—Oh, Laura, cuánto me alegra verte.
Laura Whitstable se sentó en una silla recta. Nunca se recostaba.
—Bien, Ann, ¿cómo va todo?
—Sarah está siendo difícil —suspiró—, me parece.
—Bueno, era de esperar, ¿verdad?
Dame Laura hablaba animadamente, como sin darle importancia. Pero miraba a Ann con cierta preocupación.
—No tienes muy buen aspecto, querida.
—Lo sé. No duermo bien y me duele la cabeza.
—No tomes las cosas demasiado en serio.
—Es fácil decirlo, Laura. No tienes idea de cómo es todo el tiempo. En cuanto Sarah y Richard están juntos, discuten.
—Sarah está celosa, claro.
—Eso temo.
—Bueno, como decía, era de esperar. Sarah es aún casi una niña. Todos los niños sufren porque sus madres presten su tiempo y su atención a otras personas. Pero estarías preparada para ello, Ann.
—Sí, en cierto modo. Aunque Sarah siempre había parecido muy independiente y madura. Pero, como tú dices, yo estaba preparada. Para lo que no lo estaba era para ver a Richard celoso de Sarah.
—Esperabas que Sarah hiciera el tonto, pero creías que él tendría más sentido común.
—Sí.
—Es un hombre fundamentalmente inseguro de sí. Un hombre con más confianza en su persona, se reiría y mandaría a Sarah al diablo.
Ann se pasó la mano por la frente en un gesto exasperado.
—De veras, Laura, ¡no te imaginas cómo están! Riñen por las menores bobadas y me miran para ver de qué lado voy a ponerme.
—Muy interesante.
—Muy interesante para ti, sin duda, pero nada divertido para mí.
—¿De parte de quién te pones?
—De ninguno, si puedo, pero a veces…
—Sí, Ann…
Ann guardó silencio un instante y luego:
—Mira, Laura, Sarah es más lista que Richard en todo.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, Sarah siempre se porta con corrección… externamente. Cortés, ya sabes, y todo lo demás. Pero sabe cómo irritar a Richard. Le… le atormenta. Entonces él estalla y se vuelve totalmente irrazonable. Oh, ¿por qué no pueden gustarse mutuamente?
—Porque hay una auténtica y real antipatía entre ellos, imagino. ¿No estás de acuerdo? ¿O crees que sólo son celos por ti?
—Me temo que tengas razón, Laura.
—¿Sobre qué cosas discuten?
—Las más tontas. Por ejemplo, ya sabes que cambié la disposición de los muebles, moviendo el escritorio y el sofá… y Sarah volvió a cambiarlo todo, porque detesta las alteraciones… Bueno, pues de pronto una día Richard dijo: «Creí que te gustaba el escritorio allí, Ann». Respondí que me parecía que daba más espacio, pero Sarah replicó: «Bueno, pues a mí me gusta como ha estado siempre». E inmediatamente Richard dijo en ese tono dominante que tiene a veces: «No es cuestión de lo que a ti te guste, Sarah, sino de lo que quiera tu madre. Y ahora mismo lo vamos a poner como a ella le gusta». Y movió el escritorio y me preguntó: «Así es cómo lo quieres, ¿no?». Y yo respondí más o menos que sí. Y él se volvió a Sarah y dijo: «¿Alguna objeción, jovencita?». Y Sarah, mirándole, respondió con suavidad y cortesía: «Oh, no, lo que diga mamá; yo no cuento». Y sabes, Laura, aunque yo había apoyado a Richard, la verdad es que sentía como Sarah. Adora su hogar y las cosas que hay en él, y Richard no comprende en lo más mínimo sus sentimientos. Ay, no sé qué hacer.
—Sí, tiene que ser una tensión para ti.
—Supongo que irá pasando.
Ann miró esperanzada a su amiga.
—Yo no contaría con ello.
—¡La verdad es que no consuelas mucho, Laura!
—De nada sirve contar cuentos de hadas.
—Los dos son poco amables. Deberían darse cuenta de lo desgraciada que me hacen. La verdad es que estoy enferma.
—El sentir pena de ti misma no va a ayudarte, Ann.
—Pero es que soy tan desdichada…
—Y ellos también, querida. Compadécete de ellos. Sarah, pobre niña, se siente desesperadamente triste… e imagino que también Richard.
