1 de enero
Me he vuelto tan crítico y maniático que rechazaría una invitación a cenar si mi anfitrión tuviera los ojos azules y acuosos, o llegaría a odiarlo por algún gesto, algún defecto o afectación en el habla. Hago comentarios hirientes con la arrogancia de un joven pedante de diecisiete años contra cualquier infeliz que no haya oído hablar de Turner, Debussy o Dostoievski. Destrozo como lapsus naturae cualquier originalidad que le proporcionaría a una mente sana una diversión interminable y la despacho con un gesto de desprecio. Mi arrogancia intelectual —excepto en las temporadas en que me doy cuenta y me reporto— es increíble. Es increíble porque carezco de valor y todo este orgullo bulle tras un exterior tímido. Tiemblo con frecuencia ante personas estúpidas pero dominantes que, por lo tanto, nunca advierten el concepto que tengo de ellas. Después me estremezco al pensar que nunca haré frente a aquel imbécil; nunca pronunciaré la palabra oportuna para poner freno a la repugnante vanidad de otro. Me desespera no ser capaz de pagarles con la misma moneda —incluso los criados y subalternos me tratan con desdén—, que me falte siempre presencia de ánimo para darles una respuesta o réplica convincente. Poseo un amour propre tan tremendo que temo entrar en liza con un hombre que me desagrada por la angustia que me produciría que me derrotara. De manera que reprimo con fuerza todas las emociones, tanto los amores como los odios. Ya que el cobarde no sólo teme decir a un hombre que lo odia, sino también le inquieta dejar entrever sus sentimientos de afecto o consideración, no vayan a ser rechazados o no correspondidos. Me estremece pensar que alguien podría decir de mí con aire sardónico: «Es uno de mis admiradores, ¿sabes?». O bien: «La verdad, no puedo quitármelo de encima».
Si alguna vez mis emociones estallan, se produce una explosión y las personas tranquilas se asombran al oír que de mis labios brota un lenguaje violento, observaciones burlonas, ácidas y desagradables.
Naturalmente, delante de mis amigos íntimos (sólo unas tres personas en este ancho mundo) siempre puedo dar rienda suelta a mis sentimientos y lo hago en privado con esa violencia con que normalmente los caracteres débiles encuentran compensación de la timidez y contención intolerables que se imponen en público. No dejo de maravillarme de la imborrable bajeza de mi existencia, de mi doblez y del notable contraste entre el rostro que muestro al mundo exterior y el que conocen mis amigos. Es como llevar una doble existencia o como manejar una marioneta que oscila ante la masa mientras yo despotrico entre bastidores. Si tuviera el coraje moral de desempeñar mi papel en la vida, ocupar el escenario y ser yo mismo, de disfrutar de la deliciosa sensación de hacer que se sienta mi presencia en lugar de esta representación evanescente, este diario sería prácticamente innecesario. Para mí, expresarme es una necesidad vital y lo que no puede expresarse de una manera, debe expresarse de otra. Cuando se reprime un egotismo colosal, sea mediante un exterior acerado o un temperamento indomable —o, como es mi caso, por ambos—, se obtiene un resultado notable. Y la víctima sufre también un dolor notable: los dolores de lo que podría considerarse un parto infructuoso.
Tal vez no sea exacto decir que la blanda afabilidad que muestro ante zoquetes y pelmazos es pura cobardía personal… También, en parte, es auténtica amabilidad. Me alegra tanto tener ante mí alguien que se esfuerza en ser amable, agradable y comprensivo que se me olvida en aquel momento que es un oportunista sin escrúpulos, un sicofante, un adulador, un pelota. Mi primer impulso siempre es pensar que la gente es más amable, más inteligente, más sincera y afable de lo que es en realidad. Después, al reflexionar, descubro características desagradables, detecto pequeños motivos y me odio por callar. Si ese tipo es inaguantable, ¿por qué no se lo he dicho? Mi parte crítica lanza recriminaciones amargas a mi boba parte amistosa.
Así pues, en conjunto, llevo una vida interior bastante vergonzosa, excepto cuando me calmo y sonrío benévolamente a todas las cosas con petulancia filosófica, si bien en este momento nada se halla más lejos de mi ánimo. Soy tan propenso a la envidia que la fotografía de una de las muchachas de Romney Ramus desata en mí una rabia sin lágrimas… durante un momento, hasta que paso la página… Esta mañana R. ha acabado de agitarme cuando ha recitado: «Ven a jugar a la pulga a la vieja taberna del Oso Pardo», y me ha explicado que «una joven» encantadora cantaba esa canción la otra mañana a la hora del desayuno. Decía que era tan encantadora que no podía ni escucharla.
Esta noche, mientras me peinaba, he decidido que era bastante guapo e incluso me parece que he llegado a reflexionar que E. era una muchacha afortunada… Soy una mezcla de engreimiento colosal y descontento colosal, cualidades exageradas cuando un hombre se encuentra en un entorno que… Los observadores sagaces advertirán que el carácter defensivo de esta explicación elimina la virtud de mi confesión. Me declaro culpable, pero también víctima de una provocación grande y sin precedentes. Un orgullo intenso de individualidad impide que alguna vez me muestre, por así decir, otra cosa que amigablemente dispuesto hacia mí mismo, por disgustado que esté con mi entorno. Es imposible despojar a un hombre de su amor propio sin enviarlo al manicomio. La lealtad que un hombre se profesa es la cosa más terca que se pueda imaginar.
2 de enero
El temor al fuego
«Esta caja contiene manuscritos. Se pagará una guinea a cualquier persona que la salve de daños o pérdida en caso de incendio.»
Firmado: W. N. P. Barbellion
Lo he hecho imprimir en una tarjeta con grandes letras negras, lo he enmarcado y lo he clavado en mi «ataúd» de diarios. Primero le dije al impresor que pusiera «dos guineas», pero él sugirió que con una guinea bastaba. Me mostré de acuerdo, pero quisiera saber cómo demonios sabía él cuánto valían los diarios: nadie lo sabe.
Si puedo, el mes que viene haré pintar una mano en la pared que señale la caja. y el siguiente, contrataré un bombero con casco metálico, de guardia noche y día, ante el número ciento uno y que levante el hacha a modo de saludo.
¡Mis preciosos diarios! ¡Qué pasaría si los perdiera! No puedo ni imaginar la angustia que me produciría. Sería la muerte de mi verdadero yo y perdería todo placer en la perpetuación de este yo títere, endeble, débil, anémico y amable: probablemente, me suicidaría.
7 de enero
Harvey, que descubrió la circulación de la sangre, también realizó múltiples investigaciones sobre la anatomía y el desarrollo de los insectos. Pero todos sus manuscritos y sus dibujos desaparecieron con las vicisitudes de la guerra y así se perdió la mitad del trabajo de toda su vida. Esta posibilidad hace de mí una criatura febril, ¡viviendo como vivo en el Apocalipsis!
De la misma manera, todos los dibujos de Malpighi, instrumentos, libros y manuscritos, quedaron destruidos en un fuego lamentable en su casa de Bononia, según se dice, ocasionado por una negligencia de su vieja esposa.
Hacia 1618, Ben Johnson sufrió una calamidad similar cuando se declaró un incendio en su estudio y desaparecieron muchos manuscritos inéditos.
Recientemente encontré un ejemplo más moderno y más trágico en un naturalista australiano, el doctor Walter Stimpson, que perdió todos sus manuscritos, dibujos y colecciones en el gran incendio de Chicago, y fue tan duro el golpe de aquella desgracia irreparable que nunca se recuperó y murió al año siguiente, destrozado y anónimo.
Naturalmente, todo el mundo conoce a la sirvienta que encendió el fuego con La Revolución Francesa, igual que al perro de Newton: «Ay, perrito, no tienes ni idea de lo que has hecho»[120].
Son diversos los peligros que supone guardar el trabajo de años en forma de manuscrito. Samuel Butler (el autor de Erewhon) aconsejaba escribir con tinta de copia para poder sacar un duplicado y guardarlo en otro lugar. Las precauciones que tomo para este diario son más elaboradas. Quienes las conocen piensan que estoy loco. Me pregunto si será cierto. Pero me atrevería a decir que soy un imbécil, tremendamente absorto en sí mismo.
En cualquier caso, he enviado «el ataúd» con el material a T.[121] y me he quedado con los dos volúmenes en los que trabajo. Es por miedo a los zepelines. E. se llevó «el ataúd» cuando salió del colegio, en dirección a casa, y en Taunton los mozos curiosos lo tomaron, imagino, por el ataúd de un niño y lo sacaron reverentemente de la estación. E. los encontró mirándolo poco antes de que partiera el tren. Siguiendo sus instrucciones, lo cogieron por las asas de latón y lo devolvieron a su sitio. Me divierte imaginarme a los mozos acarreando de acá para allá los diarios de mis confesiones. Es como si me hicieran cosquillas en la palma de la mano… Aquí guardo dos volúmenes con extractos de diversas entradas y, en cuanto me case, pretendo hacer una copia… Con el tiempo, si Dios quiere, intentaré preparar un volumen para publicarlo.
19 de enero
Un día cualquiera
Tras una mañana de emociones muy mezcladas y más de una molestia, por fin me he sentado a comer con un poco de calma con R. Nos hemos puesto a citar versos en franca competición. Como es natural, ninguno escuchaba al otro. Nos divertíamos con el mero placer de recordar versos y repetirlos. He empezado con el «Rema suavemente, gondolero mío», de Tom Moore. R. ha adivinado el autor de inmediato y ha divagado hasta exclamar: «El aliento de los besos de la noche y el día», muy fácil para mí[122]. Le he dicho: «Esta noche, la luna sueña más perezosa»[123] (Baudelaire), y, a modo de respuesta, ha contestado con un golpe maestro recitando algunos versos en francés de François Villon, lo que me ha dejado totalmente fuera de juego. No estoy muy seguro de que nos apreciemos de verdad, pero nos aferramos el uno al otro por aburrimiento y descubrimos en el otro cierta fría comprensión intelectual.
En la caja (nos citamos en Lyon’s), hemos bromeado con la cajera, una muchacha gruesa y alegre, que le ha dicho a R. mientras me señalaba:
—Es un muchacho gracioso, ¿verdad?
—Peligroso —ha contestado alegremente R., y nos hemos echado a reír. En la calle hemos encontrado un anciano y decrépito vendedor de periódicos, muy sucio y harapiento, pero con una voz inesperadamente sonora.
—«Éxito británico» —gritaba, y nos hemos detenido para escuchar aquella voz.
—No me interesa —he dicho para animarlo a hablar.
—¡Cómo es eso! No… Cómpreme uno solo, caballero. Sólo he vendido un ejemplar y tengo mujer y cuatro hijos.
—Eso no es nada: yo tengo tres mujeres y cuarenta hijos —he señalado.
—¡Caramba! —ha exclamado, simulando sorpresa. Y volviéndose hacia R., ha añadido—: Pero si es Brigham Young, de Salt Lake City[124]. Sí; ya lo sé, he estado allí y desde entonces estoy seco. Invíteme a una copa, caballero: sólo una.
En consideración a su voz le hemos dado dos peniques y hemos seguido nuestro camino…
Tras dar fuego a un soldado belga, cuyo cigarrillo se había apagado, hemos entrado en una rara y vieja tienda de música donde vendían flautas dulces, serpentones, clavicordios y arpas. Habíamos acordado previamente con el encargado que nos tocarían la Sinfonía inacabada, de Schubert para localizar un par de melodías que no somos capaces de recordar, cosa que nos vuelve locos. «¿Cuál es ésa del segundo movimiento que hace así?», me preguntó R., y silbó un fragmento. «No lo sé —le dije— pero entremos aquí y preguntémoslo.» En la tienda, un joven tuvo la amabilidad de decimos que si queríamos volver al día siguiente, madame A., la arpista, habría vuelto y nos tocaría la sinfonía.
De manera que esta mañana, antes de que apareciera madame, este joven atento y servicial ha puesto un disco en el gramófono, que hemos escuchado con la cabeza ladeada, como dos loros inteligentes. La arpista ha aparecido y nos ha preguntado qué queríamos averiguar, una pregunta difícil para nosotros, puesto que no queríamos «averiguar» nada más que la melodía.
Por lo tanto, le he explicado que, puesto que no teníamos hermanas ni esposa que tocaran el piano y ambos queríamos etc., si no sería mucha molestia, etc. En respuesta, ha sonreído amablemente. Y nos ha tocado el segundo movimiento en uno los pianos de la tienda. Mientras tanto, Henry, el muchacho, escondido tras los instrumentos del fondo de la tienda, contestaba cuando le preguntábamos:
—¿Y esto qué es, Henry?
