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Edith se movía despacio y con dificultad en la cocina. Cada vez más, últimamente, le molestaba lo que ella llamaba sus «reumas», y ello no mejoraba precisamente su temperamento. Seguía sin querer delegar ninguna de sus tareas domésticas.

Permitía que una señora, a la que Edith llamaba «esa señora Hopper», viniera una vez por semana a ejecutar ciertas actividades bajo su celosa mirada, pero toda otra ayuda había sido obstinadamente denegada, con expresión tan venenosa que presagiaba males para cualquier mujer que intentara efectuar la limpieza.

—Siempre lo he hecho todo, ¿no? —era el eslogan de Edith.

Y así seguía haciéndolo todo, con aire de martirio y expresión de amargura creciente. También había adquirido la costumbre de gruñir por lo bajo, durante casi todo el día.

Eso es lo que hacía en este instante.

—Traer la leche a la hora de comer… ¡vaya ideas! La leche hay que repartirla antes del desayuno, que es su hora. Esos jovenzuelos descarados vienen silbando, con batas blancas… ¿Quién se creen que son?

El sonido de la llave en la puerta de la calle detuvo su parrafada.

—¡Ahora tendremos bronca! —musitó para sí, y se puso a aclarar un tazón bajo el grifo, dándole vueltas con violencia.

—Edith —se oyó la voz de Ann.

Edith sacó las manos del fregadero y se las secó meticulosamente con un paño.

—Edith… Edith…

—Voy, señora.

—¡Edith!

Edith alzó las cejas, dejó caer las comisuras de los labios y salió de la cocina hacia la salita, donde Ann Prentice repasaba cartas y facturas. Se volvió al oír entrar a Edith.

—¿Has telefoneado a dame Laura?

—Sí, claro que sí.

—¿Le has dicho que era muy urgente, que tengo que verla? ¿Ha dicho si vendría?

—Ha dicho que vendría en seguida.

—Bueno, y ¿por qué no está aquí ya? —preguntó enfadada.

—Sólo hace veinte minutos que la he llamado. Nada más salir usted.

—Pues parece que ha pasado una hora.

—No se puede hacer todo al momento —dijo Edith en tono conciliador—. De nada sirve que se altere usted.

—¿Le has dicho que estoy enferma?

—En efecto, le he dicho que estaba usted en uno de sus estados.

—¿Qué quieres decir con eso de uno de mis estados? —inquirió, furiosa—. Son mis nervios. Están destrozados.

—Es cierto. Lo están.

Ann lanzó una mirada de enfado a su fiel sirvienta. Se puso a dar vueltas inquieta y se dirigió a la ventana, luego a la chimenea. Edith la miraba y sus manos grandes y torpes, marcadas por el trabajo, alisaban unidas el delantal, una y otra vez.

—No puedo estar quieta un instante —se quejó Ann—. Anoche no cerré los ojos. Me siento fatal… fatal… —Se dejó caer en una silla, llevándose ambas manos a las sienes—. No sé qué me pasa.

—Yo sí. Demasiadas juergas. A su edad no es natural.

—¡Edith! Eres muy impertinente. Y cada vez te vuelves peor. Llevas conmigo mucho tiempo y aprecio tus servicios, pero si vas a pasarte de la raya tendrás que marcharte.

Edith alzó los ojos al techo, asumiendo su expresión de mártir.

—Pues no me voy a ir. Y ya está dicho.

—Te irás, si te despido.

—Si hace usted una cosa así es que es usted más tonta de lo que pensaba. Podría colocarme en otro sitio al momento. Me andarían buscando, de esas agencias de colocación. Pero ¿cómo se las arreglaría usted? ¡Seguro que no encontraría nada más que asistentas! O alguna extranjera. Todo guisado con aceite, revolviéndole el estómago… por no hablar de los olores en el piso. Y las extranjeras no hablan bien por teléfono… entenderían mal todos los nombres. O puede que consiguiera usted una mujer limpia, agradable, de esas que hablan bien, demasiado buena para ser verdad, y un día se encontraría con que se había ido con todas sus joyas y pieles. El otro día oí un caso parecido que había pasado ahí a la vuelta, en Playne Court. No, usted es de las que necesitan que las cosas estén bien hechas… a la antigua. Yo le preparo platitos ricos y no le rompo sus cosas bonitas al lavarlas, como algunas de esas chicas, y lo que es más importante, conozco sus costumbres. No puede pasarse sin mí y yo lo sé, y no me iré. Usted puede que lo intente, pero todos tenemos que soportar nuestra cruz. Lo dicen las Sagradas Escrituras, y usted es mi cruz y yo soy cristiana.

