4 de febrero
… Finalmente, y en conclusión, he vuelto a caer enfermo, vuelvo a visitar regularmente al médico y trago este matarratas con fe ciega, como antes. En realidad, estoy en Londres, llevando la misma vida solitaria, sin ver a nadie, sin hablar con nadie, luchando diariamente con esta mala salud del demonio. ¿Es que nadie podrá exorcizarlo? Ahora tengo afectada la visión de los dos ojos. ¿Ceguera?
B. sigue jurando, bebiendo, burlándose. R., como siempre, sin emoción, frío, desapasionado, a lo G. B. Shaw, absorto en sí mismo, sigue entreteniéndose con la afición a los grabados, la sociología, la música, etc., y por fin he dejado de aburrirlo con lo que probablemente considera las palabras febriles de una mente exaltada.
¡Así es mi mundo! ¡Oh! Se me olvidaba: en el piso de abajo hay un cadáver, el de un anciano que ha fallecido repentinamente durante la noche. De madrugada, la casera ha ido a buscar al médico de enfrente, pero se ha negado a venir diciendo que el anciano era demasiado mayor. Así que el pobre caballero ha muerto solo en este cuchitril.
7 de febrero
Con intención de comprar el habitual paquete de Goldflakes de tres peniques, he entrado en una tienda de artículos de fumador de Picadilly, pero una vez dentro me he quedado sorprendido al encontrarme en un establecimiento elegante del West-End, lo que ha empujado a mi débil carácter a cambiar de opinión y comprar De Reszke’s. No he tenido valor para enfrentarme al aristócrata que había detrás del mostrador pidiéndole Goldflakes, que probablemente no tenía. ¿Qué habría pensado de mí? Además, no me he atrevido a dejar entrever que no era una persona pudiente.
14 de febrero
Me gustaría saber qué me reservará este año. Los primeros veinticuatro años de mi vida me han perseguido por el teclado de un extremo a otro: he estado en lo más alto y también en lo más bajo, he sido muy feliz y muy desgraciado. A pesar de todo, prefiero la vida como cacería y aventura. En el fondo, no me importa este acoso. Casi me estremezco de emoción. Si siempre supiera por dónde iba a transcurrir el día siguiente, ¡bostezaría de aburrimiento! «A ver si hoy tengo un buen día», me digo, y nunca miro hacia delante. Para mí, la semana que viene es como el siglo que viene.
El peligro y la incertidumbre de mi vida me hacen apreciar y valorar diversos proyectos menores que, en otras circunstancias, parecerían poco interesantes. Trabajo en ellos rápida, frenéticamente; en algunas ocasiones, temo confesar a cualquier ser viviente las esperanzas que me atrevo a albergar en el corazón. ¿Y si ahora el fin estuviera cerca? ¡Ni una palabra! Mejor siga hacia delante.
16 de febrero
Hoy he revisado la situación de manera cuidadosa y exhaustiva. He escrutado todos los aspectos de mi vida y mis éxitos y lo que he visto me da náuseas. No veo el menor rayo de consuelo en nada de lo que he hecho ni en nada de lo que pueda hacer. Mi vida parece haber sido un desierto de fútiles esfuerzos. Empecé con mal pie. Ya en el momento de mi nacimiento, llegué al mundo equivocándome de lugar y de situación. ¿Qué sentido tiene esforzarse en superar unas desventajas de partida tan colosales? Cuando me hallo en este estado de ánimo, encuentro defectos a mi origen y a mi herencia, y mis incapacidades mentales y físicas…
Esto tiene que ser una forma de locura incipiente. Recuerdo que incluso cuando era niño estaba prodigiosamente absorto en mí y prodigiosamente descontento. Tenía por costumbre agotarme con los exámenes más exhaustivos: ningún tribunal ha tratado nunca a un testigo de manera más despiadada. Tras uno de esos días, cuando me mostraba silencioso y enfermizo en todo momento libre, en las comidas, en el colegio o durante un paseo, me repetía incesantemente las mismas preguntas: «¿Qué valor real tiene tu trabajo? ¿Para qué sirve?», etc. Me iba a la cama por las noches con sensación de desesperanza e insatisfacción, demacrado tras considerar y reconsiderar mi aspecto, mi talento, mi carácter, mi futuro. En la cama, daba vueltas de lado a lado, agotado mentalmente por el esfuerzo de obtener alguna conclusión satisfactoria, siempre esperanzado, decidido hasta el final a arreglar de una vez mis pequeños asuntos antes de dormirme. Pero nunca obtuve la menor satisfacción de estos pensamientos confusos y vertiginosos. Pensaba: ahora o después, o en cuanto repase ese u otro aspecto, quedaré satisfecho. Y así seguía, rompiendo y rehaciendo, revisando y repasando, hasta que, totalmente infeliz, caía dormido de puro agotamiento. Al día siguiente estaba bien.
20 de febrero
Me encuentro muy mal. Mi mala salud, mi aislamiento, mis ambiciones frustradas y el trabajo diario para conseguir sustento se conjuran para abatirme. La idea de buscar una pistola y terminar con todo es cada día más firme.
21 de febrero
Tras cuatro días de la más profunda depresión de ánimo, amargura, desconfianza en mí mismo y desesperación, he salido de la nube de manera bastante repentina (probablemente el arsénico y la estricnina empiezan a surtir efecto) y he subido andando por Exhibition Road con la intención de visitar la biblioteca del Museo de Ciencias para consultar el libro Principios básicos de Histología, de Shäfer (tengo que vigilarme con atención para poder actuar de inmediato en cuanto recupero el equilibrio mental). En el vestíbulo había una mujer gritando, como si le doliera algo, y una persona que pasaba por su lado le ha preguntado: «¿Se puede saber qué le pasa?», como si el hecho de sufrir en público la expusiera al ridículo.
He pasado a su lado deprisa, simulando no verla, no fuera a quedarme sin mis Principios básicos de Histología. Aunque después, en la biblioteca, he estado a punto de olvidarlo al coger un libro sobre la cuadratura del círculo, interesado por el prefacio y la introducción.
4 de marzo
La Sociedad Entomológica
Los muchos escarabajos presentes se mostraban, unos a otros, los pobrecillos insectos clavados con agujas en vitrinas de coleccionista… En realidad, era un espectáculo con un solo actor, el profesor Poulton, un hombre de considerables méritos científicos que gritaba con una voz tan estridente que seguramente asustaba a algunos de los tímidos y modestos coleccionistas de mariposas y polillas del país. Como un perro pastor grande y fuerte, se ponía de pie y ladraba: «Caracteres mendelianos», o «Germoplasma», momento en que el obediente rebaño corría a congregarse y a balar un lamentable aplauso. Tras haber oído en estas reuniones estas frases y otras similares de los labios de algún gran hombre, supongo que han llegado a considerarlas símbolos de un ritual que consideran piadoso aceptar sin hacer preguntas. Así, cada vez que el profesor dice «Alelomorfo» o algo similar, se santiguan y jamás se aventuran a preguntarle de qué demonios está hablando.
7 de marzo
Un pino albar
Últimamente he estado muy «hundido», pero ayer vi junto a la carretera un hermoso pino albar: alto, erecto, tan tieso como una columna del Partenón. Sólo verlo recuperé el valor. Tuvo un efecto tonificante. De modo casi inconsciente, enderecé los hombros y avancé, prometiéndome no flaquear nunca más. Es un árbol noble. Tiene la fuerza de un gigante y también su estatura y, sin embargo, es amable; las ramas caen graciosamente hacia el observador, como un gigante que tendiera las manos a un niño.
22 de marzo
Un día estancado
Anoche me acosté tarde y he dormido profundamente hasta las nueve de la mañana. He bajado al baño, pero me he encontrado con que la puerta estaba cerrada, así que he regresado de nuevo a mi dormitorio, me he acostado y me he adormilado un rato más, sin pensar en nada en concreto. Después he vuelto a bajar: la puerta seguía cerrada. He soltado un juramento y he regresado otra vez a mi cuarto, me he reclinado en la cama, con la puerta abierta, para poder oír la puerta del baño en cuanto se abriera… He tocado el timbre y la señorita me ha traído una jarra de agua caliente para que me afeitara y un vaso de agua caliente para beber (por la dispepsia). Cuando se lo he preguntado, me ha dicho que había alguien en el cuarto de baño. Le he dicho que yo también quería bañarme, entonces ella, al bajar, cuando ha pasado por delante, ha gritado: «Date prisa, el señor Barbellion también quiere bañarse». A continuación sus pasos se han extinguido mientras bajaba hacia el sótano, donde la familia vive, duerme y prepara nuestra comida.
Al final, al oír que se abría la puerta, he exclamado: «Dios sea alabado», he bajado corriendo las escaleras, he entrado en el cuarto de baño y he cerrado la puerta para impedir el paso a los intrusos. He observado que la mayor de las señoritas — había estado lavándose y que el baño, aunque vacío, estaba cubierto de churretones de jabón… ¡indeciblemente negros! ¡Oh! ¡Vaya con la señorita —!
Me he vestido sin prisas y he desayunado. Cuando la mesa ha quedado despejada, he escrito parte del ensayo sobre Spallanzani. Después, mareado y cansado, he pedido la comida. La señorita — ha puesto la mesa. Parecía muy limpia. Le he dicho «Buenos días», ha contestado adecuadamente y yo he seguido leyendo el Winning Post. Me sentía demasiado relajado para mostrarme afable. Cuando ha vuelto a entrar, le he dicho con toda la amabilidad de que he sido capaz: «¿Está todo listo?» y, tras ser informado, me he dispuesto a comer de inmediato.
Por la tarde he tomado un autobús a Richmond. No había sitio en el exterior y he tenido que entrar —maldición— y sentarme ante una hilera —maldición otra vez— de mujeres mayores, gruesas y feas, todas ellas de camino a visitar a sus hijas casadas, la habitual excursión de los domingos. En Hammersmith he salido al exterior y en Turnham Green me ha pillado una tormenta de granizo. De repente se ha puesto a hacer mucho frío, así que he bajado y me he refugiado en el soportal de una tienda que, naturalmente, estaba cerrada, pues es domingo. La lluvia, el viento y el granizo han seguido durante un rato mientras miraba la calle mojada y casi vacía, pensando, repensando y volviendo a pensar en lo mismo: que este trayecto en autobús es excepcionalmente barato, probablemente debido a la competencia del tranvía.
El siguiente autobús me ha llevado hasta Richmond. Delante de mí se han sentado dos jóvenes que no paraban de devolver mis miradas con intención de averiguar si yo estaba «disponible». Y me he limitado a mirar a través de ellas. He caminado por el parque sin percibir otra cosa que el canto de las alondras y el parloteo de los arrendajos, pero acosado mentalmente por la pregunta: «¿A quién puedo enviar mi ensayo cuando lo termine?». Para cobijarme de la lluvia, me he sentado bajo un roble y se me han sumado cuatro muchachos que hablaban con afectación y fumaban cigarrillos. Chismorreaban, reían como niñas y se pasaban los brazos sobre los hombros. Contaban que anoche, para cenar, les habían dado pato y sopa de tomate y que un tal Beesley llevaba un chaleco llamativo con esmoquin. Cuando me he levantado para marcharme, se retorcían de risa. Los he mirado con el ceño fruncido.
He tomado té en la sala Pagoda, tostadas solas y pan integral con mantequilla. Delante de mí, dos muchachos hacían el tonto.
«Cógeme la mano», ha dicho uno con voz lo bastante alta como para que lo oyeran unos enamorados cómodamente instalados en un rincón. Incluso de refilón, veía que se besaban entre bocado y bocado de pan con mantequilla y jamón.
Cuando se levantaban para marcharse, uno de los jocosos muchachos ha cogido mi gorra y la ha colocado encima del sombrero hongo que llevaba su amigo.
—Me temo que esa gorra es mía —he dicho con tono seco, y el muchacho se ha disculpado farfullando. Lo he fulminado con la mirada como un aguafiestas de sesenta años.
En el autobús de regreso a la casa, a través de calles repletas de automóviles y con todo el espacio disponible lleno de anuncios chillones, he espiado a tres lindas muchachas que tenía delante y que me miraban «con buenos ojos». Una de ellas tenía una voz profunda y musical y no paraba de usarla; una de las otras tenía un lindo tobillo que no dejaba de enseñar.
En Kew han subido dos italianos. Uno de ellos se ha adelantado para sentarse entre las muchachas. Se ha colocado en medio y no ha dejado de mover la cabeza y de recorrerlas con la mirada mientras le hacía, a voz en grito, comentarios en italiano a su amigo, que estaba detrás. Creo que pensaba que las chicas eran prostitutas, y tal vez tuviera razón. Yo iba sentado detrás de este hombre y, a falta de algo mejor que hacer, he estudiado su rostro con detalle. En resumidas cuentas, era gordo, redondo y grasiento. Tenía un bigote negro con los extremos rizados, los ojos negros, brillantes y saltones, y llevaba un pañuelo atado por debajo de un cuello de lino sucio, como si le doliera la garganta. He estado sentado detrás de él, odiándolo con firmeza y tenacidad.
Las tres chicas han bajado en Hammersmith; el italiano de ojos saltones ha contemplado su marcha con ojos lascivos y las ha mirado pasar junto a la barandilla y bajar al asfalto, todavía interesado. Yo también he mirado. Han cruzado la calle por delante de nosotros y han desaparecido.
He vuelto a la casa y aquí escribo esto. Éste es todo el contenido de mi conciencia durante el día. Esto es todo lo que he pensado, dicho, hecho o sentido. ¡Un día estancado!
26 de marzo
En la casa con un fuerte resfriado. Condición deplorable. Lo mejor que he podido hacer ha sido sentarme junto al fuego y leer periódicos, uno por uno, desde la primera página a la última, hasta que la lectura se ha convertido en algo mecánico. He leído incluso un artículo sobre el Handicap, de Lincoln, y una columna sobre la cleptomanía, al tiempo que devoraba como bocados exquisitos los anuncios de novedades literarias. La cabeza me ha quedado hecha una ciénaga de noticias sobre el tribunal de divorcios, los ecos de sociedad —«Si sir A. se inclina hacia Roma, si la señorita B. canta con sinceridad»— y los anuncios. He seguido leyendo porque tenía miedo de quedarme solo conmigo mismo.
B. ha llegado a la hora del té y tras decir que tenía «los ojos machacados», se ha tragado un vaso de ginebra Bols —la ginebra de Antony Bols— y se ha recuperado lo bastante para informarme encantado de que acababa de ganar cincuenta libras. Me ha contado toda la historia; entre tanto, cansado de secarme la nariz y de sonarme, me he sentado en el sucio sillón, inclinado hacía delante con los codos sobre las rodillas, y he dejado que la nariz goteara sobre la sucia alfombra. Naturalmente, B. no se ha dado cuenta de nada, lo que ha sido una suerte.
