Maddy y los demás estaban pegados a sus teléfonos, de modo que Charlotte decidió irse por su cuenta. Al cruzar el patio que separaba el complejo de oficinas de la residencia del campus, observó las vallas que rodeaban los barracones. No había reparado antes en ellas porque por el camino siempre estaba ocupada charlando con Maddy. Le pareció que estaban allí más para delimitar la zona que para impedir la entrada o salida del lugar, lo que por otra parte tenía sentido. Es posible que la gente se muriese por entrar, bromeó consigo misma, pero nadie tenía demasiado interés en averiguar qué había al otro lado.
La liberación se estaba convirtiendo en un concepto cada vez más importante para Charlotte. Últimamente, su existencia se había tornado tan insoportable que había empezado a evocar con cariño su vida —una vida marcada sobre todo por la inseguridad y el aislamiento—. Es más, desde la llamada aquella que no llegó a responder, no podía dejar de pensar en Scarlet, Petula y Damen y lo que pudo haber sido, y en su familia y lo que nunca fue. Más que nada pensaba en lo que nunca sería.
Maddy lo había dicho. Se quedarían en los diecisiete para siempre. La idea podía tener su atractivo para las mamis objeto de los reality shows que se pasaban la vida entre inyecciones de Botox, liposucciones, implantes y desintoxicaciones para competir en secreto por los novios de sus hijas, pero no para Charlotte, a quien la idea le resultaba cada vez más deprimente. Había hecho todo lo que haría jamás, y si bien esperaba haber dejado su impronta, en pocos años la fotografía académica que adornaba el vestíbulo de Hawthorne empezaría a amarillear y a difuminarse, tanto como el recuerdo de ella. En eso no se hacía ilusiones.
De niña, recordó, paseaba por el cementerio observando las fechas de nacimiento y defunción de todas las lápidas, pensando en la gente que estaba allí enterrada. Hacía la resta y calculaba los años que había vivido cada persona, lo que habían visto y lo que se habían perdido. La electricidad, los vuelos al espacio, los derechos civiles, la televisión por cable, Internet, Starbucks. Algunos maridos habían muerto años antes que sus esposas, y vástagos antes que sus padres. Pero cuando llevas muerto, pongamos, cien años, ¿qué puede importar que tu mujer muriese dos antes que tú? Para el paseante, ambos lleváis muertos mucho, mucho tiempo; indistinguible en la muerte.
Charlotte decidió, no obstante, que sí importaba. Esos dos años podían no significar nada en el marco de la historia, pero habían sido importantes para quienes los vivieron. Eran cuanto tuvieron. Que llenaran ese tiempo de felicidad o desdicha resultaba irrelevante. Habían vivido para experimentarlo.
Al final, todos salvo unos pocos, muy pocos, acaban siendo olvidados, y Charlotte arrancaba con tremenda desventaja. Diecisiete años no es que fueran muchos para cimentar un legado, y mucho menos después de haber tenido una vida como la suya. Mientras seguía dándole vueltas en la cabeza a tan sombrío cálculo, se miró la manga y se dio cuenta de lo peor, de lo más horrible que tenía ser eternamente joven: vestiría la misma ropa para siempre.
La superficialidad de este pensamiento le recordó a las Wendys, y su deseo de estar viva la sacó de quicio tanto o más que un correo electrónico de una ex amiga.
* * *
Charlotte se quitó los zapatos de mala manera tan pronto como entró en el apartamento, tratando de sacudirse el sentimiento de no-querer-estar-muerta-por-más-tiempo. Pero el hecho de estar en casa no obró el efecto relajante que esperaba. Era algo más que su antigua vida lo que ahora la atosigaba. Después de todo lo que había hecho por los chicos y chicas de Muertología, de lo mucho que había cambiado como persona, no acababa de entender por qué se seguía sintiendo tan excluida. Tan sola.
