III

LA LIBERTAD EN LA ÉPOCA DE LA REFORMA

1. La sociedad medieval y el Renacimiento

La imagen de la Edad Media[29] ha sido deformada de dos maneras distintas. El racionalismo la ha considerado sobre todo como un período de oscurantismo. Ha señalado la falta general de libertad personal, el despojo de la gran masa de población por parte de una pequeña minoría y el predominio de la superstición y la ignorancia, así como de una estrechez mental que hacía del campesino de los aledaños de la ciudad —para no hablar de las personas originarias de otros países— un extranjero sospechoso y peligroso a los ojos del habitante urbano. Por otro lado, la Edad Media ha sido idealizada, sobre todo por los filósofos reaccionarios, y en ciertos casos también por algunos críticos progresistas del capitalismo. Se ha señalado el sentido de la solidaridad, la subordinación de las necesidades económicas a las humanas, el carácter directo y concreto de las relaciones entre los hombres, el principio supranacional de la Iglesia católica y el sentimiento de seguridad característico del hombre medieval. Ambas imágenes son correctas: lo que las hace erróneas es el considerar tan sólo una de ellas, cerrando los ojos ante la otra.

Lo que caracteriza a la sociedad medieval, en contraste con la moderna, es la ausencia de libertad individual. Todos, durante el periodo más primitivo, se hallaban encadenados a una determinada función dentro del orden social. Un hombre tenía pocas probabilidades de trasladarse socialmente de una clase a otra, y no menores dificultades tenía para hacerlo desde el punto de vista geográfico, para pasar de una ciudad a otra o de un país a otro. Con pocas excepciones, se veía obligado a permanecer en el lugar de su nacimiento. Frecuentemente no poseía ni la libertad de vestirse como quería ni de comer lo que le gustaba. El artesano debía vender a un cierto precio y el campesino hacer lo propio en un determinado lugar, el mercado de la ciudad. Al miembro de un gremio le estaba prohibido revelar todo secreto técnico de producción a cualquiera que no fuera miembro del mismo, y estaba obligado a dejar que sus compañeros de gremio participaran de toda compra ventajosa de materia prima. La vida personal, económica y social se hallaba dominada por reglas y obligaciones a las que prácticamente no escapaba esfera alguna de actividad.

Pero aun cuando una persona no estuviera libre en el sentido moderno, no se hallaba ni sola ni aislada. Al poseer desde su nacimiento un lugar determinado, inmutable y fuera de toda discusión, dentro del mundo social, el hombre se hallaba arraigado en un todo estructurado, y de este modo la vida poseía una significación que no dejaba ni lugar ni necesidad para la duda. Una persona se identificaba con su papel dentro de la sociedad; era campesino, artesano, caballero y no un individuo a quien le había ocurrido tener esta o aquella ocupación. El orden social era concebido como un orden natural, y el ser una parte definida del mismo proporcionaba al hombre un sentimiento de seguridad y pertenencia. Había, comparativamente, poca competencia. Se nacía en una determinada posición económica que garantizaba un nivel de vida establecido por la tradición, del mismo modo como la jerarquía social más elevada llevaba consigo determinadas obligaciones económicas. Pero dentro de los límites de su esfera social el individuo disfrutaba realmente de mucha libertad para poder expresar su yo en el trabajo y en su vida emocional. Aunque no existía un individualismo en el sentido moderno de elección ilimitada entre muchos modos de vida posibles (libertad de elección que en gran parte es abstracta), existía un grado considerable de individualismo concreto dentro de la vida real.

Había mucho sufrimiento y dolor, pero también estaba allí la Iglesia que los hacía más tolerables al explicarlos como una consecuencia del pecado de Adán y de los pecados individuales de cada uno. La Iglesia, al tiempo que fomentaba un sentimiento de culpabilidad, también aseguraba al individuo su amor incondicional para todos sus hijos y ofrecía una manera de adquirir la convicción de ser perdonado y amado por Dios. La relación con el Señor era antes de confianza y amor que de miedo y duda. Así como el campesino y el habitante de la ciudad raramente iban más allá de los límites de la pequeña área geográfica que les había tocado en suerte, también el universo era limitado y de sencilla comprensión. La tierra y el hombre eran su centro; el cielo o el infierno, el lugar predestinado para la vida futura, y todas las acciones, desde el nacimiento hasta la muerte, eran de una claridad cristalina en cuanto a sus relaciones causales recíprocas.

Sin embargo, aun cuando la sociedad se hallaba estructurada de este modo y proporcionaba seguridad al hombre, también lo mantenía encadenado. Tratábase de una forma de servidumbre distinta de la que se formó, en siglos posteriores, por obra del autoritarismo y la opresión. La sociedad medieval no despojaba al individuo de su libertad, porque el «individuo» no existía todavía; el hombre estaba aún conectado con el mundo por medio de sus vínculos primarios. No se concebía a sí mismo como un individuo, excepto a través de su papel social (que entonces poseía también carácter natural). Tampoco concebía a ninguna otra persona como «individuo». El campesino que llegaba a la ciudad era un extranjero, y aun dentro de la ciudad los miembros de los diferentes grupos sociales se consideraban extranjeros entre sí. No se había desarrollado todavía la conciencia del propio yo individual, del yo ajeno y del mundo como entidades separadas.

La falta de autoconciencia del individuo en la sociedad medieval ha encontrado una expresión clásica en la descripción de la cultura medieval que nos proporciona Jacob Burckhardt:

Durante la Edad Media ambos lados de la conciencia humana —la que se dirige hacia adentro y la que se dirige hacia afuera— yacen en el sueño o semidespiertas bajo un velo común. Un velo tejido de fe, ilusión e infantil inclinación, a través del cual el mundo y la historia eran vistos bajo extraños matices. El hombre era consciente de sí mismo tan sólo como miembro de una raza, pueblo, partido, familia o corporación; tan sólo a través de alguna categoría general[30].

La estructura de la sociedad y la personalidad del hombre cambiaron en el periodo posterior de la Edad Media. La unidad y la centralización de la sociedad medieval se fueron debilitando. Crecieron en importancia el capital, la iniciativa económica individual y la competencia; se desarrolló una nueva clase adinerada. Podía observarse un individualismo creciente en todas las esferas de la actividad humana, el gusto, la moda, el arte, la filosofía y la teología. Quisiera destacar aquí cómo todo este proceso poseía un significado diferente para el pequeño grupo de los capitalistas ricos y prósperos, por un lado, y por el otro, para las masas campesinas y especialmente para la clase media urbana, para la cual este nuevo desarrollo, si bien significaba hasta cierto punto la posibilidad de riquezas y nuevas perspectivas para la iniciativa individual, esencialmente constituía una amenaza a su manera tradicional de vivir. Es importante grabar desde ahora en nuestra mente tal diferencia, porque las reacciones psicológicas e ideológicas de estos distintos grupos se vieron determinadas por aquella.

El nuevo desenvolvimiento social y económico se efectuó en Italia con mayor intensidad y con mayores repercusiones sobre la filosofía, el arte y todo el estilo de vida, que en la Europa occidental y central. En Italia por vez primera el individuo emergió de la sociedad medieval y rompió las cadenas que le habían otorgado seguridad y que a la vez lo habían limitado. El italiano del Renacimiento llegó a ser, según las palabras de Burckhardt, el primogénito entre «los hijos de la Europa moderna», el primer individuo.

El hecho de que la sociedad medieval se derrumbara en Italia antes que en la Europa central y occidental, se debió a un cierto número de factores económicos y políticos. Entre ellos debe contarse la posición geográfica de Italia y las ventajas comerciales resultantes, en un período en que el Mediterráneo era la mayor ruta comercial de Europa; la lucha entre el papado y el imperio de la cual resultaba la existencia de un gran número de unidades políticas independientes; la cercanía del Oriente, cuya consecuencia fue la introducción en Italia, antes que en otras partes de Europa, de ciertas profesiones que eran importantes para el desarrollo de las industrias, tales como, por ejemplo, la de la seda.

A consecuencia de estas y otras condiciones surgió en Italia una poderosa clase adinerada cuyos miembros estaban impulsados por el espíritu de iniciativa, el poder y la ambición. La estratificación correspondiente a las clases medievales perdió importancia. Desde el siglo XII en adelante, nobles y burgueses vivieron juntos dentro de los muros de la ciudad. En el intercambio social comenzaron a ignorarse las distinciones de casta. El nacimiento y el origen se volvieron menos importantes que la riqueza.

Por otra parte, también entre las masas la estratificación social tradicional había sido debilitada. En su lugar hallamos una masa urbana de trabajadores explotados y desprovistos de poder político. Ya en 1231, como lo señala Burckhardt, las medidas políticas de Federico II se dirigían «a la completa destrucción del Estado feudal, a la transformación del pueblo en una multitud despojada del deseo y de los medios de resistencia, pero sumamente útil para el fisco»[31].

El resultado de esta progresiva destrucción de la estructura social medieval fue la emergencia del individuo en el sentido moderno. Citaremos una vez más a Burckhardt:

Fue en Italia donde este velo (de ilusión, de fe y de infantil inclinación) desapareció primeramente; llegó a ser posible la discusión y la consideración objetiva del Estado y de todas las cosas de este mundo. Al mismo tiempo se afirmó el lado subjetivo con un vigor análogo; el hombre se transformó en un individuo espiritual y se reconoció a si mismo como tal. De este mismo modo los griegos se habían una vez distinguido de los bárbaros, y los árabes se habían sentido individuos en una época en que los otros asiáticos se reconocían tan sólo como miembros de una raza[32].

La descripción que proporciona Burckhardt del espíritu del nuevo individuo ilustra lo que hemos expuesto en el capítulo anterior acerca de la emergencia del individuo de sus vínculos primarios. El hombre se descubre a sí mismo y a los demás como individuos, como entes separados; descubre la naturaleza como algo distinto a él mismo en dos aspectos: como objeto de dominación teórica y práctica y, por su belleza, como objeto de goce. Descubre el mundo, desde el punto de vista práctico, al descubrir nuevos continentes, y desde el punto de vista espiritual, al desarrollar un espíritu cosmopolita, un espíritu que hace decir al Dante: «Mi patria es todo el mundo»[33].

El Renacimiento fue la cultura de una clase rica y poderosa, colocada sobre la cresta de una ola levantada por la tormenta de nuevas fuerzas económicas. Las masas que no participaban del poder y la riqueza del grupo gobernante perdieron la seguridad que les otorgaba su estado anterior y se volvieron un conjunto informe —objetos de lisonjas o de amenazas— pero siempre víctimas de las manipulaciones y la explotación de los detentadores del poder. Al lado del nuevo individualismo surgió un nuevo despotismo. Estaban así entrelazadas de una manera inextricable la libertad y la tiranía, la individualidad y el desorden. El Renacimiento no fue una cultura de pequeños comerciantes y de pequeños burgueses, sino de ricos nobles o ciudadanos. Su actividad económica y su riqueza les proporcionaban un sentimiento de libertad y un sentimiento de individualidad. Pero a la vez esta misma gente había perdido algo: la seguridad y el sentimiento de pertenencia que ofrecía la estructura social medieval. Eran más libres, pero a la vez se hallaban más solos. Usaron de su poder y de su riqueza para exprimir hasta la última gota los placeres de la vida; pero, al hacerlo, debían emplear despiadadamente todos los medios, desde la tortura física hasta la manipulación psicológica, a fin de gobernar a las masas y vencer a los competidores en el seno de su misma clase. Todas las relaciones humanas fueron envenenadas por esta lucha cruel por la vida o por la muerte, para el mantenimiento del poder y la riqueza. La solidaridad con los demás hombres —o, por lo menos, con los miembros de su propia clase— se vio reemplazada por una actitud cínica e indiferente; a los otros individuos se los consideraba como «objetos» para ser usados o manipulados, o bien para ser destruidos sin piedad, si ello resultaba conveniente para la consecución de los propios fines. El individuo se halla absorbido por un egocentrismo apasionado, una voracidad insaciable de poder y riqueza. Como consecuencia de todo ello también resultaron envenenadas la relación del individuo afortunado con su propio yo y su sentido de la seguridad y la confianza. Su mismo yo se tomó para él un objeto de manipulación como lo eran las demás personas. Tenemos razones para dudar acerca de si los poderosos señores del capitalismo renacentista eran tan felices y se sentían tan seguros como han sido descritos a menudo. Parece que la nueva libertad les dio dos cosas: un aumento en el sentimiento de fuerza y, a la vez, aislamiento, duda y escepticismo creciente[34] y, como consecuencia de ello, angustia. Se trata de la misma contradicción que hallamos en los escritos filosóficos de los humanistas. Junto con su insistencia acerca de la dignidad humana, la individualidad y la fuerza dieron, en su filosofía, muestras de inseguridad y desesperación[35].

