Laura Whitstable miraba con afecto las familiares calles de Londres a través de las ventanillas del autobús del aeropuerto. Había estado largo tiempo ausente de Inglaterra, prestando servicio con una comisión real que había emprendido un apretado, interesante y prolongado periplo alrededor del mundo. Las sesiones finales en los Estados Unidos habían resultado agotadoras. Dame Laura había presidido y dado conferencias, participado en almuerzos y cenas y hallado dificultad para ver a sus amistades personales.
Bueno; todo había terminado ya. Estaba de nuevo en casa, con una maleta llena de notas, estadísticas y papeles de importancia, y con el proyecto de un trabajo mucho más cansado aún, para darlo a publicar.
Era una mujer de gran vitalidad y enorme fortaleza Física. Las perspectivas de trabajo le atraían siempre mucho más que las de ocio, pero, al revés de mucha gente, no se vanagloriaba de tal hecho, admitiendo a veces sencillamente que tal preferencia podría interpretarse más como una debilidad que como una virtud. Porque, según ella, el trabajo es una de las principales aventuras mediante las cuales uno escapa de sí mismo.
Y el vivir con uno mismo, sin subterfugios, con humildad y contento, es alcanzar la verdadera armonía en la vida.
Laura Whitstable era una mujer que se concentraba en una cosa cada vez. Nunca le había gustado escribir a sus amigos cartas largas, llenas de noticias. Cuando se hallaba ausente, se hallaba ausente… tanto en pensamiento como físicamente.
Conscientemente, enviaba postales de brillantes colorines a los miembros de su servicio doméstico, que se habrían sentido ofendidos de no haberlas recibido. Pero sus amigos y conocidos sabían que la primera noticia que tendrían de Laura sería una áspera voz en el teléfono que anunciaba que estaba de vuelta.
Un poco más tarde, mientras contemplaba su cómodo salón un tanto masculino y escuchaba a medias el melancólico y desapasionado catálogo de pequeños desastres domésticos ocurridos durante su ausencia, por boca de Basset, Laura pensaba que era agradable estar en casa otra vez.
Despidió a Basset con un «Ha hecho muy bien en decírmelo» y se hundió en el sillón amplio y un tanto desvencijado, forrado de cuero. En una mesita auxiliar se hallaban apilados cartas y periódicos, pero no se molestó en mirarlos. Todo lo de mayor urgencia había recibido ya la atención de su eficaz secretaria.
Encendió un puro y se reclinó en el respaldo, medio cerrados los ojos.
Éste era el fin de un período, el principio de otro…
Se distendió, permitiendo que el motor de su cerebro aflojara un poco el paso y fuera adaptándose al nuevo ritmo. Sus compañeros en la comisión… los problemas que habían surgido… especulaciones… puntos de vista… personalidades americanas… sus amigos americanos… poco a poco, inexorablemente, todos iban retrocediendo, convirtiéndose en sombras…
Londres, las gentes a las que vería, las personas importantes a las que trataría con dureza, los ministerios en los que tenía intención de convertirse en una plaga, las medidas prácticas que intentaba tomar, los informes que debía escribir… todo le volvía con claridad. La campaña futura, las pesadas tareas diarias…
Pero antes de todo ello habría un interregno, un volver a adaptarse. Relaciones personales y placeres. Visitar a sus amistades… revivir el interés en sus problemas y alegrías. Volver a ver todos sus rincones favoritos… los ciento y un placeres de su vida privada. Regalos que había traído para distribuir… Su rostro curtido se suavizó en una sonrisa. Los nombres flotaban en su mente. Charlotte… el pequeño David… Geraldine y sus hijos… el anciano Walter Emlyn… Ann y Sarah Prentice… el profesor Parkes…
¿Qué habría sido de todos ellos desde que se fue?
Iría a ver a Geraldine a Sussex… al cabo de dos días, si es que era conveniente. Tomó el teléfono, habló, convino día y hora. Luego llamó al viejo profesor Parkes. Ciego y sordo como una tapia, parecía, sin embargo, estar lleno de salud y ánimo y ansioso de tener una controversia realmente feroz con su vieja amiga Laura.