Maddy tenía razón, conjeturó, aun cuando no se lo hubiese dicho nunca a las claras. Charlotte volvía a tener un papel secundario, por no decir algo peor. Lo único que recibía ya de ellos eran gestos de lo ocupados que estaban. Sabía que andaban muy liados con todo el rollo ese de volver a reunirse con sus seres queridos y demás, y que las chicas en particular no miraban con buenos ojos su amistad con Maddy, pero ¿a quién tenía sino a ella? Además, al principio Scarlet tampoco es que hubiese sido de la devoción de Prue, recordó Charlotte, y Pam no había tenido reparo en darle la espalda por lo del episodio con la señorita Wacksel. Quizá estaban todos mostrándose tal cual eran, ahora que ya no la necesitaban más.
Charlotte se metió a rastras en su litera y continuó compadeciéndose de sí misma. En ese instante entró Maddy con aspecto acalorado.
—¿Por qué no me has dicho que te ibas? —preguntó con nerviosismo—. Siempre volvemos a casa juntas.
—No quería molestarte.
—Tú nunca molestas, Char —dijo Maddy de manera encantadora—. ¿Qué te ronda por la cabeza?
—Oh, nada.
—Puedes contármelo.
Charlotte permaneció callada un segundo y luego decidió que confiaba lo suficiente en su amistad como para hablar sin tapujos.
—Echo de menos… todo —confesó—. De pronto me siento diferente. Pensaba que había pasado página, que pasaba de ellos, que había cambiado por completo, pero ahora creo que todo eso no ha sido más que un gran autoengaño.
—¿Y eso? —preguntó Maddy, más como lo haría un terapeuta que un amigo.
—Hice lo que se me dijo que tenía que hacer —prosiguió Charlotte—. Tomé las decisiones difíciles que Brain quería que tomase.
—¿Brain? —preguntó Maddy.
—Mi profesor de Muertología —balbuceó Charlotte, a quien parecían haberle dado cuerda—. Hice cuantos sacrificios estaban en mi mano por mis amigos —bufó—, para traernos a todos hasta aquí.
—¿Y para qué? ¿De qué te han servido todas esas buenas obras?
—Yo pensaba, esperaba, que, bueno, que las cosas aquí iban a ser muy diferentes para mí —dijo Charlotte con un hilo de voz—. Pero no lo son. Es como si este mundo fuera un Mac y yo un PC.
—¿Qué pasa, que el cielo no es todo lo maravilloso que dicen? ¿Es eso lo que intentas decir?
Ella no se lo había planteado así realmente, pero Maddy había dado en el clavo, otra vez. Nunca había contemplado la idea de que aquello fuese todo. El cielo no podía ser una plataforma telefónica, ¿no?
* * *
Charlotte se pasó un día más sin apartar la vista del teléfono de su mesa, tratando a la vez de abstraerse del parloteo de los demás becarios. Ni siquiera podía escabullirse con la maldita videocámara constantemente fija en ella y el señor Markov paseándose por allí sin cesar como una especie de carcelero sobrenatural. Las llamadas de Kim eran las más fastidiosas y las más difíciles de ignorar.
A ella también le encantaba hablar por teléfono: no iban por ahí los tiros. Lo que pasaba es que Kim estaba tan… segura de sí misma. Tan segura sobre qué estaba bien y qué estaba mal. Charlotte ya lo había notado en el Baile de Otoño, justo antes de pasar todos al otro lado. Tal vez fuera ésa la razón de que no recibiera llamadas. ¿Cómo vas a ayudar a nadie si tu propia materia gris es una gran maraña gris?
Trató de vencer tan profundas ideas tapándose los oídos. Esta experiencia, pensó, hacía que se sintiera como un ratón atrapado en un laberinto, salvo que aquí no había un pedazo de queso que la guiase hasta la meta. Había perdido la vida, a sus amigos, su futuro, y ahora es posible que también la cabeza. Estaba atrapada en un estado de pubertad perpetua y en el interior de la misma ropa para siempre, y ¿qué obtenía a cambio de tanto sacrificio? La oportunidad de ayudar a otras personas, quizá, ¡si es que su teléfono sonaba, aunque fuera una vez!
