1 de febrero
Desde la última vez que escribí —hace un mes— he recuperado el optimismo, después de recibir un golpe que me tuvo bajo el agua durante tanto tiempo que pensé que nunca me recuperaría ni volvería a ser feliz… En cambio, el otro día estaba contando a R. mi situación, cosa que me proporcionaba gran alivio, cuando entrevimos a un conocido al otro lado de la calle. Cruzamos al instante, intercambiamos con él unas palabras y nos alejamos; retorné el hilo de mi lúgubre historia ahí donde lo había dejado, secretamente estupefacto ante mi agilidad emocional. Esto es lo que hay y no me importa.
2 de febrero
«Y se manchó las enaguas, arrastrándolas por el centeno.»[154] Estas palabras ejercen sobre mí una fascinación ridícula; no puedo resistir este ritmo dulzón, afectuoso o, mejor dicho, amoroso, y las repito una y otra vez por la casa en voz alta. Como le pasaba a Lamb con Rose Aylmer[155].
16 de febrero
Hoy hemos tomado posesión de nuestra casita en el campo; es muy bonita y da sobre un hermoso parque.
Acabo de descubrir el diario de los hermanos Goncourt y he estado leyéndolo con avidez. La verdad es que la vida es una excelente materia prima. Desbordo vitalidad, charlo amablemente con todo el mundo sobre cualquier cosa, me muestro discutidor, optimista, serio, ridículo. Me dedico a llamar a R. cascarrabias, vagabundo, scaramouche, y a E. le digo que es una meretriz, una ramera, una buscona, una mujerzuela. «La verdad es que no hay otro marido como tú», me dice esta dulce dama, y yo…
Uno de los síntomas de delirio siempre es una truculencia melodramática. Agito el puño ante el rostro de R. y él se muere de risa… El sol y las grandes, enormes nubes blancas e hinchadas, hacen que me sienta como un cachorro que se retuerce entusiasmado porque lo sueltan sobre un césped verde…
—Tienes que venir a pasar un fin de semana —le he dicho a R. a la hora de comer—. Ven tan pronto como puedas. Tendrás todo tipo de comodidades. Es una casa enorme, todavía no conozco bien los caminos y es peligroso perderse en ella, porque llegas tarde a cenar. Cuando llegues, nuestro portero, vestido de oro, te dirá: «Me parece que el señor Barbellion está en la biblioteca».
—Y supongo que sirven la mesa unos eunucos negros —ha contestado R.
—Sí, claro, y tenemos arañas doradas y una escalera de mármol, todo ello de un esplendor bárbaro.
—Sí, me encantaría ir —ha contestado R. con aire flemático.
Y así hemos seguido, en una cháchara incesante durante todo el día. ¡Y estoy convencido de que la cerilla que ha encendido la pólvora ha sido el descubrimiento del diario de los Goncourt! Es extraordinario cómo he ido pasando los días con toda tranquilidad exactamente como si hubiera leído todos los libros, lo hubiera visto todo y lo hubiera hecho todo a mi gusto. Este libro me ha sacudido de este estado de satisfacción conmigo mismo: pensar que, durante todo este tiempo he estado tan muerto… Podría haberme muerto sin saber que los Goncourt habían vivido y escrito un libro colosal y, ahora que lo sé, tengo un deseo febril de leerlo y metérmelo en la cabeza: podría morirme en cualquier momento sin terminarlo. Esta idea me enloquece, igual que cuando pensaba que podría morirme antes de enamorarme —¡morirse sin haber estado nunca enamorado!—. En otros tiempos, esta posibilidad me estremecía de dolor.
22 de marzo
R. tiene la desagradable costumbre de lanzar algún anuncio espantoso que provoca una pregunta explosiva por mi parte para después sumirse al instante en un silencio eleusino: parece obtener un placer sensual en la pausa que te mantiene expectante. Podría perdonar al hombre que te tiene sobre ascuas durante un par de chupadas para que la pipa no se le apague, pero R. se calla para darse ese gusto y sigue mirando el horizonte con ojos de profeta (o eso cree él) mientras intenta convencerme de que ve un portento que sólo se revela a los elegidos de Dios.
Se lo he dicho en mitad de uno de sus voluptuosos silencios.
—Te contestaré cuando lleguemos al Oratory —ha dicho, (estábamos en Brompton Road).
—¿A qué lado? —he preguntado inquieto—. ¿Éste o el otro?
—Eso —ha contestado— dependerá de cómo te comportes mientras tanto.
3 de abril
Hoy, en la calle, nos hemos cruzado con un extraordinario bulldog que iba humildemente tras un muchacho diminuto al que estaba atado por un trozo de cuerda. En aquel momento seguíamos los pasos de tres magníficos oficiales serbios y yo me sentía especialmente interesado por el curioso corte de sus botas altas. Pero el bulldog nos ha distraído.
—¿Es un perro? —he preguntado al niño.
Me ha asegurado que sí, y, en efecto, así era, aunque quizá habría sido más adecuado que se llamara perrorrana, puesto que tenía las patas delanteras más curvas, el lomo más ancho y la boca más grande que he visto nunca en un bulldog. Era un superbulldog.
Hemos dado media vuelta y hemos seguido andando.
—Vaya —ha exclamado R.—: ahora hemos perdido a los oficiales serbios.
4 de abril
—¿Me permite que use su microscopio? —me ha preguntado.
—Por supuesto —he contestado con un gesto de elaborada cortesía.
Se ha sentado a mi mesa, en mi silla, y ha usado mi instrumento: al instante se ha quedado tan absorto e indiferente a mis bromas como ilustra el diálogo siguiente:
—Puesto que los escoceses tienen más de monumentos que de hombres, este último ataque a los dignos habitantes de Edimburgo tendrá que considerarse más un acto vandálico que un asesinato.
La callada por respuesta. He seguido junto a mi silla.
—¡Qué contentos estarían Swift, Johnson, Lamb y otros anticaledonios!
—Espero que no le moleste que le ocupe la silla un rato más —ha dicho el escocés—, pero se trata de una larva con maxilas muy curiosas… —ha dicho, y su voz se iba extinguiendo, abstraído.
—¡Oh, no…! Siga, siga —he dicho—. ¡Qué tremenda falta de hospitalidad por mi parte no ofrecerle un vaso de whisky! ¿Quiere un poco de agua?
Ninguna respuesta.
Otro entusiasta se ha considerado autorizado a entrar, el primero lo ha saludado con placer y lo ha invitado a sentarse. Le he acercado una silla y he dicho:
—¿Afeitado o corte, señor?
—Si sigue la parte superior de la gálea —ha zumbado el número uno imperturbablemente—, verá…
Me he aburrido de estar de pie y de hablar sin que me escucharan, pero al final se han levantado, se han disculpado y se han dirigido a la puerta.
Les he rogado que olvidaran sus agradecimientos y he insistido en que había sido un placer, etc.
Me han dado las gracias de nuevo y habrían dicho más cosas, pero he añadido amablemente:
—¿Conocen el camino?
Me han asegurado que sí, ya que llevaban más de treinta años trabajando allí. He dado las gracias a Dios y me he sentado otra vez ante mi mesa.
(La narración de estas conversaciones es bastante necia: sin embargo, dan una idea de la clase de personas a las que debo tratar y también de la clase de persona que yo soy con esa clase de personas.)
6 de abril
El problema de la mosca doméstica
Durante las últimas semanas hemos vivido una tremenda agitación que apenas tiene otro precedente que el estallido de este Apocalipsis en agosto de 1914. La chispa que prendió fuego a casi todo el edificio fue la carta a The Times escrita por el doctor —, donde hacía pública una ignominiosa confesión de ignorancia por parte de los entomólogos sobre el modo en que la mosca doméstica pasa el invierno. A modo de respuesta, muchos lectores le contestaron que hibernaban y uno fue incluso lo bastante temerario para emplear ante nosotros, los entomólogos, el nombre latino exacto Musca domestica. Pedimos ejemplares y de inmediato empezó a llegar al Museo un número enorme de moscas vivas o muertas ¡pero no había entre ellas ninguna mosca doméstica! Así pues, se produjo un lío tremendo.
Uno de los corresponsales se llamaba Masefield. «¿No será el poeta, Masefield?», preguntó un alborozado especialista en dípteros. Le aseguré que no.
—Tengo ganas de contestar a este individuo tan categórico y echarle un rapapolvo, aunque en el número de hoy escribe una segunda carta rebajando un poco el tono —dijo. Yo insistí en pedir clemencia.
Pero el asunto sigue en pie. Cada mañana hay más cartas y recibimos más moscas de parte de todo tipo de personas. Se diría que tenemos al mundo entero buscando moscas domésticas: duquesas, guardavías, granjeros, lacayos. Cada mañana, los especialistas colocan una nueva remesa de moscas y un ayudante dedica todo el tiempo a identificarlas, colocarlas, hacer una lista y dar parte de las nuevas llegadas. En la última reunión de los miembros del consejo se enseñó una muestra para dejar claro, sin duda alguna, que el insecto que hiberna en las casas es una Pollenia rudis y no una Musca domestica. Al parecer, los miembros del consejo dieron su aprobación.
En estos momentos, un observador atento puede descubrir que nuestros especialistas en dípteros reciben visitas oficiales de personas interesadas que traen moscas, animadas conversaciones en el pasillo, grupitos de entusiastas en los aseos, en la biblioteca, por todas partes…, y en todas partes el tema de discusión es el mismo: ¿cómo pasa el invierno la mosca doméstica? Al pasar junto a éstos, se oye: «Sin duda, se encuentran en las tahonas, pero…» o una voz nostálgica que dice: «Ojalá hubiera cogido la que encontré en el cuarto de baño hace tres inviernos… estoy seguro de que era una mosca doméstica…». El propio doctor —, un gallardo capitán, deambula de sala en sala estimulando a sus lugartenientes a hacer sugerencias y examinando todas las respuestas al gran interrogante planteado sobre los méritos de insecto, por humilde e insignificante que sea la persona que las plantee. Al final, desaparece toda una tarde y corre la voz de que se ha ido a examinar un montón de basura en el Soho o Pimlico. A medida que pasa la tarde, alguien inquiere si ha regresado ya; al día siguiente, alguien me pregunta si lo he visto, después un tercero anuncia tristemente que acaba de hablar con él pero que no se ha encontrado nada en el montón de basura.
De repente, un día de la semana pasada, alguien salió corriendo por el pasillo mientras gritaba que el señor — acababa de encontrar una mosca doméstica en su sala. La noticia nos conmocionó a todos, y alguien atisbó cómo el capitán salía, excitadísimo, hacia el teatro de operaciones con un frasco y una red. No tardaron en incautarse del insecto e identificarlo como una verdadera Musca domestica. Se convocó una reunión para deliberar y, finalmente, una señora informó de que dos moscas domésticas «forzadas», incubadas el día anterior, se habían escapado de sus dominios. Sugirió que el ejemplar del señor era uno de ellos.
—¿Y cómo pudo ir desde su despacho al del señor —? —le preguntaron al instante. Sin aliento, oímos que contestaba con voz clara y audible que la fugitiva tal vez había salido por la ventana, había subido por el jardín y había entrado por la del señor —, o tal vez había salido por la puerta, había subido por el pasillo y había entrado por la puerta. Quise saber por qué iba a entrar en el despacho del señor —, puesto que no se ocupa de los dípteros sino de los microlepidópteros. Me miraron con severidad y la reunión se fue disolviendo.
