3 de enero
Desde la ventana del salón veo pasar casi a diario a un anciano caballero de cabello blanco, paso firme, hombros anchos, piel rosada y saludable y sonrisa alegre —siempre va canturreando por lo bajo—. Es un individuo feliz, de mejillas y espíritu sonrosados… Me gustaría tirarle barro. Diantre, cómo lo odio. Me hace gemir de dolor. Es cruel, cruel hasta un punto indecente, que un anciano sea tan risueño. Imagino que la vida nunca lo ha acechado. La Gran Anarquista nunca le ha tirado una bomba.
19 de enero
Mi tía, que cuenta setenta y cinco años de edad, ha deducido, al parecer, de mis ausencias constantes de la iglesia, que mi vida espiritual se encuentra en un estado lamentable, y me ha leído un fragmento de un gran libro con una señal adornada con borlas moradas. He levantado la vista de I promessi sposi y le he dicho: «Muy bonito». Hablaba de alguien cuya alma no se salvaba y que no quería abrir la puerta cuando oía una llamada. Es magnífico que una tía solterona te considere un joven malvado y libidinoso.
22 de enero
Por lo que cuenta este diario, no parece que esté viviendo en el poderoso Londres. Lo cierto es que vivo en una ciudad más grande y más sucia: la mala salud. Ésta, cuando es crónica, es como una ligadura permanente. Qué hombre tan estupendo sería si estuviera bien. Para empezar, mi energía levantaría el techo.
He comentado con ella estas frases: «Viajar con esperanza es mejor que llegar, y el verdadero éxito reside en el trabajo»[64]. Es… bueno, está tan llena de gracia… ¡Dios mío! La quiero, la quiero, ¡¡¡la quiero!!!
3 de febrero
Una confesión
H. B. me ha invitado a tomar el té para que conociera a su prometida. Complacido con la invitación, aunque no sé por qué, porque tengo mejor concepto de mí que de él, y probablemente, también mejor que la idea que él tiene de sí mismo.
Sin embargo, me he hecho afeitar e incluso he pensado en comprar unos guantes nuevos, pero la pobreza se ha impuesto sobre la vanidad y he ido con las manos desnudas. Al llegar a Turnham Green, me he quitado las gafas (sé muy bien lo mucho que perjudican mi apariencia). La gracia del asunto ha sido que, aunque yo he esperado tal como habíamos acordado, él no ha aparecido, y he regresado a la casa alicaído… y con las gafas puestas otra vez.
9 de febrero
—Ahora, W., dígame cosas bonitas —ha dicho ella tan pronto como la puerta se ha cerrado a sus espaldas.
—Oh, pídele que lea un libro —ha gimoteado su hermana, pero, en lugar de ello, hemos hablado del matrimonio en todos sus aspectos. Benditas sean, he encontrado a esas dos queridas jóvenes impregnadas de la idea.
En plena conversación, he movido la pierna con un gesto reflejo y se han echado a reír. Era la primera vez que presenciaban un movimiento reflejo rotular, así que he cogido un cepillo de la chimenea, he cruzado hasta Ella y le he dado un golpecito suave: el pie se le ha levantado, disparado.
—Oh, hágamelo también a mí —ha exclamado su hermana.
Ha sido una diversión singular.
Oh, ¿qué veo, linda rodilla?
Y él se agachó y me ató la liga.
10 de febrero
¡Noticias de la gran aventura de Scott[65]! ¡Hace ya un año que Scott murió! He leído esta noche la noticia en la Pall Mall Gazette y me ha dado escalofríos. He estado a punto de llorar… ¡Qué espléndido es el ser humano! Si no nos contempla un dios amoroso, peor para él tanto como para nosotros.
15 de febrero
He intentado besarla en el coche que nos llevaba de regreso a casa desde el Savoy, pero me ha rechazado en silencio, con aire sombrío. Me he disculpado en las escaleras de su piso, diciéndole que temía haberla molestado.
—No estoy enfadada, sólo sorprendida —ha dicho con voz pensativa y gélida.
Habíamos cenado en el Soho y yo había bebido un poco de vino, y ella estaba tan cautivadora que me encontraba en un estado febril, tamborileando con los dedos en el asiento del coche mientras ella estaba a mi lado, impasible. Tiene unos hombros exquisitamente modelados y una hermosa cabeza posada sobre un cuello diminuto.
26 de febrero
Esta noche, mientras subía las escaleras en dirección al piso de ella, he posado ante H. T. (que estaba conmigo) como Sydney Carton en la película Historia de dos ciudades[66] en la escalera de la guillotina. Ha soltado grandes carcajadas, ya que está encantado de conocer mi tropiezo de anoche.
A la hora de cenar han contado la historia de un hombre que requirió de amores a su dama en cuatro ocasiones y, por último, ésta lo aceptó. He señalado que la última parte de la historia es un poco endeble. Ella ha estado en desacuerdo. H. T. ha exclamado:
—¡Oh! ¡Este hombre no tiene sentimientos!
—Pues peor para él —han dicho los demás, metiendo baza.
—Tenía sesenta y seis años —ha añadido la señora.
—Demasiado viejo —ha dicho P.—. ¿Qué edad les parece la mejor en un hombre para el matrimonio?
H. T.:
—Para un hombre, los treinta. Y veinticinco para una mujer.
Ella:
—Eso está bien: así todavía me queda un poco de tiempo.
P.:
—¿Y a usted qué le parece? —dirigiéndose a mí.
—Que a esa edad ya no se es joven ni todavía viejo —he contestado con aire sardónico.
—Tiene usted razón, viejo aguafiestas —ha dicho alegremente P.
—Sabe —he proseguido, encantado de aprovechar la oportunidad para adoptar el papel de joven cínico—, Cupido y la Muerte se encontraron en una ocasión en una posada e intercambiaron las flechas y, desde entonces, los jóvenes mueren y los viejos chochos se enamoran.
H. T. ha tenido la gentileza de opinar que era imposible decir en qué momento era mejor el amor. El amor llega y ya está.
Le hemos advertido que anduviera con cuidado para que no se le escapara el último barco.
—Sí, ya lo sé —ha dicho H. T. (que está enamorado de P.)—. Mi hermano recibió una dosis de luna llena a bordo de un barco cuando navegaba y desde entonces ha sido feliz.
P.:
—¡Qué romántico!
H. T.:
—¡Una gran pasión!
—La única diferencia —he intervenido con sombría monotonía— entre la pasión y el capricho es que este último dura un poco más.
—Parece una frase de un libro —ha dicho ella con desprecio.
Lo era: ¡Oscar Wilde!
P. ha insistido en que cogiera una galleta.
—No se preocupe por mí —ha dicho—. Piense que sólo soy una camarera y no me preste atención.
H. T.:
—¡Ja! Nunca he visto que no prestara atención a una camarera.
(Risas y telón.)
24 de febrero
H. T. vino a la casa anoche y me dijo que ella le había dicho al salir:
—Dígale a W. que lo odio.
Estupendo. Mañana volveré. ¡Viva! Así pues, mi ausencia se ha hecho notar.
7 de marzo
He vuelto a la casa y me he acostado en la cama, todavía vestido, y me he quedado pensando…
Primero como sospecha y después como certeza, he empezado a dar vueltas a la idea de que soy un bellaco: un bellaco cruel y egoísta que sólo quiere sensaciones nuevas… En ese momento se ha desfondado mi petulante suficiencia. Durante largo rato, he ido a la deriva sin brújula ni estrellas. Estaba bastante desorientado; en aquellos momentos, había perdido mi amour propre. Después me he levantado, he encendido el gas y, mirándome en el espejo, he decidido que era cierto: soy una criatura mezquina, absorta en sí misma por completo.
Como acto de contrición debería haber salido al jardín a comer lombrices. Pero el espejo me ha devuelto la conciencia de mí mismo y he empezado a regresar a la piel que acababa de desechar, he empezado a serme menos odioso. Porque, en cuanto me ha interesado, divertido o me ha parecido curioso el hecho de haberme resultado insoportable a mí mismo, he ido recuperando el equilibrio. En este momento me he reconciliado bastante con mi yo. Vuelvo a ser un tentetieso… Aunque reciba golpes, no tardo en regresar a la postura inicial.
