugaki-tai.
—Sensei, yo pensaba que lo conocías todo, pero en realidad no sabes nada, ¿no es cierto?
La muchacha dejó de empujar el aspirador y se burló de Suguro, que todavía confundía a cantantes tan distintos como Toshi-chan y Mattchi, por muchas veces que les viera en televisión.
—Tengo una ignorancia total sobre el mundo en el que vives.
—Sensei, ¿te gustaría que te enseñara un poco del argot de los estudiantes de segundo ciclo? ¿Qué crees que significa «hacer un aterrizaje»?
—No tengo la menor idea.
—Le llamamos así a colarse en una cafetería a la salida del colegio, camino de casa. ¿Sabes qué es «estar a tope»?
—Ni por casualidad.
—Es lo que dices cuando te sucede algo bueno, cuando estás contenta. Resulta un poco raro decir que estás «contenta» cuando te sientes así. A las madres las llamamos «viejas». «Levantar» es robar algo en una tienda. «Fumarse una clase» es hacer novillos y un «plato de pescado» es una chica que se hace la inocente en asuntos sexuales.
Suguro, fascinado por las frases que surgían de su boca una tras otra, tomó nota de todas ellas.
Cuando Mitsu se ponía a trabajar, se sofocaba y le caían gotas de sudor por las mejillas, el mentón y el cuello. La visión de aquellas jóvenes gotas de ligero resplandor hacía que Suguro casi se sintiera embriagado, como si estuviera cerca de una flor de penetrante fragancia. En las mejillas y el cuello húmedos de la muchacha percibía algo que él había perdido.
—No puedo creer lo eficiente que se está volviendo —dijo un día la esposa de Suguro. Él asintió.
—¿Ahora estás contenta de haberla contratado?
—Me pregunto si podríamos llevarla a la iglesia.
—Allí sólo se aburriría… Ya puedes olvidarte de eso. Pero cuando la chica esté más acostumbrada a la tarea, nosotros dos tenemos que hacer ese viaje a Nagasaki del que tanto hemos hablado.
Desde hacía algún tiempo, Suguro tenía previsto llevar a su esposa a Nagasaki cuando el tiempo fuera más favorable.
Nagasaki y sus alrededores habían aparecido en varias de sus novelas, pero su esposa no había visitado nunca la ciudad. También ella deseaba realizar aquel viaje.
La misma noche en que mantuvo esa conversación con su esposa, Suguro tuvo un sueño. Estaba contemplando su propio rostro en el espejo del cuarto de baño de su estudio. Le sorprendía lo viejo que estaba. Sus ojos estaban circundados de arrugas y bolsas de carne y, en torno a la barbilla, había manchas de minúsculos puntitos blancos que parecían haber sido colocados allí con la punta de un mondadientes. Cuando se acercó más, comprobó que eran canas. Había envejecido mucho… y la muerte se acercaba. Despertó del sueño con una sensación de zozobra.
Le llegó a los oídos la respiración suave y regular de su esposa, dormida en la cama contigua. Aquella respiración le recordaba siempre el sonido del reloj de su estudio. El tictac de aquel reloj le proporcionaba una sensación de paz indescriptible mientras permanecía volcado sobre su trabajo. También el rumor de la respiración nocturna de su esposa conjuraba imágenes de la apacible serenidad que habían mantenido en su matrimonio. En aquel aliento, Suguro podía oler el mundo inmaculado que la mujer había llevado consigo desde su juventud. Era la respiración de una mujer educada en el amor irreductible a sus padres y hermanos, de una mujer que jamás había albergado la menor duda sobre lo que le pasaba por la cabeza a su esposo o por lo que hacía en el trabajo. A veces, aquella seguridad despertaba en él la envidia y le inspiraba una aversión que jamás se habría atrevido ni siquiera a expresar. En aquellas ocasiones, el mundo de su esposa parecía oler a pompas de jabón.
Poco después de despertar, volvió a caer dormido y tuvo otro sueño. Otra vez surgía el espejo del cuarto de baño (Suguro no entendía por qué últimamente aparecían siempre los espejos en sus sueños), pero en esta ocasión era Mitsu quien se hallaba frente a él, apenas vestida con unas braguitas a flores, recién lavadas. La chiquilla sonreía al espejo, sin advertir que él la estaba observando. Entre sus labios entreabiertos se adivinaban sus dientes y un leve hilillo de saliva. La imagen resultaba de una voluptuosidad algo excesiva para una chica tan joven. Luego pareció como si supiera que Suguro estaba escondido tras la puerta y como si aquella sonrisa fuera hecha a propósito. «Tu mujer se va a enfadar», le advirtió entonces.
Suguro despertó de golpe. Todavía podía ver ante él la sonrisa de aquel rostro. Su esposa dormía pacíficamente.
Envuelto en la oscuridad, Suguro se avergonzó del sueño profano que acababa de tener. Pero al mismo tiempo, por tratarse de un sueño, no se sintió responsable de él. No era preciso sentirse incómodo o pudoroso por un sueño, pero comprendió que probablemente recordaría la imagen cada vez que Mitsu apareciera por el estudio, lo cual le llenó de un extraño sentimiento.
En su diario apuntó ambiguamente «he tenido un mal sueño», sin añadir nada más. En su fuero interno temía la posibilidad de que, después de su muerte, algún editor caprichoso decidiera publicar sus notas personales.