Las Wendys avanzaron de puntillas por el pasillo del hospital buscando la salida más rápida, y menos obvia. Deambular por el hospital con aquellos trajes tan ajustados y zapatos de tacón no es que fuera precisamente el más discreto de los medios de transporte, pero no había más remedio. Necesitaban salir del hospital y estar en Hawthorne ya mismo, de modo que ocultarse a plena vista les pareció una sabia estrategia.

—Damen se va a poner como un energúmeno —susurró Wendy Thomas.

—¿Y qué? Yo por él no me pierdo el Baile de Bienvenida.

—Ya, y tampoco es que se lo haya pensado dos veces antes de dejar a la Muñeca Zombie ahí sola.

En ese momento, la afligida pareja joven que Damen había visto antes emergió de otra habitación situada algo más adelante en el pasillo, la madre con un precioso lazo en las manos, que cayó al suelo sin que ella lo advirtiera debido a su consternación. Mientras la mujer lloraba convulsivamente, abrazando a su marido y agarrándose a él en busca de apoyo, la enfermera del control les señaló la dirección de la capilla.

—Rezamos por ella —dijo la enfermera jefe, tratando de consolarles como fuera—. Lo siento.

—Yo también —dijo Wendy Anderson muy compungida sin perder ripio.

—Qué mona —añadió Wendy Thomas con inusitada sinceridad.

Habiéndose felicitado mutuamente por esta momentánea muestra de compasión, las chicas desviaron su atención a otros asuntos de mayor trascendencia.

—El lazo —señaló Wendy Anderson con voz envidiosa—. No debería estar ahí tirado de mala manera.

—No, desde luego que no —dijo Wendy Thomas completamente de acuerdo.

—Me irá perfecto con el vestido —continuó Wendy Anderson—. Ese azul seguro que me resalta los ojos.

Las Wendys escudriñaron el lazo, se lo pensaron y decidieron que robarlo no iba a ser tarea fácil. Una sala de observación en el hospital de Hawthorne no era, después de todo, el probador de Bloomingdale’s. Pero, conforme la desolada pareja dirigía sus pasos lentamente hacia la capilla, las Wendys movieron ficha.

—El desecho de una chica… —empezó Wendy Anderson.

—… es el accesorio vintage de otra —remató Wendy Thomas, y enganchando el trofeo con la afilada punta de su zapato, lo lanzó al aire hacia Wendy Anderson, que lo interceptó con una destreza espectacular, perfeccionada a lo largo del tiempo en más de una liquidación de muestrario en el centro de la ciudad.

* * *

Las candidatas del Baile de Bienvenida empezaban a ocupar sus puestos en las carrozas mientras las madres de los alumnos de Hawthorne y sus hijas pequeñas aguardaban detrás de las vallas con la esperanza de conseguir instantáneas de sus reinas en ciernes con un miembro de la corte real. Las «carrozas» eran, para ser más exactos, coches decorados con esculturas de papel maché, serpentinas de papel higiénico tintado y cartón, pero el cuerpo estudiantil de Hawthorne y sus antiguos alumnos no tenían reparo en dejar de lado su sentido crítico. Aquél era su particular desfile del Torneo de las Rosas[13], por mucho que a ojos de los menos imaginativos no fuera más que una especie de ridículo derbi de coches de juguete en un camping de caravanas cutre.

La candidata efepé, una técnica de peluquería, había remodelado su Ford Pinto en forma de secador de pelo. Era ya tradición que cada año todos los «efepés» hicieran piña en torno una de los suyos, contra viento y marea, e intentaran colarla con sus votos en la corte del Baile de Bienvenida. Estaban habituados a ser los últimos, de modo que su sola presencia allí constituía para ellos un triunfo anual.

Luego estaba la candidata guarra cuya carroza era más digna del escaparate de la tienda local de Victoria’s Secret. A nadie le sorprendió que su acompañante fuese Josh Valence. Él y su alma máter suscitaban entre los alumnos de Hawthorne el más hondo desprecio, cosa que a él no le importaba ni lo más mínimo. Siempre estaba dispuesto a chulearse delante de una multitud, aun delante de una que le odiase.

Damen lanzó una mirada asesina a la pareja, y a Josh en particular. En el fondo, toda la historia esta de Petula era culpa suya. «Pero ¿quién deja tirada a una chica hecha polvo en el camino de entrada a su casa y se pira?», pensó Damen. Petula tampoco es que fuese una santa, pero a su lado parecía la Madre Teresa.