Ann unió las manos y se meció atrás y adelante, gimiendo:

—Oh, mi cabeza… mi cabeza…

La acidez de Edith se suavizó; cierta ternura asomó a sus ojos.

—Vamos, vamos. Le prepararé una buena taza de té.

—No quiero ninguna buena taza de té —exclamó Ann desagradablemente—. Odio una buena taza de té.

Edith suspiró y una vez más alzó los ojos al techo.

—Como guste —y salió de la habitación.

Ann tomó la pitillera y encendió un cigarrillo, le dio un par de chupadas y lo apagó en el cenicero. Se puso en pie y volvió a dar vueltas por la sala.

Al cabo de un par de minutos fue al teléfono y marcó un número.

—Oiga, oiga… ¿puedo hablar con lady Ladscombe?… Oh, ¿eres tú, Marcia, cariño? —Su voz asumió una nota de alegría artificial—. ¿Cómo estás?… Oh, nada en verdad. Sólo que tenía ganas de llamarte… No lo sé, cariño… es que me sentía terriblemente deprimida… ya sabes cómo pasa. ¿Vas a hacer algo mañana, a la hora de comer?… Oh, ya veo… ¿El jueves a la noche? Sí, estoy libre. Será estupendo. Llamaré a Lee y organizaremos una fiestecita. Será maravilloso… Te llamaré por la mañana.

Colgó. Su momentánea animación desapareció. De nuevo se puso a dar paseos. Entonces, al oír el timbre, se detuvo, expectante.

Oyó la voz de Edith que decía al abrir la puerta:

—La espera en la salita.

Laura Whitstable entró. Alta, seria, imponente, pero con la tranquilizadora solidez de una roca en medio de un mar bravío.

Ann corrió hacia ella, lanzando exclamaciones incoherentes, con creciente histeria.

—Oh, Laura… Laura… cómo me alegra que hayas venido…

Dame Laura alzó las cejas, sus ojos la miraron serenos y observadores. Puso las manos en los hombros de Ann y la condujo con dulzura al diván, sentándose junto a ella y preguntando al mismo tiempo:

—Bueno, bueno, ¿qué es todo esto?

—Oh, me alegro tanto de verte. Creí que me volvía loca.

La voz de Ann tenía aún el deje histérico.

—Bobadas. ¿Qué te pasa?

—Nada. Nada en absoluto. Son mis nervios. Eso es lo que me asusta. No puedo estar quieta un momento. No sé qué me pasa.

—Hum… —Laura le dio un vistazo profesional—. Tienes mal aspecto.

Interiormente se sentía preocupada por la apariencia de Ann. Bajo el pesado maquillaje, el rostro de Ann aparecía agotado. Parecía años más vieja que cuando Laura la viera por última vez, unos meses antes.

—Estoy perfectamente bien. Es que… no sé qué es. No puedo dormir… a menos que tome algo. Y estoy irritable y malhumorada.

—¿Has visto a un médico?

—No, desde hace algún tiempo. Se limitan a darte bromuro y a decirte que no hagas excesos.

—Muy buen consejo.

—Sí, pero es absurdo. Yo no he sido nunca una mujer nerviosa, Laura, tú lo sabes. Jamás he sabido lo que eran los nervios.

Laura Whitstable guardó silencio unos instantes, recordando a la Ann Prentice de sólo tres años atrás. Su dulce placidez, su serenidad, cómo disfrutaba de la vida, la dulzura y ecuanimidad de carácter. Se sintió muy entristecida a causa de su amiga.

—Está muy bien que digas que nunca has sido nerviosa. Después de todo, cuando uno se rompe una pierna probablemente jamás se la había roto antes.

—Pero ¿por qué he de estar nerviosa?

Laura tuvo cuidado con su respuesta. Su voz carecía de entonación:

—Tu médico tenía razón. Seguramente haces demasiadas cosas.

—No puedo quedarme en casa limpiando todo el día —dijo Ann con brusquedad.

—También se puede una quedar en casa sin limpiar.

—No —las manos de Ann se agitaron nerviosas—. No… no soy capaz de quedarme sentada sin hacer nada.

—¿Por qué no?

La pregunta sonó aguda como un bisturí.