El siguiente número al que llamó fue el de Ann Prentice.
Contestó Edith.
—Vaya, es una sorpresa, señora. Ha pasado mucho tiempo. Leí algo sobre usted en el periódico, sí, no hace más de un mes o dos. No, lo siento, la señora ha salido. Ahora casi siempre pasa las tardes fuera. Sí, la señorita Sarah también está fuera. Sí, señora, le diré a la señora Prentice que ha llamado y que ha vuelto usted.
Dominando su deseo de comentar que le hubiera costado más llamar de no haber estado de vuelta, Laura Whitstable colgó y procedió a marcar otro número.
Durante las siguientes conversaciones y las citas que iba concertando, Laura relegó al fondo de su memoria un pequeño punto que se había prometido a sí misma examinar más tarde.
No fue hasta hallarse en la cama cuando su mente analítica se interrogó sobre algo que Edith mencionara y que le había sorprendido. Tardó unos segundos en recordar, pero al fin lo hizo. Edith había dicho que Ann no estaba y que salía casi todas las tardes, en la actualidad.
Laura frunció el entrecejo, pues le parecía que Ann debía haber cambiado mucho en sus hábitos. Era lógico suponer a Sarah por ahí, todas las tardes de su vida. Era cosa de muchachas. Pero Ann era de un temperamento tranquilo… alguna cena… una película de vez en cuando… una obra de teatro… pero no como rutina de cada noche.
En su cama, Laura Whitstable pensó en Ann Prentice durante cierto tiempo…
Quince días más tarde dame Laura pulsaba el timbre del piso de Ann Prentice.
Edith abrió la puerta y su agria expresión se alteró ligeramente para indicar agrado.
Se hizo a un lado para dejar entrar a dame Laura.
—La señora Prentice se está vistiendo para salir, pero sé que querrá verla.
Le hizo pasar a la salita y sus pasos sonaron fuertes hacia el dormitorio de Ann.
Laura miró a su alrededor con cierta sorpresa. El cuarto estaba totalmente transformado; apenas si lo hubiese reconocido. Por un momento pensó que se había confundido.
Quedaban algunas piezas del mobiliario original, pero en un rincón se veía un gran bar. El nuevo decorado era una versión modernizada del Imperio francés, con cortinas de raso a rayas, muy elegantes y numerosos dorados y bronces. Los pocos cuadros de las paredes eran modernos. Parecía más un «escenario» para una obra teatral que una habitación en una casa.
—La señora Prentice estará con usted en un instante, señora —dijo Edith asomando la cabeza.
—Esto está totalmente transformado.
—Y buen dinero que costó —desaprobó Edith—. Vinieron un par de señoritos raros a cuidar de todo. No se lo creería usted.
—Oh, sí. Parece que han hecho un buen trabajo.
—Cosas raras —replicó la mujer con displicencia.
—Hay que ponerse a tono con los tiempos, Edith. Supongo que a la señorita Sarah le gustará mucho.
—Oh, no es del gusto de la señorita. A la señorita Sarah nunca le han gustado los cambios. Nunca. ¡Recuérdelo, señora, ni siquiera le gustaba que pusiéramos el sofá del otro lado! No, es la señora Prentice la que está entusiasmada con todo esto.
Dame Laura alzó ligeramente las cejas. De nuevo le parecía que Ann tenía que haber cambiado mucho. En aquel instante oyó pisadas presurosas por el pasillo y Ann irrumpió con las manos extendidas.
—Laura, querida, ¡qué estupendo! Estaba deseando verte.
Dio a Laura un beso rápido y despegado. La anciana la estudió con sorpresa.
Sí, Ann Prentice había cambiado. Su cabello de color de hoja seca, con algunos hilos grises, parecía oscurecido y cortado a la última y más atrevida moda. Tenía las cejas depiladas y el rostro costosamente maquillado. Iba vestida con un corto vestido de fiesta, adornado con un broche grande y extraño de bisutería fina. Sus movimientos eran inquietos y artificiales, lo cual, para Laura Whitstable, resultó el cambio más significativo de todos, ya que el rasgo más característico de la Ann Prentice que conociera dos años atrás era un reposo suave, tranquilo.