Las Wendys no tenían carroza, sólo unos rutilantes descapotables deportivos de color rojo caramelo, que de momento se veían desocupados. Eran de un buen gusto sorprendente, pero tan parecidos el uno al otro, que sólo se podía deducir que pretendían dividir deliberadamente el voto, para así garantizarle a Petula el primer puesto en el recuento final.

Petula había optado también por el enfoque discreto, exceptuando el color rosa chillón de su Corvette. No le gustaba que nada ni nadie la eclipsase, ni siquiera su propia carroza, de modo que el tono de la pintura del coche había sido meticulosamente combinado con su vestido.

Damen sentó a Petula sobre el respaldo del asiento trasero del descapotable y se colocó a su lado, sonriendo a la muchedumbre mientras la sujetaba como un ventrílocuo a su marioneta. La agarró del codo y, elevándolo, flexionó el brazo adelante y atrás, a modo de saludo. Empezó a sudar un poco a la vez que un sentimiento de pavor auténtico empezó a arrugar la sonrisa falsa que se había fabricado para él.

¿Y si Petula moría en el campo de batalla? El responsable sería él y seguramente lo acusarían de secuestro y asesinato. En segundo grado, como mínimo. Caso cerrado. Podía contar con que las Wendys llegarían a un acuerdo para testificar en su contra, aunque se le ocurrió que tampoco les habría importado verse citadas en los periódicos como elementos «accesorios» del delito. Y él lo perdería todo: su libertad, su futuro, y lo más importante de todo, a Scarlet.

Se imaginó protagonizando uno de esos reportajes especiales de los programas informativos en los que retratan criminales y donde exhortan al telespectador a preguntarle a su televisor: «¿Qué clase de persona sería capaz de hacer algo así?». A pesar de la crisis autorrecriminatoria, ya no había marcha atrás. Le hizo una señal al chófer para indicarle que estaban listos, y arrancó la procesión. El coche de Petula era el último de la caravana.

Charlotte y Maddy se colaron en el asiento de atrás y miraron a la pareja.

—¿Por qué no te subes ahí con ellos? —sugirió Maddy—. Mira a toda esa gente.

Charlotte no había visto nunca a Maddy tan embelesada, algo del todo sorprendente puesto que no la consideraba una persona en exceso sociable ni del tipo sentimentaloide capaz de llegar al éxtasis con un desfile de Baile de Bienvenida.

—Puede ser divertido —dijo Charlotte, tratando en vano de disimular las ganas.

Sentarse en lo alto del respaldo del asiento trasero con ellos fue toda una experiencia. Los gritos de la muchedumbre, los motores tuneados rugiendo, los cláxones pitando, la música atronadora, todo era escandaloso y alegre. Era emocionante.

Damen procedió a mover el brazo de Petula en uno de esos típicos saludos que agradan a la multitud y fijó en su propio rostro una enorme sonrisa permanente. Mientras los coches daban vueltas por la pista, Charlotte se sintió abrumada por los gritos de ánimo y los piropos que les lanzaban desde las gradas. No le hizo falta imaginarse lo que sería estar en aquel coche, junto a Damen. Estaba allí. Ahora.

Charlotte ya no podía oír la voz de su conciencia. La única voz que parecía llegarle a través del griterío ensordecedor era la de Maddy.

—Es tan increíble lo que está haciendo por ella. Debe de estar verdaderamente enamorado de Petula.

—Lo estuvo una vez —corroboró Charlotte—. Pero pensaba que eso ya era historia.

—Tú puedes frenar todo esto, Charlotte. Puedes haceros regresar a Petula y a ti.

Cada chica era presentada por los altavoces y aplaudida educadamente por el público conforme su coche se aproximaba a la tribuna, pero la multitud estalló extasiada cuando el coche de Petula llegó a la altura de las gradas. Charlotte disfrutó del baño de multitudes mientras Petula era presentada con la lectura de su minibiografía —Petula la había escrito de su puño y letra para la ocasión— por sistema de megafonía:

PETULA KENSINGTON ES ALUMNA DE ÚLTIMO CURSO DE HAWTHORNE HIGH.

LE GUSTAN: LOS CHIGUAGUAS, LA DEPILACIÓN BRASILEÑA Y LAS HAMBURGUESAS VEGETARIANAS CON PAN INTEGRAL DE QUINCE CEREALES.