—No lo sé —la agitación de Ann crecía—. No puedo estar sola. No puedo… —Echó una mirada de desesperación a Laura—. Supongo que si te digo que tengo miedo de estar sola pensarás que estoy completamente loca.

—Es lo más razonable que has dicho hasta ahora —replicó su amiga con presteza.

—¿Razonable?

Ann parecía sorprendida.

—Si, porque es la verdad.

—¿La verdad? —Ann cerró los ojos—. No sé qué quieres decir con eso.

—Quiero decir que sin la verdad no llegaremos a ninguna parte.

—Oh, pero tú no podrás comprender. Tú jamás has sentido miedo de la soledad, ¿verdad?

—No.

—Entonces, no puedes comprender.

—Oh sí que puedo. —Laura siguió en un tono más dulce—: ¿Por qué me has hecho venir, querida?

—Tenía que hablar con alguien… tenía que hacerlo… y pensaba que tal vez tú podrías hacer algo…

Miró esperanzada a Laura, la cual asintió con la cabeza y suspiró.

—Ya. Tú quieres una fórmula mágica.

—¿No podrías hacerlo por mí, Laura? Psicoanálisis, hipnotismo, alguna de esas cosas.

—¿Abracadabra en términos modernos, quieres decir? —Laura movió la cabeza con decisión—. No puedo sacar conejos del sombrero de tu parte, Ann. Tú eres quien ha de descubrir, primero y exactamente, qué hay en el sombrero.

—¿A qué te refieres?

Laura Whitstable esperó un momento antes de decir:

—No eres feliz, Ann.

No era una pregunta, sino una afirmación.

La contestación vino rápida, quizá demasiado.

—Oh, sí, lo soy… al menos en cierto modo. Me divierto mucho.

—No eres feliz —repitió la dama, sin compasión.

—¿Acaso alguien lo es?

Ann se encogió de hombros e hizo un gesto con las manos.

—Muchas personas, gracias a Dios —repuso su amiga con animación—. ¿Por qué no eres feliz, Ann?

—No lo sé.

—Nada puede ayudarte sino la verdad, Ann. Lo cierto es que conoces muy bien la respuesta.

Ann guardó silencio unos instantes, como para armarse de valor; luego estalló:

—Supongo… si he de ser franca… que porque envejezco. Ya soy una mujer de mediana edad, estoy perdiendo mi atractivo y no me queda nada que esperar del futuro.

—¡Oh, querida mía! ¿Nada que esperar? Tienes una salud excelente, una inteligencia adecuada… hay tanto en la vida que uno no tiene tiempo de notar hasta que ha llegado a la madurez. Te lo dije una vez: libros, flores, música, cuadros, personas, el sol… toda esa mezclada trama, imposible de devanar y que llamamos Vida.

Ann guardó silencio un momento, para replicar luego, desafiante:

—Oh, supongo que todo es cuestión del sexo. Nada tiene ya importancia cuando una deja de atraer a los hombres.

—Eso es seguramente verdad para algunas mujeres. No lo es para ti, Ann. ¿Has visto La hora inmortal, o quizá la has leído? ¿Recuerdas aquellas líneas: «Hay una hora con la que el hombre puede ser feliz toda la vida, si es que la encuentra»? Tú casi la encontraste una vez, ¿verdad?

El rostro de Ann cambió, se suavizó. De pronto pareció mucho más joven.

—Sí —murmuró—. Hubo aquella hora. Podría haberla conocido con Richard. Podría haber envejecido feliz con Richard.

—Lo sé —dijo Laura con simpatía.

—Y ahora… ¡ni siquiera puedo lamentar haber perdido! Volví a verle, sabes… oh, como hace un año… y no significaba nada para mí… nada. Eso es lo más trágico, lo más absurdo. Todo ha desaparecido. Ya nada significábamos el uno para el otro. No era sino un hombre maduro corriente… un tanto pedante, bastante aburrido, inclinado a hacer tonterías por su nueva, preciosa, vacía y codiciosa mujercita. Muy amable, ya sabes, pero definitivamente aburrido. Y sin embargo… sin embargo… de habernos casado… creo que hubiésemos sido felices juntos. Sé que lo hubiésemos sido.

—Sí —repuso Laura, pensativa—. Creo que así hubiera sido.

—Estuve tan cerca de la felicidad… tan cerca… —la voz de Ann tembló de compasión por sí misma—, y entonces… tuve que dejarla ir.

—¿Tuviste que hacerlo?

Ann no hizo caso de la pregunta.

—Renuncié a todo… ¡por Sarah!

