Tengo una pregunta… —dijo Virginia mientras observaba cómo Petula se recogía el largo pelo rubio teñido en un perfecto nudo desmañado.
—Yo más.
—¿Por qué llevamos camisones de hospital? —preguntó Virginia, ignorando por completo la arrogancia de Petula.
—Pues la verdad es que no lo sé. Pero es evidente que menos es más, ¿a que sí?
—Hablo en serio.
—Está bien, en serio —dijo Petula sarcásticamente—. ¡Llevamos camisones de hospital porque estamos en un hospital!
—¡Mira qué lista! —se burló Virginia—. Lo que pregunto es por qué. No recuerdo que estuviera enferma.
Pensándolo bien, Petula tampoco recordaba nada parecido. Es más, de lo único de lo que se acordaba era de haberse desmayado en el paseo de entrada, pero eso no era algo que tuviese previsto discutir con aquella chiquilla. Supuso que lo más probable era que Scarlet la hubiese arrastrado, de mala gana, hasta la cama, pero tampoco podía jurarlo, y no recordaba que la hubiesen llevado al hospital para hacerle un lavado de estómago ni nada por el estilo.
—No importa cómo llegara hasta aquí —dijo Petula, esquivando por completo la pregunta—. Tengo seguro médico.
—Pero ¿por qué estamos aquí solas?
—No estamos solas —recalcó Petula—. La enfermera vendrá a darnos el alta enseguida.
—¿Cómo estás tan segura? Llevamos esperando un buen rato.
Las preguntas de Virginia estaban poniendo muy nerviosa a Petula. No sólo porque no conocía las respuestas sino porque eran las mismas que ella se había estado haciendo desde que llegó.
—Hemos oído pasos, ¿no?
—Sí —reconoció Virginia, cuya fachada de fiereza se transformaba ahora en unos labios temblorosos—. Pero ¿y si no eran los pasos de las enfermeras?
Ella no había contemplado del todo esa posibilidad hasta ese momento, y la repentina expresión de temor que adquirió su rostro la traicionó delante de Virginia.
Petula no era excesivamente dada a las muestras de cariño ni tampoco es que se le diera muy bien el contacto visual. Se diría incluso, y de hecho a esa conclusión habían llegado algunos terapeutas, que padecía el síndrome de Asperger, una forma leve de autismo que convertía para ella cualquier tipo de interacción social en… un reto.
Pero a decir verdad las razones de su comportamiento no eran ni por asomo tan interesantes ni trascendentes. Ello quedó probado cuando, a los cinco años, y después de haber sido erróneamente diagnosticada con trastorno de déficit de atención, se pasó tres horas en el centro comercial tratando de decidir qué zapatos serían los más apropiados, si color coral o naranja óxido, para el primer día de preescolar.
—Tú no te preocupes —tranquilizó a Virginia como sólo ella sabía hacerlo—, estaré en el Baile de Bienvenida así muera en el intento.
* * *
—Scarlet —imploró Damen, proyectando en sus ojos el estrecho rayo de luz de la linterna láser que la doctora Patrick se había dejado olvidada—. Vuelve, por favor.
Le abrió los párpados con suavidad y examinó sus pupilas con mucha atención buscando alguna reacción. No podía dejar de pensar en lo contenta que se ponía cada vez que le veía. En cómo conseguía siempre que los ojos de ella se iluminaran con sólo pronunciar su nombre, pero ahora no eran más que un par de fosos oscuros.
Frustrado, arrojó la linterna al suelo y cogió la lamparilla enganchada por una pinza a la cabecera de la cama de Scarlet. La acercó hasta su cara y enfocó con su luz los ojos de ella hasta que el interior de su nariz se iluminó con un resplandor naranja.
—Por favor, Scarlet —suplicó mientras se le quebraba la voz—. Vuelve. Vuelve a mí.
* * *
Atrapada en medio de ninguna parte, literalmente, sin un solo amigo a la vista y sintiendo que la muerte estaba cada vez más próxima, Scarlet trataba con todas sus ganas de canalizar su antiguo yo. No es que hubiese sido nunca particularmente alegre o animada, pero siempre se había ufanado de su determinación, su rebeldía y su vena independiente. En ese momento andaba un poco escasa de estas cualidades, y no tenía demasiadas esperanzas de poder reponer su stock antes de la liquidación final. No obstante, todavía le quedaba el orgullo suficiente para contener las lágrimas que sentía empezaban a anegarle los ojos, tratar de reagruparse y hacer lo que estuviese en su mano para encontrar el camino de regreso al hospital.
Se apartó el pelo de la cara, alzó la cabeza de la guarida entre sus brazos y, mirando a lo lejos a través de la maraña de ramas desnudas, vio una luz. No lograba adivinar qué era exactamente, pero sabía que no podía ser la luna ni tampoco una estrella rutilante: estaba demasiado estática para serlo. Fuera lo que fuese, sintió que debía caminar hacia ella, y recorridos unos cuantos metros el haz de luz se tornó en un destello cegador. Iluminó cuanto había a su alrededor, y lo que es más importante, le desveló un desvío que antes había pasado por alto.
Emprendió la marcha por el nuevo camino, sintiéndose tan perdida como antes, hasta que empezó a oír un crujido de palos y ramitas al romperse.