Esta mañana ha entrado el doctor — con un recorte de periódico en la mano, diciendo: «The Times no está al día», y me ha tendido el recorte. Era The Times de hoy y hablaba de un saco lleno de moscas cogidas en la Torre del Reloj de Wandsworth en estado de hibernación.
—¿Atrasado? —he preguntado tímidamente, porque me parecía que se me escapaba algo.
—Claro, ¿no lo sabe?
No sabía nada, pero estaba preparado para todo.
—Hace dos días, The Star dedicó un párrafo a esto —me ha informado—, titulado «Tempus fugit» —ha añadido con tono resentido, como si el frívolo periodista intentara desacreditar nuestro misterio.
Se ha producido una larga pausa en la que ninguno de los dos ha hablado. Y entonces ha añadido despacio:
—Me pregunto por qué The Times estará tan retrasado. Han pasado ya dos días.
5 de mayo
Hola, viejo amigo, ¿cómo estás? Me refiero a mi diario. Hace mucho tiempo que no te escribo y mi silencio, como de costumbre, indica felicidad. He estado viviendo una serie ininterrumpida de días felices y tranquilos, paseando por los bosques con mi querida mujer, o trabajando un poquito en el jardín al regresar a casa por la tarde; la guerra ha quedado a siglos de distancia. Al final del día, cuando se acerca la hora de acostarse, E. lee a Richard Jefferies[156], yo hago solitarios y la señora — hace ropa para Priscilla.
Los únicos problemas son una chimenea que humea y el perro de un vecino que ladra por la noche. Por fin he llegado a puerto, tras la tormenta, y no me parece pronto. Hoy mi alegría ha ido subiendo en un crescendo y esta noche he alcanzado un momento de placer tan intenso que no puedo irme a la cama sin anotarlo.
Pachmann[157]
Después de sentarme en el murete que rodea la fuente que hay en mitad de Trafalgar Square, comerme varios sándwiches y alimentar a las palomas con las migas, he escuchado durante un rato el rugido del tráfico alrededor de tres lados de la plaza mientras seguía en el centro de ésta, casi solo, y una paloma gorda pisaba a otra sin darse cuenta. Ha sido una experiencia extraordinaria: las bocinas pitaban incesantemente, se diría que sin propósito alguno, y daba la sensación de que todo Londres estaba de fiesta, que era el día de una gran victoria británica o de la paz.
Después he bajado por Whitehall de camino a Westminster Bridge, a tiempo de ver cómo se ponía en marcha el barco de las dos y remontaba el río en dirección a Kew. Me he entretenido junto al viejo del telescopio que se coloca junto a la estatua de Boadicea: he visto a un gaitero de la Guardia Escocesa por ahí, con la mirada perdida hacia el río, tan ocioso como yo. He visto a otro hombre sentado en las escaleras de piedra, leyendo un trozo sucio de periódico. He visto al jovial, rubicundo marino encargado del embarcadero caminando arriba y abajo por sus pequeños dominios: charlando, bromeando, escupiendo y atando un par de cabos. Todo estaba vivo, brillaba intensamente, latía.
He llegado a Queen’s Hall a tiempo para el concierto de Pachmann, a las tres y cuarto… Como de costumbre, nos ha hecho esperar diez minutos. Después, un hombre bajo, grueso, de mediana edad ha salido a la escena con aire despistado y todo el mundo ha aplaudido con violencia: era Pachmann, un individuo de aspecto sucio y grasiento, con largo cabello de sucio color grisáceo, que le llegaba hasta los hombros, y un feo rostro. Nos ha dirigido una amplia sonrisa, se ha encogido de hombros y ha seguido encogiéndolos hasta que ha visto la banqueta, que ha parecido desconcertarlo por completo. Se ha acercado caminando con cuidado, ha extendido una mano para acariciarla y, al ver que todo estaba bien, ha retrocedido dos pasos, uniendo las manos ante sí, sin dejar de mirar el taburete con muda admiración y con los ojos brillantes de placer, igual que Pickwick al descubrir el tesoro arqueológico. Se ha acercado una vez más, se ha inclinado y con toda suavidad la ha acercado siete octavos de pulgada al piano. Después le ha dado una palmadita final con la mano derecha y se ha sentado.
Ha tocado el Nocturno número 2, el Preludio número 20, una mazurca y dos estudios de Chopin, así como el Impromtu número 4 de Schubert.
Al final, nos hemos congregado todos en torno al estrado y hemos dedicado a aquel caballero del viejo mundo una ovación; un hombre le ha tendido la mano y Pachmann se la ha estrechado, tal como deseaba.
Como bis, nos ha tocado un vals: «Vals, vals», exclamaba en éxtasis, saltando arriba y abajo del asiento al compás de la música. Era un espectáculo notable: a la derecha, la multitud clamorosa rodeaba el escenario; a la izquierda se encontraba el público de las butacas de platea y ante el piano cabeceaba este hombrecillo grueso tocando al divino Chopin divinamente sin dejar de levantarse y sentarse en el asiento, volviendo un rostro radiante a izquierda y derecha mientras gritaba: «Vals, vals». Es tan entretenido como el volatinero de un espectáculo de variedades.
En cuanto ha terminado, hemos aplaudido pidiendo más; Pachmann, entre tanto, rodeado de sus adoradores, simulaba renunciar al intento de contentarnos. Al final se ha ido y se ha adivinado, entre bambalinas, una escena entre él y su agente, que lo hacía salir una vez más.
El aplauso ha sido espléndido. En cuanto ha empezado a tocar, ha cesado al instante y, en cuanto se ha ido, ha empezado otra vez en seguida: no era bullicioso ni arrebatado, sino una salva firme y decidida, regular y uniforme como una máquina.
20 de mayo
He pasado un día tranquilo. Esta mañana la he dedicado a escribir un ensayo, sentado ante mi escritorio, en el estudio, con una gran ventana de cuatro hojas a la izquierda, mirando los bosques y campos en los que cantaban pardillos, verderones y cuclillos. Esta tarde, mientras E. descansaba un rato, me he sentado al sol de la galería para leer Antonio y Cleopatra… Sí, por fin he llegado a puerto. Sería el último en negarlo, pero no puedo creer que dure mucho. Es demasiado bonito para durar; incluso es demasiado bonito para ser verdad. E. es demasiado buena para ser real, este hogar es demasiado bueno para ser real, y esta vida tranquila de reposo es demasiado maravillosa para durar en mitad de una gran guerra. No es más que un engañoso sol de abril, nada más…[*]
Hemos tomado el té en —. Una tarde radiante y veraniega. Después hemos paseado por el jardín y la zona de arbustos y nos hemos sentado en el césped, charlando y fumando. El señor — jugaba con un gato blanco y pícaro llamado Chatham y E. hablaba de nuestro vecino «desgarbado», de jardinería, etc. Después he ido paseando hacia la sala, donde Cynthia tocaba a Chopin en un piano de cola. ¡Qué precioso era todo!
¡Qué delicia estar en silencio, apoltronado en el sofá, con la mirada perdida en la celosía de la ventana, escuchando las arrulladoras virtudes del Nocturno número 2 opus 37!. En la parte final de este nocturno, la melodía me ha llevado de inmediato a un día sin nubes, a un bote en la bahía de Combemartin, con los remos levantados mientras el agua lamía regularmente a borda y la barca subía y bajaba. Un estado de la más profunda calma y felicidad se ha apoderado de mí.
2 de junio
Del periódico local:
«Un camarada del Regimiento de Gloucestershire al escribir a un amigo en — menciona que el soldado J. ha recibido una herida mortal en combate. J. era bien conocido en este lugar como un joven brillante dedicado a la venta de periódicos».
3 de junio
Qué amarga decepción darse cuenta de que dos personas, íntimamente enamoradas la una de la otra, están separadas por tanta distancia. Una mujer teje calcetines o hace solitarios tan tranquila mientras su marido o su amado cae muerto en Flandes. Por fuerte que sea el lazo que los una, será insuficiente para que ella presienta siquiera la catástrofe y tendrá que esperar a que el Ministerio de la Guerra le envíe una nota. Qué humillante que el Ministerio de la Guerra deba hacer lo que el Amor no puede. Visto así, el amor humano parece algo superficial. Cada persona es un ser egocéntrico y diferenciado. Cada uno para sí y el Diablo que se lleve al último. «¡Ah, pero ella no lo sabía! ¡Sí, pero tendría que haberlo sabido!» La telepatía y la clarividencia deberían ser comunes; por lo menos, entre enamorados.
Esta mañana, hacia las seis y media, mientras estaba todavía en la cama, he oído que un hombre con el carro de la leche decía en la calle a un vecino: «Una batalla… hemos perdido seis cruceros». Ésa ha sido la primera noticia que he tenido de la batalla de Jutlandia. A las ocho, he leído en The Daily News que la Marina británica había sufrido una derrota y he pensado que aquello era el fin. La noticia nos ha quitado el hambre. En la estación de tren, The Morning Post ofrecía noticias algo más alegres, casi tranquilizadoras, y esta tarde, a las seis y media, la batalla se ha convertido en una lamentable acción no concluyente. Hemos respirado de nuevo.
4 de junio
Se ha convertido ya en victoria.
11 de junio
Viejos sistemas de clasificación: la Teoría de los Cincos de Refinesc, la Teoría de los Sietes de Swainson, el libro de Edward Newman, titulado Sphinx Vespiformis, que localiza cincos en todo el mundo animal, el Quincunx de sir Thomas Browne, que busca todos los cincos en la naturaleza; en palabras de Coleridge: «Quincunces en el cielo, quincunces en la tierra, quincunces en la mente, en el nervio óptico, en las raíces de los árboles, en las hojas, ¡en todo!».
Viejos caminos equivocados:
La piedra filosofal (Balthazar Claes)[*].
La panacea universal (el agua de alquitrán del obispo Berkeley).
Números místicos (como los vistos más arriba).
Mi padre era sir Thomas Browne y mi madre María Bashkirtseva. ¡Véase qué híbrido tan extraño soy!
Lanzo estas páginas al rostro de las personas timoratas, furtivas y respetables y exclamo: «¡Aquí estoy! ¡Éste soy yo! Os parecerá bien o mal, pero así son las cosas. Y os desafío a seguir mi ejemplo, a enfocar el reflector de vuestra conciencia en cada remoto rincón de vuestra vida, os invito a todos a la introspección. Sed francos, sinceros, tirad los tabiques de vuestro cubículo, salid de la madriguera, gusanos». Si somos gusanos, al menos seamos gusanos sinceros.
La gratitud que siento hacia E. por haberme arrancado de las espantosas miserias de mi vida en Londres es mayor de lo que puedo expresar. Si fuera el héroe barato de una novela femenina, inmolaría mis diarios como muestra de amor y así tendríais la linda imagen de un joven pálido junto a la chimenea del salón, contemplando cómo sus días se van en humo. Pero confío en su sensatez y, si no me puede querer por lo que soy, no quiero que me quiera por lo que no soy.
Desde aquel fatídico 27 de noviembre, llevo una vida póstuma. Vivo en la tumba, ocupado de llenarla de alegrías póstumas. Acepto mi destino con satisfacción; mis inquietas ambiciones de otros tiempos ahora duermen; el furioso deseo de imponerme está anestesiado por esta gran guerra. La guerra, sumada al descubrimiento sobre mi salud, ha arrancado de mí este cáncer de la obsesión por mí mismo. Me quedo en esta casita del campo, totalmente aislado, aplastado por un martillo de vapor (¡aunque ha sido necesario un Apocalipsis!), sin embargo, estoy tan alegre y feliz como un lirón acostado para pasar el invierno. Porque estoy casi resignado a ello, convencido de que algún día, alguien lo conocerá, tal vez alguien entenderá y —¡poderes inmortales!— quizá incluso experimentará cierta afinidad a mis sentimientos: «El rápido latido se hará más rápido gracias al corazón inmóvil».
