1 de enero
El Año Nuevo ha llegado como un ladrón en la noche, sin hacer ruido, sin campanas, sirenas ni canciones, por orden del Gobierno. Nada podría haber sido más adecuado que esta entrada furtiva, visto lo que el año ha venido a robarnos en estos próximos doce meses.
20 de enero
Mido más de seis pies de estatura y estoy hecho un esqueleto; todos los huesos del cuerpo, incluso las vértebras del cuello, crujen de vez en cuando si me muevo. De manera que no sólo soy un esqueleto sino, para colmo, un esqueleto mal articulado. Si a eso se le añade la parálisis creciente, el horrible panorama está completo. Incluso cuando estoy sentado escribiendo, millones de bacterias me roen la preciosa médula espinal y, si alguien pusiera la oreja contra mi espalda, me atrevo a pensar que se podría oír esta carcoma. El otro día vino un hombre y clavó un poste en el jardín para tender la ropa. En cuanto vi el palo, dije que aquello era una horca: eso es justo lo que parece y, sin duda, seré yo el condenado. Anoche, mientras E. daba de mamar a la nena, exclamé divertido:
—¡Qué pequeño parásito! Si pareces Cleopatra acercándose el áspid: «Terminemos, buena señora, el día claro se ha acabado y vamos hacia las tinieblas»[172].
El hecho de que estas imágenes me vengan a la cabeza espontáneamente demuestra que estoy podrido hasta lo más profundo.
… La llegada de la niña ha sido mi coup de grâce. La criatura parece ser el centro de todos mis desastres personales y, en más de una ocasión, se ha apoderado de mí una rabia irracional al pensar que he cambiado mi ambición por un hijo, un cuarto de niños por un estudio. Sin embargo, en conjunto, me gusta y me satisface verla, sana, nueva, intacta a las puertas de la vida: estoy cansado de esta sombría vida, de la misma manera que nos cansamos de las ropas sucias. Mi vida y mi persona están grasientas y llenas de parches; la suya es nueva, sin tacha ni desgracia… Además, hace feliz a su madre y reconforta a su abuela.
21 de enero
Muerte
Qué delicioso sería morir si los muertos pudieran dedicarse a rondar los lugares que amaron en vida y revivir los mejores momentos del pasado… ¡Si la muerte fuera recrearse en los placeres de la memoria! ¡Si el espíritu incorpóreo olvidara todos los dolores de su existencia previa y recordara únicamente la felicidad! Me imagino revoloteando por huertos y corrales, buscando nidos, paseando por la costa entre las aves marinas, trepando en Exmoor, bañándome en ríos y en el mar, rondando todos mis viejos amores y pasiones, diseccionando con devoradora curiosidad conejos, palomas, ranas, tollos y anfioxos; me imagino también por fin alejado, a regañadientes, de la búsqueda en los arrebatos del primer amor, tallando las iniciales de ella en los árboles y vallas en lugar de mirar pájaros, soñando con Parker y Haswell[173], y, después, reprochándome, amargamente, haber perdido tanto tiempo. Qué feliz sería si la muerte fuera así: vivir una y otra vez todos los éxtasis, revivir las primeras veces: la primera vez que encontré un nido de mito, la primera vez que conseguí penetrar en los refugios de mi El Dorado —Exmoor—, la primera vez que contemplé la anatomía interna de un caracol, la primera vez que leí los Principios del conocimiento humano de Berkeley (qué época tan emocionante aquélla), ¡y la primera vez que la besé! Tengo la esperanza de poder volver a estos momentos, rondar los lugares, los libros, los baños, los paseos, los deseos, las esperanzas, el primer amor de mi vida (y el último), transfigurados y beatificados por mi soberana memoria.
26 de enero
¡En el exterior de la casa hoy el viento aúlla como si estuviéramos en los rugientes 40º de latitud! Cada uno de los árboles del camino parecía un gran instrumento de viento bramando una canción apasionada, y el cielo estaba desgarrado en cintas. Hace un frío que pela, pero es muy tonificante. Quieto en la colina, apretaba los puños contra el viento y le pedía a todo que avanzara. Estoy sentado junto al fuego, escribiendo esto, y tengo la sensación de que este viento castigador me ha azotado y purificado… Creo que lo resistiré. Seguiré sentado en la silla y desafiaré a este furtivo asaltante de caminos a que haga avanzar la parálisis hacia cada hueso. Aguantaré hasta el final y veré con la más horrible mueca cómo avanza subrepticiamente.
27 de enero
Sigue helando y soplando viento. Al volver del pueblo, aunque estaba cansado y cojeaba mucho, he decidido subir por el camino, aunque eso supusiera regresar a casa gateando.
Hoy el cielo era obra de un transformista. Cada vez que lo mirabas veías una imagen distinta. Desde los pies de la colina, he levantado los ojos y he visto sobre mí —a una altura inmensa, barrida por el viento—, a través de las ramas retorcidas de un roble, un fragmento azul, enmarcado irregularmente con nubes blancas y algodonosas. Era un camino estrecho y sinuoso, hundido en el terreno, del que sobresalían grandes piedras lisas como cráneos allí donde las lluvias habían erosionado el suelo.
Más adelante he encontrado un sol bajo, casi en el centro de un recodo semicircular, cercano al horizonte. Escarchaba la lana de unas ovejas, de las que sólo se veía la silueta, y después ha desaparecido poco a poco en la niebla. El viento arrebataba el humo de la chimenea de una casita situada a la derecha, y, a la izquierda, un grupo de majestuosos pinos albares cantaba un réquiem, como el coro de una catedral.
28 de enero
El viento sigue soplando y hace un frío glacial. Me he detenido en uno de los caminos del parque para mirar un denso grupo de pinos albares que crecían solos, en un pequeño promontorio, custodiados por un anillo exterior de robles, fresnos y olmos honrados e ingleses. Formaban un pequeño grupo sombrío, concentrado, diría yo, en algún ritual secreto propio de los árboles. El montículo donde crecían parecía más alto y más inaccesible de lo que era, el macizo tenía un color verde oscuro, casi negro, y entre los troncos todo estaba oscuro; algún aventurero osado podría haber descubierto un gran lama en lo más recóndito. Pero no me apetecía semejante irreverencia y, mientras miraba, el sol ha salido de detrás de una nube poco a poco y ha dado más detalle al paisaje, ha eliminado las sombras y le ha dado color. El paisaje ha vuelto a tener el aspecto familiar de siempre: un parque inglés con pinos.
29 de enero
Anoche aparté la cortina de la puerta delantera y eché una ojeada al exterior. Bajo la densa sombra de la casa, vi la luna en cuarto creciente recostada en un lecho de cielo violeta, y observé la curva que el caminito blanco y helado de nuestro jardín describe hasta la puerta de la verja. Era un coup d’oeil delicioso y se lo enseñé a E.
31 de enero
Nieva con fuerza a intervalos y los copos se mecen con pereza o bajan en espirales; los pocos que al fin llegan al suelo no tardan en ser arrastrados por alguna furiosa ráfaga de viento que se los lleva por el camino, junto con el polvo.
Como siempre, excursión por el camino hasta más allá de la musgosa alquería. En casa, galletitas tostadas y fuego de madera de pino mientras mi mujer charla dulcemente con la niña. Después del té, encantado con la lectura de un libro nuevo: Le journal de Maurice de Guérin[174] o, mejor dicho, la introducción de Sainte-Beuve. ¡La he devorado! He pasado un día devorador: bajo una apariencia tranquila, he consumido las horas: todo mi ser latía, cada célula de mi cerebro bailaba su propia melodía. Durante el día de hoy, la muerte ha sido algo imposible. He tenido la sensación de que, de un modo u otro, hoy no podía morirme: la mera idea me hacía reír. ¡Ojalá durara este estado de ánimo! Si pudiera sentirme así siempre, rechazaría la muerte y sería inmortal.
