21 de enero
Por fin empiezo a reconciliarme con el trabajo del Museo y eso me hace meditar sobre la máxima de Bernard Shaw: «Consigue lo que te gusta o terminará gustándote lo que consigas». Tengo la terrible sospecha de que la seguridad en el empleo produce aquí un efecto similar a lo que sucede con la guarida del león de la fábula: Nulla vestigia retrorsum[55]. Por supuesto, estoy orgullosísimo de estar en el Museo, aunque estoy decepcionado y escribo como si me resultara indiferente.
25 de enero
Me sentiría decepcionado si al final de mi carrera profesional (si vivo para tener alguna) no consigo ser miembro de la Royal Society. Me gustaría tanto… Tengo un carácter contradictorio: soy muy ambicioso y, de repente, me aturde la audacia de mis aspiraciones. Lo cierto es que el M. B. y mis colegas hacen que me sienta muy inferior, pero en teoría —en el secreto de mi dormitorio—, siento que allí hay pocos hombres a mi altura.
26 de abril
He cogido la gripe. ¡En una casa de huéspedes con gripe!
8 de mayo
Para recuperarme, me he marchado a casa con gelatina de buey en un bolsillo y sales volátiles en el otro. Al llegar, mi palidez ha asustado a mi madre y a los demás, de manera que me he ido a la cama en seguida. «El destino es un violinista y la vida, un baile.»[56]
12 de mayo
Estoy tan débil que me he sentado delante del tocador para afeitarme y peinarme. Terrible dispepsia. El médico de Kensington parecía pensar que estaba hecho una ruina y me preguntó si no estaría ocultando que padecía alguna enfermedad vergonzosa.
Estoy leyendo a Baudelaire y a Verlaine.
24 de mayo
Baño
Mientras estaba sentado en una silla mirando las dunas, con un bastón entre las piernas, como un anciano, he visto a una moza pechugona de unos veinticinco años correr por el camino perseguida por Rough y dos niñas vestidas de azul. Después han emergido de una tienda de baño rayada, espléndidas con sus bañadores azules. Me he sentido como un viejo mientras veía galopar a la muchacha por la arena dura y lisa en dirección a las grandes olas, con una nena en cada mano. Las piernas y los brazos brillaban al sol resplandeciente. ¡Ojalá la vida fuera tan llana como esta arena y tan bella como este trío de muchachas!
26 de mayo
Conversación entre dos jóvenes
He estado con H. T. en su jardín. Es un gran entusiasta.
—No comparto en absoluto tu gusto en jardinería —le he dicho—. A ti te disgusta el estilo asilvestrado, pero yo lo prefiero. A ti te gustan los céspedes para jugar al croquet y los setos de aligustre podados a lo God Save the King o a lo Dieu et mon droit. Querido amigo, si vieras el jardín rústico que tiene el señor —, te escandalizarías tanto que saldrías pitando e imagino que después celebrarías una reunión conmovedora con tus queridos geranios. En cambio, a mí no me gustan los geranios: son pequeñoburgueses y van a juego con los antimacasares y los pájaros disecados bajo una campana de cristal. Además, el color de los tuyos es vulgar —he espetado—, como las enaguas embarradas de las viejas mujeres del mercado.
H., impasible, ha contestado despacio:
—Bueno, algunos son como la hermosa batista blanca de una dama elegante. Careces de gusto para las flores, sólo eres seis pies de pena y paciencia.
Nos hemos reído a mandíbula batiente.
—Deja de regar estas malditas plantas —he exclamado al final. Pero él ha seguido adelante. He vuelto a protestar por afán de continuar con la broma y él, a modo de respuesta, se ha puesto a regar las coles, el sendero de gravilla, el roble ¡y a mí! Mientras, yo me retorcía de risa.
Junto al mar
Me he sentado sobre un cómodo malecón de roca y he contemplado las olas sin un atisbo de idea en la cabeza, aunque visto desde fuera podría parecer un filósofo pariendo ideas tan grandes como niños. En realidad, pequeñas hojas muertas de pensamientos se agitaban y revoloteaban por el cerebro. Por ejemplo, recordaba un grano en la nariz de mi tía, la infantil letra del doctor —, o los versos de Swinburne[57]: «Si el reyezuelo fuera un ruiseñor, tal vez algo de lo que ven u oyen los hombres fuera la mitad de dulce que la risa de un niño de siete años».
He seguido en este agradable coma durante toda la tarde y he vuelto a casa muy recuperado.
