Petula despertó lentamente. Creyó haber oído una voz masculina que la llamaba, pero al abrir los ojos estaba completamente sola. Su cabeza descansaba sobre una almohada y se llevó la mano a la cara, para comprobar si la grava había dejado su impronta en la mejilla. Era lo último que recordaba antes de haberse quedado dormida. Esperaba, si Dios quiere, no tener que lidiar con un montón de feas marcas justo antes del Baile de Bienvenida, sobre todo después del dineral invertido en tratamientos semanales de dermabrasión y rellenadores de colágeno. Medio atontada todavía, guiñó los ojos varias veces para sacarse el sueño, bajó la mirada y pasó a evaluarse como hacía a diario, sólo para comprobar que continuaba con el mismo cuerpazo que el día anterior.

No reconoció el fino blusón de polialgodón que la arrebujaba, pero no le sentaba nada mal. Realzaba los mejores rasgos de su cuerpo, en particular el culo, que quedaba prácticamente al aire. En lo que la gente no se fijaba, principalmente debido a la belleza de su rostro y a la perfección de sus pechos, que atraían los ojos hacia arriba, era en que era corta de tronco. Pero aquella graciosa prenda que llevaba tapaba ese contratiempo anatómico menor y remarcaba lo que tenía que remarcar: sus piernas, que se prolongaban vertiginosamente —hasta los pies, claro—. Sus pies. La fuente del drama del día anterior de pronto arrasó sus pensamientos.

—Zorra —dijo, guiñando los ojos durante un segundo para fijar la vista en los dedos de sus pies y la pedicura inacabada.

Tras dedicar este pequeño improperio a la técnica de uñas, Petula se despertó del todo, o lo suficiente, al menos, para caer en la cuenta de que no estaba en su cama. Ni en casa, ya puestos. Se incorporó, miró a su alrededor y descolgó las piernas por el lateral de la cama, que ahora pudo reconocer como una cama de hospital gracias a su voluntariado-obligatorio en un geriátrico.

—¿Qué hice o con quién me lo hice anoche? —se preguntó, más con curiosidad que con temor.

No pudo recordar mucho de la cita con Josh, pero lo poco que sí recordaba no merecía el gasto de neuronas que le había costado traerlo a la memoria. Se acordó, de pronto, de que se había mareado y vomitado. Sobrecogida ante tan inapropiado comportamiento en público, se autoconvenció de que él debía de haberle puesto alguna clase de droga para violaciones.

«Pervertido», pensó.

Se acercó al borde de la cama, hasta que sus pies tocaron el suelo, y al hacerlo sintió un pinchazo. No es que se le pudiera llamar dolor, exactamente, pero sí era lo bastante desagradable como para notarlo. Cojeando un poco, cruzó la habitación vacía hasta la puerta y salió al pasillo.

—¿Hay alguien? —gritó Petula, y el eco de su voz resonó levemente desde el fondo del pasillo—. ¿Eo? ¿Eo? ¡Eo!

Por último, llamó —¿Hola[5]?— con cierto desprecio. No hubo respuesta.

Se acercó renqueando al control de enfermeras, el cual encontró también desierto.

—¡No cabe duda de que este país necesita una reforma del sistema sanitario! —gruñó.

Pasillo adelante vio una fría luz blanca que salía de una oficina.

—Gracias a Dios —dijo Petula aliviada, y se encaminó hacia el resplandor.

Al llegar a la altura de la puerta trató de mirar al interior, pero la luz brotaba desde la oficina al pasillo en penumbra con tal intensidad que le dañaba la vista. Molesta pero sin darse por vencida, Petula abrió la puerta de un empujón y pasó dentro haciendo alarde de su característico mal humor.

—¿Hola? —llamó Petula con voz repelente—. Vengo a que me den el alta.

Su saludo rebotó contra las paredes, el techo y el suelo. La oficina estaban tan desierta como los pasillos y su habitación de hospital. Pero no es sólo que no hubiera nadie, es que tampoco había nada. Ni revistas, ni folletos informativos ni documentos administrativos de ninguna clase. El lugar estaba tan desnudo como su trasero, con la salvedad de una mesa con una campanilla, una silla al fondo de la habitación y un banco que recorría la pared lateral bajo las ventanas. En la puerta del fondo se podía leer en un cartel SÓLO PERSONAL AUTORIZADO.

—¡Eh! —volvió a gritar, tocando repetidas veces la campanilla de la mesa—. De verdad, hoy no tengo tiempo para esto.

Petula no estaba acostumbrada a esperar ni a que no la atendieran al instante. Dio media vuelta para salir por donde había entrado y reparó en otro cartel que colgaba del pomo de la puerta.

SU TIEMPO ES IMPORTANTE PARA NOSOTROS, leyó. SI NO HA SIDO ATENDIDO EN —MINUTOS, ROGAMOS LO NOTIFIQUE EN RECEPCIÓN.

El número de minutos que debía esperar no aparecía especificado en una de esas pequeñas esferas de reloj con manillas de plástico. No obstante, la reconfortó saber que alguien atendía la sala y que más pronto que tarde podría reanudar su agenda del día.