Algunos integrantes del género idiota se habrían comportado de manera comprensiva y amable. Debo decir que me gusta el viejo B. Me gusta su simpleza y su total ausencia de timidez, ambas cosas lo hacen encantador como un niño. Además, con frecuencia me obsequia con valiosas informaciones sobre las carreras. Naturalmente, es mentiroso, pero sus mentiras son tan inocentes en su boca como la leche en la de una criatura. Mis mentiras son mucho más peligrosas. Y cuando un hipocondriaco está enfermo, es bueno que lo traten como si estuviera sano.
15 de abril
Boda de H.[83] Según me dicen, he entrado de manera espectacular en la iglesia, con cinco minutos de antelación, vestido con un audaz pantalón de cachemira claro, guantes de color limón, chistera y bastón. Esto último ha alterado mucho a los presentes: no es comme il faut.
16 de abril
… Debo admitir las cosas como son: deseo con ansia el amor, lo busco en todas partes, lo anhelo, soy desgraciado sin él. Ella me fascina: admitido. Si yo quisiera, podría rendirme. Su afecto me hace desearlo. Estoy cansado de vivir solo. Me asusto de mí mismo. La vida que llevo solo es triste y, algunas veces, cuando busco un poco de comprensión, desesperadamente triste.
Con frecuencia he intentado convencer a R. para que comparta un piso conmigo, porque, en realidad, no deseo casarme. Lucho contra la idea, soy lo bastante egotista para rehuir las responsabilidades.
Sin embargo, soy una criatura ridículamente romántica, con un maravilloso ideal femenino que nunca encontraré. Y si lo encuentro, ella no me querrá —«Esa mujer (completamente) imposible»—. Si viviera con R. en un piso, eso resolvería parcialmente mis dificultades. No la amo lo bastante para casarme. La mía debe ser una gran pasión, un bouleversement: soy capaz de ello.
17 de abril
Una humilde confesión
El honorable —, hijo y heredero de lord —, me ha invitado hoy a comer con él en — Square. Es un apuesto joven de veinticinco años de edad, con cabello claro y ojos azules… y es todo un aristócrata. Dios mío.
Pero sigamos: la recepción de una invitación tan inesperada por parte de un joven caballero tan distinguido al principio me dio palpitaciones. Estaba tan sorprendido que apenas tuve presencia de ánimo suficiente para escuchar el resto de sus observaciones, de manera que después me ha costado muchísimo recordar el lugar donde habíamos quedado. Tampoco sus indicaciones son fáciles de seguir, ya que habla de modo taquigráfico, a lo Alfred Jingle[84], soltando fragmentos inconexos y dejando que el oyente se las componga o se fastidie: «Por Dios, hablo en inglés, ¿verdad?». Y si yo le preguntara: «¿Cómo dice?», volvería a soltar algo incoherente y me dejaría tan confuso como antes.
Al llegar a su casa, lo primero que ha hecho ha sido gritar por las escaleras, en dirección al sótano: «¡Elsie, Elsie!», mientras yo miraba con respeto un paquete sobre la mesa de la entrada dirigido a «lord —». Antes de la comida, nos hemos sentado en una salita y hemos charlado sobre —, pero yo me he sentido incapaz de recuperar la compostura. No podía olvidar de ninguna manera que ahí estaba yo, comiendo con el hijo de lord —, en pie de igualdad, compartiendo intereses, que tal vez sus hermanas aparecieran directamente o incluso el noble lord — en persona. Me sentía como una liebre asustada. ¿Cómo debía dirigirme a un lord? No dejaba de hacer esfuerzos por acordarme y, de vez en cuando, por algún motivo inexplicable, la imaginación se me marchaba a — y veía a la tía C. sirviendo el té y el azúcar sobre el mostrador de la panadería del pueblo. Me recreaba en el contraste, aunque no soy propenso al esnobismo.
A continuación me ha ofrecido un cigarrillo, que he tomado y he encendido. Era un cigarrillo turco con uno de los extremos tapado con algodón en rama —para absorber la nicotina—, cosa que no había visto jamás. Estaba tan aturullado que lo he encendido al revés sin darme cuenta. Con calma y serenidad, el Personaje Honorable me ha señalado el error y me ha dicho que tirara el cigarrillo y tomara otro.
Para entonces ya había perdido por completo la calma. El orgullo, la mortificación y la excesiva timidez enmarañaban todos mis movimientos en la malla de una red. Sin darme cuenta de la situación, le he preguntado: «¿Y por qué al revés? ¿Tiene derecho y revés?». El hijo y heredero de lord — me ha señalado el extremo con el tapón de algodón, ahora ennegrecido por la cerilla.
—No ardía muy bien, ¿verdad?
Me he visto obligado a confesar que no y he lanzado el humo con la sensación de que esos maravillosos cigarrillos con derecho y revés debían de ser de alguna marca especial que sólo se vendía a los aristócratas y a un alto precio, y que poseían alguna virtud secreta. De nuevo, el apuesto — ha sacado su pitillera de plata, ha escogido otro cigarrillo para mí y me lo ha tendido con sus dedos largos y delicados al tiempo que señalaba el tapón de uno de los extremos y hacía algunas observaciones entrecortadas que no he entendido.
Yo seguía demasiado asustado para estar en plena posesión de mis facultades mentales y él, al parecer, estaba demasiado cansado para mostrarse explícito con aquel miembro de la burguesía que recorría a trompicones su salón. El tapón de algodón sólo me sugería algún tipo de trama por parte de un vástago disoluto de una casa noble para hacerme caer en una de sus malas costumbres, como fumar opio o tomar veronal. Me he dispuesto a encender otra vez el cigarrillo por el lado equivocado.
—Hágalo por el otro lado —ha repetido el joven, sonriendo afablemente. Me he sonrojado y de inmediato he recuperado la calma e incluso he comentado que había pipas preparadas para llevar tapones similares…
Durante la comida (en la que hemos estado solos), tras varias visitas a lo alto de las escaleras para gritar a la cocina, me ha anunciado que creía que, al final, el problema de la cocinera no se debía a lo sucedido la noche anterior (había llegado tarde a casa sin la llave), sino a que la llamaba «cocinera» en lugar de señora Austin. Ha sonreído con serenidad y ha decidido darle ese gusto a la señora A. Su actitud indulgente revelaba una desagradable satisfacción con lo inexpugnable de su estatus social. Le producía cierto placer el pequeño cumplido que se desprendía del enfado de la cocinera. Así que quería que el señorito Charles la llamara señora Austin. ¡Estupendo! Y él contemplaba, de haut en bas, aquella pequeña debilidad.
Me he divertido con esta breve experiencia. Tras darle muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que el advenedizo social no es, al fin y al cabo, un individuo vulgar. Puede ser pesado —especialmente si se sienta con las yemas de los dedos unidas sobre una barriga esférica, adornada con una cadena de oro, y se dedica a relatar in extenso cómo en otros tiempos se dedicaba a pegar etiquetas en botes de betún—; con frecuencia es petulante y, sin embargo, es justo reconocer que todos sentimos interés por él. Es un viajero procedente de tierras antiguas y algunas veces nos gusta oír sus aventuras. Ha atravesado vastos territorios de experiencia humana, ha conocido gente extraña y se ha alojado en extraños caravasares. Lo mismo sucede con el hombre que ha descendido en la escala social: el idiota, el borracho, el malversador. Tal vez nos aburra la llorosa simpatía que siente por sí mismo, pero sus historias nos atraen. Debe de ser una interesante experiencia atravesar en una sola vida toda la escala social, sea hacia arriba o hacia abajo. Me gustaría ser un lord que toca el organillo o (mejor aún) ser un antiguo organillero que vive ahora en Park Lane. Debe de ser muy aburrido quedarse inmóvil: ser lord para toda la vida.
20 de abril
Hoy la señorita — me ha oído suspirar y me ha preguntado qué me pasaba.
—Sólo son las chispas, que ascienden —le he contestado con aire lúgubre.
El canalla con frecuencia no es consciente de su maldad. Acusadlo de ser un malvado y lo negará con toda sinceridad: tal vez entonces sea sincero por primera vez en su vida.
Un entomólogo es un hombre grande y peludo, con las cejas como antenas.
El estreñimiento crónico ha hecho de mí un experto en laxantes, aperientes, purgantes y catárticos. En estos momentos tomo dos explosivos por semana. Es abominable. La mejor literatura para la letrina: rompecabezas de cuadros.
23 de abril
Un pajarraco
Hoy B. ha preguntado, con cortesía amenazadora, a un gordo coadjutor que ocupaba más de un asiento en el piso superior de un autobús:
—¿Piensa usted levantarse o quiere quedarse donde está, señor?
El pajarraco estaba sentado casi encima de B., como si empollara un huevo.
—¿Cómo dice? —ha contestado el gordo coadjutor.
B. le ha repetido la pregunta marcando más su horrible acento escocés.
—Me parece que me quedaré aquí hasta que tenga que bajar.
—Me temo que no será así —ha dicho B.
—¿Qué significa eso? —ha preguntado el gordo con un indignado falsete.
—Esto —ha gruñido B., y le ha dado un empujón tal que el pobre individuo casi se ha caído al suelo.
Un grupo de policías caminando en fila india siempre me da risa. Un agente solo es un policía, pero varios en fila son «guardias de la porra». Me imagino que todos se ríen de ellos y tengo la sospecha de que se trata de uno de los legados de W. S. Gilbert, y que los Piratas de Penzance ya forman parte de la conciencia nacional[85].
Al encender el cigarrillo de Chloe
R. me ha dicho hoy que pretendía escribir un poema lírico sobre el momento de encender un cigarrillo a Chloe.
—¡Ah! —he dicho, apreciando la idea de inmediato—, cuéntame. ¿Equilibras la mano apoyando suavemente (muy suavemente) la punta del meñique en su mejilla? ¿Y —me iba animando—sostienes la cerilla en sentido vertical u horizontal? ¿Y la enciendes a oscuras o con luz? Si eres hábil, no hará falta que te digan que lo importante es conseguir una llama firme y que su rostro se ilumine al máximo el mayor tiempo posible.
—Chloe —ha contestado R.— lleva una blusa encantadora abierta por delante en un escote en uve. Anoche, su tía le preguntó a mi madre, dubitativa: «¿Qué te parece la blusa de Chloe? ¿Demasiado escotada?». Mi madre examinó esa preciosa muñeca y contestó poco convencida: «No, Maria; me parece que no».
—¡Qué ridículo! ¡Si esa uve es toda una señal! Querido amigo —he dicho a R.—, yo, en tu lugar, me negaría a dejarme engañar por esas viejas. Diles que estás enterado de todo.
Carlyle llamaba a Lamb aborto infame. ¡Qué crimen!
2 de mayo
He sufrido un terrible ataque. Pero superado cierto punto, la inquietud se convierte en temeridad: ya te da igual. Los aperientes provocan dispepsia y latidos intermitentes, cosa que me asusta. Tras una semana terrible, durante cuyas crisis me sentía como si, de repente, fuera a caerme de un síncope en la calle, en los jardines, en cualquier lugar, me he rebelado contra este temor humillante. He enderezado los hombros y he caminado adelante con energía por la calle, aunque cada dos o tres pasos el corazón se saltaba un latido. Me he reído amargamente y he llegado a la conclusión de que podía detenerse o seguir adelante: por fin me daba lo mismo. En el establecimiento de un fotógrafo he visto el retrato de una mujer muy hermosa y me he detenido para mirarla: he contemplado el escaparate con el ceño fruncido, reflexionando que miraba con la misma expresión a todo el mundo, fuera el aprendiz del carnicero o el farolero. Me amargaba pensar que tendría que dejarla a otro hombre. Representaba para mí la alegría de vivir que tendría que dejar para siempre en cualquier momento. Esta impotencia me ha llenado de rabia y me he alejado calle arriba con el corazón agitado y una idea en la cabeza: «Si ando así de deprisa, me caeré». Pero me parece que no estaba alarmado, ¡Oh, no! He aceptado ya la cautividad y he seguido andando con cínica indiferencia, esperando caer de un momento a otro.
… Ella es muy importante para mí. Quizá, después de todo, la quiero mucho.
3 de mayo
Crisis cardiaca durante todo el día. La intermitencia es una tortura refinada para quien desea vivir tanto como yo. El corazón «se salta un punto» cada vez que respiras hondo, estrechas la mano de tu amigo y das un discurso de despedida. Después vuelve a funcionar y pides otra pinta de cerveza.
Dentro de la jaula de mi tórax vive un animal quisquilloso y nunca sé cuándo se va a escapar y llevarse mi preciosa vida entre los dientes. Le sigo la corriente, lo persuado y lo tranquilizo, pero sabe Dios que no tengo gran confianza en el animalillo. Al parecer, mi tórax es una guarida insoportable.
10 de mayo
Muy animado. Contento de mí y de todo el mundo, hasta que una gaviota se ha remontado sobre Kensington Gardens y ha despertado mi gran capacidad para la envidia: desearía volar.
24 de mayo
En L.[86] con mi hermano A. El gran hombre está muy animado y muy feliz con su amor por N.[87] A. es un ser encantador y lo quiero más que a nadie en este ancho mundo. Mi amor por él posee una ternura casi femenina.
Hemos pasado un día delicioso, hablando, discutiendo e insultándonos… En estas sesiones disfrutamos anestesiando el corazón para divertirnos con la pelea, y cualquier observador pensaría que estábamos en mitad de una amarga disputa. Hacemos un comentario vengativo tras otro, buscando con ingenio —y malicia— los puntos débiles de la armadura del otro, cuya localización facilita el intercambio previo de confidencias. Ninguno de los dos vacila en utilizar estas confesiones privadas; sin embargo, nuestro amor es tan fuerte que podemos permitirnos tomarnos cualquier libertad. En realidad, sentimos una alegría temerosa al poner a prueba la fuerza de nuestro afecto buscando réplicas hirientes: para ver el efecto que producen. Damos cuerpo a los ideales del otro para atacarlos con saña, nos ponemos sarcásticos, satíricos y despectivos alternativamente, agitamos las manos con animación (a los dos se nos da muy bien), nos sofocamos, señalamos con el dedo y golpeamos la mesa para remachar alguna réplica. Sin embargo, todo es humo. Nuestro amor es incuestionable, es como la ley de la gravitación, no puede discutirse, subraya nuestra existencia, es el aire que respiramos.
N. es encantadora: ¡ha pensado que estábamos peleándonos y ha intervenido a su favor!
31 de mayo
R. ha explicado brevemente que en una ocasión, en Nápoles, mientras soplaba el siroco, tuvo la sensación de que su muerte era inminente. Se trataba, sin duda, de una experiencia aislada y me ha aburrido un poco, ya que yo también podría haber contado mucho sobre el tema. Cuando ha terminado, me he sacado del bolsillo un sobre con mi nombre y tres direcciones garrapateadas para ayudar a la policía en caso de que me diera un síncope. Lo he llevado encima durante años y, en una época, junto con una petaca de coñac.