—¡Oh, Señor, y pensar que éramos tan felices hasta que volvió Sarah!
Dame Laura alzó ligeramente las cejas. Calló unos instantes, al cabo de los cuales inquirió:
—Os casáis… ¿cuándo?
—El trece de marzo.
—Aún quedan casi dos semanas. Lo retrasasteis… ¿por qué?
—Sarah me lo suplicó. Dijo que le daría más tiempo para hacerse a la idea. Insistió e insistió hasta que tuve que ceder.
—Sarah… comprendo. ¿Y Richard se molestaría?
—Claro que se molestó. La verdad es que estaba muy enfadado. Siempre anda diciendo que toda la vida he mimado a Sarah. ¿Crees que es cierto?
—No, no lo creo. Pese a todo tu cariño hacia Sarah, nunca la has mimado en demasía. Y hasta ahora Sarah siempre ha mostrado consideración hacia ti… tanta como es posible en un ser joven y egoísta.
—Laura, ¿no crees que debería…? —Se detuvo.
—No creo que deberías ¿qué?
—Oh, nada. Pero a veces siento que no puedo aguantar mucho más…
Se detuvo al oír el ruido de la puerta de la calle. Sarah entró en la sala y pareció alegrarse de ver a Laura Whitstable.
—Oh, Laura, no sabía que estabas aquí.
—¿Qué tal mi ahijada?
Sarah se acercó y la besó. Tenía las mejillas frías del aire de la calle.
—Estoy bien.
Murmurando algo, Ann salió. Los ojos de Sarah la siguieron y al volverse tropezaron con los de dame Laura. Los de Sarah se apartaron, culpables.
—Sí —Laura asintió vigorosamente—, tu madre ha estado llorando.
—Bueno, no es culpa mía —exclamó indignada y virtuosa.
—¿No? Tú quieres a tu madre, ¿verdad?
—Adoro a mi madre. Ya lo sabes.
—Entonces, ¿por qué la haces infeliz?
—No soy yo. Yo no hago nada.
—Riñes con Richard, ¿no?
—¡Oh, eso! ¡Nadie puede evitarlo! ¡Es imposible! ¡Si sólo mamá se diera cuenta de lo imposible que es! Creo que un día se dará cuenta.
—¿Tienes que ordenar las vidas ajenas? En mis tiempos acusábamos a los padres de hacer eso con sus hijos. Al parecer, hoy es al revés.
Sarah se sentó en el brazo del sillón de dame Laura, y habló con tono de confidencias:
—Pero es que estoy muy preocupada. Comprende, no va a ser feliz con él.
—No es asunto tuyo, Sarah.
—Pero no puedo evitar que me importe. Porque no quiero que mamá sea desdichada. Y lo será. Mamá es tan… desvalida. Necesita que la cuiden.
Laura Whitstable aprisionó en las suyas las manos tostadas de Sarah. Habló con tal fuerza que hizo que Sarah la escuchase con atención y cierta alarma.
—Escúchame, Sarah. Escúchame bien. Ten cuidado. Ten mucho cuidado.
—¿Qué quieres decir?
—Ten mucho cuidado con permitir que tu madre haga algo que lamentará toda su vida —insistió con énfasis Laura Whitstable.
—Eso es lo que…
—Te lo advierto —la cortó Laura—. Nadie más va a hacerlo. —De pronto olfateó el aire, aspirando fuerte por la nariz—. Huelo algo en el aire, Sarah, y voy a decirte qué es. Es el olor de alguien que se quema como ofrenda… y a mí no me gustan las piras de sacrificios.
Antes de que pudieran hablar nada más, Edith abrió la puerta anunciando:
—El señor Lloyd.
Sarah se alzó de un salto.
—Hola, Gerry. —Se volvió a Laura—. Te presento a Gerry Lloyd. Mi madrina, Laura Whitstable.
Una vez que se dieron la mano, Gerry dijo:
—Creo que anoche la oí por la radio.
—Qué halagador.
—Dando la segunda charla de la serie «Cómo seguir vivo en la actualidad». Me impresionó mucho.
—Qué embustero —dijo dame Laura, mirándole con repentino humor en la mirada.
—Sí, de veras. Parecía usted conocer todas las respuestas.
—Ah. Siempre es más fácil decir a los demás cómo hacer el pastel que hacerlo una misma. Y también mucho más divertido. Aunque es pernicioso para el carácter. Me doy perfecta cuenta de que cada día me vuelvo más odiosa.