Ahora se movía por la habitación hablando, preocupándose por pequeñeces y sin esperar respuesta a sus frases.
—Hace tanto tiempo… muchísimo, la verdad… claro que de vez en cuando he leído acerca de ti en los periódicos. ¿Qué tal la India? Parece que en Estados Unidos te han tratado como a una gran personalidad. Supongo que la comida sería deliciosa… ¿chuletas y demás? ¡Y las prendas de nailon! ¿Cuándo has vuelto?
—Hace quince días. Te llamé. Habías salido. Supongo que a Edith se le olvidaría darte el recado.
—Pobre Edith. Su memoria ya no es como era. No, creo que sí que me lo dio, y pensaba llamarte… pero ya sabes cómo son las cosas. —Rió brevemente—. Una vive con tanta prisa.
—Antes no solías vivir con prisa, Ann.
—¿No? —Ann parecía divagar—. Parece imposible evitarlo. Toma un trago, Laura. ¿Ginebra con tónica?
—No, gracias. Jamás pruebo combinados.
—Naturalmente. Coñac con soda es tu bebida. Aquí tienes.
Preparó la bebida, se la entregó y luego se volvió a preparar otra para sí.
—¿Cómo está Sarah?
—Oh, muy bien y contenta —repuso, siempre con vaguedad—. Apenas si la veo. ¿Dónde está la ginebra? ¡Edith! ¡Edith!
Entró Edith.
—¿Por qué no hay ginebra?
—No ha llegado.
—Te he dicho que siempre ha de haber una botella de reserva. ¡Es para ponerse mala! Tienes que preocuparte de que siempre haya suficientes bebidas en la casa.
—Entra mucho y sale mucho. Demasiado, pienso yo.
—Basta, Edith —exclamó Ann, enfadada—. Sal a comprar una botella.
—¿Cómo, ahora?
—Sí, ahora.
Al tiempo que Edith se retiraba, con aire adusto, Ann espetó furiosa:
—Todo se le olvida. ¡Se está convirtiendo en una inutilidad!
—Bueno, no te alteres, querida. Siéntate y háblame de ti.
—No hay mucho que contar —rió Ann.
—¿Vas a salir? ¿Te estoy entreteniendo?
—Oh, no, no. Mi amigo viene a buscarme.
—¿El coronel Grant? —sonrió dame Laura.
—¿El pobre y viejo James? Oh, no. Apenas si le veo.
—¿Cómo así?
—Esos hombres de edad madura son terriblemente aburridos. James es un encanto, lo sé, pero esas larguísimas anécdotas suyas… no puedo resistirlas. —Ann se encogió de hombros—. Sé que está muy mal por mi parte, pero ¡qué quieres!
—No me has dicho nada de Sarah. ¿Tiene novio?
—Oh, sale con muchos. Es muy popular, afortunadamente…, no podría soportar tener una hija aburrida.
—Entonces, ¿ningún joven en particular?
—Bueno, es difícil asegurarlo. Las chicas de hoy no cuentan nada a sus madres.
—¿Qué hay del joven Gerald Lloyd… el que tanto te preocupaba?
—Oh, se fue a alguna parte de Suráfrica. Todo se acabó, gracias a Dios. ¡Mira que acordarte de aquello!
—Recuerdo cosas de Sarah. La quiero mucho.
—Eres muy amable, Laura. Sarah está bien. Muy egoísta y pesada en muchas cosas… pero supongo que tiene que ser así a su edad. Pronto llegará y entonces…
Sonó el teléfono y Ann se interrumpió para tomarlo.
—¿Dígame?… Oh, eres tú, cariño… Pues claro… me encantaría… Sí, pero tendré que verificarlo en mi agenda… Oh, qué lata, no sé dónde está… Sí, estoy segura de que está bien… así que el jueves… en el Petit Chat… Sí, ¿verdad? Qué divertido, cómo se emborrachó Johnnie… Bueno, claro, todos estábamos un poco alegres. Sí, estoy de acuerdo.
