Estoy asustada —soltó Virginia abruptamente en el instante en que Petula dejaba de hacerse pequeños tirabuzones en su largo y vaporoso pelo, para lo cual se escupía en el dedo meñique, enrollaba en él los mechones igual que lo haría con un cable de teléfono, y luego liberaba los rizos saltarines.

—Yo también.

Eran las palabras que por orgullo habían evitado pronunciar antes, aunque ambas eran lo bastante listas como para no callarlas ahora.

Petula agarró la mano de Virginia y la estrechó muy fuerte en su regazo. Nunca en su vida había experimentado un momento de unión semejante con nadie, y menos con una compañera del género femenino. Para ella, las chicas eran competidoras y poco más, gente a la que debía superar y eclipsar.

Al principio, Virginia se alarmó. Pensó que quería que le dijeran que no eran más que imaginaciones suyas, pero, en su lugar, la sinceridad de Petula la reconfortó. No servía de nada negar las evidencias. Estaban solas en una habitación, ataviadas con camisones de hospital, aguardando a que alguien a quien ni siquiera conocían apareciera finalmente, si es que lo hacía.

—No te preocupes —dijo Petula, arrimando hacia sí a Virginia—. No dejaré que te pase nada.

—¿Lo prometes?

Probablemente ésta era también la primera vez que Petula sentía verdaderamente que la necesitaban, y no que la deseaban, y se tomó la responsabilidad muy en serio. Experimentar un sentimiento de protección hacia alguien era del todo nuevo para ella, pero se sorprendió al comprobar la naturaleza con que brotó en ella dadas las circunstancias.

—Lo prometo —juró Petula.

* * *

Las Wendys mataban el tiempo leyendo el historial de Petula, enviándose mensajes de texto la una a la otra de un extremo al otro de la habitación, y deseando que no las pillaran. Wendy Anderson estaba concentrada despegando la parte posterior de sus sudorosos muslos del piso de vinilo, comprobando que no mostraban indicios de celulitis incipiente. Le habían prometido a Damen que se quedarían en la habitación de Petula para cubrirle hasta que regresara, pero en realidad se habían quedado por si podían echarle un ojo al doctor Kaufman. Tirarle los tejos a un doctor joven y atractivo era lo único que podía apetecerles más que el Baile de Bienvenida, y Damen lo supo aprovechar a su favor. Las dos seguían un poco cabreadas porque las dejasen en la estacada, sus sueños de llenar los zapatos de Petula desbaratados ya para siempre.

—Petula Kensington y Damen Dylan —trompeteó Wendy Anderson burlonamente—. ¡Juntos de nuevo!

—No exactamente —rió Wendy Thomas—. Yo más bien la titularía Damen y una chica de verdad[11].

—¿Te imaginas que caracalavera se entera de lo que pasa? —dijo Wendy Anderson señalando a Scarlet.

—¿Tú sabes lo que es una crisis con rehenes? Pues eso.

Antes de que las dos acabaran de reír sus propios chistes, oyeron que alguien se aproximaba. Era el doctor Kaufman, en su ronda de la tarde.

—Métete en la cama —chilló Wendy Thomas con urgencia—. La cosa está que arde…

Wendy Thomas hizo una pausa y ponderó lo que acababa de decir.

—¡Pero tú ya has oído eso antes!

Wendy Anderson se envolvió la cabeza en una toalla para ocultar sus abundantes rizos morenos, se tumbó en el colchón plastificado de un salto y asomó a hurtadillas el dedo corazón por debajo de la sábana dedicándole el gesto a Wendy Thomas, antes de proceder a quedarse absolutamente inmóvil. Wendy Thomas se fue hasta la entrada y se inclinó contra el marco, sus tirantes brazos y piernas extendidos a lo ancho del hueco de la puerta como radios de bicicleta en el interior de una rueda.

—Hola —se dirigió con voz seductora al joven doctor cuando éste se aproximaba—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Damen no bromeaba sobre Kaufman, definitivamente valía una tiara con incrustaciones de circonio o dos, y puede que hasta más. Si Wendy Anderson no hubiese estado tan asustada como para mover la mano y darse una palmadita en la espalda por haber decidido quedarse, lo habría hecho.

—Vengo a examinar a las Kensington.

—¿Y para qué molestarse? —preguntó Wendy desdeñosamente—. ¿No son vegetales?

—¿Cómo dice?

—Pues eso, que en realidad ya ha pasado todo salvo el funeral, ¿no? —le susurró Wendy con complicidad—. Ha llegado el momento de seguir con nuestras vidas.

—Donde hay vida hay esperanza, señorita. Y, ahora, si me permite…

El doctor Kaufman se puso a empujar para salvar el bloqueo que ejercía Wendy en la entrada, despegándole los dedos recién salidos de la manicura del marco de la puerta, y entonces le sonó el busca. Lo sacó para comprobar quién le llamaba y en ese instante recibió un segundo aviso urgente por la megafonía del hospital.

—Doctor Kaufman, por favor acuda a la habitación tres-uno-uno. Código Azul.

Kaufman salió disparado sin mediar palabra, y el ruidoso rodar del carro de reanimación y de correr de pisadas que siguieron se pudo escuchar en todos los pasillos.

—Eso ha estado cerca —resopló Wendy Thomas, completamente indiferente al sufrimiento que se había desencadenado pasillo adelante—. Aunque un poquito más cerca tampoco habría estado mal.

