El mayordomo que abrió la puerta del número 18 de la plaza Pauncefoot, miró de arriba abajo el traje de confección de Gerry.
Pero al observar los ojos del visitante, sus modales sufrieron cierta reconsideración.
Al fin dijo que iría a ver si la señora Steene estaba en casa.
Poco después conducía a Gerry a una habitación grande y en penumbra, llena de exóticas flores y pálidos brocados; al cabo de unos minutos, Sarah Steene entró, sonriendo y saludando.
—¡Bueno, Gerry! Qué amable eres de venir a verme. La otra noche no nos dejaron hablar. ¿Una bebida?
Preparó una para cada uno y luego se sentó en un «puf» bajo junto al fuego. La suave luz de la habitación apenas dejaba entrever su rostro. Olía a un perfume caro que él no recordaba.
—¿Y bien, Gerry? —repitió con ligereza.
—¿Y bien, Sarah? —le sonrió a su vez.
Y luego, tocándola levemente en el hombro con un dedo, le dijo:
—Prácticamente llevas a cuestas el zoo, ¿eh?
Iba vestida con una carísima tira de gasa, orlada de masas de suave y pálida piel.
—¡Muy agradable! —le aseguró Sarah.
—Sí. ¡Tiene un aire maravillosamente caro!
—Oh, así es. Bueno, Gerry, dame noticias. Sé que dejaste Suráfrica y te fuiste a Kenia. Desde entonces no sé nada de ti.
—Oh, bueno, no he tenido mucha suerte…
—Naturalmente…
La réplica había sido rápida.
—¿Qué es eso de «naturalmente»?
—Bueno, la suerte ha sido siempre tu problema, ¿no?
Por un instante era la antigua Sarah, burlona, contestona. Había desaparecido la mujer bella de rostro duro, la exótica desconocida. Quedaba Sarah, su Sarah que le atacaba astutamente.
Y siguiendo la antigua costumbre, refunfuñó:
—Una cosa tras otra salió mal. Primero fracasaron las cosechas… no fue culpa mía. Luego el ganado enfermó…
—Lo sé. La vieja y triste historia.
—Y luego, claro, no tenía bastante capital. Si sólo tuviera capital…
—Lo sé… lo sé.
—Bueno, Sarah, maldita sea, todo no es mi culpa.
—Nunca lo es. ¿A qué has venido a Inglaterra?
—La cuestión es que mi tía ha muerto…
—¿La tía Lena? —preguntó Sarah, que conocía bien a los parientes de Gerry.
—Sí. El tío Luke murió hace dos años. El viejo zoquete no me dejó un céntimo…
—Muy sabio tu tío.
—Pero la tía Lena…
—¿Te ha dejado algo?
—Sí. Diez mil libras.
—Hum. No está nada mal. Ni siquiera en estos tiempos. Me alegro por ti.
—Me voy a asociar con un tipo que tiene un rancho en Canadá.
—¿Qué clase de tipo? Ésa es siempre la cuestión. ¿Qué hay del garaje que ibas a poner con otro, cuando te fuiste de África del Sur?
—Oh, aquello se quedó en nada. Al principio nos fue muy bien, más tarde ampliamos, pero luego vino una crisis…
—No me lo cuentes. ¡Qué familiar me resulta todo! Es siempre tu suerte…
—Sí. Supongo que tienes razón. No valgo mucho. Sigo pensando que tengo una suerte pésima… pero imagino que también he hecho un poco el tonto. Pero esta vez va a ser distinto.
—Mucho me extrañaría —replicó Sarah, mordiente.
—Vamos, Sarah, ¿no crees que he aprendido la lección?
—No lo creo. Las personas nunca aprenden. Se repiten a sí mismas. Lo que tú necesitas, Gerry, es un agente… como las actrices y estrellas de cine. Alguien con sentido práctico y que te libre de sentirte optimista en el momento menos oportuno.
Hubo una pausa que Gerry quebró al cabo de unos instantes:
—Ayer fui a ver a tu madre.
—¿Sí? Qué amable por tu parte. ¿Cómo estaba? ¿Apresurándose como una loca, como siempre?
—Tú madre ha cambiado mucho —dijo Gerry con lentitud.
—¿Te parece?
—Sí.
—¿En qué sentido crees que ha cambiado?
—No sé cómo explicarlo. —Vaciló—. Por un lado, está terriblemente nerviosa.
—¿Y quién no lo está en estos tiempos? —repuso sin darle importancia.
—No solía estar así. Siempre era serena y… y… bueno, dulce…
—¡Parece un verso de un himno religioso!
—Sabes muy bien lo que quiero decir… y ha cambiado. Su pelo… la ropa… todo.