Y Henry contestaba debidamente desde la oscuridad: «Viento y madera» o «Solo de oboe», o lo que fuera, y lo cierto es que el muchacho hablaba con autoridad. Así he empezado a averiguar algo sobre la obra. Antes de salir le he regalado a la señora la partitura de la pieza, que no tenía, puesto que no habría aceptado ninguna clase de remuneración.
—¿Puede dedicármela? —ha preguntado.
He señalado alegremente las palabras Ecce homo que había garrapateado sobre el nombre de Schubert y le he dicho que ahí lo tenía. Madame ha sonreído con incredulidad y nos hemos despedido.
Hacía un día hermoso y clemente, casi primaveral, y, tras doblar la esquina, llenos de entusiasmo, hemos comprado cada uno un ramito de violetas a una anciana, lo hemos prendido al extremo del bastón y, tras apoyarlo en el hombro, hemos caminado, en protesta triunfal, hacia el M. B. A unos policías les ha hecho gracia y también a —, que apenas ha entendido el significado del ritual. «Así protesto contra la guerra —ha dicho R.—. Es como el girasol de Oscar Wilde».
Por el camino, nos hemos sentido tremendamente decepcionados al presenciar el encuentro entre unos artesanos, un hombre y una mujer, que en lugar de empezar a discutir con un tormentoso «Robert, ¿se puede saber dónde está el alquiler?», tal como esperábamos, se ha extinguido con un «Hola, Charlie, ¿por qué eres un desconocido?».
Hemos tomado el té en un establecimiento A.B.C. y hemos tenido una fuerte discusión sobre el socialismo. En el andén de la estación, de camino a la casa, le he dicho que antes de contraer matrimonio tenía intención de ahorrar para prevenirme de un divorcio: hacer un fondo doméstico para el divorcio.
—Eso es terrible —ha dicho R. simulando gran seriedad—. Oír a un joven recién comprometido hablar así…
… Entonces, ¿qué debo hacer? ¿Casarme? Imagino que sí. Sombras de la cárcel. Al principio dije que tardaría un par de años en casarme, pero cuando estoy muy entusiasmado con ella me digo: «La semana que viene». Podríamos. No hay nada que preparar. Tiene muebles, piso, etc., pero me parece que deberíamos esperar a que termine la guerra.
Esta noche, a la hora de cenar, sentía un deseo febril de hacer tres cosas a la vez: escribir la entrada del día en el diario, comerme la cena y leer el Diario de María Bashkirtseva. He hecho las tres cosas pero, por desgracia, no a la vez, así que cuando estaba ocupado con una, lanzaba una mirada furtiva a la otra y me disgustaba.
Después de cenar he ido de visita a — y he encontrado a la señora — haciendo un solitario. Le he anunciado que en el gran terremoto de Italia había habido doce mil víctimas. Sin dejar de repartir las cartas, ha contestado con su voz amable que era una cosa horrible y, sin dejar de prestar atención al juego, me ha preguntado si los terremotos tenían algo que ver con el clima.
—Debe de ser algo terrible, un terremoto —ha dicho amablemente con voz aguda mientras preparaba las cartas para jugar otra vez en una bonita habitación con papel pintado diseñado por Morris, en Kensington.
20 de enero
En una cena pública
… El hombre timorato sacó la pitillera y se disponía a coger un cigarrillo cuando recordó que debía ofrecer primero al millonario que tenía a la derecha. Afortunadamente, la pitillera era de plata y los cigarrillos parecían —desde donde yo estaba— gruesos y egipcios. Sin embargo, el timorato entomólogo vacilaba palpablemente. ¿Debo ofrecerle cigarrillos? Pensó en el dinero que tenía en el banco y en el del millonario y se echó a temblar. Al fin y al cabo, la pitillera sólo era de plata y los cigarrillos sólo valían medio penique cada uno. ¿No resulta demasiado impertinente? Estudió un momento la caja abierta que sostenía con ambas manos, como un libro de oraciones, mientras el millonario, en lugar de pedir vino, ¡pedía una cerveza Bass! Al final, hizo acopio de valor y empujó los cigarrillos hacia el conocido.
—No, gracias —sonrió el millonario—. No fumo.
Así pues, al final, todo resultó en un falso dilema.
30 de enero
Oír a Beethoven
He ido al Queen’s Hall a escuchar la Quinta y la Séptima sinfonías.
Antes de que empezara el concierto, me encontraba en un estado febril. No paraba de decirme: «Voy a oír la Quinta y la Séptima sinfonías». Me miraba con la más ridícula adulación, me lamía y ronroneaba como un gran gato atigrado satisfecho, todo ello porque tenía la inmensa fortuna de estar a punto de oír la Quinta y la Séptima sinfonías.
Sin duda, me ha inquietado un poco comprobar que muchos otros compartían conmigo semejante fortuna y me ha inquietado mucho más encontrarlos tejiendo o leyendo el periódico, como quien espera unas salchichas con puré.
¡Cuánto he disfrutado con la Séptima! ¡No creo posible que ninguno de los presentes disfrutara tanto como yo! Era como subir en procesión, majestuosamente, los escalones de un palacio enorme e inimaginable (en la introducción de la «Escalera»), conducido por sir Henry; es como haber vivido unos diez minutos gloriosos entre la multitud. Por momentos me sentía como si fueran a hacerme caballero. No sé si ésa era su intención, pero me he escapado…
Me gusta la manera en que una bella melodía revolotea por la orquesta y sus diversos componentes como un hermoso pájaro.
15 de febrero
Pasé la semana de Navidad trabajando en el estudio de ella, transcribiendo los diarios mientras ella dibujaba. Ella no tenía la menor idea de que estaba copiando entradas de días pasados. ¡Cómo se escandalizaría si…!
22 de febrero
¡Qué espectáculo tan asombroso es el paseo de Rotten Row los domingos por la mañana! Esta mañana me he sentado en una silla y me he dedicado a mirar.
Era exasperante estar en ese caleidoscopio de vida humana y no tener la menor idea de quiénes eran todos. Me he fijado en un hombre en concreto —un dandi de primera—, al que me habría gustado dar un golpecito en el brazo, meterle media corona en la mano y murmurarle: «Oiga, cuénteme su vida».
Había tantos dandis que en el canal mi pequeña barquita estaba casi atascada. Seguir la estela de una magnífica duquesa mece cualquier bote de modo alarmante. Me inclinaba sobre los remos y miraba hacia arriba. Pasaban como una marea, haciendo caso omiso, pero he conservado la calma y me he dedicado a remar mientras observaba con interés.
Es verdaderamente lamentable que a mis veinticinco años de edad no tenga medio posible para relacionarme con hombres y mujeres contemporáneos, ni siquiera con los de mi propio nivel y condición. Y lo peor de todo es que no tengo tiempo que perder, dado mi estado de salud. Esta maldita mala salud me separa de todo. Me esfuerzo de modo lastimoso por ver el mundo que me rodea visitando ocasionalmente (cuando el viento, el tiempo y la salud lo permiten) Petticoat Lane, los Docks, Rotten Row, Leicester Square o la Iglesia Ética. Tengo intención de ir mañana a ver la Iglesia Científica Cristiana. Entre tanto, los demás participan en el Apocalipsis.
23 de febrero
Búsqueda de pulgas en el zoo
El otro día me dirigí al jardín zoológico y, con el permiso del secretario, di una vuelta con los guardianes para examinar los animales en busca de ectoparásitos.
Este año tengo que hacer un informe científico para la Sociedad Zoológica sobre las pulgas que se recogen de vez en cuando en los animales que mueren en el zoo y me envían para que las estudie y clasifique.
Entramos en las jaulas y cogimos y examinamos vatios tinamúes, rhinochetus, eurypygia y muchos otros, ¡acompañados por la melodía de The Policemen’s Holiday que silbaba un miná! Era francamente cómico.
Después nos dirigimos a la zona de los avestruces y examinamos cuidadosamente a dos kiwis. Como son aves nocturnas, dormitaban bajo un montón de paja. Cuando terminamos de examinarles las plumas, el guardián les dio una palmadita en el trasero para que espabilaran y regresaron corriendo a la paja de inmediato. Parecían viejas aturulladas.
Como es natural, los pingüinos eran más graciosos y, tras intentar sin éxito espulgar a un inquieto ejemplar de adela, descubrí divertido, al darme la vuelta, que todos los demás adelas se apelotonaban a mis pies en actitud de muda súplica.
Para el armadillo fue necesario que los dos guardianes lo sujetaran con todas sus fuerzas mientras le rebuscaba en el caparazón con una lupa y unas pinzas. También se me permitió coger y examinar los dos ejemplares que la Sociedad posee de esa extraña criatura que es un equidno.
Al Balaeniceps rex[125], en tanto que miembro de la realeza, tuvimos que acercarnos con decoro. Era un ejemplar macho, grande y malhumorado que sólo se dejaba manejar por uno de los guardianes. Mientras los demás conspiradores nos escondíamos fuera, este hombre entró en la jaula sin hacer ruido y se acercó al ave zureando. De repente, lo agarró por el pico y lo sostuvo así. En ese momento entramos, le sujetamos las alas y me puse a buscar, pero sin suerte. Imagino que ofrecíamos una imagen divertida: tres hombres sujetando con todas sus fuerzas un ave grande y grotesca de mirada imperial, mientras el cuarto le examinaba las plumas en busca de parásitos.
28 de febrero
¡El domingo es una maravilla! Puedo levantarme de la cama cuando me apetece, bañarme y vestirme a mis anchas, incluso con esmero.
¡Qué agradable es entretenerse en el baño con un cigarrillo, oír el sonido festivo de las campanas de la iglesia! Y después llega el momento supremo en que, afeitado, limpio, caliente y hambriento, me detengo un instante ante el espejo y me peino el alborotado cabello con una recta raya euclidiana. Ese toque final me deja satisfecho y bajo a desayunar, preparado para disfrutar del día. Odio la tiranía de tener que pasar todos los días en un lugar concreto a una hora determinada.
3 de marzo
Con frecuencia, mientras estoy sentado en mi despacho del M. B., contemplo el tráfico con expresión vidriosa, hechizada, convertido en un ser ocioso. ¡Qué distinto del joven ocupadísimo que llegó a Londres en 1912! ¿De veras era yo aquel muchacho? Cuántas horas desperdicio al día en ensoñaciones. Esta mañana soñaba y soñaba y era incapaz de dejar de soñar, no tenía voluntad suficiente para concentrarme en el trabajo… Los recuerdos desfilaban ante mí.
Me ha sorprendido advertir cuántos de ellos se habían borrado de mi conciencia y con qué sentimientos tan lacerantes los reconocía de nuevo… Con qué egoísmo vivimos casi todos en el yo presente o futuro.
Después me he dedicado a pensar en todo tipo de posibilidades futuras, ¡oh! ¿Cuándo y cómo va a terminar todo esto? ¡Cómo puede esperar nadie que me dedique a la investigación científica con esta inquietud interior! El científico debe tener, ante todo, «la cabeza tranquila en los cambios de fortuna», así lo dice sir Henry Wotton en el verso que empieza «Feliz aquel que por educación o nacimiento…».
Lo cierto es que soy un híbrido: una mezcla de dos temperamentos muy diferentes y con frecuencia enfrentados. Poseer dos caracteres distintos y dos hábitos mentales diferentes a la vez es casi imposible. La consecuencia es el despilfarro, la fiebre y —algo que debería haber descubierto antes— unas posibilidades de éxito remotísimas, ¡Ojalá poseyera un talante totalmente científico o totalmente artístico!
4 de marzo
La vida es un sueño y todos somos sonámbulos. Nos damos cuenta cuando más vivos nos sentimos, en las crisis derivadas de cambios radicales, en la pena o el desastre, o cuando un incidente inusitado termina bruscamente, como una visión.
Aquí estoy sentado, escribiendo esto. ¡Un milagro! ¡Quién soy! Nadie puede decirlo. ¿Qué soy? Una burbuja de jabón suspendida de una pajita.
La personalidad de cada hombre es un tesoro inagotable. Podría dedicarse a hurgar en ella toda la eternidad, si ése fuera su gusto y hallara placer en la introspección. Me gusta ponerme bajo el microscopio y, con todo el distanciamiento de que soy capaz, contemplarme vivir, anotar observaciones sobre lo que digo, siento, pienso. A falta de otros, soy mi espectador: ¡crítico, exigente, vigilante, indulgente! Mi propio Boswell, astuto y bobo a un tiempo. Este espectador que me observa, me parece a mí, debe de ser un caballero de elevada moral y eminentemente superior. Sus atenciones incesantes, mientras yo sigo comportándome mal, me conducen algunas veces a algún estallido de amargo malhumor, como le sucedía al doctor Johnson[126]. No soporto que me sigan tan de cerca y hablen así de mí. Sin embargo, en conjunto —igual que le pasaba al viejo Samuel—, me gusta que describan con detalle todo lo que hago. Me halaga saber que por lo menos una persona se interesa constantemente por lo que hago.
