Ann había vuelto a casa como tres cuartos de hora antes que Sarah. Al entrar, abriendo con su llave, se sintió molesta al ver la cabeza de Edith, erizada de rizadores anticuados, y que asomaba por la puerta de su dormitorio.
Últimamente Edith le resultaba más y más irritante.
—La señorita Sarah no ha vuelto aún —dijo Edith.
El tácito reproche en la observación de Edith fastidió a Ann, que respondió con brusquedad:
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Por ahí, correteando a estas horas… sólo es una chiquilla.
—No seas absurda, Edith. Las cosas no son como cuando yo era joven. Hoy las chicas han aprendido a cuidar de sí mismas.
—Es una pena. Y terminan sufriendo, como resultado. Es lo más seguro.
—También en mis tiempos. Eran ingenuas e ignorantes, y todas las carabinas del mundo no conseguían evitar que hicieran el tonto, si eran ese tipo de chicas. Hoy las jóvenes leen de todo, hacen de todo y van a todas partes.
—Ah —replicó Edith misteriosamente—. Una onza de experiencia vale más que libras de sabiduría. Bueno, si usted está tranquila, no es asunto mío… pero hay caballeros y caballeros, si es que me entiende, y no me gusta mucho ese con el que ha salido esta noche. Es del tipo que metió en apuros a la segunda hija de mi hermana Nora… y de nada vale llorar hasta quemarse las pestañas una vez hecho el mal.
Ann no pudo evitar sonreír pese a su irritación. ¡Edith y sus parientes! Además, la imagen de Sarah, tan segura de sí, como una joven pueblerina traicionada, excitó su sentido del humor.
—Bueno, deja de inquietarte y acuéstate. ¿Me has traído la medicina para dormir que te encargué?
—La tiene junto a la cama —gruñó Edith—. Pero no le va a hacer ningún bien el empezar a tomar cosas para dormir… Luego no podrá dormir sin ellas. Además, se pondrá aún más nerviosa de lo que ya está.
—¿Nerviosa? —el tono era enfadado—. No estoy nada nerviosa.
Edith no replicó. Se limitó a bajar las comisuras de sus labios y se retiró a su dormitorio, respirando entre dientes, casi como un silbido.
Ann entró furiosa en su cuarto.
La verdad es que Edith se volvía cada día más imposible. No comprendía por qué la aguantaba.
¿Nerviosa? Claro que no lo estaba. Últimamente se había acostumbrado a yacer despierta… eso era todo. Todo el mundo sufría de insomnio alguna vez. Era mucho más razonable tomar algo y descansar bien que yacer despierta, oyendo el reloj dar las horas, mientras los pensamientos daban vueltas y más vueltas… como ardillas en una jaula. El doctor McQueen lo había comprendido así y le había dado una receta (algo suave e inofensivo), bromuro, creía. Algo para tranquilizarle y evitar sus pensamientos…
Oh, qué pesadas eran todas. Edith y Sarah… hasta la vieja y querida Laura. Se sentía un poco culpable con respecto a Laura. Claro que debía haberle telefoneado hacía una semana. Laura era una de sus mejores y más antiguas amistades. Sólo que, por alguna razón, no quería pensar en Laura… aún no… Laura resultaba a veces bastante difícil…
¿Sarah y Lawrence Steene? ¿Podría haber algo entre ellos? A las chicas jóvenes les gusta salir con un hombre de mala reputación… Seguramente no sería nada serio. Y aunque lo fuese…
Tranquilizada por el bromuro, Ann se durmió, pero incluso en sueños daba vueltas, agitada, entre las almohadas.
Mientras tomaba café, sentada en la cama a la mañana siguiente, sonó el teléfono. Al alzar el auricular se molestó al oír la voz áspera de Laura Whitstable.
—Ann, ¿sale mucho Sarah con Lawrence Steene? —le preguntó a bocajarro.
—Por Dios, Laura, ¿tienes que llamar a estas horas de la mañana para hacerme semejante pregunta? ¿Cómo voy a saberlo?
—Bueno, eres la madre de la chica, ¿no?
—Sí, pero no se puede andar catequizando todo el tiempo a los hijos, preguntándoles a dónde van y con quién. Para empezar, no te lo aguantarían.
—Vamos, Ann, no riñas conmigo. Anda detrás de ella, ¿verdad?
—Oh, no creo. Supongo que aún no le han concedido el divorcio.