Colgó el aparato, comentando a Laura, con una nota de satisfacción en su voz que desmentía sus palabras:
—¡Este teléfono! Así todo el día.
—Tienen esa costumbre —la respuesta fue seca—. Pareces llevar una vida divertida Ann.
—Sí. No se puede vegetar, cariño… oh, ésa parece Sarah.
En el vestíbulo se oyó la voz de Sarah:
—¿Quién? ¿Dame Laura? ¡Oh, espléndido!
Abrió de golpe la puerta de la sala y entró. Laura Whitstable se sorprendió ante su belleza. Había desaparecido el aire un tanto torpe de adolescente, y ahora veía ante sí una joven extraordinariamente atractiva, con un rostro y una figura de encanto poco frecuentes.
Parecía radiante de contento al ver a su madrina, a la que besó con calor.
—Laura, cariño, qué estupendo. Estás maravillosa con ese sombrero. Casi real, con cierto toque de tirolés militante.
—Chiquilla impertinente —le sonrió Laura.
—No, lo digo de veras. Porque eres en verdad un personaje, ¿verdad, encanto?
—¡Y tú una joven muy guapa!
—Oh, sólo es un maquillaje muy caro.
Volvió a sonar el teléfono y esta vez fue Sarah quien contestó.
—¿Dígame? ¿Quién habla? Sí, aquí está. Es para ti, mamá, como siempre.
Mientras Ann atendía la llamada, Sarah se sentó en el brazo del sillón de Laura.
—El teléfono suena todo el día para mamá —comentó.
—Calla, Sarah —cortó Ann con brusquedad—, no puedo oír. Sí… bueno, creo que sí… pero la semana que viene estoy llena de compromisos… voy a consultar mi agenda. —Se volvió para decir—: Sarah, búscame la agenda… debe, estar en mi alcoba… —Sarah salió de la habitación mientras Ann seguía hablando por teléfono—: Sí, claro que sé lo que quieres decir… sí, esa clase de cosas resultan terriblemente comprometedoras. ¿Sí, cariño…? Bueno, por lo que a mí respecta, he contado con Edward… yo… oh, aquí tengo la agenda. Sí… No, el viernes no puedo… Sí, podría ir después… Entonces, muy bien, nos encontraremos en casa de los Lumley Smith… sí, de acuerdo contigo. Es aburridísima.
Colgó el auricular, exclamando:
—¡Qué teléfono! Va a volverme loca…
—Lo adoras, madre. Y adoras charlar, y lo sabes. —Sarah se volvió a dame Laura, preguntando—: ¿No crees que mamá está elegantísima con su nuevo peinado? Parece años más joven.
—Sarah no me deja hundirme graciosamente en la edad madura —dijo Ann con una risa que sonó artificial.
—Vamos, madre, sabes muy bien que te gusta resultar alegre. Tiene muchos más amigos que yo, Laura, y casi nunca vuelve a casa antes del amanecer.
—No seas absurda, Sarah —replicó Ann.
—¿Quién es esta noche, mamá? ¿Johnnie?
—No, Basil.
—Oh, para ti todo. Yo pienso que Basil es el colmo.
—Tonterías —el tono de Ann volvía a ser brusco—. Es muy divertido. ¿Y tú, Sarah? Supongo que saldrás.
—Sí, Lawrence viene a buscarme. Tengo que darme prisa para cambiarme.
—Hala, pues. Y Sarah… Sarah, no dejes tus cosas tiradas por todas partes. Tus pieles… y los guantes. Y recoge ese vaso. Va a romperse.
—Oh, mamá, está bien, no armes jaleo.
—Alguien tiene que hacerlo. Nunca recoges nada. La verdad, ¡a veces no sé cómo lo aguanto! ¡No, llévatelos contigo!
Al salir Sarah, su madre suspiró, exasperada.
—La verdad es que las chicas jóvenes le vuelven loca a cualquiera. ¡No tienes idea de lo pesada que es Sarah!
Laura miró rápidamente y de reojo a su amiga.
En la voz de Ann había habido una nota de verdadero mal humor e irritación.