3 de junio
He ido a ver a los actores irlandeses de The Playboy[88]. Sentada delante de mí se encontraba una encantadora jovencita irlandesa acompañada de un zoquete de ojos rojos como los de un bull-terrier, bigote rojizo e hirsuto como una escoba, rostro glúteo y voz horrible que, más que hablar, crepitaba.
Ella era morena, de ojos azules y brillantes y tenía una naricita preciosa que resultaba de extrema importancia para cualquier varón que la mirara. En los entreactos, el zoquete escuchaba la alegre conversación de la muchacha como un buey encantado. La muchacha poseía tal vivacidad que la punta de la nariz se le movía arriba y abajo dando énfasis a sus palabras, y a finales del tercer acto, me tenía ya totalmente atrapado. ¡Qué afortunado era aquel zoquete!
Tras la representación, la menuda doncella irlandesa me ha mirado y me ha resultado físicamente imposible reprimir una sonrisa y —¡oh, cielos!— ella me la ha devuelto. Justo cinco segundos después, me ha mirado de nuevo para ver si seguía sonriendo —seguía— y entonces nos hemos sonreído amplia y abiertamente. Su sonrisa era la de una ingenua temerosa, no la seductora de una femme de joie. Después, en el andén de la estación hasta donde la he seguido, nuestras miradas han vuelto a cruzarse (¿hubo alguna vez hombre más afortunado?), y hemos subido al mismo vagón. Pero también ha subido el zoquete. ¡Ah! ¿Hubo alguna vez hombre más desgraciado? Me he visto obligado a sentarme un poco lejos, pero ella me ha sorprendido cuando intentaba verla a través de una selva nocturna de sombreros de ópera, volantes de encaje, orejas de soplillo y narizotas. ¡Maldición! La he dejado en la estación de High Street y, probablemente, no volveré a verla nunca más. Ésta es una segunda gran oportunidad. La primera fue la muchacha de la isla de Lundy. Siempre lamentaré no haber conocido a estas dos mujeres. Debe de haber tantas personas interesantes y encantadores en Londres. Ojalá pudiera conocerlas.
4 de junio
He ido corriendo a contar a R. lo de mi irlandesita. Durante todo el día, su rostro me ha seguido como una sombra.
8 de junio
Violenta discusión con R.; asunto: el matrimonio. Dice que Amor significa apropiación y está tomando las precauciones más elaboradas para impedir el avance de la pasión, como si éste fuera una sufragista militante. Cada vez que conoce a una mujer la pone en una larga cuarentena, no vaya a ser portadora del germen de esta enfermedad contagiosa. Cita a san Hipólito y habla como un asceta medieval. Imagino que se considera una valiosa pero delicada pieza de porcelana de Dresde que debe recibir un trato cuidadoso, sin que nadie la moleste, para llevar a cabo su elevado y polvoriento destino: tal como le he advertido, una antigualla. Si se niega a sumergirse en la vida, vivirá mucho tiempo y será un hombre bien conservado, pero apenas estará vivo: será algo parecido a una momia. Se lo he dicho entre grandes risas.
—Eres un reaccionario —me dice.
—Sí, pero ¿por qué un reaccionario iba a ser un chico malo?
7 de junio
Mi irónico destino me ha llevado esta noche a otra discusión sobre el matrimonio en la que he tenido que defender la postura radicalmente contraria a la que sostuve ayer contra R. ¡Incluso, acuciado por la necesidad, he utilizado algunos de los argumentos de R.! Naturalmente, la discusión ha sido con Ella.
El matrimonio, he insistido, es una trampa económica para jóvenes ingenuos y, por mi parte (para conferir la dureza necesaria a mi postura), no pretendía introducirme en un curso tan arriesgado como ése, aunque se me ofreciera la oportunidad. La señorita — ha dicho que era un cobardica: yo, que el día anterior había estado machacando a R. mi principio de «lánzate sin preocuparte por las consecuencias»… Se me ha comunicado que era una viejecita incapaz de salir sin paraguas, un gatito temeroso de abandonar el fuego de la cocina, etc.
—Sí, en realidad, temo salir sin paraguas —he contestado muy formalmente— cuando caen chuzos de punta. Mientras no llueva, desearé que siga sin llover. En cuando me pille la lluvia o sea víctima de una pasión, ya no temeré enamorarme o empaparme. Sería una desventura, pero no la busco.
Al mismo tiempo, la discusión era muy humillante, porque estaba representando un papel.
… Lo cierto es que la he acosado de manera abominable. Lo sé. Y ahora me resisto a la idea del matrimonio… Soy tan egoísta que quiero, según creo, una princesa de sangre real.
9 de junio
Hace varios días envié un anuncio personal al periódico para intentar encontrar a la irlandesita que vive en Notting Hill Gate. Hoy me han devuelto el dinero y el anuncio: sin duda, han pensado que me dedicaba a la trata de blancas. Y me parece que mi irlandesita puede irse al demonio. Me gastaré el dinero del anuncio en caramelos o cacahuetes.
10 de junio
Lupus
Llueve mucho. Acabo de comer. En la calle, un músico ambulante canta con tristeza «Descansa en el Señor». En mi cuarto de estar, pequeño y sucio, empiezo a sentirme incómodo, así que me pongo el sombrero y el abrigo y voy andando a la estación para comprar un periódico. Todo está muy oscuro y sombrío y miro con ojos ávidos a través de algunas de las ventanas que revelan interiores felices y acogedores. De vez en cuando, braman los truenos y los relámpagos iluminan la vacía suciedad de la sala de espera de la estación. Unos desolados trocitos de papel descansan en el suelo y en un rincón, en un banco, se encuentra un barrendero inmóvil y lamentable, alejado de su trabajo por la lluvia. Tiene las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y el pobre diablo está despatarrado, con los ojos cerrados: sobre la parte inferior del rostro lleva una máscara negra para esconder los estragos del lupus… Se diría que era el último hombre que quedaba en la Tierra después de que todo el mundo hubiera muerto por la plaga. Ni un alma en la estación. Ni un tren. ¡Y estamos en junio!
15 de junio
Medición de piojos
He pasado el día midiendo patas y antenas de piojos ¡con dos decimales!
Qué fantástico parecerá esto al lego. En realidad, espero que lo sea. No me importa que me tomen por un tipo raro. Casi parece lo suyo que un diletante incurable como yo se gane la vida midiendo patas de piojos. Me gusta pensar que esta costumbre tan extraña encaja con mi incorregible frivolidad.
Soy como una urraca en el bazar de Bagdad, saltarina, inútil, inquisitiva, fascinada por muchas cosas sorprendentes como, por ejemplo, un libro sobre la cuadratura del círculo, el párrafo de la gordinflona dentuda de la Anatomía de la melancolía, de Burton[89], nombres como señor Portwine o señor Hogsflesh, Tweezer’s Alley o Pickle Herring Street[90], «Los muy excelentes e ingeniosos sonetos de Henry Constable»[91] o Petticoat Lane en un domingo por la mañana[92].
Las cuestiones colosales como el arte, la ciencia, etc., me asustan. Temo llegar a tener una sed que me impulse a desear beberme el mar. Mi cabeza es una miscelánea desordenada. El mundo me distrae demasiado. No puedo dedicarme mucho rato a lo mismo. Londres me desconcierta. Algunas veces es una fantasmagoría, un sueño opiáceo de De Quincey.
17 de junio
Me divierte el libro del profesor George Saintsbury sobre la literatura isabelina. No cabe duda de que George es un individuo muy refinado y cultivado. Seguro que no come bígaros con alfiler ni se muerde las uñas, y hay que oírle hablar de la gente que no es capaz de leer a Homero en su lengua original o que no ha estudiado en Oxford —sobre todo, en Merton—. También dice non so che en lugar de je ne sais quoi.
26 de junio
… He depositado el volumen sobre la repisa de la chimenea como si fuera un frasco de medicinas recién salido de mi botiquín y me he puesto a reconvenirla y a exponer mi punto de vista, como si ella fuera la enferma y yo el médico… Parecía un poco molesta por mi actitud proselitista y ha simulado estar muy preocupada… o, por lo menos, poco interesada en mi medicina. Anoche leí el libro de una sentada y hervía de entusiasmo por él.
—Me temo que he llegado en un momento poco oportuno —he dicho con una sonrisa sardónica mientras pasaba los dedos por las teclas del piano…—. Será mejor que me vaya. Por favor, léalo —he dicho con un tono que sonaba como si añadiera «tres veces al día después de las comidas»— y dígame qué le parece. —Y he añadido en broma—: Por supuesto, no abandone por ello el manual que ahora lee, sería una tontería innecesaria… —he divagado un poco, con ganas de jugar.
Unos instantes después, ella ha contestado con voz pensativa y aire horrible y tranquilo.
—Me parece que se comporta usted con mucha grosería: toca el piano cuando le he pedido que no lo hiciera Y no para de dar vueltas, como si estuviera en su propia casa.
Aunque por fuera parecía tranquilo, estaba muy sorprendido y estremecido. Tras una pausa, he dicho:
—Muy bien. Si es eso lo que piensa… adiós.
Ninguna respuesta. Y yo he sido demasiado orgulloso para pedir disculpas.
—Adiós —he repetido.
Ella ha seguido leyendo una novela mientras yo me dirigía hacia la puerta, muy alterado.
—Au revoir.
Ninguna respuesta.
—¡Oh! —he dicho, y he salido de la habitación dejando a mi dama de una vez por todas. Y no lo siento.
En el corredor, me he encontrado con la señorita —.
—¿Cómo? ¿Ya se va?
—Adiós —he dicho con tono sepulcral—. Un trágico adiós.
Y se ha quedado muy intrigada.
29 de junio
En el Albert Hall
He asistido al Albert Hall con R. a un concierto en memoria del Empress of lreland[93] con un conjunto de bandas. Hemos oído la Sinfonía patética, la Marcha fúnebre de Chopin, la Trauermarsch de Götterdammerung, la Cabalgata de las valquirias y una solemne melodía de Bach.
Considero que esta tarde ha sido una cumbre en mi existencia. Durante dos horas ininterrumpidas me he posado sobre una roca como un águila, mirando al infinito: una sensación estupenda para un gorrión londinense…
Me parece que si fuera posible reunir a todos los enfermos y dolientes, día tras día, en el Albert Hall, mientras la orquesta tocaba sin pausa, la exposición constante de las heridas a vibraciones celestiales terminaría por hacerles recuperar el ritmo perdido de la salud. Seguro que bastaría con oír una sola vez una pieza —pongamos la Quinta sinfonía, de Beethoven— para recuperar de modo permanente alguna parte del cuerpo o del alma. Nadie puede ser el mismo después de que una sinfonía de Beethoven pase a través de él. Si pudiera revelarse el alma humana de la misma manera que se revela un negativo fotográfico, podría verse el efecto que menciono… Ésta sería mi propuesta: que se dividiera el terreno en una serie de cubículos en los que, sin observadores y en privado, un hombre ejecutara con el cuerpo y las extremidades todos los movimientos que le sugiriera la música. Sería un placer delicioso, y resulta una tortura estar inmovilizado en un asiento donde uno no puede ni repiquetear con el pie o agitar un brazo.
El concierto me ha hecho recuperar la salud moral. He salido enamorado de personas que antes odiaba y lleno de compasión por otras que por lo general desprecio. Una sensación de bienestar inconmensurable, una alegre cordialidad me envolvían como una luz incandescente. Al final, cuando nos hemos puesto de pie para cantar el himno nacional, todos sentíamos un auténtico espíritu de camaradería. Igual que cuando mueren los reyes, cavilábamos todos sobre el destino común a todos los hombres, y cuando ha llegado el momento de separarnos, nos hemos resistido a irnos cada uno por nuestro lado, porque éramos camaradas que habían pasado juntos una gran experiencia. Yo, por mi parte, quería estrechar la mano de todos, ahora, ¡ay!, felices viajeros al final del trayecto, y tal vez nunca volvamos a vernos.
¡R. y yo hemos paseado por Kensington Gardens como dos jóvenes dioses!
—Incluso me gusta esta maldita cosa —he dicho, señalando el Albert Memorial.
Nos indicábamos mutuamente la presencia de muchachas bonitas, contemplábamos cómo jugaban los niños al corro sobre la hierba. Reíamos exultantes al pensar en nuestros tristes colegas… aunque yo he dicho (¡igual que antes!) que los quería a todos —que Dios los bendiga—. Incluso al viejo —. R. ha dicho que era una verdadera insolencia por su parte haber pasado por alto la oportunidad de acudir al concierto.
Después, un vejete campesino nos ha detenido para preguntarnos el camino a Rotten Row y lo he abrumado con indicaciones y acertados detalles descriptivos. Me apetecía andar con él y mostrarle qué lugar tan hermoso es este mundo.
Tras separarme de R. —a regañadientes, ya que me parecía horrible quedarme solo estando tan animado—, he subido andando hacia el Round Pond y me he dado cuenta de que iba evitando la sombra de los árboles, con tal de estar todo el rato bajo el sol abrasador. En mi interior me burlaba de los timoratos pálidos y anémicos que se escondían en las sombras de los olmos.
En el Round Pond me he encontrado con un bulldog que se dedicaba a morder el agua y dejarla caer, con gran derroche, por los extremos de la boca. Lo he mirado con envidia (hacía mucho calor), aunque me agradaba tanto verlo a él y sus «bocados» líquidos como todo lo demás, con la única excepción de una joven y un hombre tendidos en la hierba y besándose bajo una sombrilla. He sonreído; ella me ha visto, me ha devuelto la sonrisa y han seguido besándose.
30 de junio
Dinosaurios
Algunos libros son dinosaurios: la Historia del mundo de sir Walter Raleigh, la Historia de la decadencia y caída del imperio Romano de Gibbon. Algunos hombres son dinosaurios: Balzac con su Comedia humana, Napoleón, Roosevelt. Me gustan todos. Me gustan los trenes expresos y los camiones de motor. Me gusta contemplar una viga de hierro dando vueltas en el aire o grandes cubos de hielo atrapados entre tenazas de hierro. Siempre me siento obligado a detenerme y contemplar estas cosas. Me gusta todo lo rápido o inmenso: Londres, los relámpagos, el Popocatepetl. Me gusta el olor a alquitrán, a carbón, a pescado frito, o el sonido de una banda de música tocando una rapsodia de Liszt. ¿Y a qué viene que estas alocadas ménades proclamen los derechos de la mujer cuando algunos queman una iglesia? Todas las hogueras son deliciosas. La civilización y el sombrero de copa me aburren. Mi vida es como la de un conejo domesticado. ¡Ojalá tuviera una larga cola para agitarla con rabia felina! Me gustaría regresar a la Naturaleza, incluso al Caos. En algunas ocasiones me siento tan adusto que, si pudiera, destrozaría el universo[*].