19 de julio
Omnisciencia
Hoy un caledonio omnisciente me ha preguntado:
—¿Dónde están las Célebes? ¿Al norte o al nordeste de las Sandwich?
Lo he identificado de inmediato como una presa legítima. Me he recostado en la silla y he contestado despacio y con el tono más ofensivo posible.
—La isla de Célebes, de enorme tamaño y curiosa forma, está situada en el archipiélago Malayo.
El caledonio ni ha parpadeado. En lugar de esbozar una sonrisa forzada ante su error y reconocer su ignorancia ante un «interino», se ha empeñado en seguir adelante, señalando:
—Entonces, como es natural, quedará al norte de Papúa —ha dicho, como si hubiera cometido un error menor de latitud y longitud.
Haciendo caso omiso de su comentario, he proseguido:
—Desde el punto de vista zoogeográfico, la importancia de la isla de Célebes no tiene parangón, pues podría decirse que es la isla con la fauna más extraña del mundo. Y, además, está lo de la Línea de Wallace… —he añadido con deliberada oscuridad.
El caledonio no ha dicho nada, pero parecía dolido. Era tan evidente que no sabía nada de eso y era tan obvio que yo sabía que él no lo sabía, que, tras mi absurda agresividad, yo esperaba que la tensión se disolviera en una carcajada. Sin embargo, para un caledonio resulta difícil decir: «Qué ignorante soy, Dios mío». Así que le he dado más información sobre la Línea de Wallace con aire despreocupado, como si le dijera: «Naturalmente, usted ha oído hablar de ella desde que llevaba pañales».
—Algunos dicen que la Línea es una majadería, por ejemplo, R.
Esto le ha dado la primera oportunidad de hacer pie en estas peligrosas aguas profundas. De manera que se ha apresurado en intentar parecer un entendido.
—¡Ah!, sí. R. es una autoridad en peces.
He asentido.
—En la última reunión de la Asociación Británica arremetió contra esta idea.
El caledonio se ahogaba y se ha agarrado a una brizna de hierba.
—Sin embargo, los peces no son de importancia primordial cuando se debate la distribución geográfica, ¿no es cierto?
Me he dado cuenta de que estaba pensando en peces marinos, pero no lo he iluminado y me he limitado a contestar:
—Oh, sí, son muy importantes.
Ante lo cual ha parecido todavía más herido, ha levantado el campamento en silencio y me ha dejado conquistador del campo, pero sin el botín de la victoria: ha sido imposible arrancarle un «no lo sé». Sólo quería tres monosílabos de este hombre que lleva meses dándome conferencias que van desde la música y el teatro a la filosofía, pasando por la pintura y… los insectos.
20 de julio
La cuna llegó hace unos días, pero no la he visto hasta esta mañana, cuando he abierto la puerta del armario, la he mirado y me he estremecido.
—Ése es el esqueleto que guardamos en el armario —he dicho al bajar a desayunar. Ella se ha echado a reír, pero yo lo decía en serio.
E. tiene siempre un jarro azul con amapolas llameantes en nuestra habitación. La casita está llena de tijeretas que entran por la noche y se meten entre la ropa y las sábanas. Esta mañana, antes de vestirse, ha levantado la camisa y ha dicho: «Lo hago siempre para verlas a contraluz…». ¿No es un encanto?
30 de julio
El otro día, R. y yo estábamos sentados en los escalones de una tapia, situada en un promontorio, en un día estival, charlando de los días felices de antes de la guerra. Él iba vestido de soldado y yo descansaba la pierna mala… Mientras hablábamos, dejábamos vagar la vista y de vez en cuando la posábamos en algún lugar que nos llamaba la atención: «Mira cómo se rasca aquella vaca contra el roble», o «¿Ves cómo se agitan los mosquitos?». Hemos visto a lo lejos a un hombre y a un niño que venían hacia nosotros por el sendero que cruzaba el campo de trigo pero, tras observarlos un instante, hemos mirado hacia otro lado y la conversación ha proseguido sin pausa. Cuando he vuelto a mirar, estaban mucho más cerca —cruzaban los surcos del campo de patatas— y nos hemos callado para mirarlos, ociosos. El niño parecía tener unos diez años y nos ha hecho gracia lo mucho que le costaba cruzar los surcos.
—Pobre chico —ha dicho R., y nos hemos echado a reír.
En ese momento, el chico ha tropezado de veras y de inmediato el hombre ha levantado el bastón y le ha dado un golpe, diciéndole con tono desagradable: «¡Camina entre los surcos!». Al instante la encantadora imagen se ha transformado. El «niño encantador» ha resultado ser un tonto de nacimiento, una criatura recia, corpulenta, de tal vez unos treinta años, muy bajo y muy robusto, vestido con un traje de marinerito. «¡Por Dios!», he exclamado, y R. ha puesto cara de verdadero susto. Nos hemos apartado para que subieran por la escalera; el «chico», cansado por el ejercicio, respiraba con estertores, como un caballo cuesta arriba, todavía temeroso del gran bastón que iba a su espalda. Ha subido a trompicones por la escalera, lo mejor que ha podido, mirándonos con ojos asustados: unos ojos grandes y saltones, con el párpado inferior hinchado y rojizo, como el de un buey aterrorizado de camino al matadero. ¡Cómo se había transformado nuestra imagen de la encantadora infancia! El hombre lo seguía, pisándole los talones, y me ha lanzado una mirada dura y desafiante. «Sí, éste es mi hijo —proclamaban sus ojos— y si no dejas de mirarlo, también te pegaré a ti.»
Un gato rubio
La semana pasada, vi un gato subido a una cornisa bastante alta, en la estación de S., celestialmente distante de la multitud de caballeros serios y vestidos de negro que se afanaban en entrar y salir de los trenes. Tenía la cabeza vuelta hacia nosotros pero, cuando pasé por la corriente humana, me vi obligado a mirar hacia atrás un momento y distinguí el contorno de los bigotes. Me hizo sonreír con ganas y, en el fondo, reconocí la sabiduría de aquel gato.
31 de julio
Esta guerra es tan tremenda y terrible que resulta imposible toda hipérbole. Y, sin embargo, me dan náuseas estos necios periodistas que no dejan de parlotear sobre la «mayor guerra de todos los tiempos», este «gran drama», esta «catástrofe mundial sin paralelo en la historia de la humanidad», porque es fácil darse cuenta de que están más entusiasmados que escandalizados por la inmensidad de la guerra. Han caído en la vulgar admiración propia de los yanquis por todo lo grande. ¿Por qué referirse a esta vergonzosa obscenidad con frases sonoras, como si fuera una tragedia de Eurípides? Deberíamos callarnos, no alardear de ello, mencionarla con sonrojo en lugar de azuzarla con descaro.
Por ejemplo, el señor Garvin sin duda se deleita con la guerra en The Observer: «La semana pasada fue una de estas ocasiones fundamentales en las que el destino parece cambiar de signo», y así se le puede leer cada semana, como un glotón histórico que se chupara los dedos con ofensiva fruición.
En cuanto a mí, cambio de opinión constantemente. Algunas veces me maravillo y hago una lista de todos los acontecimientos asombrosos que he visto desde agosto de 1914; otras, más frecuentes, me siento lleno de desprecio por esta colosal imbecilidad. Otras veces me arrastra la admiración por todo el heroísmo de la guerra, o por algún noble sacrificio en concreto, y me parece que todo esto merece la pena. Después, y con mayor frecuencia, recuerdo que esta guerra no sólo ha propiciado barbaridades, carnicerías y crímenes, sino sobre todo mentiras, mentiras, mentiras: hipocresías, engaños, deseos innobles para la exaltación y la conservación propia, de una magnitud tal que nadie creía que existiera siquiera en estado embrionario en el corazón de los seres humanos.
La guerra canta los cambios en todas las emociones. Pulsa mis cuerdas sensibles de una en una y, algunas veces, todas a la vez, de manera que apenas sé cómo reaccionar o qué pensar. Aquí estoy, espectador obligado, y lo único que puedo hacer es pensar en ello. Un zepelín en llamas ha provocado un incendio en Londres y ahora tengo ganas de escribir como el señor Garvin. Pero los vivos argumentos de un corresponsal extranjero sobre las aspiraciones de Italia en el Trentino, el modo en que Rusia insiste en conseguir una gran parte de Turquía y todo lo demás me hace resoplar de indignación. ¡Qué insufriblemente infantil es ponerse ahora a trocear la superficie de la Tierra! ¡Hasta qué punto, algunas veces, me siento por encima de la batalla! Dirán que soy un mojigato cuando me burlo de trucos como el de los alemanes al enviar la nota «Ha caído Varsovia» a nuestras trincheras, o la nuestra al contestar «¡Gorizia!».
«En principio, no hay diferencia alguna entre un hombre que pierde un miembro al servicio de su país y el que pierde la razón, ambos merecen el agradecimiento del Estado»: de un periódico de la mañana.
¡Un comentario vacío como éste me hace sonreír como una gárgola! Vaya con el individuo, destacado escritor que reflexiona sobre sus propios intereses. Pero es una verdadera lección ver con qué facilidad y rapidez nos hemos adaptado todos a la Guerra. La Guerra lo es todo; es noble, asquerosa, grande, mezquina, degradante, inspiradora, ridícula, gloriosa, loca, mala, desesperada y, sin embargo, está llena de esperanza. No sé qué pensar de todo esto.
13 de agosto
No soporto que las mujeres mayores hablen de sus piernas. Me estremece.
Esta mañana he tenido dos conversaciones divertidas, una con un hombre celoso de setenta primaveras que, a pesar de su edad, está celoso —no se me ocurre otro término— de mí, a pesar de la mía, y la otra, con un arribista. Al primero siempre le cuento todos mis pequeños éxitos y, de vez en cuando, le entrego mis memorias, a medida que aparecen, ante las cuales siempre protesta diciendo que ahora lee muy poco.
—Oh, no importa —contesto siempre alegremente—. Quédese con ello y léalo en el tren, le servirá para entretenerse.
Accede pero la siguiente vez que nos vemos siempre calla, guarda un silencio admonitorio. O, si digo que voy a dar una conferencia en —, dice: «Ah», y al instante empieza a contar recuerdos que he oído muchas veces. Algunas ocasiones incluso tengo ganas de corregirlo cuando le falla la memoria y olvida una parte esencial de la historia. Así es como la vejez cascarrabias y la vanidosa juventud se torturan mutuamente.
Al arribista, le he dicho con picardía:
—Parece moverse usted en un medio muy distinguido los fines de semana.
Ha sonreído con cierta afectación, ha vacilado un momento y después ha dicho:
—Oh, tengo unos cuantos amigos estupendos.
Ahora siento haberlo hecho pero, aunque he examinado atentamente a este adulador, soy incapaz de determinar si esa sonrisa de insólita inseguridad sólo significaba satisfacción al convencerse de que yo estaba debidamente impresionado, o si era auténtica confusión al pensar que tal vez había exagerado un poco.
Es curioso que los pelmazos de todo tipo vayan a por mí. Siempre estoy dispuesto a escuchar y mis estocadas nunca hacen daño. ¡De ahí las pirámides! Actúo constantemente como un flebotomista ante la vanidad de los jóvenes y las batallitas de los seniles y senescentes.