Esta inseguridad subyacente, consecuencia de la posición del individuo aislado en un mundo hostil, tiende a explicar el origen de un rasgo de carácter que fue —como lo señaló Burckhardt[36]— peculiar del individuo del Renacimiento, y que no se halla presente, por lo menos con la misma intensidad, en el miembro de la estructura social del medioevo: su apasionado anhelo de fama. Si el significado de la vida se ha tornado dudoso, si las relaciones con los otros y con uno mismo ya no ofrecen seguridad, entonces la fama es un medio para acallar las propias dudas. Posee una función con respecto a la inmortalidad, comparable a la de las pirámides egipcias, o a la de la fe cristiana; eleva la propia vida individual, por encima de sus limitaciones e inestabilidad, hasta el plano de lo indestructible; si el propio nombre es conocido por los contemporáneos y se abriga la esperanza de que durará por siglos, entonces la propia vida adquiere sentido y significación por el mero hecho de reflejarse en los juicios de los otros. Es obvio que esta solución de la inseguridad individual era posible tan sólo para un grupo social cuyos miembros poseyeran los medios efectivos para alcanzar la fama. No era una solución posible para las masas impotentes que pertenecían a esa misma cultura, ni tampoco la solución que hallaremos en la clase media urbana que constituyó el fundamento de la Reforma.

Hemos empezado por la discusión del Renacimiento porque este periodo representa el comienzo del individualismo moderno, y también por cuanto el trabajo realizado por sus historiadores arroja alguna luz sobre aquellos mismos factores que son significativos para el proceso principal analizado en el presente estudio, es decir, la emergencia del hombre de la existencia preindividualista hacia aquella en que alcanzó una conciencia plena de si mismo como entidad separada. Pero no obstante el hecho de que las ideas renacentistas no dejaron de tener influencia sobre el ulterior desarrollo del pensamiento europeo, las raíces esenciales del capitalismo europeo, su estructura económica y su espíritu no han de hallarse en la cultura italiana de la baja Edad Media, sino en la situación económica y social de la Europa central y occidental y en las doctrinas de Lutero y Calvino.

La principal diferencia entre las dos culturas es la siguiente: el período del Renacimiento representó un grado de evolución comparativamente alto del capitalismo industrial y comercial; se trataba de una sociedad en la que gobernaba un pequeño grupo de individuos ricos y poderosos que formaban la base social necesaria para los filósofos y los artistas que expresaban el espíritu de esta cultura. La Reforma, por otra parte, fue esencialmente una religión de las clases urbanas medias y bajas y de los campesinos. También Alemania tenía sus comerciantes ricos, como los Fuggers, pero no era a ellos a quienes interesaban las nuevas doctrinas religiosas, ni eran ellos la base principal sobre la que se desarrolló el capitalismo moderno. Como lo ha demostrado Max Weber, fue la clase media urbana la que constituyó el fundamento del moderno desarrollo capitalista en el mundo occidental[37]. En conformidad con la completa diferencia en el sustrato social de los dos movimientos, debemos suponer que el espíritu del Renacimiento y de la Reforma fueron distintos[38]. Al discutir la teología de Calvino y Lutero, aparecerán implícitamente algunas diferencias. Nuestra atención se enfocará sobre el problema de cómo la liberación de los vínculos individuales afectó a la estructura del carácter de la clase media urbana; trataremos de mostrar de qué modo el protestantismo y el calvinismo, si bien expresaron un nuevo sentimiento de la libertad, constituyeron a la vez una forma de evasión de sus responsabilidades.

Discutiremos primero cuál fue la situación económica y social de Europa, especialmente la de Europa central, en los comienzos del siglo XVI, y luego analizaremos cuáles fueron las repercusiones de esta situación sobre la personalidad de los hombres que vivían en ese periodo, qué relaciones tuvieron las enseñanzas de Calvino y Lutero con tales factores psicológicos y cuál fue la relación de estas nuevas doctrinas religiosas con el espíritu del capitalismo[39].

En la sociedad medieval la organización económica de la ciudad fue relativamente estática. Los artesanos, desde el último periodo de la Edad Media, se hallaban unidos en sus gremios. Cada maestro tenía uno o dos aprendices y el número de maestros estaba relacionado en alguna medida con las necesidades de la comunidad. Aunque siempre había alguien que debía luchar duramente para ganar lo suficiente con qué vivir, por lo general el miembro de la corporación podía estar seguro de que viviría con el fruto de su trabajo. Si fabricaba buenas sillas, zapatos, pan, monturas, etc., eso era todo lo necesario para tener la seguridad de vivir sin riesgos dentro del nivel que le estaba tradicionalmente asignado a su posición social. Podía tener confianza en sus «buenas obras», para emplear la expresión no ya en el significado teológico, sino en su sencillo sentido económico. Las corporaciones impedían toda competencia seria entre sus miembros y constreñían a la cooperación en lo referente a la compra de las materias primas, las técnicas de producción y los precios de sus productos. En contradicción con una tendencia a idealizar el sistema corporativo juntamente con la vida medieval, algunos escritores han señalado cómo los gremios se hallaron siempre imbuidos de un espíritu monopolista que intentaba proteger a un pequeño grupo con exclusión de los recién llegados. La mayoría de los autores, sin embargo, coincide en que, aun evitando toda idealización de las corporaciones, estas se hallaban basadas en la cooperación mutua y ofrecían una relativa seguridad a sus miembros[40].

El comercio medieval era llevado a cabo, como lo ha indicado Sombart, por una multitud de pequeños comerciantes. La venta al por mayor y la venta al detalle todavía no se habían separado, y hasta aquellos comerciantes que visitaban el extranjero, tales como los miembros de la Hansa del norte de Alemania, todavía se ocupaban del comercio al detalle. También la acumulación del capital fue muy lenta hasta fines del siglo XV. De este modo el pequeño comerciante poseía un grado considerable de seguridad en comparación con lo que ocurrió durante la última parte de la Edad Media, cuando el gran capital y el comercio monopolista asumieron una importancia creciente. «Mucho de lo que ahora tiene carácter mecánico», dice el profesor Tawney acerca de la vida de una ciudad medieval, «era entonces personal, intimo y directo, y había poco lugar para una organización demasiado vasta para el individuo y para la doctrina que hace acallar los escrúpulos y cierra todas las cuentas con la justificación final de la conveniencia económica»[41].

Esto nos conduce a un asunto esencial para la comprensión de la posición del individuo en la sociedad medieval: el que se refiere a las opiniones éticas concernientes a las actividades económicas, tales como ellas se expresaban no solamente en las doctrinas de la Iglesia católica, sino también en las leyes seculares. Sobre este punto seguimos la exposición de Tawney, puesto que su posición no puede ser sospechosa de ningún intento de idealizar el mundo medieval o de considerarlo bajo un aspecto romántico. Los supuestos básicos referentes a la vida económica eran dos: «Que los intereses económicos se subordinan al problema de la vida, que es la salvación, y que la conducta económica es un aspecto de la conducta personal, sometida, al igual que las otras, a las reglas de la moralidad».

Tawney formula así la opinión medieval acerca de las actividades económicas:

Las riquezas materiales poseen importancia secundaria, pero son necesarias, puesto que sin ellas los hombres no se pueden mantener ni ayudarse entre sí… Mas los motivos económicos son sospechosos. Como constituyen apetitos poderosos, los hombres los temen, pero no son tan bajos como para llegar a aplaudirlos… No hay lugar, según la teoría medieval, para una actividad económica que no esté relacionada con un fin moral, y el hallar una ciencia de la sociedad fundada en el supuesto de que el apetito para la ganancia económica es una fuerza constante y mensurable, que debe ser aceptada, al modo de las demás fuerzas naturales, como un hecho inevitable y evidente por si mismo, hubiera parecido al pensador medieval casi tan irracional e inmoral como el escoger, como supuesto de la filosofía social, la actividad desenfrenada de atributos humanos tales como la belicosidad y el instinto sexual… Las riquezas, como dice San Antonio, existen para el hombre y no el hombre para las riquezas… A cada paso, entonces, hay limites, restricciones, advertencias contra toda posible interferencia de los asuntos económicos sobre las cuestiones serias. Es licito para un hombre buscar aquellas riquezas que son necesarias para mantener el nivel de vida propio de su posición social. Buscar más no es ser emprendedor, sino ser avaro, y la avaricia es un pecado mortal. El comercio es legítimo; los diferentes recursos naturales de los distintos países muestran que la Providencia lo había previsto. Pero se trata de un asunto peligroso. Hay que estar seguro de que se lo está ejercitando para el beneficio público y que las ganancias de que uno se apropia no son más que el salario de su trabajo. La propiedad privada es una institución necesaria, por lo menos en un mundo caído en el pecado; los hombres trabajan más y disputan menos cuando los bienes son privados que cuando son comunes. Pero la propiedad privada debe ser tolerada como una concesión a la debilidad humana y no ser exaltada como un bien en si misma; el ideal, si es que el hombre pudiera elevarse hasta él, seria el comunismo. «Communis enim —escribe Graciano en su decretum—, usus omnium quœ sunt in hoc mundo, omnibus hominibus ese debuit». En el mejor de los casos las posesiones son un estorbo. Deben ser adquiridas legítimamente. Deben hallarse en el mayor número posible de manos. Deben proveer al sustento de los pobres. Su uso en la medida de lo practicable debe ser común. Sus propietarios han de estar prontos para compartirlas con los necesitados, aun cuando estos no se hallen en la indigencia inmediata[42].

Aun cuando estas opiniones expresan normas y no constituyan la imagen precisa de la realidad de la vida económica, reflejan, sin embargo, en alguna medida el real espíritu de la sociedad medieval.

La relativa estabilidad de la posición de los artesanos y de los mercaderes, que era característica de la ciudad medieval, fue debilitándose paulatinamente durante la baja Edad Media, hasta que se derrumbó por completo durante el siglo XVI. Ya desde el siglo XIV, y aun antes, se había iniciado una diferenciación creciente en el seno de las corporaciones, que siguió su curso a pesar de todos los esfuerzos por detenerla. Algunos miembros de los gremios poseían más capital que otros y empleaban cinco o seis jornaleros en lugar de uno o dos. Muy pronto algunos gremios admitieron solamente a las personas que dispusieran de un cierto capital. Otras corporaciones se tomaron poderosos monopolios que trataban de lograr todas las ventajas posibles de su posición monopolista y de explotar al consumidor en todo cuanto podían. Por otra parte, muchos miembros de las corporaciones se empobrecieron y debieron buscar alguna ganancia fuera de su ocupación tradicional, llegando frecuentemente a ser pequeños comerciantes accidentales. Muchos de ellos habían perdido su independencia económica y su seguridad, mientras al mismo tiempo se aferraban al ideal tradicional de la independencia económica[43].

En conexión con esta evolución del sistema de gremios la situación de los jornaleros fue de mal en peor. Mientras en las industrias de Italia y de Flandes existía una clase de obreros insatisfechos ya desde el siglo XIII o aun antes, la situación del jornalero en los gremios artesanos todavía era relativamente segura. Aun cuando no fuera cierto que todo jornalero podía llegar a patrón, muchos lo conseguían. Pero a medida que aumentaba el número de jornaleros dependientes de un solo patrón, que aumentaba el capital necesario para hacerse patrón y que aumentaba el carácter monopolista y exclusivo asumido por los gremios, disminuían las oportunidades del jornalero. El empeoramiento de su posición económica y social se manifestó en su creciente descontento, en la formación de organizaciones propias, huelgas y hasta violentas insurrecciones.

Lo que se ha dicho acerca del creciente desarrollo capitalista de los gremios de artesanos es aún más evidente en lo que toca al comercio. Mientras el comercio medieval había sido principalmente un modesto negocio interurbano, durante los siglos XIV y XV el comercio nacional e internacional creció rápidamente. Aun cuando los historiadores no están de acuerdo acerca del momento de iniciación de las grandes compañías comerciales, coinciden en que en el siglo XV ellas se estaban volviendo cada vez más poderosas y se habían desarrollado en monopolios que, por la fuerza superior de su capital, amenazaban tanto al pequeño comerciante como al consumidor. La reforma del emperador Segismundo, en el siglo XV, intentó restringir el poder de los monopolios por medios legislativos. Pero la posición del pequeño negociante se tornó cada vez más insegura; «apenas ejercía la influencia suficiente para dejar oír sus quejas, pero no la necesaria para impulsar una acción efectiva»[44].

La indignación y la ira del pequeño comerciante contra los monopolios fueron expresadas elocuentemente por Lutero en su folleto «Sobre el comercio y la usura»,[45] impreso en 1524:

Ellos tienen bajo su vigilancia todos los bienes y practican sin disimulo todos los engaños que han sido mencionados; suben y bajan los precios según su gusto, y oprimen y arruinan a todos los pequeños comerciantes, al modo como el lucio come los pececillos, justamente como si fueran señores de las criaturas de Dios y no tuvieran obligación de prestar obediencia a todas las leyes de la fe y el amor.