Hoy ella estaba silenciosa y melancólica, pero maravillosamente fascinante. Un día estoy desesperado y, al siguiente, frío y apático. ¿Estoy enamorado? ¡Dios sabrá! Me ha acompañado a la puerta para darme las buenas noches y he reprimido de modo deliberado el deseo de hablar.
9 de marzo
En la cama hasta las doce y media leyendo a Bergson y el Antiguo Testamento.
He ido al piso a cenar. E. estaba fría y silenciosa. Me desdeña. No me extraña. He hablado con soltura y cierta brillantez con el deliberado propósito de poner en evidencia la somnolencia de J. También le he tomado el pelo. Este hombre me odia. No me extraña. Después de la cena, ha ido al estudio de E. y se ha quedado allí, solo con ella, mientras ella trabajaba. A las once de la noche, allí seguía cuando me he ido en un arrebato de celos, arrepentimiento y rabia. G. ha declarado que tenía intención de quedarse hasta «que aquel tipejo se marchara». Ninguno de los dos ha querido entrar para echarlo.
La quiero muchísimo y, en una ocasión, el corazón me ha dado un brinco cuando he creído que entraba en la sala. Pero sólo era P. No he vuelto a verla ni siquiera para darle las buenas noches.
10 de marzo
Por la tarde trabajamos en nuestro dormitorio, dos pobres y miserables solteros. H. T. lee la Ley de Equidad con una manta sobre las piernas, ante la chimenea vacía, mientras yo estoy sentado a la mesa con el abrigo puesto, el cuello levantado y escribo mi magnum opus, ¡que me dará fama, fortuna y a E.!
H. T. dice que esta mañana, cuando me ponía los zapatos, me ha señalado que tenía un gran agujero en el talón del calcetín.
—¡Maldición! Tendré que ponerme botas —he contestado. Al menos, eso es lo que dice que he dicho, y estoy dispuesto a creerle. Esta falta de conciencia de lo que hago es rara en mí.
15 de marzo
[En una cena pública en el Holborn Restaurant.] J. ha contestado al brindis de las damas. ¡Muy flojo! H. T. y yo nos hemos puesto en pie y hemos brindado en silencio por E. y por N. después de guiñarnos un ojo. Él estaba delante de mí.
Si me hubieran pedido que contestara a ese brindis, habría dicho con el mayor placer algo similar a esto: … [A continuación sigue un discurso imaginario escrito aquella misma noche, antes de acostarme.]
¡Y, sin embargo, me toman por un tipo blando y sin carácter! Mis modales son blandos, tímidos. ¡Cuánta gloria pierdo y cuánta tortura gano a cambio!
17 de marzo
Hoy he ido al M. B., pero he trabajado muy poco. He pensado mucho en ello y he decidido pedirle a E. que se case conmigo. Alivio por haberme decidido. También felicidad.
Ayer vino a vernos P.; venía del estudio de E. y nos dijo:
—E. les envía saludos.
—¿A quién? —preguntó H. T.
—No lo sé —contestó P. sonriéndome.
18 de marzo
Anoche tuve una larga conversación con H. T. Dice que E. sólo pretendía que comprendiera que la pelea estaba olvidada… He sentido alivio, porque no tengo dinero, pero sí una gran ambición. Así pues, soy egoísta y no he olvidado que quiero pasar las vacaciones en el Jura y el año que viene tres semanas en el Laboratorio de Plymouth.
19 de marzo
He ido a ver a E. Hemos pasado media hora muy incómodos. ¡Estaba cautivadora! Cada vez estoy más enamorado de ella. He estado a punto de decírselo en una ocasión. Me gusta muchísimo.
—Me siento muy melancólico —he dicho.
—¿Y por qué no intenta liberarse de ese sentimiento? —me ha preguntado.
—No puedo, hasta que Zeus se compadezca y se lleve las nubes.
21 de abril
Estamos sentados en nuestras respectivas camas, una junto a otra, en la habitación del piso más alto de una casa de huéspedes de —[67] Road. Son las once y media de la noche y estoy inclinado sobre un costado para encender un hornillo, poner la tetera a hervir y preparar Ovaltine antes de dormir.
—¿A quién he seducido? —he gritado—. Sinvergüenza, ¿no sabes que una pasión muerta y llena de reproches es tan terrible como un cadáver lleno de gusanos? Esto es literatura, muchacho, si fueras lo bastante buen amigo para tomar nota de lo que digo, como hizo Boswell… En cuanto a K., nunca volveré a invitarlo a cenar. Viene a decirme, gimoteando, que nadie lo quiere, y le digo: «Pobre muchacho, que más da si estás aburrido. Ven a mi habitación una tarde a oírme hablar, te lo pasarás en grande». Y ahora es un descarado.
H. T. (sorbiendo la bebida y prestando gran atención a ésta), ha contestado abstraído:
—Cuando te mueras, irás al infierno. —Me gusta su simplicidad homérica—. Deberían enterrarte en una caja de caudales ignífuga.
Silencio.
H. T. (atacando de nuevo):
—Espero que te rechace.
—Gracias —he dicho.
—En cuanto a P. —ha proseguido—, para mí es como si hablara en chino.
—Vete a una escuela Berlitz —he sugerido— y aprende esa lengua.
—Maldito idiota… Lo único que haces es quedarte ahí sentado y sonreír como un gato sanguinario. Nada de lo que te digo te provoca. Estoy seguro de que si me acercara y te dijera: «Mire, profesor, un escarabajo con noventa y nueve patas que ha vivido alimentándose de granito en pleno Sáhara durante cuarenta días y cuarenta noches», te limitarías a contestarme: «Sí, y eso me recuerda que había olvidado sonarme».
Las dos figuras empijamadas se retuercen de risa, se apaga la luz y la sanguinaria conversación prosigue en términos similares hasta que nos dormimos.
26 de abril
Baja de dos meses por enfermedad
Pánico horrible durante los últimos días: me parece que estoy desarrollando una ataxia locomotriz. Afecta a una pierna, un brazo y el habla, es decir, el costado derecho más el centro del habla. M. parece tomárselo en serio. Espero que la enfermedad, sea la que sea, vaya lo bastante despacio para permitirme terminar mi libro.
Siento gran afecto por R.[68] No olvidaré su amabilidad durante esta terrible semana… ¿Tendrán los hados la audacia? ¿Quién puede decirlo?
27 de abril
Me parece que no cabe la menor duda de que tengo una ligera parálisis parcial en el lado derecho (como papá). Cuando me altero tartamudeo un poco, no soy capaz de escribir bien (véase esta letra) y me falla la rodilla derecha. Me da vueltas la cabeza.
Es demasiado inconcebible la idea de que uno pueda estar bajo tierra con un tiempo primaveral como éste. ¿Quién puede decirme lo que me espera…? La vida se abre ante mí, la vislumbro y las puertas vuelven a cerrarse con estrépito. Se hace la oscuridad. Ésa será mi historia. Cada vez tengo más fe en mi libro y siento más prisa por terminarlo antes del congé définitif.
29 de abril
He visto otra vez a M., el cual ha dicho que mis síntomas son, sin duda, alarmantes, pero está seguro de que no se puede hacer un diagnóstico definitivo.
30 de abril
He ido con M. a ver a un reputado especialista en el sistema nervioso, el doctor H. No ha podido encajar los síntomas en una enfermedad concreta, aunque me ha preguntado con recelo si había estado alguna vez con mujeres.
Ha recetado dos meses de descanso completo en el campo. El doctor H. me ha seguido por la consulta con una varita, dándome golpecitos y poniendo a prueba mis reflejos con astucia. Después me ha hecho cosquillas en la planta del pie y me ha pinchado con un alfiler: lo he soportado todo como un hombre. Lleva un sombrero blando y negro, parece un cuáquero y lee el Verhandlungen d. Gesellschaft d. Nervenarzten.
M. es un hombre religioso y después de que le revelara mi psique ayer (por nonagésima novena vez) se quedó arrodillado junto a la camilla de la consulta (después de mirar cómo estaba de reflejos) durante unos segundos, en actitud de oración. Cuando el médico reza por uno, lo mejor es ir llamando al enterrador. Mi epitafio dirá: «Jugaba bien al ludo». En cualquier caso, el juego exige resistencia moral: que lo diga H. T.
