En Hawthorne High, la mejor amiga viva de Charlotte, Scarlet, apenas podía mantener los ojos abiertos en la clase de historia de última hora. Después de pasarse un rato manoseando sus gafas vintage, se puso a arrancar hilitos sueltos de su camiseta casera de Lick the Star[1], mientras la banda del instituto ensayaba una horrorosa versión del Do You Love Me? de Nick Cave. Se entretuvo puntuándolos por su desesperado intento de hacer que el trombón sonara como la letra, pero al cabo de un rato notó que no hacía más que darle dolor de cabeza.
El señor Coppola, su acicalado, soltero y cuarentón profesor, que todavía vivía con su madre viuda, rememoraba por enésima vez la experiencia más interesante de su vida: su aparición de adolescente en el concurso Let’s Make a Deal.
—Muy bien. Puesto que todos habéis bordado el examen sorpresa de ayer, vamos a relajarnos y a disfrutar del éxito, ¿os parece? —dijo el señor Coppola.
Hizo un ademán para que abrieran la puerta, igual que si fuese a revelar el escaparate del premio final de la subasta del Un, dos, tres, o algo por el estilo. Los alumnos soltaron un gemido a coro. Todos sabían lo que venía a continuación.
—¿Qué hay detrás de la puerta número uno? —exclamó mientras Sam Wolfe, casi al mismo tiempo, franqueaba la entrada empujando un desvencijado carrito metálico con un televisor viejo y polvoriento encima. Fue como si lo hubiesen ensayado, y Scarlet conocía lo suficiente al señor Coppola como para saber que su suposición no iba ni mucho menos desencaminada. Aun así, se alegró de ver a Sam.
—¿Es que tenemos que ver a Howie Mandel otra vez? —vociferó un chico desde el fondo de la clase.
El señor Coppola giró sobre los talones con la precisión de un patinador profesional y en un visto y no visto se plantó delante del chico.
—¿Howie Mandel? —bramó con incredulidad—. ¡Es Monty Hall![2] No hay ni punto de comparación. Monty Hall es una leyenda, se lleva la palma en lo que a concursos con subasta de premios se refiere.
Para entonces la cara del señor Coppola estaba roja como una manzana, tenía los ojos desorbitados y había empezado a cecear ligeramente. El comentario le había herido en lo más hondo, sí señor, y ver quién conseguía hacerle hervir la sangre se había convertido en el deporte favorito de sus alumnos desde que llegó a Hawthorne. La forma más directa de hacerlo era con un ataque frontal a la figura de Monty Hall.
—Y ahora, silencio todos, y tratad de aprender algo —ordenó, a la vez que le hacía una señal a Sam para que pusiera el reproductor en marcha.
La vieja y requetevista cinta de vídeo empezó a correr, y el señor Coppola clavó los ojos en la pantalla, aguardando a verse a sí mismo. Sentados en la oscuridad, los alumnos observaban la pantalla, esperando a que el señor Coppola exclamara: «¡Ése soy yo!». Y tal y como estaba previsto, a los siete minutos exactos de grabación, un joven señor Coppola con bigote —ataviado con una camiseta de Xanadú, unos pantalones cortos de deporte muy apretados, calcetines hasta las rodillas y zapatillas Adidas— apareció, durante exactamente dos segundos, justo detrás de Monty Hall, quien, como siempre, trataba de llegar a un trato con un patán incapaz de decidirse entre un Cadillac y un burro.
La reproducción de esta secuencia siempre conllevaba la ineludible congelación de la imagen y el consiguiente relato sobre cómo él tenía en el bolsillo el bastoncillo para los oídos y cómo la mujer sentada delante de él no iba a poder concursar porque no tenía uno. Y entonces se dejaba llevar por la emoción, describiendo el modo en que Monty Hall había inclinado la cabeza en su dirección mientras subía los escalones hacia la mujer. Creyó, como seguramente lo hizo el resto de la audiencia, que Monty iba hacia él. Y durante esos escasos segundos pensó que él sería… el elegido.