Estas palabras de Lutero habrían podido escribirse hoy. El miedo y la ira de la clase media contra los ricos monopolistas, durante los siglos XV y XVI, son similares en muchos aspectos al sentimiento que caracteriza la actitud de la clase media contra los monopolistas y los poderosos capitalistas de nuestra época.

También aumentaba el papel del capital en la industria. Un ejemplo notable es el de la industria minera. Originariamente la parte de cada miembro de una corporación minera era proporcional a la cantidad de trabajo por él realizada. Pero alrededor del siglo XV, las participaciones pertenecían en muchos casos a capitalistas que no trabajaban personalmente y, en medida cada vez más creciente, el trabajo era llevado a cabo por obreros retribuidos con salarios y sin participación en la empresa. El mismo desarrollo capitalista ocurrió también en otras industrias, y aumentó la tendencia que derivaba del papel creciente del capital en los gremios de artesanos y en el comercio: un aumento en la división entre ricos y pobres y en el descontento reinante entre estos últimos.

Por lo que se refiere a la situación de la gente del campo, las opiniones de los historiadores difieren. Sin embargo, el análisis de Schapiro, que citamos a continuación, parece hallarse suficientemente sustentado por los hallazgos de la mayoría de los historiadores.

No obstante estas pruebas de prosperidad, las condiciones del campesinado empeoraban rápidamente. A principios del siglo XVI había en realidad muy pocos propietarios independientes que cultivaran su propia tierra con derecho de representación en las dietas locales, lo cual era en la Edad Media un signo de independencia e igualdad social. La gran mayoría era Hoerige, es decir, pertenecía a una clase de gentes personalmente libres, pero cuya tierra se hallaba sometida a tributo, viéndose obligados los individuos a prestar determinados servicios según acuerdos… Era el Hoerige el fundamento de todas las insurrecciones campesinas. El campesino de la clase media, que vivía en una comunidad semiindependiente cercana a la finca señorial, se dio cuenta de que el aumento de los tributos y de los servicios lo estaban conduciendo prácticamente a un estado de servidumbre e iban reduciendo la propiedad comunal de la aldea a ser una parte del feudo del señor[46].

Ciertos cambios significativos en la atmósfera psicológica acompañaron el desarrollo económico del capitalismo. Un espíritu de desasosiego fue penetrando en la vida de las gentes hacia fines de la Edad Media, mientras comenzaba a desarrollarse el concepto del tiempo en el sentido moderno. Los minutos empezaron a tener valor; un síntoma de este nuevo sentido del tiempo es el hecho de que en Nuremberg las campanas empezaron a tocar los cuartos de hora a partir del siglo XVI[47]. Un número demasiado grande de días feriados comenzó a parecer una desgracia. El tiempo tenía tanto valor que la gente se daba cuenta de que no debería gastarse en nada que no fuera útil. El trabajo se transformó cada vez más en el valor supremo. Con respecto a él la nueva actitud se desarrolló con tanta fuerza que la clase media empezó a indignarse contra la improductividad económica de las instituciones eclesiásticas. Se resentía contra las órdenes mendicantes por ser improductivas y, por tanto, inmorales.

El principio de la eficiencia asumió el papel de una de las más altas virtudes morales. Al mismo tiempo el deseo de riqueza y de éxito material llegaron a ser una pasión que todo lo absorbía. «Todo el mundo», dice el predicador Martin Butzer, «corre detrás de aquellos asuntos y ocupaciones que reportan mayores beneficios. El estudio de las artes y de las ciencias es desechado en beneficio de las formas más innobles del trabajo manual. Todas las cabezas inteligentes, dotadas por Dios de capacidad para los más nobles estudios, se ven monopolizadas por el comercio, el cual está hoy en día tan saturado de deshonestidad, que es la última especie de ocupación que todo hombre honorable debiera emprender»[48].

Una muy importante consecuencia de los cambios económicos descritos llegó a afectar a todos. El sistema social medieval quedó destruido y con él la estabilidad y la relativa seguridad que ofrecía al individuo. Ahora, con los comienzos del capitalismo, todas las clases empezaron a moverse. Dejó de haber un lugar fijo en el orden económico que pudiera ser considerado como natural, como incuestionable. El individuo fue dejado solo; todo dependía de su propio esfuerzo y no de la seguridad de su posición tradicional.

Cada clase, por otra parte, se vio afectada de una manera distinta por este desarrollo. Para el pobre de las ciudades, los obreros y los aprendices, significó un aumento de la explotación y el empobrecimiento, y para los campesinos, también un crecimiento de la presión individual y económica; la nobleza más baja tuvo que enfrentar la ruina, aunque de distinta manera. Mientras para estas clases el nuevo desarrollo era esencialmente un cambio hacia lo peor, la situación era mucho más complicada para la clase media urbana. Nos hemos referido ya a la diferenciación creciente que había tenido lugar en sus filas. Amplios sectores de esta clase se hallaron en una situación cada vez más difícil. Muchos artesanos y pequeños comerciantes tuvieron que enfrentar el poder superior de los monopolistas y de otros competidores con mayor capital, teniendo así dificultades siempre más graves para mantenerse independientes. A menudo luchaban contra fuerzas abrumadoras por su peso, y para muchos se trataba de una lucha temeraria y desesperada. Otros sectores de la clase media eran más prósperos y participaban de la tendencia ascendente general del naciente capitalismo. Pero hasta para estas personas más afortunadas, el papel creciente del capital, del mercado y de la competencia condujo su situación personal hacia la inseguridad, el aislamiento y la angustia.

El hecho de que el capital asumiera una importancia decisiva significó que una fuerza impersonal estaba ahora determinando su destino económico y, con él, su destino personal. El capital «había dejado de ser un sirviente y se había vuelto un amo. Asumiendo una vitalidad separada e independiente, reclamaba el derecho, propio del socio más poderoso, de dictar el tipo de organización económica acorde con sus exigentes requerimientos»[49].

Las nuevas funciones del mercado tuvieron un efecto similar. El mercado medieval había sido relativamente pequeño y su funcionamiento resultaba fácilmente comprensible. Llevaba la demanda y la oferta en relación directa y concreta. El productor sabía aproximadamente cuánto debía producir y podía estar relativamente seguro de vender sus productos por un precio adecuado. Pero ahora era menester producir para un mercado cada vez más vasto y ya no se podían determinar por adelantado las posibilidades de venta. Por tanto, no era suficiente producir mercaderías útiles. Aun cuando esto fuera una condición necesaria para la venta, las leyes imprevisibles del mercado decidían si los productos podían ser vendidos y con qué beneficio. El mecanismo del nuevo mercado parecía similar a la doctrina calvinista de la predestinación, según la cual el individuo debe realizar todos los esfuerzos posibles para ser bueno, pero mientras tanto su salvación o perdición se halla decidida desde antes del nacimiento. El día del mercado se tornó en el día del juicio para los productos del esfuerzo humano.

Otro factor importante dentro de la situación era el papel creciente de la competencia. Si bien esta no estaba del todo ausente en la sociedad medieval, el sistema económico feudal se basaba en el principio de la cooperación y estaba regulado —o regimentado— por normas capaces de restringir la competencia. Con el surgir del capitalismo estos principios medievales cedieron lugar cada vez más al principio de la empresa individualista. Cada individuo debía seguir adelante y tentar la suerte. Debía nadar o hundirse. Los otros no eran ya sus aliados en una empresa común; se habían vuelto sus competidores, y frecuentemente el individuo se veía obligado a elegir entre su propia destrucción o la ajena[50].

Ciertamente el papel del capital, del mercado y de la competencia individual no era tan importante en el siglo XVI como lo fue más tarde. Pero, al mismo tiempo, todos los elementos decisivos del capitalismo moderno ya habían surgido juntamente con sus efectos psicológicos sobre el individuo.

Hemos descrito una parte del cuadro, pero también hay otra: el capitalismo liberó al individuo. Liberó al hombre de la regimentación del sistema corporativo; le permitió elevarse por sí solo y tentar su suerte. El individuo se convirtió en dueño de su destino: suyo seria el riesgo, suyo el beneficio. El esfuerzo individual podía conducirlo al éxito y a la independencia económica. La moneda se convirtió en un gran factor de igualdad humana y resultó más poderosa que el nacimiento y la casta.

Este aspecto del capitalismo apenas empezaba a desarrollarse en el primitivo período que hemos tratado hasta ahora. Desempeñó un papel más importante entre el pequeño grupo de capitalistas prósperos que entre la clase media urbana. Sin embargo, hasta en la medida restringida en que existió efectivamente en ese entonces, tuvo efectos importantes en la formación de la personalidad humana.

Si ahora tratamos de resumir nuestra discusión relativa al impacto de los cambios económicos y sociales sobre el individuo durante los siglos XV y XVI, llegamos al siguiente cuadro de conjunto.

Nos encontramos con aquel mismo carácter ambiguo de la libertad que antes se discutió. El hombre es liberado de la esclavitud que entrañan los lazos económicos y políticos. También gana en el sentido de la libertad positiva, merced al papel activo e independiente que ejerce en el nuevo sistema. Pero, a la vez, se ha liberado de aquellos vínculos que le otorgan seguridad y un sentimiento de pertenencia. La vida ya no transcurre en un mundo cerrado, cuyo centro es el hombre; el mundo se ha vuelto ahora ilimitado y, al mismo tiempo, amenazador. Al perder su lugar fijo en un mundo cerrado, el hombre ya no posee una respuesta a las preguntas sobre el significado de su vida; el resultado está en que ahora es víctima de la duda acerca de sí mismo y del fin de su existencia. Se halla amenazado por fuerzas poderosas y suprapersonales, el capital y el mercado. Sus relaciones con los otros hombres, ahora que cada uno es un competidor potencial, se han tomado lejanas y hostiles; es libre, esto es, está solo, aislado, amenazado desde todos lados. Al no poseer la riqueza o el poder que tenía el capitalista del Renacimiento, y habiendo perdido también el sentimiento de unidad con los otros hombres y el universo, se siente abrumado por su nulidad y desamparo individuales. El Paraíso ha sido perdido para siempre, el individuo está solo y enfrenta al mundo; es un extranjero abandonado en un mundo ilimitado y amenazador. La nueva libertad está destinada a crear un sentimiento profundo de inseguridad, de impotencia, de duda, de soledad y de angustia. Estos sentimientos deben ser aliviados si el individuo ha de obrar con éxito.

2. El período de la Reforma

En este momento del desarrollo histórico surgieron el luteranismo y el calvinismo. Las nuevas religiones no pertenecían a una rica clase elevada sino a la clase media urbana, a los pobres de las ciudades y a los campesinos. Ellas entrañaban un llamamiento a estos grupos al expresar aquel nuevo sentimiento de libertad e independencia —así como de impotencia y angustia— que había penetrado en sus miembros. Pero las nuevas doctrinas religiosas hicieron algo más que proporcionar una expresión articulada a los sentimientos generados por el orden económico en evolución. Por medio de sus enseñanzas aumentaron y, al mismo tiempo, ofrecieron soluciones capaces de permitir al individuo hacer frente al sentimiento de inseguridad, que de otro modo hubiera sido insoportable.

Antes de comenzar el análisis del significado social y psicológico de las nuevas doctrinas religiosas, haremos algunas consideraciones acerca del método de nuestro estudio, lo cual contribuirá a la comprensión de tal análisis.

Al estudiar el significado psicológico de una doctrina política o religiosa, debemos ante todo tener presente que el análisis psicológico no implica juicio alguno acerca de la verdad de la doctrina analizada. Esta última cuestión sólo puede ser juzgada en los términos de la estructura lógica del problema mismo. El análisis de los motivos psíquicos existentes detrás de ciertas doctrinas o ideas no puede ser nunca un sustituto del juicio racional referente a la validez de la doctrina y de sus valores implícitos, aun cuando aquel análisis puede conducir a una mejor comprensión del significado real de una doctrina, y de este modo influir sobre el propio juicio de valor.

Lo que el análisis psicológico de las doctrinas puede mostrar son las motivaciones subjetivas que proporcionan a una persona la conciencia de ciertos problemas y le hacen buscar una respuesta en determinadas direcciones. Cualquier clase de pensamiento, verdadero o falso, si representa algo más que una conformidad superficial con las ideas convencionales, es motivado por las necesidades subjetivas y los intereses de la persona que lo piensa. Ocurre que ciertos intereses se ven favorecidos por el hallazgo de la verdad, mientras que otros lo son por su destrucción. Pero en ambos casos los motivos psicológicos constituyen incentivos importantes para llegar a ciertas conclusiones. Hasta podríamos ir más lejos y afirmar que aquellas ideas que no se hallan arraigadas en poderosas necesidades de la personalidad ejercerán poca influencia sobre las acciones y la vida toda del individuo en cuestión.