Y no hay que olvidar que algunas personas han visto muchas cosas, pero jamás se han observado cruzando el escenario de la vida. Cuando alguien les muestra pequeños retazos de sí mismos no son capaces de reconocerse. ¿Cómo caminamos? ¿Conocemos las idiosincrasias de nuestro modo de andar, hablar, etc.?
Nunca dejará de interesarme la arquitectura gótica de mi alma fantástica[*].
6 de marzo
El espectáculo de Punch y Judy
Hoy he pasado media hora deliciosa leyendo una entrada de la Enciclopedia Británica (uno de mis libros favoritos): la historia del espectáculo de Punch y Judy. Tiene un delicioso origen popular y me ha gustado todavía más porque nunca se me había ocurrido que tuviera una historia tan antigua. Estoy orgullosísimo de esta reciente adquisición de conocimientos y, como si fuera un valioso bien raíz, he estado alardeando de ellos diciendo: «Mira lo que tengo». Primero se lo he contado a — con detalle; y, probablemente, H. y D.[127] serán mis víctimas mañana. Al fin y al cabo, es un fragmento de historia encantador: da pie a conjeturas, teorías e investigación, y la combinación de las tres cosas encajan con mis gustos y capacidades, de modo que, si tuviera tiempo, escribiría una monografía[128].
22 de marzo
Todo me asombra. Durante un paseo, mientras leo un libro o en mitad de un abrazo, advierto con un respingo lo extraño que es todo lo que me rodea. El mero hecho de la existencia me paraliza, sujeta mi pensamiento como si fuera una posesión en «manos muertas». Estar vivo es tan increíble que me limito a quedarme quieto y respirar, como un niño acostado en la cuna. Es imposible estar interesado en nada en concreto mientras sobre mí brilla el sol o bajo mis pies crece una sola brizna de hierba. «Abandonaría todo lo que tengo pendiente por el canto de esta langosta verde», dice Thoreau. Todas mis energías se inmovilizan, pierdo incluso la capacidad de expresarme. No soy capaz de describir ni de dominar mis sentimientos en este momento.
23 de marzo
Johnson contra Yves Delage
Supongo que todos, en una u otra ocasión, hemos lanzado contra amistades molestas y desagradables algún monólogo hiriente similar a la carta de Hazlitt a Gifford, la de Burke a un «noble lord», la de Johnson a lord Chesterfield o la de Rousseau al arzobispo de París. ¡En este momento podría dirigir mi rencor contra seis personas, como mínimo!
¡Hoy me he enfadado muchísimo! ¡Qué cinismo, qué espíritu amargado, qué envidia, odio, desesperación, petulancia infantil, qué sentimientos y deseos pusilánimes, qué esfuerzos para desacatar a personas simples e ingenuas con mi aplomo reprimido y frustrado!
Un individuo solemne me ha contado que había oído decir a Johnson que había tenido mucho éxito buscando en el musgo[*]. Con gélida cortesía le he preguntado de qué Johnson me estaba hablando. ¿Quién demonios es Johnson? Como quid pro quo, me he puesto a hablar de Yves Delage[129], cosa que lo ha dejado tan a oscuras como él a mí. Nuestros dioses son distintos, tenemos diferente jerarquía.
—Bueno, ¿cómo va tu alma? —me ha preguntado R. esbozando una sonrisa sardónica.
Lo he mirado con desesperación.
—¡Oh! Está rosa con puntos azules —he contestado, y él me ha abandonado a mi suerte.
He tomado el té con los — y me he quedado muy sorprendido al encontrar en la bandeja de música del salón de estos artistas inofensivos un ejemplar de la memoria de — sobre los Synapta[130].
—¿A la señora — y a usted les entretiene este tipo de lecturas? —he preguntado con voz lo bastante alta para que el autor me oyera, mientras sostenía el librito con sorna. Me he dado cuenta de que ponía el dedo en la llaga. Como es natural, — ha dado una verbosa explicación, pero sigue siendo difícil calibrar hasta qué punto este joven se gusta a sí mismo.
Después de tomar el té, nos hemos dirigido al estudio y hemos visto cómo pintaban estos dos entusiastas. Seguramente los he escrutado demasiado atentamente. Me han relegado a una esquina —al joven pujante, enérgico y ambicioso—, sin nada que hacer, y me han prestado tanta atención como si fuera un niño que jugara en la alfombra. He recordado aquellos tiempos en que trabajaba en el laboratorio del desván y he suspirado. ¿Dónde está ahora mi energía?
La señora — toca a Chopin divinamente. ¡Cómo envidio a este hombre! ¡Tener una esposa que te toque a Chopin!
24 de marzo
En cierto modo, soy afortunado al estar enfermo, ya que así no necesito tener opinión sobre esta guerra. No me interesa, no me interesa nada toda esta locura e indecencia. Si ni siquiera tengo opinión sobre mí. Estoy tan sumergido en mis cosas —mis estados de ánimo, vapores, idiosincrasias—, tan empapado de mí mismo, que soy incapaz de alejarme de los datos, poner en orden y clasificar esta multitud de hechos y, de ahí, deducir qué clase de hombre soy. Me gustaría saberlo, aunque sólo fuera por curiosidad. Por Dios, ¿quién soy? Para empezar, sin duda, soy un tonto pero ¿y el resto del diagnóstico?
Uno de los rasgos que me caracteriza es una increíble ligereza para los asuntos serios. Nada importa, siempre que no tenga la lengua sucia. Llevo ya tanto tiempo coqueteando con la muerte, he soportado una mala salud tan asombrosa que cuando me encuentro bien lo único que me preocupa es atrapar el momento y exprimirlo hasta la última gota. Lo importante es estar borracho, como decía Baudelaire: «Hay que estar de continuo ebrio. Tal es el quid de la cuestión. Para no sentir la carga espantosa del tiempo que os quebranta los hombros y la espalda os doblega, habéis de estar ebrios sin tregua»[131].
Otro de los rasgos que me caracteriza es una curiosidad insaciable. Mi objetivo es moverme por esta vieja y destartalada tienda de curiosidades que es el mundo, degustando la existencia. Me gustaría probarlo todo, mezclarme en todo. Devoro con avidez religiones y filosofías, el pragmatismo, el obispo Berkelev y Bergson han sido, sucesivamente, mis juguetes favoritos. Mi conciencia es un batiburrillo de cosas; todas las ocurrencias, singularidades y matices, todas las «obsoletas curiosidades de un armarito anticuado» me llaman la atención antes de pasar. En la Pseudodoxia, de Thomas Browne[132], me interesa averiguar «por qué los judíos no apestan, a qué se debe la superstición de bendecir después de estornudar, por qué los negros tienen la piel morena» y demás. Me parece poéticamente muy apropiado el hecho de que en este año del Señor de 1915 me dedique, sobre todo, al estudio de las pulgas. Me gusta lo que tiene de insolente.
Me dicen que, si los alemanes ganan, el reloj de la civilización retrocederá un siglo. ¿Y qué son sólo cien años? ¡Piénsese en lo que duró la primera dinastía egipcia! Sólo estamos en el año 1915, seguro que podemos derrochar un siglo o dos. ¿Por qué no evacuamos el mundo entero y dejamos que los soldados alemanes jueguen con él? Sólo como experimento, para ver qué hacen. Al fin y al cabo no tenemos mucha prisa. ¿Tenemos que coger algún tren? Antes de que pueda ser una persona lo bastante seria para luchar, me gustaría que Dios me dictara el programa que tiene para el futuro de la humanidad.
25 de marzo
Muchas veces, cuando estoy viviendo diez segundos intensos, me doy cuenta de que me he alejado de mí y he dejado entrar a un espectador poco interesado y muchas veces vulgar. Incluso en mitad de un beso devoto, me oigo decir en el fondo: «Menuda arpía». O en una sala llena de gente amable y agradable, mientras me esfuerzo yo también en serlo, me oigo susurrar en mi interior: «Malditas mujeres».
Al parecer, hay en mí tres personas:
1. El joven respetable.
2. El crítico y comentador ácido.
3. El auténtico y desconocido yo.
¡Qué curioso que los tres se lleven bien y compartan alojamiento!
Entre la muchedumbre
La masa nos hace a todos egotistas. A la mayoría de los hombres les resulta repugnante sumergirse en un mar de congéneres. Una multitud silenciosa y atenta augura conmociones. Algunos pobres se ahogan, son incapaces de soportar la tensión y gritan «Bravo» o «Eso, eso» a la menor oportunidad. Al menor chiste, todos reímos ruidosamente, agradeciendo ese auxilio. De ahí el éxito del Ejército de Salvación. La naturaleza humana no puede soportar en silencio que le recen y prediquen, y cualquier salvacionista experto consigue con facilidad que la gente se manifieste gritando «Aleluya» o «Alabado sea Dios».
Denominación de las cucarachas
Hoy he tenido que poner nombre a varias cucarachas exóticas; como me ha parecido aburrido y difícil, he hecho sonreír a dos entusiastas que las conocen con el nombre de «blátidos» rebautizándolas con gran frivolidad «blátidas gordas».
—¡Malditos insectos! —he exclamado ante un entomólogo australiano de talento poco común.
—Un juramento sonoro, sin duda —ha contestado con tranquilidad.
—Si no lo fuera, no retumbaría —he dicho. Es reconfortante encontrar un entomólogo ante el que puedo soltar juramentos y hablar con desenvoltura.
26 de marzo
La prueba de la felicidad
La verdadera prueba de la felicidad es si uno sabe qué día de la semana es. El hombre desgraciado lo tiene en cuenta incluso cuando duerme. Ser tan alegre y sonrosado en lunes como en sábado, en el desayuno y en la cena, es lo que hace de un hombre un marido ideal.
… Es una extraña metempsicosis la transformación de un individuo entusiasta, tenso, excitable y activo en un escéptico, asténico, irónico y ocioso. Ése es el efecto que puede tener en un hombre la mala salud. Encontrarme con frecuencia entre entusiastas —zoólogos, geólogos, entomólogos— hace que me sienta muy viejo y los contemple como si fueran niños; crea una dolorosa evocación sentimental de mi pasada llama, ahora apagada.
Me pregunto dónde terminaré, ¿qué será de mí dentro de veinte años? Me alarma ver que soy capaz de semejantes cambios de ánimo; soy tan fluido que podría verterme en un molde. En algunos momentos veo en mí las posibilidades más asombrosas. Podría llegar a pegar a mi mujer o a tomar drogas (especialmente esto último). Con frecuencia mi curiosidad se convierte en una debilidad tan ridícula que me he encontrado atisbando e incluso espiando documentos privados. En el vagón de tren, retuerzo el cuello y corro el riesgo de ser grosero con el único fin de entrever el título del libro que lee mi vecino o cómo empieza la carta que lee una pasajera.
10 de abril
Samuel Butler se preguntaba: «¿Por qué los pollos no nacen de su madre y los clérigos no nacen de un huevo incubado? ¿Por qué los clérigos no nacen adultos y habiendo recibido las sagradas órdenes, por no decir los beneficios eclesiásticos? Las cosas no funcionan bien… No sólo no es una situación perfecta sino que es tan contraria a lo deseable que con dificultad encontramos palabras para expresar lo raro que nos parecería ésta si pudiéramos mirarla con ojos nuevos…».
Si, nada más nacer, pudiéramos levantarnos, bañamos, vestirnos, afeitamos y desayunar para siempre, si pudiéramos poner fin a estos monótonos ciclos de rutina; si el sol, después de salir, se quedara ahí, o si después de nacer fuéramos ya inmortales, qué gran adelanto supondría: ¡siempre en la brecha, trabajando sin obstáculo ni impedimento en línea directa hacia el milenio! En cambio, en lugar de eso bailamos el vals. Incluso los planetas se mueren y aparecen otros en su lugar. Qué infinitamente tedioso parece todo eso. ¡Qué despilfarro supone la muerte de un anciano, qué trabajo tan repetitivo aguarda cuando nace un niño!
Dos personas a las que odio en particular
Al hombre que camina por la acera delante de mí y no me deja espacio para que lo adelante, con la satisfactoria impresión de que es el único ser en la acera o en la calle, ciudad, país, mundo, universo: todo le pertenece, incluso la luna y las estrellas.
A la mujer que, la otra noche en el autobús, no paraba de verter un parloteo venenoso al oído de su marido, un agotado pobre diablo que se limitaba a contestar «Mmm» y «Sí», y otra vez «Mmm»… ¡Cómo la odié en su nombre!