—Oh, tú no eres capaz —dijo Sarah.
—Sí, lo soy, niña. Casi he llegado al punto de dar buenos consejos a la gente… pecado imperdonable. Ahora voy a ver a tu madre, Sarah.
En cuanto Laura Whitstable salió de la estancia, Gerry anunció:
—Me voy de este país, Sarah.
La muchacha le contempló llena de asombro.
—Oh, Gerry, ¿cuándo?
—De inmediato. El jueves próximo.
—¿A dónde?
—Suráfrica.
—Pero eso está lejísimos.
—Bastante.
—¡No volverás en muchos años!
—Seguramente no.
—¿Qué vas a hacer allí?
—Cultivar naranjas. Me voy con otros dos. Será divertido.
—Oh, Gerry, ¿tienes que irte?
—Bueno, estoy harto de este país. Es demasiado fácil y evasivo. Yo no sirvo aquí y el país no me sirve.
—¿Qué hay de tu tío?
—Oh, ya no nos hablamos; pero la tía Lena ha sido muy amable. Me ha dado un cheque y una cosa para las mordeduras de serpientes.
Sonrió.
—Pero ¿qué sabes tú de cultivar naranjas, Gerry?
—Nada en absoluto, pero imagino que pronto aprenderé.
—Te echaré de menos… —suspiró Sarah.
—Supongo que no… por mucho tiempo. —Gerry hablaba entrecortadamente, evitando mirarla directamente—. Cuando uno se halla al otro lado del mundo pronto es olvidado.
—No…
La miró con rapidez.
—¿No?
La joven negó con la cabeza.
Se miraron y apartaron la vista, violentos.
—Lo hemos pasado bien… juntos —dijo Gerry.
—Sí…
—A veces las personas ganan mucho dinero con naranjas.
—Supongo que sí.
—Creo que es una vida bastante buena… para una mujer, me refiero. —Gerry elegía cuidadosamente las palabras—. Buen clima… mucho servicio… y todo eso.
—Sí.
—Pero supongo que te casarás con algún tipo…
—Oh, no. Es un gran error casarse demasiado joven. No pienso casarme en muchísimo tiempo.
—Crees que… pero algún cerdo te hará cambiar de opinión —concluyó pesimista.
—Soy de naturaleza muy fría —le tranquilizó Sarah. Se mantenían separados, torpes, sin mirarse. Por fin Gerry, muy pálido, dijo en voz ahogada:
—Mi adorada Sarah… estoy loco por ti. ¿Lo sabías?
—¿De veras?
Despacio, como a duras penas, se aproximaron uno al otro. Los brazos de Gerry la rodearon. Tímidamente, con admiración, se besaron…
«Qué extraño —pensaba Gerry—, ser tan torpe». Había sido un muchacho alegre, que había tenido experiencias con muchas chicas. Pero esto no eran «chicas», ésta era su muy querida Sarah…
—Gerry.
—Sarah…
Volvió a besarla.
—No olvidarás, Sarah querida, ¿verdad? Lo bien que lo hemos pasado juntos… y todo.
—Claro que no olvidaré.
—¿Me escribirás?
—No me gusta escribir cartas.
—Pero me escribirás. Por favor, cariño. Me sentiré tan solo…
Sarah se separó de él y rió un tanto nerviosa.
—No estarás solo. Habrá muchas otras chicas.
—Si hay, imagino que no valdrán nada. Pero no creo que haya otra cosa más que naranjas.
—Mándame una caja, de vez en cuando.
—Claro que sí. Oh, Sarah, haría cualquier cosa por ti.
—Bueno, entonces trabaja mucho. Haz que tus huertos sean un éxito.
—Lo haré, te lo juro. Lo haré.
—Ojalá no tuvieras que irte ahora, precisamente —suspiró Sarah—. Ha sido un gran consuelo tenerte a mi lado para hablar.
—¿Cómo está Coliflor? ¿Te gusta más?
—No. Nunca dejamos de discutir. Pero —su voz sonaba triunfal—, ¡creo que estoy ganando, Gerry!
—Quieres decir que tu madre… —la miró, incómodo.
—Creo que está empezando a darse cuenta de lo imposible que es.