29 de mayo
He regresado a Londres y al M. B. Primer día en el M. He pasado el día sentado ante la mesa en un estado de tremenda apatía.
Al menos por ahora, estoy bastante desencantado de la zoología. ¡Trabajo —con perdón— en la Sala de Insectos! De camino a la casa, he comprado:
Agua oxigenada (amenaza de piorrea).
Un frasco de remedio (para mi tremenda dispepsia).
Una botella de brandy para las emergencias (ya que el corazón me vuelve a latir con intermitencias).
En R. debo de haber estado cerca de la pulmonía. Mi tía estaba inquieta y venía por las noches a ver cómo me encontraba.
20 de junio
Cuando he vuelto a la casa esta tarde, he sentido una tremenda angustia al ver un gran sobre encima de la mesa: Fortnightly me ha devuelto un artículo. No podía trabajar y, desesperado, he salido corriendo hacia los majestuosos placeres de White City y he recorrido todas las atracciones sistemáticamente, desde el Tren de Montaña hasta el Wiggle Woggle, pasando por las Olas Encantadas.
21 de junio
Hoy me siento más indulgente. La lombriz partida olvida el arado. Pero qué agitado me ha dejado esta decepción. No tengo planes de recuperación y no puedo ponerme a trabajar.
6 de julio
Siguiendo los consejos de mi médico, he ido a ver al doctor P., especialista de pulmón. M.[58] había encontrado una mancha en uno de los pulmones. Inseguro, y sin contarme la naturaleza de sus sospechas, me concertó una cita con el doctor P. dejando que supusiera que era una autoridad en el estómago, puesto que mi dispepsia va mal.
Bien: no es tuberculosis, pero el estado de los pulmones y de mi ánimo es tal que resultaría fácil que sobreviniera esa enfermedad. Tan pronto como se ha ido el doctor P., M. ha añadido esta lúgubre advertencia: en cuanto me resfríe, tendré que ponerme en tratamiento al instante, debo pasar todo el tiempo que pueda al aire libre, debo tomar leche y nata en cantidades asombrosas y engordar a toda costa. Incluso podría tener que dejar el trabajo.
10 de julio
Una mujer joven pero gruesa, sentada al sol exhalando humedad es tan asquerosa como cualquier fragmento de Baudelaire.
14 de julio
Una «carrera brillante»
El director de mi antiguo colegio me profetizó, en una ocasión, «una carrera brillante». Eso fue cuando estaba en tercer curso. Ahora tengo la sospecha más que fundada de que soy, como señaló él una vez, uno de esos niños brillantes que se convierten en adultos anodinos. Esta mala salud continua está teniendo un efecto muy obvio sobre mi trabajo y mis actividades. Debo enfrentarme con valor al hecho de que hoy soy incapaz de pensar o de expresarme tan bien como lo hacía cuando era un adolescente: ¡véase este diario!
Sin embargo, intento seguir adelante. He decidido que plantaré cara a la muerte hasta el final.
¡Oh! ¡Es tan humillante morir! Me estremezco al pensar en la derrota frente a un enemigo tan injusto antes de demostrar lo que valgo a las tias solteronas que desconfiaban de mí, a los colegas que se burlaban de mí e incluso a mis hermanos y hermanas, que creían en mí.
En mi condición de egotista, odio la muerte porque dejaré de ser yo.
La mayoría de la gente, cuando se pone enferma y va a morir, se consuela un poco pensando en la notoriedad que obtendrá con su misma muerte. Los criminales disfrutan de la pompa y la solemnidad de su ejecución. Voltaire dijo de Rousseau que no le importaría que lo colgaran siempre que pusieran su nombre en la horca. Pero mi muerte será mezquina e insignificante. Guy de Maupassant murió con estilo: un hombre inteligente, con un físico espléndido, que se volvió loco. La muerte de Tusitala en los Mares del Sur parece una novela; Heine, tras una vida de penas, murió con una frase ingeniosa en los labios; Vespasiano, con una broma.[59]
Pero por nada del mundo puedo encontrar el menor atractivo en mi muerte inmediata: el discreto fallecimiento en una casa de huéspedes de West Kensington de un entomólogo rencoroso, decepcionado, morboso y prepotente. ¡Qué tragedia tan insignificante! Resulta duro no ser nadie, ni siquiera llegada la muerte.