—¿No te cansas de tanto correr por ahí, Ann?
—Claro que sí… estoy muerta. Pero hay que hacer algo para divertirse.
—Nunca solías tener dificultad para divertirte.
—¿Quedarme sentada en casa con un buen libro y la cena en bandeja? Ya he pasado ese aburrido período. Pero ahora me ha dado la segunda ventolera. Por cierto, Laura, tú me enseñaste esa expresión. ¿No te alegra de ver que me ha venido?
—No me refería exactamente a hacer vida de sociedad.
—Ya sé que no, cariño. Tú te referías a que me dedicara a alguna cosa útil. Pero todos no podemos ser personajes públicos, como tú, enormemente científicos y serios. A mí me gusta ser alegre.
—¿Qué le gusta a Sarah? ¿Le gusta también ser alegre? ¿Cómo está la niña? ¿Feliz?
—Pues claro, se divierte horrores.
Ann hablaba ligera y despreocupadamente, pero Laura Whitstable frunció el ceño. En el momento de salir Sarah del cuarto, Laura se había conmovido ante una momentánea expresión de desaliento en el rostro de la muchacha. Había sido como si, por un momento, hubiera caído la máscara sonriente… y debajo Laura había creído entrever incertidumbre y algo semejante al dolor.
¿Sería feliz Sarah? Evidentemente, Ann así lo creía. Y Ann debería saberlo.
«No te imagines cosas, mujer», se dijo Laura Whitstable con firmeza.
Mas, pese a sí misma, se sentía intranquila y alterada. Algo no andaba bien en la atmósfera de la casa. Ann, Sarah, incluso Edith… todas se daban cuenta. Todas, pensaba, tenían algo que ocultar. El adusto aire desaprobador de Edith, la agitación y los modales nerviosos y artificiales de Ann, la actuación vivaz de Sarah… En efecto, algo andaba mal.
Sonó el timbre de la puerta y Edith, más enfurruñada que nunca, anunció al señor Mowbray.
El señor Mowbray entró como una flecha. No habría forma de explicar su entrada. Era el movimiento rápido de un insecto alegre. Dame Laura pensó que haría bien el papel de Osric. Era joven y de modales afectados.
—¡Ann! —exclamó—. ¡Lo llevas puesto! Querida, es un éxito enorme.
Se mantenía a distancia, la cabeza inclinada a un lado, estudiando el vestido de Ann, mientras ésta le presentaba a dame Laura.
Se aproximó, exclamando excitado:
—Un camafeo. ¡Qué absolutamente adorable! Adoro los camafeos. ¡Tengo debilidad por ellos!
—Basil tiene debilidad por todo lo victoriano en joyería —explicó Ann.
—Querida, tenían imaginación. Aquellos colgantes verdaderamente celestiales. Cabello de dos personas enlazado en un rizo y luego un sauce o una urna. Hoy nadie sabe trabajar con pelo. Es un arte perdido. Y flores de cera… las flores de cera me enloquecen… y mesitas de papier mâché. Ann, tienes que permitirme que te lleve a ver una mesa verdaderamente divina. Toda trabajada de modo que dentro quepa el juego de té original. Cara de horror, pero lo vale.
—Debo irme —dijo Laura Whitstable—. No debo entreteneros.
—Quédate a charlar con Sarah. Apenas si la has visto. Y Lawrence Steene todavía tardará un rato.
—¿Steene? ¿Lawrence Steene? —preguntó dame Laura, con brusquedad.
—Sí, el hijo de sir Harry Steene. Muy atractivo.
—Oh, ¿te lo parece, cariño? —preguntó Basil—. A mí siempre me da la impresión de bastante melodramático… un poco como el malo de una película. Pero las mujeres parecen volverse locas por él.
—Es asquerosamente rico.
—Sí, eso sí. La mayoría de los ricos son tan carentes de atractivo… Es que no parece justo que uno tenga al mismo tiempo dinero y atractivo.
—Bueno, creo que es mejor que nos vayamos —dijo Ann—. Te llamaré, Laura, y quedaremos para charlar largamente un rato.
