Por mucho que hubiese experimentado un desarrollo personal en su regreso a Hawthorne, Charlotte seguía sintiéndose sola mientras remontaba penosamente la boscosa ladera. Sabía que había hecho lo correcto al dejar atrás a Damen y Petula, y los sueños de su infancia, pero aún sentía el mismo vacío en su interior. Podía no ser más que el temor a enfrentarse a Markov lo que la inquietaba. Después de todo, todavía iba a tener que dar un montón de explicaciones. Había puesto en peligro las vidas de otros. Mentido, abandonado el complejo, faltado al trabajo. Todo y más. Las cosas podrían haber acabado muy mal. Sólo le quedaba esperar que Pam y Prue le hubiesen allanado el camino, aunque fuera un poco.

Pero tampoco se restó méritos por sus logros, algo del todo impropio en ella. Todos estaban donde debían estar. Se había deshecho de Maddy, y al ayudar a Scarlet a ayudar a Petula, había puesto en contacto a Virginia con su clase de Muertología. Ya no tardarían mucho en cruzar al otro lado, era sólo cuestión de tiempo. Y comoquiera que había trabajado tanto, pensó que tal vez podía alegar ante Markov que se había ausentado por encontrarse de viaje de negocios. Con todo, si tenía que pagar, aceptaría el castigo estoicamente.

—Me alegra tenerte de vuelta —dijo el señor Markov con un ademán cuando Charlotte pasó a su lado de regreso a su mesa.

—Me alegra estar de vuelta.

Todo seguía igual, salvo que ahora Maddy no estaba. Su teléfono había sido desconectado, y el cable, enrollado varias vueltas alrededor de éste por si acaso.

Sus compañeros parecían muy ocupados, y Charlotte pasó de largo con paso abatido y cabizbaja, sintiéndose incapaz de mirarlos a los ojos, al menos por el momento. Cuando llegó a su mesa, reparó en que Pam y Prue no estaban atendiendo llamadas. Recogían sus cosas.

La idea de que pudiesen abandonarla otra vez la paralizó, ése era el precio que debía pagar por haber echado a perder su segunda oportunidad.

—¡Usher! —escuchó que la llamaba una voz conocida—. ¡Quiero verte en mi despacho!

Hizo de tripas corazón, se aclaró la garganta y dirigió sus pasos lentamente hacia la oficina del señor Markov, fuente de la voz.

Cuando por fin consiguió armarse de valor, entró y vio la figura de un hombre apostado junto a la ventana, de espaldas a ella. El hombre se volvió y ella reconoció su rostro al instante.

—¡Profesor Brain!

—Charlotte —dijo el profesor Brain cariñosamente e igual de contento de verla a ella.

—¿Dónde ha estado? ¿Qué hace aquí?

—He estado justo ahí —respondió con severidad, a la vez que señalaba a la diminuta cámara que se cernía sobre Charlotte en la plataforma.

—No entiendo.

—Te he estado observando todo este tiempo.

Charlotte hundió la cabeza, humillada. Era demasiado bochornoso contemplar la sola idea de que Brain hubiese estado observándola todo ese tiempo, después de todo lo que había pasado.

—Se te puso a prueba —reconoció Brain—, pero no fallaste.

—¿Ah, no? —se preguntó Charlotte, completamente confundida—. Pero fue tan grande la tentación que casi…

—Recuerda que ya hablamos una vez sobre las buenas y malas consecuencias, y de cómo éstas son el resultado de las decisiones que toma cada uno y de sus actos, no de sus intenciones.

—¿Y a quién he ayudado yo con mis decisiones? —preguntó Charlotte displicentemente—. Ni siquiera he recibido una maldita llamada.

—Scarlet fue tu llamada. Era la que más te necesitaba.

—Casi lo pierde todo por mi culpa. Su hermana, su novio, su vida incluso.

—Todo lo contrario, le has devuelto todas esas cosas.

—Pero en ningún momento he hecho caso de lo que se me decía —dijo Charlotte argumentando en su contra—. He hecho lo que he querido, no lo que me pedían que hiciera, lo que todos pensaban que debía hacer.

—Exacto —contestó Brain.

—No hice lo que usted me dijo que hiciera —remarcó Charlotte avergonzada.

—Has hecho lo que te dictaba el corazón —la halagó Brain—. Es lo que hacen los líderes, y no los seguidores.

Charlotte no acababa de entender adónde quería ir a parar Brain. Todo aquello sonaba como si la Otra Vida fuese una especie de monumental sesión de psicoterapia. Empezaba a sentirse como si necesitara tomarse un día libre para aclararse las ideas.

—¿Acaso el único objetivo de cruzar al otro lado era ayudar a los demás? —sondeó a Brain, frustrada—. ¿Y qué pasa conmigo?

—A veces una buena obra es en sí su propia recompensa, Charlotte. A veces eso es todo y nada más.

—Pues el que llamó a esto la recompensa final debía de estar colgado —bromeó Charlotte.

—He dicho a veces, Charlotte. No siempre.

Lo cierto es que Charlotte había dejado de escucharle. Se fue hacia Brain, para abrazarle, para agradecerle que no la castigase y prometerle que no volvería a pasar nada por el estilo.

Al acercarse a él, el profesor Brain la invitó a que la acompañara al despacho del fondo.

—Charlotte, te has estado preocupando por todos. Ahora es el momento de que te ocupes de ti.

Charlotte entró en el despacho y vio a una pareja allí sentada.

—Han estado esperando para verte mucho tiempo —dijo el profesor Brain—. Más de quince años, para ser precisos.

—Hola, cielo —dijo la mujer con una voz que le resultó inquietantemente familiar.

La pareja se levantó expectante, y Charlotte corrió a su encuentro. Se abrazaron como si quisieran fundirse en uno.

El corazón de Charlotte, el corazón que durante tanto tiempo había estado buscando el amor, empezó a latir. Y se dio cuenta de que había echado de menos un lugar desconocido para ella, hasta ahora.

—Charlotte —empezó Brain—, éstos son tus padres.

—Lo sé —respondió Charlotte.

¿Fin?