No puedo quedarme mirándola en este estado y no hacer nada —dijo Scarlet, llegando finalmente al límite de lo que podía soportar.
—Lo sé —trató de reconfortarla Damen.
—No, en serio, no pienso quedarme sentada sin hacer nada —dijo Scarlet, rechazando su compasión.
—Tal vez deberías irte a casa y descansar un poco —dijo Damen con dulzura, intuyendo que ella estaba a punto de perder los nervios—. Yo me quedaré.
—No me digas —masculló Scarlet.
—Pero ¿qué pasa contigo? —preguntó Damen.
—Estos médicos no están haciendo nada de nada —dijo Scarlet, tan frustrada como celosa—. Pero he estado pensando…
—Oh-oh —dijo Damen, reaccionando a la expresión de seriedad en el rostro de Scarlet.
—Puede que conozca la forma de ayudarla —dijo—. Es más, quizá yo sea la única persona que pueda.
—¿Y cómo te propones hacerlo? —a Damen le ponía nervioso pensar en lo que Scarlet pudiera tener en mente—. Cuenta con los mejores médicos, especialistas y enfermeras, que hacen cuanto está en sus manos.
Scarlet se lo expuso a Damen.
—Si Petula no está aquí, ¿dónde está entonces? —preguntó.
—Pero sí que está aquí —Damen señaló la cama, tratando a Scarlet como si fuera una niña, o una lunática.
—No me refiero a su cuerpo, eso no es más que un caparazón —le amonestó Scarlet—. Su mente. Su alma. Petula.
Damen encogió los hombros, no del todo seguro de adónde quería ir ella a parar.
—Mira, ya sé que alma es una palabra que ninguno hemos utilizado jamás en la misma oración que Petula —reconoció Scarlet—, pero hasta ella tiene una.
—Está bien —contestó Damen con parsimonia y por decir algo.
—Bueno, entonces en algún sitio tendrá que estar, ¿no? —preguntó Scarlet.
—Eso son palabras mayores —contestó Damen, que seguía sin saber muy bien a qué apuntaba ella con todo aquello—. Y la cosa es que no llevo encima el libro de texto de Introducción a la Filosofía, así que…
—No seas tan cerrado —dijo Scarlet secamente—. Tú estabas allí el día del Baile de Otoño.
—Sí, y… —replicó Damen con incredulidad.
—Existe toda otra realidad de la que no sabemos nada —le recordó Scarlet—. Bueno, más bien, de la que algunos no sabemos nada, diría yo.
Y con ésas, se giró dándole la espalda a Damen y se cruzó de brazos, enfurruñada.
Damen la cogió de los hombros y la obligó a darse la vuelta empleando más fuerza de la que jamás Scarlet había sentido que emplease con ella.
—No sé qué pasó entonces —dijo Damen, que a todas luces había borrado de su mente buena parte de lo sucedido aquella noche—. Pero fuera lo que fuese, se debió al azar. Algo que sólo ocurre una vez en la vida.
—¿Y si su espíritu está ya al otro lado y no es más que cuestión de tiempo que muera y su alma se separe por completo de su cuerpo? ¡Puede que hasta para acabar en el infierno, qué sé yo!
—Scarlet… —dijo Damen con voz suave.
—¿Y si ha entrado en un círculo vicioso? ¡Y si está esperando a que comprueben su nombre en una maldita lista, y nosotros aquí sin hacer nada mientras hacen leña con ella!
—Scarlet, necesitas tranquilizarte —dijo Damen, ahora con más contundencia.
—¿Y tú qué sabes lo que yo necesito? —le espetó Scarlet, sorprendiéndose a sí misma con lo que acababa de soltar por la boca.
Damen se preocupó. Aquellos cambios de humor no eran propios de ella y empezaba a pensar que tal vez estuviera al borde de un ataque de nervios.
—Lo siento —dijo Scarlet muy seria—. Sólo quiero ayudar a Petula. Que sepamos, bien podría estar condenada.
Lo de Scarlet no era sólo teatro, pero tampoco estaba siendo honesta del todo, ni con Damen ni consigo misma. Ambos sabían que la vida de Petula no es que hubiese sido ejemplar que digamos y que las probabilidades de que la esperase un final feliz en la Otra Vida eran cuando menos escasas. Pero el desasosiego de Scarlet no se debía tanto a las deficiencias espirituales de Petula cuanto a su propio sentimiento de culpabilidad.
En su mente, ella le había arrebatado a Damen. Y hasta cierto punto la hacía sentirse bien eso de ser ella la que ganase por una vez y que Petula se llevara las sobras. Pero la idea de no poder ya nunca arreglar las cosas entre ambas, pedir perdón, aun cuando en realidad no se arrepintiera de ello, antes de que Petula se fuese directa al infierno en un bolso extragrande, era insoportable.
—Eso no lo sabemos —la animó Damen.
—No, claro que no, pero conozco a alguien que es probable que sí lo sepa —dijo Scarlet, en parte esperanzada y en parte aterrada.
—Deja que adivine —dijo Damen, reuniendo por fin las piezas del rompecabezas—. ¿Charlotte?
Scarlet guardó silencio.
—¿Y cómo vas a contactar con Charlotte? —preguntó Damen con escepticismo—. Ella… se ha ido.
—La voy a encontrar.
—No vas a ponerte a hablar en lenguas, ¿verdad?
—Hablo en serio —dijo Scarlet sobriamente—. Voy a pasar al otro lado, Damen.
—¡No puedo permitir que hagas eso! ¿Y si no regresas?
—Pienso hacerlo —dijo Scarlet con firmeza.
—¿Y si se despierta Petula? —preguntó Damen, tratando aún de convencerla para que esperase a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos—. ¡Puede pasar de un momento a otro!