NO LE GUSTAN: LA NEGATIVIDAD Y LOS COLORES MARRÓN Y NEGRO, SOBRE TODO CUANDO SE COMBINAN JUNTOS.

ES LA CAPITANA INTERINA DEL EQUIPO DE ANIMADORAS, QUE BAJO SU LIDERAZGO GANÓ EL PRESTIGIOSO GALARDÓN TRIESTATAL AL ENTUSIASMO. HA COMPLETADO ADEMÁS UN AÑO DE SERVICIO A LA COMUNIDAD CON GARBO Y DIGNIDAD, ARREMANGÁNDOSE TRES CUARTOS Y AYUDANDO AL PRÓJIMO SIRVIENDO CAFÉ Y LIMPIANDO MESAS. HA CAMBIADO LA ACTITUD DE LA GENTE HACIA LOS VOLUNTARIOS, ERRADICANDO LOS PREJUICIOS AL SERVIR LAS TAZAS DE UNA EN UNA. A LA SEÑORITA KENSINGTON PROYECTA EMPLEAR LA CORONA Y SU TÍTULO PARA DEVOLVER LA ESPERANZA A LA COMUNIDAD Y LANZAR SU PROPIA COLECCIÓN DE ROPA, QUE, DE TENER ÉXITO, SE AMPLIARÍA CON MUÑECAS A SU SEMEJANZA.

La masa de fans de Petula gritaba enfebrecida, ahogando a los contingentes de la candidata efepé y la candidata guarra tal y como se esperaba, y Charlotte empezaba a sentirse igual de incapaz de controlarse. Para Petula, eran momentos como éste los que daban razón a su existencia, para los que vivía y hacía planes. Momentos tan intensos, tan irracionalmente gratificantes para el ego, que hasta eran capaces de arrancar a una chica moribunda del borde del abismo, y con suerte, eso esperaba Damen, traer con ella de regreso a su hermana.

—Es ahora o nunca —le gritó Damen a Petula en el oído, lo suficientemente alto como para que Maddy y Charlotte le oyeran.

Todo lo que Charlotte había deseado siempre estaba allí delante, a su alcance. Sus ojos se encontraron con los de Maddy y detectó en ellos un destello, un regocijo y un placer aterrador desconocidos.

—Ha llegado tu hora, Charlotte —la espoleó Maddy con mayor insistencia si cabe—. Ya le has oído, es ahora o nunca.

Charlotte miró a Damen y Petula y de nuevo a Maddy, completamente confundida.

—Pero ¿y qué pasa con Scarlet? —preguntó con un hilo de voz.

—Vas a hacerles un favor a todos —la apremió Maddy—. Hazlo. ¡Ahora!

Los aplausos, los gritos, los acelerados motores de los coches, las luces, todas las señales parecían confirmar las palabras de Maddy. La multitud quería que Petula regresase, y Scarlet, y por lo visto hasta Damen la quería de vuelta. Y ella era la única que tenía en su mano hacer que sucediera.

Alargó el brazo lentamente hacia Petula y apoyó la mano cerca de su corazón.

* * *

—Charlotte —la llamó una voz desesperada desde el otro extremo del campo de fútbol.

—¡Scarlet! —gritó Charlotte, que se quedó estupefacta al ver a su amiga corriendo hacia ella.

En un primer momento no estuvo demasiado segura de si Scarlet estaba furiosa con ella o con Damen, pero conforme se acercaba, con Pam y Prue, más claro le iba quedando.

—¿Qué estás haciendo? —gritó.

El horror estampado en el rostro de Scarlet y la decepción de los rostros de Prue y Pam eran más de lo que podía soportar. Charlotte se quedó sin habla. Maddy, ni mucho menos alterada por la aparición de la pandilla, salió en su defensa.

—A lo mejor deberías ocuparte un poco más de tus asuntos, ¿no crees? —le advirtió Maddy señalando el brazo con el que Damen tenía a Petula cogida por la cintura.

Scarlet levantó la vista y no le hizo ninguna gracia ver a Damen tan cerca de Petula.

—Esto… no es lo que parece —tartamudeó Charlotte—. No soy una puta asaltadora de cuerpos.

—Es verdad —intervino Prue, aclarándoselo a Scarlet—. No lo es.

—Ella sí —Pam se giró y señaló a Maddy con un dedo acusador.