Pero de repente, como ahora, el verdadero horror de mi vida y mi futuro se me aparece en un destello. Durante un segundo, me aterroriza la amenaza del futuro pero, por fortuna, sólo durante un segundo. Porque he aprendido un truco que temo revelar; me resulta tan necesario y valioso que, si hablara de él o divulgara mi secreto, podrían robármelo. ¡Así que, ni una palabra!
Más tarde. Acabo de escuchar a Grieg en el gramófono y ha cargado mi felicidad con un perturbador voltaje de deseo. ¡Ah! ¡Si tuviera salud, atronaría el mundo! Dejaré tan poco detrás de mí, unas míseras páginas en comparación con todo lo que podría hacer. Esto me destroza.
1 de febrero
Miro hacia atrás y debo decir que me gusta el espléndido entusiasmo del día de ayer: con qué fogosidad tomé el camino, llegué a la cumbre y di la vuelta para recorrer con la vista las tierras que tenía ante mí, mientras caía la nieve. Y por la tarde, cuando quedé absorto en el nuevo libro y me olvidé de todo. Era como en los viejos tiempos.
2 de febrero
Fiebre de masas
Después de cuatro meses de baja por enfermedad, he regresado al trabajo y a Londres.
Una enfermedad como la mía me rejuvenece… ¡por ahora! Un poni con campanitas de la vieja Posada del Zorro y los Perros me ha llevado a la estación, y he disfrutado del traqueteo de las ruedas por el camino. En el tren, miraba por la ventanilla, tan interesado como un colegial. En el metro, me ha encantado la suavidad con que se deslizan los trenes. Se me había olvidado todo esto. Después, cuando la mano ha empezado a estar mejor, he descubierto de nuevo los placeres de escribir y no he dejado de hacerlo mientras sacaba la lengua. Y he disfrutado de nuevo de la satisfacción infantil de convencer al botón para que se meta en el ojal: todos los adultos han olvidado lo difíciles y complicadas que son estas operaciones.
¡Qué deseable me parecía todo esta mañana! El mundo me emborrachaba. Moverme de nuevo entre tantos seres humanos me ha hecho contraer una fiebre de masas y se han reanudado las punzadas de la vieja y familiar ansia de llevar una vida más plena, ese brío centrífugo que me llevaba a temer el trastorno y la disolución de todas mis partes en todas direcciones. He perdido por un momento la hegemonía de mi alma. Cada hombre y mujer que me cruzaba era un enemigo que me amenazaba con la secesión de alguna parte interna. Me ha alarmado descubrir cuántas mujeres podría amar con pasión y con cuántos hombres podría establecer una amistad duradera. Entre la anarquía y la conmoción, me ha asustado pensar que podría suceder algo extraordinario: una histólisis general de mi cuerpo, alguna desintegración repentina de mi personalidad, la locura, una muerte extraña… Quería estrujar la vida de todos esos hombres y mujeres en un gran abrazo de oso. ¡Santo cielo, qué mar de rostros humanos que nunca podré reconocer, todos vivos y juntos bajo ese catafalco amarillo de niebla en la mañana del anuncio de la hambruna y la guerra mundiales…!
Esta noche he perdido este paroxismo. Porque estoy otra vez en casa junto al hogar. Toda la multitud ha desaparecido de mi vista. Los he perdido a todos. He perdido otro día de vida, igual que ellos, y nos hemos perdido mutuamente. Entre tanto, el gran mundo gira de modo implacable, malgastando a la ligera mis preciosas horas (sin duda, me quedan ya pocas), mientras me siento frustrado junto al fuego de la tarde y me curo las manos arañadas que me hormiguean porque este mundo que da vueltas se me ha escapado porque no he sabido asirlo con fuerza.
3 de febrero
Esta mañana, al llegar a S. Kensington he ido directamente a una farmacia, pero como había alguien he retrocedido y me he ido a otra.
—¿Tiene tabletas de morfina? —he preguntado a un joven de cabello rizado y aspecto simpático y sonriente, que se inclinaba con las dos manos sobre el mostrador y me miraba con aire de complicidad, como si tuviera una experiencia ilimitada con aspirantes a morfinómanos.
—Sí, muchísimas —ha contestado, eludiendo la cuestión. Y se ha callado.
—¿Y podría vendérmelas? —he preguntado, algo tenso.
Ha vuelto a sonreír, ha negado con la cabeza y ha dicho que eso iba contra la ley.
He hecho un lamentable esfuerzo para parecer ingenuo.
—Por supuesto, sólo es un calmante —ha dicho.
Con semblante solemne que pretendía sugerir dolor, he contestado.
—Claro, pero en algunos casos los calmantes son muy necesarios. —Y he salido frustrado de aquel odioso establecimiento.
6 de febrero
Estoy ocupado volviendo a escribir[*], retocando y expurgando mis diarios para publicarlos en previsión del momento en que haya pasado a mejor vida. Tengo que hacerlo yo, porque nadie más lo hará. Al releerlos, me he dado cuenta de que he escrito un libro notable. ¡Ojalá alguien quiera publicarlo!
7 de febrero
Farolillo de papel
La otra mañana, mientras me vestía, vi el sol como una gran luna amarilla ascendiendo sobre un mundo rígido, duro, cuyos contornos apenas se adivinaban bajo una mortaja de nieve. Al otro lado del horizonte, otra luna —la luna llena—, también amarilla, estaba ocultándose. Era la imagen más extraña que he visto en mi vida. Bien podría haber estado en otro planeta; no me habría sorprendido más si hubiera visto un anillo de satélites amarillos repartidos a intervalos regulares por el horizonte.
Por la tarde del mismo día, fui a casa desde la estación en un coche ligero por la carretera obstruida por la nieve. El pequeño y prudente poni avanzaba con cuidado pasito a pasito —pat-pat-pat— por las zonas resbaladizas, y el patrón de la posada, que iba sentado delante de mí, no cesaba de cantar los méritos del inteligente animal. Estaba anocheciendo y, por algún motivo atmosférico, los fragmentos de nubes parecían ser el cielo azul y, en cambio, se diría que el cielo era una nube bajo la cual la luna llena, como un gran farolillo, colgaba tan bajo que parecía tocar los árboles y las colinas. ¡Cómo puede haber gente capaz de seguir adelante en un mundo tan extraño como éste durante los últimos días! Me asombra que bajo tales lunas y soles, las gentes del mundo no hayan olvidado temporalmente sus mezquinas ocupaciones de la guerra: por lo menos, durante unas pocas de las vueltas que damos en torno a esta estrella de fuego. No me sorprendería que uno de estos días esta fascinante Tierra cayera sobre ella como una polilla en una vela. ¿Y adónde iría a parar entonces nuestra Gran Guerra?
28 de febrero
Esta vida mía tan extraña
Pensemos en la guerra: y en la aventura que viven en estos momentos millones de hombres en la tierra, el mar y el aire; y los incesantes trabajos de millones de hombres en fábricas, talleres y campos; piénsese en los hospitales y lo que contienen, en lo que todo el mundo espera, teme, sufre y aguarda, en la concentración de toda la humanidad en una sola cuestión: la guerra. Y piénsese después en mí, pobre de mí, abandonado y olvidado, un diminuto fragmento tan hundido e indefenso entre las puras paredes de granito de mi entorno que apenas me llega un eco del trueno que resuena en lo alto de las montañas. Leo sobre la guerra en un periódico de medio penique y la veo en las imágenes de The Daily Mirror. En cuanto al resto, vivo contando las articulaciones de las patas de los insectos e incluso ese esfuerzo queda fuera de mi alcance.