—Ayer se declaró en firme. Lo leí en el periódico. ¿Qué sabes de él?
—Es el hijo único del anciano sir Harry Steene. Muchísimo dinero.
—Y notoria reputación.
—¡Ah, eso! Las chicas siempre se sienten atraídas por una mala reputación… siempre ha sido así, desde los tiempos de lord Byron. Pero no quiere decir nada.
—Me gustaría charlar contigo, Ann. ¿Estarás en casa esta tarde?
—No, voy a salir —fue la rápida respuesta.
—Entonces a las seis.
—Lo siento, Laura, tengo un cóctel…
—Bien, entonces iré hacia las cinco… ¿o preferirías… —la voz de Laura era decidida— que fuera ahora mismo?
—A las cinco —capituló Ann, amablemente—. Será estupendo.
Colgó con un suspiro exasperado. ¡Laura era imposible! Tantas comisiones, Unesco, Onu… alteraban el seso de las mujeres.
«No tengo ganas de que a Laura le dé por venir en cualquier momento», se dijo Ann, irritada.
Pese a todo recibió a su amiga con aire de estar muy complacida. Charlaba con alegría y nerviosismo cuando Edith les sirvió el té. Laura Whitstable parecía extrañamente silenciosa. Escuchaba, respondía, pero aquello era todo.
Al fin, cuando la conversación decayó, dame Laura dejó su taza y dijo con su franqueza habitual:
—Lamento preocuparte, Ann, pero ocurrió que al volver de América oí a dos hombres que hablaban de Larry Steene… y lo que decían no era muy agradable de oír.
—Oh, las cosas que se dicen…
Ann se encogió de hombros.
—Son a menudo muy interesantes. Eran hombres decentes… y su opinión sobre Steene, era condenatoria. Está además Moira Denham, que fue su segunda esposa. La conocía antes de que se casara con él y la he visto luego. Estaba totalmente destrozada de los nervios.
—Insinúas que Sarah…
—No insinúo que Sarah acabaría con los nervios deshechos si se casara con Lawrence Steene. Es de naturaleza más resistente. No tiene nada de mariposa, Sarah.
—Bueno, entonces…
—Pero creo que sería muy desdichada. Hay otra tercera cuestión. ¿Leíste en el periódico acerca de una joven llamada Sheila Vaugham Wright?
—¿Tenía algo que ver con ser adicta a drogas?
—Sí. Es la segunda vez que comparece ante un tribunal. En tiempos fue amiga de Lawrence Steene. Sólo quiero decirte, Ann, que Steene es un tipo particularmente dañino, por si no lo sabías, aunque supongo que sí.
—Claro que sé que se habla de él —asintió Ann de mala gana—. Pero ¿qué quieres que haga yo? No puedo prohibirle a Sarah que salga con él. Si lo hiciera, probablemente la empujaría más hacia él. Las muchachas no soportan que se las dirija, como bien sabes. Lo único que conseguiría es darle más importancia al problema. Tal y como están las cosas, no creo, ni por un instante, que se trate de nada serio. Él la admira, y ella se siente halagada porque se dice que él es perverso. Pero tú pareces insinuar que desea casarse con ella…
—Sí, creo que quiere casarse con ella. Es lo que yo llamaría un coleccionista.
—No te comprendo.
—Es un tipo… y no de lo mejor. Suponte que ella quiera casarse con él. ¿Qué te parecería?
—¿De qué serviría mi parecer? De nada, seguramente —repuso Ann con amargura—. Las jóvenes hacen exactamente lo que quieren y se casan con quien desean.
—Pero Sarah está muy influida por ti.
—Oh, no, Laura, te equivocas en ese punto. Sarah sigue enteramente su propio camino. Yo no me meto.
—¿Sabes, Ann? —Laura se la quedó mirando—. No consigo entenderte. ¿No te preocuparías si se casara con ese hombre?
Ann encendió un cigarrillo y aspiró con impaciencia.
—Es todo tan difícil… Muchos hombres de mala reputación han resultado ser excelentes maridos, una vez que han sembrado raíces. Mirándolo desde un punto de vista totalmente mundano, Lawrence Steene es una proposición excelente.
—Pero eso no te influiría a ti, Ann. Lo que tú quieres es la felicidad de Sarah, no su propiedad material.
—Oh, claro. Pero Sarah, por si no te has dado cuenta, adora las cosas bellas. Le gusta vivir con lujo… mucho más que a mí.