13 de agosto
… Estaba de pie junto a su silla y lo miraba, examinándole cuidadosamente la coronilla, la nuca y el cuello de la camisa, y con admirable calma y compostura, meditaba sobre el razonable desprecio que siento por él. Seguimos así, en total silencio, mientras yo le contemplaba una pequeña herida en la calva que se rasca de vez en cuando, jugueteaba con la fina flor de mi desdén… Pero es una actividad peligrosa. Nunca se sabe…
Equilibrio recuperado
Para quitar las telarañas y expiar los malos pensamientos y los sentimientos de amargura, he salido esta tarde a dar un paseo por las colinas. Me he sentado un rato entre los rastrojos, he apoyado la espalda en una gavilla y escuchado la llamada de las perdices. Después he paseado por el filo de esta pequeña meseta mientras el viento me soplaba en la cara y una lluvia fresca y deliciosa tamborileaba sobre las hojas y la tierra seca. Después me he metido en un bosque de altas hayas y unos pocos alerces gigantes, donde de nuevo me he detenido a descansar, y he oído un pájaro carpintero que enviaba su mensaje por las alturas.
Este paseo por el hermoso paisaje de B. me ha hecho recuperar el aplomo mental y espiritual. He regresado a casa sereno y equilibrado: mi equilibrio se parece a la oscilación apenas perceptible de las altas copas de los alerces en lo alto de un acantilado al pie del cual el mar se mece ligeramente en un tranquilo día de junio. Me sentía maravillosamente, espléndidamente. Habría sido capaz de regresar a casa andando sobre un alambre.
2 de septiembre
Últimamente estoy bastante fuerte. Me resfrío con frecuencia y algunas veces sufro algunos molestos síntomas nerviosos, pero me someto a un tratamiento de arsénico y estricnina cada mes, en forma de pastillas, y esto me ayuda a superar los baches.
Bajo la beatífica influencia de una salud mejor, la rara flor de mi ambición ha vuelto a brotar: tengo la cabeza llena de proyectos. A saber:
1. Una investigación sobre los urodelos en estado larvario.
2. El estado lamentable por el que pasa la zoología sistemática (para Science Progress).
3. La anatomía de los Psocidae, etc.
La fuerza de mi ambición en cualquier momento es medida de mi estado de salud. Debe de ser francamente tenaz, puesto que ha soportado mis experiencias recientes. Este gran cangrejo tiene la consideración de dejarme en paz el dedo gordo del pie cuando la mala salud me hunde y, sin embargo, ataca con dureza cuando estoy bien[*].
No saber escuchar
Cuando empiezo a hablar, T. algunas veces me interrumpe con su voz fuerte y áspera. Por lo general, me rindo por pura falta de capacidad pulmonar, ya que acabaría doliéndome la garganta. Pero algunas veces, tras la quinta o sexta interrupción, pierdo toda ecuanimidad y me niego a ceder terreno. Sigo adelante con lo que pretendía decir y alzo la voz: él también grita más pero no me achanto, grito más que él y lo abrumo con una voz atronadora. Por ejemplo:
—El otro día —empiezo tranquilamente mientras pongo en orden los recuerdos para contar la historia con detalle—, fui a…
—¡Ah, tiene que venir a ver mis cuadros! —interrumpe, pero yo sigo y él sigue adelante mientras hablo. Oigo alguna frase: «San Pedro», «Miguel Ángel» o «Botticelli» como una maravillosa antífona a mi «Museo Británico» y «allí vi», «de Siracusa», «tetradracmas» hasta que, por lo general, llego al final de la frase antes que él. O quizá su escofina me quite de la cabeza mis reflexiones. Sin embargo, eso da igual porque, si en lugar de ceder sigo improvisando con voz cada vez más fuerte, al final se da cuenta de que también estoy hablando ¡y se calla! Entonces me quedo gritando a pleno pulmón tonterías como ésta: «Y me gustaron mucho los tetradracmas de Siracusa, preciosos, me gustan los tetradracmas de Siracusa, quiero que lo sepa, y me gustaría mucho volver a verlos (más fuerte) si fuera posible y sigue sin llover (más fuerte) y la luna y las estrellas mantienen su curso y los caracoles siguen en el espino (más fuerte)…». Entonces se calla, escucha las últimas palabras que digo y finge gran interés pero, en realidad, está preguntándose de qué demonios estaré hablando.
3 de septiembre
Me gustan las observaciones de este tipo: si alguien me dice:
—Es usted un pesimista.
—Ah —contesto, con aire muy profundo—; el pesimismo es una buena política; es como nadar y guardar la ropa.
Coro:
—¿Por qué?
—Porque si las cosas salen mal, puedes decir: «Ya lo decía yo» y quedarte tan contento. Y si salen bien, entonces estás también contento, como todos.
O bien me gusta declarar:
—No sé nadar y no quiero aprender.
Coro:
—¿Por qué?
—Porque es muy peligroso.
Coro:
—¿Por qué?
El joven demoníacamente sabio:
—Por varios motivos. Si uno sabe nadar, es más probable que se acerque al agua y, por lo tanto, correrá mayores peligros que otra persona que no sepa nadar. Además, en cuanto uno sabe nadar, por poco que sepa, si es persona decente tendrá que echarse al agua cuando alguien se ahogue; en cambio, si no sabe, no podrá.
¡Qué asco!
Un sobresalto
Ayer mis velas se quedaron sin viento. Navegaba lanzado con el spinnaker y el foque, muy interesado en unos ectoparásitos que acababa de recoger en unos tinamúes cuando, de repente, caí en una amenazadora calma chicha: esa sofocante atmósfera que precede a un tifón. Es decir, cayó bajo mi vista una enorme memoria editada en cuarto de la Trans. Roy. Soc., de Edimburgo, titulada La histología de ——.
Estaba curioseando por la biblioteca cuando vi el libro y me golpeó en plena cara como un arpón mal manejado. Estuve a punto de marcharme corriendo a mi sala.
¡El impreso rosa que acabo de recibir me desconcierta! ¿Soldado yo? C’est incroyable, ma foy! ¡La mera posibilidad me desconcierta! ¡Enviarme una nota solicitándome que me prepare para matar a otros hombres! Caramba, no me asombraría más si recibiera una orden del Ministerio de la Guerra para que, so pena de grandes castigos, realizara milagros, moviera montañas, resucitara a los muertos. Contestaría: «No puedo». Me quedaría quieto contemplando cómo todo el universo se destruía antes que levantar una mano para acuchillar a un semejante. Quizá sea un argumento pobre, anémico, pero así son las cosas.
Algunas veces me asaltan terribles dudas: ¿merece la pena este bendito diario? Lo cierto es que no lo sé y eso es lo que me inquieta, ¡Ojalá estuviera seguro de mí, ojalá fuera capaz de tener un punto de vista imparcial! Pero me aprecio demasiado para poder verme con objetividad. Me gustaría saber a ciencia cierta lo que soy y cuánto valgo. La situación ofrece varias posibilidades: podría tener un éxito tremendo o estallar como una burbuja de jabón. Esta inseguridad es una tortura de Tántalo. Sería un alivio saber a qué atenerse, aunque fuera lo peor. Quemaría el manuscrito casi con alegría, contento de haber satisfecho mi curiosidad. Voy desde el nadir de la decepción al cenit de la esperanza varias veces por semana y en todo momento me acosa la conciencia clara de que el deseo de fama y aprecio es mezquino y pusilánime, de que mi ambición es una diátesis mórbida de la mente. No soy tan tonto como para no darme cuenta de que poca satisfacción ofrece la fama póstuma, de que toda fama es fugaz y de que el mismo mundo está desapareciendo.
Esbozo una sonrisa divertida y sardónica cuando reflexiono en el modo en que la guerra ha cambiado mi posición social. Antes de la guerra, era un inválido interesante. Ahora, soy un individuo con suerte. Antes, era una estrella sumida en la tragedia; ahora, me hundo en un coro en el que paso inadvertido. Ningún valetudinario se ha visto jamás privado de la compasión por sí mismo de modo más desagradable. Me cuesta acostumbrarme tan deprisa a mi nuevo papel: había empezado a perder la facultad de comprender las penas ajenas. Es difícil darse cuenta de que, ante esta matanza, mi vida superflua se ha convertido en algo totalmente prescindible y que a pocos interesa, excepto a mí mismo. En este colosal sauve qui peut que está en marcha, ¿quién puede detenerse a pensar en una boca inútil? ¿Acaso no soy un parásito? ¿Y, que Dios me perdone, un egoísta molesto?
La guerra descubre a todos, concentra un reflector de luz inquisidora sobre el carácter y el pensamiento de todos y los hace públicos, para que todo el mundo los vea. Y la consecuencia, para muchos hombres honrados, ha sido una viva decepción personal. Nosotros, innobles individuos, nos teníamos por mejores de lo que somos. Ni se nos había ocurrido que la guerra revelaría que nuestras emociones eran tan despreciablemente pequeñas en comparación, o que nuestros corazones estaban tan llenos de motivos egoístas. En la salvaje carrera en busca de la seguridad que se ha producido en estos tiempos peligrosos, los hombres y las mujeres han estado navegando tan ceñidos al viento que sus ojos se han quedado pegados a la proa y no han dedicado a los demás ni un pensamiento: los padres han competido entre sí para buscar empleos seguros a sus hijos, las esposas han recriminado amargamente las condiciones de seguridad de otras mujeres. Los mismos hombres no paran de buscar puestos en el Estado Mayor y todos tiran de tantas cuerdas como pueden. El dolor ha producido amargura y la inmunidad, indiferencia.
Y con qué patetismo algunos de nosotros seguimos aferrándonos —como los marineros se agarran a los restos del barco naufragado— a los fragmentos del viejo régimen caduco, a los modales tradicionales —mientras atruena una Europa desgarrada—, al chismorreo de los periódicos y de los tés de la parroquia, a nuestros queridos achaques, riqueza, fama, éxito… Y, a pesar de todo, ruat coelum! El señor A. C. Benson y sus cómodos ensayos, Shaw y sus destellos: ¡están aquí igual que antes, dando vueltas como demacrados molinos en un paisaje devastado! No hace mucho, leí en un periódico local dos columnas sobre la muerte accidental de una anciana, en tanto que se destinaban dos líneas a dar noticia de la muerte de un ciudadano en el frente, víctima de un proyectil aéreo. ¡Qué periodicucho! Avanza tambaleante, bajo la carga de la guerra, en un apasionado intento de conservar el interés de los viejos tiempos por la enfermedad de una anciana. Sin embargo, todos estamos más o menos en la misma situación: yo sigo escribiendo en mi diario y hago solitarios por la tarde, y una anciana que conozco sigue leyendo los pequeños chismorreos de los periódicos y pasa por alto los artículos y los dirigentes… Somos como un hormiguero lleno de hormigas asustadas porque alguien ha levantado la piedra que lo cubre. Así es ahora el mundo.
5 de septiembre
… Me sentía tan avergonzado de haber descendido a revistas tan ignominiosas para publicar mis esfuerzos literarios que al presentarle dos ejemplares le dije la siguiente mentira con intención de salvar mi honra:
—Quedaban dos ensayos míos al principio de la guerra: no pude publicarlos en el mismo lugar de siempre, así que recurrí a otros.
—¿Dónde publica usted de costumbre? —preguntó inocentemente.
—¡Oh! He publicado varios en el Manchester Guardian —le dije por pura vanidad—. Pero, claro, los periódicos serios ahora no se interesan por nada que no esté relacionado con la guerra.