Todo esto es bastante extraño. Pero mi vida es todavía más extraña, en comparación. Y es ésa la maravilla: que paso día tras día junto a las aguas de Babilonia, llorando y olvidado entre los entusiastas, contando articulaciones con entusiasmo, mientras todas las tardes regreso a Sión[175], a mis libros, a los poemas de Hardy, al diario de Maurice de Guérin, a mis propias memorias. La mía es una vida de consumado aislamiento y con frecuencia me sorprende.
Los hombres que conozco me aceptan como entomólogo y, por ese mismo hecho, entusiasta de la ciencia. Eso es todo lo que saben de mí y todo lo que quieren saber de mí o de otro cualquiera. No me cabe duda de que pocos hombres han llevado una vida con similar duplicidad. Me sonrío con amargura diez veces al día mientras entablo áridas conversaciones profesionales con ellos. ¡Cómo chismorrearían sobre los hechos de mi vida si los supieran! ¡Cuánto les escandalizarían las actividades de mi vida personal! ¡Qué mal aceptarían que me entusiasme por cosas que no están relacionadas con la entomología!
Me irrita mantener esta farsa de ocultación. Me gustaría manifestarme con franqueza. Odio, detesto y aborrezco el secreto de mi yo real: la contención continua que me impongo me ulcera el corazón y hace imposible una existencia social armoniosa con todos aquellos que no me conocen bien. «Dicen que el día del juicio final se revelará a todo el universo el secreto de las conciencias; yo querría que fuera ése mi caso desde hoy mismo y que todos pudieran ver mi alma.» Maurice de Guérin.
1 de marzo
Me resulta curioso mirar los tubos y el microscopio y darme cuenta de que nunca volveré a necesitarlos para darles un uso serio. La vida es una carga terrible para mí en el Museo. Estoy demasiado enfermo para hacer ningún trabajo científico, de manera que me limito a escribir etiquetas y guardar cosas. No hago más que marcar el paso al borde del precipicio mientras espero que me den la orden de avanzar.
Es devastador malgastar los últimos y preciosos días de mi vida en semejante pantomima, sólo para ganarme el pan. Podrían, por lo menos, dejarme morir en paz y con el oportuno decoro. Es innoble estar perdiendo el tiempo en un museo entre escarabajos e insectos cuando debería estar reflexionando sobre la vida y la muerte.
Me pregunto cuál debería ser la reacción más adecuada en las circunstancias actuales. Sin duda, seguir adelante como si todo fuera normal y desconociera el futuro. Y eso es lo que hago, visto desde fuera, por el bien de los demás. Sin embargo, no hay motivo para que en mi fuero interno, en algunas ocasiones, no me permita relajarme un poco. Es un verdadero alivio quitarme esta cota de malla, sentarme un rato junto al fuego del camerino y llevar una vida tal como debe ser, toda para mí. Pero la necesidad de vivir no me abandona. Debo seguir con la pantomima
Mi vida ha sido toda aislamiento y contención. E incluso ahora parece que mi muerte está cercada de prohibiciones. Por ejemplo, las drogas: ¡qué beneficioso sería tener un poco de láudano en un caso como el mío! ¡Y qué contento estaría si supiera que en el bolsillo del chaleco llevaba un método sencillo para librarme «del torbellino de la vida»[176] cuando llegue el momento, puesto que tiene que llegar! Me horroriza pensar cómo podría destrozar la vida de E. y minar su valor con una larga agonía. Pero ahí está la ley que lo prohíbe. Es como el caso del escorpión rodeado por un círculo de fuego, pero sin aguijón en la cola.
2 de marzo
Me pregunto qué pienso de la muerte, del otro mundo, de Dios. Miro en mi interior y descubro que soy demasiado insignificante para tener ninguna opinión. En cuanto a la muerte, me asusta demasiado. Estoy preparado para todo, pero soy completamente agnóstico: no tengo la menor idea de lo que puede suceder. Para tener opiniones, fe, creencias, es necesario poseer cierto eje ideológico. El universo, este gran matón, me abruma. Las estrellas hacen que me encoja. Estoy intimidado por la inmensidad que rodea mi pequeñez. Es fútil y presuntuoso que opine nada sobre el más allá. Pero espero que exista algo más libre y más satisfactorio tras la muerte para la emancipación del espíritu y, sobre todo, para la obliteración de este lastimoso yo, este pequeño, furtivo y listo hurón.
Resumen de una novela
1)
Él era un joven imaginativo y ella, una reina de la tragedia. Así pues, él se enamoró de ella porque era una mujer triste de pasado trágico. «Así, ella también es capaz de vivir la tragedia», dijo él, lo que era un gran elogio.
Pero él también era un joven ambicioso y propenso al coqueteo en el amor. «El matrimonio —decía él con aire sentencioso— es una trampa económica.» Y después, con cierta nostalgia: «Si fuera un poco más triste y un poco más hermosa, sería irresistible».
2)
Pero él, además, era un joven miserable y en la angustia de vivir sin amor y en soledad le tentaba mucho tener un hogar. Sin embargo, perdía el tiempo. Ella esperaba. Al fin y al cabo, la mala salud hacía imposible el matrimonio.
3)
Sin embargo, el amor y el sufrimiento empujaron al joven al matrimonio. Así pues, un día cerró los ojos y se ofreció en sacrificio… «Demasiado tarde —dijo ella—. Antes, tal vez, pero ahora…» Él volvió a abrir los ojos y, en un segundo, el amor volvió a entrar en su templo y echó a los mercaderes.
4)
Al final se casaron y él pensaba que ella había hecho una buena boda. Tal vez él tuviera mala salud, pero ¿quién podía dudar de que acabaría alcanzando la fama?
Cuando estalló la guerra y él tuvo la audacia de abrir una carta cerrada de su médico al oficial médico que examinaba a los reclutas… ¡Qué sobresalto! Así pues, era ella la víctima de aquel matrimonio. Le acosaba una pregunta: ¿lo sabía ella? ¡Qué imbécil había sido, qué egoísmo tan tremendo, qué vanidad!
5)
Y llegó un hijo. Él se quebró por la tensión y cada día los síntomas eran más visibles, ¿lo sabía ella? La pregunta lo aturdía.
Pues sí, ella lo sabía, y, sin embargo, se había casado con él por amor contra los consejos de todas sus amistades, incluido el médico.
6)
Ahora, la gratitud de él es casi sumisa; su admiración, sin límites, y su amor, eterno. Se ha producido un perfecto rapprochement entre dos almas, una de las cuales estaba perdida en sí misma y en los laberínticos caminos de sus propios motivos, y la otra era franca, directa, de amor casi imperioso y por completo adorable.
5 de marzo
Finis
Otra vez en casa enfermo. Ayer fue un día muy sombrío. Tenía todos los nervios helados, el corazón congelado. No sentía amor por nadie… Ningún tipo de emoción. Era una catalepsia de una clase más difícil de soportar que la fiebre o el dolor… Hoy la vida me agita de nuevo, me despierto despacio a la conciencia de una gran tristeza, pero casi resulta bienvenida.
6 de marzo
Una carta afectuosa de H. que me ha enternecido. A. sólo ha escrito una vez desde agosto.
7 de marzo
Imagino que soy un ser pálido y pusilánime… Sin embargo, hasta un subalterno de infantería tiene alguna posibilidad…
Mi querido amigo —[177] ha muerto y sus cuadros se exponen en la galería Goupil. Era el hombre más fascinante que he conocido en mi vida. Me atraía casi tanto como puede atraerme una mujer encantadora: por sus modales, por sus ojos risueños, por el modo de hablar. Y ahora ha muerto de una enfermedad larga y dolorosa.