—¿Te puedes creer que se haya ido, así, por las buenas, sin despedirse siquiera? Como tenga que estar tumbada aquí más tiempo, me muero —dijo Wendy Anderson incorporándose lentamente y haciendo crujir el cuello—. Salgamos de aquí.

* * *

La clase de Muertología estaba en curso cuando llegaron Prue, Pam y Scarlet. Esta última llamó con delicadeza a la puerta, y la señorita Pierce invitó a pasar a los recién llegados. Scarlet asomó la cabeza estirando el cuello y saludó con la mano, tímidamente.

—Me alegra verte de nuevo —la saludó la señorita Pierce con amabilidad y un tono de alivio en la voz que contrastaba de forma radical con la preocupación que mostrara la última vez que se habían visto.

El hecho de que Scarlet hubiese regresado, nada más y nada menos, constituía en apariencia una buena señal, no sólo para Scarlet sino para la totalidad de la clase.

—Hola a todos —dijo Scarlet, y volviéndose hacia la profesora preguntó—: ¿Pueden pasar también mis amigas?

—Desde luego.

Obtenido el permiso, Pam y Prue franquearon la entrada detrás de Scarlet y se plantaron en el aula. Una oleada de nostalgia las azotó de golpe cuando sus ojos recorrieron la estancia de arriba abajo y de lado a lado, y repararon en los nuevos alumnos, la profesora, los adornos de la pared, sus viejos pupitres. No había cambiado nada, salvo las caras y el hecho de que la habitación pareciese más pequeña de lo que recordaban.

—¿Para qué has vuelto? —disparó Paramour Polly, ni por asomo tan contenta de ver a Scarlet y compañía como su maestra y sintiéndose un poco amenazada por las chicas más mayores que la acompañaban. Los demás chicos y chicas de la clase también las miraban con desconfianza, refunfuñando.

—No os preocupéis. No vengo a causaros más problemas…

—Tenemos que encontrar a nuestra amiga Charlotte… —dijo Pam cortando por lo sano.

—¿Otra vez? —la interrumpió Lipo Lisa—. Oye, ¿y por qué no buscáis a la chica esa en Google o activáis una alerta de desaparición o algo?

—Cierra la boca y escucha, Rexy[12] —ladró Prue retomando con toda naturalidad su papel de líder en la clase de Muertología y captando la atención de todos—. No tenemos mucho tiempo.

—¿Recordáis alguno si llegasteis aquí desde el hospital? —preguntó Pam sosegadamente.

Por lo general, todo este asunto se consideraba tabú en clase de Muertología debido a los crudos sentimientos que tendía a hacer aflorar. Pam dirigió su mirada a la señorita Pierce, quien asintió con la cabeza invitándola a continuar. La profesora comprendía la gravedad de la situación y admiraba los riesgos que todas ellas habían decidido correr por su amiga.

—Lo siento —se disculpó Pam ante la clase—, pero es sumamente importante.

—De acuerdo —dijo Scarlet—, ¿quién quiere ser el primero?

Los alumnos se miraban los unos a los otros, sin que ninguno quisiera ser el primero en dar el paso. Conforme transcurrían los segundos, sus rostros perdieron toda expresión, perdidos como estaban en la evocación de su final, un asunto que se les había animado siempre a evitar.

—Yo vine de Hot Bed —dijo Tanning Tilly, sin caer en la ironía del nombre del establecimiento de bronceado, mientras una expresión de tristeza le mudaba el rostro.

—Yo vine de la casa del novio de mi mejor amiga —dijo Paramour Polly, con una mezcla de orgullo y arrepentimiento, como si estuviera confesándole su pecado a un cura.

Scarlet detestaba hacerles regresar al lugar en el que habían perdido la vida, pero la señorita Pierce la animó a seguir con un gesto. Se trataba de un asunto doloroso, pero aun así necesitaban enfrentarse a ello para poder graduarse. La señorita Pierce sólo esperaba que todo aquello no estuviese siendo demasiado prematuro, sobre todo teniendo en cuenta que todavía quedaba una silla libre.

—Yo acabé en el hospital de Hawthorne —dijo Blogging Bianca.

—¿En serio? —gritaron las tres al unísono.

—Bueno, acabé allí —dijo Bianca—. Intentaron administrarme anticoagulantes por vía intravenosa, pero yo llevaba tanto tiempo delante del ordenador que para cuando llegué al hospital ingresé cadáver.

—Entonces, ¿no moriste en el hospital? —preguntó Scarlet con desánimo.

—No, me temo que no —respondió Bianca en tono de disculpa.

—Yo morí en el hospital —irrumpió de forma inesperada Green Gary desde el fondo de la clase.

—¿Puedes llevarnos hasta allí? —preguntó Prue.

Gary miró a la señorita Pierce buscando su aprobación.

—Puedes llevarlas, pero necesitarás un pase —dijo la profesora sacando una gran tablilla de madera labrada con el aforismo latino DUM SPIRO, SPERO del cajón de su mesa.

—¿Cuántos árboles hubo que talar para hacer esta tabla? —preguntó Gary, siempre fiel a sus raíces eco-adolescentes.

—No tantos como los que se necesitan para fabricar un ataúd, berzotas —le picó Prue mientras salían pitando del aula.