Levantó la vista hacia la lente de la cámara y articuló despacio:
—¡AYÚDAME!
* * *
Los pies de Damen rebotaban con nerviosismo contra el suelo mientras permanecía sentado en silencio en la serena habitación del hospital, colocado a mitad de camino entre Petula y Scarlet. Posiblemente por primera vez en su vida sentía que las cosas no estaban bajo su control, no sólo las circunstancias sino también él mismo. Después de todo, se ufanaba de ser un atleta disciplinado, decidido y optimista. Era un ganador en el deporte y en la vida y tenía pruebas que así lo demostraban. Jamás daba nada por perdido, aunque fuera inevitable; así de fuerte era su fe en sí mismo y en el poder del pensamiento positivo. Los funestos pensamientos y la creciente desesperanza de la situación, sin embargo, eran territorio inexplorado para él, tanto mental como emocionalmente. Sobre todo emocionalmente.
Era capaz de plantarse en la línea de ataque y hacerle frente a una horda de placadores a la carga sin pestañear, y en cambio no podía afrontar sus propios sentimientos. Por eso era tan fácil salir con Petula. No requería profundizar. A ella la podía pasear de aquí para allá igual que a uno de sus trofeos deportivos, un premio destinado a suscitar la envidia de otros antes que a ser apreciado por él mismo. Pero la relación con Scarlet le había cambiado, o por lo menos había empezado a hacerlo.
Se puso a pensar en todo lo que tenía que haberle dicho a Scarlet y para lo que no había reunido el coraje suficiente. No tanto en lo concerniente a evitar que cruzara al otro lado —en ese tema no había nada que hacer, la chica era demasiado cabezota— sino sobre otras cosas. Cosas como lo mucho que ella le importaba, lo mucho que la echaba de menos. Lo mucho que la necesitaba. Cosas que ella necesitaba escuchar de boca de él.
Desesperado, trató de alcanzarla de la única forma que sabía, a través de la música. Desde el principio de su relación habían intercambiado canciones y discos como si de cartas de amor se tratase, y aún cuando ella no pudiese oírle a él, se le ocurrió que, tal vez, sí pudiese oír la música que ambos habían compartido. Damen hurgó en su mochila y extrajo su iPod, cargado de temas de grupos en los que ella le había iniciado y que, en su mayoría superaban con mucho cuanto él había escuchado jamás. Con sumo cuidado, le colocó los auriculares y, rememorando su primera cita juntos, giró la rueda hasta la pista que buscaba —Artista Death for Cutie Álbum Plans Tema I Will Follow You into the Dark—, seleccionó la canción y pulsó el play.
Cuando el débil sonido brotó de los auriculares y quebró el silencio de la habitación del hospital, los «si sólo» empezaron a arremolinarse en su mente como una bandada de palomas enfermas. Quizá sí que se había mostrado en exceso preocupado por el estado de Petula, o puede que su expresión o el tono de su voz revelaran un inconsciente atisbo de afecto latente hacia ella, a pesar de sus sentimientos sinceros hacia Scarlet. Quizá era eso lo que había impulsado a Scarlet a dar el salto. Él quería ayudar a Petula, pero sólo lo hacía por Scarlet y nada más. ¿Cómo podía ella no haberse dado cuenta? ¿Acaso recuperar a Petula era la forma que tenía Scarlet de salvar a su hermana y su turbulenta relación?
Fuesen cuales fueran los motivos de Scarlet, Damen la necesitaba de vuelta. Y para que Scarlet regresara, era necesario que Petula lo hiciese también. Por muy desincronizados que hubiesen estado últimamente, lo cierto era que Scarlet y Damen se hallaban ahora en la misma sintonía. Ambos querían que Petula regresara.