11 de abril
La Quinta sinfonía de Beethoven
Si la música me conmueve, siempre genera imágenes: una procesión de imágenes mentales, aparentemente desconectadas. En la Quinta sinfonía, por ejemplo, tan pronto como las primeras cuatro notas suenan y se repiten, nace espontáneamente una población mágica. Una figura desnuda, aterrorizada, se lanza hacia delante con los brazos doblados, apretando las manos contra los oídos; es una mujer enloquecida, que mira con ojos fijos y saltones, como las que se ven en los dibujos de Raemaekers sobre las atrocidades sucedidas en Bélgica[133]. Un hombre en los primeros instantes de agonía tras oír su sentencia de muerte. Un pájaro herido que aletea y se agita sobre la hierba. Es la lucha de un hombre contra este martillo de vapor que es el destino. Como si fuera a través de las paredes de una habitación cerrada —una habitación misteriosa, un lugar temible—, me acuclillo y escucho, y soy consciente de que en su interior se está imponiendo algún castigo brutal: hay breves intervalos, después una persecución implacable, después golpes que parecen de martillo, ruidos melodramáticos, terribles silencios (me agacho y me pregunto qué habrá pasado), y de nuevo empieza la persecución. Veo manos unidas y ojos suplicantes, me siento indefenso y perplejo. Una visión epiléptica o un sueño de opio, Dostoievski o De Quincey musicados.
En el segundo movimiento, el hombre está destrozado, es un vómito irreconocible. Veo a un joven pálido, sentado con los brazos colgando, flácidos, entre las rodillas, las manos unidas, y con unos ojos tristes e impenetrables que han presenciado horrores indecibles. Contemplo la valiente y llorosa sonrisa, la vida trastocada a raíz de una catástrofe personal, la cruz ante unos ojos que se cierran, repentinas ausencias mentales, ensoñaciones, recuerdos lacerantes, el crujido de la hoja muerta de un pensamiento en el fondo del corazón, la tortuosa búsqueda de incidentes pasados en el silencio del ayer, el rumor de las palabras de consuelo, la dolorosa recopilación de los restos de una vida con el propósito de «seguir adelante» un poco más, empujado por el sentido del deber, por el consuelo que la viuda encuentra en el hijo; el morro frío y húmedo de un galgo hurga en una mano apática mientras en el campo un zorzal canta tras la tormenta, etc.
En el tercer movimiento llega el estrépito que me permite saber que ha sucedido algo definitivo y terrible. Y, después, la resurrección que conmociona el Cielo: tempestades y rostros humanos, carreras de un lado a otro, rejas de metal que se cierran para siempre con un estruendo que se suma al lejano retumbar de los tambores y al galopar de los cascos de los caballos. Desde detrás del más recóndito velo del Cielo, adivino los vítores de una gran multitud. En eso, sopla un viento fuerte y curativo, después se oyen unos golpecitos fantasmales en el cristal de la ventana hasta que, poco a poco, se divisa la avenida de arcos que conduce al Cielo por la que avanza despacio un solemne cortejo.
Por encima de este mar de fondo de tristeza, la esperanza regresa y el héroe desconocido entra con toda pompa en su reino, etc.
No me sorprende enterarme de que en una ocasión Beethoven estuvo a punto de suicidarse.
15 de abril
Conozco a un individuo ridículo que insiste en tomar mis piruetas en serio. Si digo de manera irresponsable: «Todos los hombres son mentirosos», él me contesta con la ingenuidad y exactitud de un diccionario: «Mentiroso es aquel que hace afirmaciones falsas con intención de engañar». ¿Qué puedo hacer con él?
Una vez me preguntó si en alguna ocasión había conocido a alguna dama que no temiera a los ratones.
—No lo sé —le contesté—, no me dedico a experimentar de ese modo con las señoras.
No me soporta.
11 de mayo
Este mundo misterioso me deja helado. Es helador estar vivo entre fantasmas en una pesadilla de desastres. Esta guerra de titanes me reduce al tamaño y la importancia de una mosca común medio muerta. ¿Qué puede hacer un pobre egotista? Ser un simple soldado supone convertirse en un peón en el juego entre ambiciosos dinastas y sus ambiciosos mariscales. Uno pierde toda individualidad, se convierte en una «bayoneta» o en una «ametralladora» o en «carne de cañón» o en «material de combate».
22 de mayo
La generosidad bien puede ser sólo debilidad, la filantropía (hermosa palabra), una manera de hacer publicidad de sí mismo, y la alabanza a los demás, puro egotismo. Muchas veces quien hace el panegírico de otro no hace más que soltar discursos pomposos, llenos de sí.
23 de mayo
Ésta es la descripción de Lérmontov que hace Maurice Baring[134]: «Excepto en su relación con unos pocos amigos íntimos, mostraba un temperamento muy difícil; era orgulloso, dictatorial, perdía la paciencia con facilidad y hacía perderla a los demás, lleno de un tremendo amor propio, disfrutaba como un niño molestando a los demás; cultivaba le plaisir aristocratique de déplaire… Era incapaz de no hacer notar su presencia y, si le parecía que no lo conseguía por las buenas, lo hacía por las malas. Y, a pesar de todo, era un hombre afectuoso, sediento de cariño y amabilidad, capaz de entregarse al amor, si así lo decidía… En el fondo de todo esto se encontraba, sin duda, un profundo rechazo de sí mismo y del mundo en general, y una indiferencia completa hacia la vida, consecuencia de unas grandes aspiraciones que, al no poder encontrar salida, lo sofocaban».
Estas palabras me describen con exactitud.
26 de mayo
Llegará un día —todavía falta mucho tiempo— en que los chistes sobre el sexo no resultarán tan censurables como incomprensibles. Gracias a la educación cristiana, actualmente un cuerpo desnudo es una obscenidad, es indecoroso hablar de la unión sexual y nuestro nacimiento es una corrupción. De todo esto surge una legión de males: reticencia y, por lo tanto, ignorancia y, por lo tanto, enfermedades venéreas; lascivia, especialmente en la adolescencia, literatura venenosa y chistes verdes. El pensamiento se contamina desde la primera juventud; incluso la joven de mente más sana se ruboriza cuando se menciona ante ella «la maravilla de la creación». Y, sin embargo, para el pensamiento más franco resultaría tan imposible bromear sobre el sexo como sobre el cerebro o la fisiología de la digestión. El poeta más libre —y Walt Whitman en Canto a mí mismo está cerca de serlo— debería estar tan dispuesto a cantar los increíbles arrebatos del acto sexual entre «almas gemelas» como a las nubes o los rayos solares. Cualquier hombre o mujer que haya amado tiene el corazón lleno de cosas bellas que decir, pero nadie se atreve por miedo a la policía, a las bromas toscas de los demás e incluso a poner en peligro su propia elevación de espíritu. ¡Me gustaría saber cuánta maravillosa poesía lírica ha perdido así el mundo!
27 de mayo
El estanque: el recuerdo de una imagen
Desde lo alto, el estanque se asemeja a cualquier otra inocente extensión de agua. Pero en la hondonada resulta siniestro. Los habitantes del pueblo dicen y creen que no tiene fondo y, sin duda, desde la orilla, aunque no se pueda medir con precisión, se tiene la sensación de que es muy profundo. En otros tiempos fue una cantera de piedra caliza, pero ahora los grandes montones de escombros que se alzan a un lado están cubiertos de hierba y de cerezos de considerable porte. Al otro lado, uno se enfrenta a una alta losa de roca negra, carbonífera, que surge de las mismas aguas oscuras; una superficie sombría de la que ni siquiera los musgos —«tiernos seres piadosos», los llamó Ruskin— se compadecen y donde no han suavizado los filos dentados de los estratos ni anidado en las cicatrices. Los geólogos dirían que es una excelente muestra de contorsión, porque las capas están dobladas en una figura geométrica bastante regular, ondas de sinclinales y anticlinales hechas con una fuerza plutónica que sólo imaginarla hace temblar.
En lo alto de esa roca y suspendido sobre el agua, cuelga un escuálido y adusto pino albar en peligroso equilibrio, mientras, al fondo, el estanque, listo y brillante, aguarda en silencio con felina paciencia.
En verano, por las pendientes de escombros crecen en bárbaro esplendor hileras sucesivas de dedaleras, una tras otra, como espectadores que en un anfiteatro esperaran el comienzo del espectáculo. Aquí y allá, algunos tritones de vientre rojo se deslizan perezosamente hacia el agua. De vez en cuando, una culebra cruza nadando el estanque; en una ocasión cogí una y, al abrirle el estómago, encontré en su interior un tritón. El sol da con fuerza en la profunda hondonada y calienta el agua. En la superficie crecen viscosas algas, antes verdes, que ahora se pudren en franjas amarillas de terrible hedor. Todo está absolutamente inmóvil, el aire y el agua están estancados. Un gran escarabajo Dytiscus sale a la superficie para respirar y, de vez en cuando, grandes burbujas de gas de los pantanos emergen majestuosamente desde las profundidades y exploran en el aire fétido. En una ocasión fui a este lugar con la única intención de buscar insectos y tritones, y me impresionó lo horrible que era. Ahora su recuerdo me acosa.
28 de mayo
Es una mera cuestión accidental que las funciones corporales nos parezcan desagradables. Muchos pájaros se comen las heces de las crías. Algunas lechuzas vomitan bolitas bien formadas, con frecuencia de hermoso aspecto, especialmente cuando están compuestas de élitros brillantes y multicolores de escarabajos y otros animales. Se sabe que el alce africano común orina en el mechón de cabellos que tiene en lo alto de la cabeza, y lo hace echándose en el suelo y retorciendo la cabeza; al parecer pretende así impregnarse de ese olor, que tal vez tenga interés sexual durante la época de celo, puesto que se trata de una costumbre exclusiva del macho.
A la hora de comer he padecido un período de desagradable intermitencia cardíaca, lo que ha eclipsado en gran medida la inquietud que sentía ante alguna probable incursión de zepelines. He regresado a la casa de huéspedes en autobús y, antes de salir a tomar el tren hacia West Wycombe para pasar el fin de semana en una granja con E., me he tomado dos cucharaditas de coñac puro, he llenado la petaca y he cogido un taxi hacia Paddington. A las tres y cincuenta minutos me he dirigido hacia la granja C. H. desde la estación de W. Wycombe, donde E. está haciendo una cura de reposo tras una grave crisis nerviosa derivada de un exceso de trabajo. En cuanto he bajado del tren, he olido el aire puro y en seguida me he puesto en camino, feliz por haber dejado muy atrás Londres, el invierno y la guerra. Por casualidad, el primer hombre al que he preguntado el camino había trabajado en la granja hace unas pocas semanas, por lo que he confiado en sus indicaciones y, como apenas quedaba una milla, he decidido que mi débil corazón podía soportarlo. Me he puesto en marcha animado por la idea de llegar. Tenía verdaderas ganas de ver a E. aunque las últimas semanas nuestra relación ha sido un poco tensa, al menos por mi parte, ¡sobre todo por las notitas que me ha enviado escritas a lápiz, sin fecha y sin sustancia! Cuando a mí me gustaría recibir un volumen de Sonetos del portugués[135]. Sus cartas me han dejado helado. En respuesta, le he enviado notas formales, aceradas, breves, sin vida, porque me ofendía francamente que le preocupara tan poco cómo me escribía o cómo expresaba su amor. He empezado a ironizar conmigo mismo ante la perspectiva de casarme con una muchacha que parece apreciar tan poco mi educación y mis hábitos mentales. [¡Qué vanidoso! 1917.] Mi mezquino espíritu se sentía cada vez más desencantado, desenamorado. He empezado a serle infiel en cientos de pequeños detalles e incluso me he dedicado a planear deliberadamente el modo de romper el compromiso pasados unos meses, cuando recupere la salud.
Pero una vez en el campo, mientras creía acercarme a mi amor a cada paso y a cada recodo del camino, cuando incluso imaginaba con sincero placer que me estrechaban sus brazos (porque había prometido salirme al encuentro y verse conmigo a medio camino), he tenido ganas de volverla a ver y me he convencido de que pasaría un feliz fin de semana con ella. Sin embargo, el camino ha ido haciéndose más confuso y me he sentido desconcertado, sin saber por dónde tomar. Me he puesto a murmurar que debería haberme dado indicaciones. Tenía que ir parándome de vez en cuando para descansar, porque el corazón me latía a toda prisa. He atisbado una granja a la izquierda y, convencido de que había llegado a mi destino, he cruzado un campo y he entrado en un patio donde he oído que alguien ordeñaba una vaca. He gritado sobre la verja al espacio vacío: «¿Es ésta la granja de C. H.?». Ha salido un peón del cobertizo y me ha indicado el camino correcto. Eran ya las cinco menos diez. Estaba cansado y, además, cargaba con una molesta bolsa. He jurado y maldecido y he echado la culpa a E. y al universo.