Miento por vanidad. Y después confieso que he mentido, también por vanidad. De manera que, de un modo u otro, estoy decidido a hacer de mí una figura de prestigio. Incluso esta última reflexión está escrita con excesiva complacencia y con la intención de arrancar una sonrisa.
9 de septiembre
Sigo sin nada que contar. La ansiedad nos afecta a todos. La enfermera tiene otro caso el día 22.
Esta mañana me he mirado en el espejo: desnudo, una imagen repugnante. Un ser humano consumido es la cosa más fea de la creación. Hace tiempo, un chico de los recados me gritó «Bovril»[158] en la calle.
De camino a la estación, me he cruzado con dos coadjutores recios y robustos, de camino al servicio diario, al que sólo asisten dos decrépitas ancianas vestidas de negro, abrazadas a su devocionario como si temieran que éste saliera corriendo. Toca a un clérigo por cabeza, incluso en época de guerra.
10 de septiembre
La compasión que siento por mí es tan inquebrantable que no merezco la de nadie más. Sin embargo, en muchos sentidos tengo la sensación de que este diario da idea de que me comporto en público mucho peor de como actúo en realidad. Hay que recordar que aquí me dejo ir al galope; en la vida real, tiro de las riendas, soy casi otra persona. E. dice que establezco lazos al instante con los demás y soy extraordinariamente alegre. Lo cierto es que llevo una curiosa doble existencia: para muchos soy sumiso, afable, demasiado comedido, suave aunque algo engreído. Aquí aparezco como un individuo descontento, arrogante, desdeñoso. Mi vida me ha amargado au fond, tengo el carácter gruñón de un hombre decepcionado, aunque todavía no se ha desarrollado lo suficiente para que resulte visible bajo mi talante alegre, tímido, sencillo, humilde y afable. Rodeado por tantos necios, estoy volviéndome insolente, agresivo, pomposo. Anoche, al regresar a casa, copié el soneto de Robert Buchanan «Cuando regresa y encuentra el mundo tan sombrío» y tuve ganas de leérselo a E.; vertí su ácido contenido con el bajo sentimiento de venganza de quien arroja vitriolo y después me sentí más tranquilo.
Me siento impotente cuando veo que las circunstancias golpean mi maleable carácter y lo moldean de mala manera.
14 de septiembre
Un vecino americano
Por aquí tenemos a un encantador vecino americano cuya vida da vueltas como el volante de inercia de un motor. Incluso cuando no está en erupción, su energía volcánica está siempre haciendo un ruido perceptible. Dado que es un trotamundos, me sorprendió observar las elaboradas precauciones que toma para subir al tren y conseguir un asiento cuando lleva a su mujer y a su familia a la ciudad. Empieza por instalarse con todas sus propiedades en un punto escogido del andén, como si estuviera en el salvaje oeste y se apostara para cazar un búfalo. Después, cuando el tren entra en la estación, localiza con la vista un compartimiento vacío y se precipita tras él en furiosa búsqueda por el andén, gritando a su familia para que lo siga. Tras cazar al lazo el compartimento, azuza a la squaw y a los niños para que entren, como si no hubiera momento que perder; mientras tanto, los ingleses vestidos de negro lo miran con pena, en silencio, antes de subir despacio, con insultante parsimonia, en sus respectivos vagones.
El corredor de bolsa
Otro vecino que también me interesa llama la atención por su extraordinario modo de andar. Es un hombre de cabeza grande y redonda, rostro redondo de aire disoluto y hombros anchos, bajo los cuales todo se va reduciendo hasta llegar a unos pies diminutos, pulcramente calzados con botas. Estos piececitos son demasiado delicados para el sendero de tierra; se diría que tiene unos órganos sensibles especiales en los dedos de los pies, a juzgar por el modo en que escoge el camino por la carretera, dando pasitos cortos, rápidos y nerviosos: los pies parecen diseccionar la carretera como si estuviera quitando las espinas a un arenque. Un juanete grande es como un órgano sensible, pero sus pies son demasiado pequeños y elegantes.
24 de septiembre
Hoy ha llegado la segunda enfermera. Anoche, gran incursión aérea, de la que no oímos nada, ¡gracias a Dios!
La tensión puede con mis nervios… Arrastro muchísimo una de las piernas (la izquierda)… Al mismo tiempo que un carrito infantil, necesitaremos una silla de ruedas.
Me he arrastrado por los caminos hasta las colinas y me he sentado en un campo, al sol, apoyado en un almiar. En mi desánimo, estaba tan inmóvil que las moscas y los saltamontes se me posaban encima. Me ha puesto furioso: «¡Todavía no estoy muerto!, —he dicho—. ¡Largo!», y las echaba, tremendamente desanimado…
Incluso mi capacidad mental se está desintegrando, ése es el problema. No me acuerdo de algunos acontecimientos recientes, ni siquiera cuando me los recuerdan: parecen haber pasado por mi cabeza sin dejar rastro. Qué sensación tan extraordinaria.
También tengo la sensibilidad embotada. Me entristece advertir que mis penas presentes ya no me llenan de angustia, como en otros tiempos. Sólo me preocupan. Sólo soy un buey preocupado.
26 de septiembre
El entumecimiento de la mano derecha me resulta muy difícil de soportar. El bebé es la gota que colma el vaso. Veo la imagen tan sórdida que ofrecemos y no puedo pensar en otra cosa. Paralítico, con mujer e hijo y sin dinero. ¡Ay!
El castigo avanza con una precisión casi matemática. Sería necesario un vernier, más que una cadena. No hay compasión en la relación causa-efecto. Es un reloj inhumano. Cada acto trae consigo su preciso equivalente…
28 de septiembre
Sigo sin nada que contar.
Me asombra la impresión errónea que dan de mí estas entradas. De cualquier modo, el retrato es incompleto. Representa la nube de presentimientos sobre mi yo interior, pero no muestra la fachada que enseño a los demás. Ésta es de una alegría casi constante —aunque espontánea y natural—. Incluso E. dijo ayer que era como un niño.
¡Camarada, te doy la mano!
Te doy mi amor, más precioso que el dinero, te doy mi ser en vez de sermones o leyes; ¿te entregas a mí? ¿Vendrás y viajarás conmigo?
¿Seguiremos juntos toda la vida?
Recortó esto del libro de Walt Whitman y me lo dio poco después de que nos comprometiéramos. Para mí es como un tesoro.
(El 29 de septiembre, siguiendo el consejo del médico, me fui solo a la playa para recuperar el tono nervioso. Para la descripción de las miserias del viaje, véase el 12 de diciembre.)
3 de octubre
Un telegrama para decir que Susan[159] ha llegado a las dos y cuarto. Todo bien.
5 de octubre
Otra vez en casa con mi amada. Es la mujer más maravillosa del mundo. Nuestro amor durará siempre. El bebé es un monstruo.
23 de octubre
No puedo escribir y, al final, me lo guardo todo[*]. ¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! Ojalá pudiera terminar el ensayo sobre Escritores de diarios. E. está bien. Tengo mil cosas que decir.
27 de octubre
Sigo esperando el indulto. No me gusta nada alarmar al médico, es un hombre tan alegre que le oculto los síntomas, que ahora son ya una buena colección.
La perspectiva de hablar con ella hace que me sienta muy mal. Escondo tanto como puedo, no vaya a darse cuenta. Tengo que hablar con ella en cuanto se encuentre bien otra vez.
28 de octubre
La vida ha sido muy traicionera conmigo… y ésta es la mayor de todas las traiciones. Pero no me importa. Me regocijo. Anoche, me quedé despierto escuchando el viento en los árboles y me sentía exultante.
Ahora sólo puedo hablar, pero no tengo a nadie. Alquilaré una hilera de escobas. Esta guerra me parece cada vez más una broma trágica.
1 de noviembre
E. ha sufrido una recaída y está otra vez en la cama. Por esclerótico que esté mi tejido nervioso, me siento flácido como la gelatina.
¡Dios mío! Cómo odio la perspectiva de la muerte.
3 de noviembre
Tengo que escuchar un poco de música o terminaré oyendo cómo avanza la parálisis. Por eso me quedo en la cama y silbo.
—Querido Brown, ¿qué voy a hacer?[*] (Me gusta dramatizar de esta manera: actúa como calmante.
Me siento como si viviera en la isla de la Ascensión y la marea no parara de subir y subir.
6 de noviembre
¡E. lo sabe todo desde el principio! M. le aconsejó que no se casara conmigo. ¡Qué valiente y leal! Qué imbécil he sido. Me siento abrumado por sentimientos de vergüenza y desprecio por mí mismo, y de pena por ella. Se muestra alegre y es una ayuda enorme.
12 de noviembre
Mi existencia se ha convertido en una ruina y arrastro a otros conmigo.
Ojalá alguien pudiera asegurarme que después de mi muerte cuidaría estos diarios tiernamente, ¡con tanta ternura como a esta bendita niña! Sería muy cruel que después de purgar esta última pena mis esfuerzos y sufrimientos siguieran siendo desconocidos u olvidados. ¡Lo que daría por saber el efecto que causaré cuando se publiquen! Me torturan dos dudas: si estos manuscritos (fruto del trabajo y la esperanza de muchos años) sobrevivirán a una pérdida accidental y si poseen algún valor real. No tengo fe en ninguna de las dos cosas.
14 de noviembre
En ataques de pánico, me digo una y otra vez: «Querido Brown, ¿qué voy a hacer?». Pero ¿dónde está Brown? Brown, amigo mío, ¿dónde estás?
¡… Y pensar que me las daba de príncipe cuando, en realidad, sólo soy un mendigo…!
16 de noviembre
Un poco mejor y más animado: aunque mi inexpugnable colon todavía se resiste.
Cuánto me gustaría que un día de éstos llegara un médico de Londres, a galope tendido, atara el caballo al poste de la verja y entrara a toda prisa, agitando el indulto: ¡el descubrimiento de una cura!
… Estaba de un humor travieso y he dicho:
—¡Oh, querida mía, estoy tristísimo!
—No seas bobo —ha contestado ella—, yo también lo estoy.
17 de noviembre
E. ha estado contándome algunas de sus emociones durante y después de la fatídica entrevista con mi médico, justo antes de nuestra boda. No le ocultó nada e incluso calculó lo que me quedaría de vida en cuanto me viera obligado a quedarme en cama: unos doce meses. Recuerdo bien su consulta: todos los muebles y la fotografía de Madame Blavatsky[160] sobre la puerta, y me la imagino sentada delante de él, en un silencio hosco, escuchando toda esta lúgubre historia. Al final, E. le dijo: «Nada de lo que ha dicho me hará cambiar de opinión». Se fue a su casa, sumida en una especie de sueño, por esas calles que tantas veces he recorrido. Puedo seguir con la imaginación todos los pasos que dio. Me duele, pero lo hago porque, en cierto modo, siento que es una compensación por mi infantil inconsciencia en aquellos momentos. ¡Pobrecilla! ¡Ojalá lo hubiera sabido! Mi instinto tenía razón: tenía la sensación de que me equivocaba al casarme y, sin embargo, fue M. quien insistió. «Si te casas con él, te apoyaré», le dijo su madre con actitud regia. Después de esto, se sucedieron varios meses difíciles de vida matrimonial en los que este secreto candente que albergaba en su pecho actuaba como una barricada ante una intimidad perfecta; me veía siempre bajo esta nube de vergonzoso patetismo que le hacía repetirse una y cien veces: «No lo sabe». Cuando los ataques de los zepelines y unos cuantos síntomas empezaron a hacerse evidentes, aquello que hasta el momento había creído sólo porque lo decía el médico empezó a manifestarse ante sus ojos como diabólicamente cierto. Gracias a Dios que todo esto ha terminado. Ahora sé lo muchísimo que vale ella: su lealtad y su devoción, su valor y su fuerza, ¡Ojalá pudiera devolvérselo de algún modo! Ojalá tuviera algo más que los posos de una vida y un pesimismo constitucional. Siento enormes deseos de hacer un sacrificio, pero soy tan pobre, un indigente que depende de su caridad, que no puedo hacer el menor sacrificio. Ni siquiera mi vida sería un gran sacrificio, dadas las circunstancias: es muy duro no poder dar nada cuando uno lo desea.