Si analizamos las doctrinas religiosas y políticas con relación a su significado psicológico, deberemos distinguir dos problemas. Podemos estudiar la estructura del carácter del individuo que crea una nueva doctrina, tratando de entender cuáles rasgos de su personalidad explican la orientación especial de su pensamiento. Hablando concretamente, ello significa, por ejemplo, que debemos analizar la estructura del carácter de Calvino o de Lutero para hallar qué tendencias de su personalidad los condujeron a determinadas conclusiones y a formular ciertas doctrinas. El otro problema se halla en el estudio de los motivos psicológicos, no ya del creador de la doctrina, sino del grupo social hacia el cual la doctrina misma orienta su llamado. La influencia de toda doctrina o idea depende de la medida en que responda a las necesidades psíquicas propias de la estructura del carácter de aquellos hacia los cuales se dirige. Solamente cuando la idea responda a poderosas necesidades psicológicas de ciertos grupos sociales, llegará a ser una potente fuerza histórica.

Por supuesto, ambos problemas, la psicología del líder y la del grupo de sus adeptos, se hallan estrechamente ligados entre sí. Si la misma idea influye sobre ambos, la estructura de su carácter ha de ser similar en muchos aspectos importantes. Prescindiendo de factores tales como el talento especial del líder para el pensamiento y la acción, la estructura de su carácter exhibirá generalmente, en una forma extrema y claramente definida, la peculiar estructura del carácter correspondiente a aquellos sobre quienes influyen sus doctrinas; el líder puede llegar a una formulación más clara y franca de ciertas ideas para las cuales sus adeptos se hallan ya psicológicamente preparados. El hecho de que la estructura del carácter del líder muestre con mayor vivacidad algunos de los rasgos que puedan encontrarse en sus seguidores, se debe a uno de los siguientes factores o a una combinación de ambos: primero, que su posición social sea la que típicamente corresponde a aquellas condiciones que modelan la personalidad de todo el grupo; segundo, que por las circunstancias accidentales de su educación y de sus experiencias personales, aquellos mismos rasgos que en el grupo son consecuencia de la posición social, se desarrollen en él en un grado muy marcado.

En nuestro análisis del significado psicológico de las doctrinas del protestantismo y del calvinismo no se tratará de las personalidades de Calvino y Lutero, sino de la situación psicológica de las clases sociales hacia las cuales se dirigían sus ideas. Quiero tan sólo mencionar muy brevemente, antes de comenzar nuestra discusión de la teoría luterana, que Lutero, como persona, era un representante típico del «carácter autoritario», que será descrito más adelante. Habiendo sido educado por un padre excepcionalmente severo y gozado cuando niño de muy poca seguridad o amor, su personalidad se debatía en una constante ambivalencia con respecto a la autoridad; la odiaba y se rebelaba contra ella, pero al mismo tiempo la admiraba y tendía a sometérsele. Durante toda su vida tuvo siempre una autoridad a la cual se oponía y otra que era objeto de su admiración: cuando joven, su padre y sus superiores en el monasterio; el Papa y los príncipes más tarde. Se hallaba henchido del sentimiento extremo de su soledad, impotencia y perversidad, pero, a la vez, de la pasión de dominio. Se veía tan torturado por las dudas como sólo puede estarlo un carácter compulsivo, buscando constantemente algo que le diera seguridad interior y lo aliviara de los tormentos de la incertidumbre. Odiaba a los otros, especialmente a la «chusma», se odiaba a sí mismo, odiaba la vida, y de todo este odio se originó un apasionado y desesperado deseo de ser amado. Todo su ser estaba penetrado por el miedo, la duda y el aislamiento íntimo, y era sobre esta base personal que debía llegar a ser el paladín de grupos sociales que se hallaban psicológicamente en una posición muy similar.

Nos parece conveniente hacer una última consideración a propósito del método empleado en el análisis que seguirá. Todo análisis psicológico de los pensamientos de un individuo o de una ideología tiende a la comprensión de las raíces psicológicas de las cuales surgen tales ideas o pensamientos. La primera condición para dicho análisis es el comprender plenamente la contextura lógica de una idea y lo que su autor se propone decir conscientemente. Sabemos, sin embargo, que una persona, aun cuando sea subjetivamente sincera, con frecuencia puede ser inconscientemente llevada por un motivo diferente del que ella misma se atribuye; que puede emplear un concepto que desde el punto de vista lógico implica cierto significado, mientras que para ella, inconscientemente, quiere decir algo distinto de este significado «oficial». Sabemos, además, que puede intentar armonizar ciertas contradicciones existentes en sus propios pensamientos, por medio de una construcción ideológica, o bien encubrir una idea reprimida con una racionalización que exprese lo contrario. La comprensión de la manera de obrar de los elementos inconscientes nos ha enseñado a ser escépticos respeto de las palabras y a no tomarlas en su valor aparente.

El análisis de las ideas se dirige principalmente a dos tareas: la primera es la de determinar el peso que una idea posee en el conjunto de un sistema ideológico; la segunda es la de determinar si se trata de una racionalización que no coincide con el significado real de los pensamientos. Un ejemplo del primer punto es el siguiente: dentro de la ideología hitlerista la importancia atribuida a la injusticia del tratado de Versalles desempeñaba un papel formidable, y además era cierto que Hitler estaba sinceramente indignado con respecto a ese tratado de paz. Pero si analizamos toda su ideología política, veremos cómo sus fundamentos están constituidos por un intenso deseo de poder y de conquista, y que, a pesar de la importancia concedida conscientemente a la injusticia que se le hizo a Alemania, en realidad este pensamiento pesaba muy poco en el conjunto de sus ideas. Un ejemplo de la diferencia entre el significado intencional consciente de un pensamiento y su significado psicológico real, puede hallarse en el análisis de las doctrinas de Lutero tratadas en el presente capítulo.

Afirmamos que su manera de concebir las relaciones con Dios posee el carácter de una sumisión, la cual es debida a la impotencia del hombre. El mismo habla de esta sumisión como de algo voluntario, como de una consecuencia, no ya del miedo, sino del amor. Se podría argüir entonces que, desde el punto de vista lógico, no se trata de sumisión. Psicológicamente, sin embargo, se sigue de toda la estructura de los pensamientos de Lutero que esta especie de amor o de fe, es en realidad sumisión, y que, aun cuando conscientemente piense en función del aspecto voluntario y lleno de amor de su «sumisión» a Dios, se siente, en realidad, penetrado por un sentimiento de impotencia y de pecado que otorga a su relación con Dios el carácter de sumisión (exactamente como la dependencia masoquista de una persona con respecto a otra, con frecuencia es conscientemente concebida como «amor»). Desde el punto de vista del análisis psicológico, por lo tanto, la objeción de que Lutero dice algo diferente de lo que, según nosotros, quiere realmente decir (si bien inconscientemente), tiene poca importancia. Creemos que ciertas contradicciones de su sistema pueden ser entendidas tan sólo por medio del análisis del significado psicológico de sus conceptos.

En el siguiente análisis del protestantismo he interpretado las doctrinas religiosas de acuerdo con su significado según el contexto de todo el sistema. No cito frases que contradigan algunas de las doctrinas de Lutero o de Calvino, si he llegado al convencimiento de que su importancia y sentido son tales que no constituyen contradicciones reales. Pero mi interpretación no se basa en el procedimiento de escoger aquellas determinadas proposiciones que sean adecuadas para la interpretación misma, sino sobre el estudio de todo el sistema de Calvino y Lutero, de sus bases psicológicas, y según el método de interpretar sus elementos aislados a la luz de la estructura psicológica de todo el sistema.

Si queremos entender qué es lo nuevo en las doctrinas de la Reforma, debemos primero considerar lo esencial de la teología de la Iglesia medieval[51]. Al intentar hacerlo, hay que enfrentar la misma dificultad metodológica que hemos discutido en conexión con conceptos tales como «sociedad medieval» y «sociedad capitalista». Del mismo modo que en la esfera económica no se dan cambios bruscos de una estructura a otra, así tampoco hay tales cambios en la esfera teológica. Ciertas doctrinas de Calvino y Lutero son tan similares a las de la Iglesia medieval, que a veces es muy difícil hallar diferencias esenciales entre ellas. La Iglesia católica, como el calvinismo y el protestantismo, siempre había negado que el hombre pudiese salvarse por la sola fuerza de sus virtudes y de sus méritos, que pudiera dejar de utilizar la gracia divina como medio indispensable de salvación. Sin embargo, a pesar de todos los elementos comunes entre la nueva y la vieja teología, el espíritu de la Iglesia católica fue esencialmente distinto del de la Reforma, especialmente con relación al problema de la dignidad y la libertad humanas y al efecto de las acciones del hombre sobre su propio destino.

Determinados principios fueron característicos de la teología católica durante el largo período anterior a la Reforma: la doctrina según la cual la naturaleza humana, aunque corrompida por el pecado de Adán, tiene una tendencia innata hacia lo bueno; el principio de que la voluntad del hombre es libre para desear lo bueno, que los esfuerzos del hombre son útiles para su salvación, y que el pecador puede salvarse por medio de los sacramentos de la Iglesia, fundados en los méritos de la muerte de Cristo.

No obstante, algunos de los teólogos más representativos, como San Agustín y Santo Tomás de Aquino, aunque sustentaban los puntos de vista que se acaban de mencionar, enseñaban al mismo tiempo ciertas doctrinas que poseían un espíritu profundamente distinto. Pero aun cuando Santo Tomás enseñe una doctrina que admite la predestinación, nunca deja de señalar la importancia del libre albedrío como una de sus ideas fundamentales. Para superar el contraste entre la teoría de la libertad y la de la predestinación se ve obligado a emplear las construcciones más complicadas; pero, si bien estas no parecen resolver de manera satisfactoria las contradicciones, Santo Tomás persiste en la doctrina del libre albedrío y de la utilidad del esfuerzo humano para lograr la salvación, aun cuando la voluntad misma necesite del apoyo de la gracia divina[52].

Sobre el libre albedrío Santo Tomás dice que seria contradictorio con la esencia de Dios y la naturaleza del hombre suponer que este no sea libre de decidir y hasta de rehusar la gracia que Dios le ofrece[53].

Otros teólogos subrayaron más que Santo Tomás el papel del obrar humano en la salvación. Según Buenaventura, está en la intención de Dios el ofrecer la gracia al hombre, pero sólo la reciben los que se preparan para ello por medio de sus méritos.

La importancia asignada al obrar humano aumentó durante los siglos XIII, XIV y XV en los sistemas de Duns Scoto, Occam y Biel; y es este un desarrollo de especial importancia para la comprensión del nuevo espíritu de la Reforma, puesto que los ataques de Lutero se dirigían sobre todo contra los escolásticos de la última parte de la Edad Media, a quienes llamaba San Theologen.

Duns Scoto reafirmó el papel de la voluntad. La voluntad es libre. A través de la realización de su voluntad el hombre realiza su yo individual, y tal autorrealización constituye una satisfacción suprema para el individuo. Como es una orden de Dios el que la voluntad sea un acto del yo individual, ni aun Dios posee influencia directa sobre las decisiones humanas.

Biel y Occam insisten sobre el papel de los méritos propios del hombre en tanto que condición de su salvación, y aun cuando hablan también de la ayuda de Dios, el significado básico de esta, tal como estaba contenido en las doctrinas más antiguas, fue abandonado por ellos[54]. Biel supone que el hombre es libre y que puede siempre dirigirse hacia Dios, cuya gracia va en su ayuda. Occam enseña que la naturaleza del hombre no ha sido realmente corrompida por el pecado; según él, el pecado es solamente un acto aislado, que no cambia la sustancia del hombre. El Tridentino afirma muy claramente que el libre albedrío coopera con la gracia de Dios, pero que también puede abstenerse de tal cooperación[55]. La imagen del hombre tal como la presentan Occam y otros escolásticos de la última época, lo muestra no ya como un pobre pecador, sino como un ser libre cuya naturaleza misma lo hace capaz de todo lo bueno y cuya voluntad se halla libre del vínculo de toda fuerza natural o externa.

La práctica de la compra de las indulgencias, que desempeñó un creciente papel en la última parte de la Edad Media, y que fuera objeto de uno de los ataques principales de Lutero, se relacionaba con ese aumento de la importancia asignada a la voluntad del hombre y al valor de sus esfuerzos. Al comprar a los emisarios papales una indulgencia, el hombre era eximido del castigo temporal, considerado como un sustituto del castigo eterno, y como lo ha señalado Seeberg[56], una persona tenía todas las razones para esperar una absolución de todos sus pecados.

A primera vista pudiera parecer que esta práctica de comprar al Papa la propia remisión de los castigos del purgatorio se hallaba en contradicción con la idea de la eficacia de los esfuerzos humanos para lograr la salvación, puesto que tal remisión supone la dependencia de la autoridad eclesiástica y de sus sacramentos. Pero si bien ello es en cierta medida verdad, también debe reconocerse que esa práctica se inspira en un cierto espíritu de esperanza y de seguridad; si el hombre pudiera eximirse del castigo con tanta facilidad, entonces se habría aliviado de manera considerable la carga de culpabilidad. Podría liberarse de la carga del pasado de un modo relativamente fácil, y así desembarazarse de la angustia que lo obsesionara. Además, no debe olvidarse que, de acuerdo con la teoría eclesiástica, explícita o implícita, el efecto de una indulgencia dependía del supuesto de que su comprador estaba arrepentido y se había confesado[57].