Esta noche, velada musical en el salón: estaban presentes todos los huéspedes. Schulz, un alemán, lanzaba miradas lascivas a su enamorada, una joven demacrada de aspecto sensual, mientras ella nos recitaba historias de dagas y lunas llenas con un aplomo injustificado (hace de figurante en un teatro); la señorita M. escuchaba a su prometido, el capitán O. (recién llegado al país desde la India), que le cantaba canciones de amor indias; la señorita T., una solterona amargada, tejía y resoplaba, poco consciente de la sangre juvenil que fluía en su entorno; la señora Barclay Woods insistía en su habitual vocación de imponernos a todos el gran peso de su inmensa superioridad social sin dejar de cloquear a su pollita —una muchacha suave de dieciocho o diecinueve años que tan pronto se sentaba en plena corriente de aire como demasiado cerca de un músico «del montón» de la Ópera del Covent Garden—. Por último estaba la dueña de la casa, una divorciada que odia a todos los varones, aunque sean gatos. Formábamos un grupo lastimoso, tan variopinto, tan heterogéneo, al que no había unido el amor ni el gusto de nadie, sólo el hecho de que el hombre es un animal gregario. En realidad, en el fondo nos criticábamos y nos condenábamos unos a otros… y, sin embargo, resultaba igualmente incómoda la conciencia de que en el mundo hay millones de desconocidos y, en el cielo, multitud de estrellas.
Más tarde: De vez en cuando, ¡la zoología todavía enciende mi ambición! Seguro que no estoy muriéndome.
Sea cual sea la desgracia que me ocurra, espero firmemente ser capaz de hacerle frente sin flaquear. No temo a la mala salud en sí misma, pero temo su posible efecto en mi cerebro y en mi carácter… ya estoy cambiando poco a poco. Por ejemplo, siento ya por mí una lástima quejumbrosa.
Cuando caiga el golpe, debe producirse algún tipo de reacción. Heine ardió con sus canciones. Beethoven compuso la Quinta sinfonía. ¿Qué haré yo cuando llegue mi hora? Me parece que no tengo canciones ni sinfonías que componer, de manera que tendré que sonreír y aguantarme, como un torpe animal… Mientras conserve el ánimo y el optimismo, no me preocupa lo que suceda, porque sé que ya no se me puede considerar un fracaso. El único fracaso verdadero es aquel en que la víctima se queda sin brío, aturdida, abatida, rodeada de oscuridad y, en su interior, un cuchillo le corta lenta e implacablemente las cuerdas del corazón.
Me da vueltas la cabeza entre estas emociones en conflicto, algunas ideas desesperadas y una marea de impresiones de todo tipo que no consigo tamizar ni arreglar para ponerlas por escrito. Me han traído a este mundo, me han empujado a él y ahora se me echa de él también a empujones, sin tiempo para nada. Quisiera estar sobre una gran colina y ajustar cuentas.
28 de agosto
… Después del té, los tres hemos ido a pasear por los jardines de Kensington y nos hemos sentado junto al estanque redondo. Se me ha caído el paraguas y lo he dejado en el suelo, con la punta hacia arriba, con aspecto cínico, tal como ha comentado Ella.
—No es cínico —he dicho yo—. Sólo bien informado. ¿Por qué no tira el suyo para que le haga compañía? Es un paraguas de señora bastante atractivo, así que podrán flirtear.
—El mío no quiere flirtear —ha contestado con frialdad.
13 de septiembre
En C., un pueblecito junto al mar en N.
Al levantar la vista de una laguna que había dejado la marea, en la que había estado mirando unos gobios, he visto a tres niños que corrían por la arena para bañarse, un hombre que se zambullía desde un bote y un jinete que galopaba sobre una yegua hacia la playa y se metía hasta donde rompían las olas. Las aguas tronaban, la yegua relinchaba, los niños se hablaban a gritos y yo he bajado de nuevo la vista hacia el charco con el corazón henchido de felicidad: era hermoso saber que esa bella imagen me esperaba cada vez que decidiera levantar la cabeza. La he mantenido gacha deliberadamente, pues era tan bella que no quería alterarla contaminándola, y así he seguido por puro placer de escamoteármela; he decidido no darme ese gusto.
16 de septiembre
He estado dragando en la bahía en busca de equinodermos con Carrots. Magnífico. El botín ha sido desastroso pero como me encontraba en un bote, en un mar sin olas y bajo un cielo sin nubes, ¡me ha importado muy poco! Hemos costeado desde una bahía a otra, frente a cuevas de contrabandistas y playas de guijarros blancos. La red de arrastre bramaba sobre el fondo del mar y Carrots y yo descansábamos lánguidos en la proa. Me sentía inmensamente feliz. Este mercurio, sin duda, funciona.