He andado penosamente, sin dejar de preguntar, y finalmente he salido de la protección de un bello bosque para llegar a un portillo, situado casi a la entrada de la granja que buscaba. Nos hemos abrazado afectuosamente ante la puerta y hemos entrado de inmediato mientras yo me esforzaba por poner buena cara a pesar de la tarde de ejercicio, especialmente si tenía en cuenta la furia desenfrenada que había sentido poco antes. E., morenísima, me ha acompañado a mi habitación y he estado a punto de pasar por alto una oportunidad evidente para besarla de nuevo.
—¿Cómo estás? —he preguntado.
—Bien —ha contestado, evasiva.
—¿De verdad?
—Estoy bien.
(Un poco irritado):
—Querida, no creas que me voy a conformar con esa respuesta. Tienes que contarme exactamente cómo estás.
Después de tomar el té, me he recuperado un poco y hemos salido a dar un paseo juntos. La belleza del lugar me ha reconfortado y nos hemos besado en el bosque: me sentía feliz y satisfecho ante el estado presente de nuestras relaciones, afectuoso pero no ardiente.
29 de mayo
Me he levantado temprano y he dado un paseo alrededor de la granja antes de desayunar. Todo promete ser delicioso: los terneros, las nidadas de patos, y los pavos, aves de corral, gatos y perros. En el patio hay dos cobertizos monumentales con enormes techos inclinados que llegan a dos pies del suelo, y a los que se accede por grandes puertas de dos batientes que se abren con la lentitud y solemnidad del portón de un castillo con remaches y pomos de hierro. Me ha animado hasta la médula que, al sacar la cabeza, me saludara el gruñido de un cerdo invisible que he encontrado rascándose el lomo al otro lado del muro del jardín.
Por la tarde, E. y yo nos hemos sentado en el hayedo: E. en una tumbona y yo en una manta, en el suelo. A pesar de la belleza del entorno, no avanzábamos mucho, pero he achacado el distanciamiento a su estado nervioso. Todavía está lejos de haberse recuperado. Estos maravillosos hayedos son totalmente nuevos para mí. Los árboles tienen un aspecto diferente de cuando crecen solos. Debido al esfuerzo por alcanzar la luz, en el hayedo los árboles son más altos y delgados, y producen un extraordinario efecto de esbeltez y fortaleza. En la linde del hayedo, crecían las campanillas en prietas hileras. Silbaban unos grandes herrerillos y decían bijou, bijou[136] en la lengua de nuestros aliados, y no podía estar más de acuerdo con ellos.
A algunas personas no les gusta pisar las campanillas, los botones de oro o cualquier otra flor que crezca por el suelo. Pero es absurdo empeñarse en tratar la naturaleza con el mismo mimo que si fuera un niño enfermo. Es fuerte y lo soporta. Se puede pisar y aplastar miles de flores: al año siguiente, volverán a brotar todas.
A través de un camino laberíntico que no recuerdo bien, la conversación ha derivado hacia la pregunta que ha planteado E.: si en tiempos como éstos no deberíamos dejar de estar enamorados. E. estaba tranquila y seria.
—Claro que no, boba —he contestado.
En seguida he pensado que había advertido la frialdad de mis cartas y me he alegrado de que fuera tan capaz de leer entre líneas.
—No quieres seguir, ¿verdad? —ha insistido.
Y yo he insistido en que sí quería, en que no tenía ninguna duda, no me arrepentía, no seguía porque me diera pena, etc. He sofocado la loca tentación de aprovechar esta oportunidad para romper pensando en lo enferma que está y lo necesario que es esperar primero a que se encuentre otra vez bien. Me han pasado por la cabeza estos pensamientos a toda velocidad, vagos como espectros: apenas era consciente de ellos. Y después he recordado el soneto que habla de ir a la zaga de un dolor vencido y he meditado sobre él[137]. Pero no he hecho nada. [Afortunadamente: para mí. 1916.]
En ese momento, con cierta astucia, he dicho que no había ninguna nube en mi horizonte, aunque sus cartas me habían «decepcionado un poco porque eran muy frías», pero que «en cuanto te he vuelto a ver, querida, esa sensación ha desaparecido por completo».
En cuanto he dicho estas palabras me he dado cuenta de que, en contra de lo que podía parecer, no eran las de un mentiroso ni las de un hipócrita. Se han hecho ciertas. E. parecía muy dulce, indefensa, y he vuelto a sentir por ella el mismo cariño que antes.
—Qué curioso —ha dicho ella—, pero a mí me ha parecido que tus cartas eran frías. Qué horrorosas son las cartas.
Este incidente muestra hasta qué punto es imposible la sinceridad intelectual entre enamorados. Algunas veces la verdad es como un perro que hay que tener encerrado.
—Escribe tal como hablarías —le he dicho—. ¡Ya sabes que no te criticaré por una falta de ortografía!
Esta última observación me ha asombrado. ¿De veras era yo quien hablaba? Llevaba toda la semana echando chispas por las faltas. Y, sin embargo, era sincero: el sol y la presencia de E. disipaban mi malhumor y mis manías. Hemos sellado la conversación con un beso y nos hemos jurado no volver a dudar el uno del otro. El hechizo de E. estaba empezando a actuar. Siempre sucede lo mismo. No puedo resistir la presencia de esta mujer. Cuando no la tengo delante puedo planear una ruptura brutal a sangre fría. Puedo visitarla si el primer beso es un deber y el abrazo, un gesto formal. Pero transcurridos cinco minutos, soy tan apasionado y devoto como antes. Siempre es así. Cuando me voy, me irrita pensar que he sucumbido una vez más.
Por la tarde, hemos salido al campo y nos hemos sentado en la hierba. Todo esto es muy hermoso. Nos hemos tumbado boca arriba para mirar el cielo.
S. H. ha muerto de fiebre tifoidea en Malta. Escribo a la señora H. y, en lugar de contarle lo magnífica persona que era, le he soltado un discurso diciéndole que todavía recuerdo con todo detalle nuestra amistad infantil y conservo su foto en la repisa de la chimenea y que «aunque en los últimos años no teníamos mucho en común, he descubierto que una amistad, aunque sea entre dos niños pequeños, no desaparece por completo en el vacío». ¡Cómo se me ocurre ponerme a hablar de mí mismo cuando debería haberme dedicado a alabarlo! ¡Uf! Pensará que soy un petimetre presumido y vanidoso. Estas frases no han dejado de dolerme desde que he echado la carta al buzón. «Su Stanley, señora H., era un tipejo insignificante y, como es natural, cómo iba a esperar que siguiéramos siendo amigos, pero puede estar segura de que no lo he olvidado», etc.
El lujo de la locura
Ayer di una conferencia en la Sociedad Zoológica sobre piojos. Entre los presentes, había un número considerable de calvas protectoras y largas barbas que escuchaban —o parecían escuchar— mis inocentes observaciones con gran solemnidad y sapiencia… Me moría de ganas de contarles algunas historias terribles sobre los piojos humanos, pero me faltó valor. Me habría gustado agitar a aquellos caballeros de mediana edad con unos cuantos trucos, pero soy demasiado timorato para semejantes aventuras. Pero antes de dormirme, me imaginaba el pandemónium que podría haber organizado si, con modales glaciales, hubiera sacado unos cuantos piojos vivos del bolsillo, los hubiera lanzado desde el techo en forma de lluvia, si con un hábil movimiento hubiera extraído alguno de la barba del presidente, las damas hubieran gritado al acercarme a ellas y me hubiera atrevido a decirles a todos que eran unos sucios piojosos y hubiera terminado con una elocuente apóstrofe al estilo de Thomas De Quincey (y de sir Walter Raleigh antes que él) que empezaría de tal manera:
«Oh, justo, sutil y elocuente vengador, taladra el pellejo de estos abominables vejestorios, motea sus pulidas calvas con las rojas gotas de la sangre…»
Pero no tuve valor de hacerlo. En una ocasión, en un ómnibus atestado, Shelley exclamó: «Sentémonos en el suelo y contemos tristes historias de la muerte de los reyes, etc.». Siempre he deseado hacer algo así y en cuanto me sobren cinco libras espero ser capaz de tirar de la cuerda de comunicación de un tren expreso; cada vez que la miro, me cosquillean las manos. Todos envidiamos el valor del doctor Johnson por golpear las farolas, aunque nos reímos de él por eso y decimos, con envidia, que estaba loco. Algunas veces, cuando ando por la acera, me permito la inconfesable satisfacción, profundamente arraigada, de dar un paso cada vez en distinta losa, si es posible. Y, si no es posible o no resulta fácil, experimento una vaga inquietud, algún recelo inconsciente me dice que el mundo no es convenientemente geométrico y que el universo va mal. Me siento también orgulloso de mi valerosa rendición al demonio de la risa, especialmente en aquellos lejanos tiempos en que H. T. y yo nos sentábamos uno delante del otro y aullábamos como hienas. Tras las carcajadas más inmoderadas y cacofónicas, tan pronto como nos recuperábamos, él o yo decíamos en un tono serio y confidencial: «Oye, estamos volviéndonos locos». Pero ¡qué lujo delicioso, enloquecer así ante la grandiosa, la amplia solemnidad arquitectónica, con gárgolas y efigies, de una reunión científica! Algunas personas ríen entre dientes o sonríen, como máximo, y muchas veces son personas felices y divertidas que, sin embargo, ignoran el gusto que da dejarse llevar y perder el control.
El año pasado, mientras estábamos embarcados en un bote, vimos a dos personas, un hombre y una niña, sentados juntos en la orilla, leyendo un libro con las cabezas casi juntas.
—Me gustaría saber qué estarán leyendo —dije, y me moría de ganas de saberlo. Aventuramos varias posibilidades cómicas.
—¿Se lo pregunto?
—Sí, hágalo —dijo la señora —.
Lo cierto es que todos deseábamos saberlo. De repente estábamos todos locos de curiosidad mientras contemplábamos a la feliz pareja pasando hoja tras hoja.
Mientras R. se inclinaba sobre los remos, me levanté en el bote y amenacé con preguntárselo cortésmente a gritos, sólo para demostrar que la voluntad es libre. Pero, al ver mis intenciones, los pasajeros del bote se pusieron nerviosos y dijeron con mucha seriedad que no lo hiciera, cosa que, en el último momento, me desanimó y me senté de nuevo. ¿Por qué me daba tanto miedo que me tomaran por loco dos personas alejadas que nunca había visto y que, probablemente, nunca volvería a ver? Además, estaba loco: todos nosotros lo estábamos.
En nuestros paseos posprandiales por S. Kensington, G. y yo con frecuencia pasamos delante del escaparate de un fotógrafo que contiene una profusión de brazos, torsos, cuellos y bustos desnudos de actrices, aristócratas y rameras, algunos de ellos francamente hermosos. Y, sin embargo, en conjunto el escaparate nos irrita, especialmente el retrato de una joven con una cala (¡qué planta tan horrible!) cruzada exquisitamente sobre el pecho.
—¿Por qué aguantamos esto? —pregunté a G., golpeando el antepecho del escaparate.
—No lo sé —contestó sin convicción, taciturno. (Pausa mientras los dos amargados jóvenes siguen mirando al interior y las hermosas mujeres siguen mirando al exterior.)
Completamente contrariado, acabé diciendo:
—Si tuviéramos el valor de nuestra locura innata, el valor de los niños, los locos y los hombres de genio, cogeríamos un poco de papel adhesivo y pegaríamos un trocito debajo de cada fotografía con nuestros comentarios.
Baudelaire describe cómo despidió a un vendedor ambulante de vasos porque no tenía ninguno de colores —«vasos de color rosa, de color carmesí, vasos mágicos, vasos del Paraíso»— y después de echarlo, salió al balcón y tiró una maceta sobre la bandeja de vasos en cuanto el hombre asomó a la calle, gritándole: La vie en beau! La vie en beau!
La teoría de Bergson es que la risa es un «gesto social», de manera que cuando un hombre con chistera resbala sobre una piel de plátano y se cae, nos reímos de él por su falta de flexibilidad[138]. Visto así, deberíamos mostrarnos profundamente solemnes ante el gesto de Baudelaire; sin embargo, es más probable que lo que llamamos «un gesto social» sea expresión de la voluntad de la sociedad de que todos sus miembros se comporten de acuerdo con un criterio establecido en lugar de dar muestras de peligrosa flexibilidad. La sociedad odia la flexibilidad y prefiere la rutina, el surco, la ortodoxia, la conformidad. Me disgusta profundamente la «flexibilidad vital» de Turner, de Keats, de Samuel Butler y cientos de otros.
Pero volviendo a la locura: lo cierto es que estamos todos básicamente locos y que sólo gracias a la educación hemos aprendido a ser cuerdos. Pascal escribió: «Tan forzosamente locos están los hombres que locura sería, por mor de otra suerte de locura, no estar loco»[139], y, en realidad, se dice que sufre una «enajenación transitoria» el hombre que ha conseguido extirpar esta borrachera de su vida. En estos tristes interludios de cordura, cuando la mente se hace racional, nos damos cuenta de lo mucho que nos han engañado y embaucado, qué extraordinario espectáculo presenta la humanidad corriendo ruidosa y tumultuosamente sin que nadie sepa el motivo ni la dirección. Mírese el sastre en su tienda… ¿por qué lo hace? Piensa que algún día, en el futuro… Pero el día nunca llega y, sin embargo, él está satisfecho.