Otras ideas que difieren netamente del espíritu de la Reforma pueden hallarse en los escritos de los místicos, en los sermones y en las reglas, tan elaboradas, destinadas a la práctica de la confesión. Encontramos en ellos un espíritu de afirmación de la dignidad humana y de la legitimidad de la expresión de toda su personalidad. Juntamente con esta actitud hallamos la noción de la imitación de Cristo, que se difunde desde época tan temprana como el siglo XII, y la creencia de que el hombre puede aspirar a parecerse a Dios. Las reglas para los confesores mostraban una gran comprensión de las situaciones concretas en que pudiera hallarse el individuo y reconocían las diferencias individuales subjetivas. No consideraban el pecado como una carga destinada a oprimir y humillar al individuo, sino como una debilidad humana para la cual debe tenerse comprensión y respeto[58].

Resumiendo: la Iglesia medieval insistía sobre la importancia de la dignidad humana, el libre albedrío y el hecho de la utilidad de los esfuerzos humanos para obtener la salvación; también insistía sobre la semejanza entre Dios y el hombre y sobre el derecho de este último para confiar en el amor divino. Se consideraba que los hombres eran iguales y hermanos por el hecho mismo de su semejanza con Dios. En la última parte de la Edad Media, en conexión con los comienzos del capitalismo, comenzó a surgir un sentimiento de perplejidad e inseguridad; pero al mismo tiempo se reforzaron aquellas tendencias que exaltaban el papel de la voluntad y de las obras humanas. Podemos suponer que tanto la filosofía del Renacimiento como la doctrina católica predominante en la baja Edad Media reflejaban el espíritu prevaleciente en aquellos grupos sociales que debían a su posición económica el sentimiento de poder e independencia que los animaba. Por otra parte, la teología de Lutero expresó los sentimientos de la clase media que luchaba contra la autoridad de la Iglesia, y se mostraba resentida contra la nueva clase adinerada, al verse amenazada por el naciente capitalismo y subyugada por un sentimiento de impotencia e insignificancia individuales.

El sistema de Lutero, en la medida en que difiere de la tradición católica, posee dos aspectos, uno de los cuales ha sido subrayado más que el otro en la habitual exposición de sus doctrinas en los países protestantes. Según este último aspecto, se señala que Lutero dio al hombre independencia en las cuestiones religiosas; que despojó a la Iglesia de su autoridad, otorgándosela en cambio al individuo; que su concepto de la fe y de la salvación se apoya en la experiencia individual subjetiva, según la cual toda la responsabilidad cae sobre el individuo y ninguna sobre una autoridad susceptible de darle lo que él mismo es incapaz de obtener. Existen razones para alabar este aspecto de las doctrinas de Lutero y de Calvino, puesto que ellas constituyen una de las fuentes del desarrollo de la libertad política y espiritual de la sociedad moderna; un desarrollo que, especialmente en los países anglosajones, se halla conexo de modo inseparable con las ideas del puritanismo.

El otro aspecto de la libertad moderna —el aislamiento y el sentimiento de impotencia que ha aportado al individuo— tiene sus raíces en el protestantismo, no menos que el sentimiento de independencia. Como este libro tiene sobre todo por objeto estudiar la libertad como peligro y como carga, el análisis que se expone a continuación es intencionadamente parcial, pues subraya aquel lado de las doctrinas de Calvino y de Lutero que constituye las raíces del aspecto negativo de la libertad: su exaltación de la impotencia y maldad fundamentales del hombre.

Lutero presumía la existencia de una maldad innata en la naturaleza humana, maldad que dirige su voluntad hacia el mal e impide a todos los hombres el poder realizar, fundándose solamente en su naturaleza, cualquier acto bueno. El hombre posee una naturaleza mala y depravada (naturaliter et inevitabiliter mala et vitiata natura). La depravación de la naturaleza del hombre y su absoluta falta de libertad para elegir lo justo constituye uno de los conceptos fundamentales de todo el pensamiento de Lutero. Con este espíritu comienza su comentario a la Epístola a los Romanos, de San Pablo:

La esencia de esta epístola es: destruir, desarraigar y aniquilar toda la sabiduría y justicia de la carne, que puedan aparecer —ante nuestros ojos y ante los de los demás— notables y sinceras… Lo que importa es que nuestra justicia y nuestra sabiduría, que se despliegan ante nuestros ojos, son destruidas y arrancadas de raíz de nuestro corazón y de nuestro yo vano.[59]

Esta convicción acerca de la corrupción del hombre y de su impotencia para realizar lo bueno por sus propios méritos, es una condición esencial de la gracia divina. Solamente si el hombre se humilla a si mismo y destruye su voluntad y orgullo individuales podrá descender sobre él la gracia de Dios:

Porque Dios quiere salvarnos por medio de una justicia y una sabiduría que nos son extrañas (fremde), y no ya por medio de las nuestras; mediante una justicia que no parte de nosotros, sino que llega a nosotros desde afuera… Esto es, ha de enseñarse aquella justicia que viene exclusivamente desde afuera y es enteramente ajena a nosotros.[60]

Una expresión aún más radical de la impotencia humana la proporcionó Lutero siete años más tarde en su folleto De servo arbitrio, que entrañaba una crítica a la defensa que del libre albedrío formulara Erasmo:

… Por lo tanto, la voluntad humana es, por decirlo así, una bestia entre dos amos. Si Dios está encima de ella, quiere y va donde Dios manda, como dice el Salmo: «Ante ti yo era una bestia y, sin embargo, estoy continuamente contigo» (Salmos, 22, 23, 73). Si es el Diablo quien está encima de la voluntad, esta quiere y va como Satán quiere. Ni está en poder de su propia voluntad el elegir para qué jinete correrá ni a quién buscará, sino que los jinetes mismos disputan quién ha de obtenerlo y retenerlo.[61]

Lutero declara que si uno no quiere

abandonar del todo este asunto (del libre albedrío) —lo cual seria lo más seguro y también lo más religioso—, podemos, sin embargo, con buena conciencia, aconsejar que sea usado tan sólo en la medida en que permita al hombre una «voluntad libre», no ya con respecto a los que le son superiores, sino tan sólo con aquellos seres que están por debajo de él mismo… Con respecto a Dios el hombre no posee «libre albedrío», sino que es un cautivo, un esclavo y un siervo de la voluntad de Dios o de la voluntad de Satán.[62]

Las doctrinas que hacen del hombre un instrumento pasivo en las manos de Dios, y esencialmente malo, que su única tarea es la de entregarse a la voluntad divina, y que Dios podría salvarlo mediante un incomprensible acto de justicia, no constituían la respuesta definitiva que era capaz de dar un hombre como Lutero, arrastrado de tal modo por la desesperanza, la angustia y la duda, y al mismo tiempo por el deseo ardiente de certidumbre. A su debido tiempo halló la respuesta a sus dudas. En 1518 tuvo una revelación imprevista. El hombre no puede ser salvado por sus virtudes, ni tampoco debe meditar acerca de si sus obras agradarán o no al Señor; pero sí puede obtener la certidumbre de su salvación si tiene fe. La fe es otorgada al hombre por Dios; una vez que el hombre ha tenido la experiencia subjetiva de la fe, también puede estar cierto de su salvación. El individuo, en su relación con Dios, es esencialmente receptivo. Una vez que el hombre ha recibido la gracia de Dios en la experiencia de la fe, su naturaleza cambia, puesto que en ese acto mismo se une a Cristo, y la justicia de Cristo reemplaza la suya propia, que se había perdido por el pecado de Adán. Sin embargo, el hombre no puede llegar jamás a ser enteramente virtuoso en vida, puesto que su maldad natural nunca puede llegar a desaparecer[63].

La doctrina de Lutero acerca de la fe experimentada como sentimiento subjetivo de la salvación propia superior a cualquier duda, podría parecer a primera vista una grave contradicción con aquel intenso sentimiento de duda que era característico de su personalidad y de sus enseñanzas hasta 1518. Sin embargo, desde el punto de vista psicológico, este cambio desde la duda a la certidumbre, lejos de ser contradictorio, posee una relación causal. Debemos recordar lo que se ha dicho acerca de la naturaleza de esta duda: no se trata de la duda racional, inseparable de la libertad de pensamiento, que se atreve a discutir las opiniones establecidas. Se trata, por el contrario, de una duda irracional que brota del aislamiento e impotencia de un individuo cuya actitud hacia el mundo se caracteriza por el odio y la angustia. Esta duda irracional no puede remediarse por medio de respuestas racionales; tan sólo puede desaparecer si el individuo llega a ser parte integrante de un mundo que posea algún sentido. Si ello no ocurre, como no ocurrió en el caso de Lutero y de la clase media que él representaba, la duda solamente puede ser acallada, enterrada por así decirlo, cosa que es dado hacer mediante alguna fórmula que prometa la certidumbre absoluta. La búsqueda compulsiva de la certidumbre, tal como la hallamos en Lutero, no es la expresión de una fe genuina, sino que tiene su raíz en la necesidad de vencer una duda insoportable. La solución que proporciona Lutero es análoga a la que encontramos hoy en muchos individuos que, por otra parte, no piensan en términos teológicos: a saber, el hallar la certidumbre por la eliminación del yo individual aislado al convertirse en un instrumento en manos de un fuerte poder subyugante, exterior al individuo. Para Lutero este poder era Dios, y en la ilimitada sumisión era donde buscaba la certidumbre. Pero aun cuando lograra así acallar en cierta medida sus dudas, estas en realidad nunca desaparecieron; hasta en sus últimos días tuvo accesos de duda, que hubo de dominar con renovados esfuerzos hasta llegar a la sumisión. Desde el punto de vista psicológico la fe posee dos significados completamente distintos. Puede representar la expresión de una relación íntima con la humanidad y una afirmación de vida, o bien puede constituir una forma de reacción contra un sentimiento fundamental de duda, arraigado en el aislamiento del individuo y en su actitud negativa hacia la vida. La fe de Lutero poseía este carácter compensatorio.

Es especialmente importante entender el significado de la duda y de los intentos de acallarla, porque no se trata solamente de un problema que concierne a Lutero y —como lo veremos pronto— a la teología de Calvino, sino que sigue siendo uno de los problemas básicos del hombre moderno. La duda es el punto de partida de la filosofía moderna; la necesidad de acallarla constituyó un poderoso estímulo para el desarrollo de la filosofía y de la ciencia modernas. Pero aunque muchas dudas racionales han sido resueltas por medio de respuestas racionales, la duda irracional no ha desaparecido y no puede desaparecer hasta tanto el hombre no progrese desde la libertad negativa a la positiva. Los intentos modernos de acallarla, ya consistan estos en una tendencia compulsiva hacia el éxito, en la creencia de que un conocimiento ilimitado de los hechos puede resolver la búsqueda de la certidumbre, o bien en la sumisión a un líder que asuma la responsabilidad de la «certidumbre», todas estas soluciones tan sólo pueden eliminar la conciencia de la duda. La duda misma no desaparecerá hasta tanto el hombre no supere su aislamiento y hasta que su lugar en el mundo no haya adquirido un sentido expresado en función de sus humanas necesidades.

¿Cuál es la conexión de las doctrinas de Lutero con la situación psicológica en que se hallaban todos, excepto los ricos y los poderosos, hacia fines de la Edad Media? Como hemos visto ya, el viejo orden se estaba derrumbando. El individuo había perdido la seguridad de la certidumbre y era amenazado por nuevas fuerzas económicas, por capitalistas y monopolios; el principio corporativo estaba siendo reemplazado por el de la competencia; las clases bajas experimentaban el peso de la explotación creciente. El llamamiento del luteranismo a estas últimas era diferente del que se dirigía a la clase media. Los pobres de las ciudades, y aún más los campesinos, se hallaban en una situación desesperada. Eran explotados despiadadamente y privados de sus derechos y privilegios tradicionales. Se hallaban en un estado de ánimo revolucionario, sentimiento que encontró su expresión en las sublevaciones campesinas y en los movimientos revolucionarios de las ciudades. Los Evangelios articulaban sus esperanzas y sus expectativas, tal como lo habían hecho para los esclavos y los trabajadores del cristianismo primitivo, y guiaban al pueblo en su búsqueda de la libertad y de la justicia. En la medida en que Lutero atacaba la autoridad y hacía de la palabra evangélica el centro de sus enseñanzas, se dirigía a estas masas inquietas del mismo modo que lo habían hecho antes que él otros movimientos religiosos de carácter evangélico.