¿Y quién es Carrots? Es un barquero musculoso que salta sobre las rocas como una gamuza, nada como un pez, es fuerte como un toro y resopla como una orca: es una especie de perfección zoológica, hecho de piezas.
18 de septiembre
Manzanas
Arriba, en el pueblo, la señora Beavan lleva una tienda pequeña y cuida de un gran jardín. Nos lo ha enseñado todo y nos ha presentado a su marido, al cual hemos descubierto en un manzano: es un anciano de setenta y seis años, muy duro de oído y con dificultad para hablar. Ha empezado a mover la boca en seguida y me han llegado extraños ruidos que al principio no parecían significar nada, pero al poco, si le prestabas atención, distinguías palabras familiares, como «camuesas», y advertías que se trataba de un discurso sobre manzanas.
He tenido una curiosa conversación con el vejete sordo de setenta y seis años subido al manzano:
—Todas éstas son mazanas de Kent. Todas vienen de Kent.
—¿Cuánto tiempo hace que vive en C.?
—Bunyard & Sons, ésa es la empresa, viven a la salida del pueblo de Maidstone.
—¿Tiene abejas?
—Una de estas mazanas se llama Bunyard, igual que la empresa, también es un buen fruto.
—Su esposa debe de ayudarlo mucho en su trabajo,
—Quizá los tallos sean pequeños, pero es una manzana grande y jugosa.
En ese momento he oído que la señora B. decía a E.[60]:
—Ah, está muy activo para los setenta y seis años que tiene. Un poco sordo, pero s’apaña solo en el huerto, se anima con la carne y la bebida, poco y a menudo, como icen de los niños. Mire, aquí hay un bonito árbol que ha estado a punto de morirse.
Ha cogido de él una manzana y ha gritado al pobre Tom, que seguía en lo alto.
—Tom, ¿éste cómo se llama?
—Tenía que haber venido un poco antes, señor —ha contestado T.—. Es un poco tarde, ¿no ve?
—No, lo que quiero saber es cómo se llama —ha gritado su esposa.
—Sí, sí, dale una a la señora para que se la lleve a casa, hay para todos —ha dicho.
—¿Cómo se LLAMA? ¿CÓMO SE LLAMA TU ÁRBOL? —ha gritado la señora B., y el viejo Tom ha bajado despacio del árbol y ha contestado impasible:
—¿El nombre? Bueno, es una mazana normal, allí hay un mazano lleno.
—Bueno, no importa, es una Gladstone —ha dicho la señora B., volviéndose hacia nosotros.
—Una mazana muy buena —ha repetido la voz monótona del anciano.
28 de septiembre
De nuevo en la ciudad. He vagado como un sonámbulo toda la tarde hasta que me he encontrado tomando el té en Kew Gardens. Me gustaba sentir el viento en el rostro y en el pelo. No hay nada más que contar, un día gris.
10 de octubre
Me he topado con una frase deslumbrante: «Pálido, anémico, cadavérico, dentadura mala y digestión alterada, más un egotismo morboso». Sí, pero no tengo mala dentadura.
20 de octubre
En las colinas del N.
Bajo el roble donde me he sentado, el suelo estaba cubierto de hojas muertas. Les he dado una patada y las he golpeado con el bastón, porque me irritaba que estuvieran muertas. En el bosquecillo, las hojas flotaban tranquila y majestuosamente hacia la tierra, con todo el ceremonial de la muerte. Era impresionante observarlas.
Me ha parecido curioso advertir que desde la última vez que me senté bajo el viejo roble he estado en el N. de Inglaterra, después en el S. O. y después he regresado a Londres. Me he jactado de mi actividad cinética ante el inmóvil roble y me he mofado de la vieja colina por tener que permanecer siempre en el mismo lugar.
Me ha proporcionado una agradable sensación de infinita superioridad volver y verlo todo igual que antes, sentarme en el mismo viejo asiento bajo el mismo viejo roble. Incluso la misma vieja valla se inclinaba en la misma posición entre los helechos. ¡Cuánto lo he sentido por ella! Pobrecilla, incapaz de moverse, de ir a Whitby, de ir a C., desconocer por completo la gran ciudad de Londres…
Soñaba despierto. Mi vida, tal como se desarrolla día a día, es una fuente de constante desconcierto, delicia y dolor. No se me ocurre volumen más interesante que una historia psicológica detallada e ínfima de mi propia vida. Quiero, por lo menos, comprenderme perfectamente…
Somos todos tan egotistas que una pena o una dificultad —si es lo bastante grande— hace que nos sintamos importantes. Cuando una calamidad nos alcanza, nos distingue de nuestros semejantes. A nadie le gusta que hagan caso omiso de su presencia: ni siquiera cuando se trata de un accidente ferroviario. Un hombre con un motivo de queja es siempre feliz.