—Sarah —Gerry parecía aún más incómodo—, quisiera que no lo hicieras…
—¿Pelear con Coliflor? Lucharé con uñas y dientes. No cederé. Tengo que salvar a mamá.
—Quisiera que no te entrometieras, Sarah. Tu madre debe saber lo que desea.
—Te lo he dicho antes de ahora. Es débil. Siente pena por la gente y pierde el juicio. La estoy salvando de un matrimonio desgraciado.
—Bueno —afirmó Gerry, haciendo alarde de valor—, sigo pensando que estás celosa.
—¡Muy bien! —Sarah se enfureció.
—¡Ya has dicho lo que pensabas! Ahora puedes irte.
—Vamos, no te enfades conmigo. Creo que sabes lo que haces.
—Claro que lo sé.
Ann se hallaba en su dormitorio, sentada frente al tocador, cuando entró Laura Whitstable.
—¿Te sientes ya mejor, querida?
—Sí. Me he portado tontamente. No debo dejar que las circunstancias me alteren los nervios.
—Acaba de llegar un joven muy apuesto. Gerald Lloyd. ¿Es el que…?
—Sí. ¿Qué te ha parecido?
—Sarah está enamorada de él, desde luego.
—Oh, espero que no —Ann pareció turbada.
—De nada sirve que lo esperes.
—Es que no va a terminar en nada serio.
—¿Tan poco satisfactorio es?
—Así lo temo —suspiró—. Nunca se sujeta a nada. Es atractivo. No se puede evitar el que le guste a una, pero…
—¿No tiene estabilidad?
—Da la impresión que nunca hará nada de provecho. Sarah está siempre hablando de la mala suerte que ha tenido, pero yo no creo que sea sólo eso. Y Sarah conoce muchos jóvenes agradables.
—Y les encuentra aburridos. Las chicas agradables y de valer (y Sarah vale mucho) siempre se sienten atraídas por los perdedores. Parece una ley de la naturaleza. Debo confesar que yo misma he encontrado atractivo al joven.
—¿Tú también, Laura?
—Tengo debilidades femeninas, Ann. Buenas noches, querida. Que tengas suerte.
Richard llegó al piso poco antes de las ocho, pues iba a cenar en él con Ann. Sarah iba a cenar y a bailar fuera. Se hallaba en la salita cuando él llegó, y se pintaba las uñas. El aire olía a dulces.
—Hola, Richard —dijo alzando la vista y prosiguiendo con su operación.
Richard la miró, irritado. Se sentía preocupado por la manía creciente que iba sintiendo hacia Sarah. Había tenido muy buenos propósitos, imaginándose a sí mismo como un padrastro amable, amistoso, indulgente, casi cariñoso. Había estado preparado para los recelos primeros, pero creído que pronto vencería los infantiles prejuicios.
Y ahora le parecía que era Sarah, y no él, quien dominaba la situación. Su frío desdén y disgusto traspasaban su sensitiva piel, hiriéndole y humillándole. Richard nunca se había creído gran cosa y el trato que Sarah le daba le hacía sentirse aún inferior. Todos sus esfuerzos, primero para aplacarla, luego para dominarla, habían resultado desastrosos. Siempre parecía decir y hacer lo que no debía. Tras su creciente animosidad hacia Sarah parecía ir creciendo también una irritación creciente respecto a Ann. Ann debería apoyarle. Ann debería volverse contra Sarah y ponerla en su lugar. Sus esfuerzos por hacer las paces, para conseguir un término medio, molestaban a Richard. Aquello no servía para nada y Ann tendría que darse cuenta.
Sarah estiró una mano para que se secara, volviéndola de un lado y de otro.
Consciente de que haría mejor callándose, Richard no pudo evitar el comentario:
—Parece como si hubieras metido los dedos en sangre. No comprendo por qué las chicas tenéis que poneros así las uñas.
—Ah, ¿no?
Buscando un tema menos peligroso, Richard prosiguió:
—Esta mañana he visto a tu amigo, el joven Lloyd. Me ha dicho que se va a Suráfrica.
—Se va el jueves.
—Tendrá que arrimar el hombro si quiere tener éxito allí. No es lugar para los perezosos.
—Imagino que lo sabe todo acerca de Suráfrica.
—Todos esos sitios son parecidos. Necesitan hombres con agallas.
—Gerry tiene muchas agallas, si es que tiene que emplear esa expresión.