5 de mayo
En R. Apático durante todo el día. He puesto un disco en el gramófono y me he arrastrado hasta un rincón del salón grande y vacío, con el corazón encogido. Duele cuando encoge.
6 de mayo
Me he quedado sentado en la «sala de mañana», sintiéndome enfermo. En la butaca de enfrente estaba la tía Fanny, de ochenta y seis años, tejiendo. Escuchaba el repiqueteo de las agujas mientras en el jardín cantaba un zorzal y se ponía el sol en un cielo rojo.
8 de mayo
Antes de irme de R., A. [mi hermano] ha escrito a mi tío y ha incluido la carta del médico. No conozco los detalles, sólo que el doctor M. insiste en la seriedad de la enfermedad y, sin embargo, espera que un descanso de dos meses alivie los síntomas.
11 de mayo
En casa
He encontrado en la calle a H. T. y le he lanzado una pulla. Eso le ha dado pie.
—Desgraciado, ojalá te cases con una perdida. Que tus hijos sean patizambos y bizcos, que se te caigan los dientes y te salgan juanetes —y ha seguido con sus prolijas conminaciones.
Me he vuelto hacia el tercero de los presentes.
—¡Escucha esto, Bob! Después de todo lo que he hecho por este joven. Incluso me he tomado la molestia de cultivar en él cierto gusto por la poesía, hasta tal punto que hay que decir que ha llegado a interesarse tanto que durante un tiempo no ha sido nada más que un paquete de papel con la etiqueta «Poesía» escrita encima.
H. T. (obstinado):
—¿Y cuándo piensas morirte?
—Esa decisión, señor H. T. —he contestado con aire amenazador—, corresponde a los dioses.
H.:
—No creeré que estás muerto hasta que vea tu tumba. Y entonces le preguntaré al sacristán: «¿De verdad está muerto?». Y el sacristán dirá: «En to caso, ‘ta ‘nterrao».
Bob no parecía compartir nuestro ánimo bullicioso.
15 de mayo
Jardinería
He ido a buscar a H. T., que estaba regando las petunias en el jardín. Me ha comunicado que el lunes se irá a Londres.
H.:
—Mi madre viene conmigo.
B.:
—¿Por qué?
H. T.:
—¡Oh!, estoy equipándome, comprando camisas y demás. Me embarco a principios de julio.
B.:
—Supongo que es difícil comprar camisas. No sabrías qué hacer con una camisa, si la tuvieras. Tu mamá te llevará de la mano a una tienda y dirá: «H. T., cariño, esto es una camisa», y tú contestarás con patetismo: «Madre, ¿qué dicen las bravas camisas?»[69].
H. T.:
—Eres un cretino. —Sigue regando.
—Me gustaría saber qué harías si te perdieras en un jardín grande —ataco de nuevo.
H. T.:
—Sería feliz como un pájaro. Daría saltos, gorjearía y pondría huevos. Deberías haber visto las tomateras que tuve el año pasado. Una de ellas era tan alta como mi padre.
B.:
—Ahora cuéntame lo del grosellero grande como tu madre.
Imprecaciones recíprocas. Después nos hemos dirigido una gran sonrisa y una carcajada, junto con extrañas y feroces risotadas. Varias veces al día, en tono serio y confidencial, tras una de estas explosiones, nos decimos: «La verdad, creo que estamos locos». Jamás se han oído aullidos semejantes. ¡Interrumpen nuestras animadas conversaciones casi cada minuto!
23 de mayo
Estancamiento
Día de estancamiento. Me he quedado quieto en el parque todo el día, sólo tenía energía para observar. El parque estaba casi vacío. Todo el mundo, menos yo, estaba trabajando. No hay nada más triste que una zona de recreo en días laborables. Había un hombre un poco alejado, dedicado a lanzar una pelota a un perro adiestrado. A mi espalda, en el sendero, ha pasado alguien empujando un cochecito. He seguido escuchando, en una especie de coma, el lejano crujido de la gravilla mucho después de que desapareciera el carrito. A lo lejos, el tintineo de las campanas de una iglesia, en un pueblo situado al otro lado del río y, enfrente, el hombre que seguía tirando la pelota al perro.
25 de mayo
Muerte
… Supongo que lo cierto es que por fin me he acostumbrado a la idea de la Muerte. Antes me aterrorizaba y la odiaba. Pero ahora sólo me irrita. Después de vivir tanto tiempo con esta pesadilla y compartir con ella la mesa con tanta frecuencia, estoy acostumbrado a su fealdad, aunque me aburren sus persistentes atenciones. ¿Por qué no termina de una vez conmigo? ¿A qué se debe esta deferencia? ¿Por qué me lo pasa todo, menos el veneno? ¿Por qué llevo muriendo un tiempo tan desorbitado?
Lo que me amarga es la humillación de tener que morir, de tener que verter los jugos preciosos de mi vida en esta tierra gris, de no ser consciente de lo que pasa, de no poder moverme ya por la Tierra, creando atracciones y repulsiones, vertiendo mi ego en una corriente. Pensar que las mujeres a las que he amado se casarán y me olvidarán, y los hombres a los que he odiado seguirán su camino y olvidarán que los odié una vez. ¡La ignominia de estar muerto! ¿Qué hablante locuaz desea que la tierra le calle la boca, quién acaricia la idea de que los gusanos de la carroña le taladren la sede del intelecto?
29 de mayo
Renuncia
Me alojo en el King’s Hotel, en —. Grandes mareos. La muerte parece inevitable. ¿Un tumor cerebral?
Mientras volvía en el tren, sentado en un rincón del compartimento, con una pierna entrelazada con la otra, he apoyado el codo en la repisa de la ventana y he contemplado impotente los campos verdes y exuberantes, los bosques verdes y los verdes setos. El tiempo era perfecto, el sol resplandecía.
Sin duda, me compadecía cuando pensaba en que lo dejaría todo. Pero me he dispuesto a la lucha y me he visto envuelto en un sentimiento más noble: también lo he sentido por los demás, por los dos carreteros morenos del camino que avanzaban tranquilamente con un carro de madera, por las dos solteronas de mi compartimento que tejían calcetines para dormir, por las hermosas golondrinas que se lanzaban en picado sobre el río, por el conejo que saltaba hacia el helecho en el momento en que pasábamos nosotros… todos ellos también dejarán este mundo.
Me ha sorprendido, por lo inesperado, el alcance de esta benévola compasión. Quizá, por primera vez en mi vida, he olvidado mis miserables ambiciones, he olvidado a los que triunfan, a los oportunistas, a los soberbios, a los altaneros, a los misericordiosos y a los condescendientes: en definitiva, a todos los que hasta la fecha han sido como espinas en mi piel y, sin saberlo, me han incitado a redoblar mis esfuerzos para triunfar. «Pobres —he dicho—, déjalos en paz. Que sean felices, si pueden.» En un estado de ánimo sumiso, me he sentido dispuesto a incluirme entre las filas de los fracasados de este mundo y olvidar cualquier idea de éxito. He perdonado, con gravedad olímpica, a todas las personas que, de un modo u otro, han frustrado mis propósitos. Y, lo que resultaba más raro todavía, no me habría costado nada fundir esta gélida rectitud moral con un interés sincero por la carrera profesional de mis combativos contemporáneos. Con total renuncia, les he tendido la mano y les he deseado a todos buena suerte.
Ha sido una extraña metempsicosis. Sin embargo, lo cierto es que no sirve de nada ser tacaño con nuestra vida, todos tendremos que «apoquinar». Y podemos permitirnos ser generosos porque todos, unos antes que otros, terminaremos en bancarrota. Por mi parte, he tenido un viaje breve y bullicioso y no sentiré llegar a puerto. Abandono sin protestar todos los planes, todas las esperanzas, todos los amores y entusiasmos. Renuncio a todos: en realidad, ya estoy muerto.