(1917: me parece que tras tres años de Apocalipsis me apetece bastante volver a los sombreros de copa y la civilización.)
8 de julio
Puesta de sol en Kensington Gardens
El instinto de adoración se presenta periódicamente: por la mañana y por la tarde. Es algo natural, porque dos veces al día, al amanecer y al anochecer —aunque estemos sumergidos en el trabajo, aunque nos hipnotice la rutina diaria—, nuestro impulso natural es (siempre que estemos despiertos) mirar hacia el horizonte, donde está el sol, y quedarnos un momento con los labios mudos. Durante el curso del día o de la noche estamos demasiado ocupados o dormidos; pero el amanecer es la gran hora de la salida y el anochecer es la llegada a la meta. Todo adquiere una apariencia misteriosa: hoy la copa de los olmos parecía sobrenaturalmente alta y, alzándose hacia el cielo, mantenían una comunión secreta con las nubes; éstas parecían aguardar una ceremonia y, tras un momento de expectación en el que una nube se estiraba hacia otra como si fueran cortesanos murmurándose al oído, se ha oído el rumor de la llegada y después, poco a poco, se ha ido extendiendo la noticia de que el sol había llegado para marcharse de inmediato.
14 de julio
He terminado el ensayo, pero estoy agotado: es evidente. Esta noche he luchado con otro y he pasado dos horas chupando el extremo de la pluma. Pero tras el parto de la montaña, he dado a luz a dos ridículos ratones: un tropo rimbombante y un solecismo gramatical. Algunas veces me siento ante una hoja de papel, pluma en mano, incapaz de escribir una sola palabra.
19 de julio
He ido a dar un paseo por el campo con R. y hemos ido a tomar el té a casa de su tío, en —. Hemos jugado a clock golf y he conocido a la señorita —, una dama alta y escultural de cabello dorado, con la gracia de un antílope y muy linda, con dos piececitos calzados con zapatos blancos que (tal como ha dicho R.) asomaban, uno tras otro, como dos ratoncitos blancos mientras cruzaba el césped.
Al regresar a casa, le he dicho a R. histriónicamente: «Algún día, un niño de cabello dorado apoyará la cabeza sobre su pecho, bello de línea y proporción, sin saber la suerte que tiene ni que forma parte de una bella imagen, ojalá fuera yo el padre para hacer que el grupo fuera un fait accompli». R., con meticulosa precisión, siempre se refiere a ella como «aquella virgen elegante».
25 de julio
Ayer, mientras dibujaba bajo el puente de Hammersmith, R. oyó un silbido y, al levantar la vista, vio a una «jovencita encantadora» inclinada sobre el parapeto del puente, sonriendo como la bendita damisela celestial[94].
—¡Venga usted aquí! —exclamó él.
Eso hizo y charlaron sobre cuadros mientras él pintaba. Más tarde, fueron juntos hacia la calle principal, la acompañó a un autobús y se despidieron sin haberse presentado siquiera.
—Aunque fuera una prostituta —dije—, es una pena que tu curiosidad fuera tan lenta. Deberías haber visto su casa, aunque no hubieras ido con ella. Jovencito, has preferido dejar escapar una vida auténtica procedente de la calle principal de Hammersmith para regresar de inmediato a tus preciosas acuarelas.
—Tal vez —contestó enigmáticamente.
—Hagas lo que hagas, si vuelves a verla alguna vez —repliqué—, no se la presentes a ese asqueroso de —. Es asquerosamente apuesto y lo odio por ese motivo. No me importan sus otras distinciones: familia, dinero, éxito, pero no puedo perdonarle su físico y el inevitable matrimonio que contraerá con alguna mujer bella de piel clara.
R. (reflexivo):
—Hasta este momento, estaba tentado de creer que la envidia como pasión no existía.
—¿No envidias a nadie?
—No mucho —contestó, y yo me lo creo.
—Entonces eres un pobre miserable. Lo único que puedo decir es que puedo tener instintos y pasiones, pero no soy un pálido acuarelista… Lo que a ti te pasa —rugí, echando espumarajos— es que te gustan los cuadros. Si te mostrara una mujer de verdad, exclamarías con aire contemplativo: «Qué bonita»; después extenderías una mano para tocarla y, desprevenido, gritarías aterrorizado: «¡Oh, si esta cosa está viva, oigo que hace tic-tac!». «Sí, hijo mío», te contestaría severamente con un floreo: «Eso es el corazón de una mujer».
R. se echó a reír y después dijo:
—Una tregua para tu deseo de más vida, para hombres y mujeres de verdad… Lo sé, sé que anoche no habría cambiado la lectura tranquila del último capítulo de Los endemoniados de Dostoievski por una carga de la caballería de Balaklava.
—Supongo que es una cuestión de temperamento —reflexioné con frío distanciamiento—. Mira, yo pertenezco a la escuela de la carne cruda y, en cambio, tú prefieres que te ofrezcan la vida cocida en un libro. Prefieres ir al panadero a segar el trigo con tu hoz.
26 de julio
El M. B. es un cuchitril infame. No me quieren dar ninguno de los aparatos que solicito. Si pides a los miembros del consejo de administración mil libras para la difusión del Evangelio en el extranjero, dirán que sí. Pero si pides veinte libras para un microscopio nuevo no te hacen ni caso.
27 de julio
A una solterona pedante y aburrida que trabajaba en mi sala esta mañana, le he soltado:
—Prefiero hacer una buena disección que asistir a un banquete del alcalde. Na de sopa de tortuga.
Estaba poco inspirada, de manera que ha dicho «Mmm» y ha seguido pinchando insectos. Después, con un poco más de chispa, y pronunciando con sumo cuidado, se ha aclarado la garganta y se ha erguido para decir:
—Siento haber escogido unos insectos tan frágiles como estas moscas de las piedras. No me atrevo ni a mirarlas.
Pobrecilla solterona. Entonces me ha tocado a mí decir «Mmm». Y he añadido una frase ambigua:
—Es un trabajo deprimente. —Después, con premeditada malicia, he silbado una melodía de Harry Lauder[95], le he preguntado si ha oído alguna vez cantar a Willie Solar Has hecho que te quiera y después, con aire distraído, he ido preguntando—: ¿Qué fue de todo el oro? ¿Qué fue de Waring?[96] ¿Qué cantaré cuando todo esté cantado?
No ha osado responder a este categórico interrogatorio y ha contestado en tono normal:
—He metido un agrión en este cajón para no perderlo y, ahora que lo busco, no lo encuentro.
—Así es la vida —he contestado—. ¡Yo tampoco encuentro los agriones[97]!
1 de agosto
Europa se moviliza.
2 de agosto
¿Se sumará Inglaterra?
12 de agosto
Todos estamos esperando el resultado de una batalla entre dos millones de hombres. La tensión me enferma.
21-24 de agosto
En la cama con fiebre. Ya nunca voy al piso de visita, pero su madre ha tenido la amabilidad de venir a verme.
25 de septiembre
[Ahora vivo solo en mi habitación.]
Desde que regresé de Cornualles, guardo los diarios en un armarito fabricado especialmente para eso. R. viene a cenar y, después de un par de copas de Beaune y un cigarrillo, abro mi «ataúd»[*] (es una caja rectangular con un asa de latón a cada extremo) y, con cierta teatralidad, escojo un volumen para leérselo, sacándolo de su sitio con mucha ceremonia, mientras le pregunto con voz untuosa: «¿Un poquito de 1912?», como si estuviéramos catando vinos. R. sonríe abiertamente ante la broma y eso me anima.
26 de septiembre
¡He pasado la vida en la sala de consulta de los médicos! He visto ya a cuatro especialistas de Harley Street y no ha servido para nada. El otro día, M. me escribió: «Venga a verme el martes; me atrevo a pensar que algún día encontraremos algo que podamos arreglar»[98].
Me mira con obvia conmiseración y siempre, cuando me despido tras una visita, me estrecha la mano calurosamente Y dice: «Adiós, muchacho, y buena suerte». Más suerte que medicinas.
Mi vida ha sido una lucha continua contra la mala salud y la ambición, y no he conseguido dominar ninguna de las dos. Intento decirme que esta maldita mala salud no afectará a mi carrera. Azoto mi voluntad con la esperanza de ganar al final. Sin embargo, en el fondo sé que es muy improbable que viva lo suficiente para realizarme. Durante mucho tiempo no he tenido otra esperanza que convencer a los demás de lo que podría haber hecho de haber vivido suficiente. Eso ya sería algo. Pero ni siquiera tengo mucho tiempo para eso. Jamás he vivido con sensación de seguridad. Nunca me he sentido instalado permanentemente en esta vida, no soy más que un difuso sustituto, un espectro, un festón de niebla que desaparecerá en cualquier momento.
Algunas veces, cuando percibo con vívida nitidez lo precario de mi situación, mis deseos se lanzan a una loca carrera para obtener satisfacción antes de que sea demasiado tarde… y a medida que la satisfacción se aleja, la ambición me obsesiona cada vez más. Todos los días especulo sobre mi mala salud: intento sortearla, seguir adelante a pesar de todo. Conquisto cada día, cada semana es una victoria. Siempre me sorprende que mi salud o mi voluntad no se hayan derrumbado. ¡Qué caramba!, sigo trabajando y sigo viviendo.
Un día parece apendicitis; otro, una obstrucción; otro, me acecha la ceguera. O bien empiezo a tener tos y me amenaza la tisis. De manera que sigo adelante en un huracán de pesadillas. Lucho como Laocoonte contra las sierpes: las serpientes de la depresión nerviosa que me aprieta el corazón con más fuerza de lo que me gustaría reconocer. Debo recurrir a todo tipo de incentivos para convencerme de que mi vida y mi obra merecen la pena. Con frecuencia debo calmar y sofocar (y deprisa) la voz estridente que grita desde el rincón más pequeño de mi corazón: «¿Estás seguro de que eres tan importante como imaginas?». O me inquieto por el estado de mi cerebro al darme cuenta de que olvido lo que leo, mi capacidad de percepción se embota. Mi cerebro es una tumefacción. Pero no quiero rendirme. Sigo adelante, intentando recordar lo que he olvidado, acoso a mi cerebro todo el día para recordar una palabra o un nombre, ataco a los demás de manera inoportuna. Anoto cosas para acordarme de consultarlas en obras de referencia, estoy siempre buscando los datos que recuerdo que he olvidado…
A esta lucha se suma otra que con frecuencia absorbe toda mi energía… Es horrible que, con una ambición tan grande, un amor tan grande por la vida, me vea siempre así expuesto al desastre. Cuánta razón tienes, sir Thomas Browne, cuando dices: «Cada hombre es su propia Atropos[99]».
En definitiva, llevo una existencia insondablemente mísera en esta calle gris y oscura, en estas habitaciones sucias y monótonas: mísera porque carezco de hogar, de amor, de contacto humano. Ahora que nunca voy al piso, visito dos casas en Londres: la del médico y el hotel de R. Paseo por las calles y contemplo las ventanas de las casas particulares, ávido de relaciones con otros seres. Produce en mí un descontento lacerante, rencoroso, ver que en Londres hay gente por todas partes —millones de personas— y darme cuenta después de lo ridículamente limitado de mis amistades. Deseo apasionadamente tener conocidos, poseer al menos unos pocos amigos. Si me muero mañana, ¿con cuántas personas habré hablado en el curso de mi vida? ¿A cuántos hombres y mujeres habré conocido? Unas pocas tías solteronas y uno o dos fósiles. Ardo en deseos de conocer hombres vivos, acarreo una enorme carga mental y deseo desprenderme de ella. Pero sé tan poco de hombres como de otros países y vivo en un aislamiento celestial.
Temo que esto parezca un lamento de autocompasión. Pero estoy intentando concederme el placer de describirme en este período con sinceridad para intentar, por lo menos, conseguir cierta comprensión póstuma. Por lo tanto, se dirá de mí que, siendo capaz de un amor apasionado, estoy sediento de sexo y soporto las punzadas de una soledad endemoniada, en una habitación de alquiler, con una fea casera cuando… Pierdo las esperanzas de encontrar algún día una mujer a la que pueda amar. No trato con mujeres de mi propia clase y soy físicamente poco atractivo y, sin embargo, me gusta pensar que cuando se funde mi timidez no carezco de encanto. En una ocasión, dijo de mí una joven: «Poco a poco, va gustándote». Pero soy hipercrítico e hipermaniático. Quiero demasiadas cosas… Busco a diario por las calles con mirada ávida y hambrienta. ¡Qué horrible, qué fuerte, qué aborrecible es este instinto amoroso! Lo odio, lo odio, lo odio. No quiere dejarme en paz. Ojalá fuera un eunuco.
«Ahí tienes un bello ejemplar juvenil», nos decimos, sardónicos, R. y yo con la esperanza de ocultar así el cáncer que nos corroe. Podría rechinar los dientes y llorar de rabia, frenado, frustrado como estoy casi a cada paso: en mi profesión, en mis esfuerzos literarios y en mi amor a las mujeres y los hombres. En el estado de ánimo en que me encuentro, sería capaz de pronunciar toda una ceremonia conminatoria.
7 de octubre
Para mí, la mujer es el hecho maravilloso de la existencia. Si existiera otra vida y fuera como yo espero, un alegre lugar para la charla, con personas de pie ante la chimenea, comentando sus experiencias terrenas, daría un puñetazo en la mesa para que mis amigos se volvieran hacia mí al entrar y exclamaría en voz alta: ¡LA MUJER!
11 de octubre
Desde que soy adulto, he llorado tres veces. La primera vez fueron lágrimas de exasperación. Estaba con mi padre, sentado a su lado, tras un enfrentamiento verbal en el que él se había mostrado inflexible y yo me había visto obligado a ceder por el peso de los argumentos y de mi propia conciencia, había tenido que renunciar a mis disecciones y aceptar la fatalidad. La segunda vez fue cuando murió mi madre. La tercera ha sido hoy, pero ahora ya me he tranquilizado. Las de hoy han sido lágrimas de remordimiento…
En algunas ocasiones, las confesiones sinceras a este diario son buenas para el alma y la fortalecen. Comunicar mis secretos me da una especie de falsa fortaleza: porque estoy decidido a que algún día alguien los conozca. Si de veras Dios interviene en nuestros asuntos, aquí se le presenta una oportunidad para salvarme. Lo desafío a que me impida morir en esta brecha… Pocas veces me siento obligado a rezar, pero esta mañana lo he hecho, porque hoy me siento derrotado, casi incapaz de hablar de tristeza.
He leído hoy en el periódico unas frases de Nietzsche: «Considero una bendición albergar en mi interior a unos fantasmas del Infierno a los que debo combatir en la oscuridad, unos enemigos internos que lucho por dominar hasta que me siento vencedor y eufórico y, por fin, consigo obtener alegrías a través de los barrotes de la debilidad y la enfermedad, alegrías con las que vuestras nociones de felicidad, pobres y petulantes criaturas, no se pueden comparar. Es preciso llevar el caos dentro de sí para poder dar a luz a una estrella danzarina».