30 de mayo
Día brillante y soleado. Esta granja graciosa y vieja en la que estamos me encanta. Además, resulta agradable vestirse despacio, abandonar un par de días los utensilios para afeitarse, saltar de la cama por la mañana y sacar la cabeza por la ventana, al aire fresco y con olor a alhelí del jardín, escuchar el coro de pájaros o una riña en el gallinero. Sin vergüenza alguna, me visto delante de una vieja dama vestida con una bata floreada que oculta cuatro delgadas patas y que, en lo alto del espejo, luce un trozo de encaje que parece un gorrito, ceñido por delante con una cintita rosa. De las paredes cuelgan anuarios del jabón Pears, y en una mesilla descansan Los Robinsones suizos y Los chicos de New Forest[140]. También hay ratas bajo el suelo, dos escaleras de caracol de madera, que no se sabe adónde conducen, dos lecheras blancas, picaportes de hierro en todas las puertas y una letrina en lo alto del huerto. (Veamos: ¿cómo se explica la psicosis de un ser que un día cogió un martillo y unos clavos para clavar la imagen de un almanaque —que representa a una mujer en la nieve con un cesto de exquisiteces, «Misión de caridad»—, lo llevó todo a lo alto del huerto y clavó la imagen en la sucia pared, en la semioscuridad de una letrina de tierra?)
Me he levantado bastante antes del desayuno y he ido a buscar nidos… Ocuparía demasiado espacio y me pondría demasiado nostálgico si anotara los sentimientos que me embargaban al mirar el primer nido que he encontrado: el de un pinzón, los primeros huevos de animal libre que he visto desde hace años. Mientras sostenía un huevo entre el pulgar y el índice, los recuerdos revoloteaban en torno a mí como pájaros blancos. Me he quedado quieto, los he alimentado con mis pensamientos y he dejado que se posaran sobre mí, como un segundo san Francisco de Asís. Después los he ahuyentado y me he dispuesto a disfrutar del día.
Después de comer mi enamorada y yo nos hemos sentado en el prado de los botones de oro y hemos «arrancado de raíz los besos que crecían en nuestros labios»[141]. El sol se derramaba por los campos y los botones de oro poblaban densamente el prado. Desde donde estábamos sentados, divisábamos todo el valle y al granjero Whaley —como una manchita a lo lejos— que trabajaba el campo con una máquina. Lo contemplamos perezosamente. Oíamos que la escopeta del guardabosques disparaba desde un refugio. Era muy agradable unir las cabezas sobre los botones de oro y seguir las diminutas actividades de los minúsculos insectos que reptaban aquí y allá, en el bosque de hierba, trepando de una brizna rota a otra, como si fuera un árbol caído, o investigando apresuradamente en las raíces de algún matorral. Apareció un pollito y, visto desde la hierba, parecía un pájaro enorme. ¡Qué hermoso ser un pollito en un un campo de botones de oro y verlos como si fueran girasoles! ¡O ser un Gulliver en un hayedo! Ser tan pequeño como para trepar a un botón de oro, caer rodando en la corola y cubrirse de polvo amarillo, o ser tan grande como para arrancar un haya entre el pulgar y el índice. Si un hombre fuera mago, podría jugar a sus anchas con la rígida naturaleza. ¡Qué multitud de ricas experiencias descubriría por sí mismo!
Esta mañana he contemplado un buen rato el magnífico torso de una gran haya del bosque y he intentado proyectarme en su ágil forma felina, sentir que su savia eléctrica vitalizaba mi cuerpo hasta la última hoja temblorosa, apoderarme de su espléndida verticalidad para mis huesos. Habría sido capaz de abrazar su cuerpo fascinante, pero la austeridad de ese ser magnífico me lo ha impedido. Al poco, un halcón ha disparado mi ambición: ser un halcón, tener alma de halcón, corazón de halcón, esa música espléndida en el tórax ¡y su orgullo y su ojo sagaz![*]
Cuando el sol ha empezado a calentar demasiado, nos hemos ido al bosque, donde las olas de campanillas corrían hacia los pies del roble delante de nosotros… Nunca había experimentado el placer de ofrecerme, la oblación de todo mi ser; incluso ansiaba cierto grado de sacrificio, tener que renunciar a algo por mi amada. Me emborrachaba pensar que estaba haciendo feliz a alguien…
Después de comer unos huevos revueltos, ruibarbo y nata, nos hemos dirigido de nuevo al hayedo y nos hemos sentado a los pies de un árbol, sobre una manta. El sol se filtraba a través de la vegetación y proyectaba una «luz tenue, religiosa».[142]
—Esto es como una catedral —he comentado—: vitrales, pilares, naves: no falta nada.
—Sería hermoso casarse en una catedral como ésta —ha dicho ella—. En la catedral de C., con el reverendo Haya…
—Sir Henry Wood[143] sería el organista.
—Eso —ha dicho ella—, y como chantre, el reverendo Mirlo.
¡Nos hemos echado a reír de nuestras tonterías!
Las musarañas correteaban sobre las hojas muertas y una más osada se ha atrevido a asomarse bajo una zarza —E. nunca había visto una—. Sobre nuestras cabezas, un insidioso mirlo silbaba una melodía desenfadada. E. se ha echado a reír.
—Estoy segura de que este mirlo se ríe de nosotros —ha dicho—. Hace que me sienta acalorada.
Esta tarde nos hemos sentado en la cuesta de un gran campo y, si agachábamos los ojos, veíamos la puesta de sol entre las briznas de hierba: una vista muy hermosa que no recuerdo haber observado nunca. Un gran escarabajo, un cárabo azul, avanzaba a trompicones y las palomas torcaces zureaban en los bosques cercanos. Era delicioso estar a seiscientos pies de altitud, en un prado, a la sombra de un gran bosque al atardecer, con mi amada.
31 de mayo
Mientras tomábamos el té en la granja, E. ha gritado de repente, señalando un gato rubio que había en el jardín:
—¡Ése! ¡Ése es el padre de los gatitos del granero! Y te diré por qué lo sé. P. se ha dado cuenta de que los gatitos tenían pezuñas muy grandes y más tarde hemos visto que el viejo Tom cruzaba sigilosamente el jardín: tiene las pezuñas idénticas.
—¿Así que atribuyes la paternidad de los gatitos al caballero que está bajo el laurel?
Esta noche he mirado los gatitos y, efectivamente, he visto que tenían más dedos de la cuenta en las pezuñas. Al «señor Seisdedos» —así lo llama W.— le pasa lo mismo: todas las pruebas lo acusan.
1 de junio
Toda la mañana en el hayedo. ¡Uf! Es muy agradable echarse sobre la espalda, mirar hacia los árboles y seguir las ramas con una mirada acariciadora por sus múltiples ramificaciones, un viaje de lujo para el ojo cansado… Después he cerrado los ojos y he intentado adivinar dónde caería el siguiente beso. Después los he abierto y he contemplado el rostro de E. hasta el más extravagante detalle. He contado los pequeños filamentos de su precioso lunar y he visto el sol a través de la pelusa dorada de su garganta…
Sol y viento fresco. Día de fragmentos, pequeños coups d’oeil, impresiones fugaces que la mente retrata en una fotografía instantánea: el brillo de la escopeta del guardabosques mientras cruza un campo, situado al fondo del valle, a una milla de distancia, el sol que da en la guindaleza que alguna araña ingeniera ha tendido entre la copa de dos árboles grandes, salvando la anchura de un camino de herradura, el constante correteo de las musarañas sobre las hojas muertas, el péndulo de un abejorro en una flor y la apenas perceptible oscilación de la copa de los árboles mecidos por el viento. Mientras comemos, el perfume de las lilas y de los alhelíes entra por la ventana, y cuando nos acostamos sigue entrando por la celosía abierta.
2 de junio
Cada día pongo un botón de oro especialmente escogido en el vértice de su escote, para que lo guarde entre las cintas azules de sus camisolas, cuyas primorosas hojas blancas envuelven su pecho como los pétalos rodean el corazón de una rosa. Por la noche, cuando se desviste, cae la flor y ella la guarda.
En el bosque hemos oído un fuerte rumor sobre las hojas; nos hemos vuelto y hemos visto que una rana nos seguía a saltos. La he cogido y le he dado una lección de anatomía elemental. Le he descrito el cerebro, la glándula pineal de los anguis, el ojo Pineal del Sphenodon, etc. Después hemos vuelto a besarnos… De vez en cuando, levanta la cabeza y escucha (como un zorzal en el prado), cuando teme que alguien se acerque. Ninguno de los dos habla demasiado… y, al final del día, me hormiguean las terminaciones nerviosas de los labios. Whaley, el granjero, es un viejo curioso de voz suave y piadosa. Cuando da de comer a las gallinas hace un ruido de succión suave, acariciador, como si las alimentara por amor y no porque quiere engordarlas y matarlas. Su hija Lucy, de veintidós años, quiere a todos los animales de la granja y ellos la quieren; las vacas se quedan monumentalmente quietas mientras les acaricia la mancha blanca que tienen en la frente o les agita la papada. Esta mañana en el patio, se ha acercado a un ternerito de apenas quince días de edad que empezaba a andar hacia atrás de un modo muy cómico, separando las patas y agachando la cabeza. Lucy se ha reído alegremente y ha exclamado: «¡Ah, qué animalito tan gracioso!», y se ha ido a dar de comer a las gallinas que, en cuanto oyen sus pasos, corren todas hacia la puerta del gallinero. Después nos ha traído unos huevos de pato de dos yemas para nuestro asombro y maravilla. En la sala donde desayunamos hay un collie disecado metido en una vitrina de cristal. Antes sería capaz de embalsamar a mi abuela y guardarla en el aparador.
He preguntado al joven George, el mozo de la granja, si reconocía el canto de un pájaro a través de mi imitación. Con aire avergonzado, me ha contestado que era un pinzón. Se lo he contado a la señorita Lucy, la cual ha dicho que George era bobo; se lo ha explicado a Whaley y éste ha dicho que George debería haber sabido que se trataba de un zorzal charlo.
Todas las mañanas nos trae el correo un vagabundo con una pierna torcida que oculta el correo de su majestad en un ajado sombrero hongo y los pequeños paquetes y bultos en el espacioso bolsillo de un sucio chaqué. Este caballero en decadencia nos interesa en grado sumo.
3 de junio
Hemos hecho un nidito en el bosque y he llevado allí a E. de la mano, sobre las zarzas y maleza como si la condujera al piano de cola de un escenario. La he besado…
Después, en cuestión de segundos, volvemos a la conversación normal. En un tono normal, pregunto a los árboles, los pájaros, el cielo.
—¿Qué fue de todo el oro?
—¿Qué fue de Waring?
—¿Qué es el amor? No lo que viene.
—¿Dónde están las nieves de antaño?
—¿Quién mató al pollito Robin?[144]
—¿Quién es quién?
Y he seguido con todos los grandes interrogantes que se me han ocurrido, hasta que ella me ha hecho callar con un beso y los dos nos hemos echado a reír.
—Señorita Penderkins —le digo—, señorita Penderlet, señorita Penderaulait, señorita Penderfilings.
—¿Qué quieres decir con todo esto? —exclama—. ¿A qué vienen estos nombres? ¿Por qué tomas mi nombre en vano? ¿Por qué? ¿Qué? ¿Cómo?
No sabe que los jóvenes inteligentes algunas veces explotan su reputación entre la gente más sencilla simulando que observaciones sin sentido ocultan alguna sutileza o cinismo, algún elevado comentario.
Le he enseñado a distinguir el canto de distintas aves y nos hemos sentado varias veces un buen rato en el bosque catedralicio mientras yo le preguntaba: «¿Y eso qué es?», y «¿Eso qué es?», y ella me contestaba. Es delicioso contemplar su querido rostro tan serio mientras escucha.
Esta tarde le he hecho un examen oral:
—¿Cómo canta el escribano cerillo?
»¿De qué color son los huevos de un acentor común?
»Describe la voz de un chotacabras gris.
»¿Cuántos huevos pone?
—Oh, no me has contado nunca nada del chotacabras gris —ha exclamado, ofendida.
—No; ésa es una pregunta difícil, destinada a los candidatos que quieran subir la nota.
Después hemos ido derivando hacia las payasadas: «Describe el grito de reclamo de un ómnibus de motor», «¿Qué necesidad tienen los pollos de cruzar la carretera?» o bien «¿Qué es eso?» cuando una locomotora silababa a lo lejos.
¡Tómese como medida de nuestra felicidad!