Scarlet trataba de prestar atención, llegando incluso a tomarse todo el asunto aquel del Let’s Make a Deal como una Metáfora-de-la-Vida, pero se encontraba a kilómetros de allí. Ella y su novio, Damen, se habían pasado la noche colgados al teléfono charlando sobre cine independiente, las últimas descargas de música que tenían pendientes de escuchar y los conciertos a los que querían ir. Ella era otra persona cuando hablaba con él. Abierta y parlanchina, las palabras le salían atropelladamente, dejándola sin respiración. El subidón de adrenalina era tan fuerte que, después de colgar, tardaba horas en quedarse dormida, si es que al final lo conseguía.
Estaba agotada porque, por desgracia, había perdido la costumbre de esas noches en vela. Con Damen en la universidad y ella trabajando y tratando de sacarse el último curso de instituto, les resultaba cada vez más difícil encontrar un hueco para el otro. Aunque para Scarlet, en realidad, era a él a quien le costaba cada vez más encontrar tiempo para ella. Las visitas, incluso las llamadas por teléfono, se habían vuelto menos y menos frecuentes. Ahora se hallaban en sitios diferentes, en más de un sentido, y Scarlet tenía la sensación de que no eran sólo meros kilómetros lo que los distanciaba.
Además, le echaba mucho de menos. Habían compartido cosas que ella jamás habría podido, ni querido, compartir con ninguna otra persona en aquel pueblo de mala muerte en el que vivían. Damen siempre se acordaba de compartir con ella cada detalle de los grupos que había visto tocar en The Itch y de las películas que echaban fuera del campus, y le guardaba artículos promocionales como carteles y entradas usadas y le conseguía algunas camisetas de los grupos que tocaban en su fantástica ciudad universitaria, que era un mundo aparte comparado con Hawthorne. Al menos eso era lo que había hecho durante un tiempo, pensaba.
Scarlet no era tonta. Conocía los peligros que entrañaba el no estar juntos, el no fabricar nuevos recuerdos. Era la sentencia de muerte de toda relación. Y si el final de la conversación de la noche anterior debía tomarse como un indicador, cualquiera hubiese dicho que el paciente estaba, cuando menos, enfermo.
«Bueno, será mejor que te deje colgar —recordó que había dicho Damen—. Tienes que madrugar para ir al instituto…».
No es que él tuviera prisa por colgar exactamente, pero la pasividad de su adiós y ese tono en apariencia generoso —envolviendo su despedida con una condescendiente palmadita verbal en la cabeza—, analizó, podía ser que ocultasen una verdad mucho más profunda. No había dicho: «Tengo que colgar», sino: «Te dejo colgar…». En otras palabras, la había cargado a ella con el peso de colgar, haciéndola creer que era decisión de ella, cuando en realidad no era ni mucho menos así. Ella no quería colgar, pero al parecer él sí.
Entre ellos, las despedidas al teléfono no es que hubiesen sido nunca muy normales, pero ¿por qué no podía él hablar a las claras? Este pensamiento la llevó a recapacitar sobre lo más grave del asunto.
Nunca se habían dicho «te quiero». Ni por teléfono ni a la cara. Habían estado a punto, pero jamás habían llegado a pronunciar esas dos palabras. Era un asunto que preocupaba a Scarlet porque ya llevaban un tiempo juntos y era evidente que ambos sabían lo que el uno sentía hacia el otro, pero ninguno había conseguido reunir el valor suficiente para ser el primero en decirlo. Bueno, al menos en su caso.
¿Podía ser que él no lo dijera porque no lo sentía así? Sus vidas habían cambiado tanto el último año. Naturalmente, sería más que comprensible que los sentimientos de él también lo hubiesen hecho. Aunque bien podía ser que se les hubiese pasado el momento de decirlo, y eso era peor aún. Significaría que su relación seguía adelante con el piloto automático o… en punto muerto.