8 de marzo
Muerte
He estado leyendo Raymond, de sir Oliver Lodge[178]. No niego que siento curiosidad por el otro mundo y por la muerte. Tengo curiosidad y siempre la he tenido. En mi primera juventud pensaba continuamente en la muerte y la odiaba amargamente. Pero ahora que mi fin está próximo y es seguro, pienso menos en ella y me contento con esperar y ver. En cuanto a lo práctico, he terminado con la vida y mi propia existencia con frecuencia no es más que una carga para mí y es probable que también lo sea para los demás. Desearía disponer de los medios para ponerle fin según mi voluntad. Con dos o tres tabletas en el bolsillo del chaleco y mi secreto bien guardado en el corazón, me movería con gran serenidad entre mis amigos y compañeros, consciente de que, en algún momento elegido —a medianoche o a mediodía—, cuando el espíritu me empujara, podría embarcarme silenciosamente en esta Gran Aventura. Sería deseable controlar el momento, el lugar y el modo en que uno abandona el mundo. Lo que me inquieta en particular es cómo me conduciré: temo tener miedo, me da miedo el miedo. Gracias a unas tabletas podría disponer mi muerte de modo artístico: bajo un gran árbol en un día de verano, con una obra de Homero abierta en la mano, o, mejor todavía, con una lupa y la Cucaracha de Miall y Denny[179]. Orquestaría mi fallecimiento con gran elegancia.
Creo que fue De Quincey quien dijo que la muerte le parecía más horrible en verano. Al contrario: la tierra está caliente y albergará amablemente mis viejos huesos. En las noches frías de invierno el cementerio me parece menos acogedor: especialmente horrible es la primera tarde después del funeral.
10 de marzo
He tenido una recaída. Me parece que no controlo la mano. El precio de la comida está disparado. ¡Ay de los incapacitados, los viejos y los pobres en los días venideros! Pronto no nos quedará nada en la despensa y nuestro único consuelo será un chicle Wrigley.
Cuando me llegue el momento de dejar este mundo, no sé cuál será mi mayor pesar: la gente que no he conocido o los lugares que no he visto nunca. En cuanto al mundo de los libros, me siento bastante satisfecho: he leído bastante.
Hoy leo la columna de los predicadores de mañana con ridícula avidez y marco las iglesias que he visitado: San Pablo y la Abadía, la Iglesia Ética de Bayswater y la catedral de Westminster. En cambio, no he visitado, como pretendía, a los Unitarios, los Cristadelfos, los Teosóficos, la Iglesia de Cristo Científico, la Sociedad Budista, el Oratorio Brompton, la Iglesia de la Humanidad, el Centro de la Nueva Vida: todas esas aventuras que un día quise emprender… No tiene mucha gracia ir marcando lo que uno ha hecho en una lista cuando es poco lo realizado. Me satisface más cuando se trata de una lista de libros. Pero Iona, y las Hébridas, Edimburgo, Bruselas, Buenos Aires, Spitzbergen (cuando está florido), el Grindelwald, El Cairo… estos nombres me hacen gruñir e incluso, algunas veces, gritar como un cachorro herido… aunque quien me mire me vea sentado en un sillón, lanzando aros de humo.
11 de marzo
El gráfico del temperamento
En este diario, la pluma es como una delicada punta de aguja que traza un gráfico del temperamento, como si quisiera mostrar las fluctuaciones diarias: grave y alegre, arriba y abajo, lamentos y risas, amor y odio hacia mí mismo. Aquí están todos mis pensamientos y opiniones, siempre irresponsables y con frecuencia contradictorios o mutuamente exclusivos, todos mis humores y vapores, las diversas reacciones ante lo que me rodea de esta gelatina que soy yo.
Salto sobre cualquier idea que flote en el aire, especialmente si es llamativa o quijotesca, no me importa que sea totalmente incompatible con lo que dije el día anterior. Algunas veces, la gente se remite a lo que dije antes y, para escapar, tengo que inventarme algún sofisma. Imito inconscientemente los modales de la gente que me gusta. Los demás nunca se olvidan de recordármelo. Si leo un libro y me gusta mucho, mediante un proceso de penetración pacífica, el autor se apodera de toda mi personalidad, como si sólo fuera un médium, y, durante cierto tiempo, brotan de mí sus ideas como una fuente que tomo por mía. Otras personas me dicen de mí: «¡Oh, imagino que eso lo ha leído en un libro!».
Soy un término medio entre un mono, un camaleón y una medusa. Ante cualquier matón con intelecto de trabuco siempre he extendido las manos y después he rechinado los dientes al ver mi cobardía. En conversación con hombres de sentimientos ajenos, ante mi pesar, me borro, muchas veces por pura timidez. Digo: «Sí… sí… sí» hasta la náusea cuando debería ser: «No… no… no». Reniego de mí mismo, disimulo: en definitiva, me comporto como un imbécil. Es una tortura tener un espíritu vivaz envuelto en timidez y una débil presencia física. Lo humillante es que casi cualquier carácter fuerte me hipnotiza hasta la aquiescencia, especialmente si es un desconocido. Coincido sinceramente con él y sólo más tarde descubro lo abominable de sus doctrinas. Después, en la cama, tengo conversaciones imaginarias en las que me resarzo.
Pero ¡pardiez! Me vengo en mis familiares y en las personas más débiles que yo. Ellos se llevan mi descaro concentrado y mis fulminaciones sulfurosas y se maravillarían ante estas confesiones.
Cinismo
Durante un tiempo inusitadamente largo después de alcanzar la madurez, tuve una hermosa confianza en la bondad de la humanidad. Es cierto que me llegaban rumores, pero los apartaba como calumnias. Era ingenuo, confiado, crédulo. Estaba convencido de que los hombres y las mujeres eran mucho mejores de lo que son en realidad. Ni siquiera ahora he llegado a desilusionarme por completo. De vez en cuando, todavía me froto los ojos con sorpresa. No puedo creer que seamos tan farsantes, tan hipócritas, que nos engañemos tanto a nosotros mismos. Y por extraño que parezca, son las «buenas» personas las que más amargamente me decepcionan. Un próspero mentiroso, un ladrón o un vagabundo no crean falsas expectativas y, por lo tanto, no me disgustan. Son los buenos, los sinceros, los leales los que me han hecho perder las creencias de mi juventud… Así pues, soy un cínico, pero no un cínico insensato sino inquieto e infeliz que carece del orgullo del cínico. «Es muy fácil serlo», me dijo alguien. «Por desgracia, así es», contesté.
Incluso con los mejores amigos, somos tan fríos, tan distantes, estamos tan preocupados por nuestras cosas… Los hombres piadosos aman a Dios, pero el amor por los demás por lo general es muy escaso. Mis propios afectos siempre tienen una expresión gélida, debido a la típica reserva inglesa. Vacilo como si no estuviera seguro de ellos. Temo engañarme. Odio desvelarme a mí o a los demás. Y, sin embargo, no paro de hacerlo. Tengo un cerebro analítico incansable. Disecciono a todo el mundo, incluso a las personas que quiero, y mis descubrimientos muchas veces me hieren en lo más vivo. «Para el puro, todo es puro»: de lo que debo deducir que tengo una viga en el ojo. Pero no toleraría engañarme con mi viga ni con la paja en el ojo ajeno.
12 de marzo
Archaeopteryx y marismas
Ayer experimenté dos punzadas de distinto tipo y las identifiqué; en realidad, eran más que punzadas: eran pinchazos que hacían vibrar.
(¿Por qué me río de mis sufrimientos?)