30 de mayo
Anoche el mar estaba liso como el pavimento; un lindo velero, con las velas extendidas para atrapar el más leve soplo de aire —la más diminuta inspiración—, permanecía, sin embargo, inmóvil, como un barco pintado en un tapiz violeta. La colina de H. era una inmensa masa angular de color añil. Incluso las barcas de remos avanzaban poco y el agua caía de las lánguidas palas espesa como el almíbar. Todo estaba completamente inmóvil, el aire era denso, con un tacto algodonoso y sofocante; la vitalidad de los seres vivos se escapaba como si se hallaran bajo la sensual influencia del loto. Cuando llegó la oscuridad, el faro de Bullpoint brillaba como el guiño de un ojo lascivo.
He pasado todo el día trajinando en el muelle y en el paseo, escuchando la conversación de la gente, atrapando fragmentos, no muy edificantes. Si hubiera siete hombres sabios en la población, no la salvaría. ¡Maldito sitio!
31 de mayo
… La he espiado, primero desde lejos, y luego he apartado deprisa la cara hacia el mar. Poco después, he movido poco a poco la cabeza con la precaución y el aire receloso de una tortuga asomando del caparazón. Me he asustado muchísimo al descubrir que, entre tanto, ella se había acercado y se había sentado justo detrás de mí, dándome la espalda. Hemos estado así durante un rato y he disfrutado con esta nueva experiencia y con la tensión. Hace pocos años, sólo verla me daba[+] palpitaciones y la primera vez que tuve el valor de detenerme para hablar con ella me sentí palidecer y mi rostro se contraía de modo incontrolable.
En cambio, hoy me he levantado y he pasado junto a ella, consciente de que tenía que haber advertido mi presencia tras una desaparición que había durado tres años. Después nos hemos encontrado de cara y he roto el hielo. Es una hermosa muchacha… Y su hermana también. Pocos, excepto mi barbero, saben lo apasionado que soy. Él afeita mis sinuosos labios.
3 de junio
He pasado varias horas horribles cavilando sobre si debía aceptar su invitación a cenar… Me apetecía ir por varios motivos. Deseaba verla por primera vez en un entorno familiar y deseaba pasar la velada con tres jóvenes bonitas. También me atraía la idea de exponerme a la mirada escrutadora de la familia como héroe de una vieja historia de amor: y mostrarle a ella lo mucho que había progresado desde la última vez que nos vimos y el tesoro que había perdido.
Por otra parte, temía que la invitación fuera informal, una recepción displicente, una sonrisa gélida y una mano rígida. ¡Cómo iba a compartir su comida, en su mesa, entre hermanos y hermanas que me tomaban por un ogro! ¡Delante de ella, que me haría enrojecer todo el rato al recordar los apasionados besos de otro tiempo, nuestras cartas de amor y los execrables versos que nos dedicamos! Semejante aventura parecía encerrar terribles posibilidades. Sin embargo, ardía en deseos de pasar por aquella picante situación.
A las siete de la tarde, media hora antes de la prevista, he decidido adoptar medidas fuertes. He entrado en un pub y me he tomado un whisky con soda, y después me he encaminado con el corazón fortalecido para tomar por asalto a la gélida familia y, si fuera necesario, ¡conseguir que olvidara mi mala reputación gracias a mi gentileza y urbanidad!
He ido y, por supuesto, todo ha transcurrido del modo más normal. Es una muchacha muy bonita, como terciopelo. Antes de la cena, hemos dado un paseo por el jardín y sólo hemos hablado de flores.
4 de junio
Esta mañana, en la colina, me he estremecido al pensar en la noticia de mi muerte: es decir, me he imaginado que oía las palabras:
—¿Sabes lo de B.?
Segunda voz:
—No, ¿qué le pasa?
—Ha muerto.
Silencio.
¡No quiero que todo esto parezcan tonterías si, al final, no me muero! Como artista, debería morirme: es el único final artístico, y debería morirme ahora, si no el Tercer Acto quedará reducido a una larga factura del médico.
5 de junio
Un pilar nuevo en el muelle
Contemplé cómo unos hombres ponían un pilar nuevo en el muelle. Desplegaron la habitual parafernalia de cadenas, poleas, grúas y cuerdas. Un pilar de madera maciza se balanceaba sobre el agua en el extremo de una larga guindaleza. Todo era macizo, incluso los hombres: poderosos, lentos, meditabundos, silenciosos.
No se desprendía nada relevante de sus observaciones ocasionales. La conversación se reducía a breves palabras: «Suelta», o «Aguanta». Pero mediante la atenta observación de ciertos oscuros movimientos del hombre situado en la escalera, cerca del borde del agua, fui comprendiendo que todos estos hombres poderosos y callados se enfrentaban a una gran dificultad. No podría decir cuál era. Los fornidos monstruos no revelaban nada… En realidad, parecían casi indiferentes y cansados, muy cansados de todo el asunto. La actitud del hombre que tenía más cerca parecía indicar que, si de él dependía, el pilar podía seguir balanceándose en el aire hasta el día del juicio final.
Prosiguieron los esfuerzos lentos y laboriosos para superar la dificultad secreta. Pero éstos fueron cediendo poco a poco y al final cesaron. Hombres recios, uno tras otro, abandonaron su puesto para apoyarse en la barandilla y contemplar, como un místico, las profundidades del mar. Nadie hablaba. Nadie decía nada, ni siquiera en las profundidades del mar. Uno de ellos escupió y, con ojos redondos y tristes, contempló la trayectoria del bolo marrón (del tabaco que había estado masticando) en su descenso hacia el agua.
El capataz, un pensador original, encendió un cigarrillo, lo que alivió la tensión. Después, lenta y majestuosamente, se volvió sobre los talones y se alejó. Con el repentino eclipse del interés del capataz, el incidente se terminó. Me habría sorprendido poco encontrarlos tras la oficina del capitán del puerto jugando al tejo o a los bolos mientras el pilar seguía suspendido en el aire… Al fin y al cabo, sólo era un maldito pilar.
11 de junio
Depresión
Estoy deprimido… El ataque de melancolía ha sido muy rápido. El color ha desaparecido de mi vida, el mundo es de un color gris sucio. De regreso al hotel, he visto a H. T. subiendo a un coche después de visitar S. Sands[70]. Pero al verlo no he tenido ganas de llamarlo ni de saludarlo con un gesto. Me he limitado a preguntarme cómo demonios puede haber pasado un buen día en un lugar tan arenoso. Al llegar a —, me he hundido más en esta ciénaga. Me ahogaba ver los viejos hitos conocidos… Ver a los turistas por las calles, cuánto los detestaba… la desolada Peg Top Hill… todo como antes, qué gris. El mero hecho de que estuvieran allí, como por la mañana, me daba náuseas. En este lugar la costa es magnífica, el pueblo es bonito: lo sé muy bien. Pero todo parecía sombrío y triste, exactamente el mismo sentimiento que uno experimenta cuando entra en una casa vacía y sin fuego en un día de invierno y no hay lugar donde sentarse… Estoy tan solo y desolado como quien cae de las nubes en una ciudad desconocida del continente Antártico, con casas de hielo habitadas por pingüinos. ¿Quiénes son?, me preguntaba con irritación. Y tal vez, al otro lado de la calle se encontraba mi hermano. Pero no sentía el menor interés en pedir al conductor que siguiera adelante. El agua pulverizada del mar me enturbiaba las gafas y me cansaba.
14 de junio
La inquietud del mar
La agitación del mar actúa como un somnífero para los nervios maltratados. Uno contempla su incesante actividad, al principio con cierta reticencia, porque distrae la atención de las preciadas inquietudes y pesares propios, pero acaba contemplándolo olvidado de sí mismo, te saca de ti mismo y terminas con una especie de estúpida mirada hipnótica.
El doctor Spurgeon
El día ha estado nublado, pero esta noche se ha levantado una leve brisa que ha limpiado el cielo con la suavidad de una fregona. Al salir el sol, ha dado sobre una vela blanca que navegaba a lo lejos, por el canal, donde apenas se vislumbraba ningún otro barco. La vela mayor centelleaba como un trozo de papel de plata cada vez que el barco viraba. Su blancura y soledad en un desierto azul marino me han llamado la atención y la han retenido hasta que, al final, no podía mirar hacia otro lado. La imagen, tan limpia, blanca y hermosa, me ha hecho desear las cosas más extraordinarias y exquisitas que mi imaginación era capaz de evocar: una muchacha hermosa, de piel clara tostada por el sol, ojos castaños, cejas oscuras y pies pequeños y bonitos; una gota de rocío en una violeta; una mariposa aurora en una umbela.
