6

Con aire de alguien que anda con dinamita, Edith tomó el auricular del teléfono. Respiró profundamente y marcó un número. Al oír la llamada al otro extremo, se volvió inquieta a mirar detrás de sí. Todo bien. Estaba sola en el piso. La voz cortante, profesional, al otro lado del cable casi la hizo saltar.

—Welbeck 97438.

—Oh… ¿es dame Laura Whitstable?

—Al habla.

Edith tragó un par de veces, con nerviosismo.

—Soy Edith, señora, la Edith de la señora Prentice.

—Buenas tardes, Edith.

La mujer volvió a tragar y comentó misteriosa:

—Cacharros desagradables, los teléfonos.

—Sí, la comprendo. ¿Quería hablarme de algo?

—Es sobre la señora Prentice, señora. Estoy preocupada por ella. Mucho.

—Pero lleva usted preocupada por ella mucho tiempo, ¿no, Edith?

—Esto es distinto, señora. Muy distinto. Ha perdido el apetito y se queda sentada sin hacer nada. Muchas veces me la encuentro llorando. Está más tranquila, si es que me entiende, ya no anda con aquella inquietud que tenía. Y ya no me habla con aspereza. Es suave y considerada, como solía ser, pero es como si no tuviera corazón… ya no tiene espíritu. Es horrible, señora, verdaderamente horrible.

«Interesante», dijo el teléfono de forma despegada y profesional. Eso no era lo que Edith andaba buscando.

—Hace sangrar el corazón, de veras, señora.

—No use expresiones tan ridículas, Edith. Los corazones no sangran a menos que se les haya inferido una herida física.

—Tiene que ver con la señorita Sarah, señora —insistió la mujer—. Tuvieron una verdadera agarrada y ahora la señorita Sarah lleva sin venir por aquí casi un mes.

—Sí, ha estado ausente de Londres… en el campo.

—Le escribí.

—No se le han remitido cartas.

—Ah, entonces está bien —Edith se animó un tanto—. Cuando vuelva a Londres…

—Me temo, Edith, que tendrá que prepararse para un susto —le cortó dame Laura—. La señorita Sarah se marcha a Canadá con el señor Gerald Lloyd.

Edith profirió un ruido desaprobador, como un sifón que se escapa.

—¡Eso está muy mal! ¡Dejar a su marido!

—No sea mojigata, Edith. ¿Quién es usted para juzgar la conducta de los demás? Va a tener una vida muy dura allá… nada de los lujos a los que estaba acostumbrada.

—Eso no va a hacer que sea menos pecaminoso —suspiró Edith—. Y si me excusa lo que le digo, señora, el señor Steene siempre me ha dado escalofríos. Es la clase de señor del que se podía pensar que ha vendido su alma al diablo.

—Descontando la inevitable diferencia de nuestra fraseología —repuso dame Laura en voz seca—, me inclino a estar de acuerdo con usted.

—¿No vendrá la señorita Sarah a decir adiós?

—Parece que no.

—Pues eso me parece de muy mal corazón por su parte —exclamó, indignada.

—No comprende usted nada.

—Comprendo cómo debería comportarse una hija con su madre. ¡Nunca lo hubiese creído en la señorita Sarah! ¿No puede usted hacer algo, señora?

—Yo nunca interfiero.

Edith respiró hondo para armarse de valor.

—Bueno, y usted me perdone… Ya sé que es usted muy famosa y muy inteligente y yo sólo soy una sirvienta… ¡pero esta vez creo que debería usted hacerlo!

Y colgó de golpe el aparato, con expresión adusta.

Edith le había hablado dos veces a Ann antes de que ésta se diera cuenta y contestara.

—¿Qué decías, Edith?

—Decía que su pelo está un poco raro en las raíces. Debería retocárselo un poco.

—Ya no me preocuparé más. Estará mejor gris.

—Parecerá más respetable, estoy de acuerdo. Pero parecerá raro, mitad y mitad.

—No tiene importancia.

Nada tenía importancia. ¿Qué podía importar en la gris secuencia de un día que sigue a otro? Ann pensaba, como había pensado una y otra vez: «Sarah no me perdonará nunca. Y tiene razón…».

Sonó el teléfono. Ann se puso en pie y descolgó.

—Dígame —dijo con voz átona; luego se sobresaltó un tanto al oír la incisiva voz de dame Laura.

—¿Ann?

—Sí.

—Me disgusta meterme en vidas ajenas, pero… creo que hay algo que quizá debas saber. Sarah y Gerald Lloyd se van esta noche a Canadá, en el avión de las ocho.

—¿Qué? —Ann se quedó sin aliento—. No… no he visto a Sarah hace semanas.