Petula, su hermana, muy dada a asestarle dolorosos puyazos disfrazados de consejos fraternales, había dejado caer que tal vez la relación de Scarlet no era más que un fauxmance, un falso romance, y que Damen había movido ficha en tanto que Scarlet le perseguía como una estúpida colegiala. Scarlet sabía de sobra lo que Petula intentaba hacer. Seguía loca por Damen, por no hablar de su ego herido después de que él la abandonara por su hermana. Eso era más que evidente, pero no por ello dejaban sus incursiones de sembrar más dudas si cabe en Scarlet.
Cuando la voz de Petula resonaba en su mente por encima de todas las demás, pensó Scarlet, es que había llegado el momento de dejar de pensar. Toda esta excavación emocional resultaba del todo impropia para una cabeza tan fría como la de Scarlet, de modo que antes de terminar poniendo en serio peligro su salud mental, respiró hondo y recordó lo que Damen había dicho, y no lo que ella había oído.
«Te… quiero… decir, ya sabes, que me encanta hablar contigo», habían sido sus exactas palabras la noche antes.
«Bueno, pues tampoco está taaaaaan mal, ¿no?», se reprendió Scarlet, avergonzada por su reciente viaje al mundo de las chaladuras.
«Pues me alegro de que no sea sólo por mi fama, mi cuerpo y mi dinero», recordó cómo había bromeado ella en un intento por quitarle hierro al asunto. Damen se rió un segundo, y entonces ella escuchó un clic, y luego silencio.
* * *
La hermana mayor de Scarlet no padecía esos conflictos interiores. El único dilema que tenía ese día era si firmar la asistencia a clase y luego largarse para hacerse la pedicura en el spa coreano o si pasar de todo y entregarse de lleno a la necesidad de cultivar su cuerpo. Se inclinaba más por la segunda opción, no sólo por irresponsabilidad sino más bien llevada por la más absoluta indiferencia. El instituto nunca le había interesado demasiado, excepto como un lugar donde hacer valer su superioridad, y ahora que la habían dejado atrás le importaba aún menos si cabe. El incidente del Baile de Otoño prácticamente había sido borrado de la memoria colectiva de Hawthorne High, pero a Petula todavía le estaban haciendo pagar por su crimen con una repetición involuntaria de curso. Pero no hay mal que por bien no venga, y, cómo no, supo explotar la situación a su favor.
Es más, repetir le había venido de perlas. Prefería con mucho ser un pez gordo en un estanque pequeño, y la perspectiva de empezar su escalada social otra vez desde abajo en alguna facultad no le resultaba nada atractiva. Lo cierto es que no era nadie fuera del instituto y lo sabía. Sus mejores amigas, las Wendys, alcanzando nuevas cotas de superficialidad, habían decidido repetir también, como si con su gesto homenajearan a Petula. Así que, a pesar del inconveniente, no es que las cosas hubiesen cambiado demasiado para ella.
Ese día la pedicura era un asunto de extrema urgencia. Se estaba engalanando para su gran cita con Josh Valence, un chico de último curso de Gorey High, el mayor rival de Hawthorne High. Josh era el capitán del equipo de fútbol americano, además de un buen partido, así que quería estar superperfecta de los pies a la cabeza. Pero ligarse al chaval no era todo, también la movía el deseo de venganza. Esperaba que el asunto llegara a oídos de Damen. Había perdido la final contra Gorey por los pelos, y aunque Damen no le había dado mayor importancia, Petula, siempre tan mezquina, estaba convencida de que él no podría soportar enterarse de que ella salía con Josh.
Cuando acabó con la parte del régimen de belleza del que podía ocuparse ella personalmente, se dio cuenta de que ya iba con retraso. Llegó cinco minutos tarde al centro de spa y comprobó lívida de espanto que, aun habiendo pedido una cita de urgencia la noche anterior, todavía tendría que esperar. Observó cómo pasaban los segundos, mientras de sus limpísimos poros brotaban gotitas de sudor que formaban perlas sobre sus cejas depiladas.