Una de ellas fue cuando vi la conocida figura de los restos de un Archaeopteryx en una losa de arenisca de Baviera; una reproducción en una enciclopedia ilustrada; la otra fue cuando alguien habló de barro y pensé en el gran estuario del T.[180], los distintos tramos y marismas y las aves. Estábamos pasando páginas cuando ella dijo:
—¿Qué es esto?
—Un Achaeopteryx —dije yo.
—¿Y qué es un Archaeopteryx?
—Un ave extinguida —contesté tristemente.
Como un viejo enamorado, mi amor por la paleontología y la anatomía y todas las esperanzas que ponía en ellas volvieron a mortificarme y pasé la página rápidamente.
Pero ¿por qué voy a necesitar explicártelo a ti, diario mío? No puedo explicárselo a otros, estoy cohibido.
—En los viejos tiempos en que acechaba a los pájaros en las marismas, acababa siempre lleno de barro —señalé tristemente.
Y se rieron de que tuviera semejante ocupación en un lugar semejante, mientras aquellas hermosas vistas y sonidos de las orillas fangosas cubiertas de zostera, ñachuelos centelleantes y rápidas zancudas, con sus gritos y silbidos, empezaban a apoderarse de mi memoria como un dolor delicado.
Ante mi infinito pesar, no conservo ninguna descripción, ninguna fotografía ni apunte, ninguna muestra de ningún tipo que me ayude a recordar. Y están condenados a desaparecer. ¡Cielo santo! ¡Cómo gasté entonces mis impresiones y experiencias! Swinburne tiene algunos versos sobre saladares que me consuelan un poco, pero no conozco ninguna otra descripción en pluma o pincel.
15 de marzo
Qué repugnante es ver a una vieja estéril loca de amor por un bebé, dándole voluptuosos besos en la nariz, los ojos, las manos, los pies, totalmente ebria, charlando incesantemente como un niño, dando saltitos a su alrededor como un urogallo enloquecido.
5 de mayo
La enfermera lleva ya cinco semanas en casa. Los días son todos casi iguales. Me levanto de la cama hacia la hora del té, me siento junto a la ventana y pienso en el pasado, el presente y el futuro. Sin embargo, han llegado por fin las golondrinas, con mucho retraso, y los cuclillos, los pitos reales y las pollas de agua lanzan su llamada al otro lado del parque. Por la noche, cuando ha salido ya la luna, me divierto mucho con un cárabo común tremendamente vanidoso que ulula por todo lo ancho y largo del valle, y después, no me cabe duda, se dedica a escuchar su eco, satisfecho. A pesar de todo, me resulta muy simpático ese cárabo y su ululato.
Me dedico a drogar mi mente con la letra impresa —Dios sabrá lo que hace E.—. Soy un batiburrillo de Smollett, H. G. Wells, Samuel Butler, The Daily News, la Biblia, el Labour Leader, Joseph Vance, etc. Con la única excepción de algún géiser esporádico de maldiciones —cuando me viene a la memoria algún recuerdo especialmente amargo—, me sorprende ver que me rindo con calma e incluso alegría. Esta agonía de frustración que me roía las entrañas en 1913 ha desaparecido, y yo, que esperaba desaparecer entre explosiones de humo y azufre, probablemente terminaré con las manos cruzadas sobre el pecho con auténtica resignación cristiana. Joubert dijo: «La paciencia y la desgracia, el valor y la muerte, la resignación y lo inevitable tienden a aparecer juntos. Por lo general, la indiferencia ante la vida surge en el momento en que es imposible conservarla»… ¡Qué cínico parece!
8 de mayo
Este y otro volumen de mi diario están temporalmente guardados en un cajón de mi dormitorio. Me parece que a medida que me vuelvo más estático y moribundo, ellos resultan más activos y agresivos. Durante todo el día, organizan un tumulto en su solitaria reclusión, aunque nadie los oye. Y por la noche, se vuelven fosforescentes, aunque nadie los ve. Un día de éstos estallarán en una combustión espontánea, como si fueran pólvora estropeada, y así al descuartizado diarista le saldrá el tiro por la culata.
1 de junio
Hablamos de las cuestiones post mórtem con cordialidad y sin tapujos. Imagino que este desdén tiene su origen en la familiaridad. E. dice que las viudas de guerra han hecho tan frecuentes los trajes de luto que ella no tiene intención de llevarlo mucho tiempo.
—Pero un poquito de luto sí guardarás por mí, ¿verdad? —le ruego, y nos echamos a reír. Me ha prometido que, si se presenta una buena oportunidad, volverá a casarse. Me gustaría ir conociendo ya al individuo para darle alguna indicación, enseñarle por dónde va la tubería del agua, dónde está el contador del gas y todo eso.
Algún observador podría pensar que disfruto con detalles macabros sobre mi muerte y me gusta esta situación. Nadie podrá decir que no intento hacer de tripas corazón. Podría decirse que le tiro de la barba al verdugo. Sin embargo, imagino que tendría que estar llorando la suerte de mi pobre esposa y de mi hija sin padre.
15 de junio
Paso el día sentado en la butaca; por la noche me desplazo ocho pies para meterme en la cama y, a la mañana siguiente, otros ocho pies para volver al sillón. Allí espero. La cita es cierta: «La vida es una coquetería con la muerte que me aburre, tan seguro estoy del amor».
5 de junio
Resulta extraño que, en estos tiempos en que las naciones se destrozan, el Destino, que tan llenas tiene las manos, encuentre tiempo para perseguir un átomo no combatiente como yo por una carretera secundaria y laberíntica. Resulta extraño advertir la minuciosidad con que ha decidido destruirme: podría pensarse que le bastaría con limpiarme el polvo de las alas. ¿A qué viene esta malignidad lenta y deliberada? Quizá sea un castigo por la impudicia de mis deseos. Lo quería todo, por eso no tengo nada. No di nada, por eso no recibo nada. No ofrezco mi vida de buen grado, me la arrebata fragmento a fragmento mientras contemplo este robo con ojos apesadumbrados.
He presentado la renuncia y dejo de trabajar con una paga exigua.
7 de julio
Tengo la mano un poco mejor. Pero esto es como el juego del ratón y el gato, y resulta humillante ser el ratón.
… El afecto paternal me llega en espasmos intermitentes y, si duelen, no duran mucho. Es curioso: igual que sucede a los ancianos, mi conciencia vuelve con más facilidad a situaciones sucedidas hace tiempo. Me siento incapaz de captar todo el significado de tener una hija de nueve meses de edad y algunos camachuelos comunes o algunas golondrinas que veo por la ventana me emocionan más. Nadie puede negar que he querido con locura a los pájaros. En mi juventud, los huevos, los nidos y los pollitos me embelesaban como no sería capaz de describir… Estoy cansado para seguir escribiendo.
23 de julio
Leo otra vez a Pascal. Si Shelley se quedó «cubierto de polvo dorado por revolcarse entre las estrellas», Pascal resultó herido y estremecido. El primero estaba encantado; el segundo, asustado. Me gusta la postración de Pascal ante las infinidades del Tiempo, el Espacio y lo Desconocido. De alguna manera, expresa todo eso con mayor intensidad que el consuelo que le prestaba la religión.
25 de julio
No creo en la teoría del matrimonio como unión de almas gemelas. Ella podría haberse casado con muchos otros hombres y haber vivido felizmente; hombres más sencillos que yo. A mi parecer, podrían haberse extirpado grandes fragmentos de mi carácter y ella apenas los habría echado de menos. ¡Pensar que ella, entre todas las mujeres, con un pasado como el suyo, ha quedado atrapada en una órbita despiadada como la mía! Sin embargo, no parece sentir resentimiento contra el destino, así que ya lo siento yo por los dos. Cuando nos comprometimos le regalé mi propio anillo como prenda de mi amor: nos pareció mejor que comprar uno nuevo. Era un sello con una piedra negra y lisa. Por extraño que parezca, hasta ahora no se me había ocurrido pensar que era un anillo de duelo en memoria de un tío abuelo mío y que tiene una inscripción en el interior.