20 de noviembre
Abatido. Cansado de este deplorable far niente. Tengo la sensación de que me ahogo suavemente bajo una montaña de plumas. Me gustaría dedicarme a una tarea intelectual fría, brillante, dura.
—Quiero leer a Kant —he dicho. La niña dormía, E. cosía y N. escribía cartas. Me he recostado en el sillón, junto a la estantería, y he empezado a leer en voz alta los títulos de mis libros.
—¡Por Dios! —ha dicho E.
—Estoy acariciando mi pasado —he contestado—: la Anatomía comparada de los vertebrados, de Wiedersheim, la Paleontología de los vertebrados, de Smith Woodward… Es como visitar un viejo paisaje y ver cómo el musgo ha crecido sobre las piedras.
He canturreado una canción cómica y después he añadido:
—Puesto que no puedo quemar la casa, me iré a la cama.
N.:
—Puedes hablar si quieres, no meteré baza.
E.:
—Está hablando con sus escobas…
—Desde luego —he dicho a N., sin prestar mucha atención.
E.:
—Tenías que haber dicho «Gracias».
He hinchado los carrillos y E. se ha echado a reír.
N.:
—¿Cómo se escribe «regimiento»?
Se lo he dicho —mal— y E. ha comentado que hoy estaba travieso.
—«Si decimos que no hemos pecado —he cantado a modo de respuesta—, nos engañamos y la verdad no está en nosotros»,
Y a continuación he soltado parte de un discurso de Disraeli con exagerados gestos retóricos.
E. (con pena):
—¡Pobre joven!
Después se me ha acercado y me ha echado los brazos al cuello con cansancio, de manera que me he puesto a cantar en seguida «Roca de Cristo, ábrete» con voz de bajo. Eso me ha recordado al instante a mi querido padre, puesto que era su himno favorito… Entonces he imitado a la niña. Y me he ido a la cama inquieto y amargado.
27 de noviembre
… Me gustaría morir de un ataque al corazón ¡y de golpe! Qué lujo sería comparado con la perspectiva que me aguarda.
Esta mañana, un herrerillo en la valla ha hecho que me echara a llorar: de pena por mí mismo, me parece. Recuerdo los herrerillos de Devonshire. He puesto un disco en el gramófono y… estoy demasiado mal para escribir.
28 de noviembre
El golpe que me di en la columna en 1915, en los lagos, sin duda ha estimulado la actividad de las bacterias. ¡Qué mala suerte! ¡Que sea yo precisamente quien se dé un golpe en la columna!
… Oigo silbar la tetera, miro las imágenes que forma el fuego, leo un poco, pregunto qué hora es, miro cómo arreglan a la nena, bostezo, me sueno, pongo un disco en el gramófono… Tengo intención de pasar la medianoche sin dolor, escuchando la melodía de algún curativo ragtime.
29 de noviembre
El aniversario del día de nuestro compromiso, hace dos años. ¡Qué locura me parecía el matrimonio y mi instinto estaba en lo cierto! ¡Ojalá lo hubiera sabido! Sin embargo, ella dice que no lamenta nada.
Esta mañana me he puesto a leer con avidez cualquier descripción de las últimas horas de Keats, Gibbon, Oscar Wilde y Baudelaire. Cosa sorprendente, me ha reconfortado muchísimo, en especial el último, que murió de parálisis general en un hospital de Bruselas.
E. es muy valiente, y —, por lo general, está dispuesta a hacer todo lo que esté en su mano. ¿Cómo podré expresar nunca gratitud suficiente hacia estas dos queridas mujeres (sobre todo, a mi esposa) por unir su suerte a la mía?
1 de diciembre
Creo que podré durar otros doce meses sin especial inquietud. Por ahora, no puede decirse que el caracol esté en el espino[161]: E. sugiere que, en realidad, está en la col. El saltamontes es una carga y la voz de la tortuga se fue de mi tierra (¿de dónde vendrán exactamente todas estas frases bíblicas?). El primer ladrido del lobo (vaya: se diría que todo el reino animal se desliza por mi portaplumas) se ha oído hoy, con la reducción del trabajo de E., y sospecho que lo peor está por llegar, ya que un soberano sólo vale doce chelines y seis peniques.
4 de diciembre
No hay nada tan desgarrador como tocar a la nena. Si no tuviéramos hijos, lo nuestro sería una simple desgracia, pero con una niña…
11 de diciembre
Estoy recibiendo un tratamiento de ionización que me aplica un terapeuta especialista en electricidad, ¡un curandero! Es una especie de electricista… De todas maneras, si me cura, le besaré las botas. En cuanto a —[162], es poco más que un mozo de establo. No es la primera vez que me siento empujado a actuar a espaldas de la profesión médica. En 1912, llevado por la desesperación y con la sensación de que M. era peor que un dolor de muelas, me dejé engañar con avidez y credulidad por los consejos de la propietaria de la casa de huéspedes y fui a ver a un homeópata de Finsbury Circus. Resultó ser un charlatán de diez chelines con seis peniques por visita y, aunque me di cuenta de inmediato, durante un mes fui de acá para allá con tinturas y frascos con pastillas.
Podría escribir un libro sobre los médicos que he conocido y los errores que han cometido conmigo… El terapeuta me ha echado unos treinta y tres años. Me siento como si tuviera sesenta y tres. Y tengo veintisiete. Qué desecho humano soy y…
12 de diciembre
Es tan agradable poder escribir de nuevo que lo hago por el puro placer físico de utilizar la pluma y trazar las letras.
Una aventura en pos de la salud
Hacia finales de septiembre, empecé a sentirme tan enfermo que la enfermera fue a buscar al médico, el cual me aseguró que E. estaba bien y que no tenía que preocuparme por ella.
—Váyase ahora mismo y tome un poco de aire fresco —dijo, y cosas por el estilo.
—Me siento bastante enfermo —dije, debatiéndome en el esfuerzo por contárselo todo.
—¿Un poco nervioso? —preguntó el médico afablemente—. ¿Agotado? Se recuperará en seguida.
—Bueno, tengo un largo historial clínico y quizá… —empecé a decir con aire dubitativo—. Si no le importa leer el certificado de mi médico de Londres…
Me dirigí a mi escritorio y regresé con la carta de M. dirigida al «oficial médico que examine al señor B.».
El hombre sacó la carta, estudió la breve nota con cuidado durante un buen rato mientras respiraba hondo y se mordisqueaba el dorso de la mano.
—Sé muy bien lo que cuenta —dije, para aliviarlo.
—¿Y este diagnóstico es seguro? ¿No cabe duda? —preguntó—. Es usted demasiado joven.
—Me parece que no cabe duda.
Y empezó a hacerme las pruebas típicas.
—En su lugar, yo me iría ahora mismo y seguiría con el arsénico. Y pase lo que pase, no se preocupe, su mujer está bien.
Tras rogarle que guardara silencio, puesto que pensaba que ella no lo sabía, lo acompañé a la puerta y guardé otra vez el certificado.
Al día siguiente me sentía completamente acorralado: no me encontraba en condiciones de viajar; tenía cada día la mano y la pierna más paralizados y J.[163] había enviado un telegrama para decir que no podía alojarme porque se iban a pasar el fin de semana fuera. Así que telegrafié alquilando una habitación, ya que con la enfermera en la casa y E. en aquel estado, no podía quedarme…
De camino a la estación, seguía dudando si no sería mejor coger el taxi y marcharme a una clínica de reposo; pero por difícil que fuera la cuestión, el estado cada vez más reducido de nuestra cuenta bancaria me decidió a seguir adelante.
— me acompañó a Londres y buscó un sitio cómodo en un rincón pero, para cuando el tren se puso en marcha, habían entrado en el compartimento una madre y un niño llorón y todo lo demás estaba lleno. La muchacha que tenía enfrente, que había visto que — me tendía una petaca con coñac, se había dado cuenta de que estaba enfermo y me miraba con compasión.
En Reading subió otra mujer con un niño y ambas criaturas se pusieron a llorar a coro, destrozándome los nervios. Al final, salí al pasillo y no me caí de milagro, pues tenía débil una de las piernas y me traicionaba. Estaban ocupados todos los asientos, excepto los de primera clase, donde miré con envidia a un joven estirado y dormido en el asiento vacío.
La gente y el ruido del tren empezaron a inquietarme, así que busqué el reposo del aseo y allí me quedé durante casi una hora, comiendo sándwiches y una manzana. Era agradable estar solo.
Más tarde, descubrí un asiento vacío en un compartimento ocupado por personas cuyo aspecto dudoso no advertí a tiempo, por culpa de mi miopía. Era una familia de judíos —padre, madre y tres niños— cuyas emanaciones conjuntas en el compartimento cerrado de un vagón de tren producían unos efluvios capaces de matar a un regimiento. Seguramente, serían prestamistas o vendedores de ropa de segunda mano del East End.
Estaba demasiado nervioso para mostrarme grosero marchándome al instante y pregunté cortésmente al hombre vestido con unas pieles de segunda mano:
—¿Está ocupado el asiento?
El hombre simuló estar medio dormido, de manera que repetí la pregunta. Me miró fijamente.
—Oh, sí… —dijo— pero si quiere, puede sentarse un rato.
Me senté con cierto temor en un rincón del asiento y contemplé fijamente el periódico, aunque no era capaz de leer nada, por pura aprensión. No tenía más idea que irme en cuanto pudiera hacerlo decorosamente. Por el rabillo del ojo, observaba a los tres niños —dos niñas y un niño—, todos ellos vestidos de negro, con grandes botas con clavos y refuerzos metálicos en las suelas. Las niñas tenían grandes inflorescencias de espeso cabello negro que agitaban cuando volvían la cabeza, haciéndome estremecer. El rostro de la madre era como una manzana arrugada y oscura, tocado con un sombrero negro y adornado a cada lado con mechones de cabello negro y rizado. En torno al cuello llevaba una esclavina de piel: sin duda, ropavejeros de Whitechapel.
No me atrevía a mirar al hombre: estaba sentado a su lado y me limitaba a imaginario.
En — conseguí un asiento decente y llegué a T.[164] harto, pero todavía vivo, sin que nadie hubiera ido a esperarme. Conseguí una habitación aceptable frente al mar.
A la mañana siguiente, J. se fue a pasar fuera el fin de semana sin que pudiera explicarle lo enfermo que estaba: en ese caso, se habría quedado.
Para mantenerme cuerdo, el sábado por la tarde tomé una medida desesperada, alquilé un automóvil y viajé a Torquay y regresé por Babbacombe…
El domingo, al sentirme repentinamente enfermo, envié a buscar al matasanos local, al que recibí en la triste habitacioncita, a la luz de una lámpara, después de cenar.
—Siento un hormigueo en la mano derecha —dije— que me está volviendo loco.
—¿Y también en la planta de los pies? -preguntó al instante.
Asentí y él procedió, de inmediato, a recorrer todos mis síntomas.