Aún tenía que pasarse por los rayos UVA, volver a casa, almorzar unos cuantos palitos de zanahoria, ducharse, secarse el pelo y plancharse el top-sujetador nuevo, por no hablar de recoger a Scarlet en el instituto, porque se había llevado su coche, y de mantener a las Wendys bien informadas por SMS acerca de cada uno de sus movimientos. Se estaba estresando un montón, aunque lo de «recoger a Scarlet» era uno de los puntos que menos la preocupaban de la agenda del día.
Llevaba nada menos que tres minutos esperando cuando por fin pudo ocupar su lugar en el trono de la pedicura, y la técnica de uñas empezó a frotar, rascar, lijar, masajear y cortar. Lo normal era que Petula pidiese un tratamiento ejecutivo y no se dignase a dirigirle la palabra a la esteticista. Pero ese día su impaciencia aumentaba por minutos y empezó a meterle prisa.
—Pero ¿qué haces? —espetó—. No quiero que me toques las cutículas.
La técnica en uñas la miró con una sonrisa y bajó de nuevo la vista para continuar con su trabajo. Petula pensó que no la había entendido.
—¿Tú no hablar inglés? ¡Mí No Gusta! —se quejó de mala manera empujándose las cutículas de los dedos como en una suerte de lenguaje de signos. La técnica volvió a asentir, con la mirada vacía esta vez, y Petula estalló—. Arre, arre —se burló instando a la técnica una vez más a que acelerara el paso, sus agitados pies salpicando a la chica de arriba abajo de agua sucia, escamas de piel seca, callos y roña.
Al comprobar que no se daba el debido cumplimiento a sus exigencias, Petula la abordó al más puro estilo Rocky 1.
—¡Que cortes! —rugió por fin, señalándose las uñas de los pies.
La chica procedía lo más rápido posible, aplicándose al máximo en el cumplimiento de las demandas de Petula, pero con los nervios y el tembleque de manos, se le fueron las tijeras sin querer y le hizo un corte en el dedo gordo.
Petula siguió gritándole a la chica a la vez que retransmitía la incompetencia de ésta a todo el spa, donde clientes y esteticistas empezaban a asomar la cabeza por la puerta de las salas de depilación para ver a qué venía tanto alboroto.
—Un momento, deje que le ponga un poco de alcohol —se disculpó la chica en un inglés perfecto, para mayor desesperación de Petula.
—Me parece que ya has hecho más que suficiente —ladró Petula—. ¡Y más vale que esto no deje CICATRIZ!
Petula recogió sus cosas de mala manera, salió a la calle cojeando con las chanclas de papel y los separadores de dedos de espuma todavía puestos y se metió en el coche.
Estaba que echaba chispas, pero tener que volver a casa en el abollado y rayado trasto viejo de Scarlet, forrado de adhesivos de grupos de música y emisoras de radio y con una rueda de repuesto sin tapacubos, era casi insoportable. Encima, el coche era negro, el color que menos le gustaba.
Petula solía ponerse un pañuelo en la cabeza, gafas extragrandes y hasta peluca, en algunas ocasiones, para que nadie la reconociese cuando lo conducía. El coche, más que nada, le recordaba a Scarlet, y ésa era razón más que suficiente para que lo odiase.
Al llegar al instituto, se detuvo junto a la acera y bajó el cristal de la ventanilla del copiloto tan pronto divisó a su hermana. Scarlet se sintió morir cuando escuchó el último CD de Fergie brotando a todo volumen de su reproductor último modelo, y se preparó para la batalla.
—Sube, Little Miss Misery —ordenó Petula cuando vio a Scarlet salir por la puerta.
En lo primero que reparó Scarlet fue en las chanclas de papel de Petula.
—Veo que has currado de lo lindo hoy, ¿eh? —dijo con sorna—. No puedes conducir con eso. No cuentan como calzado.