26 de julio
¡Mientras pueda sostener una pluma, supongo que seguiré derramando tinta en este diario!
Me entretengo leyendo la Enciclopedia Harmsworth, de quince volúmenes. Es decir, voy pasando páginas y leo todo lo que me llama la atención.
Me levanto de la cama hacia las diez, me lavo y me siento junto a la ventana, con el pijama de rayas azules. Hace tanto calor que no necesito más ropa. E. entra, me peina, me pone un poco de agua de lavanda, me enciende el cigarrillo y me da el atril y los libros. No se le olvida nada.
Desde la ventana veo un campo con setos de haya a un lado y, a lo lejos, crecen unos árboles altos. Uno de ellos se recorta con un perfil idéntico al de un alabardero de la Torre de Londres, especialmente a la puesta de sol, cuando el árbol que tiene al lado queda en sombra. El campo está lleno de escabiosas, perejil silvestre y hierbas altas que ahora empiezan a tostarse con el sol. Numerosas mariposas blancas se mecen de un lado a otro sin cesar y avanzan en convoyes de cuatro o cinco —antes he contado cincuenta en cinco minutos—, lo que supone un mal presagio para las coles. Ni siquiera las tormentas con truenos parecen debilitar su ardor cinético. Se mecen como aeroplanos blancos bajo una lluvia de balas de ametralladora.
Los aviones y las golondrinas dibujan unas figuras tan hermosas en el aire que me gustaría que llevaran un pincel en el pico y trazaran las líneas sobre una cartulina. Miro las golondrinas lleno de ansia, qué libres, qué alegres, qué vigorosas. Este otoño, cuando se preparen para marcharse, estaré pendiente de cada gorjeo, de cada aleteo; y cuando se hayan ido, empezaré a poner tristemente mi casa en orden, como cuando algún visitante querido se ha marchado. Estos últimos días aprecio más las cosas.
1 de agosto
Jeremiada
El mes pasado, cuando renuncié a mi puesto, nadie sabía lo que tenía que abandonar. Yo sí lo sabía. Aunque si lo cuento, nadie estará obligado a creerme, como no sea por piedad. Nunca se sabrá si lo que voy a decir no es más que grandilocuencia y desesperación. Mis escasos amigos íntimos y familiares ignoran por completo todo lo relacionado con la ciencia, para no hablar de la zoología, y lo único que advierten es el hecho notable de que acostumbro a extenderme mucho en las conversaciones. Créase o no, lo cierto es que yo era el joven más capaz del equipo y uno de los más capaces del centro, pero mi habilidad ha quedado siempre amortiguada por el trabajo inferior que me han encomendado. La última memoria que publiqué el pasado diciembre era la mejor en su género en el tratamiento, el método y la técnica de las que se han producido nunca en esa institución, aunque no la más importante. Era totalmente banal: mi trabajo siempre lo ha sido porque me colocaron en un departamento roñoso, en el que todo el trabajo que se realizaba era banal y los métodos empleados eran tan primitivos, descuidados y poco exigentes como los de Fabricius[181], con la idea de que, puesto que no había estudiado ninguna carrera académica, no estaba preparado para ocupar otros puestos entonces vacantes, uno de ellos con los celentéreos y el otro con los vermes, dos temas que por lo general interesan poco a los aficionados y exigen formación de laboratorio. Más tarde tuve que presenciar cómo ocupaban estos puestos dos hombres con una capacidad que de ninguna manera me siento inclinado a considerar superior a la mía. Entre tanto, yo, que había diseccionado por afición todo el mundo animal en un laboratorio casero emplazado en un desván, sin instrumentos adecuados, me sentí amargamente decepcionado al encontrar menos medios en una supuesta institución científica que recibía el grandilocuente nombre de Museo Británico de Historia Natural. Cuando aparecí por primera vez me dieron una pluma, tinta, papel, una regla y un enorme instrumento de acero que, cuando pregunté, me explicaron que era un cortador de papel. Pedí un microscopio y un micrótomo, pero en realidad tendría que haber preguntado en qué curso me habían puesto.
Así pues, tuve que seguir luchando contra viento y marea, pero no empecé a conseguir nada hasta el año pasado. En su momento, habría revolucionado el estudio sistemático de la zoología, y el artículo anónimo que escribí en colaboración con R. en The American Naturalist fue un raro jeu d’esprit y mi mayor trabajo científico.
No me ha ido mejor en el mundo literario. Publiqué el primer artículo a la edad de quince años bajo el nombre de mi padre. El motivo era más astuto que modesto: si el mundo literario (!) me destrozaba sin piedad, todavía tendría oportunidad de hacer carrera.
Mi siguiente éxito de una u otra magnitud fue la inesperada publicación de una historia en The Academy después de haber intentado sin éxito casi todos los demás periódicos. Eso fue cuando tenía diecinueve años. No me enviaron las pruebas ni señal alguna de que lo hubieran publicado. Además, tenía dos feos errores de impresión. Escribí de inmediato para corregirlos en el siguiente número, pero no publicaron la carta ni acusaron recibo. Me rendí, pero escribí de nuevo insinuando cortésmente que el cheque llegaba con retraso. Gritos de silencio y, pensando en publicaciones futuras, me pareció más sensato no quejarme. No tardé en descubrir que el periódico había cambiado de manos y que, probablemente, estaba en las últimas en el momento de mi éxito. En cuanto volvió a tener cierta solidez financiera, no aceptaron ninguna de mis historias.
En fechas más recientes, también he tenido trato con la revista americana Forum, la cual me llenó de alegría al publicar mi artículo, pero no pagó, aunque el director se había adelantado a comunicarme que se pagaba al publicar. No me aventuré a protestar pues tenía otro artículo preparado que también imprimieron y no me pagaron. A pesar de los fracasos constantes mi ambición literaria nunca ha flaqueado[*]. Durante estos años me han rechazado y devuelto los manuscritos todo tipo de publicaciones periódicas, desde Punch hasta el Hibbert Journal. En otros tiempos archivaba las cartas de rechazo e incluso pensé en escribir un ensayo jocoso sobre ellas, pero decidí que eran monótonamente similares. En estos casos, cuando fracasaba en las avenidas de la fama —en las revistas de media corona y los semanarios de seis peniques—, buscaba en una biblioteca alguna publicación oscura —una revista parroquial o un periódico local—, cualquier cosa servía como última oportunidad. En una de estas ocasiones descubrí la Westminster Review y sin vacilar les envié un manuscrito con la habitual nota cortés. Pasadas seis semanas, como no había tenido respuesta, escribí de nuevo y esperé otras seis semanas más. Mi segunda protesta se encontró con un destino similar, de manera que me dirigí a la City a entrevistarme con los editores y pedirles que me devolvieran el manuscrito. El director había salido y me dijeron que volviera otro día. Esperé un ratito, dejé mi tarjeta y me marché con intención de escribir. Esa misma tarde, expliqué a los editores que el anónimo director no quería publicar mi artículo ni devolvérmelo y que, si tenían la amabilidad de darme su dirección y su nombre, le escribiría personalmente. Tras cierta demora, contestaron que aunque no tenían por costumbre dar el nombre del director, en la siguiente dirección la encontraría. Era una señora que vivía en Richmond Ros, Shepherd’s Bush. Le escribí de inmediato y no recibí respuesta alguna. Entre tanto, había observado que no habían salido más números de la revista en los puestos de libros y que los vendedores no me daban ninguna información. Escribí de nuevo a la dirección: en esta ocasión, una carta en tono jocoso en la que le decía que no tenía intención de llevar el asunto a los tribunales, pero que, si le ahorraba alguna molestia, pasaría a recoger el manuscrito, puesto que vivía a pocos minutos de distancia. No recibí ninguna respuesta. En aquellos momentos estaba ocupado y fui aplazando el firme propósito de visitar a la buena dama hasta que una tarde, mientras leía casualmente el Star al regresar a casa en autobús, leí que una mujer caritativa había visitado recientemente el asilo de pobres de Hammersmith y se había llevado a su casa a la infeliz que en otros tiempos había sido amiga de George Eliot, George Henry Lewes, y otros personajes famosos de la década de los sesenta del XIX y que hasta hacía pocos meses había dirigido la otrora notable Westminster Review[182].