—No. Ha estado haciendo una cura en el campo. Fue voluntariamente, para un tratamiento contra las drogas.

—¡Oh, Laura! ¿Está bien?

—Ha pasado el trago muy bien. Seguramente notarás que ha sufrido mucho… Sí, estoy orgullosa de mi ahijada. Tiene madera.

—Oh, Laura. —Las palabras brotaban a torrentes de la boca de Ann—. ¿Recuerdas que me preguntaste si conocía a Ann Prentice? Ahora sí. He arruinado la vida de Sarah con mi resentimiento y despecho. ¡Nunca me perdonará!

—Tonterías. Nadie puede arruinar de verdad la vida de nadie. No seas melodramática y no te ciegues.

—Es la verdad. Sé lo que soy y lo que hice.

—Tanto mejor… pero hace tiempo que lo sabías, ¿no? ¿No sería mejor seguir adelante?

—No comprendes, Laura. Mi conciencia me reprocha tanto… siento unos remordimientos tan terribles…

—Escucha, Ann, hay dos cosas que no puedo aguantar: que me digan las personas lo nobles que son y las razones que tienen para hacer lo que hacen, o que me vengan lloriqueando por lo malas que han sido. Ambas cosas pueden ser ciertas… reconoce la verdad de tus acciones, desde luego, pero una vez reconocidas, sigue adelante. No se puede volver el reloj atrás ni se puede, por regla general, deshacer lo hecho. Continúa viviendo.

—Laura, ¿qué crees que debería hacer acerca de Sarah?

Laura Whitstable gruñó:

—Puede que me haya entrometido… pero aún no me he rebajado tanto como para dar consejos.

Colgó con firmeza.

Ann se movió como en sueños, cruzó la estancia hasta el sofá y se sentó, contemplando el espacio…

Sarah… Gerry… ¿saldría bien? ¿Hallaría su hija, su hijita tan querida, felicidad al fin? Gerry era básicamente débil… seguiría la lista de fracasos… dejaría hundirse a Sarah… ¿Se sentiría Sarah desilusionada… desgraciada? Si tan sólo Gerry fuese un tipo de hombre distinto. Pero Gerry era el hombre que Sarah amaba.

Pasaba el tiempo. Ann seguía inmóvil.

Ya nada tenía que hacer. Había renunciado a todo derecho. Entre Sarah y ella se abría un gran abismo.

Edith se asomó una vez a ver a su señora, luego volvió a salir silenciosa.

Pero al fin sonó el timbre de la puerta, y acudió a abrir.

—El señor Mowbray viene a buscarla, señora.

—¿Qué dices?

—El señor Mowbray. La espera abajo.

Ann se levantó de un salto. Sus ojos fueron al reloj. ¿En qué había estado pensando… allí sentada, medio paralizada?

Sarah, su hija querida, se iba… esta noche… al otro extremo del mundo…

Ann tiró de su capa de pieles y salió corriendo del piso.

—¡Basil! —habló desalentada—. Por favor… llévame al aeropuerto. Tan de prisa como puedas.

—Pero, Ann, cariño, ¿de qué se trata?

—De Sarah. Se va a Canadá. No la he visto para despedirme.

—Pero, cariño, ¿no crees que te has dado cuenta demasiado tarde?

—Claro que sí. He sido una loca. Pero espero que lleguemos a tiempo. Oh, vamos, Basil… ¡de prisa!

Basil Mowbray suspiró y puso en marcha el motor.

—Siempre había pensado que eras una mujer muy razonable, Ann —le reprochó—. Me alegra mucho saber que nunca llegaré a ser padre. Parece que las personas se comportan de un modo raro.

—Tienes que conducir de prisa, Basil.

Basil suspiró.

A través de las calles de Kensington, evitando el estrechamiento de Hammersmith mediante una serie de calles laterales intrincadas, por Chiswick, donde el tráfico era denso, hasta salir al fin a la Gran Carretera del Oeste, zumbando a lo largo de fábricas y edificios iluminados con neón, junto a hileras de casas bien cuidadas donde vivían personas: madres e hijas, padres e hijos, maridos y esposas. Todos con sus problemas, sus peleas, sus reconciliaciones. «Igual que yo», pensó Ann. Sintió un repentino compañerismo, un súbito afecto y comprensión por toda la raza humana… No estaba, nunca estaría, sola, porque vivía en un mundo habitado por gentes como ella…

En el aeropuerto de Heathrow los pasajeros estaban sentados, o de pie, en la sala de espera, aguardando a que les llamaran para embarcar.

—¿Sin pena? —preguntó Gerry a Sarah.

Ella le miró fijamente para asegurarle de ello.

Sarah parecía más delgada y en su rostro se observaban arrugas que el sufrimiento había impreso. Era una cara más adulta, igual de bella, pero con plena madurez.