—Exactamente. Y jamás la has perdonado por ello, ¿verdad?

Ann salió de su ensueño… sobresaltada.

—¿A qué te refieres?

Laura Whitstable lanzó una especie de gruñido.

—¡Sacrificios! ¡Malditos sacrificios! Fíjate por un instante, Ann, en lo que significa un sacrificio. No es sólo un momento heroico, cuando uno se siente enajenado, generoso, dispuesto a la inmolación. La clase de sacrificio en que uno pone su pecho ante el cuchillo es fácil… pues termina allí, en el momento en que uno es mayor que sí mismo. Pero con la mayoría de los sacrificios, hay que seguir viviendo después… todo el día y cada uno de los días… y eso no es tan fácil. Hay que ser muy grande para ello. Tú, Ann, no eres lo bastante grande.

Ann enrojeció de ira.

—¡He renunciado a mi vida, a mi posible felicidad por Sarah y ahora me dices que no es bastante!

—No he dicho eso.

—¡Supongo que todo es culpa mía!

—La mitad de los problemas de esta vida provienen de creerse uno mejor y más elevado de lo que es en realidad —dijo Laura con énfasis.

Pero Ann no la escuchaba. Su mal asimilado resentimiento le salía a borbotones.

—Sarah es como todas estas chicas modernas, envuelta en sí misma. ¡Jamás piensa en nadie más! ¿Sabes que hace un año, cuando él llamó, ni siquiera recordaba quién era Richard? Su nombre no significaba nada para ella… nada en absoluto.

Laura Whitstable movió gravemente la cabeza en sentido afirmativo, con el aire de quien comprueba que su diagnóstico ha resultado correcto.

—Comprendo… comprendo…

—¿Qué podía yo hacer? Nunca dejaban de pelear. ¡Me deshacían los nervios! Si hubiéramos seguido adelante, jamás habríamos tenido un instante de paz.

Laura Whitstable habló tiesa e inesperadamente:

—Si yo fuera tú, Ann, decidiría de una vez si renunciaste a Richard Cauldfield por Sarah o por tu propia paz.

—Yo amaba a Richard —le miró Ann, resentida—, pero aún más a Sarah…

—No, Ann, no es tan sencillo. Creo que hubo un momento en que amaste más a Richard que a Sarah. Creo que tu falta de dicha interior y tu resentimiento brotan de aquel instante. Si hubieses renunciado a Richard porque querías más a Sarah, no te hallarías en el estado en que hoy te encuentras. Pero si renunciaste a él por debilidad, porque Sarah te daba la lata… porque querías escapar de las peleas y discusiones, fue una derrota y no una renuncia… Bueno, eso es algo que a nadie le gusta admitir por sí mismo. Pero sí querías profundamente a Richard.

—¡Y ahora no es nada para mí! —fue la amarga respuesta.

—¿Y Sarah?

—¿Sarah?

—Sí. ¿Qué representa Sarah para ti?

—Apenas si la he visto desde que se casó. —Ann se encogió de hombros—. Anda muy ocupada y alegre, según creo. Pero, como te digo, apenas si la veo.

—Yo la vi anoche… —Laura se detuvo, prosiguiendo al cabo de unos instantes—: En un restaurante, con un grupo de personas. —Volvió a detenerse, para decir al fin de sopetón—: Estaba borracha.

—¿Borracha? —Ann pareció sobresaltarse un momento. Luego rió—: Querida Laura, no debes ser tan anticuada. Todos los jóvenes beben demasiado hoy día, y parece que una fiesta no tiene éxito a menos que todos estén un poco alegres, o «piripis», o como lo quieras llamar.

—Puede que así sea… y admito que soy lo bastante anticuada como para que me disguste ver a una joven que conozco, borracha en un lugar público. Pero hay algo más, Ann. Hablé con Sarah. Las pupilas de sus ojos estaban dilatadas.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Una de las cosas que pudiera ser es cocaína.

—¿Drogas?

—Sí. Ya te dije una vez que sospechaba que Lawrence Steene estaba mezclado en el tráfico de drogas. Oh, no por dinero… sólo por obtener sensaciones.

—Siempre parece muy normal.

—Oh, las drogas no le afectarán. Conozco su tipo. Les gusta experimentar con las sensaciones. Los de su clase no se convierten en adictos. Una mujer es diferente. Si la mujer es desdichada, estas cosas se apoderan de ella… de una manera imposible de romper.