—¿Pero se casaría sólo por eso?
—No lo creo —Ann parecía dudar—. La verdad es que creo que se siente realmente atraída por Lawrence.
—¿Y piensas que el dinero decidiría la balanza?
—No lo sé, ¡te lo repito! Creo que Sarah… bueno… vacilaría antes de casarse con un hombre pobre. Pongámoslo de esa forma.
—¿Tú crees? —repuso dame Laura, pensativa.
—Hoy día las chicas sólo parecen pensar y hablar de dinero.
—¡Bah, hablar! He oído hablar a Sarah, bendita sea. Muy razonable, dura y poco sentimental. Pero el lenguaje se nos ha dado para ocultar nuestros pensamientos, igual que para expresarlos. Sea cual fuere la generación, las jóvenes hablan según los modelos establecidos. La cuestión es ¿qué quiere Sarah en verdad?
—No tengo ni idea. Me imagino que… divertirse.
—¿Crees que es feliz?
Dame Laura la contemplaba.
—Oh, sí. La verdad, Laura, es que se divierte horrores.
—No me pareció a mí muy feliz —replicó, pensativa.
—Todas las chicas parecen descontentas —afirmó Ann con aspereza—. Es una postura.
—Tal vez. Entonces, ¿crees que no puedes hacer nada en el asunto de Steene?
—No veo qué. ¿Por qué no le hablas tú?
—No lo haré. Sólo soy su madrina. Conozco mi lugar.
—Así que supongo que crees que el mío es hablarle.
Ann se picó.
—En absoluto. Como decías bien, hablar no sirve de mucho.
—Pero piensas que debería hacer algo.
—No, no necesariamente.
—¿Qué quieres decir entonces?
Laura Whitstable contempló despacio la habitación.
—Sólo me preguntaba lo que pasaba por tu mente.
—¿Mi mente?
—Sí.
—Nada pasa por mi mente. Nada en absoluto.
Laura apartó su mirada del extremo del cuarto para lanzar un rápido vistazo, como de pájaro, a Ann.
—No. Eso es lo que me temía.
—No te comprendo en absoluto.
—Lo que pasa no está en tu mente, sino más profundo.
—¡Bah, si vas a decir tonterías sobre el subconsciente! La verdad, Laura, parece que me acusas de algo.
—No te estoy acusando.
Ann se puso en pie y empezó a pasear nerviosa por la estancia.
—Sencillamente, no sé a quién te refieres… Quiero a Sarah… Sabes muy bien lo que siempre ha significado para mí. Si… ¡si hasta lo he sacrificado todo por ella!
—Sé que hace dos años hiciste un gran sacrificio por ella —repuso dame Laura con gravedad.
—Bien, ¿y eso no lo demuestra?
—Demostrar ¿qué?
—Cuánto quiero a Sarah.
—¡Querida mía, yo no he insinuado que no la quieras! Estás defendiéndote… pero no contra ninguna acusación mía. —Se puso en pie—. Tengo que irme. Puede que no haya hecho bien en venir…
Ann la siguió a la puerta.
—Comprende, todo es tan vago… nadie puede frenar…
—Sí, sí.
Laura se detuvo. Habló con una repentina y sorprendente energía:
—¡Lo malo de los sacrificios es que no se acaban una vez hechos! Continúan…
—¿Qué quieres decir, Laura?
Ann la miró, sorprendida.
—Nada. Que Dios te bendiga, querida, y sigue mi consejo… en el campo profesional. No vivas con tal premura que no tengas tiempo de pensar.
Ann rió, de nuevo con buen humor.
—Me sentaré a pensar cuando sea demasiado vieja para hacer otra cosa —repuso alegremente.
Entró Edith a recoger las cosas y Ann, mirando el reloj, lanzó una exclamación y fue a su habitación.
Se maquilló con cuidado especial, observándose detenidamente en el espejo. Pensó que el nuevo corte de pelo era todo un éxito. Verdaderamente la hacía parecer mucho más joven. Al oír la puerta, llamó a Edith:
—¿Hay correo?
Una pausa mientras Edith examinaba las cartas; luego ésta dijo:
—Nada más que facturas, señora… y una para la señorita Sarah… de Suráfrica.
Edith subrayó ligeramente las dos últimas palabras, pero Ann no se dio cuenta. Volvió al salón al tiempo que entraba Sarah.