Sin embargo, en fechas recientes he tenido muestras de una actitud más benevolente conmigo de los editores de Londres. Una magnífica revista trimestral ha publicado uno o dos de mis ensayos, uno de los cuales mereció dos páginas de citas y comentarios laudatorios en Public Opinion, cosa que me conmovió hasta la médula. Sin embargo, temo que esta pleamar ha llegado demasiado tarde.
Con todo, se diría que estos éxitos no han impresionado a nadie más que a mí. A. los veía como una broma y se rió incrédulo cuando alguien le contó lo del elogio en Public Opinion. Para él, sigo siendo el hermano pequeño y alocado. En el fondo, también estoy muy molesto porque E. ha tratado todo el asunto con indiferencia. Ni siquiera se tomó la molestia de leer la crítica del periódico y, aunque se ofreció a comprar varios ejemplares para enviárselos a los amigos, no se acordó de hacerlo y se ha olvidado de todo el asunto.
En cambio, leyó dos veces un párrafo amable que apareció en la prensa reseñando los dibujos de una amiga de una amiga y fue a contárselo a Francesca con gran alborozo. En otra ocasión, cuando apareció en un periódico la fotografía de otro joven de éxito —un hombre al que sólo conocemos de oídas—, se quedó muy impresionada hasta que le recordé, cosa que había olvidado, que cuando nos casamos los fotógrafos deseaban publicar su fotografía en los periódicos ilustrados. Pero que ella se negó desdeñosamente (y yo también).
¡Qué mujer tan rara…! [Y yo también, qué hombre tan raro, borracho de amargura y hiel.]
6 de agosto
E. y yo fuimos muy modernos durante nuestro noviazgo. Los dos fuimos totalmente francos y sinceros: nuestros padres y familiares se quedarían estupefactos y escandalizados si lo supieran… Yo soy biólogo y los dos somos librepensadores…
Voilà!… Odio la reticencia y la ocultación… En mi carácter hay mucho de ese imbécil llamado Gregers Werle.
7 de agosto
Mi gastrocnemius
Estoy quedándome tremendamente consumido. Esta mañana, antes de salir de la cama, he levantado la pierna y la he contemplado con tristeza. Mi flácido gastrocnemius colgaba, suspendido de la tibia, como una barquilla de un zepelín. Lo he tocado suavemente con la punta del índice y ha oscilado de un lado a otro.
15 de agosto
Mi querida mujer vuelve a casa esta tarde tras unas breves y muy necesarias vacaciones.
27 de agosto
Mi gratificación ha resultado ser inesperadamente escasa. Esperaba recibir, por lo menos, el salario de un año. ¡Y lo terrible es que tal vez viva varios años más! Nadie deseó la muerte con tanto entusiasmo como yo en estos momentos. Odio este mundo con esta guerra, y lamento amargamente no haber conseguido comprar un poco de láudano en su momento. Sólo tengo a E. y a mi querido R., y una o dos personas más. En cuanto al resto de las personas que conozco, las odio en bloque. Me gustaría poder arremeter contra ellos. Odio tener que dejarlos sin haberme vengado de todos.
31 de agosto
Querida mía, me preguntas por qué te quiero. No lo sé. Lo único que sé es que te quiero de manera inconmensurable. ¿Y por qué me quieres tú? Sin duda, es una cuestión todavía más inescrutable. No lo sabes. Nadie lo sabe. «El corazón tiene razones que la razón no comprende.» Amamos obedeciendo a una poderosa gravitación de nuestro ser y después intentamos explicarlo remitiéndonos a nuestro carácter, igual que un hombre forma primero sus opiniones y después piensa razones para respaldarlas.
Me deleito pensando que nuestro amor ha evolucionado. No surgió de la nada como un hermoso duendecillo, sino que fue desarrollándose despacio hasta alcanzar la perfección, se formó en la fragua de nuestras experiencias. Por eso durará para siempre.
1 de septiembre
Querida mía, tu amor fecunda mi corazón, lo tranquiliza, le da vida, de manera que cuando estoy contigo, olvido que soy un moribundo. Es demasiado difícil creer que, cuando morimos, un amor como el nuestro desaparece con nuestro cuerpo. Mi experiencia me hace sentir que el amor humano es la búsqueda tras la muerte de una gran unión de las almas en Dios, que es amor. Cuando de joven me arrodillaba ante el evolucionista Haeckel, la frase «Dios es amor» apenas me interesaba. Ahora soy más sabio. No debes pensar que sea otra cosa que un infiel (como dirían los clérigos) —no soportaría que olvidaran que soy un infiel— y no debe sorprenderte que una persona amargada, enfadada, y odiosa como yo crea en un Evangelio de amor. Estoy amargado porque mi mente idealizadora y, sin embargo, también analítica, ha obstaculizado un intenso deseo de amor[*]. He querido amar a los hombres a ciegas y, sin embargo, siempre estoy descubriendo en ellos cosas ocultas y la decepción me hiela el corazón. De ahí mi mala intención y mi ponzoña: querida mía, no las malinterpretes. Soy tan ávido como un pulpo, dispuesto a meterlo todo en sus tripas —¡la sede de los afectos!—, pero también soy tan sensible como un pulpo y retiro rápidamente los brazos al rincón rocoso e inaccesible donde vivo.
2 de septiembre
¿De verdad estoy muriéndome? No tengo presentimientos ni certezas, como la gente que sale en los libros. Y, al fin y al cabo, ¿estoy enamorado? «La adoro y, sin embargo, dudo; recelo y, sin embargo, amo intensamente.» Todo es una cuestión de grado. Al lado del de Abelardo y Eloísa, nuestro amor sería apenas barniz de afecto. Es muy difícil llegar a una conclusión. Sólo quiero a E.; eso, por lo menos, es cierto, y nunca he querido a nadie más.
3 de septiembre
Mi dormitorio está en la planta baja, ya que no puedo subir las escaleras. Pero el otro día, después de que hubieran salido, tomé la decisión de subir al piso de arriba, si lo conseguía, y buscar en los dormitorios el frasco mediado de láudano que la señora — me dijo hace poco que había encontrado en una caja, restos de otros tiempos en que — tenía que tomarlo para aliviar el dolor.
Me levanté de la cama, me dirigí hacia la puerta y gateé hasta ella, donde me puse de rodillas, alcancé el tirador y lo giré. Después gateé por la entrada hasta el pie de las escaleras, donde me senté en el escalón inferior a descansar. Es un tramo corto, sólo tiene doce peldaños, y no tardé en alcanzar lo más alto subiendo de uno en uno, sentado y ayudándome con los brazos.
Al llegar arriba, me decidí rápidamente por la habitación que me pareció más accesible y gateé por el pasillo y a través del cuarto de baño, por el camino más fácil, hacia la puerta pequeña: tiene dos. Los tiradores de las puertas de esta casa están más altos de lo normal, de modo que sólo arrodillándome con la espalda muy recta podía alcanzarlos desde el suelo. Esta puerta, además, tenía delante un escalón alto pero estrecho, tuve que subirlo, sostenerme en equilibrio con cuidado y después estirarme hacia el tirador con ayuda de una toalla. Lo alcancé al tercer intento y me encontré con que la puerta estaba cerrada por dentro.