—¿Charlotte? —llamó con reticencia, deseando con todas sus fuerzas que su amiga hubiese acudido a rescatarla.
—¿Charlotte? —respondió una voz débilmente.
Scarlet se quedó petrificada. No era Charlotte, pero tampoco el eco. Es más, no era su voz ni mucho menos. Aquel bosque tan oscuro ya resultaba de por sí bastante siniestro, pero ahora empezaba a tomar un cariz completamente aterrador. Scarlet escuchó el estrépito de unos pasos que corrían hacia ella, y le entró el pánico. Aquella luz tan brillante debía de ser una trampa, y ella había caído en ella, como una novata.
Hizo lo imposible por no caerse, gritando con desesperación como una de esas víctimas con tacones de aguja de las películas de terror de serie B; no es que hubiese querido nunca acabar así, pero qué importaba ya. Sintió que algo la agarraba del tobillo y la derribaba al suelo como a un ternero en un rodeo. Algo en la forma en que la agarraban le resultó vagamente familiar.
—Oh, no —se quejó la voz por encima de ella—. Otra vez no —fue cuanto pudo escuchar Scarlet mientras su cara se hundía en el lodo y su cuerpo era volteado hasta quedar boca arriba. Ella apretó los ojos, esperando el hachazo.
Scarlet estaba paralizada; sus piernas, insensibles, como si acabara de recibir la descarga de una de esas pistolas eléctricas.
—¿Prue? —dijo mirando por la rendija de sus párpados entornados.
Prue la liberó del placaje que acababa de emplear con ella, se enderezó y la miró desde arriba con incredulidad.
—¿Pam? —preguntó Scarlet algo más esperanzada, mirando al lado de Prue.
Las dos chicas asintieron, con una expresión de incredulidad más que evidente en sus rostros.
—¿Y tú qué haces aquí? —preguntaron Pam y Prue al unísono.
—¿Y vosotras qué hacéis aquí? —preguntó Scarlet al tiempo.
Se echaron a reír y se fundieron en un abrazo antes de que ninguna se molestara en contestar.
* * *
El resto de la caminata de Charlotte y Maddy fue coser y cantar, como un paseo por los mimados jardines de una cuidada finca histórica, pero Charlotte seguía inquieta.
—Maddy, ¿tú crees que estará bien?
—Pues no sé qué decirte —dijo Maddy con ambivalencia—. Es una pena que hayáis tenido que pelearos después de haber pasado tanto tiempo sin veros.
—Ya. Tan largo viaje para venir a buscarme, y ahora va y la pierdo.
—De todas formas, siempre fue una chica un tanto complicada, ¿no? —preguntó Maddy retóricamente—. No sé, ¿egoísta, quizá?
—Supongo.
—Se crió en el mismo ambiente que Petula —continuó Maddy—. Una casa bonita, una familia agradable, todas las comodidades.
—Sí, ¿y qué?
—Pues que toda esa historia de ir por ahí en plan melodramático no es más que una representación —contestó Maddy—. Para conseguir lo que quiere.
Ahí Maddy había tocado un tema sobre el que Charlotte se había preguntado desde el primer momento que conoció a Scarlet. Siempre había dado por hecho que la personalidad y la actitud de Scarlet no eran más que una reacción a las de Petula. Pero podía ser que sólo fueran la forma que tenía Scarlet de llamar la atención.
—Vamos, reconócelo —dijo Maddy—. Le robó el novio a su hermana y te utilizó a ti para conseguirle.
—No se lo robó —protestó Charlotte con un hilo de voz—. Bueno, no exactamente.
—¿En serio?
—Yo la ayudé a conseguirlo, y eso que yo…
—¿Le querías? —concluyó Maddy—. Y ahora se presenta aquí para utilizarte una vez más, aunque en esta ocasión sea para salvar a su hermana, la cual te trataba como si fueras basura.
—Scarlet no es así. Es impulsiva. A veces se deja llevar, nada más.
—Déjate de excusas —la interrumpió Maddy—. Tú no mereces que te traten como ella lo ha hecho.
A Charlotte no le agradaba nada que Maddy hablase así de Scarlet y, sin embargo, era incapaz de rebatir nada de lo que estaba diciendo. Era evidente que Scarlet sí que lo tenía fácil. Mucho más de lo que jamás lo había tenido Charlotte. Podía no ser tan popular como Petula, pero eso era elección suya. Podía haberlo sido. Scarlet había escogido rebelarse, ser diferente, y aun así seguía llamando la atención, ¿o no?
Siguieron caminando durante un buen rato y entonces otearon una ciudad a lo lejos.
—Es Hawthorne —dijo Charlotte sobrecogida, casi tanto como si acabara de divisar la Ciudad Esmeralda.
El hogar. Su hogar. No dulce, pero sí agridulce al menos. El lugar donde soñaba sus sueños, donde emplazaba sus propósitos pero nunca llegaba a vivirlos. El lugar que había dejado atrás; la gente, también. Gente a la que ella nunca jamás olvidaría, pero sobre la que todavía se preguntaba cuánto tardaría en olvidarla a ella.
—Te dije que ésta era la mejor ruta.
—Tenías razón —reconoció Charlotte—, en todo.