—Lo que detesto de los crisantemos es su olor tan malo —gruñía—. Voy a dejar el trabajo con Noreen y convertirme en modelo. Sandra se muere por emplearme. Y además está mejor pagado. Hola, ¿has invitado a alguien a tomar el té? —preguntó al ver a Edith que entraba a recoger una taza perdida.
—Laura ha estado aquí.
—¿Laura? ¿Otra vez? Vino ayer.
—Lo sé. —Ann vaciló un instante, luego dijo—: Ha venido a decirme que no debería dejarte salir con Lawrence Steene.
—¿Laura? Qué protectora. ¿Tiene miedo de que me coma el lobo feroz?
—Por lo visto —Ann dijo con deliberación—. Al parecer, su reputación es poco agradable.
—¡Bueno, todo el mundo lo sabe! ¿He visto cartas en el vestíbulo?
Sarah salió y regresó con la carta con sellos de África del Sur.
—Laura parece creer que debería yo ponerle punto final a la situación —dijo Ann.
Sarah contemplaba la carta. Preguntó distraída:
—¿Qué?
—Laura piensa que yo debería impedir que tú y Lawrence salierais juntos.
—Cariño, y ¿qué podrías hacer? —preguntó Sarah alegremente.
—Eso es lo que le he dicho —repuso Ann con triunfo—. Las madres no pueden nada, hoy día.
Sarah se sentó en el brazo de un sillón y abrió la carta. Sacó dos páginas y empezó a leer.
—¡A una se le olvida la verdadera edad de Laura! —seguía Ann—. Se está volviendo tan vieja que está totalmente fuera de las ideas modernas. Claro que, para ser franca, me preocupaba bastante que salieras tanto con Larry Steene… pero había decidido que si te decía algo no haría sino empeorar las cosas. Sé que puedo confiar en que no harás ningún disparate…
Se detuvo. Sarah, embebida en su carta, murmuró:
—Pues claro, cariño.
—Pero debes sentirte libre de elegir tus amistades. Pienso que a veces hay muchos roces porque…
Sonó el teléfono.
—¡Ay, el teléfono! —exclamó Ann.
Se dirigió a él con alegría y tomó el auricular, expectante.
—Dígame… Sí, aquí la señora Prentice… Sí. ¿Quién? No consigo entender el nombre… Oiga ¿Cornford, dice usted?… Oh, C-A-U-L-D… ¡Oh!… ¡Oh!… ¡pero qué tonta!… ¿Eres tú, Richard?… Sí, tanto tiempo… Bueno, qué amable eres… No, claro que no… No, me encanta… Sí, lo digo de veras… Muchas veces me he preguntado… ¿Qué ha sido de tu vida?… ¿Qué?… ¿De verdad?… Me alegro mucho. Te felicito de corazón… Estoy segura que será encantadora… Eres muy amable… me gustaría mucho conocerla…
Sarah se levantó del brazo del sillón, dirigiéndose despacio a la puerta, con ojos tristes, sin ver. La carta que había estado leyendo estaba arrugada en su mano.
—No, mañana no puedo —proseguía Ann—, no, pero espera. Buscaré mi agenda… —Llamó—: ¡Sarah!
Sarah se volvió en la puerta:
—¿Qué?
—¿Dónde está mi agenda?
—¿Tu agenda? Ni idea.
Sarah se hallaba a kilómetros de distancia. Ann le dijo, irritada:
—Bueno, búscala. En algún sitio estará. Tal vez junto a mi cama. Cariño, date prisa.
Sarah salió para regresar con el cuadernito de Ann.
—Aquí tienes, madre.
Ann volvió las páginas.
—¿Sigues ahí, Richard? No, la comida no puede ser. ¿Podríais vosotros venir a tomar unas copas el jueves?… Oh, ya veo. Lo siento. ¿Tampoco a comer?… Bueno, ¿tenéis que tomar el tren de mañana a las ocho?… ¿Dónde estáis?… Ah, pero si está aquí a la vuelta. Ya sé, ¿no podrías venir ahora mismo y tomar algo?… No, iba a salir, pero tengo mucho tiempo… Será magnífico. Venid en seguida.
Colgó el auricular y se quedó mirando distraída al espacio.
—¿Quién era? —preguntó Sarah sin mucho interés, añadiendo luego con esfuerzo—: Madre, tengo noticias de Gerry…
Ann se espabiló de pronto.