«Buena señal», pensó Petula, que no pretendía hacer un juego de palabras.

Algo más tranquila se dirigió al banco y tomó asiento. Tan pronto su piel entró en contacto con la madera, sintió un ligero escalofrío, por primera vez. Tiró del camisón de hospital hacia abajo cuanto éste daba de sí, cubriéndose las rodillas, por insólito que esto fuera en ella, y cruzó los brazos sobre el pecho para mantener el frío a raya.

—Y luego dicen del calentamiento global —teorizó.

Al cabo de un rato, no obstante, la falta de compañía se tornó en un tema mucho más apremiante que el frío. La soledad, por breve que ésta fuera, no le sentaba bien a Petula, y ella se conocía lo suficiente como para estar al tanto. No es que fuese muy dada a la introspección ni en el mejor de los momentos, y el de ahora no lo era ni mucho menos.

A pesar del rotundo desdén que manifestaba hacia el público en general, Petula necesitaba a la gente más de lo que jamás se hubiera atrevido a reconocer. No es que se desviviera por interactuar con las personas, por dar algo de sí misma. Necesitaba su atención, su idolatría, su odio y su envidia incluso. Las grandes muchedumbres de admiradores sin rostro se contaban entre sus cosas predilectas. Una sonrisa y un saludo mecánicos eran más que suficientes para calmar a su multitud de adoradores.

Petula se llevó la mano a la altura de la cara y, estirando el brazo cuan largo era, examinó su manicura de esmalte transparente, tan expertamente acabada, a diferencia de su trágica pedicura. Reparó en su imagen reflejada en las uñas y decidió emplear ese tiempo de forma constructiva practicando poses. Separó los dedos al máximo para obtener el mayor número posible de ángulos, consiguiendo una perspectiva un tanto distinta de sí misma en cada uno de ellos. No es que fuera el espejo de cuerpo entero de su dormitorio, pero dadas las circunstancias más valía eso que nada.

—Instantánea glamour —dijo volviendo con brusquedad el perfil hacia su mano extendida, a la vez que apoyaba la otra mano firmemente en la cintura, con el codo doblado hacia fuera—. Instantánea reacción —se llevó una mano a la mejilla, redondeó los labios y arrojó una expresión de sorprendida inocencia que parecía decir «¿quién?, ¿yo?».

Llegó a practicar incluso la pose modesta y lacrimógena que requeriría, sin duda, su más que cantada coronación como reina del Baile de Bienvenida. Después de la humillación que había tenido que soportar el año previo en el Baile de Otoño, esa coronación, delante de todo el instituto, sería una dulce venganza. Una vuelta a las formas. Prueba de que las cosas estaban donde debían estar. El Baile de Otoño era todo un evento, desde luego, pero ¡éste era el Baile de Bienvenida! El recuerdo de la pequeña «crisis psicótica» que sufriera entonces pasaría a la historia tan pronto colocaran la corona sobre su dorada cabellera, que era el lugar que le correspondía, al menos según ella.

—Lo que no mata… —filosofó golpeando el pie contra el suelo para mayor efecto—. ¡Ayyyyyyy!

El dolor ascendió por su pierna antes de que pudiera rematar su sentencia estimulante. La sacó de su sesión fotográfica y coronación imaginarias y la devolvió a una realidad decididamente menos glamurosa. Ahora notó también que el ambiente era cada vez más frío, y empezó a removerse en su asiento con impaciencia.

Justo en ese momento, la puerta principal de la oficina se entreabrió muy despacio.

—Joder, ya era hora —vociferó Petula, sintiéndose más aliviada que nunca por la compañía.

La puerta de la oficina se abrió por completo, pero Petula seguía sin ver quién era el que entraba. Pensó que quienquiera que fuese debía de sufrir algún tipo de discapacidad vertical o algo, porque no se veía la cabeza a través de la ventanilla de la parte superior de la puerta.

—Menuda suerte —se quejó Petula—, voy a tardar siglos en salir de aquí.

Vio entrar una pierna, vacilante. Sin duda pertenecía a una persona bajita. Pero era una niña. Asomó la cabeza con cautela, mirando primero a un lado y luego al otro antes de entrar, tal y como le habrían enseñado que tenía que hacer antes de cruzar la calle.

—¿Dónde estoy? —preguntó la niña, franqueando la entrada del todo y dejando que la puerta se cerrara poco a poco a su espalda.

Viniendo de una persona tan pequeña, pensó Petula, era toda una pregunta, y ella no tenía ni la más remota idea de cómo responderla correctamente por el momento.

—¿Y tú eres…? —preguntó Petula con recelo a la confundida niña.

—Me llamo Virginia Johnson —contestó la niña, igual de recelosa—. ¿Y tú cómo te llamas?

Petula permaneció muda de asombro durante un segundo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tuvo que presentarse a alguien, pero el momento era tan bueno como cualquier otro para hacer una excepción.

Yo soy Petula Kensington —anunció de forma arrogante, con un tono que uno o dos siglos antes habría garantizado una referencia—. Encantada de conocerme.