Pero Nietzsche no es consuelo para un hombre que una vez fue débil y cayó de rodillas. Aquí estoy, y hoy he rezado un poco. Pero por desesperación, no por fe. El caos interno lo conozco, pero no la estrella danzarina. Las estrellas danzarinas son el consuelo del genio.
12 de octubre
Hoy estoy mejor. Mi lado bueno está convencido de que es mezquino y tonto pensar tanto en mi insignificante destino, especialmente en momentos como éstos, cuando —Dios mío— hay una columna de bajas cada día. Lo que debo agradecer es que estoy vivo ahora, que estaba vivo ayer e incluso es probable que lo esté mañana. Sin duda, debe bastarme con eso. Entonces, ¿de qué puedo quejarme? Debo estar contento por estar vivo. Paso por una mala situación, pero algunos están peor. Voy a ser valiente y lucharé en el bando de Nietzsche. ¡Quién sabe, quizá un día nazca la estrella danzarina!
13 de octubre
He pasado la tarde en mi habitación luchando contra mi voluntad. Demasiado flojo para trabajar, no me apetece leer, me posee una vaga y temible inquietud. No me sentía capaz de quedarme sentado, de manera que no he parado de dar vueltas a la mesa, como una ardilla enjaulada. Me apetecía salir a algún sitio, hablar con alguien o encontrarme entre seres humanos.
Estos últimos meses, en más de una ocasión me he levantado y he salido a la calle para mirar por las ventanas del piso, para ver si había una luz rojiza tras las cortinas y, si así era, preguntarme si ella estaba allí y cómo se encontraba. El orgullo nunca me permitiría hacerle una visita de nuevo por iniciativa propia. K. ha conseguido cierto acercamiento, pero yo voy muy poco. Otra vez el orgullo.
Esta tarde me apetecía. He pensado que me limitaría a bajar la calle y mirar hacia las ventanas. Parecía consuelo suficiente. ¿Por qué lo deseaba? No lo sé. Un observador poco atento diría que estoy enamorado. Pero debería recordar que también estoy enfermo. ¡Esta noche, en tres ocasiones he estado a punto de ponerme las botas y bajar a mirar! ¡Qué debilidad ridícula! Sin embargo, esta habitación puede ser una prisión terrible. ¿Voy? No soy capaz de tomar una decisión. Veo siempre su figura ante mí: amable, graciosa, tranquila, tendiéndome las dos manos…
He tomado una baraja para hacer solitarios y he seguido porque temía parar. Dada mi constitución débil, mi gran ambición y mi carácter afectuoso y, al mismo tiempo, exigente, era previsible que tuviera problemas.
14 de octubre
María Bashkirtseva
Hace tiempo, me fijé en una cita de María Bashkirtseva que aparecía en un libro sobre Strindberg, y me sorprendió la semejanza de sus sentimientos con los míos. ¿Quién eres?, me pregunté.
Esta tarde he ido a la biblioteca y he leído sobre ella en el ensayo de Mathilde Blind que acompaña a su Diario. Estoy estupefacto. En toda la historia del mundo, sería difícil encontrar dos personas con temperamentos idénticos. ¡Y es mi vivo retrato! He devorado las páginas de Mathilde Blind, cada vez más asombrado. ¡Somos idénticos! ¡Oh, María Bashkirtseva! ¡Cómo nos habríamos odiado! Siente lo mismo que yo siento. Los dos estamos absortos en nosotros mismos, la misma vanidad, la misma ambición corrosiva. Es impresionable, voluble, apasionada, ¡está enferma! Y yo también. Su diario es mi diario. Y el mío, ahora, me parece rancio, ¡María ha escrito todos mis pensamientos y se me ha anticipado! He encontrado ya algunos paralelismos estremecedores. Pensar que sólo soy una réplica: qué humillante resulta para un ser humano encontrarse con que es el duplicado de otro. ¿Será cierta la transmigración de las almas? Ella murió en 1886. Yo nací en 1889[100].
15 de octubre
El hombre se mira siempre al espejo, aunque sólo sea para anudarse la corbata y peinarse. ¿Qué piensa de su rostro? Debe de tener alguna opinión. Pero, por lo general, se considera de mal gusto tener una opinión sobre la propia apariencia.
En cuanto a mí, ¡algunos espejos me tratan mal y otros me deprimen! Me inclino a confesar que siento cierta predisposición a favor del que me trata con aprecio. No soy guapo, pero parezco interesante… y, espero, también distinguido. Tengo los ojos hundidos, pero cuando estoy peor es cuando el barbero me peina con el cabello sobre la frente o cuando veo a un hombre realmente guapo en Hyde Park. Tales ocasiones mueven mi mirada como un reflejo, y la duda, como un ladrón en la noche, entra forzando la puerta.
Hoy M. me ha puesto furioso al sugerir que he copiado a R. en mi manera de hablar y en mis opiniones. R. tiene una manera de comportarse dominante como si fuera un alto funcionario de Asuntos Exteriores. Yo, por el contrario, soy tímido, apocado, tiendo a pasar inadvertido y eso me avergüenza. Puesto que somos amigos inseparables, todo el mundo da por hecho que soy su compañero del alma, una especie de appoggiatura a su nota principal. Imaginan que él es mi guía, mi filósofo y gran mecenas: Oxford protegiendo al proletariado. Me pone enfermo la mera idea de que piensen que me empapo de sus ideas, soy eco de sus pareceres y que incluso imito sus gestos e inflexiones.
—¿Se ha perdido? —me preguntó una criatura despreciable, la otra mañana, cuando salía de la habitación de R. sin haberlo encontrado. ¡Lo habría matado…! En cuanto a —, más de una persona piensa que él es el único brillante, de manera que hasta él ha empezado a creérselo.
—Eso hace que te odie ferozmente —le he dicho hoy—, ¿cómo puedo explicar a esta gente la pura verdad?
R. se ha reído satisfecho.
—Si niego tu supuesta supremacía, como he hecho esta mañana, o si, de repente, en un ataque de irritación, me siento inclinado a declarar que te odio (como sucede algunas veces) —más risitas—, que te apesta el aliento, tienes los ojos saltones, las yugulares hinchadas y la cara de luna llena, pensarán que miento o estoy celoso… ¡Yo, tu eco…! ¡Dios mío! —he soltado.
A continuación nos hemos dedicado una gran sonrisa y yo, algo aburrido, me he ido al cuarto de baño y he leído el periódico, a salvo de interrupciones.
Resignación
En el metro, se ha acercado una viuda joven y se ha sentado delante de mí: pálida, cariacontecida, recatada, con un aire de «Hágase Tu voluntad». Hay algo en la adaptabilidad de los seres humanos que me parece horrible, es terrible pensar en cómo nos hemos adaptado todos a esta guerra. La resignación cristiana es una debilidad. ¿Por qué esta viuda recatada no blasfema con voz sonora contra este mundo inicuo que permite esta guerra inicua?
21 de octubre
Yo (lamiendo un sello):
—El sabor de la goma es muy agradable.
R.:
—No lo soporto.
Yo:
—Querido amigo —sorprendido y suplicante—, la goma del sobre es francamente deliciosa.
R.:
—Nunca lamo los sellos, es peligroso: por los microbios.
Yo:
—Yo siempre lo hago. Me compraré un montón y me iré a la playa con ellos.
R.:
—Sí, buena idea.
(Risas.)
Con alegría y desenfado, hemos pasado a hablar de vinos, whiskis y cervezas Worthington, y he rematado la conversación con la típica frase absurda.
—¡Ah, sí! El día empieza cuando termina… ¿verdad?
23 de octubre
Hoy he expresado a R. mi admiración por la hazaña del valiente y triunfante comandante de un submarino, Max Kennedy Horton (¡qué nombre!). R. se ha mostrado frío.
—Sus gestas —ha dicho este maldito bobo— implican pérdidas de vidas humanas y difícilmente suscitan en mí un elogio delirante[101].
Tras carraspear un poco, he dicho:
—Otra vez con tu preciosa sociología: será la ruina de tu carrera artística. Está tan entrelazada con la fibra de tu cerebro que eres incapaz de ver las cosas independientemente de su valor de Estado. Temes aprobar la conducta de un bribón mentiroso y ladronzuelo, por encantador que sea el pícaro, ante el temor a lo que diría Karl Marx… No tardarás en pintar paisajes con recaudadores de impuestos al fondo, o un gran cuadro del Ben Nevis con Keir Hardie en la cumbre[102].
Y así hemos seguido, para nuestra infinita diversión.
La English Review me devuelve el ensayo. Cada vez me enfurece más esta ambición que soy incapaz de satisfacer, estas bellas londinenses que no puedo conocer y esta mala salud que no puedo curar. ¿Encontraré alguna vez a alguien? ¿Estaré sano algún día? Mi único consuelo es que no me rindo: me enfurezco, me irrito. Nunca seré un individuo resignado y blando. Tendré siempre afiladas las garras y lucharé hasta el final.
24 de octubre
He ido a Mark Lane en tren, después he paseado hasta Tower Bridge y he regresado por Lower Thames Street hasta London Bridge, he subido a Whitechapel, St. Paul, Fleet Street y Charing Cross y de ahí, a la casa.
Cerca de Reilly’s Tavern, he visto que un artista había pintado en el suelo una rebanada de pan y, junto a ella, había escrito en francés y en inglés: «Fácil de dibujar pero difícil de ganar». El cortejo fúnebre de un niño trotaba con prisa por Tower Bridge entre carros de jamón Pink y carretas cargadas con todo tipo de artículos, desde lápices de grafito y cerillas a balas de algodón y cajas de té.
Un tramo de St. Catherine’s Way parece una profunda zanja ferroviaria: durante un largo trecho flanquea la calle la pared de ladrillos bellamente curvada de un almacén muy alto, sin ventanas y produce un hermoso efecto. He pasado por delante de grandes almacenes y tiendas: una hermosa vista. Por todas partes había comerciantes de tocino y tostadores de café. En London Bridge me he detenido para dar de comer a las gaviotas y he contemplado a los estibadores que había más abajo. Delante del mercado de Billinsgate tenían una pizarra sobre un taburete para apuntar los precios, pero en su lugar alguien había dibujado con tiza un gato enorme visto por detrás, con la cola y todos los detalles anatómicos.
En Aldgate me he detenido para examinar un tenderete callejero de literatura popular. Un folleto con el titular Expulsado para siempre indicaba el terrible castigo infligido a un futbolista. ¡Bastaba la portada para que a un joven se le hiciera un nudo en la garganta! Otro puesto tenía utensilios domésticos con la indicación: «Se presta todo lo de este puesto por un penique». He oído exclamar a un vendedor de periódicos dirigiéndose a un colega:
—Vienen, lo miran todo y después se largan.
Me he entretenido en una librería pequeña y sucia de Fleet Street en la que la versión inglesa de la obra La damme aux trois corsets, de Paul de Kock[103], se exhibía en lugar destacado, junto a un retrato de Oscar Wilde.
En Fleet Street los restaurantes de salchichas de Whitechapel se convierten en tabernas con «comida en la barra», y los puestos de castañas, con los cubos llenos de carbón al rojo, en tenderetes de escritores aficionados que venden L’Independance Belge o panfletos titulados Por qué entramos en guerra.
En el Strand venden mapas de guerra, insignias con banderas para el ojal, etc. He comprado un botoncillo por un penique. Una de las tiendas estaba transformada en galería de tiro —a tres tiros por penique— a la que podían acudir los abogados de Inner Temple, entre alegato y alegato, para irse entrenando por si llegaban los alemanes.
Frente a la estación de Charing Cross he visto a una mujer hermosa y bien vestida, vestida de luto, dando vueltas a la manivela de un organillo…
He regresado a la biblioteca y he leído la Dublin Review (artículo sobre Samuel Butler), la North American Review (otro sobre Henry James), y he cenado a las siete. Después de cenar, he leído: el Evening Standard, el Saturday Westminster y The New Statesman. He fumado seis cigarrillos y me he ido a la cama. Mañana, la Quinta sinfonía de Beethoven.
25 de octubre
Demasiado tarde
El paseo de ayer me ha dejado con el ánimo dolorido. Londres se extendía ante mí como un campo abierto, pero yo me sentía demasiado cansado para explorarlo. Sólo podía recorrerlo despacio, como espectador, y tomar nota de mis impresiones de manera mecánica. ¡Qué tristeza! Me gustaría ver los Docks y toda la zona portuaria, entrar en las tabernas y en los fumaderos de opio, hablar con chinos y marineros indios; deseo poseer un conocimiento de Londres de primera mano, de primera clase; del Londres de los hombres, de las mujeres. Ayer me estremecía de emoción y, sin embargo, cada vez me sentía más cansado, inquieto y taciturno, y repté de nuevo a mi escondrijo, como un gorgojo. ¡A las seis y media estaba en la biblioteca leyendo la Dublin Review!
Me he comportado como un joven atolondrado al despreciar las oportunidades de estudiar y probar la vida y el carácter en el norte de Devon: en las reuniones de los concejos municipales, en los consejos de tutores y campañas electorales, por no mencionar los tribunales y las ferias rurales. En lugar de apreciar en su justa medida todas estas experiencias directas y auténticas, mi diario y mi cabeza sólo estaban llenos de Zoología, por favor. He pasado por alto ocasiones excepcionales, despotricando y echando chispas, inquieto, lleno de desprecio por mi limitada existencia, impaciente como sólo puede serlo un joven. Nunca me perdonaré esta incapacidad para recordar esa vida, de manera que ahora, en lugar recostarme en la silla y entretenerme a mí y a los demás con descripciones de sucesos antiguos e increíbles, mi memoria es rígida y formal: sólo recuerdo unos pocos nombres y uno o dos acontecimientos aislados. Es como si ese tiempo no hubiera existido. Mis recuerdos sólo son un borrón difuso: viejos funcionarios municipales, pregoneros (al menos cinco de ellos vestidos con magnífica indumentaria), policías (con uno me dediqué a la caza furtiva), cenas tras los concursos de arado (bandejas con carne asada y patatas hervidas. Y yo, gafudo estudiante de zoología, me sentaba incómodo entre valientes campesinos, hambrientos después de pasar todo un día arando), reuniones electorales en remotos pueblos de Exmoor (¡donde pasé las noches en maravillosas posadas!): todo ha desaparecido, todo es demasiado remoto para poder contarlo y, sin embargo, lo bastante claro para rondarme por la cabeza mientras no paro de dar vueltas intentando resucitar estos recuerdos. No soporto la idea de que lo he olvidado, de que mi juventud está enterrada en un cementerio sin lápidas. Con una terrible miopía, prefería la Anatomía comparada de los vertebrados, de Wiedersheim, a alguna encuesta sobre marineros ahogados que revelara una historia apasionante sobre los procelosos mares alejados de la costa. Acostumbraba a llevar conmigo la Paleontología, del doctor Smith Woodwar y mezclaba los parasaurios y los holópticos con las propuestas de reparaciones y los informes del patrón. ¡Y ahora me llevo a Keats y Chéjov al Museo!