La vela ha seguido centelleando y ha empezado a ejercer sobre mí una influencia casi moral. Ha sacado todo lo bueno que llevo dentro. Habría deseado seguirla con alas blancas —convertido en un ángel, supongo— para abandonar la cáscara de este cuerpo «como quien abandona sus vestiduras»[71], e ir en pos de la Verdad y la Belleza sobre el mar, rumbo al horizonte, y más allá de éste, hasta el cielo, hasta los últimos y tenues confines, sin duda con una vocecita que me llamaba, igual que al resto de los elegidos, a un Agapemone, mientras el doctor Spurgeon repartía panfletos a la puerta[72].
Ahora puedo burlarme, pero en aquel momento mi exaltación era real. El alma me tiraba de la correa. Estaba lleno de deseo de una belleza espiritual inalcanzable. Quería algo. Pero no sé qué quiero.
16 de junio
Mi sentido del tacto
Siempre he tenido un tacto de una sensibilidad enfermiza. Me gusta sentir un cigarrillo encajado en la comisura de los labios. Cuando me lo quito de la boca, lo sostengo, casi siempre hacia arriba, en la horquilla formada por dos dedos. Cuando espero para comer, palpo los fríos cuchillos y tenedores. Si estoy en el campo, hundo la mano con los dedos extendidos en una masa de hierba, cierro los dedos y aplasto y decapito el montón.
27 de junio
De acampada en S. Sands
Un brillante día de verano. Me he levantado temprano, he desayunado y, vestido con jersey y pantalones, he andado descalzo por la arena en dirección al cobertizo para botes.
¡Todo era maravilloso! He avanzado con grandes zancadas por la arena lisa, encantado con la simple capacidad de poner una pierna delante de la otra y andar. Me gustaba sentir el movimiento de los músculos de los muslos y balancear los brazos siguiendo el ritmo del paso. La brisa constante había despejado el cielo y soplaba a través de mi cabello largo, bramándome en cada oído. ¡Caminaba como podría haberlo hecho Alejandro!
Después me he estirado por completo sobre un tablón que había en la arena, caliente y seco como un hueso. No había ni un alma. Todo estaba limpio, desnudo, barrido por el viento. Mi tablón estaba blanco, lavado por el mar. El arenal —de unas tres millas— estaba duro y purificado, liso. Lo he recorrido todo con los ojos: no había nada, ni un pájaro ni un hombre, que los detuviera. En ese inmenso espacio barrido por el viento, no había nada más que yo, el viento y el mar: un momento halagüeño para un egotista.
En el camino de regreso, al pie de los acantilados me he encontrado con un anciano recogiendo ramitas. Mientras caminaba despacio, metiéndolas en un largo saco, ha dicho en voz alta, como si tal cosa: «¿Crees en Jesucristo?» con el mismo tono que podría haber dicho: «Me parece que lloverá antes de la noche». «Sí, sí», se ha oído como respuesta, sin vacilación alguna: era un chico que estaba tendido boca arriba en la arena, a pocas yardas de distancia; y ha añadido: «Y que murió para salvarme».
La vida está llena de sorpresas como ésta. Los únicos sonidos que he oído hoy han sido los chillidos de las gaviotas argénteas. Un buen día el jardinero levanta la vista del rastrillo y te da la fórmula química correcta del anhídrido carbónico. Una vez me crucé con un cartero que leía a Shelley mientras hacía la ronda.
28 de junio
Escribo esto junto a la lámpara de la cabaña entre las dunas mientras espero que H. T. llegue del pueblo con provisiones. Llevo unos pantalones anchos, un jersey sucio y voy sin sombrero, calcetines ni zapatos. Todo lo invade una atmósfera «Deadwood Dick»[73]. Soy una especie de domador de caballos o ranchero de vacaciones que escribe una carta a su familia. No tengo la menor duda de que dentro de un minuto aparecerá H. T. galopando, atará el potro y entrará echando pestes para llenarse la barriga de carne roja… Si, al fin y al cabo, sobrevivo (toco madera), iré al extranjero y viviré al aire libre.
Como con ganas, estoy poniéndome muy moreno y peludo (¡eso significa fuerza!) y suelto solemnes juramentos. Si me quedara aquí mucho más tiempo, me crecería cola y treparía por los árboles.
Tras cenar unos huevos fritos con pan bien frito, nos fuimos a la cama a las diez y nos quedamos acostados y cómodos, fumando cigarrillos y escuchando la Barcarola de Hoffmann en el gramófono. Apagamos la luz y era agradable contemplar el brillo del cigarrillo del otro en la oscuridad… Ninguno de los dos hablaba. Nos dormimos hacia medianoche. Nos levantamos al salir el sol y oímos un búho que todavía ululaba, una alondra que cantaba y varias grajillas que repiqueteaban al andar sobre el tejado de cinc.
1 de julio
Otra vez en Londres
He regresado a Londres muy deprimido. No estoy tan bien como hace tres semanas. Veo mal con un ojo y me acecha la posibilidad de la ceguera. Además, tengo la mitad de la cara entumecida y la movilidad del brazo derecho limitada.
He dejado a mi madre débil y en cama con neuritis y el corazón delicado. Se ha echado a llorar cuando me he despedido y me ha pedido que vaya a la iglesia todo lo que pueda y que lea a diario un fragmento de las Escrituras. Se lo he prometido. Después ha añadido: «Hazlo por papá», como si no fuera a hacerlo por ella. Pobrecilla, tiene muchos dolores. No sabe lo enfermo que estoy. No se lo he dicho.
3 de julio
De vuelta al trabajo. Un día terrible. Pensamientos de suicidio: una pistola.
8 de julio
Me cuesta un tremendo esfuerzo pasar los días. Tengo que luchar con cada minuto. Cada hora es una conquista. Los tres cuartos de hora de la comida son una bendición del cielo. Paso la mañana esperándolos y cuando llegan los disfruto sin pensar en el terrible e inminente momento en que deba regresar a mi despacho. Gracias a esta actitud prudente, consigo dosificar los ánimos y paso una hora hasta cierto punto alegre en mitad de la dificultad de cada día.
9 de julio
Me he ido a la cama varias veces con la esperanza de no levantarme. La vida se hace cada día más imposible. Hoy he puesto un portaobjetos bajo el microscopio y lo he mirado. Era como mirar algo por un telescopio al revés. Me he quedado sentado, con el ojo pegado al ocular, para simular que trabajaba por si alguien entraba. Tenía la cabeza ocupada en diversas cosas. Cuando uno piensa sobre la Vida y la Muerte es una tarea terrible tener que ponerse a estudiar los ácaros.
10 de julio
No estoy haciendo nada… me quedo quieto en la silla y repiqueteo con los pulgares mientras pienso, pienso, pienso, hora tras hora, siguiendo el mismo circulo horrible. Soy incapaz de trabajar. No tengo valor. He perdido el coraje.
A las cinco regreso a «casa», a la casa de huéspedes, y me desespero cada vez más.
Esta noche se han sentado a cenar con nosotros dos viejas solteronas, un joven alemán (un ser vociferante, lascivo y sin cerebro), una señora que trabaja de mecanógrafa (dicen que se droga), un alcohólico (que tiene una borrachera mensual: el otro día H. lo llevó arriba y lo acostó), dos violinistas invertebrados que tocan en la orquesta del Covent Garden y una dama colonial envuelta en una intriga de dormitorios con el hombre que se sienta a mi lado. ¿Qué son todos ellos para mí? No soporto a ninguno. Ellos lo saben y les ofende.
Después de cenar, me he puesto la gorra y he salido corriendo sin rumbo, para escapar. He llegado hasta el final de la calle sin saber adónde iba ni qué hacía. Me he detenido y he observado fijamente el tráfico de Kensington Road, sin saber qué hacer e incapaz de decidirme (parálisis volitiva). He dado media vuelta, me he dirigido a la casa y me he ido directamente a la cama a las nueve de la noche, ansiando que llegara pronto la noche de mañana, cuando la veré de nuevo, pero al mismo tiempo, preguntándome cómo voy a conseguir pasar el día antes de que llegue la tarde… Es una existencia precaria. Mi vida interior agosta cualquier interés externo. La zoología me parece un objeto curioso de un bazar de Bagdad. Me siento en mi despacho del M. B. y me entretengo con ella; dejo que ruede y se me deslice por los dedos, como un niño cuando juega con mercurio.