Maddy se limitó a sonreír mientras las chicas la miraban con ojos asesinos. Charlotte no dijo palabra.

—Pues vas a necesitar algo más que suerte para demostrarlo —se rió Maddy—. No era yo la que estaba sentada ahí arriba, asediando a Petula como un tiburón para conseguir a Damen.

—Pero tú me has dicho que lo hiciera —le dijo Charlotte a Maddy—. Yo sólo lo iba a hacer para ayudar a…

Charlotte no sonó demasiado convincente al grupo que la rodeaba porque ni ella misma estaba segura ya de cuáles eran realmente sus motivos.

—Sólo quería hacer lo correcto —farfulló Charlotte.

—¿Para quién? —la reprendió Scarlet—. ¿Para ti o para mí?

—Oye, que no fue ella quien corrió a llamar a tu puerta —dijo Maddy, jugando a dos bandas.

—No me vengas con ésas —atajó Scarlet recorriendo con la vista el campo—. Charlotte quería todo… esto.

—Para el carro —la interrumpió Pam—. Maddy es la que ha estado tramando esto desde el principio.

—Venga ya —argumentó Maddy en su defensa—. Charlotte ya es mayorcita. No me eches a mí la culpa de sus decisiones.

Pero Pam no estaba especulando solamente. Le hizo un gesto a Prue indicándole que había llegado el momento de decir lo que sabían.

—Recibí una llamada —le dijo Prue a Maddy de manera insidiosa— de una conocida tuya justo después de que Charlotte llamase para decir que estaba enferma.

Charlotte encogió un tanto los hombros, reconociendo en silencio lo ridículo que era que una chica muerta se saltara el trabajo con la excusa de que estaba enferma.

—La llamada de una joven y prometedora estrella con un complejo de culpa casi suicida —continuó Pam— porque su amiga, Matilda, había muerto misteriosamente cuando ambas competían por un papel que las catapultaría a la fama.

—Por lo visto, Maddy, que es como la llamaban, era una niña estrella venida a menos que vivía en Las Vegas… —prosiguió Prue.

—Sin City, la ciudad del pecado —apuntó Scarlet.

—Y estaba desesperada por hacerse con el papel —dijo Pam—, confiando en que sería su gran regreso a las pantallas.

—¿Regreso de dónde? —ironizó Scarlet—. No he oído hablar de ella en mi vida.

—Convenció a su amiga de que era esencial que se inyectaran en las axilas unos chutes de Botox, que había conseguido en el mercado negro —explicó Prue—, para que en la audición la cámara no captara las marcas de sudor.

—Probado en actrices, nunca en animales —dijo Scarlet con aire dramático.

—Bueno, el caso es que a las pocas horas de inyectarse los chutes la una a la otra —dijo Prue—, Maddy empezó a mostrar evidentes síntomas de botulismo. Boca seca, visión borrosa, problemas respiratorios, debilidad muscular. El kit completo.

—¿Os contó la amiga si se cagó encima? —preguntó Scarlet, hostigando a Maddy—. He oído que también pasa.

—La hospitalizaron y se perdió la audición, obviamente, y su amiga consiguió el papel —concluyó Prue—. Maddy murió dos días después por complicaciones derivadas de la misma enfermedad.

—No acabo de entenderlo —dijo Charlotte sondeando a Prue para obtener más información—. ¿Qué hizo Maddy de malo?

—Su amiga no les creyó —dijo Prue—, pero la policía determinó que la inyección con la sobredosis era para ella, no para Maddy. La muy pardilla se confundió de jeringa y salvó su vida en el proceso.

—Pues debía de ser un papel de muerte el que se disputaban —opinó Scarlet con socarronería.

Incluso en medio de aquel amplio espacio abierto al aire libre, Maddy sintió que el mundo se le venía encima.

—Morir así —añadió Prue— es algo que te persigue para siempre allá donde vayas.

—Necesitaba corromper a alguien más —dijo Pam— para poder ir…

—¡¡¡Al infierno con todas vosotras!!! —exclamó Maddy con la voz cascada, como si acabase de hacer gárgaras con un puñado de piedrecillas.

—Exacto —dijo Prue—. Así es como se avanza en su mundo.

Charlotte mantuvo la calma y escuchó impasible el cotorreo fantasmal, procesando la revelación de la que estaba siendo testigo.