Pero aun cuando Lutero aceptara la adhesión de esas masas y las apoyara, sólo podía persistir en esta actitud hasta cierto punto; debía romper la alianza apenas los campesinos llegaran más allá del ataque a la autoridad de la Iglesia y de la formulación de simples demandas de mejoras. Pero los campesinos avanzaron hasta transformarse en una clase revolucionaria que amenazaba con destruir los fundamentos del orden social, en cuyo mantenimiento la clase media se hallaba vitalmente interesada. Porque, a pesar de todas las dificultades anteriormente descritas, la clase media, hasta su estrato más bajo, poseía privilegios que defender contra las demandas de los pobres, y por lo tanto era intensamente hostil a aquellos movimientos revolucionarios que se dirigían a destruir no solamente los privilegios de la aristocracia, de la Iglesia y de los monopolios, sino también los propios privilegios de la clase media.

La posición en que esta se hallaba, entre los ricos y los muy pobres, complicaba su forma de reaccionar y en cierto sentido la hacía contradictoria. Deseaba sostener la ley y el orden, y sin embargo ella misma se hallaba virtualmente amenazada por el capitalismo creciente. Tampoco los más afortunados miembros de la clase media eran tan ricos y tan poderosos como el pequeño grupo de los grandes capitalistas. Debían luchar duramente para sobrevivir y tener éxito. El lujo de la clase adinerada aumentaba su sentimiento de pequeñez y los llenaba de envidia e indignación. En conjunto, el colapso del orden feudal y el surgimiento del capitalismo constituían una amenaza más que una ayuda.

La concepción del hombre sustentada por Lutero reflejaba precisamente este dilema. El hombre se halla libre de todos los vínculos que lo ligaban a las autoridades espirituales, pero esta misma libertad lo deja solo y lo llena de angustia, lo domina con el sentimiento de insignificancia e impotencia individuales. Esta experiencia aplasta al individuo libre y aislado. La teología luterana manifiesta tal sentimiento de desamparo y de duda. La imagen del hombre que Lutero expresa en términos religiosos describe la situación del individuo tal como había sido producida por la evolución general, social y económica. El miembro de la clase media se hallaba tan indefenso frente a las nuevas fuerzas económicas como el hombre descrito por Lutero lo estaba en sus relaciones con Dios.

Pero Lutero hizo algo más que poner de manifiesto el sentimiento de insignificancia que prevalecía en las clases sociales que recibían su prédica: también le ofreció una solución. El individuo podía tener la esperanza de ser aceptado por Dios no solamente por el hecho de reconocer su propia insignificancia, sino también humillándose al extremo, abandonando todo vestigio de voluntad personal, renunciando a su fuerza individual y condenándola. La relación de Lutero con Dios era de completa sumisión. Su concepción de la fe, expresada en términos psicológicos, significa: si te sometes completamente, si aceptas tu pequeñez individual, entonces Dios Todopoderoso puede estar dispuesto a quererte y a salvarte. Si te deshaces, por un acto de extrema humildad, de tu personalidad individual con todas sus limitaciones y dudas, te liberarás del sentimiento de tu nulidad y podrás participar de la gloria de Dios. Por lo tanto, Lutero, si bien libertaba al pueblo de la autoridad de la Iglesia, lo obligaba a someterse a una autoridad mucho más tiránica, la de un Dios que exigía como condición esencial de salvación la completa sumisión del hombre y el aniquilamiento de su personalidad individual. La «fe» de Lutero consistía en la convicción de que sólo a condición de someterse uno podía ser amado, solución esta que tiene mucho de común con el principio de la completa sumisión del individuo al Estado y al «líder».

El reverente temor que Lutero sentía por la autoridad, y su amor hacia ella, también aparecen en sus convicciones políticas. Aunque combatiera contra la autoridad de la Iglesia, aunque se sintiera lleno de indignación contra la nueva clase adinerada, una de cuyas partes estaba constituida por la capa superior de la jerarquía eclesiástica, y aunque apoyara hasta cierto punto las tendencias revolucionarias de los campesinos, postulaba la más absoluta sumisión a las autoridades mundanas y a los príncipes:

Aun cuando aquellos que ejercen la autoridad fueran malos o desprovistos de fe, la autoridad y el poder que esta posee son buenos y vienen de Dios… Por lo tanto, donde existe el poder y donde este florece, su existencia y su permanencia se deben a las órdenes de Dios.[64]

Y también dice:

Dios preferiría la subsistencia del gobierno, no importa cuán malo fuere, antes que permitir los motines de la chusma, no importa cuán justificada pudiera estar en sublevarse… El príncipe debe permanecer príncipe, no importa todo lo tiránico que pueda ser. Tan sólo puede decapitar a unos pocos, pues ha de tener súbditos para ser gobernante.

El otro aspecto de su adhesión y de su terror a la autoridad aparece en su odio y desprecio para con las masas impotentes —la «chusma»—, especialmente cuando esta va más allá de ciertos límites en sus intentos revolucionarios. En una de sus diatribas, escribe las famosas palabras:

Por lo tanto, dejemos que todos aquellos que puedan hacerlo, castiguen, maten y hieran abierta o secretamente, pues debemos recordar que nada puede ser más venenoso, perjudicial o diabólico que un rebelde. Es exactamente lo que ocurre cuando debe matarse a un perro rabioso: si no lo abates, él te abatirá a ti, y contigo a todo el país.[65]

La personalidad de Lutero, así como sus enseñanzas, muestran ambivalencia con respecto a la autoridad. Por un lado, experimenta un extremo y reverente temor a ella —ya se trate de la autoridad mundana, ya de la eclesiástica— y por el otro, se rebela contra ella —contra la autoridad de la Iglesia—. Muestra la misma ambivalencia en su actitud frente a las masas. En la medida en que estas se rebelan dentro de los límites que él mismo ha fijado, está con ellas. Pero cuando estas atacan a las autoridades que él aprueba, aparece en la superficie un odio y un desprecio intensos. En el capítulo referente a los mecanismos psicológicos de evasión, mostraremos cómo este amor a la autoridad experimentado simultáneamente con el odio contra aquellos que no ejercen poder, constituye un rasgo distintivo del «carácter autoritario».

Llegados a este punto, es importante comprender que la actitud de Lutero frente a la autoridad secular está íntimamente relacionada con sus enseñanzas religiosas. Al hacer sentir al individuo la conciencia de su insignificancia e inutilidad en lo concerniente a sus méritos, al darle conciencia de su carácter de instrumento pasivo en las manos de Dios, lo privó de la confianza en sí mismo y del sentimiento de la dignidad humana, que es la premisa necesaria para toda actitud firme hacia las opresoras autoridades seculares. En el curso de la evolución histórica, las consecuencias de las enseñanzas de Lutero tuvieron un alcance aún mayor. Una vez que el individuo había perdido su sentimiento de orgullo y dignidad, estaba psicológicamente preparado para perder aquel sentimiento característico del pensamiento medieval, a saber, que el fin de la vida es el hombre, su salvación y sus fines espirituales; estaba así preparado a aceptar un papel en el cual su vida se transformaba en un medio para fines exteriores a él mismo, la productividad económica y la acumulación de capital. Las concepciones de Lutero acerca de los problemas económicos eran típicamente medievales, aún más que las de Calvino. Hubiera aborrecido la idea de que la vida humana llegara a ser un medio para fines económicos. Pero si bien su pensamiento sobre la economía era de carácter tradicional, su insistencia acerca de la nonada del individuo se hallaba en contraste con tal concepción, al tiempo que era favorable a un desarrollo social en el cual no solamente el hombre debía obedecer a las autoridades seculares, sino que también debía subordinar su vida a las finalidades de los logros económicos. Hoy esta tendencia ha alcanzado su culminación en la exaltación del fin de la vida que hallamos en la ideología fascista y que afirma como objetivo sumo el sacrificio en pro de poderes «superiores»: el líder o la comunidad racial.

La teología de Calvino, que debía adquirir para los países anglosajones la misma importancia que la de Lutero para Alemania, muestra en esencia el mismo espíritu, tanto desde el punto de vista teológico como psicológico. Aun cuando él también se oponga a la autoridad de la Iglesia y a la aceptación ciega de sus doctrinas, la religión, según él, está arraigada en la impotencia del género humano; la humillación de sí mismo y la destrucción del orgullo del hombre constituyen el leitmotiv de todo su pensamiento. Solamente el que desprecia este mundo puede dedicarse a su preparación para el mundo futuro[66].

Enseña que deberíamos humillarnos y que esta autohumillación es el medio para obtener la seguridad de la fuerza divina. «Porque nada nos induce tanto a otorgar nuestra confianza y certidumbre espiritual al Señor como la desconfianza hacia nosotros mismos y la angustia que surge de la conciencia de nuestra propia miseria»[67].

Predica que el individuo no debería sentirse dueño de sí mismo:

No nos pertenecemos; por lo tanto, ni nuestra razón ni nuestra voluntad deberían predominar en nuestras deliberaciones y acciones. No nos pertenecemos; por lo tanto, no propongamos como fin la búsqueda de lo más conveniente según los dictados de la carne. No nos pertenecemos; por lo tanto, olvidémonos de nosotros mismos y de todas nuestras cosas. En cambio, pertenecemos a Dios, y por lo tanto vivamos y muramos por Él. Porque, del mismo modo que la más destructora de las pestilencias causa la ruina de las personas cuando estas se obedecen a sí mismas, el único puerto de salvación no es el saberlo todo o quererlo todo uno mismo, sino el ser guiado por Dios, que camina delante de nosotros.[68]

El hombre no debería esforzarse por alcanzar la virtud por la virtud misma. Ello no lo conduciría sino a la vanidad:

Porque es una observación antigua y verdadera que hay un mundo de vicios oculto en el alma humana. Ni se puede hallar otro remedio que el de la autonegación, el eliminar toda consideración egoísta, y el dedicar toda su atención a la persecución de aquellas cosas que el Señor requiere de ti, cosas todas que deberían ser perseguidas por esta sola razón: porque le agradan.[69]

También Calvino niega que las buenas obras puedan conducir a la salvación. Nosotros carecemos por completo de ellas: «No existió nunca obra alguna de un hombre pío que, si fuera examinada ante el estricto juicio divino, no revelara ser condenable»[70].

Si queremos entender el significado psicológico del sistema de Calvino, en principio bastaría repetir todo lo que se ha dicho acerca de las enseñanzas de Lutero. También Calvino, como aquel, predicaba a la clase media conservadora, cuyos sentimientos hallaban expresión en su doctrina de la insignificancia e impotencia del individuo y en la futilidad de sus esfuerzos. Sin embargo, podemos suponer la existencia de alguna ligera diferencia: mientras la Alemania de los tiempos de Lutero se hallaba en un estado de sublevación general, en el cual no solamente la clase media sino también los campesinos y la sociedad urbana pobre se hallaban amenazados por el surgimiento del capitalismo, Ginebra era una comunidad relativamente próspera. Había sido uno de los importantes mercados de Europa durante la primera mitad del siglo XV, y aunque en los tiempos de Calvino ya estaba siendo eclipsada a este respecto por Lyon[71], conservaba, no obstante, una gran parte de su solidez económica.

En general puede afirmarse con cierta seguridad que los adeptos de Calvino se reclutaban principalmente entre la clase media conservadora[72], y que también en Francia, Holanda e Inglaterra sus principales partidarios no eran los grupos capitalistas avanzados, sino los artesanos, los pequeños hombres de negocios, algunos de los cuales ya eran más prósperos que otros, pero que, como grupo, estaban amenazados por el surgimiento del capitalismo[73].

Hacia esta clase social el calvinismo formulaba el mismo tipo de llamamiento psicológico que ya hemos tratado en conexión con el luteranismo. Expresa el sentimiento de libertad, pero también el de insignificancia e impotencia individuales. Ofreció una solución al enseñar al individuo que por la completa sumisión y autohumillación podría tener la esperanza de hallar una nueva forma de seguridad.

Hay cierto número de sutiles diferencias entre las enseñanzas de Calvino y las de Lutero, que no son importantes para el desarrollo del pensamiento principal de este libro. Sólo es necesario subrayar dos puntos. El primero es la doctrina calvinista de la predestinación. En contraste con la que hallamos en San Agustín, Santo Tomás y Lutero, en Calvino la doctrina de la predestinación se vuelve una de las piedras angulares, quizás el punto central, de todo su sistema. Formula una nueva versión de la misma, al suponer que Dios no solamente predestina a algunos hombres como objetos de la gracia, sino que también decide la condenación eterna de otros[74].

La salvación o la condenación no constituyen el resultado del bien o del mal obrar del hombre durante su vida, sino que son predestinadas por Dios antes que él llegue a nacer. El porqué Dios elige a este y condena a aquel es un secreto que el hombre no debe inquirir. Lo hizo porque le agradó mostrar de esa manera su poder ilimitado. El Dios de Calvino, a despecho de todos los intentos para preservar la idea de justicia y amor divinos, posee todos los caracteres de un tirano desprovisto de amor y aun de justicia. En estridente contradicción con el Nuevo Testamento, Calvino niega el supremo papel del amor y dice: «En cuanto a lo que los escolásticos insinúan acerca de la prioridad de la caridad, la fe y la esperanza, se trata de la mera fantasía de una imaginación destemplada…»[75].