11 de julio
Otra vez al piso. Estaba hermosa con un traje negro, blusa de seda blanca y cuello a lo Byron, abierto con descuido por delante, como si se le hubiera soltado un botón. Dice que varío: algunas veces subo en su estima y otras bajo; en una ocasión, caí muy bajo. He entendido que me estaba diciendo que ahora estaba ¡ARRIBA! Aleluya.
14 de julio
… Tardaría demasiado y estoy demasiado cansado para escribir sobre las diversas fases de este día, todas las impresiones y pequeñas miserias que han recorrido mi conciencia, persiguiéndose unas a otras o jugando a saltar al potro en mi pecho, como alegres demonios[*].
21 de julio
Esta mañana he disfrutado plenamente del viaje a la ciudad. En mi interior disfrutaba de que el tren corriera por las vías en dirección a Londres llevándome, junto con los demás viajeros del tren, en busca de nuestras metas: riqueza, fama, saber. Estaba borracho de velocidad, ferocidad y ganas de vivir…
Si el tren se hubiera lanzado contra los topes de la estación, habría sacado la cabeza por la ventanilla para dar gritos de alegría. Si un hombre se hubiera interpuesto en mi camino, lo habría tumbado de un golpe. Las ruedas del vagón cantaban una alegre canción y yo me sumaba.
30 de julio
… Hemos hablado de hombres y mujeres, y ella ha dicho que pensaba que los hombres no eran ángeles ni demonios, sino sólo hombres. Yo le he dicho que creía que las mujeres eran ángeles o demonios.
—Temo preguntarle cuál de las dos cosas cree que soy.
—No necesita hacerlo —me he limitado a contestar.
9 de agosto
Preocupadísimo con las noticias de casa. Mamá está muy enferma. El médico teme que sea una enfermedad nerviosa grave y dice que se quedará inválida para siempre. Qué horror, pobrecilla. Es horrible y, sin embargo, en el fondo del corazón albergo el diminuto deseo de que se vaya antes de que sufra en cuerpo y alma. Espero especialmente que no viva para tener malas noticias mías… Qué ironía que mamá perdiera la movilidad del brazo derecho sólo dos años después de la muerte de papá por parálisis. Es cruel, porque le recuerda la enfermedad de papá… Y qué pensaría si hubiera oído las primeras palabras que me dirigió ayer M. en una de mis visitas periódicas a su consulta.
—Bueno, ¿y cómo va la parálisis?
Por la tarde he ido a verla. Llevaba un traje de seda negra y estaba hermosa… Es siempre la misma mujer melancólica, fascinante, grácil, de voz suave… ¡Ella! Ella nunca cambia… ¿Qué voy a hacer? No puedo dejarla y, sin embargo, no deseo tomarle más cariño. Me entristece la duda sobre lo que debo hacer. Soy un tipo astuto.
10 de agosto
Me he sentado con ella en el jardín. Hemos estado de cara al sol un rato hasta que ella ha temido que le salieran pecas y se ha dado la vuelta, le ha dado deliberadamente la espalda al buen rey Sol… le he dicho que era una falta de respeto.
—Oh, a él le da lo mismo —ha dicho ella—. Es un encanto. Me ha dado un beso y ha dicho: date la vuelta, querida, si te apetece.
¡Qué manera de torturarme!
Deseaba contestarle con sarcasmo: «Me gustaría saber si le ha permitido que la besara», pero corría el riesgo de que la observación reviviera lo olvidado.
14 de agosto
Lo he intentado, he buscado toda escapatoria, pero soy incapaz de evitar el triste hecho de que tiene unos pulgares… lamentables. Me inquieta de veras, porque me gusta. Nadie estaría más encantado que yo si fuera de otro modo… ¡Pobrecilla! ¡Cuánto la quiero! Por eso me preocupan tanto sus pulgares.
21 de agosto
Me ha llegado un telegrama de A. a las once cincuenta que decía: «Nuestra querida madre falleció en paz ayer tarde»… Ayer por la tarde yo estaba escribiendo sobre zoología y he pasado la noche durmiendo como un tronco… Ha sido bastante repentino. He tomado el primer tren a casa.
23 de agosto
El funeral.
31 de agosto
Me alojo en el Hotel du Guesclin, en Cancale, cerca de Saint-Malo, con mi querido A.
Esta avalancha de nuevas experiencias ha alterado la costumbre de escribir cada día en el diario. Para ser sincero, me he olvidado por completo de mí. He estado demasiado absorto en vivir para soportar la tensión de ponerme a escribir con sangre fría todo lo visto y oído. Si empiezo alguna vez, será para recorrer estas páginas como un torbellino… ¡Pero qué perdida de tiempo, ahora que monsieur le batelier está esperando con la barca para llevarnos a pescar caballa…!
8 de septiembre
Ayer llegamos a Southampton. Hemos pasado la noche en Okehampton, en Devonshire, en route hacia la rectoría de T.[74] Esta mañana se nos ha ocurrido la ridícula idea de alquilar dos pequeños ponis de Dartmoor y salir cabalgando de la población. A. monta bastante bien, aunque hacía años que no se subía a un caballo. En cuanto a mí, ¡no tengo ni idea! Sin embargo, se me había ocurrido pensar que podría manejarme con un lindo poni pequeño, de ojos castaños y larga cola. Al salir del patio de la posada, me he horrorizado: había dos caballos ensillados y uno de ellos era una gran bestia de tiro. He subido al más pequeño y lo he hecho salir del patio a la carretera con buen estilo y sin percances. Sin embargo, una vez en el campo, mi animal, el más fresco de los dos, insistía en tomar un trotecillo que me sacudía tanto que apenas podía mantenerme en la silla. Y como esto ha terminado por molestar a la bestia, ha empezado a inquietarse y hacer eses, sin duda preparándose para ponerse a galopar en cuanto se liberara del incompetente par de piernas que tenía sobre el lomo.
He descabalgado deprisa y he cambiado de caballo con A. Le he hecho ir al paso gran parte del camino mientras A. galopaba hacia delante y hacia atrás para animarme. Sin embargo, también esa bestia ha terminado por cansarse de ir al paso y se ha puesto a trotar. Durante un rato lo he aguantado bien y ya empezaba a levantarme de la silla con cierta gracia. Al cabo de dos millas, he sentido un terrible dolor y he tenido que descabalgar, con mucho cuidado y una sensación extraña en las piernas. ¡Incluso he mirado hacia abajo para asegurarme de que no me había quedado patizambo! Mientras lo hacía, el caballo —esa bestia de carga— me ha pisado el dedo del pie y he soltado un juramento.
Cuando me acercaba al pueblo, ha llegado L.[75] montado en el caballo de A. y sujetándose las costillas para reírse de mí, mientras yo me arrastraba sosteniendo las riendas del caballo de tiro. He vuelto a subirme y he entrado en las tierras de la rectoría montando con elegancia, como un gallardo caballero, mientras todos me abucheaban desde el césped.
28 de septiembre
Después de vivir en este planeta durante veinticuatro años, puedo afirmar con cierta contundencia que estoy cualificado para expresar cierta opinión sobre él. Por consiguiente, hago constar que me encuentro en un lugar interesantísimo en el que vivo, me muevo y existo, dominado por un rasgo monstruoso que predomina sobre todos los demás: ¡el misterio de todo ello! ¡Todo es tan sorprendente! ¡Tan increíble es mi propia existencia!
Nada se explica por sí mismo. Todos somos mudos. Es como dar vueltas en un baile de máscaras… Incluso yo soy un misterio para mí. Qué maravilloso y terrible es sentir que uno, nuestra más recóndita e importante posesión, es un misterio, algo incomprensible. Me miro en el espejo y me burlo de mí. Algunos días me parezco tan extraño como un pterodáctilo. Tiene cierto humor macabro encontrarme dueño de una serie de peculiaridades totalmente arbitrarias, siendo el caso que yo nunca pedí estar aquí ni nunca seleccioné mis atributos. Parece una broma burda para la dignidad de un ser humano… Mi propio físico extraño es, sin duda, una broma.