Conforme rodaban lentamente hacia el escenario como en una suerte de coche de payasos sobrenatural, Charlotte se volvió hacia Scarlet, que tenía los ojos clavados en Damen, el cual, a su vez, tenía agarrados a Petula y al reposacabezas del Corvette y se preparaba frenéticamente para no sabía muy bien qué. Charlotte casi podía ver los segundos pasar en tanto las pupilas de Scarlet y Damen se dilataban, más y más, en respuesta a la histeria creciente de la multitud y a su propia desesperación, también en aumento. Ya había escuchado suficiente. También ella debía sincerarse de una vez por todas. La calma y sosiego espirituales que alcanzara en el Baile de Otoño el año anterior la embargaron de nuevo, y Pam, como siempre, fue la primera en percatarse del cambio en su expresión.

—No pareces demasiado sorprendida ¿eh, Charlotte? —preguntó Pam extrañada.

—No lo estoy —dijo Charlotte dejándolas a todas estupefactas, Maddy incluida—. Lo he sospechado desde el principio

Maddy hundió la cabeza con rabia, no tanto porque hubiesen desenmascarado sus aviesas intenciones, que las tenía, sino por cuanto había sido vencida por alguien a quien consideraba tan patética.

—¿Y por qué no dijiste nada? —preguntó Pam—. Podíamos habernos deshecho de ella.

—Ten cerca a tus amigos —instruyó Charlotte—, pero ten aún más cerca a tus enemigos.

—Filosofía de gángster —murmuró Scarlet con un gesto de aprobación—. Querías saber qué se traía entre manos antes de dar un paso en falso.

—Antes de que Scarlet entrara en escena, yo era la única para quien ella suponía una amenaza —explicó Charlotte—. Pero en cuanto se ofreció a venir a Hawthorne supe que Maddy quería hundirnos a todas.

—¿Lo tenía todo planeado? —preguntó Scarlet.

—No del todo —explicó Charlotte—. Al principio, yo era su único objetivo. Pero la llamada que Maddy respondió en mi lugar era de Scarlet —continúo—. Cuando averiguó lo que Scarlet planeaba hacer para salvar a Petula, se le presentó una oportunidad mucho mejor.

—Supuso que Scarlet se quedaría atrapada en Muertología tratando de cruzar al otro lado —dijo Pam asintiendo con la cabeza, ahora que todo empezaba a cobrar sentido—, ocupando un sitio que no le correspondía.

—Les habría impedido a todos cruzar al otro lado —coincidió Pam—, habría acabado con esa clase entera y evitado que Scarlet llegara a ti.

—Pero al presentarse Scarlet —continuó Charlotte— tuvo que cambiar de planes.

—Se ofreció a ayudaros —dijo Pam— porque si te convencía de que hicieses regresar a Petula, podía condenar no sólo tu alma, sino la de Petula y la de Scarlet también.

—Me entró la codicia —dijo Maddy—. Denunciadme.

—Nos has salvado la vida —dijo Scarlet solemnemente, ahora que empezaba a percibir la magnitud del sacrificio de Charlotte—. Y algo más.

—Un momento, entonces ¿llamaste diciendo que estabas enferma para obligarnos a ir a buscarte? —preguntó Pam encajando las piezas.

Charlotte sonrió confirmando la teoría de Pam.

—Y sabías que eligiera el camino que eligiera Maddy, yo cogería la dirección opuesta —dijo Scarlet.

—Sí, reconozco que contaba con tu Trastorno Negativista Desafiante —dijo Charlotte soltando una risita.

—Entonces, lo de ir por ahí deprimida, lo de la posesión de Petula y todo lo demás —preguntó Prue—, ¿era todo fingido?

—No del todo —reconoció Charlotte con sinceridad y algo avergonzada—. Que conociera las intenciones de Maddy no significa que no me sintiera tentada. Me ofreció todo lo que echaba de menos, todo lo que deseaba. Costaba resistirse… y a punto estuve de no hacerlo.

—Yo sólo estaba haciendo mi trabajo —le graznó Maddy a Charlotte—. No te lo tomes como algo personal.

—Sí, eso es lo que dice la gente después de joderte la vida —le espetó Scarlet.

—Además, ¿qué tiene de maravilloso hacer el bien? —dijo Maddy volviendo al ataque—. ¿Qué habéis conseguido con ello? ¿Un curro de teleoperadora?