—¿Desdichada? —La voz de Ann sonaba incrédula—. ¿Sarah?

Observándola de cerca, Laura Whitstable le dijo con sequedad:

—Tú deberías saberlo. Eres su madre.

—¡Bah, eso! Sarah no me hace confidencias.

—¿Por qué no?

Ann se puso en pie, fue a la ventana, luego volvió despacio a la repisa de la chimenea. Dame Laura permanecía inmóvil, estudiándola. Al encender Ann un cigarrillo, Laura le preguntó más bajo:

—¿Qué significa para ti con exactitud el que Sarah sea infeliz?

—¿Cómo puedes preguntarlo? Me preocupa… terriblemente.

—¿De verdad? —Laura se levantó—. Bueno, me voy. Tengo una reunión de comité dentro de diez minutos. Apenas si voy a llegar.

Ann la acompañó a la puerta.

—¿Qué has querido decir con eso de «de verdad», Laura?

—He traído guantes… ¿dónde los habré puesto?

Sonó el timbre de la puerta. Edith salió de la cocina para contestar.

—Querías decir algo —insistió Ann.

—Ah, aquí están.

—¡La verdad, Laura, creo que te portas conmigo de un modo horrible… muy horrible!

Edith entró para anunciar con algo en la cara que casi parecía una sonrisa:

—Mire, aquí hay un forastero, señora. Es el señor Lloyd.

Ann se quedó mirando un instante a Gerry Lloyd, como si apenas comprendiera que estaba allí.

Hacía tres años desde que le viera por última vez, pero Gerry parecía haber envejecido mucho más que tres años. Tenía un aspecto cansado, y en su cara había las arrugas de los fracasados. Vestía un traje de mezclilla, bastante tosco, como de trabajar en el campo, y los zapatos estaban gastados. Era patente que no había prosperado. La sonrisa con que la saludó era grave y todo su aspecto parecía serio, por no decir perturbado.

—¡Gerry! ¡Pero qué sorpresa!

—Qué alegría que se acuerde de mí. Tres años y medio es mucho tiempo.

—Yo también le recuerdo, joven, aunque no creo que usted lo haga.

—Pues claro que sí, dame Laura. Nadie podría olvidarla a usted.

—Muy amable… ¿o es lo contrario? Bueno, tengo que correr. Adiós, Ann; hasta la vista, señor Lloyd.

Salió y Gerry siguió a Ann hacia la chimenea. Se sentó, aceptando un cigarrillo que ella le ofreció. Ann habló alegre y animadamente.

—Bueno, Gerry, cuéntame de tu vida y lo que has hecho. ¿Estarás mucho tiempo en Inglaterra?

—No estoy seguro.

Su mirada tranquila, fija en ella, hizo que Ann se sintiera incómoda. Se preguntó qué pasaría por su mente. Era una mirada muy distinta de la del Gerry que recordara.

—Bebe algo. Qué tomarás, ¿ginebra con naranja o sola?

—No, gracias, nada. Sólo he venido a hablar con usted.

—Qué amable por tu parte. ¿Has visto a Sarah? Se casó, ¿sabes? Con un hombre muy importante llamado Lawrence Steene.

—Lo sé. Me escribió contándomelo. Y la he visto. La vi anoche. Ésa es la verdadera razón de que haya venido a verla a usted. —Se detuvo un instante para seguir—: Señora Prentice, ¿por qué le dejó casarse con ese hombre?

—¡Querido Gerry! —Ann se había quedado pasmada—. ¡No comprendo!

Su tranquilidad no se inmutó por la protesta. Habló serio, con sencillez.

—No es nada feliz. Usted lo sabe, ¿no es cierto? No es feliz.

—¿Te lo dijo ella?

—No, claro que no. Sarah no haría una cosa así. No fue necesario que me lo dijera. Lo vi al instante. Estaba con un grupo de personas… sólo hablamos unas palabras. Pero se nota a la legua. Señora Prentice, ¿cómo dejó que tal cosa sucediera?

—Querido Gerry, ¿no te estás portando un tanto absurdamente?

Ann sentía que se iba enfadando.

—No, no lo creo. —Pensó un momento. Su total sencillez y sinceridad desarmarían a cualquiera—. Comprenda, Sarah me importa. Siempre me ha importado. Más que nada en el mundo. Por eso, naturalmente, me preocupa que sea o no feliz. ¿Sabe usted? Nunca debió dejarle que se casara con Lawrence Steene.