—Ay, qué penita, ¿ya estamos con la depre? —preguntó Petula destilando falsa aflicción—. Por tu culpa voy a llegar tarde a una cita superimportante.
Scarlet repasó para sí un millón de respuestas sugerentes, entre ellas cómo Petula era un grano en el culo de la sociedad, pero insólitamente lo dejó pasar. Se mordió la lengua y guardó silencio. El trayecto a casa se le hizo eterno, y eso que Petula lo recorrió en tiempo récord. El coche no se había detenido del todo cuando Scarlet abrió la puerta de par en par cual víctima de un secuestro y, literalmente, saltó al exterior. No es que se tirara y rodara por el suelo en plan película, pero casi.
—Tengo que arreglarme para el curro —chilló mientras corría hacia la puerta principal y subía como una exhalación las escaleras hasta su cuarto.
Petula entró detrás de ella con toda tranquilidad y se dio cuenta de que casi no le quedaba tiempo. Se arrancó los separadores de entre los dedos, embutió los pies en los taconazos de punta más sugerentes que encontró en el armario y se sentó a esperar a Josh en el banco de madera tallada de la entrada.
Al cabo de un rato llegó un coche, y Petula, agotada de tanto correr e insultar a técnicas de uñas, hizo esperar a Josh lo suficiente como para que le molestara, como por otra parte era su costumbre. Scarlet emergió de su habitación con los labios embadurnados en su inconfundible pintalabios rojo, una camiseta ceñida de The Slits y unos vaqueros negros muy apretados a juego con un ancho cinturón aborigen australiano vintage y bailarinas de leopardo.
—Anda, mira, pero si ya ha venido tu rollete —dijo Scarlet mientras cogía las llaves y salía de casa.
Petula esperó unos segundos más y luego descendió el paseo de entrada hasta la acera y se metió en el coche de Josh. Le dio un beso largo e íntimo, dijo hola, y salieron a toda velocidad. Acabaron en una fiesta en una de las residencias de Gorey High, donde los presentes o bien desconocían a Petula por completo o la odiaban a muerte. Allí, ella sólo conocía a Josh, y éste estaba demasiado ocupado disfrutando de los rutilantes efectos de su superpopularidad, marcándose solos en su guitarra invisible y bebiendo chupitos de vodka y Red Bull sin parar, como para hacerle caso a ella.
La expresión de Petula fue más que suficiente para indicarle a Josh que a ella no se la dejaba en un rincón con el resto de «ligues». Ni siquiera hacía el más mínimo esfuerzo por socializar con alguna de las chicas del Gorey. Josh se acercó hasta donde estaba para dedicarle algo de su tiempo, en persona.
—Ay, perdona, Petunia —dijo arrastrando la voz con afectada insinceridad.
Mientras charlaba con ella, no obstante, Josh estaba más pendiente de lo que ocurría a su alrededor que de la conversación, sus ojos escudriñando la multitud por encima del hombro de Petula para comprobar si alguna de las otras chicas se había puesto celosa o si había alguien más interesante con la que enrollarse. Esa actitud de caza y captura sacaba a Petula de sus casillas, más incluso que el que la llamaran por otro nombre.
—¿Qué? ¿Has acabado ya de frotar tu, esto, ego contra tus amigotes? —soltó Petula.
—Prefiero que me lo frotes tú —dijo Josh rodeándole con sus manos la cintura.
Petula veía moverse los labios de él, pero apenas podía oírle por encima del ruido circundante. Lo cierto era que, de repente, no se encontraba del todo bien. Toda esa charlatanería egocéntrica de Josh empezaba a darle náuseas.
Antes de que Josh pudiera soltar otra chorrada, Petula perdió el equilibrio y se abalanzó contra él. Estaba muy pálida, pero Josh malinterpretó el gesto y pensó que estaba a punto de apuntarse un tanto con la chica más solicitada de Hawthorne.