—La gente dice que una buena obra es en sí su propia recompensa —respondió Charlotte, con su brújula moral completamente reajustada y haciendo horas extra.

—Y el infierno —le espetó Maddy— está lleno de buenas intenciones.

—Mándame una postal cuando llegues —la interrumpió Prue.

Maddy no encontraba razones para seguir allí mucho más tiempo. Tal vez había perdido el primer asalto, pero el combate no había hecho sino empezar, y estaba segura de que se le presentarían otras oportunidades para ganarse los cuernos. Miró de reojo a Damen y Petula sentados en el maletero del Corvette, le guiñó un ojo maliciosamente a Scarlet y movió ficha.

—Si Charlotte no quiere regresar —estalló Maddy—, yo sí —y se tiró de cabeza al cuerpo de Petula. La devolvió a la vida como si acabase de recibir una descarga de diez mil voltios con un desfibrilador.

—¡Detenla! —gritaron impotentes Pam y Prue cuando Maddy se les escurrió de las manos, pero era demasiado tarde. Esta vez la posesión no tenía que ser consensuada.

El cuerpo de Petula se incorporó lentamente de su asiento hasta quedar de pie y alzó los brazos en un gesto triunfal mientras la multitud la aclamaba entusiasmada.

—¡He vuelto! —gritó Petula, expresando los sentimientos más íntimos de Maddy y los suyos.

Damen se levantó de un salto con exclamaciones de alegría, por cuanto su estratagema parecía que funcionaba por fin. Un segundo después, le dio por pensar que tal vez estuviese funcionando demasiado bien, porque Petula acercó las manos hasta su cara, abrió una boca enorme y le atrajo hacia sí para que ambos se fundieran en un baboso beso con lengua.

—¡Petula, no! —gritó Damen, forcejeando para mantenerla a raya mientras la lengua de ella restallaba en el aire delante de él.

El clamor de la multitud se intensificó presa de la expectación. El espectáculo superaba con mucho lo que esperaban.

Ni empleando todas sus fuerzas conseguía Damen sacarse a Petula de encima. Era como si estuviese poseída o algo así. Scarlet los miraba aterrada.

—¡Charlotte! —gritó Scarlet—, ¡por favor, haz algo!

Charlotte no se lo pensó dos veces y se zambulló en Petula, justo a tiempo de impedir el morreo. La primera vez que había intentado poseerla también estaban en un coche, recordó, pero lo de ahora no era la clase de Educación Vial. Como bien había dicho Markov: «Ahora no es entonces». Habitar el interior de Petula resultó ser cuanto Charlotte había imaginado, y una sobrecarga de sensaciones invadió sus sentidos. Era como visitar el más caro de los grandes almacenes con una cuenta corriente ilimitada. Todo era asequible. Nada era imposible.

La muchedumbre enfervorizada, los flashes de las cámaras, los cantos y gritos de ánimo, la planísima tripa, los perfectos pechos, las tonificadas piernas, el durísimo culo, el vestido perfectamente ajustado al trabajado cuerpo de Petula… era como una música ensordecedora brotando de la cabina de un pinchadiscos en una discoteca desierta. Una sensación turbadora, adictiva, saturante, como si el ser de Petula se nutriera de aprobación y excitación. Naturalmente que el mundo se veía de otra forma a través de los ojos de Petula. Damen tenía razón: si algo podía hacerla despertar era el Baile de Bienvenida.

Resultó que lo más emocionante de todo no estaba dentro de Petula, sino fuera. Era el tacto de Damen. Podía sentir sus cálidas manos en el hombro y el antebrazo de Petula, sujetándola firmemente, a la fuerza, en el asiento del coche. Había pasado mucho tiempo desde que sintiera su tacto, y tan pronto lo notó se dio cuenta de lo mucho que hacía de ello. Mientras Charlotte seguía sintiendo con la piel de Petula, mirando con sus ojos, escuchando con sus oídos, la odiosa risita de Maddy logró de algún modo llegar hasta ella. Charlotte se giró para plantarle cara. Al final Maddy se había salido con la suya ¿verdad?, pensó Charlotte. Maddy la había tentado. Charlotte había poseído a Petula.

—¿Qué se siente al ser una más de la gente guapa? —preguntó Maddy con tono seductor.

Sin mediar palabra, Charlotte se aproximó a Maddy, como si fuera a abrazarla agradecida.