Éste era su modus operandi habitual cuando estaba nerviosa. Actúa con superioridad y confianza, y doblegarás a los más débiles, a los más inseguros. El hecho de que empleara esta táctica con una niña no era sino una señal de lo mucho que empezaba a agobiarle todo aquello.

—Deja que adivine —dijo Virginia mirando a Petula de arriba abajo—, eres animadora.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Petula muy orgullosa.

—Por los humos y… —soltó Virginia, ladeando levemente el cuello para obtener una mejor vista lateral del camisón abierto de Petula—… ese culo gordo.

Petula no se esperaba algo así de una niña de aspecto tan inocente. Su primera reacción fue la de sentirse ofendida y contraatacar, pero en su lugar se paró los pies, se diría que seducida por las agallas de Virginia. La impertinencia de la niña también hizo que se acordara de Scarlet, y de todos aquellos largos viajes en coche que habían compartido juntas en las vacaciones de verano, antes del divorcio.

No había vuelto a acordarse de aquellos tiempos desde hacía mucho. Por entonces se pasaban casi todo el día peleándose, sí, aunque no el día entero. También se divertían juntas. Cantando a todo pulmón hasta quedarse roncas, jugando a veo-veo hasta que les dolían los ojos —porque una y otra encontraban cosas que la otra nunca veía— y valiéndose de la excusa de estar espantando mosquitos para darse tortas sin que las castigasen, juego este que solía acabar en una acalorada «muerte súbita».

Evidentemente, competían en todo, y Petula salía victoriosa casi siempre. Si amanecía con más picaduras, le decía a Scarlet que eso era porque «ni siquiera los mosquitos podían resistirse a sus encantos». Petula era astuta y le gustaba ganar. Scarlet siempre fue la más fuerte de las dos. Nunca se lo había dicho, pero a Petula le maravillaba la capacidad de aguante de su hermana, cómo soportaba las derrotas y, aun así, volvía a por más.

Petula sonrió a la niña que veía en su mente al igual que a la niña que tenía delante de ella.

—¿Te parece gracioso? —la pinchó Virginia.

—¿Qué? —dijo Petula distraídamente antes de recomponerse—. Oh, ah… no, es sólo que me has recordado a alguien, nada más.

* * *

Acabadas las compras, las Wendys volvieron al hospital de Petula, se diría que para acompañar a la enferma, o para ser más exactos, rondar a la víctima, y para su sorpresa se encontraron a Scarlet, que yacía igualmente exánime en la cama de al lado. La doctora Patrick estaba en la habitación, haciendo la visita nocturna. Por todas partes había evidencias de la conmoción: el lugar estaba sembrado de tubos, jeringuillas, esparadrapo, gasas y monitores de todo tipo, restos de la batalla del equipo de cardiología por estabilizar a Scarlet. En vez de consternación, las Wendys sólo pudieron sentir desprecio hacia Scarlet.

—¿Es que por fin ha visto la luz y ha intentado suicidarse? —dijo Wendy Anderson con desdén.

—Míralas —dijo Wendy Thomas ante la visión de Scarlet tumbada en una cama junto a Petula—. El botín y la bestia.

—¡Qué poca personalidad! —espetó Wendy Anderson.

—Ya ves —corroboró Wendy Thomas fríamente—, no solo le quita el novio sino que va y también le roba el protagonismo de su coma.

Las dos chicas se volvieron de repente cuando Damen entró en la habitación. Estaba hecho un cromo, arrugado, desaliñado, con los ojos enrojecidos, y parecía cansado y preocupado. Las Wendys, que nunca le habían perdonado que prefiriera a Scarlet en vez de a Petula —o a alguna de ellas dos ya que estaban—, saborearon la oportunidad de patearle ahora que le veían en horas bajas. Él las ignoró y fue a sentarse entre las dos camas.

—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó Wendy Thomas, más furiosa que preocupada.

Damen no se molestó en responder. Sabía que si se dejaba succionar, acabaría atrapado en esa interminable rueda de hámster sin sentido que era el proceso de pensamiento de las Wendys.

—Cabe la posibilidad de que Scarlet haya caído en un coma autoinducido, propiciado por un estrés extremo —dijo la doctora Patrick—. Podría ser psicosomático.

—Yo más bien la llamaría psicópata —agregó Wendy Thomas.

—A veces es difícil soportar ver a la hermana que quieres tumbada ahí, medio muerta —dijo la doctora Patrick.

Wendy Anderson no pudo aguantarse la carcajada, y el Red Bull que se estaba tomando le salió disparado por la nariz. La idea de que Petula pudiera significar tanto para Scarlet era más de lo que sus mentes podían procesar. No obstante, lograron recuperar la compostura cuando la señora K, quien durante todo este tiempo había estado acariciando como ausente el vestido del Baile de Bienvenida de Scarlet, les lanzó una mirada asesina.

En ese preciso instante, saltó la alarma del monitor cardiorrespiratorio de Scarlet, que ahora mostraba claros signos de estar sufriendo alguna clase de crisis aguda.

—Salgan todos —ordenó la doctora Patrick a la vez que pulsaba el botón de aviso para el equipo de reanimación—. ¡Enseguida!