Esta vez Ann estalló:

—Mira, Gerry, hablas como… un victoriano. No se trataba de que yo «dejara» o «no dejara» casarse a Sarah con Steene. Las chicas se casan con quien les parece y no hay nada que puedan hacer los padres. Sarah quiso casarse con ese hombre. Y eso es todo.

—Usted pudo haberlo impedido —replicó Gerry con tranquila certeza.

—Mi querido muchacho, si intentas prohibir que la gente haga lo que desea hacer, sólo conseguirás que se emperre y se obstine más.

—¿Lo intentó usted?

Sus ojos se alzaron para mirarla a la cara.

Por alguna razón, bajo la franca interrogación de aquellos ojos, Ann se cortó y tartamudeó.

—Yo… yo… claro que era mucho mayor que ella… y de no buena reputación. Se lo dije a ella… pero…

—Es un cerdo de la peor especie.

—Tú no puedes saber nada de él, Gerry. Llevas años fuera de Inglaterra.

—Lo sabe todo el mundo. Todos. Supongo que conocerá usted los detalles más desagradables, pero, señora Prentice, ¿seguro que no sintió usted la clase de bestia que es?

—Conmigo siempre fue encantador y muy agradable —se defendió Ann—. Y un hombre con un pasado no siempre resulta un mal marido. No hay que creer todo lo que la gente habla por despecho. Sarah se sentía atraída por él… lo cierto es que estaba decidida a casarse con él. Él es riquísimo…

—Sí, es muy rico —la interrumpió Gerry—. Pero usted, señora Prentice, no es la clase de mujer que desea que su hija se case por dinero. Nunca fue usted lo que yo llamaría… mundana. Usted sólo hubiese querido que Sarah fuera feliz… o eso pensaba yo.

Gerry la miró con una especie de curiosidad atónita, perpleja.

—Claro que deseaba que mi hija única fuese feliz. No hay ni que decirlo. Pero la cuestión es, Gerry, que una no puede meterse por medio. Por mucho que pensemos que se está cometiendo un error, no se puede uno entrometer.

Contempló al joven, desafiante.

Él le devolvió la mirada, siempre con el mismo aire pensativo, considerado.

—¿Tanto deseaba Sarah casarse con él?

—Estaba muy enamorada de él.

Como Gerry no hablara, Ann prosiguió:

—Supongo que para ti no será importante, pero Lawrence resulta extremadamente atractivo para las mujeres.

—Oh, sí, me doy perfecta cuenta de ello.

Ann acumuló argumentos.

—Mira, Gerry, te portas de un modo irrazonable. Sólo porque una vez hubo un afecto juvenil entre Sarah y tú vienes a acusarme… como si el que Sarah se hubiese casado con otro fuese culpa mía…

—Creo que fue culpa suya —la interrumpió.

Se miraron fijamente. Gerry enrojeció. Ann se puso muy pálida. La tensión entre ambos había llegado a un punto culminante.

—Esto ya es demasiado —dijo Ann con frialdad, poniéndose de pie.

Gerry también se levantó. Estaba callado y cortés, pero Ann se dio cuenta de que tras su apariencia tranquila había algo implacable y decidido.

—Lo siento —dijo el joven—, si he sido poco cortés…

—¡Es imperdonable!

—Quizá si, en cierto modo. Pero comprenda, a mí Sarah me importa mucho. Es lo único que me importa. No puedo evitar sentir que usted la dejó ir a un matrimonio desgraciado.

—¡Ya está bien!

—Voy a librarla de ello.

—¿Qué?

—Voy a persuadirla para que abandone a ese puerco.

—Pero qué tontería más grande. Sólo porque una vez, cuando erais unos chiquillos, anduvisteis enamoriscados…

—Yo comprendo a Sarah… y ella a mí.

—Mi querido Gerry —Ann se había echado a reír de pronto—, encontrarás que Sarah ha cambiado mucho desde que os conocíais.

—Sé que ha cambiado. —Gerry había palidecido y hablaba en voz baja—. Ya lo vi…

Vaciló un instante, y terminó en voz tranquila:

—Lamento que crea que he sido impertinente, señora Prentice. Pero entiéndalo. Para mí Sarah es lo primero.

Salió de la estancia.

Ann se aproximó al bar y se preparó un vaso de ginebra. Mientras bebía, musitaba para sí:

—Cómo se atreve… cómo se atreve… Y Laura… también ella está en contra mía. Todos están en contra mía. No es justo… ¿Qué he hecho? Nada en absoluto…