No cabe duda de que Londres se extiende ante mis ojos. Sin duda, sigo vivo. Sin embargo, ya no tengo energía. Es demasiado tarde. Estoy cansado y enfermo. Escribo estas entradas con una tremenda incomodidad, siento un hormigueo constante en la piel de la mano derecha y he perdido el tacto en la yema de los dedos. Veo mal con el ojo derecho y algunas veces apenas puedo leer la letra impresa con él, etc. Pero ¿por qué seguir?
Cuando un individuo casi inválido se ve obligado a vivir en un aislamiento social casi completo, en mitad de una ciudad bulliciosa como Londres, se sume en un estado similar al trance. Los días rutinarios se suceden tan deprisa como el movimiento de una lanzadera de una tejedora, aturdiendo el espíritu y convirtiendo la vida palpitante en una muda exposición de imágenes. En todas partes, las calles están siempre llenas de gente —millones de personas— que no conozco y que se desplazan con prisa. No paro de mirar, bostezo, y un día como hoy me levanto y me lanzo a la carrera fuera de mí, como una bolsa hinchada a punto de estallar de esperanza, amor, tristeza, alegría, desesperación.
Apología pro vita mea
¿Cómo excusarme por seguir hablando de mis asuntos y seguir escribiendo memorias sobre zoología durante la mayor guerra de todos los tiempos?
Lo cierto es que hay algunos precedentes:
Goethe se puso a estudiar geografía de la China mientras su patria agonizaba en Leipzig.
Hegel escribió las últimas líneas de la Fenomenología del espíritu mientras oía los cañonazos de Jena.
Mientras Inglaterra se desgarraba con una guerra civil, sir Thomas Browne, oculto en el viejo Norwich, reflexionaba sobre Cambises, el faraón y los cantos de sirenas.
Lacépède redactó su Histoire des poissons durante la Revolución Francesa.
Y no olvidemos a Diógenes y Arquímedes.
Naturalmente, esta defensa implica que concedo una importancia desmesurada a mi obra. «Es un poeta de escasa talla», dijo no sé quién de Keats. A lo que éste contestó irritado: «Es como si alguien dijera de Bonaparte: “Es un general de escasa talla”».
Mujer con niño
De camino al Albert Hall me he topado con la más hermosa imagen de una maternidad joven que he visto en mi vida. La madre era una criatura juvenil, deliciosamente infantil, fénix perfecto de belleza y salud. Mientras aguardaba el autobús en la acera con su hijito, sonriendo y charlando con él, me ha envuelto la feminidad, el amor maternal orgulloso, feliz y satisfecho que irradiaba.
Hemos subido al mismo autobús. El niño, con cabello largo y vestido de terciopelo como el pequeño lord Fauntfleroy[104], le ha dicho algo y ella ha sonreído encantada, se lo ha subido a las rodillas y le ha dado un beso. Estoy seguro de que los labios de aquellos seres preciosos jamás se habían tocado. Era imposible creer que aquella criatura virginal fuera madre: la gestación no había dejado la menor huella. Seguramente, el niño había brotado de ella como si fuera una planta. En una ocasión ha reparado en mi presencia y me he dado cuenta de que se daba cuenta de que la miraba. Mientras su mirada pasaba de Kensington Gardens al niño, se ha detenido en mí un momento y, naturalmente, le he rendido el homenaje debido. En realidad, nada demostraba que fuera ella la madre.
La arpía del Albert Hall
Mientras esperaba ante el Albert Hall, se me ha ofrecido un contraste extraordinario: era una mujer, el más patético pecio que he visto jamás flotar a la deriva por el mar de rostros londinenses. Alta, demacrada, cadavérica, la piel del rostro se tensaba sobre los pómulos y sobre una nariz fina y aguileña; en los pies unas alpargatas marrones y una falda larga que arrastraba por el suelo, un sombrero de paja con el ala rota bajo el cual el ralo cabello, peinado hacia atrás, se sujetaba en un moño… Esta alma desgraciada de unas treinta primaveras (¡qué primaveras!), de pie junto a la ola que aguardaba para entrar, pasaba débilmente el arco por un violín que producía algún chirrido. Era incapaz de tocar ninguna melodía y los dedos de la mano izquierda ni siquiera rozaban las cuerdas, se limitaban a sostener el mango.
Ha pasado un policía y mientras miraba la cola ha murmurado con voz audible un comentario jocoso, pero nadie se ha reído. Después la mujer ha empezado a rebuscar en la falda mientras sostenía con la mano derecha el violín que tenía en el cuello, de la misma manera que sujetaría en su casa a un mocoso. Al mismo tiempo, de su boca salían sonidos en falsete: eran unos gemidos sobrenaturales, la voz tenue de un cadáver bajo la tapa del ataúd. Durante unos instantes, nadie ha reconocido lo que recitaba: ella seguía rebuscando en la falda mientras chillaba: «Rompe, rompe, rompe, en tus frías piedras grises, oh mar[105]», etc. Apenas oía sus palabras aunque estaba a dos yardas escasas de distancia. Pero ha repetido el verso y entonces lo he reconocido. Parecía sentir vergüenza de sí misma y de su penuria, como si no le quedara valor para la parodia de interpretación musical que nos había ofrecido: se diría que se asustaba de su fealdad y su patetismo.
Tras ejecutar concienzudamente su programa, aunque con el aire distraído e incómodo del que lleva a cabo una tarea penosa —como un niño cansado reza a toda prisa antes de irse a la cama— al final se ha sacado del bolsillo de la falda un monederito de lona y ha empezado a pasarlo. Éste ha sido el punto culminante del desgarrador suceso, ya que cada vez que ella extendía el monedero sonreía, lo que tensaba todavía más la piel sobre los pómulos, y decía algo, un sonido agudo e inarticulado. Le he susurrado a R.: «Mujer. Afirma que es una mujer». Cuando alguien vacilaba o luchaba con un monedero, ella aguardaba con paciencia con la bolsita tendida y la cabeza vuelta hacia otro lado, y la sonrisa se desvanecía al instante, como si el rostro contraído se alegrara de tener la oportunidad de dejar de sonreír. Aguardaba con la mirada perdida, dos ojos sin vida al fondo de profundas órbitas en una cabeza que era casi un cráneo desnudo. Ejecutaba una tarea desagradable porque no era capaz de matar la voluntad de vivir.
Mientras apartaba la vista y aguardaba a que alguien sacara una moneda, la mujer pensaba: «¿Para qué molestarse? ¿Para qué esperar la ayuda de este hombre?». El tintineo de la moneda la hacía volver en sí y seguía adelante repitiendo de nuevo la terrible mueca de su sonrisa.
¿Por qué no he hecho nada? ¿Por qué? Porque estaba decidido a escuchar la Quinta sinfonía de Beethoven, si es que eso lo explica… Y bien podría ser una vagabunda rica, adecuadamente vestida para la ocasión… una hábil farsante.
28 de octubre
Rigor bordis
Rigor bordis! Escribo así como si fuera un asunto ligero. Pero esta noche he estado in extremis… primero he leído el periódico; después, he terminado el libro que leía, Así habló Zaratustra. Sin saber muy bien qué hacer a continuación, me he quitado las botas y me he servido otra taza de café. Pero estas maniobras sólo eran débiles intentos de un pobre infeliz para eludir el asunto principal, que era: ¿cómo ocuparme y mantenerme cuerdo durante la hora y media que quedaba antes de dormir?
He intentado irme ya a la cama, pero no sirve de nada, no me duermo. Además, me sentía tremendamente inquieto. Estar sentado en la silla y, mucho más, quedarme en la cama sin hacer nada, me parecía espantoso, experimentaba toda la necesidad de estímulo de un neurótico disoluto, pero no sabía qué clase de estímulo quería. De haberlo sabido habría ido a buscarlo. Envidio al dipsómano.
Necesitaba algunos medios mecánicos para seguir viviendo hasta la hora de ir a la cama. Me he sentado y he jugado un solitario. Nadie sabe lo mucho que me disgustan los solitarios y cuánto desprecio a quienes los practican. Cansado, me he recostado en la silla, he bostezado y he pensado en una palabra que quería buscar en el diccionario. Esta consulta, olvidada hasta el momento, me ha llegado como un rayo de luz en la oscura habitación. De manera que me he recreado buscándola, me he quitado el reloj, he anotado la hora y después me he quedado de pie, con los codos apoyados en la chimenea mientras me contemplaba en el espejo… acorralado. No podía hacer nada. Habría dado un mundo entero por tener alguien con quien hablar. El orgullo me ha impedido llamar a la casera. He tenido que quedarme de pie, de espaldas a la pared, esperando la hora de la liberación. Sólo tenía una idea. A saber: que en este juego de la vida sin duda yo perdía. Me sentía muy mal. Pero ya que estaba tan mal que no podía estar peor, al cabo de un rato he empezado a recuperarme. He empezado a hacerme una idea de mi lamentable situación y, al hacerlo, me he elevado por encima. La he expuesto mentalmente y me he observado como protagonista de la trama. Me veía sentado en un sillón sucio, en una casa sucia en una sucia calle de Londres, mientras la sucia hija de la casera cantaba en el piso de abajo Little Grey Home in the West[106]. Con la cabeza oscurecida por una nube de depresión y con la idea de que la vida era una prueba de resistencia, debo aferrarme a los brazos del sillón y aguardar sentado hasta la hora de acostarme.
Esta actitud ha demostrado ser un medio útil de defensa propia. Después de dramatizar mi tragedia, la he disfrutado y el agudo dolor psíquico se ha transformado en una mera inquietud estética.
4 de noviembre
Un día ominoso. Padezco la más terrible languidez física. He escrito al médico diciéndole que bajaba rápidamente por una pendiente hacia el mar, como el cerdo que soy, y que si podía ir a verlo.
Esta noche he pasado una hora sufriendo la tortura de la indecisión, preguntándome si debía ir a pedirle que fuera mi esposa o si debía ir a la Fabian Society a oír a Bernard Shaw[107]. He ido postergando la decisión hasta después de la cena. Si me dirigía al piso, debía afeitarme; eso requería agua caliente: la casera había recogido ya la mesa y estaba retirándose con prisas. Debía tomar una decisión. Impulsivamente, he llamado a la vieja para que volviera y le he pedido que me trajera agua para afeitarme, consolándome con la reflexión de que todavía no era necesario decidirme; el agua caliente me sería útil por si sucedía lo peor. Si me decidía a casarme, me afeitaría de inmediato. ¿Debo? (Después de anochecer siempre me afeito en el salón porque la luz de gas es más intensa.)
Me he tomado un café y sin darme cuenta me he encontrado poniéndome tristemente el sombrero y el abrigo. Como no es posible afeitarse de tal guisa, he deducido que me había decantado por Shaw. He descorrido despacio el cerrojo de la puerta y he salido.
Shaw me ha aburrido. Es plenamente victoriano. Me he sentado junto a un joven de ojos saltones que leía el Freethinker[108].
9 de noviembre
Esta tarde le he pedido que fuera mi esposa. Me ha rechazado. En otro tiempo tal vez, pero ahora…
Me parece que no tengo ningún derecho moral a pretender a ninguna mujer, visto mi estado de salud, y lo cierto es que no lo intento ni lo deseo… Lo he hecho únicamente para quitármelo de la cabeza: una afirmación sin rodeos… Si no la quiero de verdad, por mi parte habrá sido una comedia cruel. Pero tengo buenas razones para creer que sí la quiero. Sé que en mí se alternan los momentos de terca pasión con otros estados de ánimo de introspección plenamente inmóvil. Es un alivio haber hablado.
10 de noviembre
Muy abatido. Le he pedido a R. tres veces que viniera a cenar conmigo. Se ha negado las tres. Tengo los nervios de punta. Vous l’avez voulu, George Dandin[109]. Ése es el problema.
11 de noviembre
Ella me observaba y yo me sentía un desecho humano —Vous l’avez voulu, George Dandin— pero hay que achacarlo a la mala salud y no a ella.
He dicho:
—Algunas cosas son demasiado cómicas para provocar la risa.
—¿Por eso está usted tan solemne?
—No —he contestado—. No estoy solemne. Me río. Algunas cosas son demasiado solemnes para tratarlas en serio.
Me ha acompañado hasta la puerta y me ha sonreído en silencio: una divertida sonrisa de despedida, llena de satisfacción felina…
12 de noviembre
Terrible depresión nerviosa. He pensado en suicidarme con una pistola… una Browning. O en desaparecer misteriosamente diez días: me iría a un buen hotel, me gastaría todo el dinero y viviría entre seres humanos con ojos, narices y piernas. Qué aislamiento. ¿Estaré volviéndome loco? Sería interesante ver si alguien me echaba de menos si desapareciera.
13 de noviembre
Sigo pensando en el suicidio. Parece la única salida. Esta mañana me ha llegado el ensayo que me devolvía el editor de —. Una por una, me he visto despojado de mis ilusiones más preciadas. En otros tiempos mis ambiciones me proporcionaban la energía necesaria para mantenerme vivo. Una tras otra, se han visto frustradas y ahora ya nada alimenta la llama. Cada día me enfrento al hecho de que mis ambiciones estaban muy por encima de mis facultades y mi salud. Durante años, toda mi existencia se ha basado en una falsa estimación de mi propio valor y mi vida ha girado en torno a un absurdo engaño. Pero por fin me conozco tal como soy y no siento el menor entusiasmo. El futuro nada me reserva. Ya estoy cansado de mi vida. ¿Qué nos aguarda aquí sino la muerte?
14 de noviembre
Esta noche, antes de ir a verla, he comprado el London Opinion con intención de encontrar algún chiste o, mejor aún, alguna frase cínica sobre las mujeres para lanzársela. He repetido un chiste, una frase ingeniosa de Oscar Wilde y una anécdota personal (esta última, medio inventada). Ninguna ha caído bien, pero he conseguido mantener un aire despreocupado e incluso desenvuelto.
—¿Usted nunca suelta juramentos? —he preguntado—. Pues es bueno. Jurar es como los granos, es mejor que salgan, limpia el sistema moral. La persona que se controla debe de tener montones de juramentos terribles circulando por la sangre.
—Jurar no es el único remedio.
—Supongo que usted prefiere las píldoras doradas del sermón; yo prefiero los granos a las pastillas.
¿Es sorprendente que no me quiera?
Me pregunto por qué me pinto con tan horribles colores, por qué obtengo este morboso placer simulando, delante de las personas a las que quiero, que soy un bestia y un cínico. Imagino que padezco de un amor propio lacerado, de una dolorosa soledad, de la conciencia de lo ridículo que resulto y de que la mayoría de la gente, si lo supiera, me miraría con desagrado y repugnancia.