4 de junio
Esta mañana, a las ocho y cuarto, el caballo y un carruaje ligero esperaban en el exterior y, tras despedirme, he subido y me he alejado. Ella me ha acompañado hasta la verja, de pie en el estribo. Después nos hemos dicho adiós con la mano hasta perdernos de vista. Estaba de regreso en Londres a las diez. E. mejora despacio, pobrecilla: sigue teniendo los nervios muy alterados. En cambio, yo estoy mejor, tengo el corazón más firme.
5 de junio
R. no me entiende. Dice que un día me quejo amargamente por no recibir un soneto portugués una vez por semana y al otro todo va bien y reina el amor. «Sin duda, eres una esfinge.»
7 de junio
He pasado la tarde en el Royal Army Medical College, en la consulta del profesor de Higiene. Entre tanta parafernalia de investigación, ni siquiera cuando estoy hablando de un problema serio con un comandante soy capaz de tomarme en serio. Soy un frívolo sin remedio y siempre me siento como un joven irresponsable, asombrado y fútil, entre personas mayores sabihondas con aire de búho.
A las cuatro de la tarde me he ido hacia Vauxhall Bridge y antes de regresar al Museo me he entretenido contemplando cómo descargaban una gabarra cargada de harina. Me sentía capaz de colgarme de una carreta, contemplar un accidente, hacer una mueca a un policía y salir corriendo.
20 de junio
… Me irrita la actitud de laissez-faire de nuestros familiares. Nadie nos reprocha nada y, sin embargo, todos los augurios son malos. Teniendo en cuenta el estado de mi sistema nervioso y el del suyo —los dos hemos sufrido serias crisis—, ¡qué imposible parece! Sin embargo, nos dicen todo tipo de cosas convencionales, sobre nuestra felicidad y todo eso…
… ¿Soy un monstruo moral? Sin duda, un hombre capaz de combinar semejante frialdad calculadora con impulsos verdaderamente generosos es un… ¿un qué?
Lo cierto es que creo que estoy enamorado de ella; pero también estoy tremendamente enamorado de mí. Uno u otro deberá ceder.
25 de junio
Si alguna vez alguien me viera solo en mi habitación, diría que soy un ridículo petimetre. Porque ando de un lado a otro, miro por la ventana, después me miro al espejo, muevo la cabeza de un lado a otro, tal vez para verla de perfil. O me miro a los ojos —mis ojos siempre me impresionan— y me pregunto qué efecto causo en los demás. Me parece a mí que eso no es tanto vanidad como curiosidad. Sé que no poseo una apariencia atractiva: tengo la nariz aguileña y la piel manchada. Sin embargo, mi psique me interesa, porque es mía. Me gusta verme andando y hablando. Me gustaría tenerme en la mano, ante mí, como un títere, y examinarme atentamente cuanto fuera menester.
28 de junio
He despedido a mi hermano A. en la estación de Waterloo, de camino al Apocalipsis. Qué buen muchacho. Le ha dado la mano a P. y a H., y P. le ha dicho: «Adiós y buena suerte». Después ha sostenido la mía un momento y me ha dicho: «Adiós, compañero» y, durante unos segundos, me ha dirigido una mirada rara y nerviosa. Sólo he podido decirle: «Adiós», pero nos entendemos perfectamente… Esto es horrible. Siento por él un enorme cariño.
29 de junio
Sueño
Dormir equivale a la inconsciencia: la inconsciencia es un estado solemne: se consigue, por ejemplo, dando un golpe en la cabeza con un mazo. Siempre me impresiona mucho ver a alguien dormido, especialmente si es una persona a la que quiero, tumbada y quieta como un tronco, que tal vez cinco minutos antes estaba viva, incluso animada. Y no hay nada tan bienvenido, con la única excepción del amanecer, como el primer débil rayo de reconocimiento que lanza el ojo entreabierto cuando la conciencia, como un río poderoso, empieza a fluir y nos devuelve a nuestra enamorada.
Algunas veces, cuando me voy a la cama, intento evitar que el sueño me robe facultades. Casi temo al sueño: me vuelve aprensivo ante esta cosa maravillosa e incognoscible que me va a suceder y para la cual debo acostarme en una cama y esperar, con una elaborada preparación. A diferencia de sir Thomas Browne, no siempre me atrae despedirme del sol y dormir, si fuera necesario, hasta la resurrección. Y algunas veces permanezco despierto, me pregunto cuándo vendrá el misterioso Visitante y se me llevará de este emocionante mundo, y cómo lo hará; para todo ello intento permanecer consciente durante el proceso gradual y entenderlo: es imposible, puesto que eso entraña una contradicción en los términos. De manera que nunca lo sabré, ni tampoco nadie.
2 de julio
¡Qué velada tan maravillosa! La pluma volaba, mecánicamente, página tras página, en una secuencia perfecta. Mi estilo trinaba, discutía, redoblaba y ululaba en una variedad infinita; se podía encontrar en él las más sutiles modulaciones, inflexiones y sofisticaciones. Mi inspiración llegaba directamente del Cielo en forma de haz de luz, como el Shekinah, directamente de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero. He trabajado envuelto en un halo de luz dorada y de mi plumilla saltaban chispas mientras rascaba el papel.
3 de julio
El joven con talento
Esta mañana he discutido con R. Es el típico ejemplar de joven con talento. Lo somos los dos. En más de una ocasión, las flores de nuestro discurso son plantas de invernadero de crecimiento forzado, las paradojas y el cinismo caen como lluvia torrencial y Shaw es nuestro modelo. Podría escribir un análisis exhaustivo sobre «el joven con talento» y, puesto que soy uno de ellos, podría citar alguna «fuente bien informada», como dicen los periódicos.
Es su práctica común subrayar y memorizar observaciones agudas, breves e ingeniosas que lee en algún libro y ofrecerlas después para mayor gloria personal. Si el autor resulta ser famoso, empieza diciendo: «Como dice —, etc.». Y si no lo es, se apropia de la cita. Se muestra siempre tímido y, al mismo tiempo, dueño de sí mismo y engreído. Si se me dice con tonificante franqueza que soy insoportablemente engreído, contestaré con una sonrisa y confesaré sardónicamente la buena opinión que tengo de mí mismo, ya que tengo la teoría de que, puesto que el engreimiento tiende a ser implícito y tiende a negarse con sonrojo, mi interlocutor tomará a broma mi insolente confesión y llegará a la conclusión de que bajo mi aparente vanidad hay algo más sustancial y sincero. Si, por otra parte, soy un vanidoso —lo he admitido—, aunque no hay virtud alguna en la confesión indiferente y poco avergonzada, me habré escabullido otra vez. Es muy difícil burlar a un joven con talento. Es ágil como un mono.
Como es natural, su primera inquietud es crearse fama de ingenioso y profundo y mantenerla. Eso se hace mediante la sencilla fórmula mecánica de la antítesis: si te gustan los bígaros, te demostrará que los berberechos son mejores; si admiras a Rushkin, lo hará pedazos. Si quieres aprender a nadar por motivos de seguridad, te demostrará que es más peligroso saber nadar, y así en todo. Conozco todos sus trucos. Ahora mismo me las estoy dando de joven con talento, escribiendo este análisis, como si yo mismo no fuera uno de ellos.
¿Ponen en duda mi talento? Pues bien, hace algunos años, en presencia de R., lo llamé reverendo Melindres, el mote que Henley había puesto a Stevenson (aunque no precedido de reverendo). En aquel momento no tenía intención de apropiarme del ingenioso término, pues imaginaba que R. lo conocía. Sin embargo, su inesperada explosión de alegría me desconcertó, y no fui capaz de hacer acopio de suficiente sinceridad para confesarle que hablaba por boca de otro. Unas semanas más tarde, se refirió a ello diciendo que, sin duda, era una de mis mejores salidas, pero no dije nada y se pasó el momento oportuno para las explicaciones. Y ahora me he metido en un lío: nos referimos constantemente a una persona por el término «Melindres», y no dejo de preguntarme cuánto tiempo falta para que R. averigüe la verdad. Hay muchas maneras de que se entere: podría leerlo, alguien podría contárselo o —lo peor de todo—, un día, cuando estemos cenando en algún sitio, anunciará a todo el mundo mi brillante mote como pequeña diversión de sobremesa: entonces me daré cuenta al instante de que el individuo que tengo delante lo sabe y está a punto de airear sus conocimientos; en ese momento tendré que mirarlo con aire severo para intentar acallarlo: él vacilará y yo le encajaré uno con la zurda y otro con la diestra: «Imagino que habrá leído los versos de Henley sobre Stevenson, ¿verdad?», diré como quien no quiere la cosa y, al cabo de un momento, la conversación habrá derivado hacia otro lugar.
1 de agosto
Me caso en una ceremonia civil el 15 de septiembre. Me resulta imposible describir aquí todos los laberínticos ambages de mi voluntad y mis sentimientos en relación con este acontecimiento, Últimamente he estado viviendo bajo la superficie increíbles vacilaciones, temores y dudas. «Aunque sólo disfrute de doce meses de felicidad —me dijo el médico— merecerá la pena.» Pero recomienda que… Por sugerencia suya, E. ha ido a verlo y se ha enterado directamente de mi estado de salud, para impedir posibles recriminaciones en el futuro[*]. ¡Qué panorama! ¡Casarse con un dispéptico introspectivo…! Ahora no sólo me aplico a mí el microscopio, sino también a ella… Esta capacidad mía es cada día más automática y más repugnante. Es un tumor enfermizo y malsano que, si no puedo destruir, al menos desearía esconder. Equivale a poder conectar y desconectar mis emociones más preciadas; es como lo que cuenta sir Michael Foster en su Fisiología: el caso de un hombre que, presionándose un tumor que tenía en el cuello, podía detener o, como mínimo, controlar la acción del corazón.
2 de agosto
Qué orgullosos se sienten de su casa los recién casados. Hoy han sido H. y D. en Golders Green, pero también los conocidos de Teignmouth. Suponen una dura prueba para el visitante soltero. Desplazan una silla por la habitación con la misma ternura que si fuera un niño y la conversación se interrumpe hasta que el viaje termina con éxito. O, de repente, la esposa comenta algo al marido sotto voce y, como consecuencia, ambos se ponen de pie simultáneamente (dejando el destino de Varsovia en suspenso) mientras uno, silenciado por esta inesperada maniobra, se marchita en la butaca con una frase mortinata en los labios. Al poco, los dos regresan a la sala con el gatito que se oía en la recocina o con un palo largo que blanden ante el herrerillo posado en el rosal. Ella se disculpa y ambos se sientan, recomponen el semblante y adoptan una actitud atenta y, con una corrección devastadora, retornan el débil y maltratado hilo de la conversación ahí donde lo habían dejado:
—¿Europa? Decía usted que…
Movilizo las dispersas unidades de ideas pero, aunque la señora de la casa escucha con el rostro y habla con los labios, tiene el corazón muy lejos: contempla con ojos vidriosos la punta de mi cigarrillo, aguardando para ver si la ceniza caerá sobre la alfombra.
6 de agosto
El diario más íntimo y detallado sólo puede proporcionar cada día una muestra relativamente pequeña de la infinidad de cosas que fluyen por la conciencia. Por atento e ingenioso que sea el diarista, se le escapan muchas cosas y, en cualquier caso, recordar no es recrear…
Llevar un diario es mantener una relación secreta de carácter sentimental. Un journal intime es un confidente al que todo se le cuenta y confiesa. Me parece una infidelidad deliberada que un hombre casado o prometido tenga un confidente secreto que conozca cosas que él oculta a su dama. Es como si estuviera comprometido con dos mujeres y engañara a una de las dos. La palabra «engaño» surge ante mí debido a la doble vida que llevo, e insiste en que diga las cosas por su nombre. Estos registros a su espalda tienen algo de falta de rectitud moral… ¿Estará corrompiendo mi carácter esta costumbre de escribir un diario? ¿Acaso un hombre comprometido puede seguir conscientemente escribiendo su journal intime?
Debo reflexionar sobre la posibilidad de abandonar a mi fiel amigo después de septiembre.