—Se ha vuelto un tanto alegre, nada más. ¿Por qué no iba a hacerlo, pobrecita? ¡Envejecer debe de ser lo último! Además, las personas cambian. —Se detuvo un instante para añadir, con cierto tono de desafío en la voz—: Supongo que también yo he cambiado…
—No, realmente.
Sarah enrojeció. Gerry añadió deliberadamente.
—A pesar del zoo —volvió a tocar las pálidas y caras pieles—, y del adorno de grandes almacenes —tocó el broche de brillantes que llevaba al hombro—, y del ambiente lujoso… eres casi la misma Sarah de antes… Mi Sarah.
Sarah se movió incómoda. Su voz sonó alegre para decir:
—Y tú eres el mismo y viejo Gerry. ¿Cuándo te vas a Canadá?
—Muy pronto. En cuanto se concluyan los trámites legales.
Se levantó.
—Bueno, tengo que irme. ¿Querrás salir un día conmigo, Sarah?
—No, ven tú y cena con nosotros. O daré una fiesta. Tienes que conocer a Larry.
—Ya le conocí la otra noche, ¿recuerdas?
—Pero sólo fue un instante.
—Me temo que no tengo tiempo para fiestas. Ven a pasear conmigo una mañana, Sarah.
—Cariño, por las mañanas no estoy para esos trotes. Es una horrible hora del día.
—Una hora estupenda para pensar con claridad.
—¿Quién desea pensar con claridad?
—Creo que nosotros. Vamos, Sarah. Demos dos veces la vuelta al parque Regent. Mañana por la mañana. Te espero en la puerta Hanover.
—¡Tienes unas ideas espantosas, Gerry! Y qué traje tan feo.
—Pero de muy buen uso.
—Sí, pero ¡qué corte!
—¡Preocupándote por la ropa! Mañana a las doce en la puerta Hanover. Y no bebas tanto esta noche que estés con resaca mañana.
—¿Quieres decir que anoche estaba borracha?
—Bueno, lo estabas, ¿no?
—Era una fiesta muy aburrida. La bebida ayuda a las mujeres.
—Mañana —repitió Gerry—. Puerta Hanover. A las doce.
—Bueno, he venido —dijo Sarah con desafío.
Gerry la miró de arriba abajo. Estaba sorprendentemente bella… mucho más que de jovencita. Observó la cara sencillez de la ropa que llevaba, la gran esmeralda en su dedo. «Estoy loco», pensó, pero no vaciló.
—Vamos. Caminemos.
Y caminó vivamente. Bordearon el lago, pasaron por la rosaleda deteniéndose al fin para sentarse en dos sillas en una parte poco frecuentada del parque. Hacía demasiado frío para que hubiese mucha gente sentada.
Gerry respiró hondamente y, sin pensarlo, dijo:
—Ahora, vamos al asunto. Sarah, ¿quieres venir conmigo a Canadá?
Sarah le miró atónita.
—¿Qué demonios quieres decir?
—Nada más que lo que he dicho.
—¿Quieres decir… como una excursión? —preguntó, dudosa.
—Quiero decir para siempre —sonrió—. Deja a tu marido y vente conmigo.
—Gerry, ¿te has vuelto loco? —rió Sarah—. No nos hemos visto durante casi cuatro años y…
—¿Tiene eso importancia?
—No —Sarah había sido cogida de improviso—. No, supongo que no…
—Cuatro años, cinco, diez, veinte. No creo que suponga diferencia alguna. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro. Siempre lo he sabido. Aún lo siento. ¿No lo sientes así también tú?
—Sí, en cierto modo —admitió la joven—. Pero de todos modos, lo que sugieres es completamente, imposible.
—No veo nada imposible en ello. Si estuvieses casada con un tipo decente y fueses feliz con él, ni se me ocurriría interponerme —añadió en voz baja—: Pero no eres feliz, ¿verdad, Sarah?
—Supongo que soy tan feliz como la mayoría —repuso valiente.
—Yo creo que eres profundamente desgraciada.
—Si lo soy… yo lo he querido. Después de todo, si uno se equivoca ha de cargar con las consecuencias.
—Lawrence Steene no es realmente de los que cargan con las suyas, ¿no?
—¡Eso es muy ruin!
—No, es la verdad.
—Además, Gerry, lo que sugieres es completa y totalmente un disparate. ¡Una locura!
—¿Porqué no he estado dando vueltas a tu alrededor para convencerte poco a poco? No hay necesidad. Como te he dicho, tú y yo estamos hechos el uno para el otro… y tú lo sabes, Sarah.
—Admito que hubo un tiempo en que estaba muy encariñada contigo —suspiró Sarah.