—«Y si» no es «lo que es» —sentenció Scarlet.
Damen percibió en su expresión una calma y resignación repentinas, la clase de gesto que se ve en los rostros de esos santos martirizados que decoran las velas votivas de los supermercados.
—Puedo encontrar a Charlotte —razonó Scarlet—. Tal vez ella pueda ayudarme a encontrar a Petula. Y entonces podremos salvarla.
Damen la estrechó entre sus brazos y le susurró al oído:
—¿Y qué hay de ti? ¿Quién te va a salvar a ti?
—Oh, Romeo —dijo Scarlet, intentando animar la cosa. A Damen le reconfortó un poco saber que su sentido del humor, no así su cordura, seguía intacto.
—Scarlet, hablo en serio —dijo con severidad—. Ya sé que crees que sabes lo que estás haciendo…
—Damen, ya he estado allí antes. Si está en mi mano ayudar a Petula y no lo hago, no podré vivir con ello.
A pesar de su extrema sensatez, Damen supo que ella tenía razón. Y supo además que ya no había forma humana de detenerla. Conocía aquella mirada. La decisión estaba tomada.
Se miraron a los ojos como si aquélla pudiera ser la última vez que lo hacían. Él vio determinación en los ojos de ella, y en los de él, ella vio respeto… y temor.
—Ella haría lo mismo por mí —dijo Scarlet con sarcasmo, por si así le robaba una sonrisa.
Ambos se echaron a reír, unidos por el egoísmo de Petula, que ahora, por extraño que fuera, tanto echaban de menos.
—Sólo hay dos problemas —dijo Damen—: Primero, ¿cómo vas a llegar hasta allí? Y segundo, ¿qué pasará con tu cuerpo si tu espíritu se divide en dos?
—Detalles, detalles —se burló Scarlet.
Luego se quedó callada, perdida en sus pensamientos por un segundo, mientras caía en la cuenta de que en ningún momento había sopesado las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. Sin su alma, era más que probable que su cuerpo acabase como el de Petula, o puede que peor incluso.
—Bueno, ya sabes lo que dicen, que el diablo está en los detalles.
—¿Es que no me conoces? —preguntó Scarlet—. Me importa bien poco lo que diga la gente.
* * *
El armario era diminuto, ni mucho menos un armario ropero grande, que es en lo que Petula habría insistido que fuera, de haber estado consciente. Estaba atestado de toallas dobladas, mantas, guantes de látex, camisones abiertos por la espalda, cuñas, vaselina, pomadas de antibiótico triple, vendas y calzas de quirófano. Apenas había espacio para almacenar el material del hospital, y menos aún para dar cabida a Damen y Scarlet. Pero era la única habitación privada disponible.
A él le hubiese gustado mucho más colarse en un baño para darse una rápida sesión de achuchones, pero el romanticismo era en lo último en lo que podía pensar ahora, bueno, casi en lo último. Al fin y al cabo era un tío.
—No te preocupes —susurró Scarlet con un tono muy convincente—. Sé lo que me hago.
—¿En serio? —contestó Damen con un sarcástico susurro—. ¿Y qué vas a hacer, chocar los talones de tus Doc Martens tres veces o algo así? —nunca hasta entonces se había mostrado tan frágil e indefenso ante ella—. Si algo saliera mal…
—¿Qué? —replicó Scarlet esperanzada, rompiendo su concentración por un instante nada más, y dándole pie a declararle su amor imperecedero.
Damen quería decir que la quería, que no podía vivir sin ella, pero de ningún modo podía ponerse en plan Casablanca con ella. Sería demasiado sensiblero, demasiado definitivo.
—¿Qué voy a decirle a tu madre? —le preguntó, en cambio, abrazándola fuerte.
—Dile que volveré —contestó Scarlet, tratando al mismo tiempo de convencerse a sí misma de que así sería.
—¿Prometido?
Aquéllas no eran exactamente las palabras que esperaba escuchar, pero lo dicho dicho estaba. A Scarlet empezaban a flojearle las piernas y quería empezar con el conjuro antes de que el sentido común se apoderara de ella.
—¿Podrías, esto, esperar fuera? —le pidió Scarlet a Damen como disculpándose.
—Claro —accedió él nervioso—. Estaré aquí mismo.
Damen cerró la puerta y la sala se quedó a oscuras. Scarlet cerró los ojos y empezó a hipnotizarse convenciéndose de que estaba con Charlotte. Pensó en su primer encuentro, recordando cada detalle: los vasos de precipitados, el polvo de tiza, Charlotte, el tacto de sus frágiles manos mientras recitaba el encantamiento con la respiración entrecortada. Y enseguida se encontró allí. En ese lugar, en ese preciso momento. Le asustó un poco, pero sentir la presencia de Charlotte tan vívidamente la calmó.
—Tú y yo, nuestras almas son tres —dijo entusiasmada.
Aguardó un instante —o así de deprisa le pareció que fue— y escuchó una voz, reverberando débilmente en la distancia.
—Yo y tú, nuestras almas son dos —susurró en un tono muy familiar.
—Somos yo —terminó Scarlet, y sus ojos se abrieron tanto como su boca.
Damen la oyó golpearse contra las estanterías, se precipitó al interior del almacén y llegó a tiempo de cogerla antes de que se golpeara contra el suelo. Tenía los ojos en blanco, apenas respiraba y su piel estaba húmeda y fría. Era como si alguien acabase de desconectarla de la corriente.
Damen abrió rápidamente la puerta de un empujón y gritó pidiendo auxilio como si a Scarlet le fuese la vida en ello. Y es que, en más de un sentido, así era.