Me derrumbé y no me habría costado nada echarme a llorar. Me quedé tendido en el suelo del baño, descansando la cabeza en el brazo, apreté los dientes y gateé por un tramo del pasillo y después por otro, en ángulo recto con el primero, subí tres escalones más hacia la otra puerta, que abrí y entré. Sólo había examinado dos cajones con ropa cuando la llave giró en el cerrojo de la entrada y E. entró con — y lanzó el silbido habitual.
Cerré los cajones y salí a gatas de la habitación a tiempo de oír a E. decir a su madre con voz alarmada: «¿Quién está en el piso de arriba?». Silbé y contesté que, como me aburría, había subido a ver la cuna: pareció creérselo.
A la mañana siguiente, mi querida E. me preguntó por qué había subido al piso. No contesté y me parece que lo sabe.
4 de septiembre
Estoy otra vez enfermo y apenas puedo sostener la pluma. Adiós, diario, aunque quizá sólo por un tiempo.
He leído a E. este bendito y viejo diario. Me ha hecho falta valor y me he quedado atónito ante un par de fragmentos, que he omitido.
5 de septiembre
El potro
Las niñas que viven camino arriba han pasado esta lluviosa mañana de domingo saltando al potro en pijama alrededor de la pista de tenis. ¡Qué envidia! ¡Pensar que nunca se me ha ocurrido hacer nada semejante! Ahora es demasiado tarde. Iban vestidas con pijamas morados. En una ocasión me sentí muy orgulloso porque me desnudé en una cueva, junto al mar, y me bañé en la lluvia, pero en comparación con lo de estas niñas me parece algo insulso.
Liebestod
Una mañana de otoño perfecta: fresca, buena y tranquila. ¡Qué música tan bonita la del caballo y el carro cuando avanzan despacio por un camino en una mañana tranquila! La he escuchado, abstraído y feliz, a medida que se alejaban. He asomado la cabeza por la ventana para oírlos hasta el final, hasta que las notas de un petirrojo han aliviado la tensión nerviosa y me han ayudado a resignarme a esa pérdida. Este incidente me ha recordado el Liebestod de Tristán, y el petirrojo hacía las veces de arpa[183].
Durante varios días, mis emociones han sufrido cambios caleidoscópicos, no sólo de día en día, sino también de hora en hora. Durante diez minutos seguidos me siento feliz o tremendamente deprimido, vengativo, venenoso, cariñoso, generoso, noble, enfadado o asesino: podría cronometrarse. Los fantasmas del infierno recorren mi pecho, ¡Ojalá pudiera quedarme echado en esta cama, tan quieto y pétreo como la efigie de una tumba! Pero hace un momento tuve un espasmo agudo al pensar, de repente, que nunca, nunca, nunca más caminaré por los senderos hacia las colinas.
7 de septiembre
Cumplo veintiocho años.
Mi querido R. (el hombre al que más quiero) lleva meses en un hospital militar. Es muy duro que nuestra relación se haya cortado casi por completo.
Querido diario, te quiero. Adiós.
29 de septiembre
Nunca habría creído que este sufrimiento fuera compatible con la cordura. Y, sin embargo, estoy razonablemente cuerdo. Dios sabe cuánto tiempo podré conservar la razón en esta situación… Esta incapacidad para escribir es una consumada venganza[*]. No puedo dejar de sonreír tristemente ante la astucia de esta estocada. ¡Qué ingenioso privarme de mi único consuelo secreto! ¡Qué gracia que en esta agonía de aislamiento un egotista agresivo como yo deba verse privado de su último medio de expresión! Siento que me ahogan poco a poco.
Más tarde (con la letra de E.)
Ayer nos mudamos a una casita diminuta cuyo alquiler cuesta la mitad que la otra, situada a dos millas del pueblo… Una casita preciosa, diría cualquiera. Pero es puro «camuflaje». Porque, a pesar de la felicidad de su exterior, alberga a dos de las personas más abatidas de este mundo tan lleno de tristeza.
30 de septiembre
Anoche, E., sentada a mi lado en la cama, se echó a llorar. Era culpa mía. «Puedo aguantar mucho, pero tiene que haber un límite.» Pobre, pobre niña mía, me duele el corazón al pensar en ti.
Yo también lloré y nos alivió mucho. Después nos sonamos.
—En las novelas —señaló E. tomando distancia—, la gente que llora no tiene que sonarse. Sólo llora…
Pero las nubes cargadas de truenos no tardaron en regresar.
1 de octubre
El futuro inmediato me horroriza.
2 de octubre
Pushkin, que así se llama el gato, está acurrucado en la cama, ronroneando feliz. Me alivia verlo.
Pero analícese la situación: un paralítico, un bebé que llora, dos mujeres, un gato y un canario, y la comida cada día más escasa. «El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy.»
Quiero que me quieran y, por encima de todo, quiero querer. Pero corro el peligro de volverme quejumbroso y decir enfurruñado: «Nadie me quiere, nadie se ocupa de mí». Tengo que tener más valor y más confianza en la bondad de los demás. Así podré amar con más libertad.
3 de octubre
Hoy estoy contento porque hemos arrebatado al destino unas horas felices que he pasado en el jardín, bajo el cálido sol. Me han llevado hacia las doce y me he quedado allí hasta después del té. Cantaba una alondra, pero las golondrinas —queridas mías— ya se han ido. E. ha cogido dos prímulas y me he sentado sobre unos ásteres para mirar las abejas, las moscas y las mariposas.
6 de octubre
Cuando me apiado en exceso de mí, intento imaginar cómo serán los campos de Bélgica, Armenia, Serbia, y, por lo general, me tranquilizo.
12 de octubre
Ya es invierno: este año no hemos tenido otoño. Por las noches nos sentamos ante el fuego y disfrutamos del agradable olor a humo de madera y de la chimenea abierta, con su gran barra de hierro con un gancho. E. teje ropa para la nena y yo toco a Chopin, himnos de César Franck y variaciones sobre la canción Tres ratoncitos ciegos en una armónica llamada «Coro de los ángeles» y hecha en Alemania… Me compadeces, ¿verdad? Solo, sin dinero, paralítico y con veintiocho años recién cumplidos. Pero chasqueo los dedos delante de tus narices y con la misma arrogancia te compadezco a ti. Compadezco tu cómoda buena suerte y la estancada serenidad de tu alma. Prefiero mi tormento. Muero, pero tú ya eres un cadáver. En realidad, nunca has vivido. Tu cuerpo nunca se ha desollado por el deseo de amar, de conocer, de actuar, de lograr. No te envidio el interés que sientes por las mezquinas ocupaciones de una vida vulgar.
¿Crees que cambiaría la comunión con mi corazón por tu charla boba e hinchada? ¿O mi curiosidad por tu interés diletante? ¿O mi desesperación por tu cómoda esperanza? ¿O mi brillante vida presente por la tuya, tan lisa y pulida como una moneda nueva de tres peniques? Jamás querría hacerlo. Me envuelvo en mi manto y doy gracias a Dios solemnemente por no ser como otros hombres.
Sólo tengo veintiocho años, pero he condensado en este breve tiempo una vida razonablemente larga: he amado y me he casado, tengo una familia; he llorado y disfrutado, he luchado y superado obstáculos y, cuando me llegue la hora, estaré contento de morir.
Del 14 al 20 de octubre
Muy abatido.
21 de octubre
No me soporto.
FINIS
[Barbellion murió el 31 de diciembre.][184]