El significado psicológico de la doctrina de la predestinación es doble. Expresa y acrecienta el sentimiento de impotencia e insignificancia individuales. Ninguna doctrina podría expresar con mayor fuerza la inutilidad de la voluntad y del esfuerzo humanos. Se priva por completo al hombre de la decisión acerca de su destino y no hay nada que él pueda hacer para cambiar tal decisión. Es un instrumento impotente en las manos de Dios. El otro significado de esta doctrina, como el de la luterana, consiste en su función de acallar la duda irracional, que era, en Calvino y sus seguidores, la misma que en Lutero. A primera vista la doctrina de la predestinación parece aumentar la duda antes que acallarla. ¿No debería el individuo sentirse lacerado por dudas aún más atormentadoras que las experimentadas antes de saber que está predestinado, con anterioridad a su nacimiento, a la condenación o a la salvación? ¿Cómo puede llegar a estar seguro de cuál habrá de ser su suerte? Aunque Calvino no haya enseñado que existiera alguna prueba concreta de tal certidumbre, él y sus seguidores poseían realmente la convicción de pertenecer al grupo de los elegidos. Alcanzaron esta convicción por medio del mismo mecanismo de autohumillación que ya se ha analizado a propósito de la doctrina de Lutero. Con semejante convicción, la doctrina de la predestinación implicaba la certidumbre más extrema. No existía la posibilidad de hacer nada que pusiera en peligro el estado de salvación, puesto que esta no dependía de las propias acciones, sino que era decidida antes de que uno llegara a nacer. Además, como en el caso de Lutero, la duda fundamental tenía por consecuencia la búsqueda de la certeza absoluta; pero si bien la doctrina de la predestinación otorgaba tal certeza, en el fondo permanecía una duda que debía ser acallada una y otra vez por obra de la creencia fanática, siempre en aumento, de que la comunidad religiosa a que uno pertenecía representaba la parte de la humanidad elegida por Dios.

La teoría calvinista de la predestinación tiene una consecuencia que debe ser mencionada explícitamente aquí, puesto que ha experimentado su resurgimiento más vigoroso en la ideología nazi: el principio de la desigualdad básica de los hombres. Para Calvino hay dos clases de personas: las que serán salvadas y las que están destinadas a la condenación eterna. Como este destino está determinado antes del nacimiento y sin posibilidad de modificación por parte de los predestinados, independientemente de lo que hagan o dejen de hacer en su vida, se niega, en principio, la igualdad del género humano. Los hombres son creados desiguales. Este principio implica también la ausencia de solidaridad entre los hombres, puesto que se niega el factor que constituye la base más fuerte de solidaridad entre ellos: la igualdad del destino humano. Los calvinistas creían de una manera completamente inocente, que eran ellos los elegidos, y todos los demás los que Dios había condenado a la perdición. Es obvio que esta creencia, psicológicamente hablando, expresaba un desprecio y odio profundos hacia los otros seres humanos; en realidad, aquel mismo odio que habían atribuido a Dios. Si bien el pensamiento moderno ha llevado a una creciente afirmación de la igualdad entre los hombres, no por ello el principio calvinista ha enmudecido del todo. La doctrina según la cual los hombres son fundamentalmente desiguales, según sea su estrato social, constituye una afirmación del mismo principio con una racionalización diferente. Los supuestos psicológicos son los mismos.

Otra diferencia muy significativa con respecto a las enseñanzas de Lutero, es la mayor exaltación de la importancia del esfuerzo moral y de la vida virtuosa. No se trata de que el individuo pueda cambiar su destino por medio de alguna de sus obras, sino que el mero hecho de ser capaz de realizar tal esfuerzo constituye el signo de su pertenencia al grupo de los elegidos. Las virtudes que el hombre debe adquirir son: la modestia y la moderación (sobrietas), la justicia (iustitia), en el sentido de que debe darse a cada uno lo que le corresponde, y la religiosidad (pietas), que une al hombre con Dios[76]. En el desarrollo posterior del calvinismo, la exaltación de la vida virtuosa y del significado del esfuerzo incesante gana en importancia y, muy especialmente, se afirma la idea de que el éxito en la vida terrenal, resultante de tales esfuerzos, es un signo de salvación[77].

Pero la especial exaltación de la vida virtuosa, característica del calvinismo, poseía también una significación psicológica. El calvinismo atribuía mucha importancia al esfuerzo humano incesante. El hombre debe tratar constantemente de vivir de acuerdo con la palabra divina y no cejar nunca en sus esfuerzos por alcanzar ese objetivo. Tal doctrina parece estar en contradicción con aquella según la cual el esfuerzo humano no tiene utilidad con respecto a la salvación. La actitud fatalista de no realizar ningún esfuerzo podría parecer más apropiada. Sin embargo, algunas consideraciones psicológicas mostrarán cómo no es así. El estado de angustia, el sentimiento de impotencia e insignificancia, y especialmente la duda acerca del propio destino después de la muerte, constituyen un estado de ánimo prácticamente insoportable para cualquiera. Casi no habría nadie que, atormentado por un miedo semejante, fuese capaz de abandonar la tensión, gozar de la vida y quedar indiferente a lo que ocurrirá después. Un camino posible para escapar a este insoportable estado de incertidumbre es justamente ese rasgo que llegó a ser tan prominente en el calvinismo: el desarrollo de una actividad frenética y la tendencia impulsiva a hacer algo. La actividad en este caso asume un carácter compulsivo: el individuo debe estar activo para poder superar su sentimiento de duda y de impotencia. Este tipo de esfuerzo y de actividad no es el resultado de una fuerza íntima y de la confianza en sí mismo; es, por el contrario, una manera desesperada de evadirse de la angustia.

Este mecanismo puede ser observado fácilmente en los accesos de angustia pánica en ciertos individuos. Una persona que espera recibir dentro de pocas horas un diagnóstico de su enfermedad —que puede ser fatal— se halla naturalmente en un estado de angustia. Por lo general no se estará tranquilamente sentada, esperando. Con más frecuencia su angustia, si es que no la paraliza, la conducirá hacia una especie de actividad más o menos frenética. Caminará de un lado a otro, hará preguntas y tratará de hablar a todos los que pueda, limpiará su escritorio o escribirá cartas. Puede continuar haciendo su trabajo acostumbrado, pero con una actividad mayor y más febril. Cualquiera que sea la forma que asuma su esfuerzo, se hallará impulsada por la angustia y tenderá a superar el sentimiento de impotencia por medio de esa actividad frenética.

La actividad intensa, en la doctrina de Calvino, poseía además otro significado psicológico. El hecho de no fatigarse en tan incesante esfuerzo y el de tener éxito, tanto en las obras morales como en las seculares, constituía un signo más o menos distintivo de ser uno de los elegidos. La irracionalidad de tal esfuerzo compulsivo está en que la actividad no se dirige a crear un fin deseado, sino que sirve para indicar si ocurrirá o no algo que ha sido predeterminado con independencia de la propia actividad o fiscalización. Este mecanismo es una característica bien conocida en los neuróticos obsesivos. Tales personas cuando temen el resultado de algún importante asunto, mientras tanto aguardan la respuesta pueden dedicarse a contar las ventanas de las casas o los árboles de la calle: si su número es par creerán que todo irá bien, y lo contrario si es impar. A menudo esta duda no se refiere a un caso específico sino a toda la vida de la persona, y, de acuerdo con ello, habrá una tendencia compulsiva a buscar «signos». Con frecuencia la conexión entre el contar piedras, hacer solitarios o jugar por dinero, etc., y la angustia y la duda, no es consciente. Un individuo puede estar haciendo solitarios tan sólo por un vago sentimiento de inquietud, en tanto que la función oculta de su actividad únicamente será descubierta por el análisis, a saben la revelación del futuro.

En el calvinismo este significado del esfuerzo formaba parte de la doctrina religiosa. Originariamente se refería esencialmente al esfuerzo moral, pero más tarde se atribuyó cada vez más importancia al esfuerzo dedicado a la propia ocupación y a sus resultados, es decir, al éxito o al fracaso en los negocios. El éxito llegó a ser el signo de la gracia divina; el fracaso, el de la condenación.

Estas consideraciones muestran que la compulsión hacia el esfuerzo y el trabajo incesantes, estaba muy lejos de contradecir la convicción básica acerca de la impotencia humana; más bien se trataba de su consecuencia psicológica. El esfuerzo y el trabajo asumían en este sentido un carácter totalmente irracional. No se dirigían a cambiar el destino, dado que este era predeterminado por Dios con independencia de toda actividad por parte del individuo. Servían únicamente como medio de predicción de un destino determinado de antemano, y, al mismo tiempo, esa frenética actividad era una renovada defensa contra aquel sentimiento de impotencia, que de otro modo hubiera sido insoportable.

Esta nueva actitud con respecto a la actividad y al trabajo considerados como fines en si mismos, puede ser estimada como la transformación psicológica de mayor importancia que haya experimentado el hombre desde el final de la Edad Media. En toda sociedad el individuo debe trabajar, si quiere vivir. Muchas sociedades resolvieron el problema haciendo trabajar a los esclavos, permitiendo así al hombre libre dedicarse a ocupaciones «más nobles». En tales sociedades el trabajo no era una actividad digna del hombre libre. También en la sociedad medieval la carga del trabajo estaba distribuida de manera desigual entre las distintas clases de la jerarquía social, existiendo un grado considerable de brutal explotación. Pero la actitud hacia el trabajo era diferente de la que se desarrolló después, durante la era moderna. El trabajo no poseía la calidad abstracta de ser el medio para producir alguna mercancía susceptible de venderse con beneficio en el mercado. Por el contrario, constituía una respuesta concreta a una concreta exigencia: ganarse la vida. Como lo ha demostrado especialmente Max Weber, no existía ningún impulso a trabajar más de lo que fuera necesario para mantener el nivel de vida tradicional. Parece que entre algunos grupos de la sociedad medieval se disfrutaba del trabajo en tanto que este permitía la realización de alguna capacidad productiva, y que muchos otros trabajaban porque estaban obligados a hacerlo y se daban cuenta de que esa necesidad era debida a la presión exterior. Lo nuevo en la sociedad moderna fue que los hombres estaban ahora impulsados a trabajar, no tanto por la presión exterior como por una tendencia compulsiva interna que los obligaba de una manera sólo comparable a la que hubiera podido alcanzar un patrón muy severo en otras sociedades.

La compulsión interna tenía mayor eficacia en dirigir la totalidad de las energías hacia el trabajo que cualquier otra forma de compulsión externa. Por el contrario, en contra de esta siempre existe un cierto grado de rebeldía que reduce la eficacia del trabajo o anula la capacidad de la gente para cualquier tipo de ocupación especializada que requiera inteligencia, iniciativa y responsabilidad. La tendencia compulsiva hacia el trabajo, por la cual el hombre llega a ser el esclavo de si mismo, no tiene esos inconvenientes. Sin duda, el capitalismo no se habría desarrollado si la mayor parte de las energías humanas no se hubieran encauzado en beneficio del trabajo. No existe ningún otro periodo de la historia en el cual los hombres libres hayan dedicado tantas energías a un solo propósito: el trabajo. La tendencia compulsiva hacia el trabajo incesante fue una de las fuerzas más productivas, no menos importante para el desarrollo de nuestro sistema industrial que el vapor y la electricidad.

Hasta aquí nos hemos referido principalmente a la angustia y al sentimiento de la impotencia que impregnaban la personalidad de los miembros de la clase media. Debemos ahora tratar otro rasgo, del cual hemos hablado sólo brevemente: su hostilidad y su resentimiento. Que la clase media desarrollara una hostilidad intensa no debe sorprender. Es normal que todos los que se sientan frustrados en su expresión emocional y sensual y también amenazados en su existencia misma, experimenten como reacción un sentimiento de hostilidad. Como ya hemos visto, la clase media en conjunto, y especialmente aquellos miembros que todavía no se beneficiaban con las ventajas del naciente capitalismo, se sentía frustrada y seriamente amenazada. Había otro factor destinado a incrementar su hostilidad: el lujo y el poder que podía permitirse y ostentar el pequeño grupo de capitalistas, incluso los altos dignatarios de la Iglesia. La consecuencia natural era una envidia intensa en contra del mismo. Pero, si bien su hostilidad y envidia aumentaban, los miembros de la clase media no podían hallar una expresión directa de sus sentimientos, tal como les era posible hacerlo a las clases bajas. Estas odiaban a los ricos que los explotaban, deseaban destruir su poder y, por lo tanto, nada impedía que sintieran y expresaran su odio. También la clase superior podía expresar su agresividad a través del apetito del poder. Pero los miembros de la clase media eran esencialmente conservadores, querían estabilizar la sociedad y no revolucionarla; cada uno de ellos tenía la esperanza de llegar a ser más próspero y participar en el progreso general. La hostilidad, por lo tanto, no debía manifestarse abiertamente, ni aun podía ser experimentada conscientemente: debía ser reprimida. Sin embargo, esta represión sólo aleja el objeto reprimido de la claridad de la conciencia, pero no lo anula. Además, la hostilidad reprimida, al no hallar ninguna forma de expresión directa, aumenta hasta el punto de impregnar la personalidad toda, las relaciones con los otros y con uno mismo, pero de modo más racional y disfrazado.