—¿Qué tiene de malo?
—Nada, sólo que me parece una palabra bastante desagradable —dijo la muchacha con una fría mirada—, eso es todo.
Richard enrojeció.
—Es una pena que tu madre no te educara con mejores modales.
—¿He sido descortés? —Sarah abrió los ojos con inocencia—. Lo siento mucho.
La exagerada excusa no hizo nada por aplacarle.
—¿Dónde está tu madre? —preguntó con brusquedad.
—Cambiándose. Estará aquí en un instante.
Sarah abrió el bolso y estudió su rostro con atención. Empezó a retocarlo, volviendo a pintarse los labios, las cejas. Se había maquillado hacía rato, y sus actos estaban calculados para fastidiar a Richard. Sabía que sentía una extraña y anticuada aversión por las mujeres que se maquillaban en público.
—Vamos, Sarah, no te pintes demasiado —dijo en tono que quería ser carente de interés.
—¿Qué quiere decir? —bajó el espejito para mirarle.
—Quiero decir todas estas pinturas. A los hombres no les gusta tanto maquillaje, te lo aseguro. Sencillamente, vas a parecer…
—Una fulana, supongo.
—Yo no he dicho tal cosa —dijo, irritado.
—Pero lo implicaba. —Sarah metió todos sus instrumentos en el bolso—. Además, ¿qué demonios le importa a usted?
—Mira, Sarah…
—Lo que me pongo en la cara es asunto mío. No es asunto suyo, señor meticón.
Sarah temblaba de rabia, lloraba casi.
Richard se enfureció por completo. Le gritó:
—Eres una insufrible y malhumorada mocosa. ¡Eres absolutamente imposible!
Ann entraba en ese instante. Se detuvo en el umbral y exclamó con congoja:
—Por Dios, ¿qué pasa ahora?
Sarah salió corriendo. Ann miró a Richard.
—Estaba diciéndole que se pinta demasiado.
Ann suspiró con exasperación.
—La verdad, Richard, podrías tener más sentido común. ¿Qué puede importarte a ti?
—Ah, muy bien —Richard empezó a dar largas zancadas, irritado—, por lo visto quieres que tu hija parezca una fulana.
—Sarah no parece tal cosa —repuso con sequedad—. Es un comentario horrible. Hoy día todas las chicas se maquillan. Eres anticuado en tus ideas, Richard.
—¡Anticuado! ¡Pasado de moda…! No tienes muy buena opinión de mí, ¿verdad, Ann?
—Oh, Richard, ¿por qué hemos de reñir? ¿No te das cuenta que al decir lo que has dicho de Sarah me criticas a mí?
—No puedo decir que seas una madre especialmente prudente. No, si Sarah es una muestra de la educación que le has dado.
—Eso que dices es cruel y no es cierto. Sarah no tiene nada de malo.
—Que Dios proteja al hombre que se casa con una mujer que tiene una hija única.
Richard se dejó caer en el sofá.
Los ojos de Ann se llenaron de lágrimas.
—Tú sabías lo de Sarah cuando me pediste que me casara contigo. Entonces te dije cuánto la quería y lo que significaba para mí.
—¡No sabía que estabas absolutamente ciega por ella! ¡No oigo más que Sarah, Sarah, Sarah, desde la mañana hasta la noche!
—Oh, cariño —Ann fue a sentarse junto a él—. Richard, intenta ser razonable. Yo pensaba que Sarah sentiría celos de ti… pero no creí que tú ibas a tenerlos de ella.
—No estoy celoso de Sarah —repuso Richard, malhumorado.
—Sí lo estás, cariño. Oh, Señor —Ann se recostó abrumada, y cerró los ojos—. Lo cierto es que no sé qué hacer.
—¿Dónde entro yo? En ninguna parte. Sencillamente, no cuento para ti. Retrasaste nuestra boda… sólo porque Sarah te lo pidió…
—Quería darle un poco más de tiempo para que se hiciera a la idea.
—¿Y se ha hecho? Se pasa todo el tiempo haciendo lo imposible por molestarme.
—Sé que está siendo difícil… pero la verdad, Richard, me parece que exageras. La pobre Sarah apenas abre la boca sin que te pongas furioso.
—La pobre Sarah, la pobre Sarah. ¿Lo ves? ¡Eso es lo que sientes!