Naturalmente, la mayoría de los hombres tienen algo que ocultar a alguien. La mayoría de los hombres casados son seres furtivos; también las casadas. Sin embargo, yo siento una pasión similar a la de Gregers Werle por vivir una vida basada en la verdad en toda relación[145]. Me gustaría que mi mujer lo conociera todo sobre mí y, si no puedo ser amado por lo que soy, no quiero que se me quiera por lo que no soy. Si sigo escribiendo, ella tendrá que leerlo…
Mi diario está abierto a todo suceso de mi alma. Siempre que sea autóctono: no me importa que sea zarrapastroso, feo o repulsivo; lo acepto y sólo me inquieta estar adecentándolo demasiado con excusas para hacerlo más meritorio ante otros ojos. Tal vez los demás se pregunten por qué me inquieto por si cuento o no todas las atrocidades subterráneas que me pasan por la cabeza. Un eminente y sensato lector de The Times o de The Spectator preguntaría: «¿Y quién está interesado en sus trapos sucios? Vamos, ¿quién demonios es usted?». Y le contestaría: para mí, persona de gran importancia e interés, igual que cualquier otro hombre, si consigo comprenderlo. Y convencido de la importancia de la verdad, por desagradable y deshonrosa que sea (en realidad, las verdades nunca carecen de cierta dignidad), diría a los señores lectores de The Times y de The Spectator que en el secreto de mi corazón he cometido muchos delitos y que sólo me distingo de un criminal habitual en que éste tiene valor y sangre fría, y yo no. ¿Y cuáles son estos crímenes? Nada importante: asesinatos, robos, violaciones, etc. Aunque ninguno de ellos, ¡gracias a Dios!, ha llegado a fructificar en una acción o, en cualquier caso, sólo los menores. Mi vida externa y visible, si la examino atentamente, no es más que una serie de acontecimientos anodinos, vulgares y completamente mediocres. Pero si me analizo a mí mismo, mi vida interior, advierto que soy increíblemente mejor y peor de lo que aparento. Soy Cristo y el Demonio al mismo tiempo o —como dijo mi hermana en una ocasión—, un niño, un hombre sabio y el demonio, todo en uno. De la misma manera que nadie conoce mis delitos, tampoco nadie sabe de mis buenos actos. Un impulso generoso amenaza mi corazón y, de repente, algo me empuja a dar un billete de cinco libras a un pobre hombre. Pero nadie se entera porque, cuando llega el momento de la verdad, me encuentro dándole una moneda de seis peniques y ya no puedo remediarlo de ningún modo. Del mismo modo, mis crímenes terminan cuando chocan con la flema.
7 de agosto
Dos aventuras
El otro día, en un autobús, tenía delante de mí a una mujer con una criatura en brazos; el niño se puso a berrear y la mujer se desabrochó el vestido hasta dejar a la vista una gran ubre rojiza que hizo oscilar ante el rostro del nene. Éste, sin embargo, siguió llorando y la mujer le dijo:
—Vamos, sé bueno. Si no lo eres, se lo doy al caballero de aquí delante.
¿Tengo aspecto de desnutrido?
—Arma virumque cano —me ha dicho esta mañana un mendigo en High Street—. O, como tradujo el niño, «armas y hombre con un perro»[146], tomando el verbo por un nombre. ¡Ah, claro que sí, señor mío! Recuerdo el latín que estudié. Naturalmente me doy cuenta de que le molesta que me acerque así pero, en mi caso, todo resulta non est —y de este tenor ha seguido.
—Querido caballero —he contestado, explayándome—. Soy tan pobre como usted. Pero usted, al menos, parece haber conocido tiempos mejores, y ése no es mi caso.
Ha abandonado por un momento el aire encogido y ha replicado:
—No, la verdad es que no lo parece —ha dicho, mirándome con aire crítico antes de escabullirse.
¿Tan raído es mi aspecto?
8 de agosto
¡Por Dios, espero seguir viviendo…! ¿Por qué sobrevive un trasto como yo? Me desconcierta sinceramente. Me siento casi avergonzado de mí mismo porque todavía no estoy muerto, viendo que tantos de mis contemporáneos de pura sangre han perecido en esta guerra. Me siento tan agradecido por que se me haya permitido vivir tanto que nada de lo que me suceda, excepto la muerte, puede inquietarme gran cosa. Sería feliz en una mina de carbón.
12 de agosto
Padezco una indigestión. Los síntomas son:
Excesiva pandiculación.
Excesiva oscitación.
Excesivos eructos.
Disnea.
Agitación esfígmica.
Pitiriasis anormal.
Epidermis reseca.
16 de agosto
Piojos o «maravillas reptantes»[*]
Probablemente, sé más sobre piojos de lo que se ha almacenado nunca en la cabeza de un solo ser humano. Conozco el término griego, el latino, el francés, el alemán, el italiano. Puedo recitar de un tirón los mejores remedios para la pediculosis: estoy familiarizado con todas las medidas para combatir esta molestia en el campo de batalla adoptadas por la Junta de Salud del Imperio alemán, el R. A. M. C. británico, los ejércitos de los rusos, los franceses, los austríacos, los italianos. Conozco su historia y su estructura, cuántos huevos pone y con qué frecuencia, la anatomía de su cerebro y de su estómago y la fisiología de sus menores partes. Incluso he rastreado los piojos en la literatura antigua y he leído viejos tratados médicos sobre ellos como, por ejemplo, De Phthiriasi, de Gilbert de Frankenau. Mucio, el legislador, murió de esta enfermedad, al igual que el dictador Sila, Antíoco Epifanes, el emperador Maximiliano, el filósofo Ferécides, Felipe II de España, el fugitivo Ennio, Calístenes, Alcman y muchos otros personajes notables, entre los cuales también estaba el emperador Analdo, muerto en 899. En el año 955, tuvieron que enterrar al obispo de Noyon dentro de un saco de cuero bien cosido. (Véase Des insectes reputés venimeux, de M. Amoureux Fils, doctor en Medicina por la Universidad de Montpellier, París, 1789.) En México y Perú, existía un impuesto sobre los piojos y se encontraron bolsas con estos tesoros en el palacio de Moctezuma (véase Bingley, Biog. Animal, primera edición, III). En el United Service Magazine de 1842 aparece un relato del naufragio del Wager, barco encontrado a la deriva, con la tripulación en estado lamentable y el capitán, un individuo llamado Cheap, tendido sobre cubierta «como un hormiguero».
Así pues, tal como dice un antiguo escritor, «debe saberse, para sofocar el orgullo del ser humano y rebajar la vanidad del hombre mortal, que la más repugnante de las enfermedades (pediculosis) ha sido herencia de ricos, sabios, nobles y poderosos: poetas, filósofos, prelados, príncipes, reyes y emperadores».
En su conocido Tratado de Bridgewater el reverendo doctor Kirby, el padre de la entomología inglesa, preguntaba: «¿Podemos creer que el hombre, en su prístino estado de gloria y belleza y dignidad, pudiera ser víctima de esas sucias y asquerosas criaturas?» (vol. I, pág. 13). Por ese motivo consideraba que necesariamente el piojo se había creado después de la caída.
El otro día, un miembro del equipo del Lister Institute me llamó para verme por un asunto piojoso, y al poco sacó unos cuantos piojos vivos del bolsillo del chaleco para que los viera. Los guardaba en pastilleros cerrados con trocitos de muselina a través de los cuales los piojos podían sacar sus pequeñas agujas hipodérmicas y clavarlas en la piel, si estaba cerca. Les daba de comer poniendo las cajitas en un cinturón especialmente diseñado que se ataba por las noches a la cintura. Después dormía como un tronco. No está casado.
Así ha conseguido cientos de piojos desde el huevo, e incluso ha obtenido híbridos de dos especies distintas.
En la amplia mentalidad de un científico naturalista no existe la sensación de repugnancia. La curiosidad conquista el prejuicio.
27 de agosto
Paso las vacaciones de verano en los lagos de Coniston con G. y R.… Estoy orgullosísimo de estar por fin en las montañas. ¡Es un éxito personal enorme haber llegado a Coniston!
29 de agosto
He subido a un ventoso promontorio situado al otro lado del lago y desde allí he disfrutado de una vista espléndida de Helvellyn: era redondo como el lomo de un cerdo. Es agradable caminar sobre la hierba elástica mientras el viento brama en los oídos y se arremolina en torno a ti en un poderoso mar de aire hasta que quedas limpio y resuenas como una concha marina. Me desplazaba con tanta facilidad como un espíritu incorpóreo y me sentía libre, casi transparente. La vieja tierra parecía haberme absorbido, me disolvía en ella, mi cuerpo se separaba y se fundía, y la naturaleza me recibía en profunda comunión… hasta que me he encontrado a sotavento de un seto, donde la calma me ha devuelto a la celda de arcilla.
1 de septiembre
Dentro de catorce días seré un hombre casado. Pero la idea me deja muy abatido. Me parece que el otro día, cuando me caí, me contusioné la columna y eso ha tenido como consecuencia que vuelvo a padecer las molestias de 1913, ¡pero ahora en el lado izquierdo! Parálisis, un horrible vértigo y, al caminar, el presentimiento de que me voy a desplomar de un momento a otro.
2 de septiembre
Me temo que me he cansado demasiado en esta región montañosa tan tentadora. He caminado demasiado, etc. Por ello estoy débil. Ha sido una suerte que la contusión no fuera cerebral: estuve a punto: ¡el pelo me rozó el suelo!
Una estatuilla de barro
La otra mañana llamé con los nudillos a la puerta de Sunbeam Cottage para saber si podían alquilar un bote. Al instante abrió una jovencita encantadora y rolliza de unos diecisiete años, y entreví una cocina y un armero con dos escopetas de caza, un reloj de pie en el rincón y un aparador lleno de porcelana azulada.
—No alquilamos el bote —me contestó con una sonrisa tan sincera, natural y espontánea que antes de que me diera cuenta estaba diciéndome que nunca había visto nada igual cuando ella extendió un brazo desnudo de lechera (fuerte, cremoso y suave), alcanzó una gran llave atada a un trozo de madera que se encontraba en lo alto del aparador y me la tendió diciendo—: Pero se lo prestamos con gusto, y aquí tiene la llave del cobertizo.
Entonces me di cuenta de que era una muchacha excepcional y le di las gracias efusivamente. Nunca había visto una generosidad tan rápida.
—Ahora se está muy bien en el lago —dijo ella—, me gusta tumbarme en el bote con un libro y dejar que vaya a la deriva.
Le pregunté si quería venir, pero aquella hada diminuta estaba demasiado ocupada en la casa. Es como una figurita de Clara Middleton[147].
Así pues, R. y yo hemos visitado con frecuencia la casita y nos hemos hecho grandes amigos. Su madre nos ha enseñado algunas cartas que recibió cuando era joven de John Ruskin, gran amigo suyo. El guarda dice que él, en cambio, no había leído los libros de Ruskin, que era como conducir un carro sin amortiguación por un camino pedregoso. Nos hemos echado a reír y le he dicho que tenía algún prejuicio contra él debido a las cartas, que empezaban diciendo «querida mía» y terminaban con un «con cariño, J. R.». Pero la señora — ha dicho que él nunca las había leído y Madge (¡ah, qué nombre!) ha explicado que su padre nunca había mostrado el menor interés por ellas, ante lo que nos hemos echado a reír otra vez y el guardabosques se ha sumado. Es un hombre alegre, todos ellos son encantadoramente sencillos, y después hemos hablado de los pájaros y animales que viven en las montañas.
4 de septiembre
Me he bañado en el lago, desde el bote. Hacía un día radiante. R. hundía los remos de vez en cuando, para no encallar. Después he trepado a la proa y me he quedado de pie para secarme al sol, como uno de los muchachos de Tuke[148].
7 de septiembre
Vigésimo sexto cumpleaños. Otra vez en Londres. He ido directamente al médico y le he explicado lo que me pasa. Casi esperaba que me prohibiera casarme, ya que he llegado renqueando a su casa. Ante mi sorpresa, apenas ha parecido hacer caso de mi parálisis, ha dicho que era un accidente común lastimarse el coxis, etc.
8 de septiembre
Paso unos días en — para descansar e intentar estar mejor este fatídico día once, el de mi boda.
Más tarde: Primera experiencia de una incursión de zepelines. Tiraban las bombas a apenas a un cuarto de milla de distancia, y sobre nuestro tejado caía metralla. Hemos sentido pánico y hemos ido a casa de un vecino, donde nos hemos encogido dentro de la bata, totalmente a oscuras, mientas las bombas explotaban y ladraban los perros.
Me he asustado muchísimo y me he echado a temblar de manera incontrolable. Después hemos hablado por teléfono y, gracias al cielo, los dos estamos sanos y salvos. A juzgar por el resplandor rojizo, se ha declarado un gran incendio en Londres. A media noche, me he sentado, me he tomado un jerez y he fumado un puro con el señor —; los tirantes me colgaban de los pantalones como una cola y asomaban por debajo del batín. Después he vuelto a la casa y he tomado un poco de coñac solo para calmar el corazón. H. ha llegado poco después de medianoche. Un ómnibus de motor ha saltado por los aires en Whitechapel. Escenas terribles en la City.
9 de septiembre
Todo el día nervioso. He cojeado calle abajo para ver el daño causado por las bombas.
10 de septiembre
Terrible catarro de cabeza atrapado la noche del ataque. Demasiado débil para andar mucho, así que la señora — ha ido a la ciudad para comprar por mí el anillo de boda, que ha costado dos libras con cinco chelines.