4 de octubre
De nuevo en Londres
K. llega de su clase de baile, me saluda con un gesto de cabeza, abraza a su hermana por el cuello, y dice:
—¡Oh! Pobrecillo, está resfriado.
—Ni hablar —contesto celoso—. Esta noche está de un humor de perros.
Ella:
—¡Oh, no me importa lo que haga K.!
(Risas.)
8 de octubre
Anoche oí que llamaban a la puerta y, creyendo que era R., la abrí y dejé pasar a un vagabundo que de inmediato pidió a Dios que me bendijera y coronara mis penas con alegría. Un individuo agradable, sin duda: le di unas monedas y al instante repitió con maravilloso fervor: «Dios lo bendiga, señor».
—Que así sea —contesté—. Tengo un tremendo resfriado.
—Ah, ya sé lo que es: yo tamién, y con gripe. ¿Y usté, señor?
Le habría contado la historia de mi vida en diez minutos, pero él estaba sediento, así que se fue a toda prisa y me dejó con el corazón lleno de penas. Londres es un lugar solitario.
Hoy he viajado a —, donde he prestado declaración como «experto» en Entomología Económica en el tribunal del condado en un caso relacionado con el daño que los insectos habían causado en unos muebles. Por ello se me pagan ocho libras y ocho chelines más gastos y viaje en primera clase. ¡Qué ironía! (Véase la entrada del 30 de junio de 1911.)
11 de octubre
Quizá sea un tonto débil y vacilante que divaga, pero no puedo evitar quererla un día y que me sea indiferente al día siguiente y que, en algunas ocasiones, incluso me disguste… Hoy ha estado encantadora, su rostro y su pelo estaban envueltos en un cálido brillo de perfección… Y ella me quiere, estoy seguro. «Y si una mujer ruega…» etc.[76], qué difícil le resulta resistirse a un hombre vanidoso y solitario. Me ha dicho muchas veces de múltiples y delicadas maneras que me quiere, con gestos tan simples como abandonando su labor para hablar.
Me gustaría sentirme siempre irresistiblemente enamorado. Deseo un bouleversement…
13 de octubre
He ido a ver a un oculista de Harley Street porque he perdido visión en un ojo, lo que me ha causado mucha inquietud últimamente y no paro de dar vueltas a la posibilidad de quedarme ciego. En algunas ocasiones veo hombres, algo así como árboles que andan, como el ciego de Betsaida cuando estaba a medio curar[77], y la letra impresa me parece irremediablemente borrosa.
Sin embargo, el especialista es tranquilizador. El ojo está sano, no hay neuritis, pero los músculos están alterados por los trastornos nerviosos que tuve la primavera pasada.
¿Acaso alguna vez un hombre ha sufrido mayores tentaciones? Aquí estoy, solo, mal acomodado, con un corazón como oxígeno naciente… ¿Lo hago? Sí, pero… Y no tengo salud ni riquezas.
22 de octubre
Sala de lectura del Museo Británico
¡Hoy la he visitado por primera vez! ¡Pardiez! ¡Es la única exclamación adecuada para expresar mi asombro! Es un templo pagano con los dioses en el centro y, alrededor, diversas figuras oscuras postradas en adoración.
29 de octubre
Para cualquiera que no sea una oveja o una vaca, o cuya organización nerviosa sea un grado más sensible que la del herrero del pueblo, es un peligro acuciante para su paz de espíritu estar moviéndose siempre como ser independiente, con amores y odios, como una identidad distinta entre otras identidades distintas que merodean como las huestes de Madián[78], dispuestas a gruñir, luchar, apresarte, aburrirte, desesperarte, suscitar todas tus pasiones, despertar todo lo peor de las profundidades donde han estado escondidas… Un día entre mis congéneres me lleva por la noche al frenesí. Ya no estoy preparado para la compañía de los hombres. La gente me tensa. Me da por sospechar que uno fisgonea o que otro me trata con condescendencia. Ante otros siento la tremenda inquietud de caerles bien y experimento una enorme curiosidad por saber lo que piensan de mí. Odio y no soporto a algunos, sin motivo concreto. Conozco a un hombre del que no sé nada. Podría ser judío, gentil, sociniano, preadamita, anabaptista, rosacruz: no lo sé ni me importa, porque lo detesto. Me gustaría partirle la cara. No sé por qué… A lo largo de nuestra escasa relación, apenas nos habremos dicho una docena de palabras. Y, sin embargo, me gustaría volarle la cara con dinamita. Si tuviera unos ingresos anuales de doscientas libras, mañana lo esperaría a la vuelta de una esquina y le tiraría una, sólo para señalarle mi independencia económica. Él llamaría a la policía y el agente —individuo con criterio— sin duda diría al llegar: «Con una cara como ésta, nada me sorprende».
Esta mañana R. me ha dicho: «Bueno, ¿sabes algo?» con una exuberancia de curiosidad que me ha hecho hervir la sangre. Se refería a un ensayo mío, que sigue pendiente de la opinión del editor de la English Review. «¡Borrico!», le he espetado y me he marchado.
R. ha soltado grandes risotadas porque se da cuenta de que mi enfado contra él es medio en broma: va en serio y no va en serio: en serio, porque los hechos lo justifican; no va en serio porque au fond no puedo ser nunca demasiado serio.
De todos los penosos y ridículos retazos de suerte que la Fortuna me ha puesto a los pies, mi amistad con un hombre como B. es la más penosa y la más ridícula. Es un soltero de sesenta años, bastante atractivo, de un tísico poderoso y una constitución impecable… Su ignorancia es colosal y en una ocasión preguntó si Australia, aunque estaba rodeada de agua, estaba conectada con otras tierras por debajo del mar. Puesto que posee la inteligencia de un niño (aunque es astuto en el terreno comercial), siente un gran respeto por mi cerebro. Puesto que es un hombre fuerte, contempla mi mala salud con desprecio. Su opinión personal es que tengo tisis. Cuando en una ocasión una señora le preguntó si yo llegaría a convertirme algún día en «un gran hombre», le contestó: «Sí, si vive». Me haría andar seis millas diarias, beber una botella de cerveza negra para cenar y comer muchísimas cebollas. Su fe en las propiedades curativas de la cebolla es fuerte como la muerte…
Su sistema de profilaxis puede resumirse en:
1. Whisky caliente ad libitum y a la cama.
2. Una mujer.
Me ha insistido con frecuencia en que tome estos dos valiosos preventivos, al mismo tiempo que lanzaba una serie de anatemas contra los médicos y la medicina…
Es un cínico. Se burla de la profesión médica, de la ley, de la Iglesia, de la prensa. Cualquier hombre es culpable hasta que demuestre su inocencia. El primer ministro es un individuo sin escrúpulos, el obispo un farsante salaz. Ningún médico cura, porque le es más rentable mantener enfermo al paciente. Todos los clérigos dejan embarazadas a las profesoras de catequesis. El cinismo crispa siempre su boca.
Es presumido y cree que todas las mujeres están enamoradas de él. Cuando se hace el galante, pone una voz especial, se viste con polainas blancas y parece un profesional de las apuestas de caballos. Si una muchacha le dice «He perdido el bus», él le contesta: «Pues no parece que haya perdido el bus… to». Ha tenido una destacada carrera sexual, presume de haberse llevado muchas mujeres a la cama y de haberse acostado con mujeres de casi todas las nacionalidades europeas, porque ha sido un gran viajero…
¡Y este hombre es mi fiel amigo…! Y la verdad es que me llevo con él mejor que con la mayoría de la gente. Me gusta este estilo fuerte, su total ausencia de timidez y la fidelidad canina que siente por mí, su hermano más débil. Tal vez tenga hábitos depravados, lenguaje grosero, modales zafios y sus opiniones sean ridículamente equivocadas. Pero me gusta precisamente porque es incorregible. Me llevo bien con él porque es imposible recuperarlo: no despierta mi espíritu misionero. Si se recuperara (gracias a algún experimento), si adquiriera ideas pálidas y vagas sobre la literatura contemporánea, si —para emplear su epíteto favorito— fuera «refinado», me pelearía con él.