23 de octubre
He ido a ver a E. He regresado desilusionado.
25 de octubre
La he encontrado en la librería de Smith con aspecto cautivador. Demonio, pensaba que había terminado con ella. He ido a su casa con ella, la he mirado hacer un pudín en la cocina, después nos hemos sentado junto a la chimenea del salón y hemos cenado. De rechupete (no me refiero a la cena).
27 de octubre
¡Discusión con D.[61]! La atmósfera ha cambiado en el piso, mi carácter se ha estropeado. D. les ha dicho que soy un disoluto. Me he esforzado siempre en darle esta impresión. Me gustaría cortarme el cuello, ¡y me lo he cortado!
1 de noviembre
D. ha venido y me ha llevado al piso, donde me han preguntado por qué no había ido por ahí, cosa que, como es natural, me ha agradado inmensamente.
6 de noviembre
El doctor M. se muestra muy pesimista en relación con mi salud y habla de Sudáfrica, Labrador y lugares semejantes. No respondo bien al tratamiento.
11 de noviembre
Me he topado con ella esta tarde en Kensington Road.
—He calculado el momento en que lo encontraría —me ha dicho.
Dios mío, me estoy liando. He regresado al piso con ella y después de cenar la he llamado «La dama de Shalott»[62].
—Me parece que no sabe de qué habla —ha dicho con frialdad.
—Quizá no —he contestado—. Se lo dejo a usted.
—¡Oh! Pero la responsabilidad es suya —ha dicho ella.
¿Estoy enamorado? Dios sabrá…, pero no creo que a Dios le interese la cuestión.
15 de noviembre
Siguiendo el consejo de M., he ido a ver a un especialista del estómago, el doctor Hawkins. Como he llegado un poco pronto, he caminado calle arriba —Portland Place— por la otra acera (por timidez), frente a una interminable y nauseabunda serie de timbres nocturnos y placas de latón; después calle abajo, por la derecha, hasta que he llegado al número 66. Me he estremecido al pensar que sólo faltaban diez números.
El especialista ha tomado numerosas notas de mis síntomas y, después de examinarme, se ha retirado para consultar con M. ¡Qué puesta en escena tan llena de ceremonia! Al regresar, el jurado ha emitido el veredicto de «no concluyente». Se me ha dicho que debería irme a vivir a las praderas y que en el plazo de dos años ¡me convertiría en un gigante! Pero ¿dónde están las praderas? ¿Qué autobús lleva a ellas? Si empeoro, tendré que tomarme varios meses de baja. Al final, será eso.
16 de noviembre
Arthur ha venido a pasar el fin de semana. Le gusta la Dama de Shalott. No es «hermosa, sino fascinante, sorprendente» y «capaz de una tragedia». Si fuera un poco más sombría y un poco más hermosa, sería irresistible.
22 de noviembre
Él:
—Tome un cigarrillo: me gusta encendérselos.
Ella:
—No sé fumar bien.
Él:
—Fume como pueda.
Ella:
—¿Y cómo es eso?
Él:
—Con gracia, naturalmente.
Ella:
—¿Cree que me gusta que me digan cosas bonitas?
Él:
—Por qué no, si son ciertas. Adular es decir a una mujer fea que es hermosa. ¿Tan mala opinión tiene de sí misma que cree que la estoy adulando?
Ella:
—Sí. Yo sólo soy cuatro paredes vacías sin nada dentro.
Él:
—Qué deliciosa sensación de vacío… Pero no creo que sea tan simple. Algunas veces me desconcierta.
Ella:
—¿Por qué?
Él:
—Me siento como Simbad el marino.
Ella:
—¿Por qué?
Él:
—Porque no soy George Meredith.
El título de «marido» me asusta.
9 de diciembre
Es una tensión tremenda esforzarse en estar a la altura de un programa cuidadosamente trazado de futuros logros. Estoy espabilándome en estudiar italiano para leer la vida de Spallanzani y hablar de él en mi libro, que tiene que estar terminado a finales del año próximo; también estoy respaldando las conferencias embriológicas de Jenkinson en el University College con una descripción detallada del trabajo práctico y experimental de su libro de texto; he empezado asimismo una extensa investigación sobre los tricópteros, todo ello con la horrible sensación de que el tiempo vuela y las oportunidades de trabajar son demasiado escasas para despilfarrarlas. Y, en el fondo, tras esta actividad febril, se alza la negra sombra de que podría morirme de repente sin haber hecho nada: el año que viene, el mes que viene, la semana que viene, mañana, ¡ahora!