Soy muy desgraciado. Soy desgraciado porque ella no siente nada por mí y, sobre todo, porque yo no siento nada por ella. En lugar de pasión, me arrastra la pesada cadena de la atracción… Alguna ley inflexible me hace gravitar hacia ella, me atrapa por el cuello y me suspende sobre ella, no puedo apartar la vista…
En los primeros tiempos, cuando hacía todo lo posible por ahogar mi amor —como si fuera un hijo bastardo—, me alentaba el hecho de que, para un hombre como yo, este crimen resultaba necesario: me aguardaban libros que escribir y que leer, tal vez fama y renombre, y por ello debía sacrificarlo todo… Ha desaparecido todo esto. Ningún hombre podía haber soportado mucho tiempo esta esencia concentrada de feminidad que fluye de ella…
No obstante, mi declaración ha arreglado las cosas. Está complacida: tiene ya mi cabellera.
Y, sin embargo, cómo voy a perdonarle que haya dicho que era un instinto natural que una joven no se sintiera atraída por un inválido como yo. Es cruel, pero cierto.
19 de noviembre
Me siento como el capitán Scott escribiendo sus últimas palabras entre el frío y la desolación del Antártico. Hace mucho frío. Estoy sentado, encorvado junto al fuego de mi habitación, después de comer carne dura y tarta de manzanas fría, siento una enorme pena de mí mismo: ahora es mi único placer. Hace mucho frío y no consigo calentarme por mucho que lo intente.
Las diversas alteraciones nerviosas que padezco adoptan diferentes formas. En este momento, la circulación periférica se ve afectada y la mano, el brazo y el hombro están siempre fríos. Tengo la mano derecha azulada, aunque he cerrado la ventana y el fuego ruge en la chimenea. Frío y desolación polares. Londres en noviembre, visto desde una lúgubre casa de huéspedes, puede ser francamente terrible. Este aislamiento celeste me hará perder la razón. Me asombra que Dios soporte la soledad, el frío y la humedad de las nubes. Así vivo yo, pero no soy Dios.
Me repliego en este diario como cualquier otro pobre diablo se da a la bebida. Yo también he jugueteado con la idea de beber. He frecuentado bares y salones de billar y, durante los ataques de depresión, he hecho todo lo posible por olvidarme de mí mismo. Pero el alcohol no me gusta lo suficiente (y necesitaría muchísimo para olvidarme de mí). De manera que me sumerjo en estos excesos literarios y ahogo las penas en tinta azul oscuro Stephens. Me proporciona un placer adusto pensar que algún día alguien sabrá…
Es humillante sentirse enfermo de esta manera. Si estuviera tísico, la enfermedad actuaría como estímulo y podría adoptar una actitud febril e histriónica. Pero encontrarme simplemente «en baja forma», sentirme siempre débil, mina mi carácter y mi vigor mental. Quiero arrastrarme muy lejos y morir como una rata en un agujero. Cuando veo un hombre bronceado y saludable me estremezco. Los sanos contemplan al enfermo crónico como a un leproso: recelan de él, les parece sospechoso.
20 de noviembre
Sigo en la casa, enfermo.
Desde luego, R. es mucho más exquisito que yo. Últimamente se ha entusiasmado con la idea de que está enamorado de cierta damisela de cabello dorado natural de Estados Unidos. Me cuenta fragmentos de sus diálogos, lo muchísimo que se divierte orillando temas de conversación peligrosos; o bien coge un lápiz y dibuja con habilidad su perfil o la curva de su seno. O se dedica a disertar sobre su nariz o sus ojos. Me lo imagino volviendo loca a una mujer y después recogiendo sus lágrimas en un frasquito como recuerdo. Después, cada vez que necesitara un cordial, podría sacar la ampolla del bolsillo del chaleco y contemplar cómo se condensaban las lágrimas.
—¿Y por qué no te casas con ella y terminas con todo este coqueteo? Te diré lo que te pasa —he gruñido—: Eres un pintor paisajista… Al final te parecerás a ese ser furtivo, mezquino, judío y tacaño que era J. W. M. Turner y no permitirás que ningún ser humano se interponga en tu arte. Tal vez fuera un gran artista pero ¡qué hombre! Terminarás con una señora Danby.
—Sí —ha contestado él, citando a Tennyson con acierto—: «Y daría mi salvación a cambio de un dibujo», como Romney al abandonar a su esposa. Si no me caso, no tendré mujer que abandonar[110].
Es inútil discutir con él. Su cosmogonía está erróneamente centrada en el arte en lugar de estado en la vida. La vida le interesa, no podría resignarse al hábito y a la tonsura, pero no se sumerge en ella. Insiste en ser un espectador, en contemplar la vorágine desde la orilla y comentar: «¡Oh, qué pena tan magnífica!», o bien: «¡Qué sensación tan exquisita!». El otro día, tras uno de nuestros asaltos verbales, busqué un insecto, lo diseccioné y puse un fragmento en una caja de coleccionista. Después saqué la caja y la abrí de repente con una sonrisa burlona:
—Aquí tienes una linda pena que he capturado esta misma mañana.
Le hizo gracia la broma y nos dio un ataque de risa.
—Qué índice tan terrible tienes —dijo con una sonrisa.
—¿Como los ojos del cardenal Richelieu? ¿Taladra? —sugerí satisfecho. (Lo dice porque le doy golpecitos agresivos en la camisa, en el espacio comprendido entre el chaleco y la corbata, para dar énfasis.)
—Debes contemplar mi pasión por la pintura —prosiguió— como una especie de dipsomanía: no puedo evitarla.
Contesté con vehemencia.
—Exactamente, puntilloso amigo: es algo anormal y antinatutal. Cuando veo que con afán de cultivarse un hombre se arranca deliberadamente ramas de sí mismo para concentrar toda la fuerza en una sola, me doy cuenta de que si lo consigue será tan vulgar como una gorda en una feria rural; y si no lo logra no habrá sido más que una mutilación patética… Estás intentando pervertir un instinto natural. Según creo, quieres pintar. De acuerdo. Pero cuando un chico llega a la pubertad no le crece una paleta en la barbilla, sino pelo… Sin embargo, reconoces que es una mala costumbre, ¿qué puedo añadir? (¿Para qué?) Es un vicio y lo siento mucho por ti, muchacho. Haré todo lo que pueda: ven a cenar conmigo esta noche.
—Oh, muchas gracias —dijo mi caballero—, pero no lo lamento en absoluto.
—Lo imaginaba. Así que, al final, no estamos de acuerdo. No nos damos la mano tras el combate de boxeo, sino que nos burlamos desde las cuerdas y nos citamos para otro asalto.
—Las oraciones que recitas desde el púlpito, querido Barbellion, con plenas vestiduras sacerdotales, merecen mayor audiencia —reflexionó—. Pero, la verdad, oírte a ti predicando… Creía que tenías un talante lo bastante filosófico para apreciar los planteamientos ajenos, lo bastante abierto de miras para valorar todo punto de vista. Además, lo que a ti te pasa es que temes tanto el matrimonio como yo, y por los mismos motivos.
—Confieso que cuando me hallo en la ciudadela filosófica de mi sillón —proseguí— comprendo perfectamente los puntos de vista ajenos. Si te pones al otro extremo de la alfombra y avanzas la hipótesis de que el asesinato puede ser un acto moral, examinaré tu argumentación, dispuesto a aceptarla. Pero si rajas el abdomen de mi hermano ante mis ojos seré lo bastante débil y humano para partirte la cara… Eres demasiado frío y olímpico, te sitúas entre las nieves con una caja de pinturas.
—Es muy hermoso el paisaje nevado.
—Ya me lo imagino.
(Salen.)
23 de noviembre
Gran languidez física, especialmente por las mañanas. Es un calvario salir de la cama y echarse a las espaldas la carga cotidiana.
—¿Qué le pasa? —me preguntan.
—Oh, es mera decadencia senil: una histólisis general de los tejidos —digo, contestando con evasivas.
Esta noche me he mirado involuntariamente en el espejo y he advertido al instante el alarmante grado de abatimiento que reflejo. De manera inconsciente, he apartado la vista mientras negaba con la cabeza y hacía un ruidito con los dientes y la lengua que significa: «Vaya por Dios». M. me dice que estas rachas de mala salud sólo se podrían explicar si llevara «una vida disoluta, cosa que no parece usted hacer». Maldición.
Nietzsche
Estoy leyendo a Nietzsche. ¡Qué medicina tan magnífica para los cachorritos de Pomerania como yo! Soy irremediablemente cobarde. Las tormentas con truenos siempre me asustan. Los menores cortes me alarman porque temo que se me envenene la sangre y voy siempre corriendo a buscar un desinfectante. Pero Nietzsche hace que me sienta todo un mastín.
La prueba del amor verdadero
Una prueba definitiva para determinar si un amor es verdadero es si uno puede soportar la idea de cortar las uñas del pie de su amada: es una prueba de onicotomía. O si le parece que el sudor de su enamorada es tan aromático como la esencia de rosas. Esta noche se lo he dicho. Probablemente piensa que «lo he leído en un libro».
Chopin
El domingo fui al Albert Hall y la orquesta me hizo entrar en calor. Es fantástico ver desde la galería cómo toca una orquesta. Mana y titila como una llama. Su actividad incesante atrae la atención y la retiene como el fuego, incluso un sordo quedaría fascinado. He oído la Marcha fúnebre, de Chopin, y otras piezas. Sería una experiencia extraordinaria escucharla desde el ataúd, tocada por una orquesta de cuerda y dirigida por sir Henry Wood.
Sir Henry, como un mesías moreno, ha vuelto a ser crucificado: la Rapsodia húngara n° 2 le produce la más terrible agonía…
28 de noviembre
Rodin
Últimamente he ido más de una vez a admirar las recientes donaciones de Rodin al país que se muestran en el Victoria and Albert Museum. El Hijo pródigo es la Quinta sinfonía de Beethoven en piedra. Hasta la segunda visita no me di cuenta de que tenía un guijarro en cada mano: un toque maestro. ¡Qué remordimientos frenéticos!
La que más me gusta es El ángel caído. Las piernas de la mujer caen sin vida hacia atrás en una curva embriagadora. El ojo las acaricia, baja por los muslos, recorre las pantorrillas hasta llegar a la punta de los dedos, como si fueran las patas traseras de una gacela muerta. Rodin ha conseguido exactamente el mismo efecto en la mujer del grupo llamado Eterna primavera, que sólo he visto en fotografía.
Esta mañana, a las nueve, estaba acostado en la cama, tendido sobre la espalda, caliente y cómodo y, por primera vez en varias semanas, no me dolía ni me molestaba nada. El colchón se curvaba en torno al cuerpo y las piernas, y me sostenía en un abrazo suave y cálido… He cerrado los ojos y he silbado la melosa melodía para el solo de violín de la Marcha fúnebre, de Chopin. Me habría gustado que aquel momento durara horas. La mala salud expulsa el alma del hombre. Se convierte en un mero cuerpo, puramente físico.
29 de noviembre
Esta noche, tras un largo paseo en silencio por las oscuras calles y plazas de Londres, ¡me ha prometido que sería mi esposa! ¡Estoy fuera de mí de alegría!
6 de diciembre
Ahora ya lo sé: la amo con pasión. La salud, la ambición y la cordura regresan. Proyectos:
1. Hacerla feliz y ser digno de ella.
2. Casarme.
3. Preparar y publicar un volumen de este diario.
4. Escribir dos ensayos para Cornhill[111] que resulten lo bastante convincentes para que el director los publique en lugar de escribirme largas cartas elogiosas y alentadoras, como hasta este momento.
He telegrafiado a A. «Este pendón pequeño y valiente ha sido arriado.»
7 de diciembre
¡Tengo tantos proyectos previstos y tan poco tiempo para realizarlos! Además, me acecha siempre el temor de que mis limitaciones físicas o temperamentales me impidan terminarlos, que me flaquee la voluntad o la salud. Soy una de esas personas que cuando se mueren de repente nadie se extraña. Probablemente no sería necesaria ninguna investigación. Deseo con todas mis fuerzas vivir, por lo menos, doce meses más. Qué loco es el hombre que quiere morir.
9 de diciembre
… Esta tarde la he cogido por los hombros y la he sacudido con rabia mientras le preguntaba: «Dime, ¿por qué te quiero?», pero ella se ha limitado a sonreír suavemente y decir: «No lo sé». Sé que no debería quererla. Todo lo indica… Sin embargo, soy muy egoísta: soy un Malvolio intelectual, orgulloso de su intelecto y de su aire distinguido…
Además soy voluble, apasionado, polígamo… Me acosa el recuerdo de que he abandonado un entusiasmo tras otro. En otros tiempos me dedicaba a diseccionar caracoles en un molde de pasteles, en la cocina, mientras madre los cocía: ¡el descubrimiento del funcionamiento interno de un helix me producía la misma tormenta de emociones que ahora siento con la Sinfonía inacabada! Aguardo la primera sombrilla femenina en Kensington Gardens con el mismo interés que antes esperaba el primer copo de nieve o escuchaba el primer canto del cuclillo. Me interesa tanto reconocer un instrumento en la orquesta de sir Henry como en otros tiempos deseaba identificar el canto de un nuevo pájaro en los bosques. Nada está tan lejos de mi intención o deseos como seguir con mi antigua costumbre de estudiar la naturaleza. Ya no leo los libros de ciencias que antes eran mis favoritos: las Andanzas de Waterton, Gilbert White, El zoólogo[112], etc., ya no me interesan. En realidad, casi me produce ciertas náuseas sólo verlos. Wiedersheim (el viejo Wiedersheim) se ha visto desplazado por un libro de texto sobre armonía. Mi principal deseo ahora mismo es oír la mejor música. En el campo llevaba anteojeras y sólo veía zoología. Ahora, en Londres, llevo puesto el bocado —y tengo una boca de hierro—, deseoso de correr antes de que me alcance la muerte.
Al reflexionar sobre todas estas muestras de la inestabilidad de mi temperamento me alarmo y me deprimo, y siento un enorme cansancio. Me gustaría ser más constante en mis amores, pero siempre me aparto del camino. El título de «marido» me asusta.
12 de diciembre
Sir Henry Wood, director de orquesta
He ido al Queen’s Hall, me he sentado en la platea y he contemplado la figura escultural de sir Henry dirigiendo a través de una selva de arcos, «lo cual me ha complacido en grado sumo»[113]. Merecería la pena verlo aunque uno fuera sordo como una tapia. Aunque uno no oyera nada, la animación y la agitación de una orquesta en acción, mientras el director da tajos y mandobles a invisibles enemigos, ofrece un espectáculo magnífico.