Lutero y Calvino representan esta hostilidad que todo lo penetra. No solamente en el sentido de que estos hombres, personalmente, pueden contarse entre las grandes figuras de la historia y aún más entre los líderes religiosos que con mayor intensidad experimentaron sentimientos de odio, sino —y esto es mucho más importante— en el sentido de que sus doctrinas se hallaban teñidas de esa hostilidad y sólo podían tener eco en un grupo que también se viera impulsado por una hostilidad intensa y reprimida. Su expresión más saliente puede hallarse en la concepción que ellos sustentaban acerca de Dios, especialmente en las doctrinas de Calvino. Si bien estamos familiarizados con este concepto, con frecuencia no nos damos cuenta cabal de lo que significa concebir a Dios como un ser tan arbitrario y despiadado como lo es la divinidad calvinista, capaz de predestinar a una parte de la humanidad a la condenación eterna, sin más justificación o razón que la de manifestar una expresión del poder divino. El mismo Calvino, por supuesto, se preocupaba por las evidentes objeciones que podían hacerse a esta concepción; pero las construcciones más o menos sutiles que formulara para sostener la imagen de un Dios justo y lleno de amor no tenían el don de convencer. Esta concepción de una divinidad despótica que exige un poder ilimitado sobre los hombres, su sumisión y humillación, era la proyección del odio y la envidia sufridos por la clase media.

La hostilidad y el resentimiento también se expresaban en el tipo de relaciones con los demás. La forma principal que asumían era la de indignación moral, característica de la baja clase media desde los tiempos de Lutero hasta los de Hitler. Esta clase, que en realidad era envidiosa de los que poseían riqueza y poder y disfrutaban de la vida, racionalizaba su resentimiento y envidia del buen vivir por medio de la indignación moral y de la convicción de que esos grupos, socialmente superiores, serían castigados por el sufrimiento eterno[78]. Pero la tensión hostil en contra de los demás halló aún otras expresiones. El régimen de Calvino en Ginebra se caracterizaba por un clima de sospecha y hostilidad universales que colocaba a cada uno contra todos los demás, y, ciertamente, en este despotismo hubiera podido hallarse muy poco espíritu de amor y fraternidad. Calvino desconfiaba de la riqueza y, al mismo tiempo, experimentaba poca piedad hacia la pobreza. En el desarrollo ulterior del calvinismo aparecen frecuentes advertencias contra los sentimientos de amistad hacia los extranjeros, actitudes crueles para con los pobres y una atmósfera general de sospecha[79].

Aparte de la proyección en Dios de la hostilidad y de los celos y de su expresión indirecta bajo la forma de indignación moral, otra manera de manifestar la hostilidad fue la de dirigirla hacia uno mismo. Ya vimos cómo Calvino y Lutero subrayaban la maldad propia del hombre y enseñaban que la autohumillación y degradación son base de toda virtud; para ellos esta exigencia no significaba, conscientemente, otra cosa que un grado extremo de humildad. Pero quien esté familiarizado con los mecanismos psicológicos de la autoacusación y la autohumillación, no puede dudar de que esta clase de «humillación» se arraiga en un odio violento que, por una razón u otra, halla bloqueada su expresión hacia el mundo exterior y opera entonces en contra del propio yo. Para entender cabalmente este fenómeno es menester darse cuenta de que las actitudes hacia los otros y hacia uno mismo, lejos de ser contradictorias, en principio corren paralelas. Pero mientras la hostilidad contra los otros a menudo es consciente y puede expresarse en forma abierta, la hostilidad en contra de uno mismo, generalmente (excepto en los casos patológicos), es inconsciente, y halla su expresión en formas indirectas y racionalizadas. Una de ellas consiste —como ya se ha dicho— en subrayar la propia maldad e insignificancia; otra aparece como imperativo de la conciencia o sentimiento del deber. Del mismo modo como existe un tipo de humildad que no tiene nada que ver con el odio de sí mismo, así también existen imperativos de la conciencia que son genuinos, y un sentido del deber que no está arraigado en la hostilidad. Estos sentimientos legítimos son parte de la personalidad integrada, y el obedecer a sus demandas constituye una afirmación del yo. Por el contrario, el sentimiento del «deber», tal como lo vemos impregnar la vida del hombre moderno, desde el período de la Reforma hasta el presente, en las racionalizaciones religiosas o seculares, se halla intensamente coloreado por la hostilidad contra el yo. La «conciencia» es un negrero que el hombre se ha colocado dentro de sí mismo y que lo obliga a obrar de acuerdo con los deseos y fines que él cree suyos propios, mientras que en realidad no son otra cosa que las exigencias sociales externas que se han hecho internas. Manda sobre él con crueldad y rigor, prohibiéndole el placer y la felicidad, y haciendo de toda su vida la expiación de algún pecado misterioso[80]. Es también la base de aquel «ascetismo mundano interior» tan característico del calvinismo primitivo y del puritanismo ulterior. La hostilidad en la cual se arraiga esta forma moderna de la humildad y del sentimiento del deber explica también una contradicción que de otra manera seria desconcertante: el hecho de que tal humildad se halle acompañada por el desprecio hacia los otros y que el sentimiento de la propia virtud haya reemplazado el amor y la piedad. Una humildad y un sentimiento del deber genuinos no hubieran podido hacerlo; pero la autohumillación y la «conciencia» que se niega a sí misma constituyen únicamente un lado de la hostilidad; en el otro están el odio y el desprecio para con los demás.

Me parece conveniente resumir ahora, sobre la base de este breve análisis acerca del significado de la libertad durante el periodo de la Reforma, las conclusiones alcanzadas con referencia al problema específico de la libertad y al problema general de la interacción de los factores económicos, psicológicos y sociales en el proceso social.

El derrumbamiento del sistema medieval de la sociedad feudal posee un significado capital que rige para todas las clases sociales: el individuo fue dejado solo y aislado. Estaba libre y esta libertad tuvo un doble resultado. El hombre fue privado de la seguridad de que gozaba, del incuestionable sentimiento de pertenencia, y se vio arrancado de aquel mundo que había satisfecho su anhelo de seguridad tanto económica como social. Se sintió solo y angustiado. Pero también era libre de obrar y pensar con independencia, de hacerse dueño de sí mismo y de hacer de su propia vida todo lo que era capaz de hacer, y no lo que le mandaban hacer.

Sin embargo, estas dos clases de libertades poseían una importancia distinta según la situación vital efectiva de los miembros de las diferentes clases sociales. Solamente la clase más afortunada de la sociedad pudo beneficiarse del naciente capitalismo en una medida que le dio realmente poder y riqueza. Sus miembros pudieron expandirse, conquistar, mandar y acumular fortuna como resultado de su propia actividad y cálculos racionales. Esta nueva aristocracia del dinero, combinada con la del nacimiento, se hallaba en situación de poder disfrutar las conquistas de la naciente libertad y de adquirir un sentimiento nuevo de dominio e iniciativa individual. Por otra parte, estos capitalistas debían dominar a las masas y a la vez competir entre sí; de ese modo tampoco su posición se hallaba exenta de cierta angustia e inseguridad fundamentales. No obstante, en general, para los nuevos capitalistas lo que predominaba era el significado positivo de la libertad. Ello se expresaba en la cultura que floreció en el suelo de la nueva aristocracia: la cultura del Renacimiento. En su arte y en su filosofía descubrimos un nuevo espíritu de humana dignidad, voluntad y dominio, aunque también a veces escepticismo y desesperanza. Esta misma exaltación de la fuerza de la actividad individual puede hallarse en las enseñanzas teológicas de la Iglesia católica durante la baja Edad Media. Los escolásticos de este periodo no se rebelaron en contra de la autoridad, aceptaron su guía; pero señalaron con vigor el significado positivo de la libertad, la participación del hombre en la determinación de su destino, su fuerza, su dignidad y el libre albedrío.

Por otra parte, las clases inferiores, la población pobre de las ciudades y especialmente los campesinos, fueron impulsados por una búsqueda antes desconocida de la libertad y por la ardiente esperanza de poner fin a la creciente opresión económica y personal. Tenían poco que perder y mucho que ganar. No se interesaban por sutilezas dogmáticas, sino en los principios bíblicos fundamentales: fraternidad y justicia. Sus esperanzas asumieron una forma activa en un cierto número de rebeliones políticas y de movimientos religiosos que se caracterizaron por el espíritu inflexible, típico de los primeros tiempos del cristianismo.

Pero nuestro interés principal se ha dirigido al estudio de la reacción ofrecida por la clase media. El capitalismo ascendente, aun cuando contribuyera también a acrecentar su independencia e iniciativa, constituía una gran amenaza. A principios del siglo XVI el miembro de la clase media todavía no estaba en condiciones de ganar mucho poder y seguridad por medio de la nueva libertad. La libertad trajo el aislamiento y la insignificancia personales antes que la fuerza y la confianza. Además, estaba animado por un vehemente resentimiento en contra del lujo y el poder de las clases ricas, incluyendo en ellas la jerarquía de la iglesia romana. El protestantismo dio expresión a los sentimientos de insignificancia y de resentimiento; destruyó la confianza del hombre en el amor incondicional de Dios y le enseñó a despreciarse y a desconfiar de sí mismo y de los demás; hizo de él un instrumento en lugar de un fin, capituló frente al poder secular y renunció al principio de que ese poder no se justifica por el hecho de una mera existencia, si es que contradice los principios morales; y al hacer todo esto abandonó ciertos elementos que habían constituido los cimientos de la tradición judeo-cristiana. Sus doctrinas presentaron una imagen del individuo, de Dios y del mundo, en la cual tales sentimientos estaban justificados por la creencia de que la insignificancia y la impotencia sentidas por un individuo eran debidas a su naturaleza de hombre como tal, y que él debía sentir tal como sentía.

Con ello las nuevas doctrinas religiosas no solamente expresaron los sentimientos propios del miembro común de la clase media, sino que, al racionalizar y sistematizar tal actitud, también la aumentaron y la reforzaron. Por otra parte, hicieron algo más que eso: estas doctrinas también le mostraron al individuo una manera de acallar su angustia. Le enseñaron que si reconocía plenamente su impotencia y la maldad de su naturaleza, si consideraba toda su vida como un medio de expiación de sus pecados, si llegaba al extremo de la autohumillación, y si, además de todo esto, se abandonaba a una incesante actividad, podría llegar a superar su duda y angustia; que por medio de su completa sumisión podría ser amado por Dios y, por lo menos, tener la esperanza de pertenecer a las filas de aquellos que Dios había decidido salvar. El protestantismo satisfacía las humanas necesidades del individuo atemorizado, desarraigado y aislado, que se veía obligado a orientarse hacia y relacionarse con un nuevo mundo. La nueva estructura del carácter que derivaba de los cambios sociales y económicos y adquiría intensidad por obra de las nuevas doctrinas religiosas, se tornó a su vez un importante factor formativo del desarrollo económico y social ulterior. Aquellas mismas cualidades que se hallaban arraigadas en este tipo de estructura del carácter —tendencia compulsiva hacia el trabajo, pasión por el ahorro, disposición para hacer de la propia vida un simple instrumento para los fines de un poder extrapersonal, ascetismo y sentido compulsivo del deber— fueron los rasgos de carácter que llegaron a ser las fuerzas eficientes de la sociedad capitalista, sin las cuales seria inconcebible el moderno desarrollo económico y social; esas fueron las formas específicas que adquirió la energía humana y que constituyeron una de las fuerzas creadoras dentro del proceso social. Obrar de conformidad con los rasgos propios de este carácter resultaba ventajoso desde el punto de vista de las necesidades económicas; también resultaba satisfactorio psicológicamente, puesto que esa forma de comportarse respondía a las necesidades y a la angustia propias de este nuevo tipo de personalidad. Para expresar el mismo principio en términos más generales, podríamos decir: el proceso social, al determinar el modo de vida del individuo, esto es, su relación con los otros y con el trabajo, moldea la estructura del carácter; de esta se derivan nuevas ideologías —filosóficas, religiosas o políticas— que son capaces a su vez de influir sobre aquella misma estructura y, de este modo, acentuarla, satisfacerla y estabilizarla; los rasgos de carácter recién constituidos llegan a ser, también ellos, factores importantes del desarrollo económico e influyen así en el proceso social; si bien esencialmente se habían desarrollado como una reacción a la amenaza de los nuevos elementos económicos, lentamente se transformaron en fuerzas productivas que adelantaron e intensificaron el nuevo desarrollo de la economía[81].