—Es más profundo que eso, niña mía.
Se volvió para mirarle. Todo su fingimiento desapareció.
—¿Lo es? ¿Estás seguro?
—Lo estoy.
Ambos guardaron silencio. Al fin Gerry dijo con dulzura:
—¿Vendrás conmigo, Sarah?
Volvió a suspirar. Se inclinó hacia delante, envolviéndose más en sus pieles. Una suave y fría brisa agitaba los árboles.
—Lo siento, Gerry. La respuesta es no.
—¿Por qué?
—No puedo hacerlo… eso es todo.
—Las personas abandonan a sus maridos todos los días.
—Yo no.
—¿Vas a decirme que amas a Lawrence Steene?
Negó con la cabeza.
—No, no le amo. Nunca le amé. Pero me fascinaba. Es… bueno, es muy listo con las mujeres. —Se estremeció de desagrado—. No es frecuente sentir que alguien es verdaderamente… malo. Pero si yo lo sintiera con alguien sería, desde luego, con Lawrence. Porque las cosas que hace no son impulsos… cosas que hace porque no puede evitarlas. Es que le gusta experimentar con las personas y las cosas.
—¿Por qué tienes entonces escrúpulos en dejarle?
Sarah guardó silencio un momento, y al final dijo muy bajo:
—No son escrúpulos. Oh —se movió impaciente—, ¡es repugnante que uno tenga siempre que dar razones nobles primero! Muy bien, Gerry, es mejor que sepas cómo soy en realidad. Viviendo con Lawrence me he acostumbrado a… ciertas cosas. No quiero renunciar a ellas. Vestidos, pieles, dinero, restaurantes caros, fiestas, una doncella, coches, un yate… Todo resulta fácil y lujoso. Estoy sumergida en el lujo. Y tú quieres que lo deje todo por un rancho a millas de distancia de cualquier sitio. No puedo… y no lo haré. ¡Me he vuelto muelle! Estoy podrida de dinero y lujo.
—Entonces ya va siendo hora de que te saquen de todo eso —repuso él sin inmutarse.
—¡Oh, Gerry! —Sarah no sabía si reír o llorar—. Hablas con tanta seguridad…
—Tengo los pies firmemente asentados en el suelo.
—Sí, pero no comprendes la mitad.
—¿No?
—No es sólo… sólo… dinero. Hay otras cosas. Oh, ¿no entiendes? Me he convertido en un ser bastante horrible. Las fiestas que damos… los sitios a los que vamos…
Se detuvo enrojeciendo.
—Muy bien —repuso con calma—. Eres una depravada. ¿Algo más?
—Sí. Hay cosas… cosas a las que me he acostumbrado… cosas sin las que no podría pasarme.
—¿Cosas? —Bruscamente la tomó de la barbilla, volviendo su rostro hacia él—. He oído rumores. ¿Quieres decir… drogas?
Asintió con la cabeza.
—Te producen unas sensaciones tan maravillosas… No quiero prescindir de ellas.
—Escucha —la voz de Gerry era dura e incisiva—. Tú te vienes conmigo y cortas por lo sano con todo eso.
—Supón que no pueda.
—Yo me ocuparé de eso —fue la seria respuesta.
Los hombros de Sarah se relajaron. Suspiró, inclinándose hacia él. Pero Gerry se echó atrás.
—No. No voy a besarte.
—Comprendo. Tengo que decidirme… a sangre fría.
—Sí.
—¡Extraño Gerry!
Mantuvieron silencio unos minutos. Al fin, Gerry, con cierto esfuerzo, dijo:
—Sé muy bien que no valgo mucho. Siempre he echado a perder mis oportunidades. Comprendo que no puedas tener mucha… fe en mí. Pero sí creo, de verdad que creo, que si te tuviera conmigo podría enfrentarme mejor a las circunstancias. Tú eres lista, Sarah. Y sabes cómo azuzarle a uno cuando empieza a aflojar.
—¡Sueno como un ser adorable!
—Sé que puedo llegar a hacer algo —insistió él, tozudo—. Será una vida durísima para ti. Mucho trabajo, escasez… sí, un infierno. No sé cómo tengo cara para persuadirte de que vengas. Pero será real, Sarah. Será… bueno… vivir…
—Vivir… real…
Sarah repitió las palabras para sí.
Se levantó y empezó a alejarse. Gerry se puso a su lado.
—¿Vendrás, Sarah?
—No lo sé.
—Sarah… queridísima…
—No, Gerry… no digas nada más. Ya lo has dicho todo… todo lo que había que decir. Ahora me toca a mí. Tengo que pensar. Te contestaré…
—¿Cuándo?
—Pronto…