Besó a Laura de modo algo artificioso y salió con Basil Mowbray.
Dame Laura oyó que Basil comentaba:
—Es como una maravillosa pieza de época… tan divinamente seria. ¿Cómo es que jamás la he conocido antes?
Unos minutos después entraba Sarah, presurosa.
—¿Verdad que soy rápida? Por correr apenas si me he retocado la cara.
—Llevas un vestido precioso, Sarah.
Sarah dio unas vueltas. Vestía un traje pálido, color verde Nilo, de raso, que se ceñía a las encantadoras líneas de su cuerpo.
—¿Te gusta? Era enormemente caro. ¿Dónde está madre? ¿Ya se ha ido con Basil? Es bastante terrible ese hombre, ¿verdad?, pero resulta divertido; tiene una especie de culto por las mujeres mayores que él.
—Seguramente le resultará rentable —fue la agria respuesta.
—Valiente cínica eres… ¡pero tienes toda la razón! Aunque, después de todo, mamá tiene que divertirse. Se lo está pasando de locura, la pobrecita. Y lo cierto es que es enormemente atractiva, ¿no te parece? ¡Oh, Señor, tiene que ser terrible envejecer!
—Es muy cómodo, te lo aseguro.
—Estará muy bien para ti… ¡pero no todos podemos ser personajes! ¿Qué has hecho estos años en que no te hemos visto?
—Imponerme por ahí de forma general. Meterme en vidas ajenas para decir a otros lo fáciles y agradables que serían y lo bien y felices que estarían si hicieran exactamente lo que les digo. En resumen, dando la lata, según mi abrumadora costumbre.
Sarah rió con cariño.
—¿Querrás decirme cómo dirigir mi vida?
—¿Necesitas que te lo digan?
—Bueno, no estoy muy segura de que me porto con inteligencia.
—¿Sucede algo?
—No realmente… Me divierto mucho y todo eso. Supongo que debería hacer algo de verdad.
—¿Como qué?
—Oh, no sé. Empezar algo. Prepararme para alguna cosa. Arqueología, o mecanografía y taquigrafía, o masajes, o arquitectura.
—¡Vaya surtido! ¿Sientes alguna inclinación especial?
—No… no, creo que no… Este trabajo de las flores está bien, pero ya estoy harta. La verdad es que no sé lo que quiero…
Sarah daba vueltas sin sentido por la estancia.
—¿No piensas en casarte?
—¡Oh, el matrimonio! —La mueca de Sarah fue expresiva—. Los matrimonios parecen fracasar siempre.
—No invariablemente.
—Bueno, pues la mayoría de los de mis amistades parecen haberse deshecho. Todo marcha bien un par de años y luego, adiós. Claro que si te casas con alguien con mucho dinero, supongo que resultará.
—¿Ése es tu punto de vista?
—Bueno, es el único práctico. Eso del amor está muy bien en cierto modo, pero después de todo, sólo se basa en una atracción sexual, y eso no puede durar.
—Pareces tan informada como un libro de texto —dijo dame Laura con sequedad.
—Pero es cierto, ¿no?
—Perfectamente cierto —asintió al punto.
Sarah pareció levemente decepcionada.
—Por eso, lo único práctico parece ser casarse con alguien muy rico.
Una leve sonrisa suavizó los labios de Laura Whitstable.
—Puede que tampoco eso durara.
—Sí, supongo que el dinero anda un poco inseguro en estos tiempos.
—No quería decir eso. Me refería a que el placer de tener dinero para gastarlo es como la atracción sexual. Uno se acostumbra. La novedad pasa, como con todo.
—Conmigo no pasaría —repuso Sarah, con mucha seguridad—. Vestidos realmente hermosos… pieles… joyas… y un yate…
—Qué niña eres aún, Sarah.
—Oh, pero no lo soy, Laura. Me siento muy vieja y desilusionada, a veces.
—¿De veras?
Laura no pudo evitar volver a sonreír un poco al contemplar el rostro bello y lleno de vida de Sarah.