Pensaba: «Gerry quería que fuese a despedirme de mamá. No comprende… Si yo pudiese deshacer lo que hice contra ella… pero no puedo…».

Nunca podría devolverle a Richard Cauldfield…

No, lo que había hecho a su madre no tenía perdón. Estaba contenta de hallarse con Gerry, de ir con él a una nueva vida. Pero dentro de sí algo lloraba con tristeza…

«Me voy lejos, madre, me marcho…».

Si tan sólo…

La voz ronca del aviso la hizo saltar «Los pasajeros del vuelo 00346 con rumbo a Prestwick, Gander y Montreal, tengan la bondad de seguir la luz verde para pasar por Aduana e Inmigración…».

Los pasajeros recogieron su equipaje de mano y se dirigieron hacia la puerta del fondo. Sarah seguía a Gerry, remoloneando un poco.

—¡Sarah!

Por la puerta de la calle Ann corría hacia su hija, mientras su capa de piel se deslizaba de sus hombros. Sarah corrió a su encuentro, tirando el pequeño bolso de viaje.

—¡Madre!

Se abrazaron estrechamente, separándose luego para mirarse.

Todo lo que Ann había pensado decir, las palabras que ensayara mientras iba aeropuerto, murieron en sus labios. No había necesidad de ellas. Tampoco Sarah sintió necesidad de hablar. Haber dicho «Perdóname, mamá», hubiese carecido de sentido.

Y en aquel instante Sarah se libró del último vestigio infantil de dependencia de Ann. Ahora era una mujer que podía erguirse sobre sus propios pies y tomar sus propias decisiones.

Con un extraño instinto de seguridad, Sarah dijo con rapidez:

—Estaré bien, mamá.

—Yo la cuidaré, señora Prentice —aseguró Gerry, muy sonriente.

Un empleado se acercaba para indicar a Gerry y Sarah que debían seguir la línea.

Sarah preguntó con ansiedad, en el mismo lenguaje poco expresivo:

—Tú también estarás bien, ¿verdad, mamá?

—Sí, cariño. Estaré muy bien. Adiós… que Dios os bendiga a ambos.

Gerry y Sarah cruzaron la puerta hacia su nueva vida y Ann volvió al coche donde Basil la esperaba.

—Esas máquinas son aterradoras —comentó Basil al tiempo que un avión rugía por la pista—. ¡Son igual que insectos enormes y malignos! ¡Me aterran!

Cruzó hacia la carretera y enfiló rumbo a Londres.

—Si no te importa, Basil —dijo Ann—, esta noche no iré contigo. Preferiría una velada tranquila en casa.

—Muy bien, querida. Te llevaré a tu casa.

Ann siempre había pensado en Basil Mowbray en términos de «tan divertido y poca cosa». De pronto se dio cuenta de que también era bueno… un hombrecillo amable, bastante solitario.

«Dios mío —pensó Ann—, qué ridículo espectáculo he estado haciendo».

Basil le preguntaba, ansioso:

—Pero, Ann, cariño, ¿no deberías comer algo? En el piso no tendrás nada preparado.

Ann sonrió, moviendo la cabeza. Una agradable escena se alzó ante sus ojos.

—No te preocupes. Edith me traerá huevos revueltos, en una bandeja junto al fuego… sí… y una buena taza de té, ¡bendita sea!

Edith miró abiertamente a su señora al dejarla pasar, pero sólo dijo:

—Ahora vaya a sentarse junto al fuego.

—Me voy a quitar esta ropa tonta y ponerme algo cómodo.

—Mejor que se ponga su bata de franela azul que me dio hace cuatro años. Mucho más cómoda que ese estúpido «negligé», como usted lo llama. No me la he puesto nunca. La había guardado en el cajón de abajo. Pensaba que me enterrarían con ella.

Echada en el sofá de la sala, bien embutida en la bata azul, Ann contemplaba el fuego.

Al poco tiempo entró Edith con una bandeja que puso en una mesita baja, al lado de su señora.

—Luego le cepillaré el pelo.

Ann le sonrió.

—Estás tratándome como a una niña pequeña esta noche, Edith. ¿Por qué?

—Así es como la veo siempre —gruñó la fiel mujer.

—Edith… —Ann alzó la vista y dijo con cierto esfuerzo—: Edith… he visto a Sarah. Está… bien.

—¡Pues claro que sí! ¡Siempre ha estado bien! ¡Ya se lo dije!

Por un momento contempló a su señora y su rostro adusto se volvió dulce y bondadoso.

Luego salió de la sala.

«Esta paz maravillosa…», pensó Ann. Palabras aprendidas hacía mucho, volvieron a su mente.

«La paz de Dios, que supera todo entendimiento…».