El rostro de sir Henry Wood me recuerda en gran medida los retratos tradicionales de Jesús, aunque sir Henry es muy moreno: yo lo llamo el mesías melánico (cosa que a mí me hace mucha gracia). Rodin deseaba hacerlo en piedra… Chesterfield definió también al hombre ideal… Es un edificio corintio sobre cimientos toscanos. En el caso de sir Henry, no se pueden discutir las bases toscanas. Por rápidos y elegantes que sean los movimientos de sus brazos, sus espléndidas extremidades inferiores son tan firmes como columnas de piedra. Mientras la música es tranquila y serena, la mano derecha y la batuta se mueven de acuerdo con la izquierda y describen curvas geométricas perfectas alrededor de su cabeza. Pero a medida que la música adquiere fuerza y volumen, cuando los arcos empiezan a moverse deprisa sobre los violines, y las trompetas y trombones arden en una conflagración, todos aguardamos expectantes… e incluso un poco asustados, para observar sus estocadas. La tensión crece… contengo la respiración… Sir Henry roba un segundo para echarse atrás un mechón de cabello que ha caído, lacio, sobre la frente, y prosigue una persecución implacable, dando a diestro y siniestro a hordas de enemigos invisibles que saltan aullando sobre él. Se produce un combate confuso, pero el director sigue luchando hasta que llega la gran explosión. Pero a pesar de ello, sigues viéndolo de pie entre una nube de grandes cuerdas, impertérrito. Su espada zigzaguea arriba y abajo de la escala —de repente, el puño cerrado de la mano izquierda se dispara hacia arriba e indica el cenit— como el brazo de un sacerdote pagano que implorara a Baal que hiciera caer fuego de los cielos… Pero la llamada no tiene respuesta y parece como si el pobre sir Henry estuviera perdido. La música se enfurece, su cuerpo tiembla con ella, el mesías melánico crucificado por el deseo implacable de expresar por gestos visibles todo lo que siente en el corazón. Uno cree que se rinde, abre los brazos en cruz y, ofreciendo el pecho, los desafía a hacer lo peor, como el cuadro de Moffat en el que aparece un misionero entre salvajes en el continente negro.
Y, sin embargo, acaba ganando. En el ultimísimo momento parece hacer acopio de todas sus fuerzas y, con un movimiento final y devastador, siega la orquesta hilera por hilera… Te despiertas de la pesadilla para descubrir al vencedor agradeciendo los aplausos con algunas de sus inimitables reverencias.
Deberíamos taparnos las orejas con algodón en los conciertos que dirige sir Henry. Si no se hace así, la música puede distraernos. R. L. S.[114] habría deseado encontrarse en cabeza de una carga de caballería, blandiendo la espada, pero yo preferiría luchar en una orquesta con una batuta.
Quinta sinfonía de Beethoven
Esta sinfonía siempre me conduce al éxtasis; en un estado de sintonía extática con su horror, podría ponerme de pie en el gallinero y lanzarme a la platea. Y, sin embargo, a mi lado había hoy varias mujeres ¡haciendo punto! Me ha irritado y molestado tanto que al final del primer movimiento me he levantado y me he cambiado de sitio. Habrían sido capaces de hacer punto a los pies de la cruz, imagino.
Al final del segundo movimiento, otras dos o tres mujeres se han levantado ¡y se han ido a casa a tomar el té! Me habría sorprendido más ver un corcho salir solito de una botella y darse un paseo.
Chaikovski
Últimamente he oído mucha música: la Patética de Chaikovski y la Quinta sinfonía, un poco de Debussy y algunas piezas sueltas de Dukas, Glinka, Smetana, Mozart. Estoy repleto de las impresiones que me ha causado todo esto y apenas sé qué escribir. Como de costumbre, el tercer movimiento de la Patética me ha provocado un frenesí de júbilo; tenía la sensación de que el contorno del pecho me crecía unas pulgadas y me han entrado ganas de gritar con voz de trueno. En ocasiones como ésta, las convenciones de una sala de conciertos pública son terriblemente opresivas. Me habría comido «todos los elefantes del Indostán y me habría limpiado los dientes con la aguja de la catedral de Estrasburgo».
En el último momento de la Quinta sinfonía de este fantástico Chaikovski, la orquesta parecía avanzar a galope tendido, dejando al pobre Landon Ronald[115] agitando la fusta de un modo ridículamente ineficaz. Los acordes han seguido estallando y, justo antes del final, he tenido el terrible presentimiento de que, en realidad, la orquesta no podía parar. He aguardado sentado, con los nervios tensos, esperando que algún acorde, el siguiente, o el siguiente, fuera el último. Pero la orquesta seguía aporreando. Todos parecían el último, pero siempre había otro más, tan apasionado y enfático como el precedente, hasta que, al final, lo que aquella orquesta inhumana intentaba aplastar y destruir, fuera lo que fuere, habrá quedado reducido a una masa informe. Deseaba subir al escenario y rogarles que pararan; los caballeros de edad movían la cabeza nerviosos, todo el mundo contenía la respiración: todos queríamos gritar: «Por el amor de Dios, paren de una vez», hacer algo que detuviera aquel deseo de aniquilación… El final ha llegado en seguida con cuatro golpes rápidos de percusión. Nunca había visto tanto odio, tanta intensidad apasionada de la voluntad de destruir… ¡Y Chaikovski era ruso!
Debussy ha supuesto un cambio agradable con L’après-midi d’un faune. Es el marco musical para un ejercicio de oscitación. Es un bostezo orquestal. ¡Qué cansancio!
He salido encantado. Tenía ganas de decir a todo el mundo: «Impresionante, ¿verdad?». Después nos habríamos estrechado la mano y nos habríamos ido a casa silbando.
14 de diciembre
Mi habitación está repleta de programas viejos de conciertos y recetas del médico (en los sobres amarillos del farmacéutico), y libros, libros y más libros.
Sobre la mesa tengo en este momento:
Las obras de teatro de Brieux.
Joseph Vance[116].
El significado de la verdad, de William James.
Más allá del bien y del mal.
Los endemoniados, de Dostoievski.
El Diario, de María Bashkirtseva.
De este último sólo he tenido tiempo de leer el primer capítulo y casi me da miedo seguir. Sería muy humillante descubrir que sólo soy su doble.
Sobre la chimenea tengo una fotografía de Huxley —el héroe de mi juventud—, ¡que el viejo B. siempre ha tomado por mi abuelo! Cuando colgué la máscara de yeso de Voltaire, soltó una risita grosera y dijo: «Menudo tarambana, ¿quién es?».
15 de diciembre
Petticoat Lane
Como hoy es domingo, esta mañana he ido al mercadillo de Petticoat Lane y he pasado un buen rato.
Al doblar la esquina para tomar Middlesex Street, tal como se llama ahora, lo primero que he visto ha sido una niña —una judía— entre dos policías por vender banderitas belgas para el ojal; al final han terminado por llevársela a la comisaría.
En Petticoat Lane había una báscula para yoquis Royal Ascot, hecha de latón tapizado en terciopelo rojo chillón, en la que costaba un penique pesarse. Un hombre muy gordo se ha pesado y parecía un poco abatido mientras recogía el papelito.
—Catorce libras más —ha comunicado a la gente, compungido.
—Tendrá que tomar menos oporto —ha dicho alguien, y todos nos hemos reído.
Junto a la báscula había un hombre vendiendo giróscopos.
—Un objeto científico, entretenido a la par que instructivo, que ilustra los principios de la gravedad y la estabilidad. Tal como lo ven: por un chelín, ¿quién se anima?
Me he detenido junto a un puesto que sólo vendía gorras.
—¡Todas las tallas, todos los colores, todos los dibujos: todas a un chelín!
Dos hombres dirigían el espectáculo: un judío con gorra de piel, situado a un lado del puesto, y, al otro, una especie de capitán Cuttle[117] de aspecto imponente, un marino casi tan ancho como largo con una pierna torcida y la voz de un capitán en pleno huracán. Los dos hombres vendían gorras a un ritmo prodigioso con la despreocupación de comerciantes seguros de su clientela. El marino cogía una gorra, la lanzaba a un tímido posible comprador y, si se le caía, le lanzaba otra mientras gritaba bulliciosamente.
—Oh, qué divertido, qué buen nido para los pájaros tiene usted.
Ha encasquetado su gran sombrero en la pequeña cabeza de otro cliente y ha dicho:
—Aquí tiene, parece todo un caballero. ¡Oh! ¡Ah! Es un poco grande.
Y todos nos hemos reído: el cliente ha pasado por tonto, pero no se ha ofendido.
—Pruébese ésta —ha dicho el vendedor por encima de la tormenta, y se ha quitado su propia gorra—. No se asuste, acabo de lavarme el pelo: el año pasado, sin ir más lejos. (Risas.)
Después se ha dirigido a su compañero, el judío del otro lado del puesto.
—Oh, qué cara tiene, ¡mire! Seis peniques para quien me diga qué es esto. ¿Por qué no lo enviamos a las trincheras para que lo machaquen?
El judío llevaba gafas y tenía una voz suave y aduladora, y ojos negros como un gano: era todo un judío.
—¡Oh! —ha dicho con tono untuoso y semítico, aprovechando la entrada que le daba (porque todo estaba ensayado)—. Mi mujer dice: «Mi rostro es mi fortuna».
—No me extraña que esté pelado y haya tenido que meter inquilinos en casa. ¿Cómo se llama usted?
—John Jones —ha contestado con voz recatada y aduladora.
—¡Eh!, seguro que no se llama así en su maldito país: seguro que es Barullinsky.
—¿Sabe cómo me llamo de verdad?
—No.
—Asnonheimopoplocatdwizlinsky Kovorod.
(Risotadas.)
—Pues para abreviar, lo llamaré «Asno».
Me reía a mandíbula batiente de los dos payasos cuando el marino se ha dado cuenta y me ha gritado:
—Parlez vous français, m’sieur?
—Oui, oui —he dicho.
—Ah, entonces es uno de los nuestros. ¡Qué divertido! ¡Qué cabezota! —ha dicho, sin dejar de vender gorras y de lanzárselas a los compradores.
Quizá una de las cosas más extraordinarias que he visto ha sido un río de jóvenes que, uno tras otro, se acercaban a un puesto, pagaban un penique y bebían una jarra de un «tónico nervioso» —un líquido verde que servían de una gran jarra— que curaba lo siguiente: «La debilidad interna, la agitación nerviosa o la opresión corporal».
Otro hombre se dedicaba a sacar muelas y vender polvo limpiador. Los dientes de los mocosos que lavaba como demostración quedaban mucho más blancos que sus rostros o el del mismo dentista, que era el «auténtico Charles Assenheim».
La señora Meyers, «nada que ver con ninguna otra persona del mismo nombre de esta calle», despachaba a toda velocidad anguilas a dos, tres y seis peniques.
Pero tardaría horas en contar todo lo que he visto en esta calle extraordinaria durante hora y media de un domingo por la mañana. Cada puesto vende un único artículo: gorras, relojes, canciones, tirantes, chales, literatura subida de tono, concertinas, gramófonos, abrigos, pantalones, prendas de segunda mano, centros de mesa… La calle estaba llena de gente (incluso he visto dos marinos asiáticos con un fez rojo) que examinaba los productos expuestos, atentamente observados por numerosos policías. Los despertadores atronaban, los discos (¡todos distintos!) sonaban en los gramófonos y los comerciantes pregonaban sus mercancías: un perfecto pandemónium.
31 de diciembre
Una conversación
—En tu carácter existe un elemento fácilmente calculable, querido amigo —he dicho—, merced al cual renuncias a la dignidad de un ser humano libre para someterte a una ley natural inflexible. Puedo prever tus movimientos, intenciones y opiniones con mucha antelación. Por ejemplo, estoy casi seguro de que te veré cada sábado por la mañana con The New Statesman bajo el brazo; sé que las palabras «Wagner» o «Shaw» murmuradas despacio y con cuidado en la oreja producirán una reacción muy concreta.
—Pues apuesto lo que sea a que no sabes lo que voy a comprar ahora —ha contestado R. alegremente, avanzando hacia el puesto de prensa. Ha comprado el Pink’Un y yo me he echado a reír[118], y, mientras tanto, mientras el destino del imperio está en juego, tú lees Pragmatismo[119] —ha meditado.
—Sí —he dicho yo—. Y la Academia de Ciencias de París discutía sobre las funciones del 0 y el polimorfismo de las diatomeas antárticas el septiembre pasado, cuando los alemanes estaban casi a las puertas de París.
Ha sido un argumento afortunado por mi parte, porque él sabía que me estaba hiriendo en lo más vivo. Somos grandes amigos, sin duda, pero algunas veces nos sacamos de quicio mutuamente.
—Yo soy polícromo, un retórico con voz de bajo. Tú no sólo eres un tonto redomado, grisáceo, baritono y pintor de acuarelas —he declamado.
—Y tú, naturalmente, pintas con sangre, ¿verdad? —ha preguntado con aire burlón.
Su educación oxoniense no lo abandona nunca. Por ejemplo, dice e converso en lugar de «por otra parte» y entre nous en lugar de «entre nosotros». Cuando ordena los párrafos, los clasifica con letras griegas, cita a Juvenal, conoce París y Nápoles, viaja a los Alpes para practicar deportes de invierno, y todo ello con modales de caballero.
Visita el East End con cierta frecuencia para estudiar «cómo viven los pobres», da conferencias en el Toynbee Hall y llama al proletariado prolly. En definitiva, se comporta en todo de acuerdo con las normas, es socialista y agnóstico, seguidor de Shaw y devoto de Bunyan. Dice Heródoto en lugar de Herodoto para demostrar que sabe griego y acentúa correctamente las palabras rusas, aunque ruso no sabe. Como cualquier otro profesor universitario, está siempre preparado para dar una opinión sobre cualquier asunto sub, supra o circumlunar, desde el bimetalismo a la sinfonía como forma artística.
—Ésta es una quinta dominante —le dije el otro día: la callada por respuesta—. Ignorante infeliz, ¡no sabes lo que es una quinta dominante!
Intercambiamos muecas.
—¿Quién manda en la Casa de la Moneda? Ésta es fácil.
—El ministro de Hacienda —fue su rápida respuesta.
—Exacto —dije, sarcástico y alicaído—. Ahora dime el versículo más corto de la Biblia y las fechas de nacimiento y muerte de Ramsés II.
Nos echamos a reír. R. es un hombre muy inteligente y el más versátil que he conocido nunca. Está destinado a dejar huella. El peligro es que tiene demasiadas cosas entre manos. Entre sus ocupaciones y sus adquisiciones se encuentra el arte (grabado, grabado en cobre, acuarela), la música (tiene una voz encantadora), las lenguas clásicas, francés, alemán, italiano (los lee y los habla), la biología, etc. Siempre le ronda alguna idea nueva por la cabeza.
—Por el amor de Dios, no le des más vueltas, vas a destrozarte la cabeza. Olvídate de eso y dedica una temporada a abstenerte del conocimiento: un ayuno intelectual.
Nadie disfruta tanto como él del modo en que le tomo el pelo: se me da bastante bien.