—Ese es un papel que nunca vas a tener que molestarte en interpretar —le susurró Charlotte en el oído a la vez que trataba con todas sus fuerzas de someter a su traicionera compañera de habitación, luchando a vida o muerte por Petula y Scarlet.

Mientras el coche recorría la pista hacia el recinto de ganadores, el cuerpo de Petula empezó a ser zarandeado, hacia delante y hacia atrás, por el combate que en su interior lidiaban Charlotte y Maddy. A los ojos de la fascinada multitud, era como si Petula cabecease al son de la música, y todos se apresuraron a imitarla. Muy pronto, las gradas eran un mar de cabezas bamboleantes y cuernos roqueros, pero sólo hasta que Charlotte echó a Maddy a patadas igual que a una borracha menor de edad en la fiesta de Navidad de la Junta Estatal de Control de Licores.

—¡Largo! —chilló Charlotte echándola.

Petula se desmoronó de repente. Damen, sorprendido, la cogió y evitó que fuera a estrellarse contra el maletero del coche. Maddy evacuó el cuerpo de Petula y Charlotte la siguió de cerca, ahuyentándola.

—Adiós, penosa-tanás —se burló Scarlet.

—Nos volveremos a ver —gritó Maddy en tono amenazador mientras desaparecía entre la multitud.

Charlotte chocó los cinco con Pam y Prue y recibió un fuerte abrazo de Scarlet.

—¿Qué ha pasado ahí dentro? —preguntó Scarlet.

—No lo quieras saber —dijo Charlotte.

—Bueno, lo que sí sé es que has echado a patadas a ese espantajo desquiciado —vociferó Scarlet orgullosa de su amiga una vez más.

—¡Mira por donde, la que decía que yo era una cabrona! —bromeó Prue, obteniendo más gruñidos que risas de sus fantasmales amigas.

Cuando se apagaron las risas, Scarlet miró a Charlotte y sintió que había llegado el momento de hacer las paces.

—Siento haber dudado de ti.

—No lo sientas —dijo Charlotte con toda sinceridad—. La verdad es que no estoy muy segura de lo que habría hecho si no os llegáis a presentar en ese preciso momento.

Scarlet entendía la razón de sus dudas.

—Además —le recordó Charlotte a Scarlet modestamente—, es a Damen a quien tienes que darle las gracias. Él sabía que sin Petula tú no podías regresar. También ha intentado recuperarla a ella, pero lo ha hecho principalmente por ti.

Por no hablar, pensó Scarlet, del forcejeo para impedir que Maddy y Petula le besaran. Una proeza nada despreciable.

—Seguro que le importas, y mucho —añadió Pam.

Para Scarlet el apoyo de sus amigas significaba un montón, la animaba. Pero antes de que tuviera tiempo de recapacitar sobre ello, el monitor del tobillo de Petula empezó a pitar.

A Damen le entró el pánico, pero no tenía la menor intención de irse de allí. Había estado a punto de hacerla regresar, y el único as que le quedaba en la manga era la coronación. Si eso no funcionaba, lo que pudiese ocurrirle a Petula tampoco es que fuera a empeorar mucho más la situación, ya estaba medio muerta.

—Nos quedamos aquí así esto acabe conmigo —dijo Damen mientras el brazalete del tobillo seguía monitorizando cómo la vida de Petula se iba apagando—, o contigo.

De pronto aparecieron las Wendys, que, al volante de sus bólidos color cereza, se aproximaban a toda velocidad para ver a Petula. Cuando estuvieron a la altura de su coche, aminoraron la marcha y comprobaron que las cosas no le pintaban nada bien.

—Dame eso —ordenó Damen, señalando con el dedo el lazo que Wendy Anderson llevaba atado al cuello.

Sin pensárselo, Wendy se lo lanzó de mala manera y él lo enrolló alrededor del monitor para ahogar el implacable pitido intermitente que parecía la cuenta atrás para un tristísimo final.

—¡Gilipollas! —gritó Wendy al constatar que Petula siempre conseguiría lo que quisiese, estuviera consciente o no.

El lazo permaneció prendido al monitor durante un rato y luego salió volando del coche y fue a aterrizar en el suelo.

—Deprisa —chilló Scarlet, consciente de lo crítico de la situación—. Tenemos que dar con el espíritu de Petula inmediatamente.

Charlotte recogió el lazo del suelo y se lo metió en el bolsillo como recuerdo de una noche inolvidable.