—Ya veo que conoce la enfermedad que padezco —dije tímidamente, y charlamos un rato sobre la guerra, la enfermedad, y le conté que había visto una memoria reciente de la Trans. Roy. Soc. de Edimburgo sobre la histología de la enfermedad, que le interesó mucho. Después se marchó (muy amable, muy educado): un evidente non possumus…
El lunes, a las cuatro, fui a — para tomar el té, tal como habíamos quedado, pero me encontré la casa cerrada, de modo que regresé a mi habitación furioso.
Después del té, tras haber leído el periódico de cabo a rabo, me senté junto a la ventana abierta, mirando hacia el paseo marítimo. Atardecía, caía una fina llovizna y el paseo y el malecón estaban desiertos; de vez en cuando, pasaba una figura a toda prisa, con paraguas e impermeable. De repente, mientras contemplaba la lúgubre escena, llegó a mis oídos, procedente de algún lugar impreciso, un canto fúnebre que no tardé en reconocer como «Robin Adair», cantado muy lento y muy maestoso por una mujer mientras otra persona tocaba un obligato con la flauta. La marea estaba alta y las pequeñas olas murmuraban con desgana en largos intervalos: creo que nunca me había sentido hundido en un abismo semejante de infelicidad.
Al día siguiente llegó el telegrama. Pero era demasiado tarde. Al otro día, estaba ya peor, el único rayo de sol fue el redescubrimiento de la familia de ropavejeros de Whitechapel que tomaba el aire en el paseo marítimo. El triste grupo paseaba; los padres, vestidos con pieles, lanzaban de vez en cuando una mirada hacia el mar con aire incómodo, como si sólo percibieran la humedad, y los niños, que seguían vestidos de negro y con botas con remaches, se sentían sin duda un poco incómodos en un lugar tan limpio y barrido por el viento. Me parece que iban a la playa por decoro y por la satisfacción de sentir que podían permitírselo como los demás, puesto que el negocio de ropavejero era tan provechoso como cualquier otro.
El martes regresé a casa porque tenía miedo de ponerme enfermo y de que me tuvieran que llevar al hospital público. Al llegar, me metí en la cama y así estamos, hasta enero, con tres meses de baja por enfermedad. Sin embargo, el feroz picor de las manos y los pies casi ha desaparecido por completo y hoy he salido con E. y el carrito, ¡que empujaba yo!
13 de diciembre
Una niña pequeña
He llegado hasta el fondo de la calle y me he asomado sobre unas vallas de madera. Una niña del pueblo, de menos de tres años de edad, me rondaba mientras yo miraba con aire abstraído a través del parque y los árboles. Después ha gateado bajo la verja, ha salido al campo y ha cogido unas cuantas hojas muertas, ¡una nena pequeña cogiendo hojas muertas! Después las ha tirado y les ha dado una patada. Luego se ha movido otra vez, haciéndolas crujir de un lado a otro, como un zorzal de invierno en los arbustos. Al final, ha dado un traspié hacia donde yo estaba apoyado en la valla. Se ha plantado delante de mí y en silencio me ha mirado con un aire de reproche que decía: «¿No te da vergüenza no hacer nada, perezoso?». Hasta que no he podido soportar por más tiempo su mirada inquisitorial y me he alejado para apoyarme en otro lugar de la valla.
Atenciones
Él le pidió un Tennyson. Al instante, ella subió al piso a oscuras, encendió una cerilla y lo fue a buscar.
Él le pidió un Shakespeare. Y sin vacilar un momento, ella volvió a subir las escaleras, encendió otra cerilla y lo buscó.
Y me parece que si él le hubiera pedido ratas, habría salido en silencio a la oscuridad para intentar cazarle una. Sólo una mujer es capaz de tantas atenciones.
La poesía de Hardy
No viniste,
y el tiempo siguió su marcha y me dejó yerto.
No tanto por la pérdida de tu presencia
como porque ahora veo que careces
de la elevada compasión que permite vencer
con afecto, la desgana.
Me entristecí, porque, llegado el momento, no viniste.[165]
Me gusta mucho la poesía de Hardy por su dominio, por el control muscular que ejerce sobre las palabras y las frases. En sus toscos versos unce palabras recalcitrantes y las conduce sin piedad con algo que parece simple fuerza bruta. Véase el último verso triunfal del poema citado, donde las palabras están totalmente esclavizadas a su significado exacto, a la voluntad indomable del poeta. Todo eso me gusta tanto más cuanto sé por experiencia propia qué clase de bestias tercas, hoscas y hefésticas pueden ser algunas veces las palabras y las frases. Es agradable ver cómo las castigan. La poesía de Hardy está más cerca de Miguel Ángel que de los griegos, tiene más de Browning que de Tennyson.
14 de diciembre
¡Qué día! Tras pasar la noche oyendo las sirenas contra la niebla, me he despertado esta mañana y me he encontrado con que ésta seguía y la tierra estaba cubierta de una escarcha gris. La niebla no se ha levantado en todo el día: miro por la ventana la atmósfera amarillenta, a través de un campo helado, y veo la hierba y las zarzas rígidas y vidriosas. Me duele la espalda y el frío es tan intenso que, a menos que me incline ante el fuego, las manos y los pies se me quedan helados al instante. He pasado el día frente al fuego, leyendo periódicos, escuchando las sirenas de la niebla y el llanto de la nena… Aturdido, como un murciélago en una cueva: del todo muerto y, sin embargo, sujeto a la vida por las patas traseras.
15 de diciembre
«Mantenerse en guardia contra la muerte desespera su malicia y prolonga nuestros sufrimientos», W. S. Landor.
19 de diciembre
Ha pasado el párroco para hablar del bautizo de la niña. Le he dicho que era agnóstico. «Esa corriente contiene varias líneas de pensamiento interesantes», ha dicho cansinamente, pasándose la mano por los ojos. Conozco a varios hombres que se entusiasman más con las pulgas y los gusanos que este flemático sacerdote cuando habla de Jesucristo.
20 de diciembre
El motivo de que no pase los días sumido en la desesperación y las noches llorando de abatimiento es que estoy enamorado de esta ruina que soy. Por ello no merezco compasión alguna y lo probable es que no la obtenga: ya basta con la compasión que siento. Estoy tan abominablemente interesado en mí que ningún detalle de esta tragedia, por pequeño que sea, se me escapa. Día tras día, acudo al teatro de mi propia vida y contemplo cómo se va acercando al final el drama de mi historia. Quiera Dios que el telón caiga en el momento oportuno, no vaya a decaer la obra en un largo y tedioso anticlímax.
A todos nos gusta convertirnos en figuras dramáticas. Byron también lo hacía cuando, en un arrebato de retórica compasión por sí mismo, escribió:
Oh, si pudiera sentir como he sentido o ser lo que he sido,
o llorar como podría haber llorado por tanto perdido.
También Shelley, dada su condición de artista, no podía quedarse impasible antes su propia tragedia, y Francis Thompson sugiere que incluso previó su fin en un párrafo de Julian y Maddalo: «… si no sabes nadar, guárdate de la providencia». Y Thompson se pregunta si no resonó la frase en sus oídos mientras la escribía[166].
En cualquier caso, desde un punto de vista dramático fue un final admirable; muchas veces el Destino es un dramaturgo excelente. ¿Hay algo más perfecto que la muerte de Rupert Brooke en la isla de Scyros, en el Egeo?[*] La vida de algunos hombres es una obra de arte, perfecta en su forma, desarrollo y gradación del momento culminante. Sin embargo, ¡con cuánta frecuencia una vida marcada por el éxito —o incluso por la ruina— es también una historia fea, sórdida, ridícula y vulgar! Todo el mundo estará de acuerdo en que tiene que ser muy duro ser común y corriente incluso en la desgracia, descubrir que la tragedia de tu preciosa vida ha sido mediocre desde un punto de vista dramático, que tu vida, incluso en ruinas, es poca cosa, y tus propias miserias resultan patéticas por su misma insignificancia; que eres un don nadie con dificultades crónicas de digestión en lugar de un loco Guy de Maupassant o un Coleridge, cuya gran inteligencia se fue deteriorando por culpa del opio.
Ojalá pudiera ordenar mi vida, ojalá pudiera controlar o crear mi destino y moldearlo hasta darle perfección marmórea. En definitiva, ¡ojalá la vida fuera arte y no lotería! Cuántos esfuerzos inútiles hay en la vida de todos, cuántas oportunidades perdidas, principios en falso, tanteos, cuántos días perdidos: y la vida de un hombre no dura más que unos míseros setenta años, sin duda, lamentablemente breves y vulgares.
Algunas veces, cuando me inclino sobre una verja o me embobo ante el fuego, me entretengo con la agridulce diversión de reconstruir mi vida, escogiendo padres, lugar y fecha de nacimiento, dones, educación, mentores y los fragmentos del infinito conocimiento que podría albergar mi cerebro, este sagrado terreno beneficial que debo conservar con esmero y cultivar con entusiasmo. En cambio, ahora mi cabeza es un terreno sin cultivar en el que han prendido todo tipo de hierbas inútiles que es imposible arrancar. Advierto con desesperación que me sé de memoria las largas direcciones de muchos corresponsales de negocios y, sin embargo, no recuerdo los últimos capítulos del Eclesiastés: qué desperdicio de materia gris. Me irrita estar familiarizado hasta la náusea con el lugar donde vivo, aunque mis pies nunca han recorrido toda esta isla y mucho menos me han llevado de modo triunfal a Tombuctú, Honolulú, Río o Roma.
21 de diciembre
Cuando repaso estas entradas, esta continua preocupación por el yo me pone enfermo. Es inconcebible que esté aquí transcribiendo mi ego, día a día, en mitad de esta guerra desastrosa… Ayer me puse en marcha; hoy la vida me cansa. Estoy harto de mí y de la vida. Este mundo asqueroso, con esta guerra y este odio asquerosos, me dejan inquieto, insatisfecho, lleno de deseos de librarme de él. Estoy tan intranquilo como una golondrina en otoño. «Mi alma —es he dicho a la hora del desayuno con una sonrisa sardónica— es como un galgo atado con una correa. Tengo que llevar botas pesadas para no echar a volar. Mi espíritu tiende tanto a elevarse que podría arrastrar un caballo, un perro, un gato atados a mi espíritu, deseoso de volver al hogar, y así mi ascensión se transformaría en una aventura del barón Munchausen.» Con un alarde de desprecio, me gustaría girar sobre los talones y marcharme de este desgraciado mundo al instante.
22 de diciembre
La autobiografia de Gibbon
Este libro me hace gruñir en voz baja, especialmente ahora. Gibbon dice, refiriéndose a la Decadencia y caída: «No sé cómo describir el éxito de la obra sin traicionar la vanidad del escritor… Mi libro se encontraba en todas las mesas y en casi en todos los tocadores». Me da rabia. La crítica de Rousseau a la frase «suspiré como un enamorado, obedecí como un hijo» y la dignidad de Gibbon al contestarle es uno de los incidentes más absurdos de la historia de la literatura… «Este hombre extraordinario, al que admiro y compadezco, debería haber mostrado menos precipitación al condenar el carácter moral y la conducta de un desconocido.» ¡Cáspita! ¡Qué gracia! De todas maneras, me alegro de que no se casara usted con ella; no nos gustaría haber tenido que prescindir de madame de Staël, hija de madame Necker, esa mujer vivaz y cálida[167].