30 de octubre
Cada vez me apasiona más una obra de escultura de R. Boeltzig llamada la Reifenwerferin, la más hermosa figura de una mujer que se haya visto. Ya soy un devoto admirador de El beso, de Rodin y tengo una foto enmarcada en mi dormitorio. He escrito a Bruciani’s.
Sospecho que esta afición cada vez mayor a las artes plásticas procede, en mi caso, de una sensualidad destilada. Disfruto del baño matutino por ese mismo motivo. Mi baño es un bautismo diario. Me deleito en el placer del dolor del agua fría. Silbo alegremente porque estoy limpio, fresco y desnudo por la mañana, cuando el sol todavía está bajo, antes de que el día haya quedado manchado por las ropas, la suciedad, el dolor, la desesperación, la muerte… ¡Cuánto me quiero mientras me froto! ¡Sería capaz de comerme esta piel fría y rosada! Me gustaría pasar el día entero en un baño de agua fría para disfrutar del dolor de mortificar la carne: es tan hermosa, tan suave, tan inescrutable… Si la cortara a pedazos, se limitaría a sangrar.
8 de noviembre
La otra mañana, R. dijo hiperbólicamente que no había pegado ojo por temor a que me «liara» antes de que él tuviera ocasión de ponerme una mano en el hombro y de decirme que no lo hiciera.
… No, soy firme como una roca, querido amigo. Pero en mi imaginación, la situación se desarrolla de la siguiente manera:
Ella:
—Siento gran aprecio por usted, ya lo sabe.
Él:
—Preferiría que no me dijera estas cosas, me siento muy incómodo.
Ella:
—¡Querido amigo! No lo digo en serio… Es usted tan vanidoso.
Él:
—De todos modos, también me siento incómodo.
Ella:
—En ese caso, lo digo en serio.
Lágrimas.
Yo:
—Desearía que me tomara por lo que soy: un canalla sin buenas intenciones, aunque tampoco demasiado malas; con todo, un canalla cuyos modales, según parece, usted encuentra atractivos.
Respiro a mis anchas, esperando haber escapado a esta terrible tentación, y me doy media vuelta para marcharme. Pero ella, alzando la vista y con una sonrisa a través de unas pestañas húmedas, pregunta:
—¿Y este canalla no querrá entretenerse un poco más?
En un momento, caen mis terraplenes, baluartes y bastiones y corro a sus brazos gritando: «Sí, quiero, quiero. Quiero por toda la eternidad».
(Telón.)
Anoche, antes de irme a dormir en estado febril, dramaticé esta escenita y mucho más. Sucumbiría de inmediato ante una coqueta verdaderamente hábil.
9 de noviembre
Ludo
Esta tarde hemos jugado juntos al ludo y ella ha ganado dos chelines y seis peniques. Bellamente vestida de negro con adornos negros, estaba sentada conmigo a la luz de la lámpara en el sofá de la sala Morris[79]. Tenía el rostro blanco como el pergamino y el cabello parecía negro como el ébano. Yo estaba apoltronado en el rincón opuesto: un joven delgado y larguirucho, con cabello claro y tieso, vestido con un traje de color castaño claro con un buen pliegue en el pantalón, un cuello blando de lino y… ¡corbata roja! Entre ambos, sobre el cojín verde, descansaba el tablero del ludo con sus brillantes cuadrados de colores, todo ello ante un fondo formado por el sofá rectangular de respaldo recto y con una funda encantadora a juego con el resto.
—Muy decorativo —ha dicho con una voz audible, volviendo la cabeza hacia un lado con aire burlón. Desde luego, lo era. Ella estaba admirable.
21 de noviembre
Mi pesadilla
No consigo librarme de esta tos. Tengo tantas cosas que hacer que me hallo en un estado febril por culpa de la prisa. Sin embargo, esta tos es un obstáculo. Siempre hay algo que me impide alcanzar mis deseos. Es como una pesadilla; me veo luchando violentamente para escapar de un monstruo que está cada vez más cerca, hasta que su sombra se cruza en mi camino y, cuando intento echar a correr, resulta que tengo las piernas atadas, etc. La única diferencia es que ésta es una pesadilla de la que no me despierto. La satisfacción de haber conseguido algo sigue tan lejos como siempre. ¡Oh! Apresúrate.
29 de noviembre
¡La English Review[80] me ha devuelto el ensayo! Qué decepción. «Me encantaría publicarlo, pero tengo demasiadas cosas», escribe el editor. Me anima un poquito y me rechaza con delicadeza en una misma frase. Vaya, prefiero un formulario impreso.
1 de diciembre
Más ironía
Otra vez resfriado. No hago otra cosa en todo el día que sonarme, toser y maldecir a Austin Harrison[81].
M. cree que los pulmones están bien. «Allí no hay nada, me parece», ha dicho esta mañana. ¡Aleluya! Durante semanas he tenido imágenes de consunción y el propio M. lo estaba esperando. Siempre escapo por los pelos: siempre estoy a punto de conseguir algo, de hacer algo, de ir a algún sitio. Me han rondado diversas enfermedades, pero nunca he cogido ninguna completamente[*], sólo en la medida necesaria para sentirme fatal y totalmente incapacitado, sin el consuelo de poder considerarme víctima heroica de alguna afección incurable. En lugar de un Stevenson tuberculoso, he sido un don Nadie dispéptico. Así pues, también en otros aspectos, los grandes acontecimientos siempre me han pasado por alto: mediante esfuerzos hercúleos, conseguí dejar el periodismo y abrirme paso por este medio acerado, ¡pero sólo para convertirme en entomólogo! En una ocasión conseguí que un ensayo mío tuviera éxito en The Academy, lo que atrajo cierta atención sobre mí; sin embargo, este inicio no ha llegado a cuajar en nada. No he llegado exactamente donde quería. Siempre es así.
Ayer recibí una visita oficial del director de la revista Furniture Record, ¡que pedía consejo para erradicar los ácaros de las tapicerías! Lo recibí con mucha ironía, pero no llegó a percibirla.
Salto como una bola de billar, lleno de deseo, hacia la zoología (en otros tiempos, mi amada disciplina científica), ¡pero de inmediato me detengo en el bajísimo agujero de la entomología económica! Maldición… ¿por qué no podré tener una enfermedad de primera o ser un zoólogo de primera? Véase si no ofrecería mejor apariencia, desde el punto de vista artístico, si hubiera seguido siendo el reportero de un periódico que había aprendido embriología de manera prodigiosa sólo con el libro de texto del F. M. Balfour[82], cortaba secciones de huevos de aves y embriones de tritones con un micrótomo manual, diseccionaba apasionadamente la anatomía interna y oculta de gran variedad de animales, recitaba la Anatomía comparada de los vertebrados de Wiedersheim y decía de corrido y sin pestañear la diferencia entre un nefridio y un celomiducto… O la historia filogenética (¡qué absorbente!) del riñón: ¡el pronefros, el mesonefros y el metanefros con todos sus conductos…! Todo esto ha pasado ya, todo ha sido inútil. Los conocimientos que tanto me costó adquirir nunca han servido para nada, están amontonados en mi cerebro, pudriéndose. Podría haber sido un especialista de primera clase en anatomía comparada.
3 de diciembre
El resfriado mejora. Vuelvo al trabajo. A dar vueltas a la noria, como dice R.
9 de diciembre
Por la tarde me ha resultado casi imposible quedarme en la casa por más tiempo: un miedo impreciso me ha hecho salir. Me alarmaba estar solo o estar quieto. Me parece que es la tos.
Me he tomado dos vasos de oporto en el Hotel Kensington, conversando con la camarera, y después he vuelto a la casa.
10 de diciembre
—No sea un viejo fósil —me ha dicho esta noche, sin venir a cuento.
—¿A propos de qué? —he preguntado.
—Madre, ¡aquí está W., haciendo proposiciones a E.! ¡Ven! —ha exclamado— con intención de complicar las cosas. He reído con ganas.
¡Vaya, vaya! ¿Dónde terminará todo esto? Es triste enamorarse de una muchacha que no te gusta.
26 de diciembre
He pasado un día divertido en el piso. He besado a su hermana dos veces bajo el muérdago y por la tarde hemos ido al cinematógrafo. Después de cenar, he lanzado una parodia de discurso heroico y me he marchado animadísimo.