—Dile a Edith que traiga las copas mejores y un poco de hielo. De prisa. Vienen a tomar un trago.
—¿Quiénes? —preguntó Sarah, siempre sin interés, pero moviéndose obedientemente.
—Richard… ¡Richard Cauldfield!
—¿Quién es?
Ann la miró adusta, pero el pálido rostro de Sarah parecía inmutable. Salió a llamar a Edith. Al volver, Ann repitió con énfasis:
—Era Richard Cauldfield.
—¿Quién es Richard Cauldfield?
Sarah parecía extrañada.
Ann apretó las manos. Su ira era tan intensa que tuvo que esperar un instante para componer la voz.
—Así que… ¿ni siguieras recuerdas su nombre?
Los ojos de Sarah se habían posado una vez más en la carta que tenía en la mano.
Dijo con naturalidad:
—¿Le conocía? Dime algo de él.
La voz de Ann sonó ronca al repetir, esta vez con un deje mordiente que no era posible pasar por alto:
—Richard Cauldfield.
Sarah alzó la vista, sorprendida. Comprendió de pronto.
—¡Cómo! ¡No será Coliflor!
—Sí.
Para Sarah era una broma.
—Mira que aparecer de nuevo —dijo, animada—. ¿Todavía anda detrás de ti, madre?
—No, se ha casado.
—Bien hecho. Me pregunto cómo será ella.
—Va a traerla a tomar unas copas. Llegarán casi en seguida. Están en el Langport. Arregla esos libros, Sarah. Pon tus cosas en el vestíbulo. Y tus guantes.
Abriendo el bolso, Ann se miró ansiosa en el espejito. Al retirarse Sarah, preguntó:
—¿Estoy bien?
—Sí, preciosa.
Sarah fruncía el ceño. Ann cerró el bolso y se movió inquieta por el cuarto, cambiando la posición de una silla, ahuecando un almohadón.
—Mamá, son noticias de Gerry.
—¿Sí? El florero con crisantemos estaría mejor en la mesita del rincón.
—Ha tenido muy mala suerte.
—¿Sí? Aquí la caja de cigarrillos, ahí las cerillas.
—Sí, alguna enfermedad o algo parecido atacó a las naranjas y él y su socio se metieron en deudas… y han tenido que vender. Todo ha sido un fracaso.
—Qué lástima, lo siento. Pero no puedo decir que me sorprenda.
—¿Por qué?
—A Gerry siempre parecen pasarle cosas así —repuso con vaguedad.
—Sí… es verdad —Sarah estaba triste. La generosa indignación por defender a Gerry no era tan espontánea como en otros tiempos. Dijo de mala gana—: No es culpa suya…
Pero no parecía tan convencida como lo estuviera antes.
—Tal vez no —Ann estaba ausente—. Pero me temo que siempre meterá la pata con las cosas.
—¿Tú crees? —Sarah volvió a sentarse en el brazo del sillón. Preguntó anhelante—: Madre, ¿crees tú… de verdad… que Gerry nunca llegará a ninguna parte?
—No lo parece.
—Sin embargo, yo sé… estoy segura… que hay algo positivo en él.
—Es un chico encantador. Pero me temo que es uno de los desplazados de este mundo.
—Tal vez —suspiró Sarah.
—¿Dónde está el jerez? Richard siempre prefería jerez a la ginebra. Oh, aquí está.
—Gerry dice que se va a Kenia —prosiguió Sarah—. Se va con un amigo. Van a vender coches… y regentar un garaje.
—Es extraordinario cuántos ineficientes acaban por regentar un garaje.
—Pero Gerry fue siempre un mago con los coches. Aquel que compró por diez libras lo arregló para que marchara de maravilla. Además, mamá, no es que Gerry sea perezoso o no le guste trabajar. Trabaja… a veces muchísimo. Es, me parece a mí, que no tiene un juicio muy acertado.
Se quedó pensativa.
Por vez primera Ann prestó plena atención a su hija. Habló con amabilidad, pero con decisión.
—Sabes, Sarah, si yo fuera tú… bueno, creo que intentaría olvidar a Gerry.
Sarah se estremeció. Sus labios temblaron.
—¿Lo harías?
El timbre llamó, un sonido sin alma, insistente.
—Aquí están —dijo Ann.
Se dirigió a la chimenea y se apoyó en la repisa, en una postura bastante artificial.