—Después de todo, Richard, Sarah es apenas poco más que una niña. Hay que perdonarle más. Pero tú eres un hombre… un ser humano adulto.
—Es porque te amo tanto, Ann —de pronto Richard se sintió desarmado.
—Oh, queridísimo mío.
—Éramos tan felices… antes de que volviera Sarah.
—Lo sé…
—Y ahora… parece que estoy perdiéndote todo el tiempo.
—Pero no me pierdes, Richard.
—Ann, amor mío… ¿me quieres aún?
Ann respondió con súbita pasión:
—Más que nunca, Richard. Más que nunca.
La cena fue un éxito. Edith se había esmerado y el piso, libre de la tempestuosa influencia de Sarah, volvía a ser el marco tranquilo que siempre fuera.
Richard y Ann charlaron, rieron, recordaron incidentes pasados y para ambos la paz fue bienvenida.
Una vez que regresaron a la salita para tomar café y una copa de Benedictine, Richard dijo:
—Ha sido una velada maravillosa. Serena. Ann, querida, tendría que ser siempre así.
—Así será, Richard.
—No lo dices en serio, Ann. Mira, he estado pensando. La verdad es algo desagradable, pero hay que enfrentarse a ella. Francamente, temo que Sarah y yo jamás intimemos. Si intentamos vivir los tres juntos la vida va a resultar imposible. De hecho, sólo hay una solución.
—¿Qué quieres decir?
—Para soltarlo rápidamente: Sarah tiene que salir de aquí.
—No, Richard. Eso es imposible.
—Cuando las chicas son desgraciadas en casa se van a vivir por su cuenta.
—Sarah no tiene más que diecinueve años, Richard.
—Hay sitios donde viven las chicas. Residencias o en familias convenientes.
Ann movió la cabeza con decisión.
—No creo que te des cuenta de lo que estás insinuando, Sugieres que, porque deseo volver a casarme, voy a mandar a mi propia hija… echarla de casa.
—Las muchachas quieren ser independientes y vivir por su cuenta.
—Sarah, no. No desea marcharse a vivir por su cuenta. Éste es de siempre su hogar, Richard. Ni siquiera es mayor de edad.
—Bueno, a mí me parece un buen plan. Podemos pasarle una buena pensión… Yo contribuiré. No tiene por qué sentirse escatimada. Se sentirá feliz sola, y nosotros solos. No veo nada malo en este proyecto.
—Tú has dicho antes de cenar que yo antepongo a Sarah —empezó Ann despacio—. En cierto modo, Richard, es cierto… No se trata de a quién de los dos quiero más. Pero pienso en vosotros… sé que los intereses de Sarah están por encima de los tuyos. Porque, Richard, Sarah es mi responsabilidad. No dejaré de tener esa responsabilidad hasta que Sarah sea toda una mujer… y aún no lo es.
—Las madres nunca quieren que sus hijos crezcan.
—A veces eso es cierto, pero honradamente, no creo que sea el caso de Sarah y mío. Yo veo lo que tú no puedes ver… que Sarah es aún muy joven e indefensa.
—¡Indefensa! —exclamó sarcástico.
—Si, eso mismo —afirmó Ann—. No está segura de sí, ni de la vida. Cuando esté lista para salir al mundo deseará irse… y entonces yo estaré muy dispuesta a ayudarle. Pero aún no está lista.
Richard suspiró.
—Supongo que, sencillamente, no se puede discutir con las madres.
—Yo no voy a mandar a mi hija fuera de casa —repuso Ann con firmeza insospechada—. Hacerlo, sin que ella lo deseara, sería algo mal hecho.
—Bueno, si estás convencida…
—Lo estoy. Pero Richard, querido, ten paciencia. No comprendes, no eres tú el intruso, es Sarah. Y lo siente. Pero sé que con el tiempo aprenderá a apreciarte. Porque me quiere de veras, Richard. Y, al final, no querrá que yo sea desgraciada.
Richard la contempló con una sonrisa ligeramente irónica.
—Mi dulce Ann, eres una soñadora incurable.
Ella se acercó al alcance de su brazo.
—Querido Richard… te quiero… Oh, ojalá no tuviera tanto dolor de cabeza.
—Te traeré una aspirina…
Pensó, dolido, que, de un tiempo a esta parte, todas las conversaciones que mantenía con Ann concluían en aspirina.