—Así me gusta —dijo con voz empalagosa.
—No me encuentro bien —dijo Petula con voz quejumbrosa pegando su cuerpo al de Josh en busca de apoyo.
—Oh, sí, claro que sí —le susurró Josh echándose hacia delante y agarrándola del culo—. Te encuentras estupendamente. ¿Nos vamos?
Petula apenas logró asentir con la cabeza y aún menos apartarle las manos de su trasero. Se separaron al instante, Josh levantando un victorioso pulgar a sus amigos babeantes a la vez que arrastraba a Petula detrás de él. Pensaba llevársela al Picadero, que en realidad era la cabaña de pesca que tenía su padre a unos ocho kilómetros de allí. El interior era una especie de clínica tercermundista, con una hilera de camas para acomodar al mayor número de parejas posible, aunque sin las mosquiteras. Por desgracia para Josh, no llegaron tan lejos.
Como a medio camino, Petula, que había sido embutida en el asiento del copiloto prácticamente inconsciente, se enderezó de golpe en el asiento y echó todo lo que había que echar encima del salpicadero, de Josh y de ella misma.
—Joder —soltó Josh repugnado, chorreando vómito—. No me extraña que Damen te dejara por tu hermana.
Petula no pudo oírle. Se había desmayado casi por completo. Josh dio media vuelta en mitad de la carretera y puso rumbo a casa de Petula a toda velocidad. Se detuvo con un frenazo delante de la casa, rodeó corriendo el coche hasta la puerta del copiloto, la abrió y sacó a Petula del interior. La arrastró unos cuantos metros y la dejó tirada como un apestoso montón de basura en medio del paseo de entrada, para luego volver a subirse al coche y salir de allí a todo trapo. Petula sintió cómo el frío asfalto, las piedrecillas y la arenilla se le clavaban en su perfil perfecto.
Entretanto, Scarlet, agotada tras una ajetreada noche en la cafetería y un tanto deprimida aún, cogió el coche y se fue para casa nada más salir del trabajo, ansiosa por comprobar si tenía algún correo electrónico de Damen. Aparcó en la calle y atravesó el césped hasta la puerta de entrada. Casualmente, se volvió para mirar hacia el paseo de entrada y creyó ver una enorme bolsa de basura.
—Malditos mapaches —murmuró, sintiéndose en la obligación de acercarse y recogerla.
Al aproximarse, descubrió que no era otra que Petula, que yacía sin conocimiento y despatarrada en el suelo. De haber sido cualquier otra noche, la habría dejado allí tirada para que durmiese la mona en la calle y así darle una lección. Ese día, por alguna razón, era diferente. Por odiosa que fuera, pensó Scarlet, Petula no habría permitido jamás que nadie la viera a ella en semejantes condiciones.
—Te has vuelto a pasar de rosca, ¿eh? —preguntó Scarlet, sacudiendo suavemente a su hermana.
No obtuvo respuesta.
—Petula, despierta —dijo elevando la voz aunque con menos rencor.
En ese mismo instante, el teléfono de Petula empezó a sonar, pero ella no respondió. Conociendo como conocía a su hermana y su enfermiza nomofobia, tan aterrada siempre de separarse del teléfono móvil, Scarlet supo que allí pasaba algo.
Encendió su Bic y se arrodilló para observarla de cerca. Scarlet se quedó horrorizada. Petula tenía los ojos semiabiertos y dilatados, y apenas respiraba. Estaba cubierta de sudor y olía a vómito. Luego le tocó la cara: estaba ardiendo. Cogió a su hermana por los hombros y le dio media vuelta, de forma que ésta quedó boca arriba.
—¡Petula! —gritó, una y otra vez, ahora ya con un ataque de pánico de manual. Pero siguió sin obtener una respuesta.
Scarlet recostó a Petula sobre sus rodillas y empezó a mecer su cabeza, rebuscó en el bolsillo de su abrigo vintage negro con cuello de astracán y marcó el 911.