«Después de ocupar la mariana con el trabajo de la biblioteca, más que ejercitar la mente deseo relajarla; y en el intervalo entre el té y la cena estoy lejos de desdeñar la inocente diversión de un juego de cartas.» ¡Cómo se habría reído de él Jane Austen! Este fragmento me recuerda al reverendo Collins cuando dice:
«De haber sido posible, me habría sentido muy feliz de ofrecerle una canción, puesto que considero la música una diversión inocente y perfectamente compatible con la profesión de un clérigo».
«Cuando contemplo la suerte que ha correspondido a la mayoría de los mortales —escribe Gibbon— debo admitir que he obtenido un buen premio en la lotería de la vida», y procede a enumerar todos sus dones con el más ofensivo placer: su riqueza, la buena fortuna de su nacimiento, los años maduros, un carácter alegre, una sensibilidad moderada, buena salud, los sólidos y pacíficos sopores de la infancia, su valiosa amistad con lord Sheffield, su rango, fama, etc., ad nauseam. Analiza su vida entera en busca de cosas por las que estar agradecido. Enumera los motivos de felicidad en un largo recitativo de agradecimientos por no haber corrido la suerte de un salvaje, un esclavo o un campesino; se lava las manos con un jabón imaginario al reflexionar sobre la bondad de la naturaleza que lo hizo nacer en un país libre y civilizado, en una era de ciencia y filosofía, en una familia honrada y decente con bienes de fortuna: acicalado, satisfecho de sí mismo, untuoso y salaz caballero, ¡Cómo me habría gustado arrancarte a bombazos tanta autosatisfacción!
El Gallipoli de Masefield
Me ha divertido descubrir el evidente placer con que el autor de En los campos de narcisos pone énfasis en la sangre y las flores en el ataque a Achi Baba. Todo es sangre y bellas flores mezclados, ante el entusiasmo de Masefield.
Un juramento en el suburbio de una ciudad
es, para algunos, sólo una blasfemia.
Para Masefield es algo más.
Max Beerbohm[168]
Con todo, decir que Gallipoli es un «maldito infierno» no es más que una descripción exacta. Se entiende, sin embargo, que es un libro notable, una obra de talento[169].
23 de diciembre
Para que estas Navidades estuviera alegre sería necesario un coup de theatre, algún tipo de prestidigitación psicológica.
Bajo a las diez y paso el día leyendo y escribiendo, sin un alma con quien conversar. Todo me llega de segunda mano: a través de los periódicos, el mundo de la vida a través de The Daily News de medio penique y el mundo de los libros a través de The Times Literary Supplement. En cuanto al resto, escucho el silbido de la tetera y hago con él sinfonías, o miro el fuego y allí veo imágenes…
24 de diciembre
Imagino a todo el mundo embarcado en esta ironía de las Navidades. Qué mundo tan lunático es éste.
He andado un rato por un hermoso camino cercano, lavado y con profundos surcos tras las lluvias recientes. En la cumbre de la colina, he mirado sobre el valle hacia las mesetas, donde destacaban unos cuantos pinos albares, majestuosamente distantes de los robles ingleses comunes, como un grupo de embajadores en traje de ceremonia. A lo lejos cloqueaba una gallina; vi unas pocas avefrías revoloteando y contemplé el humo que salía de nuestra casita, perpendicular al suelo en el aire inmóvil. Con un silencio clemente y una temperatura benigna, se produjo un estallido de felicidad que me hizo sentir rico ante otros seres menos afortunados, mucho más de lo que había esperado nunca volver a ser.
26 de diciembre
«Describiendo e ilustrando así mi sopor intelectual, empleo términos que se aplican, más o menos a todo momento a lo largo de los años que he vivido bajos el hechizo de Circe del opio. Pero en lo que respecta al dolor…»[170]
(¿Por qué malgasto mi energía en este maldito diario? Paro. Lo odio. Me voy a dar un paseo en la niebla.)
31 de diciembre
Reminiscencias
Durante los últimos días he estado viviendo en un tranquilo retiro de recuerdos. Éstos se han remontado a la época anterior —lejana, inaccesible, prehistórica— al principio de este diario, cuando yo no era más que un poco de gelatina vacía y sin forma; es decir, antes de que hubiera desarrollado ninguna cualidad característica ni menos aún la dominante: la pasión por la historia natural.
Un día, un amigo del colegio, codiciando unos sellos de mi colección, me indujo a cambiarlos por su colección de huevos de pájaros, que guardaba en una caja sobre un poco de salvado. Era un chico astuto y pensaba que había salido ganando con el cambio. No se daba cuenta —ni yo tampoco— del inestimable valor de lo que me entregaba cuando sus manitas gordas y sucias, adornadas, lo recuerdo bien, con innumerables verrugas, cogieron los huevos y me los dieron. Lo cierto es que una sonrisa le cruzó el rostro y apartó la cara para escupir, satisfecho con el trato.
Seguí añadiendo con afán ejemplares a la pequeña colección de huevos de pájaro, pero durante mucho tiempo no se me ocurrió salir al campo a buscarlos, me limitaba a cambiarlos. Hasta que un día el chico de los recados, que era tartamudo, patizambo y andaba con la parte exterior de los pies, como un antropoide, me dijo: «Si quieres venir conmigo al bosque, te enseñaré a encontrar nidos de pájaros». Así que un domingo, cuando el patio trasero estuvo limpio y las cajas de carbón llenas, él y yo nos pusimos en marcha hacia un bosque situado río abajo, donde él —mi ángel bueno y caritativo— me enseñó el nido de un zorzal en la horquilla de un roble joven. ¡Un momento inolvidable! Cuando subí al árbol, la visión de aquellos huevos con manchitas azules, colocados de modo inesperado al otro lado de una desordenada maraña de musgo y hierba seca, en una pulcra taza de barro, hizo que, probablemente por primera vez, me emocionara ante un objeto hermoso. ¡La emoción no duró mucho! Al cabo de un instante había robado ya los huevos y los rompí en seguida al intentar vaciarlos soplando, como hacen los niños.
Después, no tardé en convertirme en un ardiente naturalista. El entusiasmo por los pájaros y los huevos de los pájaros se extendió en benigno contagio a todas las ramas de la historia natural. Coleccionaba escarabajos, mariposas, plantas, alas y garras de pájaro, etc. Gracias al doctor Gordon Stables, del Boy’s Own Paper, aprendí a disecar, y cacé primero un topo y después una ardilla (esta última cayó gracias a mi habilidad con el tirachinas), los rellené y los puse en vitrinas que acristalé yo mismo. Incluso pinté fondos adecuados; en uno de los casos, pinté una topera, aunque me temo que más bien parecía una montaña, y en la otra, un pino albar en un ángulo imposible de 45º. Después leí un libro sobre trampas e intenté cazar liebres. Más tarde leí el libro de sir John Lubbock, Hormigas, abejas y avispas, y construí un hormiguero de observación (aunque las hormigas se escaparon).
Cuando recuerdo estos tiempos, lo que más me sorprende es mi extraordinaria ignorancia sobre los objetos comunes del campo, porque, aunque vivíamos en el extremo oeste del país, la casa, sin jardín, estaba en el centro de la ciudad y todos mis mayores eran tan ignorantes como yo. En aquellos tiempos no se estudiaba la naturaleza en el colegio y no tenía un benevolente paterfamilias que me tomara de la mano y me fuera señalando los pájaros británicos más comunes; a mi padre sólo le interesaba la política. Recuerdo que, en una ocasión, llegué a casa entusiasmado por el pájaro maravilloso que acababa de ver: «Es como una urraca diminuta», dije, y nadie me pudo explicar que sólo era una pequeña lavandera blanca enlutada.
Sin embargo, la ausencia de comprensión o de compañía afín no apagó mi ardor. A medida que me hacía mayor, los compañeros en la caza de huevos fueron desapareciendo; algunos se hicieron policías, sastres o empleados, otros se dedicaron a la iglesia y, cada año que pasaba, yo estaba más absorto. Durante mi infancia, mi entusiasmo era como el muelle de un reloj que estuviera enrollado y escondido en mi interior, hasta que el nido y los huevos de aquel zorzal tiraron de él y lo dejaron tenso como una cinta de plata. Guardaba murciélagos vivos en el salón de arriba, que apenas se usaba, y tritones y ranas en ollas en el patio trasero. Mi madre toleraba estas cosas porque la había convencido de que la observación que realizaba y estaba a punto de publicar era muy importante para el avance de la ciencia. Lo cierto es que las relacionadas con los murciélagos se consideraron dignas de aparecer en una obra clásica, Mamíferos de Gran Bretaña e Irlanda, de Barret-Hamilton. Los artículos publicados me sirvieron para establecer correspondencia con otros naturalistas, y nunca olvidaré la emoción que sentí cuando recibí la primera carta de agradecimiento. Era del autor de varios libros de historia natural y estaba dirigida a
W. N. P. Barbellion, caballero
Naturalista
Downstable
Y estaba ilustrada con un precioso dibujo de chorlitejos grandes alimentándose en la orilla. Pegué con cuidado la carta en mi diario, y ahí sigue.
Al fin y al cabo, quizá sea injusto decir que nadie me acompañaba en mis investigaciones. A Martha, la criada, que llevaba con nosotros treinta años, le gustaban todos los animales y —cosa rara en una chica de campo— no le daba miedo manipular tritones ni ranas. Mis batracios se escapaban con frecuencia de las ollas del patio y se metían en la cocina de Martha; ella, en absoluto escandalizada, alguna vez atrapaba alguno sobre la alfombra o aplastado bajo el armario. «¡Ay, señor!», decía, cuando pillaba al vagabundo y lo devolvía a su acuario. «¡Anda, mira cómo van d’acá p’allá!» Martha tenía especial habilidad para identificar el carácter de los animales. En la larga dinastía de gatos que tuvimos, hubo uno al que llamamos Marmaduke —porque, por oposición de ideas, tenía que haberse llamado Jan Stewer[171]—. «Un personaje feliz, ¿a que sí?», me preguntaba Martha con orgullo y amor en los ojos. «Ronronea con fuerte acento de Devon», le contestaba yo. Marmaduke sólo necesitaba agitar la punta de la cola para indicar a Martha que deseaba imperativamente dar un paseo. Martha sabía como nadie que todas las primaveras al «probecito Duke» le salían granos bajo el pelo. «Igualito que un pollo, se llena de granos cuando llega la calor.» Los estorninos del techo del lavadero, que alimentaba con algunas migas, eran su prodigio y su alegría. «No los dejes ¿eh?» Años más tarde, cuando yo me dedicaba a diseccionar en el desván los distintos animales que recogía, algunas veces dejaba de barrer y limpiar en la habitación de abajo para asomar la cabeza en las escaleras y preguntar: «¿Cómo anda todo?».
El sincero interés que sentía por mis investigaciones anatómicas me causaba verdadero placer y me encantaba maravillarla señalándole cosas y explicándole el cerebro de una paloma o el sistema nervioso de un tollo, o cómo seguía latiendo el corazón de una rana sobre una bandeja de disección. Ella, a cambio, añadía reflexiones sobre sus experiencias cuando preparaba la comida: anécdotas sobre el buche de una vieja gallina o el gran «tubo» de una oca. De repente, mientras bajaba corriendo las escaleras, decía: «Tengo que irme o me quedaré más atrás que la cola de una vaca». El digno interés de un hombre educado me habría decepcionado.
Por cierto, años más tarde, cuando el chico de los recados era ya minero en el sur de Gales, dio muestras de ser consciente del importante papel que había desempeñado en otros tiempos al enviarme una postal de felicitación cuando conseguí entrar en el Museo Británico. Me conmovió pensar que no lo había olvidado, ni siquiera tras tantos años de separación.