—Lo que pienso de verdad es que debería marcharme de aquí —dijo Sarah inesperadamente—. Buscar un empleo, casarme, o algo. A mamá le ataco los nervios. Intento portarme bien, pero no parece servir de nada. Claro, supongo que soy difícil. La vida es rara, ¿verdad, Laura? Un momento todo es divertido y una se lo pasa bien, y de pronto todo parece salir mal y una no sabe dónde está ni lo que quiere. Y no hay nadie con quien poder hablar. Y a veces siento una extraña sensación de miedo. No sé por qué ni de qué… Pero es miedo. Tal vez deberían psicoanalizarme, o algo así. ¿No crees?
Sonó el timbre de la puerta. Sarah dio un salto.
—¡Supongo que ése será Lawrence!
—¿Lawrence Steene?
La voz de Laura era dura.
—Sí. ¿Le conoces?
—He oído hablar de él.
—Nada bueno, seguro —rió Sarah, al tiempo que Edith abría la puerta para anunciar:
—El señor Steene.
Lawrence Steene era alto y moreno. Tendría unos cuarenta años y los representaba. Sus ojos eran bastante extraños, casi velados por los párpados, y sus movimientos eran felinos, con la gracia de estos animales. Era la clase de hombre en el que las mujeres se fijan inmediatamente.
—Hola, Lawrence. Éste es Lawrence Steene. Mi madrina, dame Laura Whitstable.
Lawrence Steene se aproximó y tomó la mano de madame Laura. Se inclinó sobre ella de forma ligeramente teatral y que pudiera haber resultado casi impertinente.
—Es ciertamente un honor.
—¿Lo ves, cariño? —dijo Sarah—. ¡Eres verdaderamente de la realeza! Debe de ser muy divertido ser dame. ¿Crees que llegaré a serlo alguna vez?
—Creo que es muy poco probable —repuso irónico Lawrence.
—Oh, ¿por qué?
—Tus talentos van en otra dirección. —Se volvió a dame Laura—. Tan sólo ayer leía un artículo suyo. En El Comentador.
—Oh, sí. Sobre la estabilidad del matrimonio.
—Parece usted dar por descontado que la estabilidad en el matrimonio es deseable —murmuró Lawrence—. Mas para mí, es la falta de permanencia del matrimonio actual lo que constituye su mayor encanto.
—Lawrence se ha casado muchas veces —intervino Sarah, maliciosa.
—Sólo tres, Sarah.
—Cielos —dijo dame Laura—. ¿No será otro caso de esposas ahogadas?
—Las abandona en el tribunal de divorcios. Mucho más sencillo que matarlas.
—Pero lamentablemente más caro —replicó él.
—Creo que conocí a su segunda esposa antes de casarse —dijo Laura—. Moira Denham, ¿me equivoco?
—Ella era.
—Una muchacha encantadora.
—Estoy de acuerdo. Era deliciosa. Tan natural…
—Una cualidad que a veces se paga muy cara.
Laura Whitstable se puso en pie.
—Tengo que irme.
—Podemos dejarte en algún sitio.
—No, gracias. Siento ganas de dar un paseo. Buenas noches, querida mía.
La puerta se cerró tras ella.
—La desaprobación estaba clara —observó Lawrence—. Soy una mala influencia en tu vida, Sarah. El dragón Edith echa fuego de verdad por su nariz cada vez que me deja entrar.
—Chist… te oirá.
—Eso es lo peor de los pisos. No hay intimidad…
Se había aproximado mucho a la joven. Sarah se alejó un poco, diciendo con tono ligero:
—No, nada es privado en un piso, ni siquiera las cañerías.
—¿Dónde estará tu madre esta noche?
—Ha salido a cenar.
—Tu madre es una de las mujeres más inteligentes que conozco.
—¿En qué sentido?
—Nunca se mete en nada, ¿verdad?
—No… oh, no.
—Como decía… una mujer inteligente… Bueno, vámonos. —La miró un instante—. Estás mejor que nunca, Sarah, esta noche. Así es como siempre debería ser.
—¿Por qué es tan importante esta noche? ¿Se celebra algo especial?
—Sí. Más tarde te diré lo que se celebra.