Algunas veces, como esta noche, tengo mis dudas. ¿Lo hago todo tan bien como podría haberlo hecho en otras circunstancias? ¿Mi mala salud no ha afectado gravemente mi capacidad mental? No cabe duda de que el chico de 1908-1910 era casi un genio o, al menos, visto con esta distancia, un joven muy notable en su empeño autodidacto de convertirse en zoólogo.
Para un joven ambicioso, es una terrible sospecha la de que, al fin y al cabo, tal vez sea un hombre anodino; que su vida sea una comedia o una tragedia, o ambas a la vez, es cosa totalmente insignificante, carece de importancia.
Resulta todavía más demoledor para él tener que pensar que tal vez tuvo en algún momento en la mano la corona de laurel y que, así, sin más, debe achacar esta pérdida incalculable a su estómago.
15 de diciembre
Severa crisis cardiaca. Mientras escribo, el corazón se me altera cada tres o cuatro latidos. Quién sabe si sobreviviré a esta noche.
16 de diciembre
Aquí estoy, una vez más. Una noche pasable. Después de desayunar, ha regresado la intermitencia; ahora está mejor. Se salta un latido cada media hora, de manera que, después de lo de ayer, que fue infernal, estoy casi contento. El mundo es demasiado hermoso para dejarlo sin protestar por antojo de un corazón débil.
Anoche, antes de ir a dormir, se me paró el reloj. Advertí al instante que dejaba de hacer tic-tac y me pregunté si sería un mal presagio. Esta mañana, me he sorprendido sinceramente al ver que yo también seguía funcionando. Hace un momento, ha bajado por la calle un coche fúnebre… Pero que me cuelguen si no tengo derecho a ser morboso, después de lo de ayer. ¡Estar así de enfermo en una casa de huéspedes! Si pudiera, me casaba mañana mismo.
22 de diciembre
Cazadores antiguos
Leo el libro Cazadores antiguos, de Sollas[63], muy estimulante. ¡Tengo la cabeza llena de auriñacienses, musterienses y magdalenienses! He estado atisbando unos panoramas de tiempo y cambio tan tremendos que mis problemas personales han quedado reducidos a ridículas insignificancias. Ha sido un verdadero pilar, un tónico espléndido. La paleontología también tiene palabras de consuelo. Me he deleitado con mi pequeñez e irresponsabilidad. Me ha liberado del acuciante deseo de vivir. Me siento satisfecho de vivir peligrosamente, indiferente a mi destino; he descubierto que soy una mosca, que todos somos moscas, que nada importa. Me he quitado un gran peso de encima porque no me importa ser un microorganismo: me parece honor suficiente pertenecer al universo; a un universo tan grande, a un sistema tan grandioso. Ni siquiera la Muerte puede despojarme de semejante honor. Porque nada puede alterar el hecho de que he vivido; yo he sido yo, aunque fuera por poco tiempo. Y cuando esté muerto, la materia que compone mi cuerpo será indestructible —y eterna, suceda lo que suceda con mi «alma»—, mi polvo siempre estará aquí, cada átomo mío tendrá su papel independiente, todavía tendré vela en ese entierro. Cuando esté muerto, podréis hervirme, quemarme, tirarme al agua, esparcirme, pero no podréis destruirme: mis atomitos se burlarían de semejante venganza. La muerte sólo puede matarnos.
27 de diciembre
«Es un placer señalar el éxito de la carrera profesional del señor W. N. P. Barbellion, el cual se dedica en estos momentos al trabajo científico empleado por el Museo de Historia Natural…», etc.
Es un recorte del periódico local, uno de los muchos que de vez en cuando, en otros tiempos, pegaba con entusiasmo en las páginas de este diario. Ya no lo hago.
… A las once de la noche, soy otra persona. Rodeado del estimulante ambiente de investigación científica, me muestro frío y desdeñoso. Mantengo las antiguas apariencias, pero por debajo es muy distinto. Soy un hipócrita. Tengo que llevar puesta la máscara y los coturnos y cada día me cuesta más soportar este papel. Vivo del inmenso empuje inicial, mientras la maquinaria va cada vez más despacio. ¡Mi carrera! ¡Pardiez!